lunes, 28 de diciembre de 2015

EL DIOS DEL PALACIO SUBTERRÁNEO

     Una nación que desconoce lo que le depara el futuro difícilmente se preocupará por su pasado. Supongo que es el caso del convulso como pocos Norte de África; sacudido desde el nacimiento de la civilización misma por colonizaciones, guerras, masacres y pugnas por el poder.
     Mi novia Soraya, licenciada en historia y filología árabe, me lo suele comentar, ya que creo que considera esta franja al sur del mediterráneo su segundo amor después de mí (o eso quiero creer). Por eso no se me ocurrió mejor forma de celebrar nuestro compromiso que con un pequeño viaje de cuatro días a Túnez, visitando los lugares más emblemáticos de esta frontera con el desierto. El regalo, sin embargo, causó mucho recelo entre nuestros familiares y amigos. Apenas habían transcurrido diez meses desde la caída de Ben Alí y la situación nacional era tildada aún de inestable, eufemismo de peligroso.
     —No pasara nada, estaremos bien —aseguré.
     Así quedó el debate zanjado.
     Menos de dos días después, cansados todavía por la fiesta previa a la partida y la escasa hora de vuelo, llegamos a Tozeur, perfecta muestra del curioso contraste de los antiguos países musulmanes: los edificios, de viejos ladrillos color arena exhibían por doquier elaborados barrocos y preciosos remontables a la época de los califas, daban sombra a los puestos de bazares con toldos anunciando tiendas de recuerdos y terrazas atestadas de mesitas; las calles asfaltadas transitadas por vehículos a motor (en su mayoría todoterrenos) eran compartidas con algún carro de caballos, un anciano montado a un burro o un grupo de dromedarios guiados.
      Allí pasado y presente se miraban cara a cara, con las palmeras como fondo de postal extendiéndose hasta donde la vida llegaba; cosa no tan rara cuando recordé que la ciudad se fundó como un oasis. Y, más allá, el desierto, la frontera entre dos mundos: la ciudad y la vida y la arena y la muerte.
     Sin tiempo que perder, nos pusimos en marcha apenas tomar tierra, empezando por contactar con nuestro hotel, aclaramos el cambio de divisas.
    —De momento —concluí —, parece que aquí todo cuesta la mitad que en España.
    —De maravilla entonces, ¿no?
     Preguntando en un francés mejor que el mío, Soraya nos llevó hasta Habib, guía contratado por mediación de nuestra agencia, tan delgado y arrugado qué costaba creer que tuviese sólo veinticinco años (cosa que atribuí a una vida breve pero dura e intensa) con un todoterreno. Tomamos posiciones y empezamos nuestra expedición.
     Tras charlar un poco sobre la situación del país y de su persona a  nuestro primer alto en el camino: el Chott El Djerid, el lago salado de Túnez, un liliputiense primo remoto del mar muerto que, por tener, no tenía ni agua; lo que sin embargo contribuía a darle una belleza especial, como si fuese el espejo gigantesco de un dios en el cielo, añadiendo un nota de belleza (por no decir familiaridad) a aquel entorno estéril y hostil donde ya se veía la arena. Según aseguró Hamid, está así la mayor parte del año, lo que le da su nombre, frente al que creo más adecuado de “desierto salado”.
     De allí nos dirigimos hacia Douz; la verdadera puerta del desierto; último signo de civilización antes del dominio de la arena. Hora del inevitable viaje en dromedario, animal tambaleante y, al menos para mí, tremendamente gruñón, cuyos vaivenes parecían indicar que llevarme tampoco le hacía gracia. Sin embargo, se mantuvo en equilibrio sobre el sustrato en continua descomposición, mientras el sol, estando casi a Octubre, nos abrasaba.
     —Eso es el erg  —tradujo Soraya, señalando al frente.
      Allí estaban. Las colosales e infinitas dunas del Sahara. No pudimos resistirnos a pisarlas; llegué a pensar que me hundiría en la arena, quedando a una momia al cabo de unas décadas. Imposible calcular cuantas fotos gastamos en esa cordillera quebradiza, que hizo la  vuelta a Tozeur más larga y tediosa. Eso y que comer carne de camello me hizo pensar en el resentimiento de mi montura.
     Tras apoquinar un poco para repostar (el combustible, como me temía, no iba incluido) partimos al este, a Nefta.
