EL COFRE DEL TESORO
Era de día cuando el cielo se hundió sobre Pili Andina; al menos de eso
se dio cuenta.
Acababa de salir de la ducha, por su contorneado cuerpo anaranjado aún
rodaba alguna gota que había conseguido dar esquinazo a la toalla. Mientras
esperaba a que se le secase el pelo entró en la cocina, vestida sólo con su
albornoz blanco, sus bragas color carne, sus pantuflas, su anillo de casada en
el anular derecho y una toalla enrollada en la cabeza; imagen propia de un
marajá un día aburrido, que era como se sentía.
Había ido derecha a la cocina porque todavía no había desayunado y
estaba hambrienta. Fuera, aunque gris, el día era luminoso, como correspondía
al final de marzo, el comienzo de la estación de las flores. Aunque la lluvia
golpeaba suavemente sobre los cristales y el tejado de la casa, la temperatura
era agradable; desde hacía casi una semana no necesitaban la calefacción. O, en
su caso, necesitaba.
Con un bufido que presagiaba el inminente y aburrido cansancio por no
hacer nada, dejó su turbante improvisado sobre la encimera mientras agarraba
una manzana del frutero sobre la mesa y le daba un mordisco. ¿Qué podría hacer?
Estaba sola; la casa, perfecta. Desayunar, para empezar; luego, a lo mejor, un
día para ella sola: podía bajar al supermercado, ver algo de ropa y a lo mejor
una colonia decente (¿sería eso traición?). Luego ver si hacían algo en el
cine. ¿O eso sería mejor a la tar…?
Se volvió hacia la nevera y lo oyó; un golpe seco y contundente, más
sólido, grande y mucho más fuerte que cualquier gota de agua. Pili se volvió
pensando que algo se había caído, un jarrón del salón o el microondas; no sabía
seguro de donde había llegado. Y volvió a oírlo, más fuerte y cerca, sobre su
cabeza. Miró asustada al techo, pero no había nada; sólo el yeso blanco y la
lámpara de tubos; una estructura apagada y maciza que temblaba…
Justo después y de repente el goteo
amortiguado de la lluvia cambió a un bombardeo, una ametralladora, cientos de
golpes violentos que sacudieron la casa, poniendo a Pili de rodillas y
cubriéndose la cabeza, intentando sobrevivir. Toda la casa tembló, luego
silencio.
Sobre el suelo, sintiendo el frío de las losas bajo sus muslos, Pili
tardó casi dos minutos en darse cuenta de que aunque había parado, seguía
oyéndolo; su corazón latía como si fuese a desgarrase. Respiró por la nariz y
la boca, buscando calmarse. Mientras los latidos se perdían en su pecho,
entreabrió los ojos.
¿Pero qué ha pasado?
Los abrió por completo al ver el día convertido en noche. A su
alrededor, la cocina estaba a oscuras.
Expulsando aire entre sus dientes
mientras la ansiedad llenaba sus ojos de lágrimas, extendió las manos a
su derecha, a la mesa de la cocina. Las retiró, ahogando un grito, como si
hubiese tocado una plancha al rojo. La mesa de madera con refuerzo de acero
estaba tumbada junto a ella, mientras que, a su izquierda, una de sus cuatro
sillas había salido despedida hacia la entrada. Al menos era una referencia y,
apoyándose en el borde del tablero, se incorporó. Parpadeando, sus ojos se
fueron habituando un poco más con cada
apertura, hasta que apreció dos cosas. Primero, la casa había sido silenciada:
el agua por las cañerías, el zumbido de los electrodomésticos; nada se oía
dentro menos su respiración nerviosa. No estaba, sin embargo, sorda, ni su casa
estaba por completo insonorizada. Seguía oyendo la lluvia en el patio, pero ya
no sobre su tejado.
Además, la oscuridad no era total; aún entraba un suave resplandor por
las tres ventanas de la cocina, una sobre el fregadero frente a ella, otra a su
derecha sobre la encimera y otra a su espalda que daba al…
Pili sintió su cuerpo endurecerse, volverse rígido y frío como un bloque
de hielo, incapacitándola para moverse. La poca luz de las ventanas perfilaba
los grandes objetos opacos y amorfos que las atascaban. Dos pasos atrás y pudo
tocar el melón macizo y anguloso, que dejó en sus manos un tacto áspero y
arenoso.
A sus pies, los cajones habían saltado, empujados por el terremoto,
desperdigando un mosaico de paños de cocina, cubiertos y platos de cerámica
rotos por el suelo, junto a las esquirlas de cristal de la fregaza de la noche
anterior.
Respirando con la fuerza de una tetera en ebullición, Pili se volvió
hacia el pasillo, donde debería haber luz…
No fue capaz de entender por qué se tapó la boca para contener aquel grito
liberador, no habiendo nadie que pudiese oírlo. Todo lo malo del cuerpo salía
por algún lado; la orina de entre las piernas, la mierda por el final de la
espalda… ¿Sería la boca por donde se saca el pánico?
La puerta de madera maciza había desaparecido junto a su marco y el
pasillo que daba al salón y el recibidor. En su sitio se levantaba una nueva
pared; una pila de mampostería desgajada, trozos de las tejas rojas y más de
esas rocas amarillentas. Apreció movimiento sobre su superficie; una serie de
hilillos oscuros que bajaban por las rocas, engordando en el suelo lo que
parecían charcos…
Sintiendo que perdía su capacidad de mantenerse en pie, Pili se agachó,
mientras aspiraba por la boca el valioso aire de la cocina. Ahora lo entendía.
Aún llovía, seguramente se tiraría así todo
el día, igual que ayer y que el jueves, hacía ya dos días. ¿Cómo era aquel
dicho, Marzo lluvioso y abril ventoso
hacen de mayo florido y hermoso? Estaba viviendo, desde luego, la primera
parte de aquella rima tan torpe. El fin de semana estaba marcado por los días
grises y las lluvias ligeras; nada más que unas pocas horas de gotas finas
arrastrando en su caída todo el polvo, la porquería y la maleza de los caminos.
Débil, sí, pero en mucha cantidad, no tardando los distintos charcos en
anudarse en pequeños ríos que bajaban por las autopistas.
El sitio era verdaderamente bonito en primavera; por eso Pili y Fernando
lo habían elegido cuidadosamente cuatro meses antes de casarse. Su primera y,
con suerte, única casa.
A cuarenta y pico kilómetros del pueblecito de San Vicente del Raspeig,
al lado de la A-7, el chalet de doscientos veinticinco metros cuadrados, dos
pisos pintados de amarillo ocre, cuatro habitaciones, garaje para dos coches,
piscina y jardín había sido una verdadera ganga, abaratada por la distancia y
que sus anteriores propietarios lo dejasen por impago. Se llegaba a la parcela
rodeada de cipreses y con una puerta doble blanca por un caminito de tierra que
bordeaba una rotonda que llevaba a la autopista, dando paso a un jardincito de
grava blanca del que asomaban macizos de flores de colores. Además, las vistas
eran impresionantes; no en vano la casa estaba a las faldas de una montaña.
Montaña. ¿Era eso? Pili no creía que llegase ni a cincuenta metros; un
simple zócalo con la casa encima, bajo una elevación a modo de cumbre.
Consistía en un puñado de láminas amarillentas de aspecto calizo, agrietado y
quebradizo apretadas y dobladas hacia el vacío del lado de solana. Un puñado de
rocas sobre una casa bonita y barata; la única pega importante que encontró,
como hizo saber al de la inmobiliaria.
—¿Eso? —La miró como a un perro verde—. No es nada, señora. Tiene muchas
estrías, pero se mantiene. Y además… —Les llevó afuera, a los pies del macizo,
donde agarró un pedrusco y lo estampó contra la pared. Las grietas sólo
soltaron un poco de polvo y un pedazo de buen tamaño que se deshizo—…es más
blando de lo que parece, y está orientado en la otra dirección casa. Por no
hablar… —Se secó el sudor que se le había formado en la frente—… de que aquí
llueve todos los años, nunca demasiado fuerte, y nunca ha pasado nada.
Era verdad, hasta ese día, aunque no era tan malo. La montaña había
aplastado su casa, pero su casa no la había aplastado a ella.
Pili levantó con todas sus fuerzas la mesa y se sentó sobre ella,
cerrando los ojos mientras ponía sus ideas en orden. Ya sabía su situación.
¿Cuál era el siguiente paso?
Pues vaya. Esperar a que venga la ayuda.
Al abrir los ojos, sin embargo, sintió que el suelo se alejaba de ella,
aislándola cada vez a más altura. Agitó los dedos, asegurándose de que se mantenía
firme, sin subir ni bajar de donde estaba.
Ayuda, lo que se presta al que está en apuros, en una situación como
esa. ¿Pero lo sabía alguien? El árbol no hacía ruido al caer si no había nadie
para oírlo, y nadie sabía lo que había pasado allí.
Aunque la residencia era preciosa y la
panorámica espectacular, los vecinos eran pocos y muy distanciados. Había
algunas urbanizaciones, sí, bajando por las rotondas, al otro lado de las
autopistas y donde no conocía a nadie. La casa no podía verse desde la
autopista; tenía delante un quitamiedos de acero de dos metros. Los únicos que
podían verla eran los que pasasen por la carretera secundaria de la que partía
el camino particular; ciclistas y otros residentes demasiado centrados en
mantenerse en el estrecho carril de dos sentidos. La desaparición de su casa no
se había notado más que el hundimiento de una mina en China.
