SU PEOR ENEMIGO
A Max se le heló la sangre. Acababa de oír su risa, cruzando los pasillos.
Estaba allí, ya llegaba. Iba a por él.
—Max —decía su voz, rasposa,
metálica e inconfundible—, ya estoy aquí…
Se levantó sin pensarlo; el escritorio tembló, haciendo bailar la
pantalla, el teclado y el resto de elementos menores de su habitáculo en la
oficina. Un bolígrafo cayó sobre su asiento y un vaso vacío de plástico rodó
hasta el suelo, manchando las baldosas rosadas de café.
Se asomó con timidez al pasillo. Por todos lados se oían los dedos sobre
las teclas, los teléfonos sonando y las voces contestándoles. Tomó aire, aferrándose
al borde del panel que hacía de pared con los ojos cerrados. Una gota de sudor
se deslizó por su cara, dándole ganas de dejarse caer con ella. Pero no, aquel
no era el sitio; tenía trabajo…
—¿Max?
Al abrir los ojos vio a Soraya, con su pelo rubio recogido en un moño y
sus ojos agrandados por las gafas mirándole con una mezcla de curiosidad y
preocupación.
—¿Estás bien?
—Sí, tranquila —aseguró, sonriendo—. Creo que me he mareado un poco; no
sé, puede ser verti…
El teléfono sonó tras él, recordándole para qué le pagaban. Separó su
mano pegajosa del borde…
—Hora de jugaaaaar.
—¿Ah, sí? —Soraya miró hacia la derecha, a la pared del aire
acondicionado—. Puede ser el choque térmico. Dios, si entras de la calle y esto
parece una nevera…
Cuando volvió a mirarle curvó la boca, dejando de hablar. Max estaba
definitivamente pálido. El sudor le regaba las sienes. Además, sus piernas
amagaban movimientos a los lados, como si fuese a salir corriendo o a
desmayarse.
—Oye…
—Tengo que ir un momento al servicio. —Lo dijo deprisa, sin mirarla,
antes de añadir—: Si alguien me busca, ¿puedes…?
—Claro. Tran...
Se quedó boquiabierta: Max corría ya hacia la pared occidental de la
oficina, haciendo un quiebro para esquivar a un compañero que ojeaba unos
papeles.
—¡Perdón! —le gritó, alcanzando la puerta con la placa de la efigie masculina. Desde allí se
volvió a mirar atrás. Quería asegurarse.
Sí, allí estaba; justo en el centro de la oficina. Y como cada vez, por
más que hubiese tenido toda su vida para acostumbrarse y saber qué medidas
tomar, su pulso alcanzó proporciones dolorosas, el sudor le empapó y sus
dientes rozaban entre sí.
—Qué, pequeñín, ¿ya vas a encerrarte en algún
agujero?
Se rió mientras le miraba, lo que más odiaba Max de él: que quedasen
fijos sobre él esos ojos que no parpadeaban, que se riese de él con esa boca inmóvil.
Allí, en mitad de su trabajo, disfrutando de su pánico. Max era el único que
podía verlo; los dos lo sabían. Eso le hacía disfrutar más.
Lo llamaba, desde hacía mucho (no
se atrevía a decir que desde niño), el hombre de humo. En realidad, parecía más
bien una sombra; una figura en dos dimensiones, negra y nebulosa, con cara; un
sol blanco sobre la negrura que podía quemar los ojos si se le miraba demasiado.
La viva estampa de un hombre tras un arbusto un día de viento, el desconocido
que espía a los niños con las peores intenciones.
A este, sin embargo, le interesó primero el niño, luego el muchacho y
ahora el hombre.
Inició el acercamiento levitando a unos cinco centímetros del suelo, atravesando
cubículos, a sus ocupantes y a lo que se le ponía por delante. Para ellos no
era nada. Sólo pasaba algo si tocaba a Max.
Este entró en el servicio. Intentó cerrar la puerta con delicadeza pero
acabó estampándola con brutalidad. Fuera, más de una cara debía de haberse
quedado mirando hacia allí extrañada.
La sala de losas azul marino iluminada por tubos estaba vacía. Tanto
mejor para él.
Corrió hacia la puerta roja más alejada, empujándola con fuerza. El
váter blanco y un rollo de papel eran sus únicos ocupantes. Si tenía vecinos,
ya no podía hacer nada.