     Parecía Tozeur en miniatura, dividida además por el oasis que daba pie a su propio palmeral; un matojo silvestre en comparación con lo que dejábamos atrás, pero no menos impresionante. Había mujeres tapadas con velos que parecían evitarnos a la sombra de los altos minaretes de la que debía ser una ciudad más sagrada que Tozeur, aunque carente de aeropuerto.
     El plan era dormir allí para visitar por la mañana las joyas de los oasis de Túnez, Chebilla y Tamerza, en las montañas del límite más oriental del Atlas. Mientras, podríamos visitar la calmada y curiosamente sombría población.
     Pasamos la tarde deambulando, mientras el sol por fin se retiraba para luchar un día mas (la idea me hizo gracia). Aunque parecían taciturnos, los habitantes se entusiasmaban al ver que el mundo exterior se interesaba por su modesta ciudad. Soraya no perdió el tiempo, enzarzándose en un animado coloquio con un anciano barrigudo y barbudo de rostro afable y piel melánica con camisa azul y pantalón marrón. Yo, ajeno a sus palabras, me quedé mirándoles, mientras algunos hombres más jóvenes se fijaban en mi prometida.
       Por fin, Soraya pronunció algo que entendí:
      —¿Fenicios? —preguntó en nuestro idioma.
     El hombre, que pareció sorprendido por sus conocimientos, asintió y empezó a explicar algo, gesticulando ansiosamente.
       Merci beacoup —le despidió; la única cosa que entendí en francés, antes de mirarme con ojos brillantes—. Ni te imaginas qué me ha dicho.
      —Ilústrame —pedí cruzado de brazos, aburrido.
     —Dice que a como nueve kilómetros de aquí, cerca de la frontera con Argelia —señaló al suroeste—, hay un monumento cartaginés.
      —¿Monumento? —fruncí el ceño; no me sonaba haber leído nada así en las guías.
       —Es pequeño, una estela. ¡Tenemos que verlo!
        Volvió a darle las gracias y me agarró, arrastrándome casi, mientras los presentes quedaban atrás, viéndonos partir.
     Para mí suponía una alteración muy fuerte en nuestros planes. Además, allí el término frontera es fácilmente asociable a peligro.
      —¿Qué tipo de monumento es? —pregunté, de camino a nuestro alojamiento.
      —¿Tú que crees? Religioso —contestó, mirándome como si fuese estúpido.
       Eso no hizo que me pareciese más atractivo. Yo, siendo químico, nunca he estado muy interesado en este país y su historia, aunque sí me informé un poco.
      —¿Te refieres… a los que sacrificaban niños?
     En esa ocasión mi novia no respondió.
      Nombres arcaicos y malditos pasearon por mi cabeza: Baal, Astarte, Dagón y Moloch. Historias de noches sin estrellas con hogueras enormes ardiendo frente a ídolos de bronce y recién nacidos primogénitos sacrificados a cuchillo y fuego, con sus llantos ahogados por tambores y flautas. No estaba seguro de querer visitar un altar así, pero mi futura mujer lo había dejado bien claro.
     Hamid, cumplidor profesional hasta el momento, se negó en redondo a salirse de la ruta. Aseguró por todas y por todas que no había sido contratado para ese viaje.
      Soraya resopló.
      —Dice —tradujo—, que la frontera puede ser peligrosa.
       Ya, lo que yo decía, me felicité a mí mismo.
      Por desgracia, cuando ella insistió, Hamid le dijo que el sitio visitarse antes de anochecer, ida y vuelta, campo a través. Le ofrecí un extra, pero lo rechazó tajantemente. Sólo había una conclusión posible.
     —Muy bien, entonces tendremos que ir solos.
     Me agarró por las muñecas, casi arrastrándome. No pude evitar mirar sobre mi hombro al negligente guía; parecía mirarme con una mezcla de deferencia y resignación. No podría culparle; después de todo, en los rigores misóginos de la cultura islámica, mi forma de proceder debía verse como poco masculina.
     El cielo se volvía naranja mientras entrabamos en ese secarral lleno de matojos, que no presagiaba el laberinto de dunas a pocos kilómetros al sur. No es que me preocupase perdernos; el camino era tan lineal como ir recto y luego dar la vuelta. Además, aunque no llevábamos agua ni provisiones de ningún tipo, habíamos salido bien servidos y con los pies por hinchar, lo que no reducía la distancia ni me tranquilizaba.
