lunes, 7 de diciembre de 2015

LA CHICA QUE ESPERA

     —Disculpe, señor. ¿Podría llevarme a casa?
     —¿Qué dices?
     Matías se volvió despacio, siguiendo la voz femenina y juvenil que le había asaltado en la calle desierta.
     —Se ha hecho tarde —dijo despacio y con languidez, cansada—. Necesito que me lleven a casa.
     Por su altura debía tener diecisiete o dieciocho años; medio palmo menos que él sobre piernas robustas y bonitas de atleta. Vestía un abrigo de piel blanco asalmonado, imitando al visón, que tapaba su cuerpo por completo; medias color carne y, el detalle más desconcertante, un velo; más de novia que de musulmana, como podía deducir por la ropa. Debía ser algún disfraz. 
     Matías sintió su no juvenil corazón latir con gozo; era de esas cosas que alegran la vista. Por otro lado, a él también se le había hecho tarde y estaba cansado. Aquella prostituta con pinta de niñita tendría que elegir otro día para jugar.
     —Lo siento —declinó, sonriendo forzadamente—. Pero no me interesa.
     Le dio la espalda. Entonces notó que tiraba de su brazo con su mano, pequeña y con uñas largas pintadas de rosa.
     —Por favor, necesito ayuda. Me he quedado sola y necesito que me lleven a casa.
     No quedaba rastro del pretendido tono seductor, de niña mala buscando protector que había querido oír. Su forma de sujetarle denotaba un pánico absoluto, y el no poder verle la cara no le daba confianza. Además, ahora que la veía de cerca, se dio cuenta de que no era un velo o pañuelo, sino una bolsa de plástico arrugada, disimulada por el reflejo de las farolas.
     Aquello dejó de gustarle por completo.
      —Oye, déjame en paz —exigió Matías, librándose de un tirón.
     La chica se quedó cabizbaja, con los brazos bajados. ¿Le estaría mirando? ¿Podía verle?
     —¿No va a ayudarme a ir a casa? —rogó por tercera vez.
     —No. Lo siento.
     No hubo réplica, lo que le hacía pensar que debía estar poniéndose furiosa; quizás a punto de abrir el grifo. Matías empezó a andar, con la intención de dejar la calle antes de que la cosa empeorase.
     Al recorrer el primer metro las luces se apagaron de golpe. Miró arriba, a los lados, a las casas, a lo lejos. Debía haber sido un fallo de la compañía. Ni una luz, salvo en las lejanas estrellas.
     Matías, dispuesto a seguir, gimió al oír tacones tras él, seguidos de una especie de murmullo. Se giró en el acto, mientras oía algo parecido a un desgarro.
     Distinguió algo en la oscuridad, que no era ni de lejos una chica.

     —Oye, ¿conoces la historia de la chica que espera? —le preguntó Adrián desde lo alto del tobogán.
     Guille negó con la cabeza mientras su nuevo amigo se deslizaba hasta el suelo. Como chico nuevo del barrio, todavía le quedaban muchas cosas por saber.
     —Es nuestro fantasma —inquirió Emilio, siguiendo el trayecto de Adrián—. El fantasma del barrio.
      —Guau. ¿Y cómo es?
      Guille siguió a los dos; luego ellos corrieron hacia la acera gris del parque.
     —¡Eh, no os vayáis muy lejos! — les avisó desde un banco la madre de Emilio.
     Los chicos pararon, formando un corro conspirador.
     —Pasó allí. —Adrián señaló la carretera—. En Sapena, llegando por Eliazán.
     —No, fue en la esquina —le corrigió Emilio, señalando hacia la izquierda—. Más adentro.
     —Bueno, por aquí —concedió Adrián.
     —¿Y cuál es la historia? —quiso saber Guille.
     Adrián se irguió, tosiendo un poco para aclararse la voz y adoptar un tono más solmene.
      —Hace unos años…
     —Hace muchos años —le interrumpió Emilio—. Mi hermano me dijo que fue hace casi veinte, o cincuenta.
     —¿Qué dices? Fue hace menos.
     Guille esperaba que se pusiesen de acuerdo, con los brazos cruzados.
     —Bueno, fue un carnaval.
     —Sí, la noche de carnaval —secundó Emilio.
     Guille asintió. Por lo menos, en eso estaban de acuerdo.
     —Fue a las seis o las siete, cuando ya era de noche. La chica iba a salir con unos amigos…
     —O iba a haber una fiesta en su casa; por eso fue a la tienda —volvió a meterse Emilio—. Un supermercado.