Pasó el pestillo y se sentó en el váter, agarrando un pedazo de papel
que se pasó por la frente.
—Max, ¿dónde estás? —bostezó—.
Ya sabes que buscar me da pereza.
Clavó los talones en el suelo, con la intención de mantenerse firme.
Encerrarse no iba a salvarle; sólo haría las cosas menos peores. Cuanta menos
gente tuviese cerca, mejor.
Su risa metálica, como navajas de afeitar entrechocando, sacudió la
puerta.
—¡Te encontré!
Max tomó aire; sus dedos resbalaron al intentar aferrar la cerámica. Una
mancha oscura se formó sobre la madera roja, sin que se quemase o se astillase,
creciendo a medida que el cuerpo entraba.
Max cerró los ojos y dobló el cuello. Ya estaba. Pasaría dentro de un
rato. Lo que no debía hacer era mirarle; no quería ver esa cara blanca. Esa…
—¿Me has echado de menos? —se
burló, casi rozando su piel—. Yo sí,
mucho. Por eso me lo voy a pasar tan bieeeen…
Max tensó los músculos, consciente de que se estaba inclinando con la
cabeza, el torso, las manos, para tocarle, sólo eso.
Lo malo empezaría después.
Un escalofrío violento le puso en pie de un salto. Abrió los ojos. Ya no
estaba. Ya lo había hecho. ¿Cómo? ¿Una mano sobre el hombro, un beso en la
frente? Nunca sentía el toque, sólo la reacción.
Ahora lo tenía dentro y podía pasar cualquier cosa.
Empezaba siempre en los oídos. Primero un pitido que cambiaba para
parecerse a un susurro sin voz; una cacofonía que le insultaba y hacía burla. Hablaba
tan deprisa que no llegaba a entenderlo pero lo sabía, simplemente porque ya lo
conocía.
Su mano subió, arañando la madera intentando
llegar al pestillo. Por suerte le costaba; era torpe, descoordinada. Lo sabía
porque no era él quien había levantado el brazo.
Para acabar los ojos. Empezaba a parpadear sin motivo mientras la luz a
su alrededor cambiaba, se oscurecía. Luego los colores cobraban vida. Las
paredes se volvían púrpura, el techo oscuro, el suelo brillaba. Su textura
también cambiaba, derritiéndose, moldeando formas imposibles. Sus pies quedaban
pegados mientras sentía que se hundía en melaza…
Para entonces estaba perdido, gritando mientras caía por un oscuro
agujero como le pasaba desde… Desde…
—Mirad —dijo una voz de pito, señalando.
—Ssssh, que no te oiga —susurró otra.
—Es muy raro…
—Está chalado.
—Mi mami dice…
El niño de cuatro años, con su babi azul, cruzó el pequeño patio de
arena con su tobogán adornado de columpios hacia la esquina del muro, lejos de
las risas, las carreras y los murmullos. Se sentó, repelando su bocadillo de
salchichón y haciendo una pelota con el papel de plata.
—Max, no te olvi…
Antes de que la profesora terminase la frase, fue hasta la papelera y la
tiró, antes de volver a su exilio.
Max odiaba el colegio. Los otros niños le miraban raro, hablaban de él.
A veces le decían cosas malas.
Y él sabía por qué. A esa edad, reconocía que, en su lugar, haría lo
mismo.
El niño miraba al cielo y a sus compañeros, confiando en volver a clase
pronto. Acabar, volver a casa…
Una caricia de viento le dio frío. Comprobó que el sol brillaba. Su pelo
no se había movido.
Se abrazó a sí mismo, cerrando los ojos. Empezó a oírlo; una mezcla
entre un pito y pan tostado crujiendo en una boca.
—No, por favor…
—Max, ¿estás bien?
La profesora ya corría; había sido instruida para su caso. Y él también.
—Tienes que aguantar —le decía su padre, inexacto, incapaz de tratar una
situación que no entendía—. Si te resistes lo bastante se te pasará.
Se equivocaba, o sobreestimaba la fortaleza mental de un niño tan
pequeño.
Max temblaba. Le faltaba aire. Se movía adelante y atrás, intentando
boquear.