       Éramos dos turistas vagando solos por un país extranjero, delante de un desierto y junto a una frontera con guardias armados, y encima, según mi reloj, faltaba muy poco para anochecer.
      —Creo que empieza a hacer frio —noté.
      —Bueno, después de tanto sol eso no es malo —replicó.
      El mismo escenario, la hamada, presagiaba un cambio: en nuestro viaje hacia Nafta vimos varios dromedarios silvestres paciendo entre los arbustos; ahora, sin embargo, no se veía ninguno, ni hormigas por el suelo o insectos refugiados en las plantas. Nada. Como presagiando la cercanía al océano de la muerte.
     Tras casi media hora recorriendo ese fondo inalterable, me dispuse a pedirle que razonara. Soraya se me adelantó, parando un momento y escudriñando la distancia.
     —¡Mira! ¡Está allí!
     Corrió como a punto de cruzar una meta conmigo, cansado, harto y desinteresado, procurando seguirla.
     No costaba mucho reconocer contra el horizonte aquel mojón de piedra marronácea. Lo admito, tenía una disposición curiosa, ya que parecía marcar la separación entre la tierra dura y cubierta de arbustos y las dunas vacías.
      La alcancé sin aliento. Ella también jadeaba, aunque parecía más bien por una emoción exagerada.
     El pequeño túmulo, un pilar cuadrado que no llegaba al metro veinte de altura, tenía esculpido en su frontal un jeroglífico en relieve parecido a una cruz egipcia de base triangular coronada por una media luna de centro giboso. Parecía no tener soporte, sino estar incrustado en la arena.
     Esto es comentó ella, inclinándose para verlo mejor. ¿Qué te parece?
     —Es interesante. —Hubiese querido decir No es para tanto. ¿Qué es exactamente? Aparte de religioso, digo.
     Soraya sacó la  primera foto.
     El símbolo parece el de Tanit… —Lo rozó con los dedos. Una diosa de la guerra y la fertilidad. Lo que no sé es qué hará algo así aquí. No parece un sitio de culto…
     Yo tenía mi atención en el horizonte. El ocaso hacía brillar las dunas como el oro mientras las sombras se alargaban hacia nosotros. Parecía que el desierto cobraba vida, un monstruo colosal que se nos acercaba, hambriento.
     Mi respiración se aceleraba de forma descontrolada pero pueril, mientras Soraya seguía enfrascada en sus observaciones, con las tinieblas intentando fastidiarla.
       Cuando las sombras alcanzaron la estela pasó lo imposible.
     Por algún efecto óptico la negrura pareció volverse solida a unos dos metros sobre la arena, formando una apertura cuadrada de al menos dos por dos completamente tridimensional, que refulgía con un resplandor amarillento salido de su interior.
     —Soraya…
     Mi llamada coincidió con un aumento del brillo, acompañado de una figura ondulada que se alzó frente a nosotros.
     Un anciano con una antorcha surgió de las profundidades. Su fuego apenas despejaba las sombras lo bastante para verlo bien. Achaparrad y enjuto, iba tapado por completo, envuelto en una túnica larga y negra que parecía venirle grande y con la cabeza enrollada por un turbante del mismo color; lo que recordrba a un nómada del desierto, aunque más zarrapastroso. Sólo pudo ver un pedazo de su rostro, arrugado como barro al sol y del mismo color, que casi cubría sus ojos rasgados y brillantes.
    Nos quedamos petrificados, mirándole. El recién llegado extrajo de entre los pliegues de su ropa la mano derecha, delgada y marchita como la de un mono embalsamado, con la que nos hizo indicaciones. Nos invitaba a ir con él.
     Sin mediar alguna, Soraya avanzó hacia él.
      —¿Qué…? —Verla rompió mi propio ensimismamiento—.¿Pero qué haces?
     —Tranquilo. —Aunque se movía como en trance, su voz era normal—. Quiere enseñarnos algo.
     La idea no me atrajo; sólo me hizo revivir películas viejas sobre bandidos en el desierto que atraían a viajeros inexpertos y confiados para quitarles todo y dejar sus cadáveres apaleados pudrirse entre la arena.
     Caminé para detenerla.
     —Escucha, no va…
     Cuando toqué su hombro, se volvió con violencia.