Y Fernando y el trabajo…
Su marido estaba fuera. Trabajaba de comercial en Cargrip S.A.,
maquinaria agrícola e industrial; tan contentos con él y con su trabajo que le
habían mandado a La Mancha, a captar a un par de posibles clientes importantes
(preferentes, era el término que había usado) entre La Roda y Ocaña y, a ser
posible, algunos nuevos de en medio; un verdadero predicador en misión
conversora.
—Y si puedo —añadió dando a entender que puedo equivalía a debo—, también pararé por Fuenlabrada y
Valdemoro.
—¿Cuándo es y cuando vuelves?
—Me voy el martes, y saldré de vuelta el
domingo por la noche —contestó
sin especificar.
Y sus compañeras… Trabajaba en una perfumería en Alicante, a la espera
de que entre Fernando y ella ganasen suficiente para invertir en el que les
parecía el nuevo negocio al alza: venta y distribución de material informático.
Después de más de un año allí, se llevaba bastante bien con la encargada, Reme,
y sus compañeras, Silvia, Ana, María y Tamara; por no mencionar que era un
trabajo con poca tensión. Estaban a dos calles de un Corte Inglés y aun así
conseguían beneficios y, como trabajaban duro y no paraban, no había
inconveniente en dar a las empleadas un día, medio o entero, libre a la semana.
—¿Podría tomarme el sábado? —preguntó a Reme, la encargada.
—Claro; días para tomarte tienes. —Tras
acceder, la mujer enarcó una ceja—. ¿Por algo en concreto?
Pili suspiró.
—Mi marido se ha tirado fuera toda la
semana. Vuelve mañana.
¿Y quieres un día entero para ti sola? —Reme
se rio—. ¡Pues claro!
Aunque el reloj se adelantase doce horas, nadie la echaría de menos hoy.
Últimas noticias para radio Andina; estaba sepultada bajo un par de
toneladas de roca, medio desnuda y nadie sabía que estaba allí, ni vendrían a
ayudarla hasta que la echasen en falta.
—¡Mierda! —Se dio un manotazo en la frente, por estúpida y fatalista.
¡El móvil, claro! Siempre lo tenía a mano; no soportaba la idea de que
la llamasen y no enterarse porque estuviese muriéndose de asco dentro del
bolso, en el armario o en el salón mientras regaba las plantas. Esa misma mañana,
de hecho, por si llamaba Fernando, se lo había llevado a la…
Por primera vez esa mañana sintió
sobre todo su cuerpo el frío que invadía la cocina destrozada.
Con las prisas por desayunar y terminar de secarse lo había dejado en el
servicio, lejos de la ducha, bajo las
toallas y junto a un cuenco de cerámica lleno de pastillas de jabón con formas
de animales; los únicos que lo oirían si sonaba y que sería raro que le
cogieran el recado.
Pili subió los pies a la mesa y se rodeó las piernas con los brazos para
darse calor, dándose cuenta de lo pequeña que le parecía la cocina. Estaba
construida como un anexo a la derecha de la casa; puede que por no ser parte de
la propia casa, hubiese salido mejor parada. Era evidente que, si el techo no se
había hundido por completo, sí lo había hecho en algunas partes. Esa sala de
dos y medio por seis iba ser su hogar durante por lo menos dos días; su salón,
su dormitorio, su aseo (idea que le hizo arrugar la nariz) y, claro, su cocina.
Pili pensó que pudo ser una concesión del anterior dueño a su mujer,
para que tuviese espacio suficiente para mover el culo entre los fogones y la
escoba, aunque por la cantidad de hueco que había para electrodomésticos debían
quererla mucho, aunque no lo bastante para dejarla salir sin permiso: la cocina
no tenía puerta auxiliar que diese a la calle.
Pili se rio, dándose cuenta de lo machista de su propio pensamiento,
señal de que no se estaba volviendo loca aún por la falta de aire y la
claustrofobia, recordando de paso que la avalancha había interrumpido su
desayuno.
Bueno, a ver qué hay.
Se olvidó de momento de la manzana mordida y del resto del frutero;
ahora mismo sólo eran más escombros sobre el suelo polvoriento. Dirigió su
atención a la esquina entre la entrada y el fregadero, al alto frigorífico gris
Samsung con congelador, lleno de comida. Ella lo sabía bien; hacía sólo dos
días que lo había rellenado en persona.
Lo alcanzó en seis pasos, deslizando por el suelo cubierto de afilados
los pies calzados. Al llegar sintió un estremecimiento; de repente le pareció
un ataúd, cerrado pero vacío, esperando algo para llenarlo. Negó con la cabeza
hasta desechar esa estupidez, sabiendo que era al contrario: de lo que había
dentro dependía su vida.
Tiró del asidero. Nada. La puerta no se
abrió. Pili lo intentó otra vez, antes de entenderlo. Aliviada, sonrió y se
llevó la mano al cuello, notando sus dedos hundirse sobre la depresión entre
sus clavículas.
Pili abrió la boca sin decir nada, su garganta se había resecado
mientras su memoria le trajo a la mente la última vez en que se sintió así.
Cuatro meses antes, un viernes por la mañana, salió corriendo, despidiéndose a
gritos de Fernando mientras este terminaba su café con leche y su pan tostado
en esa misma cocina. El despertador se había quedado sin pilas a cinco minutos
para sonar, dejándole apenas veinte minutos, con suerte treinta, para llegar a
Alicante en hora punta, encontrar aparcamiento y presentarse en la tienda.
Debía caerle bien a alguien en el cielo o era su día de suerte, porque lo
consiguió. Como ese día le tocaba turno doble, se quedó a comer en Alicante,
celebrando que no quedaba mucho por hacer a la hora del cierre, ni al mediodía
ni a la tarde. Salió sin problemas con media hora de antelación, tiempo que
aprovechó para comprar leche, huevos y algo más de comida con la que llenó dos
bolsas, para luego ir sin prisa a casa, pensando en la ducha que necesitaba
urgentemente para dejar de sentirse pegajosa.
Pili ascendió el camino de tierra, puso el freno de mano y se bajó sólo
para llevarse la mano al bolsillo y sentirlo vacío. Por suerte, ese día Fernando
llegó pronto a casa, no teniendo que esperarle más de quince minutos,
retorciéndose de ganas de ir al servicio antes de mirarle a los ojos y decir:
—Me… he dejado las
llaves en casa.
Siendo lo mismo, en realidad era normal sentirse así.
Pili quería mucho a su marido, sentimiento que era mutuo. Se enamoró de
su ancho torso, su manera de reírse y su
sentido del humor casi al instante. Su relación se cultivó desde el principio,
desde la amistad al momento del sí quiero, procurando mantenerse tanto bonita
físicamente como interesante con la sinhueso. Por eso tuvo que digerir por
partes al trauma de enterarse, al medio año de casados, que desde el principio
su marido mantenía un romance con una amante en su misma casa:
—Jo, macho, ¿otra vez
comiendo?
Ni ella lo entendía ni él podía evitarlo; podía ser su forma de
manifestar el estrés del trabajo o su forma de combatir la rutina, pero Fernando,
antes con poco saque, se había vuelto adicto a picar entre comidas, y entre cenas
y desayunos; siendo lo peor que lo hacía a escondidas: a veces por la noche,
con ella en la cama, lo oía en la cocina, clavando la cuchara en una tarrina de
helado o masticando galletas; o antes de comer, abriendo una lata de mejillones
o anchoas y repelándola con pan hasta que el metal brillaba.
Sin su físico cuidado y su espléndido pelo oscuro, empezaba a portarse
como Homer Simpson, y Pili no iba a dejar que empezase a hacerlo también
físicamente. Antes Fernando iba al gimnasio tres o cuatro veces por semana,
pero más o menos a los cuatro meses de empezar en Cargrip lo fue dejando hasta
borrarse por completo. Y por las noches, abrazados bajo las sábanas, la idea de
dejar de acariciar el pecho como una piedra y los marcados abdominales, de
despertar cada día junto a un hombre un poco más desconocido, empezó a
obsesionarla.
Él se lo tomaba con humor:
—Lo sé, cielo, pero ¿qué
puedo hacer? No puedo controlarme.
Conocida la naturaleza del problema la solución era sencilla: interponerse
entre la comida y él.
¿Cómo? ¿Con huelga de sexo? ¿Con amenazarle con hacer igual? ¡No, fue
mucho más fácil! Fue espontáneo como las bombillas en la cabeza en los dibujos
animados, y sólo necesitó hora y media de bricolaje. Se acordaba bien; estaba
en el salón haciendo zapping, parándose en Gran
Hermano cuando él volvió, le dio un beso, dejó su chaqueta y su maletín en
el dormitorio y fue a la cocina. El violento tirón, acompañada del tintineo,
casi le desencajó la mandíbula de la risa.