—Eh, ¡al loco le está pasando! —chilló alguien; quizás Rafa, el gamberro
de su curso. Zapatillas corrieron sobre la arena. Se había hecho el silencio de
pronto.
—¡Rafa, no…!
Entonces pasó. Todo se oscureció, perdió su color y su forma. Max
chilló, sintiendo que lo arrancaban de su cuerpo.
—Hola, chico.
Se sobresaltó. Seguía oscuro. La mezcla de crujidos, silbidos y susurros
era ahora una voz. Eso era nuevo.
—¿Te lo pasas bien? Espero que sí.
No, intentó protestar Max,
comprobando angustiado que no podía hablar. Por…
—Tranquilo, ya te acostumbrarás. O
espero que lo hagas. Por tu bien.
No, no, no…
—No, Max, no. Para. ¡Para!
Despertó en medio de un grito que no recordaba haber dado, colgando del
costado de su maestra. Le giraba la cabeza y sentía su entrepierna caliente;
luego sabría que porque se había meado encima. Le dolía la mano derecha; al
mirarla vio los nudillos desollados y la sangre cubriendo las uñas.
Tras él, gritos de dolor volaban desde el patio.
Parpadeó. Su visión seguía borrosa, como si fuese un día nublado dentro
del lavabo. Lo primero en sentir fue el intenso dolor en la uña del índice
derecho.
—Agh.
Un olor horrible salía de debajo de él, de la tapa cerrada del retrete.
Al tomar aire, sintió sabor a sangre en su boca.
Se levantó. Le costaba mantener el equilibrio, como si hubiese estado
dando vueltas, y sintió un dolor punzante en el talón derecho.
Se apoyó en la puerta, comprobando que la madera en torno al pestillo
estaba raspada, formando una cifra imposible a base de líneas verticales y
horizontales.
Ya fuera, comprobó su reloj. Se quedó boquiabierto. Quince minutos. No
duraba tanto desde…
Bufó, apretando los dientes en un intento por no llorar. ¿Por qué ahora;
por qué después de tanto tiempo tenía que volver? Precisamente ahí…
Se palpó los bolsillos,
sintiendo con asco que estaban apelmazados e impregnados de esa peste. Casi
chilló al darse cuenta que no estaba. Claro, estaba sobre la mesa, al lado del
fijo, para tenerlo a mano si…
Max fue despacio hasta la puerta. Recuperaba equilibrio por segundos,
pero todavía no estaba repuesto. No quería tener que pasar por delante de
todos. Su jefe lo sabía, desde luego; habría sido una idiotez ocultárselo.
—Mientras no nos cause a nosotros problemas… —le avisó.
Bueno, un poco tarde, igual que para mantener las formas. Ya fuese en
línea recta hasta el cubículo o a la izquierda para salir de la oficina, la
ropa arrugada y sudada, la cara colorada, el olor…
Max gimió mientras bajaba la manija, como si estuviese al rojo.
Por un momento, la reacción de los demás no debió ser muy diferente a
ver entrar a un enmascarado con un rifle. Pasos que paraban, voces que
callaban. Todas las caras se movían en la misma dirección.
—Eh, Max…
Los ignorós; miraba al suelo mientras iba lo más deprisa que le dejaba
su pierna dolorida.
—¿Qué le ha…?
—Mirad su cara.
—¡Dios, que…!
Casi podía reírse: le hacían sentirse joven. Era tan parecido a cuando
iba al colegio…
Dejó de hacerle gracia, sentía ganas de llorar. Se acordaba de cuando estaba
en primero, del canario que había en clase.
—Mira al pajarito, Max. Mira al pajarito.
Su profesora, más
descuidada que la de infantil, se había ido con su compañeros al patio,
dejándole un ultimo minuto para guardar su estuche. Un grave error
—¿Te gusta? ¿Te gusta?
Recordó los chasquidos,
el pitido que nada tenia que ver con la canción habitual del animal.
—Jajajajajaja…
Despertó por completo en ese momento. Lo que quedaba en la jaula, lo que
tenía en la mano, casi le costó la expulsión.
Por fin, los siete metros más largos de su vida acabaron. Se agarró a la
mesa; al estirar el brazo hacia el móvil casi arrastró con él al resto de su
cuerpo.