     —Cálmate, ¿vale? —Su mirada no mostraba enfado, sino reprobación—.Por favor, mírale. Es inofensivo. Y además, lo que haya allá abajo… podríamos salir en las noticias.
     De espaldas al fuego, sus ojos refulgían de entusiasmo. Estaba hechizada, encantada por el fantasma que nos tentaba. Comprendí que nada la haría cambiar de idea.
     Ando más deprisa, dispuesta a decir algo cuando el anciano se retiró de vuelta al submundo del que llegó.
      Siguiéndole, ella con confianza y yo con recelo, llegamos al borde del cuadrado. Desde allí vimos los peldaños de adobe iluminados por el fuego. Sin esperar más, nos adentramos en lo desconocido.
     Bajamos cerca de veintena peldaños hasta llegar a un pasillo entre paredes de piedra, aislado de la superficie exterior por un techo macizo. No se veía arena en su interior, aunque estaba perfectamente iluminado por una hilera de antorchas en la pared derecha. A unos veinte metros, reducido a un punto cada vez más pequeño, nuestro misterioso guía se perdía en la distancia, a pesar de que iba muy despacio.
      Soraya, como una polilla siguiendo una vela, le siguió, sorprendiéndome.
      Había ignorado por completo la visón a nuestra izquierda.
     El descomunal mural ocupaba todo lo largo del pasillo, llegando al techo. Yo, siguiéndola con pasos lentos, lo recorría con los ojos, cautivado aunque incapaz de entenderlo.
     Parecía lustrar una especie de Génesis evolutivo. Había una ondulada línea que supuse sería el mar, compartido por informidades que parecían amebas sobredimensionadas, batracios con rasgos de peces, cefalópodos dibujados para parecer personas y, flotando sobre ellos, figuras humanas con brazos y piernas acabadas en aletas. Sobre ellos, el cielo estaba representado surcado por estrellas de mar y cangrejos alados. El motivo concluía con una línea ascendente procedente del mar; supuse la tierra, sobre la que se alzaban figuras antropomórficas pero carentes de rasgos.
     Me impresionó; en contraste con la talla superior y con sus proporciones superiores, su técnica me parecía más burda, primitiva, como líneas trazadas sobre la piedra en vez de un cincelado verdadero, lo que ofrecía una idea de su antigüedad y la edad de sus autores.
     El sendero acababa en una puerta rectangular por la que primero se perdió el anciano, luego la cada vez más nerviosa Soraya y, por último, yo. No me extrañó mucho verla boquiabierta en la penumbra cambiante.
     Hecha por completo de piedra, no era una sala muy grande; parecía un salón de apartamento, pero atestado de pilares. Columnas grises de base circular, al menos doce en filas de tres, que subían hasta un techo de al menos diez metros. En las cuatro paredes, sobre las respectivas antorchas, más grabados; estos representando las mismas figuras humanas, con dos añadidos: una corona circular (asumí que turbantes, dando fe de su origen norteafricano) y espadas curvas alzadas en señal de batalla; todos coronados por una especie de esvástica.
     —La antigua representación solar del Neolítico  —oí murmurar a mi subyugada chica.
     Y sobre nosotros, en un hueco circular en el techo entre las columnas, una representación muy tosca del cielo estrellado. Reconocí el Carro, Orión, Tauro… y, en el centro de todo, el vacío; lo que debía ser la negrura espacial, que parecía evocar rituales nocturnos donde demonios danzan al son de flautas.
     Tras esta primera impresión, Soraya me cogió la mano con ternura. Yo dejé que me llevase al fondo, donde se había detenido el anciano. Este dejó la antorcha en el suelo (se apagó rapidísimo, apenas se separó de sus dedos) y se acercó a una pequeña plataforma cuadrada no mayor que un sillón, delante de un grabado diferente. Se postro ante él como si rezase, dejándonos verlo bien.
     Se veía a varios de los hombres con turbantes postrados en torno a una especie de montaña con una imagen en la cima que destacaba por ser más detallada: un hombre desnudo y asexuado, altísimo y delgadísimo con brazos y rostro exageradamente largos; este el primero que veía con ojos y boca representados, en una expresión de suma serenidad. De él parecía irradiar compasión hacia sus adoradores.