—Pero… ¿Pili, qué es
esto? ¿Qué… le has hecho a la neve…? ¡Dios! Y a los armarios…
Fue tan fácil como pasar en una ferretería, comprar un portacandados
mediano y dos grandes con sus respectivos tornillos y otros tantos candados Masterlock,
hacer las perforaciones correspondientes y ¡tará! Ya podía tirar hasta hartarse
o quedarse con los dedos en el asa, que los candados iban a poner fin a los
piscolabis de una vez por todas.
El pequeño manojo de llaves, como medida de seguridad, lo llevaba colgando
del único sitio donde no podía perderse y lo echaría de menos enseguida; una
cadenita de acero en el cuello, como si fuesen tarjetas de identificación
militares. La sargento de régimen,
solía llamarla él en broma, aunque no conseguía ablandarla. Desde los últimos
tres meses, él no podía comer nada si ella no le daba su permiso primero y la
llave correspondiente después.
El mismo manojo de llaves que, por comodidad, había dejado junto a la
mampara de la ducha, al lado del lavabo, junto a sus pendientes de oro y una
pulsera de piel (recuerdo de un mercadillo en Madrid). La única forma de
acceder a la comida de la nevera y los armarios. Y unas cuantas toneladas de
roca la separaban de ella y la única forma de decirle a alguien qué había
pasado.
Pili buscó en la pared junto a la puerta el interruptor de la luz, la
única forma de matar a la vez sus dudas sobre el suministro eléctrico y de
dejar la penumbra agobiante. Por desgracia, ni distinguió a simple vista el
cuadrado blanco ni lo localizó con los dedos. Debía haber desaparecido junto a
la puerta.
Respirando agitada, intentando contener el enfado y el hambre, Pili se
fue al fregadero más rápido, arrepintiéndose al sentir un dolor perforarle en
el pie. Dio un grito apagado y se agarró al mármol antes de tropezar. Al mirar
abajo suspiró al ver que había tenido suerte: el trozo de taza era afilado,
pero no había traspasado la pantufla. De momento.
Apartó aquellos clavos con furia con la punta del pie; luego, con la
sangre apretándole las sienes, abrió el grifo. Tan pronto empezó a salir el
agua, agachó la cabeza hasta casi pegar la boca al grifo, llenándola antes de
cerrarlo. No lo bebió al momento, paladeándolo despacio en busca de sabores
anormales: polvo, tierra, óxido… Al no encontrarlos, tragó de golpe.
Un buena noticia. Al menos tenía agua potable, aunque no sabía si
duraría. Tendría que reservarse hasta la última gota.
Eso no la distrajo de su principal problema: a su izquierda, los apenas
veinte gramos de acero convertían la nevera en una verdadera caja fuerte sin
combinación.
Agarrando como pudo el borde, Pili la arrastrará hacia ella, separándola
de la pared centímetro a centímetro. No era fácil; la mole triplicaría por lo
menos sus cuarenta y siete kilos de los que se sentía tan orgullosa, y había
comprobado que un mal paso y podía acabar con el pie atravesado. Si le caía
encima o no, importaría poco; en caso afirmativo quedaría aprisionada pero
difícilmente aplastada, muriendo de hambre poco a poco. Y, si no lo hacia el
suelo bloquearía la puerta y sí podría despedirse de la comida.
Ya apartado de la pared, comprobó el cable. No oía el motor en marcha;
seguramente la conexión de la luz habría caído con la casa y el efecto
conservante se perdería en unas horas, pero al menos parecía que el enchufe
estaba en buen estado. Si la luz volvía, podía contar con aquel depósito.
Miró entonces a su derecha, a los armarios en las paredes. Eran cuatro
sobre la encimera; los dos de la izquierda habían saltado, y con ellos la
vajilla y las copas de su interior. Los dos de la derecha, en cambio, ni se
habían inmutado. El primero, en el centro, guardaba la comida en latas y botes;
verduras y aceitunas en conserva, jamón, pescado y berberechos, salsa de
tomate, pimienta y roquefort. El de la derecha, en la esquina, guardaba la
confeccionada con cereales: pastas, galletas y aperitivos salados en sobres y
paquetes de plástico. Comida imperecedera, algo más difícil de digerir pero
indispensable, si podía hacerse con ella.
Palpó el candado central con la mano; tan pequeño y ligero y una
avalancha no había podido soltarlo.
No había herramientas en la cocina; el deseo de higiene le hizo obligar
a Fernando a meter toda la morralla condenada a ensuciarse en el garaje, donde
estaba a mano si hacía falta. Así, de
paso, le dificultaba asaltar sus defensas.
Tomando aire, Pili cogió el cierre y tiró. Conservaba la esperanza,
infantil y vulgar, de que el candado saltaría, que el temblor habría aflojado
los tornillos o ella no lo habría instalado correctamente. ¿No decían que las
mujeres no eran buenas trabajando con herramientas?
Se mordió el labio inferior, preguntándose por qué pensaba con machismo
en esa situación mientras intentaba dar más fuerza a su mano, clavándose las
esquinas del candado entre los dedos. Rebufando, añadió su otra mano; tiró, tiró
y tiró…
—Venga, no te resistas…
Lanzó un grito final, no de triunfo sino de dolor. Le iban a salir
muchos callos, eso seguro. Lo soltó, inerte como al principio. Se volvió al
grifo, tentada de humedecerla mano, de limpiar posibles heridas, pero recordó
su compromiso: el agua era lo único que tenía.
Se agachó, buscando algo para abrir el candado, encontrando un tenedor
grande de cuatro dientes. Lo acercó al hueco del portacandados, al tornillo
pequeño. Hundió dentro el diente del borde, que hizo tope casi en el acto.
Tomando aire y conteniendo la respiración, Pili empezó a hacer girar su muñeca,
intentando encajar la punta gruesa y amorfa en la cabeza de... ¿qué era,
estrella o línea? No se acordaba.
Resopló al sentirlo bailar sobre la estrecha muesca. Lo intentó otras
tres veces; luego, por fin, se volvió y lanzó el cubierto al suelo, oyéndolo
rebotar entre la cerámica y el cristal. Por un momento deseó que ese inútil se
había hecho tanto daño como ella.
Le quedaba volver a la nevera. Se esperanzó; los portacandados y
tornillos eran más grandes. Acercó su ojos al pequeño orificio y, al conseguir
ver, rio. Era de estrella.
De nuevo busco algo en el suelo para improvisar; su primera idea fue un
pedazo de plato puntiagudo, pero lo desechó; era demasiado corto, blando y
tenía filos en cada costado. No muy lejos encontró un cuchillo delgado, de filo
dentado. Lo sujetó y miro su punta, un poco roma. Era perfecto.
La esgrimista se acercó a los tornillos rebeldes, tomó aire y apuntó su
espada a su rival. Sabía que no iba a ser fácil, el blanco era muy pequeño.
Acercándose despacio, notando el sudor empezar a aflorar, intentó encajar la
punta en la X grabada. Como temía era difícil, era larga para la marca, aunque
presionando un poco más…
Contuvo la respiración; el cuchillo quedó atrapado entre dos milímetros
de acero. Con el cuerpo en tensión, Pili empezó a girarlo, despacio, muy
despacio. Su muñeca bajó y el cuchillo giró, encontrado la presión del
tornillo. Empezó a hacer fuerza, notando la junta girar…
Y lo consiguió. El tornillo completó una vuelta en sentido contrario a
las agujas del reloj. Se había aflojado. Pero, por supuesto, la punta se había
salido.
Al retomar el aire, Pilar se sorprendió jadeando, rígida y sudorosa; el
sencillo giro le había costado más energía de lo que pensaba. Volvió a acercar
la punta a la marca, temblando con el baile desigual del cuchillo hasta
entender que al cambiar su posición también lo había hecho el modo de
encajarlo. Tardó más de lo que le gustaba en volver a acertar, y al girar la
mano se salió del sitio. Pili volvió a intentarlo mordiéndose el labio inferior
para no gritar y tardando otro exasperante rato para volver a fallar al final.
Se retiró, intentando calmarse, recuperar el control de sus nervios. A la
tercera fue la vencida. Y a la cuarta. Pero al quinto intento no pudo seguir.
Al intentar aflojar el tornillo, el dolor paralizó sus brazos desde la muñeca a
los hombros.
Con un gemido de derrota se apartó, aún con el cuchillo.
Su idea funcionaba, aunque demasiado despacio. Había aflojado un
tornillo, y aún le quedaban cuatro. Debía de ser en torno a mediodía; fuera
había dejado de llover, lo que no sabía era si para el resto del día.
Dio otro paso atrás y chilló, ahora vez de dolor. Al mirar abajo vio un
líquido oscuro encharcarse bajo su pie, a través de la zapatilla derecha, que
estaba segura de que no era agua.
Aunque no lloviese, fuera no estaba más soleado; de hecho parecía que a
cada minuto estaba un poco más oscuro. Ni Pili sabía cuánto había pasado de
cerrajera ni lo que le quedaba al día.
Lo primero, por supuesto, fue agacharse y agarrar el pedazo de vidrio
clavado en su pie derecho. Lo sujetó con la mano izquierda mientras lo cogió
con la derecha, conteniendo un grito al tirar. Sacarlo le dolió más que tenerlo
dentro y eso que la esquirla tenía el tamaño de la uña de su meñique.