—Rosi, Soraya… —Subió la voz
sin mirarlas ni ver si estaban, deseando que
la luz del techo le dejase ciego antes de ver ninguna cara. Empezó a jadear. Tenía calor—-. Por favor, si el… Tengo que salir un momento. Decidle al jefe
que volveré.
De haberlas mirado las habría visto boquiabiertas y apuradas; pronunció
las últimas palabras tan deprisa como una sola, dificultándoles entenderlas.
Hora de rematar la situación, y cuanto más deprisa menos sufriría. Que
pensasen lo que quisiesen.
Echó a correr por los estrechos pasillos hacia la salida de las oficinas.
Sus compañeros en los cubículos le seguían con la mirada mientras los que
estaban en su camino se apartaban respetuosamente con antelación.
Se echó escaleras abajo; no se arriesgaría a quedarse encerrado en el
ascensor, con alguien. Bajó saltando peldaños de dos en dos hasta cuatro pisos
más abajo; si salió del onceavo debía estar ya en el séptimo. Allí, en el
rellano frío y duro, lejos de las voces y los sonidos de arriba y abajo, se
apretó contra la esquina, se dejó caer hasta sentarse y, por fin, miró la
pantalla del teléfono, gimiendo nervioso y frustrado cuando su confuso pulgar
se pasó de la tecla correcta.
Por fin. Ese número. Su número.
DOCTRA EG.
La sonrisa era inevitable. Lo guardaba pensando que podía volver a
necesitarlo. Había llegado esa hora.
Activó la llamada con una falange que se retorcía como la cabeza de una
lombriz. Dio el primer tono.
—Vamos, venga…
Apretaba el móvil con tanta fuerza que tenía miedo de abrirle la carcasa.
—Contesta.
Estaba a salvo, humillado pero a salvo. Después de cada vez, pasaba un
tiempo hasta la siguiente.
¿O podía cambiar? Si podía volver, podía hacer otras cosas. Lo imaginó
saliendo de la nada, riéndose al verlo así, arrinconado y sin protección.
Cinco tonos, seis.
—Por fa…
—Buenos días, clíni…
—¿Está la doctora Gracia? ¿Esther Gracia?
—Sí, clar…
—¿Puede ponerse un momento? Por favor.
Silencio. Un momento de duda en la recepcionista.
—¿Puedo saber con quién hablo?
Claro.
—Max Torregrosa. Máximo Torregrosa.
—La doctora ahora está con un paciente; si quiere pedir…
—No, tengo que hablar con ella, por…
—Señor, no pue…
—¡Sólo un momento!
—¿Qué…?
—¡Por favor, si no lo…!
Max se contuvo, pensando en la impresión le estaría dándole a la joven. Casi
se rio al pensarlo. ¿Pensaría que estaba loco? Bueno, era lo que se esperaba en
su trabajo.
—Un momento, por favor —pidió
con frialdad, antes de que oyese el teléfono posarse en el mostardor y pasos
alejándose por un pasillo.
Recibió respuesta a los dos minutos.
—¿Diga? —Era una voz diferente, más adulta, madura y cordial. Y
prudente.
—¿Doctora? —Max se incorporó, emocionado—. Soy yo, Max.
—¿Max? —Debía estar haciendo memoria—. ¡Ah! ¡Ha pasado tanto tiem…!
—Ha vuelto —le dijo—. Ha vuelto a pasarm…
—Pásate a eso de la una y media.
No hacía falta decir más, cosa que agradecía.
Al cortarse la comunicación, rompió a llorar por fin.
Max fue muy puntual, lo que no le libró de esperar nueve minutos en el
pasillo, con las manos cruzadas en el regazo y echando miradas a los folletos
sobre el centro. No se atrevía a mirar a las dos jóvenes con bata blanca de la
recepción ante las que se había identificado.
—La doctora Gracia le atenderá enseguida.
Se lo había dicho con una sonrisa, pero percibía indiferencia, incluso
desprecio, en su cara. ¿Un hábito de su trabajo, o es que lo había reconocido
de esa mañana?
Lo mismo daba. Max miraba a uno y a otro lado, a las paredes blancas,
los azulejos gris frío y los cuadros de colores alegres en las paredes, dándose
cuenta de lo poco que había cambiado el sitio en veinte años. ¿Seguiría igual
por dentro?