     Un dios primitivo, concluí; al menos ahí podía llegar, en lo alto de una montaña que, al fijarme, vi que estaba marcada  por formas embebidas en ella, representadas con rayas y círculos…
    Ajeno a nuestra presencia y cada vez mayor proximidad, el anciano se puso a murmurar como si rezase. Era algo inteligible, muy distinto al francés o al árabe que al menos podía reconocer; de hecho aquel galimatías no parecía siquiera de este planeta. Entonces se levantó de improvisto y toda su ropa cayó al suelo, quedando su cuerpo apergaminado y moreno completamente desnudo.
     —Eh, ¿qué está…?
     No llegué a acabar la frase; el hombre se dio la vuelta  y un destello lo engulló todo.
     Cuando recuperé la vista comprobé que seguíamos en la misma sala subterránea a la luz de las antorchas. Pero había cambiado.
     Ya no estábamos solos.
     Delante, tan cerca que podríamos patearlos, varias personas de sexo indeterminado estaban arrodilladas hasta casi besar el suelo, tapadas por esas holgadas chilabas ancestrales de las gentes del desierto. Delante tenían cuatro bultos erguidos, vestidos igual pero envueltos en ellas como fardos, inmóviles.
     Supuse que sería algún tipo de ofrenda para el ocupante de la plataforma.
     Donde vimos subir al anciano, ahora estaba sentada una figura cubierta por una sábana negra parecida a un burka. Pensé que podría ser una mujer hasta que se levantó, la prenda cayó y me quedé sin aliento.
     Era el hombre de la pared, en carne y hueso. Su representación no era exagerada en absoluto.
     Su piel era color ébano y sus ojos, oscuros y ovalados como los de una avispa. Mediría en torno a dos metros y medio, con un cuerpo fibroso y estrechísimo de brazos y piernas larguísimos como una mantis religiosa hecha de palos. Su cintura, lejos de sugerir alguna amputación ritual, no tenía señal de haber tenido nunca sexo alguno.
     Ajeno a nosotros y a sus adoradores por igual, bajó con paso calmado pero firme de su pedestal hacia las ofrendas, parándose delante de la del extremo izquierdo. Levantó su mano sobre ella y la tela que la envolvía cayó, provocándome un escalofrío.
     De espaldas a mí, un niño de no más de diez años, pelo oscuro revuelto y piel morena, ignorando a los adultos tras él miraba inmóvil al ente. Este pareció sonreír, a la vez que su rostro parecí refulgir.
     Seguidamente abrió la boca y se inclinó, cerrándola en torno a la garganta de la criatura como si la besase. Un espasmo recorrió la fina y lampiña espalda durante un momento, mientras un sonido silbante y ensordecedor llenaba la estancia.
     Sin atreverse a mirar, me pareció que los adultos temblaban de miedo mientras aquel sonido de balón deshinchándose se hacía más intenso. Comprobé que la piel del infante se arrugaba y oscurecía como una fruta madura pudriéndose por momentos. En minutos el niño fue reducido a una carcasa arrugada cubierta de ronchas en carne viva. Cuando acabó, el monstruo lo dejó caer y se dispuso a pasar a la siguiente presa.
     Con el segundo sacrificio desnudo, el vampiro volvió a inclinarse, sellando su cuello con sus labios. Uno a uno, los infantes fueron consumidos frente a los pasivos adoradores. Yo, paralizado, intenté apartar la vista, cerrar los ojos, mirar a Soraya. Pero, e algún modo, me sentía cautivado.
     Y mientras caminaba con andares pausados hacia su cuarta víctima, me di cuenta.
     Sus ojos brillaban como luces de neón, parpadeaban en colores extraños disimulados por las antorchas.
     Pasó de improviso, uno de los hasta entonces sumisos adultos levantó la cabeza, contemplando la fila de niños muertos. Luego le miró a él.
     El monstruo lanzó un alarido profundo y chirriante que estremeció a todo al menos tanto como a mí. Quise poder taparme los oídos; era un sonido grave, chirriante como un jabalí agonizando pero más metálico, profundo y arcaico. Como castigo para la afrenta…
     Fue tan rápido que apenas lo distinguí, y al hacerlo no lo pude creer.
     Algo salió de su cuerpo hacia el insumiso, que lanzó un grito ahogado; algo estirado y fino con vida propia que brillaba y se retorcía. Lo viese como lo viese, era un tentáculo viscoso de más de seis metros que le salía directamente del pecho.