Ahora tenía que curarse, lo que implicaba gastar más agua valiosa. Se
agarró a la mesa central y cojeando sobre su pie izquierdo, visualizando
mientras imágenes atroces; su cuerpo esbelto y pálido manchado de rojo,
perforado por las minúsculas púas. Fue un trayecto lento, pero rodeó la mesa
hasta el otro lado, donde se agachó para recoger dos toallas del suelo antes de
ir al fregadero.
Empapó la primera, cerrando el grifo con ansiedad antes de empezar a
frotar. La tela mojada contra la carne desnuda bajo la piel, irónicamente, la
quemó como si chupara una barra de hielo, haciéndole apretar labios y dientes.
Al apartarla miró; aunque dejaba de sangrar la toalla parecía un tampón recién
usado.
La dejó caer con cierto asco, antes de sacudir la segunda para quitarle
el polvo. La enrolló con cuidado, como bajo la herida, una defensa adicional
frente a infecciones y arañazos. Ya volviendo a calzar la zapatilla perforada,
sintió sed.
Tocaba convertir el suelo en seguro; por suerte la escoba seguía en la
esquina opuesta. Fue a por ella r arrastrando los pies, de forma lenta y
desagradable, pero la tarea posterío fue rápida. Se limitó a apilar contra el
fondo todo: polvo, arena, rocas y cosas afiladas. No debió tardar más de dos
minutos.
En la masa informe de cerámica y cristal encontró una manzana; el
agujero de su costado la identificó como la suya. Soplando sobre ella,
afanándose en encontrar más, estudió los escombros. El frutero debió volar
hacia la entrada y las rocas habían reducido su contenido a pulpa. Esa aislada
fruta del paraíso era ahora un tesoro, aunque no pudiese ver si, como temía,
estaba cubierta de polvo y cristales.
Al acabar, sintiéndose como después de dos horas en el gimnasio, dejó
caer la escoba. Ahora sudaba por toda su piel, y temblaba, llevándose los
brazos a los hombros para protegerse. Había dejado el batín sobre la mesa;
estaba medio desnuda, a oscuras, y sudando.
Dos horas después o más, se encontró en la tesitura de solucionar el que
iba a ser el segundo gran problema de su confinamiento: su vejiga le pinchaba.
La solución fue más fácil de lo que pensó, aunque no más agradable. Al
final de la encimera estaba el pequeño cubo de basura de pedal para
envoltorios, pieles y demás restos, con una bolsa estrenada la noche anterior.
Tuvo el dudoso honor de recibir, por primera vez, desechos líquidos, proceso
durante el que Pili se dio cuenta de dos
detalles asquerosos: era una mujer meando de pie y un poco de orina se le
escurría por la pierna. Lo limpió con la bata, no podía hacer otra cosa.
Después bajó la tapa y puso el cubo sobre los escombros. No quería tenerlo cerca
hasta que volviese a necesitarlo.
El resto de su primer día fue lento, pesado y doloroso. Pili intentó
otra vez aflojar el tornillo con el cuchillo, consiguiendo, quizás, desplazarlo
vuelta y media antes de pensar, aterrada, que había deformado la estrella.
Además, cuando pensó en intentarlo con los otros descubrió que tenía los dedos
demasiado agarrotados. Fuera había cada vez menos luz, por lo que decidió que
era el momento de disfrutar de su cena, lo que su pesado e insistente estómago
pedía a gritos.
Bajo la luz gris de la roca atascada hundía el cuchillo donde distinguía
restos de cristal, apretando los dientes con fuerza al ver salir el nutritivo
zumo. Once esquirlas grandes y un sinfín de pequeñas, que se llevó su
sobreexplotado amigo el grifo. En total había bebido cinco veces, lavado dos
cosas y usado el inodoro otras tres en un solo día. Se comió la manzana
cortando trozos pequeños y masticando con cuidado, aunque ninguna sorpresa se
le incrustó en la lengua. Al acabar chupó el dulce y arrugado esqueleto y lo
tiró al descomunal vertedero, consciente de que había terminado la última
comida que tenía, que de poco iba a
servir conservar.
¿Habría sufrido igual Eva tras probar la fruta prohibida?
Por fin llegó la noche, trayendo nuevos escalofríos, y no sólo de frío:
la oscuridad era total, el silencio raro; ahogados como debían estar los
grillos de fuera. Se sintió totalmente abandonada, como si el mundo le hubiese
retirado la palabra.
A los pies del fregadero y de su amigo el grifo, el Pili apiló cuatro
toallas y un mantel medianamente limpios para usarlos de almohada y saco de
dormir, mientras ponía el batín, seco de agua y lágrimas pero apestando a sudor y a miedo, de sábana
sobre su cuerpo.
No iba a ser una noche fácil, el suelo estaba más duro de lo que
pensaba, el frío la azotaba en forma de espasmos que le erizaban el vello y,
por si fuese poco, el hambre le retorcía las entrañas.
Entre todos engendraron el cansancio, que poco a poco la ayudó a
aislarse de la realidad. Y, como muestra final de piedad de algún dios, por lo
demás indiferente, volvió la lluvia, acunándola con ternura.
Lo que Pili ignoraba era que, en realidad, no estaba sola. Su existencia
constaba de dos partes, siempre juntas y separadas, confundidas en una pero
diferente en todos: la mente y el cuerpo, una encerrada en el otro; una regida
por impulsos, ideas, deseos, recuerdos, instintos. La otra por procesos,
acciones sustanciales y tangibles que implicaban desmenuzar, destrozar y diluir
algo para luego usarlo de materia prima para reparar, construir, funcionar.
Y, en aquel momento, junto a la respiración, los impulsos nerviosos y la
regulación de su termostato corporal, la reacción predominante era el
catabolismo.
El catabolismo era la destrucción de esas moléculas para obtener
materiales que las células comían o amasaban para reproducirse o extenderse. El
catabolismo que convertía el alimento en energía y nutrientes se encontraba
ahora, sin embargo, con muy poco sobre lo que actuar; apenas se había llenado
con un puñado de glúcidos, vitaminas y agua, rápidamente disueltos por los
jugos ácidos del estómago. Alguien debía pagar aquella deuda, y los cabezas de
turco se llamaban adipocitos; depósitos en el abdomen, el hígado y por debajo
de la piel que almacenaban grasa para ocasiones de necesidad, como esa.
Depósitos que, en condiciones óptimas, podían mantener un cuerpo humano adulto
sólo con agua durante meses, pero que en el caso de Pili, orgullosa de su
cuerpo y su silueta, estaban casi estaban vacíos, agujereados por largas
sesiones de cinta y de llenarse con ensalada. Poco menos que una capa aceitosa
bajo esa piel anaranjada, que ahora ardía para combatir el hambre.
Aunque sintiese su estómago fundirse, aguantaría hoy. Pero, si no se
recargaba a la mañana siguiente…
La momentánea amnesia, la impresión de dejar la oscuridad, fue lo que la
convenció de había conseguido dormir; claro que el dolor no la había dejado ni
siquiera en sueños.
Su primer despertador volvió a ser necesitar el cubo, sensación que
empalideció frente al dolor que sintió al moverse. Se sentía como si hubiese
bajado rodando una ladera rocosa, y eso que no se había movido del sitio. La
espalda le dolía, los huesos le dolían, la nuca le dolía; todos los huesos que
había mantenido sobre el suelo esa larga noche ahora parecían protestar por
aquel trato, hundiéndose como queriendo atravesar su carne. Y el estómago, la
sensación de vacío, de no tener nada dentro, era aún peor.
Irguiéndose entre gemidos, Pili cruzó la cocina para aliviarse,
recordando en el proceso el corte en el pie derecho. El último medio metro lo
recorrió arrastrándolo, antes de bajarse las bragas, situarse sobre el
particular trono con las piernas abiertas y dejar caer lo que, suponía, debía
de ser un caldo amarillento y opaco, concentrado, reflejo de la deshidratación
que se le pegaba a la boca como una capa de teflón.
Era su otra excusa para ir hasta el grifo; el hambre la estaba matando,
así que se le iba a adelantar ahogándola. Se apoyó en el fregadero al sentir
que resbalaba y acopló la boca al difusor antes de girar la manivela.
Mientras tragaba el líquido como si fuesen a robárselo, sintió una
punzada de vergüenza al sentirse, como Fernando con la nevera, un poco
adultera. Hacía tiempo que había olvidado los prejuicios infantiles en sus
relaciones, sobre la guarrería que suponía el sexo oral, pero nunca había
succionado de su marido con tanto entusiasmo como lo hacía de ese tubo metálico.
Su cuerpo acabó no dando abasto, al atragantarse lo cerró para no
malgastarla. Se separó de él dejando un rastro de saliva con aspecto de
telaraña y se dejó caer. Lejos de aliviarla, el atracón líquido le había sentado
peor, revolviendo su caótico estómago, del que manaban a su garganta arcadas
ácidas. Pili se tapó la boca para impedir la incongruencia, vaciar un estómago
al que no le quedaba nada que echar.
Tumbada con su cabeza dando vueltas, se estiró para redistribuirlo y
reducir el mareo. No tenía ni idea de qué hora sería, pero se estaba haciendo
de día. A través de las ventanas, el grisáceo se volvía más pálido. Daba la
impresión de seguir nublado pero, al menos, ya no llovía.