El pensamiento le deprimió, haciéndole agachar la cabeza mientras sus
sienes palpitaban. Acababa de recordar lo mucho que le asustó cuando estuvo
allí por primera vez y tuvo que…
—¿Max?
Se levantó, buscando la voz frente a él saliendo de una puerta entreabierta.
Allí estaba ella, vestida con una blusa rosa y vaqueros; no muy distinta
a como la recordaba. Su pelo negro abultado lucía alguna cana, llevaba gafas y
se habían formado círculos de vejez en torno a su boca, pero era la misma.
Primero le tendió la mano, que él estrechó con suavidad; luego le
ofreció la mejilla e intercambiaron dos besos y, por último, se fundieron en un
abrazo. Podían aprovecharse de que en ese momento no hubiese más pacientes a la
espera, claro que, más allá de su relación médica, eran también viejos amigos
que llevaban mucho sin verse.
—Cuánto has crecido —dijo ella, antes de soltarlo.
—Tú en cambio no has cambiado nada —replicó, provocándole una carcajada.
—Muchas gracias. —Le obsequió con una palmada en el hombro, antes de
pasar con él al despacho—. Hay pocos chicos que sepan tratar bien a las
mujeres.
Él asintió. Para qué negarlo.
La sala, en cambio, había cambiado conservando su forma. Seguían estando
las estanterías llenas de libros en torno al escritorio con el ordenador pegado
al amplio ventanal que la llenaba de luz solar (cosa que no le impedía tener
encendidas las luces). En la mitad posterior, más cerca de la puerta, las
paredes estaban igual de llenas de dibujos hechos con Plastidecor y ceras,
igual que entonces, aunque estos parecían más nuevos. Igual que el cajón lleno
de juguetes y las sillas y mesas en miniatura y coloridas del rincón.
Aquello le hizo sentirse incómodo por un momento; aunque ella le ayudó
en su momento ahora se salía bastante de la edad media de sus pacientes.
Ester, sin embargo, se sentó como si nada, igual… que hizo con su padre
ese día.
—Bueno, háblame de ti —le pidió—. ¿Qué ha sido de tu vida?
—Pues… bien. —Entrelazó las manos. Pese a la inseguridad en su voz, era
la verdad—. Terminé el instituto y estudié empresariales. Terminé hace dos
años.
—Muy bien. ¿Y tienes trabajo?
—Sí. Estoy en una oficina, vendiendo seguros. —Especificó el nombre y la
dirección—. Si quieres…
—A lo mejor luego —evitó los detalles,
levantando la mano derecha—. ¿Y vives con alguien?
—Bueno, ahora estoy solo. Primero estuve con dos compañeros de piso. Luego…
estuve a punto de casarme…
—¿Ah, sí? —Los ojos de la doctora Gracia se iluminaron con lo que
parecía alegría genuina.
—Pero al final… —Se encogió de hombros, no hacían falta más detalles—.
Tuve que hipotecarme para vivir solo. Puede que lo alquile y vuelva con mis
padres, si no…
—Me alegro de que te vaya… —Suspiró—. Oh lo haría si… no hubieses venido
por…
—Sí. —Max, apenado, asintió, dándole la razón.
Ester abrió un cajón de su escritorio y sacó una carpeta de cuero roja.
La abrió y empezó a rozar su interior con un boli azul de su escritorio.
—¿Te pasa con la misma frecuencia?
—No. Hace años me pasó un par de veces, pero acabó enseguida; antes de…
nada.
—¿Has estado tomando algo?
Max suspiró. Volvió a negar.
—Desde que acabé a los diecinueve con el… —Hizo memoria para decir el
nombre—. Lo estuve tomando un tiempo. Luego fui al médico y… lo dejé.
»Estuve bien bastante tiempo, sin que pasase. Supuse… que me había
curado.
La doctora asintió.
—¿Tuvo algo que ver… con lo de tu novia?
—No, creo que no… —reconoció, nervioso. Habían pasado sólo tres años y
le costaba acordarse—. La verdad es que empezamos a discutir y ella decía que
yo había cambiado…
Ella tenía su carácter, eso lo recordaba. ¿Y lo demás? Los vacíos de
memoria eran un síntoma. Pudo pasar…
—No lo sé —admitió por fin. No se atrevió a añadir quiero creer que no.