     —¿Qué tienda? —preguntó Guille, escéptico.
     —Bueno, yo oí que era una farmacia —retomó la palabra Adrián, señalando a la calle—. Estaba por allí.
      —¿Estaba?
     —Sí. La cerraron hace dos años; por eso nadie sabe seguro lo que era —explicó Emilio—. Ahora es una heladería.
     —Bueno —continuó Adrián—. La cosa es que se había puesto un disfraz muy elegante. Un abrigo de supermodelo, tacones de esos muy altos y un velo para recogerse el pelo.
     —Sí, lo tenía muy bonito —señaló Emilio, peinando una melena imaginaria—. Largo y rubio.
     —Bien, por lo visto… su madre necesitaba comprar algo para esa noche y se le había olvidado. Así que el padre de la chica fue a por eso a la tienda. Pero aquí cuesta mucho aparcar…
     —Eso desde luego —opinó Guille, ganándose una sonrisa de Adrián.  
     —Y además, era uno de esos sitios donde suele haber cola a todas horas —añadió Emilio.
     —Por eso, para no perder mucho tiempo aparcando y que se le hiciese tarde, o cerrasen, pidió a la chica que le acompañase. Ella no quería porque ya se había puesto el disfraz, pero él insistió, pidiéndoselo por favor.
     —Le prometió que, a cambio, esa noche podría volver a la hora que quisiese.
     —Entonces el hombre y la hija fueron a la calle, él paró un momento el coche para que ella se bajase y entrase en la tienda y se fue a aparcar.
     —La chica tuvo suerte. La tienda estaba casi vacía; no serían más de tres personas dentro. Así que compró lo que tenía que comprar y volvió afuera, a esperar a su padre.
      Guille miró instintivamente a la acera: un suelo viejo, de pequeñas baldosas grises, con los propios coches ejerciendo de quitamiedos.
     —Al principio se quedó de pie, con la bolsa en la mano. Veía a la gente pasar, saludaba a algunos chicos o chicas que se la quedaban mirando y seguían.
     —Pero sobre todo miraba a un lado y a otro por si llegaba su padre. Con las prisas se había dejado el teléfono en casa y no podía llamarle. Y como nunca llevaba reloj, tampoco sabía qué hora era.
     —Así que pasó un rato. La tienda cerró, y al poco el resto de escaparates también. La chica se quedó sola. Pasaba alguna señora con su perro, o un grupo de chicos disfrazados. Ella les miraba y quería irse con ellos, pero tenía que esperar.
     —Se hizo aún más tarde. Los petardos y la música sonaban a lo lejos, pero ella estaba sola. Pasado un rato se sentó en el escalón de la tienda, aburrida y cansada.
     —Su padre seguía sin volver. Ella sabía que ya era muy tarde; la música sonaba cada vez menos, veía a menos gente y pasaban menos coches. Empezó a preocuparse, pensando en irse a buscar una cabina o un taxi. Pero si su padre llegaba después de tanto tiempo, y no la veía, se asustaría. Así que siguió esperándole.
     —Después de llevar así horas, empezó a asomarse a la carretera cada vez que llegaba un coche. Los veía llegar emocionada, pensando que podía ser él, pero cuando pasaban las luces veía que era de otro color, otra marca o no lo conducía su padre.
     —El caso es que se puso muy nerviosa. Empezaba a hacer frío, tenía ganas de mear, y tenía miedo. Había pasado un rato desde que vio el último coche. Ya no había nadie en la calle, ni se oía ruido en las casas. Estaba totalmente sola.
     —Empezó a pensar que su padre podía haberse largado, dejándola olvidada, o le había pasado algo.
     —Entonces, alguien llegó por la calle. Un hombre enorme, con un abrigo largo y un pasamontañas, como el malo de una peli de terror. Ella pensó que volvía del carnaval.
    —Entonces se le acercó deprisa, le agarró del brazo y le dijo “Disculpe, señor. ¿Podría llevarme a casa?”
     Entonces llegó la pausa de rigor. Adrián y Emilio se callaron, pretendiendo retener el misterio. Guille, cruzado de brazos y levantando rítmicamente la punta del pie, se cansó de esperar.
     —¿Y… —extendió los brazos, rogando—… qué pasó?
     —Bueno, esto cambia según quién lo cuenta —reconoció Adrián; muy acorde a la narración—. El hombre le dijo que sí, que la llevaría a casa.