Poco a poco, sus ojos se habituaron lo bastante para atreverse a
quitarse la pantufla derecha. El trapo, con una costra roja incrustada en sus
fibras, se había quedado pegada al fondo, pero al mirar el pie, lo que sintió
fueron más náuseas.
Más que sangre seca, lo que veía parecía una cagada de pájaro aún fresca
incrustada en su pie, pegajosa al tacto y rezumando, aunque sin grumos blancos
de pus.
Sintió ganas de llorar pero se resistió, sólo se debilitaría perdiendo
más agua. Inmóvil, esperó, sin darle importancia al tiempo, esperando a que el
día llegase por fin, empezando una nueva ronda de trabajo. Un golpe de frío le
recordó que no estaba presentable, así que se envolvió en el batín.
Lo empezó volviendo a los tornillos de la nevera, cambiando el cuchillo
dentado por otro cuchillo para cortar carne, con más punta. Sin embargo, el
entusiasmo inicial que sintió al verlo encajar en las horribles cruces se
perdió. No podía girarlo sin dejar de hacer fuerza. Una, dos; trece intentos
antes de desistir, sin progresos.
—Joder…
Lanzó con ira el cuchillo a la mesa; no culpándole de no hacer su
trabajo sino desfogando su miedo: que los cabezales hubiesen acabado tan
deformados que no hubiese modo convencional de sacarlos.
Rendida frente al metal, fue a la vieja entrada y nueva pared. Se le
había ocurrido que, estando levantada al azar, si conseguía desplazar algún
punto de apoyo vital, se caería sola. La idea de la casa enterrada y hundida no
le hacía sentirse más segura, pero sí ofrecía más opciones, como llegar al
teléfono…
Paseó las manos por la superficie abultada, comprobando cómo se
compactaba a sí misma: los grandes aplastando a los pequeños, que a la vez los
mantenían en alto. Una caricia casual con la mano (que le melló el borde de la
uña anular izquierda) le recordó que la montaña era poco menos que arenisca,
secándose después de una noche de lluvia. Podía convertirse en polvo con la
herramienta adecuada.
Fue a la mesa por el cuchillo; no había servido como destornillador pero
podía valer de cincel.
Empezó a pegar a las rocas con afanosa alegría, riéndose para sus
adentros al ver cómo se deshacían, cayendo al suelo. La pared se deformaba poco
a poco, liberando piedras; dejando caer alguna roca más grande que las que
tapaban las ventanas. Un golpe, otro, otro; imaginando con cada uno a una
especie de sucios y perversos lechones gritando.
No llegó a darse cuenta de que se reía a viva voz.
Así pasó casi tres horas, hasta cansarse, aunque sería más correcto
decir que se cansaron sus brazos, por no hablar del hambre. Volvía a crecer en
ella, a hacer girar su cabeza, a darle ganas de dormir…
Otra ocurrencia la dirigió a las ventanas; las rocas eran más pequeñas,
peor encajadas y del mismo material. Fue hacia ellos con una carcajada casi homicida;
sin piedad apuñaló y apuñaló, deseando romperlo, verlo roto.
Dos chasquidos metálicos fueron apagándola, moviendo la mano con el
cuchillo hacia sus ojos. Por fin, una lágrima le resbaló por las mejillas.
Aquella era una roca de verdad.
Y aunque fuese menos resistente que el acero, era evidente que no iba a poder
picarla con una lámina en dos dimensiones.
Derrotada y rendida, Pili volvió a su lecho para perros junto al
fregadero y cerró los párpados. El frescor agradable la ayudó a descansar,
antes de volver a ser interrumpida por la llamada de la naturaleza, esta vez en
su forma menos refinada.
Corrió, dejando caer las inútiles bragas en el camino y lo expulsó; su
peste era de lejos peor que la de la orina evaporada sobre el plástico. Le
bastó oírlo para saber que era malo, un de globo al desinflarse mientras esa
porquería, la poca manzana digerida que comió junto a mucha agua, resbalaba por
su cuerpo hasta la basura. Un sonido que
no decía diarrea pero sí enfermedad; no caldo sino una especie de papilla que
apestaba a falta de oxígeno, a sangre coagulándose y a órganos que fallaban…
Saltó adelante, cayendo casi, alejándose de la letrina como si lo que
había salido de su cuerpo fuese una serpiente venenosa. Con ojos temblorosos,
buscó en el suelo otra toalla. No eran ganas, sino necesidad de limpiarse,
sintiendo una arcada al frotar sus nalgas con el tejido áspero. La tiró
también, como todo apestado debía ir a la fosa.
Aquello era un aviso: su cuerpo sucumbía más deprisa de lo que pensaba…
La desesperación, quizás la necesidad de evadirse del horror de tener
miedo de sus propios excrementos le hizo
pensar aquello; ya fuese como solución a sus actuales problemas o como simple
forma de rellenar las horas.
Cogió el cuchillo más grueso que encontró y volvió hacia los armarios.
Sus cubiertos habían demostrado ser ineficaces como destornilladores o
cinceles, pero aún no había tenido la oportunidad de emplearlos como palancas.
Lo metió en el punto donde la pieza se unía a la madera, hundiéndolo con
fuerza hasta arrancarlo junto a los tornillos. Era difícil, los apretó mucho y
apenas había quedado espacio para el cuchillo, pero ella siguió, oyendo la
punta rozar la madera, empezando a astillarla…
—¡Síiiii, Dios!
No podía evitarlo; aquel simple destrozo doméstico era la primera cosa
que le salía bien en veinticuatro horas. Ahora había entrado, tocaba la parte
difícil.
Pili inclinó lo máximo que pudo la mano derecha, tensando el mango del
cuchillo. No tardó en hacer tope con un crujido; por más fuerza que aplicase no
bajaba más.
Suspirando con fuerza, sintiendo una serie de escalofríos en su espalda,
juntó las manos en una plegaria silenciosa y simple (Que funcione, por favor) y empujó hacia abajo.
La primera vez lo hizo despacio, creyendo notar la madera combarse, pero
poco más. Redujo la tensión muscular, volvió a subir el cuchillo y volvió a
presionar, ahora de forma brusca, y otra vez. La puerta crujía, los tornillos
se aflojaban, separándose cada vez un poco más.
Al undécimo empujón las manos de Pili bajaron, un crujido violento la
ensordeció y lo sintió; primero el dolor, luego el frío, a la altura de la sien
derecha.
Aturdida, sin entender qué pasaba, levantó las manos frente a su cara.
Sólo sujetaba el mango de plástico blanco del cuchillo. La hoja no estaba, se
había partido por completo, haciendo saltar esquirlas.
Se pasó la mano por la zona fría, pringándosela con calidez. Otra herida
que sangraba, de magnitud desconocida.
Mientras su sangre llovía sobre el enlosado corrió, agarró una toalla
del suelo y se colocó de cabeza bajo el fregadero, dejando caer el agua fría en
el corte. Un ligero escozor inicial fue todo lo que sintió, mientras la toalla
se empapaba al sellar el corte.
Hipnotizada por el líquido rojo, Pili se sintió apocada a volver a
grifo, a volver a llenarse la boca y el cuerpo. Lo rodeó con su boca y empezó a
tragar y tragar, el agua fresca y pura, reparadora y vital…
Dejó de beber, llenándose los carrillos como globos antes de cerrar el
grifo y apartarse.
Había algo en el agua, había cambiado. No necesariamente el sabor, que
le pareció más amargo, como la textura. Se notaba algo minúsculo flotando,
partículas diminutas pero afiladas.
Pili abrió los labios, dejando que el elixir se perdiese por el desagüe.
Por fin había pasado, se había quedado sin agua potable; alguna fuga en
el suministro había hecho que la que quedaba se llenase de polvo, arena y…
Apretándose el labio inferior, empezando a sentir el mismo sabor de su
frente y su pie, se encogió en el suelo. Ya pasaba hambre; ahora además le
esperaba la sed.
Durante su letargo inducido, que se prolongó horas, un pensamiento, un
conocimiento sin misterios, afloró en su mente. ¿Qué día era o podía ser,
domingo por la tarde? Eso significaba…
Por un momento se incorporó, quedando arrodillada como una virgen
orando. Fernando volvía hoy, ya; puede que ya estuviese de camino desaparecida.
La ayuda llegaba. ¿Pero cuánto tardaría?
Cinco horas, cuatro…. Aunque la idea de librarse del debería calmar su
estómago, sólo consiguió que le doliese más. Debía aguantar…
Pili volvió a encogerse, dejando extendida la pierna izquierda mientas
atraía hacia sí el pie herido. Sus ojos se fijaron en su final, en la
zapatilla. Una zapatilla de estar por casa blanca y agradable, ligera y fácil
de llevar, fabricada completamente con algodón, aunque tratado de forma que el
forro de su superficie parecía lana. Allí, temblando al final de su pie,
parecía una cría de conejo, un animal indefenso y desvalido.
Debía ser la necesidad de acabar con el doloroso vacío interior, o
querer aguantar hasta que llegase su marido. Después de todo, si parecía
comida, ¿se podía comer?
Su pie izquierdo empezó a agitarse, aumentando la impresión de que se
trataba de un animalillo que sentía acercarse las hambrientas fauces de la muerte.