—¿Y… por qué has venido a verme hoy, Max? —Se inclinó adelante, bajando
la voz—. Me… han dicho que estabas muy…
Él se sonrojó, sin poder evitarlo.
—Volvió a pasarme hace cosa de mes y medio. Dos veces.
—¿Los mismos síntomas?
—Todos. Alucinaciones visuales, táctiles. Y él. Dios…
Se llevó la mano derecha a la frente.
—¿Cuándo pasó?
—Un viernes y un sábado. Las dos veces en mi casa, por la noche. Cuando
acabó… —Enumeró lo que se encontró después del trance; ella asentía con ojos
espantados y una mueca de repulsa—. Claro que, como estaba solo… Supongo que
pensé que pudo ser una pesadilla.
—Y has venido porque ha segui…
—Acaba de pasarme, hará dos horas. En el trabajo. —Bajó la cara y la
hundió en sus manos—. ¡Dios! He tenido que encerrarme en el aseo y aun así…
Ester asintió. Se había dado cuenta de que tenía una tirita en la punta
del índice derecho. La sangre pegada a ella parecía fresca.
Anotó algo en el papel y suspiró.
—Creo que lo mejor… será recetarte algo —dijo, evitando mirarle al
decirlo.
Max sí la miró; no con desagrado o miedo sino con derrota.
—¿Como el último? ¿Cómo se llamaba?, Clor… Clorproma…
—No, ese es muy viejo —aseguró, intentando calmarle—. Este es más
moderno. Funciona… de otro…
Tecleó un par de veces frente a la pantalla, y la impresora, bajo el
ventanal, se puso en marcha. Ella remató la receta con su firma.
—Ten —dijo, tendiéndosela—. Una pastilla al día, si ves que te pasa.
Max miraba el papel con ojos vidriosos, dudando si cogerlo.
—¿Una al día… si pasa? —Parecían indicaciones contradictorias, con una
explicación conocida de antemano—. Tiene efectos…
—Algunos. Pero son más suaves que los de la anterior, y no afecta igual
a todo el mundo.
Él asintió, tragando saliva mientas le sostenía la mirada; aquellos ojos
brillantes de color miel en los que ya confió para su bien.
—¿Más suaves? —repitió.
—Sólo te diré… —Bajó un poco el mentón—. Que si hubiese salido antes, te
lo habría recomendado entonces.
Max agarró la hoja por fin; comprobar que no le quemaba ni le hacía sangrar
los dedos fue un verdadero aliciente.
—Bueno, Max, ¿por qué crees que estás aquí?
El niño dobló el cuello hacia atrás, buscando a su padre. ¿Por
protección o por vergüenza?
Sin embargo, como aseguró la doctora, ya no estaba. Lo que hablasen allí
sería secreto entre ellos.
—Porque estoy loco.
La doctora forzó una sonrisa.
—En absoluto, Max —aseguró, garabateando algo sobre un papel tapado por
una carpeta—. No creo para nada que estés loco. Además, me pareces un chico muy
interesante.
—¿Ah, sí? —Desconfiaba. Con siete años se es ingenuo pero no
necesariamente inocente. Ni tonto.
—Sí, en serio.
A continuación alargó la mano hacia el dibujo que le había pedido que
hiciera. Él vio cómo lo tendía ante sus ojos, sin permiso alguno.
—¿Esto es lo que te gusta? ¿Jugar a fútbol con tus amigos?
—Sí —asintió, contento de que fuese capaz de interpretar su burdo arte.
—Dibujas muy bien. ¿Lo sabias?
Él asintió; sus gruesos carrillos enrojecieron un poco.
—Sólo hay una cosa que no tengo clara.
Le dio la vuelta a la imagen pintada con ceras, un campo de césped verde
con las gradas llenas de gente, tan distinto a la pista de cemento donde
jugaban en el patio.
—¿Este eres tú? —Puso el dedo sobre el borde superior derecho, señalando
a la figura en la esquina de la grada.
Max miró al suelo.
—Sí.
—¿Y por qué no juegas tú también?
—Porque los demás no quieren —aseguró, sintiéndose cada vez más incómodo—.
Me tienen miedo.
—¿Por qué, Max?