     —Entonces se puso a andar, sin darle tiempo a soltarle el brazo —matizó Emilio, colgándose de Adrián para ilustrar la imagen—. Y se la llevó así, como si fuese su novia, hasta un callejón que estaba a oscuras.
     —Quita. —Adrián se liberó—. Encontraron a la chica a la mañana siguiente. 
     —El hombre era un asesino de verdad —dijo Emilio—. Tiró la bolsa al suelo, pisando lo que había dentro, y le arrancó el abrigo. La apuñaló y le pegó hasta destrozarla. Estaba toda cubierta de sangre y era como si le hubiesen quitado la cara. Tuvieron que tapársela con la bolsa, para que no pudiera verse.
     —Otra versión dice… que la chica se cansó de esperar y se fue ella sola. Pero como era la primera vez que venía aquí y no conocía las calles, se perdió.
     —Se dedicó a andar por las aceras, con los pies doliéndole por los tacones y la bolsa arrugada en la mano.
     —Entonces se fue la luz; una sobrecarga por las fiestas o algo así.
     —La chica se quedó a oscuras, sin poder ver ni saber dónde estaba.
     —Entonces bajó a la acera, al mismo tiempo que pasaba un coche a toda velocidad con las luces apagadas.
     —Y la atropelló.
     Los dos amigos se callaron, dándole a Guille la oportunidad de imaginárselo.
     —Le pasó por encima, reventándola.
     —El abrigo se le había abierto, con la bolsa rota encima.
     Guille asintió, boquiabierto.
     —¿Qué le pasó al padre? —preguntó entonces.
     Adrián y Emilio se miraron.
     —Bueno, esto también cambia según quién lo cuenta —reconoció Adrián
     —Unos dicen que encontró aparcamiento a muchas, muchas calles de distancia —dijo Emilio, extendiendo los brazos en señal de grandeza—. Y que de camino aquí tuvo un accidente, le atropellaron o un ladrón le apuñaló.
      —O que no fue por la chica porque tenía una novia secreta y se fugó con ella.
     Guille se rió, esa era la opción con más sentido para él.
     —Pero la cosa es que la chica no pudo volver a su casa, ni fue nadie a recogerla.
     —Por eso ahora, por las noches, cuando no hay nadie, si pasas por ahí andando, —Emilio señaló a la calle—, su espíritu aparece, con su abrigo y la bolsa, y te pregunta si la puedes llevar a casa.
     —Se supone que, si dices que no, te mata.
     —¿Cómo? —preguntó Guille.
     —Te machaca. Como le hicieron a ella.
     —Te encuentran tirado, con la cara destrozada, como si te hubiesen estampado contra el bordillo.
     —¿Y cómo va a hacer eso si es un fantasma? —razonó el chaval.
     Los dos chicos se miraron, pillados en la trampa.
     —Bueno, si te hace eso si dices que no, ¿qué te pasa si le dices que la llevas?
     Adrián y Emilio volvieron a mirarse, paso previo a encogerse de hombros al unísono.
     —Nadie lo sabe. Se supone… que nadie que la haya visto ha sobrevivido.
     —No me creo nada —les recriminó Guille—. Es un cuento.
     —Bueno, siempre puedes ir a comprobarlo. —Adrián volvió a señalar la estrecha calle frente a ellos.
     Guille se rió.
     —¿No decíais que sale de noche?
     —Se supone —le corrigió Emilio—. Porque de noche es cuando hay menos gente. Sólo pasa cuando no hay nadie en la calle.
     —Ahora, por ejemplo… —Adrián la señaló—. No hay nadie, así que, si te acercases…
     Remató la frase con una risa siniestra forzada.
     Guille miraba hacia el objetivo, sintiendo de repente lo pequeño que era. Su corazón palpitaba con tanta fuerza que lo oía en su cabeza.
     Dio un paso al frente.
     —¿Venís vosotros también? —preguntó, mirando hacia atrás.
     Un desafío disfrazado de pregunta. No hubo palabras ni gestos. Los dos chicos le imitaron. Sus pasos llegaron al bordillo del parque.
     —¡Eh, ¿qué estáis haciendo?! —La madre de Guille se había levantado, corriendo hacia ellos.
     —¡Volved aquí! ¡Ya! —exigió la de Adrián, igual de fuerte pero más sosegada.
     La voz de la autoridad existía sólo para obedecerse. Los tres chicos se volvieron al unísono, corriendo hacia los columpios. La madre de Guille volvió con sus compañeras, más calmada.