Pili casi se sintió aliviada al sacárselo del pie.
Se llevó a la boca la lengüeta, apretó los dientes con fuerza; era
blando pero rígido, difícil de cortar, especialmente para sus dientes poco
afilados.
Apretó y tiró hacia abajo, las dos fuerzas opuestas llenaron sus oídos
con el agradable sonido de las fibras al desgarrarse y el forro
desprendiéndose.
Pili empezó a masticar, comprobando que sus temores iniciales sobre el
sabor del algodón se perdían: su problema iba a ser cómo tragarlo. No podía
machacar el parche, su boca estaba demasiado seca para ablandarlo con saliva y
lo único que sí lograba su lengua era apelmazarlo en un compacto capullo que no
podía ni tragar ni escupir.
Notando su mandíbula cansarse, cuestionándose que hubiese sido una buena
idea, Pili tomó aire dos veces, echó la cabeza atrás y consiguió tragárselo.
Del miedo a vomitar al miedo a ahogarse; la masa de fibras no bajaba,
succionando la humedad de su cuerpo para adherirse a las paredes de su esófago.
Lo notaba atascado en su pecho, haciéndola toser y golpearse entre los senos un
par de veces, haciendo sitio para el aire. Aun así, vomitar la asustaba más; el
ácido de su estómago atascado en su garganta sin salida, la poca agua que le
quedaba desechada…
El tiempo fue a su favor, el niño asustado
terminó de bajar el tobogán acuático hasta darse el chapuzón. Pili ignoraba si
se rio en ese momento, pero su estómago no era tan fácil de engañar como su
mente.
Terminado el trago, el peor trago de su vida, devolvió la mutilada
pantufla a su pie, comprobando, apenada, que lo único que había logrado era
destrozarla para nada.
Pili volvió a tumbarse, a combatir el dolor del hambre y sus heridas, el
cansancio y su difícil digestión soñando, viajando en el espacio y el tiempo
con su memoria.
Recordaba, por supuesto, especialmente a Fernando. Le había conocido en
Elche, donde ambos estudiaban un grado de administración y dirección de
empresas.
—¿Por qué lo haces aquí? —le preguntó ella,
oriunda de la ciudad de las palmeras—. Creo que está también disponible en
Alicante.
Él suspiró.
—Por una chica.
—Ah. —Pili supo disimular su desilusión—.
¿Una novia?
—Algo así. Teníamos una relación intensa. —Fernando
se rio—. Tan tensa, que tuvimos que dejarlo.
—Sí, a veces pasa… —Pili meditó unos
segundos—. ¿Y eso cuando fue?
—El año pasado, antes de acabar segundo.
Se quedó boquiabierta.
—¿Entonces, por qué te has quedado?
—Por todo, contestó.
Tengo aquí a mis amigos, me he acostumbrado a las clases.
—Desde luego. —Lo reconocía, ella no se veía
capaz de empezar sola en otra ciudad.
—Además, un compañero tuvo problemas con
el que compartía piso con él; era… un gorrón, pagando y con la nevera —detalló—.
Y como no le apetecía ponerse a pegar carteles de HABITACIÓN
LIBRE…
Esa parte de la anécdota le hizo gracia, parecía una premonición.
Pensándolo bien, parecía cosa del destino. Lo había conocido simplemente
por estar sacándose una asignatura a la que no pudo apuntarse el año anterior
por problemas de horario. Un forastero que, perfectamente, podría haberse ido y
seguido su vida lejos de ella.
El mundo quería verlos juntos, y felices. Sí, podía ser. Había tantos
recuerdos pasados y tantos sueños por vivir… El día de la boda, el traslado a
Alicante, la búsqueda de una casa, que les llevó a ese rincón pequeño y
aislado…
Y los planes, por supuesto: el inicio del negocio de venta de monitores,
ratones, torres, impresoras y alfombrillas; la expansión y la fortuna y con
ella los niños… ¿Sería esa la forma del destino de decir que la felicidad
fijada para ellos tenía límites? El mismo poder ultraterreno que los había
unido ahora la enterraba viva, lejos de él, en su propia casa…
Era noche cerrada cuando Pili se despertó, sacudida por el frío y la
familiar necesidad de ir al servicio. Volvió al rincón sintiéndose mareada,
dejando atrás ese recipiente asqueroso que apestaba a orines dulzones mezclado
con excrementos enfermos. Sentir su boca seca como el papel de lija no la
ayudó, haciéndola pensar en cierto programa de la tele sobre un loco de la
supervivencia que no paraba de repetir que, en situaciones desesperadas, se
podía beber su propia orina; idea que no le revolvió el estómago simplemente porque
no le quedaba ni bilis para vomitar.
El dolor esperó a que estuviese tendida para volver, como una puñalada
trapera. El espasmo descendió su cuerpo como si se hubiese tragado una radial,
obligándola a plegarse, respirando para tratar de dar a su cuerpo fuerzas.
Poco a poco, remitió, y cuando pudo, por fin abrió los ojos, quedó definitivamente
inmóvil. De hecho, dejó de sentir cualquier cosa, mientras el vacío la llenaba.
Ya no estaba sola en la cocina. Allí había algo más, y no era humano.
Parecía que estaba en todas partes; a su lado, frente a ella, encima, en
las paredes, el techo, la mesa, la nevera, la… oscuridad.
Podía sentirse orgullosa de aquel milagro; poca gente era capaz de ver
la oscuridad tomar forma ante sus ojos. Una piel azul oscuro iridiscente que
destellaba con cada torsión del cuerpo, una madeja de tentáculos enmarañados
que se retorcían y se entrelazaban. No tenía ojos, ni garras, ni oídos, pero
Pili sentía que la veía, que la estaba vigilando en ese momento, rozándole con
sus apéndices, rociándole su aliento…
Miró a la esquina del fregadero, encogida en posición fetal para exponer
al mínimo su cuerpo. Con los ojos cerrados, hizo lo único que se le ocurrió
para espantar a los monstruos infantiles.
—Padre nuestro… —Forzó el diafragma para sacar
su voz; la garganta y la lengua estaban demasiado secas, además de que la
asustaba hacer sonidos—…que
estás… en los cielos…
La frialdad que cayó sobre su hombro la cayó, paralizándola. Era tarde
para pasar desapercibida.
Su cuerpo, inerte y pesado, se relajaba mientras la acariciaba. No
notaba presión ni nada como dedos, pero sentía el frío hundirse en ella,
haciéndola temblar.
Pili apretó aún más párpados y labios, contando los minutos para que se
fuese sin matarla antes de hipotermia.
Pasado un tiempo dejó de pensar, sólo sentía sus temblores, que le
demostraron seguía viva y sola. Seguía haciendo frío, pero la cosa se había
ido. El dolor no.
Su estómago hinchado la apretaba por dentro, su piel perdía sensibilidad
por momentos y a su colección de molestias y dolores se había añadido el de
cabeza; quizás el peor por dificultarle concentrarse, pensar.
Pili se volvió a tumbar. La presencia había sido algo falso. ¿Pero lo
sería algo más?
Otro miedo erizó su cuerpo, aumentó su presión sanguínea y le dilató las
pupilas. ¿Había sido algo más que un sueño? Los recuerdos de su marido,
conocerlo, quererlo… ¿Habían sido sentimientos reales o un engaño de su cerebro
hambriento?
Dentro de Pili Andina la catálisis seguía. Cerebro y corazón necesitaban
azúcar, las células vitaminas, proteínas y aminoácidos. Una máquina perfecta
gracias a su coordinación perfecta, perpetuamente necesitada de carburante y,
si no podía obtenerlo fuera, lo sacaría de sí misma. Los nervios enviaban los
mensajes y las enzimas se ponían manos a la obra, desarmando aquellos paquetes
de proteínas, duros y convenientemente embalados, que eran los músculos; torres
hechas de carne que había que desmontar para pasar el hambre; en el torso, las
piernas, los brazos, el corazón…
El reloj de Fernando Sacristán marcaba casi las nueve menos veinte
cuando llegó a la última rotonda antes de la A-7 que, alo menos, no estaba
decorado con una abominación artística.
Bueno, al menos aquí son pocas, comparado
con Elche…
Tomó la segunda salida por la izquierda, empezando lo que siempre le
hacía pensar en un viaje con canoa por los ríos de alguna selva
primigenia; serpenteando arriba y abajo
entre urbanizaciones a los pies de la poderosa autopista, confiando no perderse
en alguna cuesta de cincuenta grados que no llevase a su casa.
El cielo gris empezaba a clarear, el sol empezaba a brillar tras él,
despertando al pueblo de San Vicente. Si tenía suerte, aún podría pillar a Pili
antes de que se fuese al trabajo, aunque fuesen sólo quince segundos…
Y, claro estaba, si se le ha vuelto a escacharrar el despertador.
Se rio. Había madrugado más que de costumbre, pero había merecido la
pena.
Parpadeó, sintiéndolo como dos pedradas, mientras la luz gris la quemaba
como ascuas de una hoguera. La cabeza seguía doliéndole, enviando a los ojos
oleadas de dolor que le hacía visualizarlos como gelatina fundiéndose. Puede
que por eso viese borrosa la mañana gris.