La doctora dejó el folio. Max podía ver la pelota de rayas negras de la
que salían líneas amarillas, como rastros de hedor.
—De lo que me pasa a veces —contestó,
a punto de llorar de puro coraje—. Las cosas se ponen de un color raro,
empiezo a oír ruido… y sale él.
—¿Él?
—El hombre de humo. Primero oigo su voz. Luego dice que se me mete
dentro y por eso…
La doctora Gracia dejó el bolígrafo junto a la carpeta.
—¿Lo has oído siempre, esa voz?
—N… no. Al principio, las primeras veces no.
—¿Y lo has visto?
Ningún movimiento ni respuesta. La doctora tuvo que insistir.
—No quiero. Tengo miedo.
—Vale. Muy bien.
Ester hizo atrás su silla. Le tendió la mano.
—¿Vienes conmigo, Max?
La miró con ojos implorantes.
—¿Adónde vamos?
—A tu habitación.
Se le quedó abierta la boca. La doctora Gracia dilucidaba las
contracciones de sus arterias en las sienes.
—Pero… yo no vivo aquí —exclamó Max, saltando de su asiento—. Yo vivo en
mi casa.
—Sí —confirmó ella—. Tus papás te van a dejar aquí unos días, para que
veamos cómo…
—¿Se han ido? —Se ponía más blanco por momentos—. ¿Se han ido y… me han
dejado aquí?
La doctora tragó saliva. Cautela. Según cómo lo dijese, su efecto podía
ser peor.
—No —mintió en parte—. Vendrán a la tarde a verte. Y mañana…
—¿Dormiré aquí?.
—Depende de lo que tardemos en saber lo que te pasa.
El niño, derrumbado, sin fuerzas para seguir resistiendo, asintió, bajó
el mentón y se quedó inmóvil. Esther le tendió la mano y Max la aceptó.
Le llevó por un pasillo de la primera planta hasta una habitación
totalmente blanca, el doble de grande que la suya. Había dos camas. Muchos
peluches. Un asiento hinchable sobre una alfombra circular en el suelo.
—Aquí es —le mostró la doctora con una sonrisa.
La analizó con más detenimiento. Había mesa, pero nada encima. La cama
estaba hecha, pero no había armario. La ventana tenía reja.
—¿Es para mí solo? —preguntó, alternando sus ojos cada vez más rojos
entre ella y la otra cama.
—Sí, tranquilo. ¡Juan! —A su voz un hombre enorme, de pelo rubio ceniza
y barba corta vestido de blanco, se presentó—. Este es el vigilante, Max.
—Hola, chaval. Encantado de conocerte. —Le tendió una mano, dejando que
el esmirriado brazo de Max lo agitase arriba y abajo.
—Estará fuera, vigilando. Si pasa algo, llámale.
—¿Me vais a encerrar? —preguntó, juntando las manos como para iniciar un
rezo.
—¡No, tranquilo! —La sonrisa de la doctora fue tan explosiva como si acabase
de oír un chiste—. Es que yo me vuelvo abajo. Es con él con quien tienes que
hablar para pedir cualquier cosa.
—Ah, ah —asintió.
—Comeremos a la una, en media hora —comunicó, antes de despedirse—. Creo
que hoy hay sopa.
—Vale.
Cerraron la puerta. El niño de siete años se quedó solo en la sala faraónica.
Fue hasta la cama de la derecha, con una colcha con diseño de rayas de colores
y se tumbó sobre ella, suspirando.
Estaba cansado. Demasiadas sorpresas seguidas un mismo día.
Por lo menos estaba a salvo.
—Hola, Max.
Dio un respingo, conteniendo la respiración. Su columna se tensó. Sus
ojos no parpadeaban.
—Sí, soy yo. ¿De verdad creías que
te iba a dejar solo?
Se levantó, mirando a un lado y a otro. Todo seguía blanco o colorido;
no había señal de sombras…
—Vete —exigió con una voz tan pusilánime que no habría asustado ni a un
gazapo—. No puedes aquí estar.
—Oh, yo puedo estar en cualquier
parte, chiquitín.
—No, no puedes —protestó, dando vueltas con violencia—. Aquí me van a
prote…
—Nadie puede protegerte. Porque
nadie te quiere menos yo.
Max torció la boca con sorna.