     —Menudo susto —confesó, riéndose por lo bajo—. Casi creía que iban a…
     —No, no habrían hecho nada —aseguró la de Emilio—. Saben lo que pasará si lo hacen.
     Miró a la madre de Adrián, que asintió con los ojos cerrados, resignada.
     —¿Qué pasa? —preguntó la tercera mujer, sintiendo de repente que se había perdido algo.
     —Nada. —La madre de Adrián se encogió de hombros—. Una historia que se cuentan los chavales. Los mayores se la cuentan a los pequeños.
     —Una sobre un fantasma que hay en esa calle. —La madre de Emilio señaló hacia Sapena—.  Una chica que aparece de noche.
     —Y claro, hacen amago de acercarse a ver si la ven —concluyó la de Adrián.
    La madre de Guille las escuchó sin mover un músculo, esperando al final para parpadear y espirar.
     —¿Y eso? —preguntó—. ¿A qué viene? ¿Pasó algo raro en…? —La señaló con un dedo dubitativo.
     La madre de Emilio rió por lo bajo, mientras la de Adrián se sacaba un paquete de Malboro del bolso.
      —No —dijo la primera mujer—. Sólo que… es un sitio peligroso.
     —Por qué. —La madre de Guille se inclinó para oír mejor
     La madre de Adrián dio la primera calada al cigarro.
     —Porque por aquí hay mucho conductor loco —contestó, antes de acabar de expulsar humo—. Que se meten en la calle a toda pastilla, sin ver…
     —Y cada poco tiempo atropellan a alguien —añadió la madre de Emilio, volviéndose hacia su amiga—. El último, hace mes y medio, ¿no?
     —Sí, algo de eso oí —asintió—. Un hombre. Le habían estampado la cara contra el bordillo.
     La madre de Guille bufó, intentando imaginar la escena para olvidarla justo después.

     —Quedamos entonces mañana, ¿vale?
     —Claro, tío.
      Tomás salió dando tumbos del bar; más por la resbaladiza capa de mugre sobre el escalón que por las dos cervezas que llevaba encima. La consecuencia no fue muy diferente; sus amigos y el resto de la parroquia se desternillaron.
     Ya la noche amarilla, fresca y libre de mosquitos, tocaba responder la gran pregunta: ¿dónde había aparcado? Las calles allí eran estrechas y de un solo sentido; los coches parecían palomas apretujadas en un cable de la luz. Había tenido que andar mucho; tres calles y un giro a la izquierda… ¿o fueron cuatro?
     Estirándose para recuperar la sensibilidad, se puso en marcha. Estaba seguro, más o menos, de a qué altura lo había dejado. Era cuestión de buscar un Audi A4 plateado que reaccionase a sus llaves.
     Tomás pasó a la primera calle; muchos coches de todos los colores, incluido un todoterreno. Cuatro eran plateados. Ninguno era un Audi. En la siguiente había uno de veintisiete en total, pero era negro. En la tercera había dos, más otro en la calle siguiente, enseñándole el culo como si se riese de él. Al apretar el llavero no hubo pitido, parpadeo de luces ni saltaron los pestillos.
     Empezaba a ponerse nervioso. Encima, no había ninguna referencia; sólo los edificios de ladrillo de tres pisos, con sus balcones cerrados y las ventanas a oscuras. Alguien que pasase por allí más a menudo podría llegar a ponerles nombre. Para él, eran muchos rusos en Rusia.
     La siguiente calle era más ancha, suponiendo una diferencia. Por desgracia, no le sonaba y, si había pasado de camino por ella, su fe ciega en su infalible sentido de la orientación la había pasado por alto. Por lo menos, era igual que las demás en una cosa: aparcar allí era un lujo.
     Tomás miró a derecha e izquierda, pasándose una mano por la cara para mantener la modorra a raya. A lo mejor se había desviado…
     Dio un respingo al oír tras él repiqueteo de tacones.
     —Disculpe, señor. ¿Podría llevarme a casa?
     Se volvió, más tranquilo al entender la situación: una desamparada joven en su misma situación. Que vistiese como una prostituta de película le creó sentimientos encontrados, mientras que su cara tapada por lo que parecía una bolsa le cortó por un segundo el flujo de sangre al cerebro.
     —¿Pero qué…? —Retrocedió, asustándose instintivamente.
     La chica casi se le echó encima, agarrándosele al brazo.
     —Se ha hecho tarde. Necesito que me lleven a casa. Por favor.