Su bostezo fue interrumpido por el dolor; en realidad muchos que había
ido recolectando hasta que su muerte
los separase.
Al incorporarse se sintió extraña
por la falta de otras reacciones en su cuerpo. La cabeza bullía como un
avispero, el pecho perdía aire, los brazos parecían adelgazados, la boca seca.
Sólo dijo algo su estómago, que gruñó con un temblor aerofágico que le hizo
temer volver a despatarrarse sobre la letrina. Por lo visto, digerir su última
comida no iba a ser fácil; bastaba un vistazo a la desfigurada pantufla.
Miró a su alrededor, a la cocina gris, al montón de escombros, la puerta
bloqueada, la nevera, los armarios y las ventanas bloqueadas con rocas. Seguía
allí, y seguía sol., en su pesadilla personal, muriéndose de hambre rodeada de
comida.
Desde el sepulcro de la casa subió un berrido clamoroso, mezcla de
graznidos de un polluelo hambriento y el tronar de trompetas, sacudiendo sus
tímpanos como si fuese a licuarlos, mientras el techo temblaba.
—¡No, por favor, para! —replicó con la boca
sabiendo a cobre, sal y acetona—.
¡Por el amor de Dios, para…!
La prueba de que seguía compartiendo esa pesadilla con monstruos, como
el que la manoseó la noche pasada, que de repente no parecía sólo un sueño.
Los latidos de aquel pequeño y brillante corazón llegaban desde un
pequeño y destrozado cuarto de cerámica y loza, de entre los coloridos restos
de jabón destrozado.
Por fin, después de siete latidos, sus gritos de dolor se tradujeron en
palabras:
—¡Buenas, soy Pili!
Ahora no te puedo contestar; lo haré si me dejas un mensaje después de la
señal.
Con el pitido, las palabras cambiaron, como la voz que habló:
—Buenos días, Pili. Soy
Reme. ¿Qué haces? Te esperaba hace diez minutos; acuérdate de que tus días
libres ya han pasado… Si estás de camino porque hay un atasco o algo así, no
hace falta que llames. Pero, si te ha pasado algo y no puedes venir, dímelo. Te
espero.
Un giro en un pequeño mojón a la derecha, luego a la izquierda hasta
cruzar el bloque entero de casas, bajar por el pequeño puente hasta que el
camino subía, entrar en el camino de tierra…
El Opel Corsa empezó a aligerar, no por tener cerca un obstáculo;
simplemente su dueño dejó caer el pie derecho sobre el freno, parando el coche
al principio de la ligera cuesta; tan distraído que se olvidó de cambiar la
marcha y el coche se caló.
Bajó dejando la puerta abierta; su vista estaba fija en la cima. Fue
acercándose a ella despacio, paso a paso, como si esperase que fuese un
espejismo que fuese a hacer añicos un mazazo de realidad.
—No… puede ser —masculló sin apartar su
dilatada mirada—No,
joder. No, no… ¡No puede…!
Pero sí. De lejos el cúmulo de detritos marrón claro de forma vagamente
piramidal surgiría, simplemente, algo tan absurdo como que algo gigante se había cagado sobre su casa;
puede que de ahí su insistencia por negarlo. Un poco más cerca, la inmensa mole
marrón adquiría otro significado; la de un montículo de tierra apelmazada y
agrietada por la alternancia sol-lluvia y adornado por piedrecillas, como…
Fernando sintió como si su corazón se cayese de su pecho. El pico de la
montañita, aquella cosa con muchas estrías y orientada al otro lado que
resistía la lluvia ya no estaba; en lo alto al menos.
Lo espectacular del desplome era su magnitud. La casa, el patio, la
pared blanca con las puertas blancas en medio; todo totalmente tapado, una
cúpula de acero sobre una bandeja que hacía a los comensales devanarse la
cabeza en cuál sería el plato de debajo.
Respirando deprisa, la mano derecha de Fernando cobró vida propia; los
dedos agitándose como una araña hasta el bolsillo derecho de sus pantalones de
pana, hasta su móvil. Desvió sólo unos centímetros el ojo derecho, para
comprobar que en llamada rápida salía el número de Pilar.
—Vamos, cielo —lo pronunció como un
ánimo, como un ruego, mientras se mordisqueaba el labio inferior—. Pili, venga, soy yo…
Silencio. El aire estaba en silencio. La montaña estaba en silencio. El
otro lado de la línea sólo daba largos tonos sin respuesta.
Sus ojos se iluminaron cuando pararon.
—¡Buenas, soy Pili!
Ahora no te pue…
Colgó frustrado, tuvo ganas de estamparlo contra el montículo por reírse
de él. Se detuvo con la mano en alto al entender que la verdadera broma sería
cargase el único instrumento útil que tenía en ese momento.
Volvió a la lista de números guardados, bajando de Pili a Trabajo Pili.
Esta vez sólo esperó dos tonos y medio.
—Buenos días, Perfumería
Fragante, le atiende Silvia, ¿en qué…?
—Hola; soy Fernando, el
marido de Pili…
—¡Ah! —La sorpresa de la
dependiente parecía genuina—.
¿Y cómo está ella?
Fernando palideció, como si la afirmación le hubiese cortado la
garganta.
—¿Qué quieres decir?
—No ha venido a trabajar
hoy. ¿No lo sabías? Reme… la encargada la ha llamado hará quince minutos, pero
nada.
—Cuand… —Se calló un momento,
tragando saliva al darse cuenta de que estaba empezando a gritar—. ¿Desde cuándo… no
tenéis noticias de ella?
—Pues… el viernes por la
tarde. El sábado no vino; tenía libre todo el día… Hoy tenía que volver… —Intuición femenina o la
capacidad de ver el rostro pálido y sudoroso y ansioso al otro lado, preguntó—: Oye, ¿ha pasado alg…?
—¿Qu…? No, no, nada.
Muchas, muchas gracias por todo…
Fernando colgó cabizbajo, preguntándose si tendría suerte y la mujer
sería lo bastante tonta para creerse su patético amago de excusa. Barajó otras
opciones, pero la conclusión era única y contundente.
No, no puede ser. Pero, si lo es… Dios,
entonces, ¿desde cuándo…?
Volvió a poner a bailar sus dedos, subiendo hasta Leandro. En ese
momento, recibió una llamada entrante; la cortó sin ver de quién era. Prefería
esperar un poco más, aferrarse a ese clavo ardiente.
Cuatro tonos. Tenía miedo de que no respondiesen al quinto; eran
jubilados no tenían el teléfono junto a la cama.
—¿Sí? —Respondió su suegro, adormilado
y un poco enfadado—.
¿Quién es?
—Soy, yo Leandro, Fernando
—se identificó sin
dejarla replicar—.
Escucha, ¿Pilar está con vosotros?
—¿Qué dices? —Parecía perplejo—. No, no está. ¿Has
preguntado en el traba…?
—¿Y ha estado con
vosotros este fin de semana? El sábado, ayer…
—No, no hemos tenido
noticias de ella… Oye, hijo, ¿se puede…?
Cortó sin darle tiempo a preguntar o preocuparse, mientras miraba la
pantalla. Ahora necesitaba verla.
Accedió al teclado y marcó el 911. Mientras, a su alrededor empezó a
chispear.
Castigó su garganta y sus pulmones con el zumo de arena y se arrastró
hasta levantarse, tambaleándose hasta situarse frente a su tumba, con el
epitafio de una marca de frigoríficos. Todo lo que necesitaba para vivir frente
a ella, pero lejos de su mano.
Pili recordó por un momento cuando, antes de darse cuenta de que no
tenía las llaves, se asustó al ver esa puerta como la de un ataúd. Ahora, la
idea le parecía graciosa: la nevera no era un ataúd pero ella sí estaba en una
tumba. Su cocina, su casa, eran su tumba. Aquello era, en realidad, un cofre
lleno de riquezas, lo más valioso para ella, sellado para protegerlo de
saqueadores de tumbas.
Recordó que a los faraones egipcios los enterraban así, en enormes
espacios con sus muebles favoritos (y mujeres y mascotas para hacerles
compañía) y todos sus tesoros. Los piratas enterraban cofres llenos de oro y
tesoros para cuando lo quisiesen gastar, quedándose el capitán a cargo de la
llave y del mapa con la X marcando el punto exacto. O eso salía en las
películas, un mito que engendraba mitos; ella nunca pensó que un puñado de
ladrones zarrapastrosos adictos al ron y las prostitutas tuviese mucho sentido
del ahorro. No recordaba en que novela o película, pero creía recordar que los
que enterraban cofres solían matar a un subordinado y enterrarlo en el mismo
hoyo, para que su fantasma lo protegiese de todo el que no lo hubiese ganado
participando legítimamente en el saqueo…
Eso era ella ahora. Si el mundo acabase entonces, y pasasen cien, mil o
un millón de años, cuando los arqueólogos de una raza alienígena desenterrase
los restos de su chalet de debajo de los escombros, la encontrarían reducida a
un esqueleto abrazando su valiosa nevera Samsung. Claro que, igual se
sorprenderían al ver que dentro sólo había polvo y envoltorios de plástico de
comida largo tiempo caducada y descompuesta; una falsa impresión de que aquel
era un planeta de hambrientos donde la comida era valiosa como el oro, lo que,
considerando la situación en el África y el Asia del tercer mundo, no era tan
absurdo. Ellos se morían de hambre porque no tenían comida; ella porque no
podía llegar a ella, encerrada en aquella cámara de la que tenía llave y sabía
dónde estaba, que sin luz ya habría empezado a derretirse y a echarse a perder,
cubriéndolo de moho…
¿Justicia poética? Aquellas personas sí bebían verdadera agua con barro,
tan turbia que no dejaría pasar la luz. Y ella, sólo cuarenta y ocho horas
antes, habría tirado un yogur a ese mismo cubo saturado de orina y mierda
porque había caducado ayer; idea que ahora le parecía un sacrilegio.