     El tentáculo se hincó en el pecho del apostata, petrificado por la imprevista muerte. Su rostro, ladeado tras el impacto, se ponía azul mientras sus labios entreabiertos gemían y la sangre le dejaba.
     Una nota profunda salida de la nada me taladró los tímpanos. Pestañeé…
     Al principio no entendí lo que pasaba. Los adultos habían desaparecido, los restos de los niños también. Lo que tenía delante era un cuerpo consumido más grande que el de ningún niño, vestido con pantalones largos, una camiseta de manga corta y pelo castaño, largo y ondulado.
      Entonces comprendí.
      Negué al reconocerlo, boqueando con dificultad al entender lo que había pasado durante el espejismo. Soraya había caído victima del ídolo viviente apropiadamente representado en aquel mural sobre una montaña de huesos burdamente dibujados.
     Sin tiempo de sentir lastima o pena, miré con ojos temblorosos delante. Allí estaba, el monstruo del mural cobraba vida ante mis ojos. El mismo cuerpo desnudo y enjuto, las mismas extremidades finas. Pero no estaba completo. Su cuerpo estaba cubierto de arrugas que se perdían en la oscuridad de su piel.
     Cuando se alzó sobre los harapos que seguían a sus pies, lo comprendí. El anciano que nos guió era en realidad el engendro, adorado por los temerosos e ignorantes ancestros de los púnicos, que le ofrecían sacrificios en un intento de aplacarle. Quizás la práctica se extendió como una monstruosa tradición a sus descendientes, una vez consiguieron desterrarlo a esa tumba subterránea. Capaz de sobrevivir siglos bajo el desierto, sin más necesidad que sangre para mantener su cuerpo; joder, ¿qué era? ¿Qué podía ser? ¿Y de dónde ha salido?
      Lo que dijo Soraya sobre la estela de la superficie… ¿Sería una primitiva señal de No pasar?
     No sentí odio, sin embargo, sólo un profundo miedo que me forzaba a seguir mirándole. A pesar de lo visto, eso no era un vampiro; al menos tradicional. La prueba era más que la fina e inútil cruz de oro que colgaba del cuello muerto de Soraya, que debería repelerlo. Pero había más.
     Ningún vampiro, por truculenta imaginación que lo imaginase, tendría colmillos así: cuatro apéndices rojos y ondulantes como patas de crustáceo donde debería tener los caninos, agitándose unos tres centímetros fuera de su boca. Ni aquellos ojos refulgentes en los que se formaban iridiscentes aureolas de colores frío; que entendí servían para encantar a su víctima, sumiéndola en el sueño de los condenados para evitar su resistencia y, posiblemente, también para ocultarse, disimular lo que era.
     Porque ahora, sólo conmigo, su siguiente víctima, empezó a cambiar. Su cuerpo empezó a crecer su boca se ensanchaba y sus ojos se hinchaban, como si la mantis se convirtiese en sapo, en una forma tan terrible que por fin reaccioné.
      Me di la vuelta y corrí hacia la puerta a la cámara; portal que para mi consternación se cerró sólo. Un lámina de piedra cayó del techo, sellándolo. Instintivamente, me lancé a un lado, refugiándome tras la columna más cercana, mientras la babosa metamorfosis vibraba. Sólo me animé a mirar un momento, en el culmen del proceso, pero sólo vi sombras; un tembloroso fuego negro agitado en las paredes por una orgia de pulpos y serpientes, seguido del chapoteo de los pasos de su dueño.
      Lanzó un desgarrador rugido parecido al silbido de mil mosquitos de alas de acero, levantando un pequeño tornado que consumió las antorchas, apagándolas.
     Me quedé tapándome la boca para minimizar el sonido de mi respiración, sin ninguna luz, con el cadáver de mi novia a mis espaldas y la cosa que la mató buscándome para hacerme lo mismo. No puedo salir y sé que nadie vendrá a salvarme. No hay esperanzas.
     ¿Qué hago? No sé; si correr guiándome por el tacto entre las columnas hasta quedar cansado y a su merced, o esperarle quieto o,  quizás lo mejor, ir directamente a él  y acabar deprisa.

     Oh, Dios, ya lo oigo. Sus patas se estrellan contra el suelo y las columnas, palpando, buscándome. Se acerca…

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