—¿Qué dices?
—Tus padres se han ido porque no
te aguantan.
Las pupilas del niño se dilataron.
—No te quieren. Por eso te dejan
aquí, para que te encierren. Para estar solo conmigo. Para que nadie nos
moleste.
—No —negó, retrocediendo—. ¡No!
—Yo soy el único que siempre
estará contigo. Ahora lo verás.
—¡No!
—¿Dices algo? —preguntó desde fuera el vigilante.
Max corrió a la puerta, tropezando al pisar la alfombra. Rebotó sobre su
costado derecho, haciéndose un daño terrible en las costillas. Nada comparado
con lo que vio sobre él.
Nada se había movido en las paredes o el suelo, porque no era ahí donde estaba.
Ninguna sombra, brisa o caída anunció su llegada.
Su cuerpo negro cubría el techo como una carpa de circo invertida. Por
primera vez se fijó en que tenía cara, un óvalo blanco que crecía como la luna a
medida que se le acercaba.
Max quiso apartar la vista, pero el miedo, el dolor y la sorpresa se lo
impidieron. Se paró a un palmo de su cara, sonriendo; el niño dejó la boca
abierta, como ofreciéndole un hueco por el que entrar. Sin embargo, tuvo el
detalle de esperar.
—¿Qu… quién eres tú? —preguntó mientras los sonidos que le acompañaban
llenaban sus oídos y el caos cromático cubría sus pupilas.
Contestó con una boca que no se movía, en una cara blanca y
distorsionada llena de bultos y ángulos, donde Max se reconoció. Su cara… que
no lo era.
—Soy tú. Soy tu locura. Soy tu
peor enemigo.
Lo siguiente que recordó era que chillaba en manos de un hombre fuerte,
mientras la doctora Gracia intentaba tranquilizarle.
—Habrá —decidió en ese momento—, que darle algo.
Ya estaba hecho. Max llamó por teléfono a su jefe.
—Ya está solucionado… Sí… Gracias por todo, como siempre.
No se animó, en cambio, a llamar a sus padres y decirles nada del
asunto.
De momento estaba solo en su comedor, sentado frente a la mesa con su
nuevo mejor amigo delante.
Alargó los dedos para sacar la primera pastilla del bote. Ovalada, color
verde oliváceo. Una esmeralda en bruto.
Max suspiró, le pareció que derramó una lágrima. Ahora sabía que nunca
sería dueño pleno de su vida, pero sí podía decidir de quién sería la otra
mitad. De su peor enemigo. O de las pastillas.
¿Y qué le haría su nuevo amigo, como regalo de inicio de su relación
tóxica? La doctora no llegó a decirle los efectos adversos, seguramente porque,
como dijo, era nuevo. Seguramente eran casi desconocidos.
Max cerró los ojos, recordando su anterior medicina. Cuando la tomaba él no venía; a veces su voz se cortaba a
los pocos segundos de empezar a oírse. El precio era su alma: se convertía en
una consciencia prisionera en un idiota.
Sentía sueño, le costaba mantener abiertos los párpados y, al mismo
tiempo, no podía dormir. Sus músculos se endurecían como si se convirtiese en
una estatua, haciendo muy difícil moverse. Su boca, demasiado aturdida para
hablar, se entreabría, generando una baba en cascada que inundaba su cuello, su
pecho, su camisa…
Perdía el control de su cuerpo. Pero era la prisión que él elegía.
Apretó los párpados y los dientes, sin mostrar el menor atisbo de alegría o
gratitud a su carcelero.
—Max, ¿estás ahí?
Abrió los ojos. Su corazón rebotaba en su cabeza.
—¿Tan pronto te has cansado de mí?
¿Quieres que te deje en paz otra temporada?
Max se relajó. No se movió de su asiento, no le buscó. Empezó a recorrer
su boca con la lengua, generando torrentes de saliva.
—Acéptalo. Estaré contigo mientras vivas. Hasta que tu muerte nos
separe. Es inevitable.
—Bueno —se encogió de hombros, con una sonrisa sardónica—, si es
inevitable no pasa nada por intentarlo, ¿verdad?
—¡Oye…!
Max deslizó la pastilla entre sus labios y la tragó. De allí fue a la
cocina, donde llenó un vaso de agua.
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