Se preguntó, no sabía bien por qué, si su fantasma quedaría ligado a la
nevera, aquel cofre lleno de tesoros, para mantener alejados a posibles maridos
golosos o niños enemigos de las verduras. Después de todo, iba a morir por eso,
y no creía justo que lo que no fue suyo en vida pudiese estar al alcance de
otros.
—Venga ya —se rio.
¿A eso se había reducido? Pensar en morir de hambre con una nevera y dos
armarios llenos de comida…
Retrocedió al principio de la cocina, al montón de restos del suelo y se
agachó para recoger los cubiertos: cuchillos, tenedores, unas pinzas para darle
vuelta a la carne…
Pili olvidó el dolor, la oscuridad, su propia existencia; simplemente no
quería distracciones mientras asesinaba a su enemigo: el armario central.
Empezó con un cuchillo de punta afilada, luego con otro para aplicar
mantequilla, así con cinco cuchillos que acabaron doblados en sus manos, una
pobre imitación de Uri Geller que consiguió aflojar los portacandados. Con cada
cubierto malogrado, la madera cedía un poco y el metal asomaba más. De ahí pasó
a los tenedores, demasiado blandos por cierto; al tercero con poco o ningún
progreso los descartó, pasando a las cucharas, el cubierto moldeable por
excelencia, de mayor superficie y espacio para encajar.
La primera expulsó un poco el portacandados, antes de acabar pareciendo
el cuello de un cisne. La segunda dio el segundo tocado a la nave enemiga,
sacando tanto los tornillos que acabó quedándose sin espacio para aplicar el
fuerza. Casi estaba…
Agarró aquel cierre que había acabado odiando más que a los borrachos
que berreaban entre cervezas que el sitio de la mujer era la casa y la cocina;
y tiró, no gritando hasta sentir el dolor en los dedos, ver sus yemas
enrojecidas y sus huellas dactilares rasgadas; su identidad, lo más íntimo de
su ser, desdibujado.
Hizo muy poco. Pero aún tenía las pinzas.
Hundió los dos extremos planos en el hueco ; luego estiró, tensando los
brazos de las pinzas…
Con un crujido, los cuatro tornillos salieron. El candado cayó del
armario.
¡Ya está!
Sintiendo su vista emborronarse aún más, posible efecto de una lagrima
emocionada, Pili se precipitó sobre la alacena, atrayendo hacia sí lo primero
que agarró; un grueso tarro de pimientos en conserva y una lata de atún en
aceite.
Los apretó contra su pecho, besándolos como a dos niños pequeños, antes
de disponerse a comerlos. Relamió sus labios, sintiéndolos agrietados mientras
agarraba la tapadera de los pimientos y la giraba.
El precinto de plástico crujió, desprendiéndose entre sus dedos. Pero la
tapadera, ceñida como un cinturón de castidad, no se desplazó ni medio
milímetro.
Pili apretó más, sus dedos se deslizaron sobre ella. Jadeando por el
esfuerzo y la transición de júbilo a desesperación, agarró uno de los cuchillos
que quedaban, intentando encajar la punta debajo para meter aire. La muñeca le
temblaba demasiado, no conseguía meterlo, sólo rayar el cristal. Se le pasó
entonces, por un momento, la idea de lanzarlo con fuerza al suelo, reventarlo,
aunque tuviese que recoger los encurtidos del suelo sucio y metérselos en la
boca llenos de polvo y pelusa…
La debilidad se apoderó un segundo de ella, con tanta fuerza que,
inconscientemente, soltó el tarro.
El eco amortiguado del frasco contra el suelo sonó como una campana
desentonada. Rebotó y giró en el suelo; una grieta había aparecido en el
costado, por debajo de la etiqueta con el nombre de la marca. Era, desde luego,
un envase hecho para durar.
Replanteándose la idea de tirar eso con fuerza, Pili volvió su atención
a la lata, leyendo en Braille en su tapadera en busca de la anilla. La ceguera
de sus dedos la llevó a colocarla frente a sus ojos cansados; el vacío de su
superficie le indujo un horror mayor que ver un torso eviscerado.
Un abrelatas, era lo que necesitaba. Y lo tenía, creía haberlo visto
mientras barría, arrastrándolo con el resto de restos. No lo había cogido en su
búsqueda de herramientas para forzar candados, así que tenía que estar en
cualquier parte de esos dos metros de ancho de arenisca y pedazos de cerámica,
bajo algún plato o acomodado en una esquina.
Desechó la idea; demasiado tiempo y tenía
tanta hambre…
Se inclinó sobre la encimera para coger otro tenedor y lo hincó en la
tapadera del atún. Sus ojos brillaron, reflejando la luz del aceite que salió
por los cuatro agujeros.
Se los llevó a la boca y los vertió, endulzando su boca con esa miel,
tragándola sin importar que resbalase por su barbilla, que su consistencia
fuese espesa o su sabor amargo. Tragó y tragó, antes de pasear su lengua por la
superficie perforada, ignorando los cortes que hacía el metal sobre su lengua.
Y había más; la carne encerrada en la minúscula e insignificante caja de
hojalata. Pili se puso a perforarla con el tenedor, chupando el fluido, la
carne de cada pequeño agujero, y poco a poco, desprendiendo la lata y
engullendo el contenido de un bocado…
No estaba muy segura de cuándo salió de allí, o quizás, cuándo volvió a
donde estaba. El eco de sus jadeos aún accionaba su caja torácica y una baba
espesa bajaba desde su boca a sus manos, encallecidas y dobladas en una burda
oración. Estaban vacías, igual que su boca.
Volvió la cabeza, sólo para ver la mesa
vacía y el armario con su reluciente Masterlock en su sitio.
Su imaginación, desesperada por hacer
menos dolorosa y humillante la realidad le había dejado tocar, probar el éxito.
Aguzó el oído, no tardado en imaginarse el por qué. Un escalofrío le
contrajo la columna.
Un suave pitido, como el canto de los pájaros, se intercalaba entre las
suaves gotas de lluvia. Y, por encima, el eco de algo muy grande arañando y
arrastrando algo pesado, quebradizo e inconsistente. Una mano gigante
abriéndose camino a través de la tierra.
Pili tragó saliva o lo intentó, sus piernas temblaban tanto que volvió
a acuclillarse.
Había vuelto, y ahora era seguro que era real: estaba despierta, y sin
escapatoria.
Y el hambre, el verdadero monstruo en ese mal sueño, la perseguía allá
donde fuese…
Inclinó la cabeza sobre su maltrecho regazo, sin dejarse engañar por la
vista. Sabía lo que era aquello perfectamente, mientras lo examinaba con
curiosidad. Nunca, nunca, se le habría pasado algo así por la cabeza, si no
fuese por lo cerca que sentía la muerte, lo mucho que deseaba dejar el dolor y,
quizás por encima de todo, el miedo a sentir lo mismo a manos de lo que se
acercaba desde el exterior.
¿A qué sabrá…?
Fue lo único que se preguntó, antes de abrir la boca cuanto pudo y
morder la carne todavía tierna…
Tras casi cinco horas y media bajo la suave lluvia primaveral, la
excavadora consiguió abrir hueco en el desprendimiento, permitiendo a cuatro
miembros del equipo de rescate y a tres sanitarios llegar al domicilio
sepultado donde, tal y como temía el marido cada vez más histérico, encontraron
en la cocina a su mujer.
Y, si bien poco trascendió de lo que encontraron y de lo que fue después,
sí lo hizo la forma en que el marido se tiró al suelo, pegándole hasta
desollarse los nudillos y hundiendo contra él la cabeza como en un bautismo de
tierra.
¿La simple razón? Su mujer, medio loca y muerta de hambre porque no
había podido sacar comida de la nevera ni de los armarios con candados.
Candados puestos para evitar que él se diese atracones privados.
¿Remordimientos? Desde luego, pero de otra clase.
Sacudido como todo en aquella cocina por el desprendimiento, en el
armario debajo del fregadero, hogar de la tubería, los limpiadores y los
estropajos, había un pequeño cesto de plástico destapad, destinado a las
pastillas de desatascador. Entre ellas, derramadas entre el resto de productos
tóxicos y repelentes volcados en el último sitio en la cocina donde alguien
buscaría comida, algo refulgió a la luz de las linternas.
Las réplicas habían sido obtenidas dando en la ferretería correcta los
números de serie de las originales. ¿Y cómo las obtuvo? Fácil: echándole un ojo
al cuello de su mujer por la noche, mientras dormía desnuda después de que
hubiesen hecho el amor.
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