     Tomás la miró, intentando traspasar su burda máscara, barajando sus impresiones. Podía ser una loca, aunque daba la impresión de que estaba muy asustada. La bolsa sugería algún tipo de secuestro o práctica rara, sin que llegase a entender por qué seguía llevándola.
     —Oye, chica… —Empezó, sin atreverse a tocarla, a apartarla de su brazo—. ¿Sabes dónde estás?
     —Sí. Llevo mucho tiempo aquí.
     Vale. Una respuesta muy esclarecedora.
     —¿Y sabes por dónde queda tu casa?
     —Sí. —Señaló la siguiente calle de delante—. No está muy lejos. Pero no me atrevo a ir sola.
     Eso le ahorraba preguntarle por qué seguí allí. Daba la impresión de ser algún tipo de chalada perdida en la realidad mientras bajaba por una fantasía. Bueno, si conocía el sitio podía ayudarle a orientarse. Y, ahora que se fijaba, no estaba del todo mal. Aunque existía el riesgo de que fuese menor, si vivía sola y no había más impedimentos…
     —Muy bien. Te llevaré a casa.
      La chica estiró el cuello; por algún motivo Tomás creyó ver alegría entre las arrugas de plástico.
     —Muchas gracias —dijo—. Es por aquí.  
     Empezó a andar sin soltarle el brazo, casi arrastrándole.
     —Eh, un momento. —Tomás sonrió, tomándoselo a guasa—. Tranquila, fiera.
     La chica le ignoró, moviéndose con un equilibrio impresionante sobre sus zapatos. Bajó su mano bajó hasta la suya sin llegar a soltarle. Sus dedos se enredaron, dejando a Tomás margen para adaptarse a su paso.
     La chica se metió en la primera calle, un estrecho pasillo entre bloques de pisos rodeado de coches y luz de farolas; no muy diferente al que dejaba detrás pero sí más corto. Siguió avanzando, tirando de él con cada paso, sin mirar a ningún lado, sin dudar. Buena señal. Sabía adónde iba. Esperaba.
      Tomás hacía cábalas sobre qué le pasaba cuando empezó a ir más rápido, sin llegar a correr. Sus tacones repicaban como ráfagas de ametralladora. Él, impresionado, sólo podía dejarse llevar.
     La chica giró a la izquierda, luego volvió a la derecha, recorrió en línea recta tres calles, giró a la izquierda de vuelta al camino principal…
      Tomás no podía hablar, ni gritar. Se le había secado la garganta. La travesía empezaba a ser absurda. ¿Por qué tantas vueltas? ¿No era más fácil haber seguido recto?
     Y su andar. Seguía acelerando. Hacía más de cinco calles que le dolían lo pies, obligándole a tirar de su brazo para frenarla, sin conseguirlo, mientras sus vaqueros le constreñían la cintura.
     —Espera, espera un momento… —La chica no le oía, seguía arrastrándole—. ¡Esp…!
     En ese momento se dio cuenta de que estaba perdido. Y atrapado. El laberinto de calles se convirtió en un borrón luminoso antes sus ojos, que le cegaba mientras el aire soplaba en torno a su cabeza. Era como ir a toda velocidad en moto sin casco.
     Lo siguiente que vio no fue distinto a quedarse quieto y dando vueltas con los ojos vendados. Estaba mareado, las arcadas se agolpaban en su cuello y le costaba seguir en pie. Pero, por fin, la chica paró, volviéndose hacia él.
     —Muchas gracias por traerme.
     Sintió ganas de reír, de decirle que había sido más bien al contrario. Pero se contuvo: la chica le había apoyado las manos en el pecho, hundiendo su camisa roja como invitándole a abrazarla. Tomás sonrió; no tenía idea de lo que había pasado pero…
     —Ha sido un placer, nena.
     La chica sonrió, o eso le pareció; entonces comprobó que seguía con la bolsa en la cabeza. Lo que confundió con una cara eran varias manchas pequeñas de un líquido oscuro que condensaban en su interior.
     —Oye, ¿qué…?
      Intentó apartarse de ella. Sintió las manos como hundidas en cemento seco.
     —Oye, suéltame; no tiene…
     El abrigo empezó a retirarse, aunque ella seguía teniendo las manos sobre él. Algo rojo quedó gradualmente a la vista.
     Tomás sintió un pálpito brusco. Había intentado hundir el pie en el suelo y tirar. No lo había sentido. Al mirar a su alrededor le pareció que las luces nocturnas se habían hundido, como si hubiesen subido al cielo como un globo de cordel perdido.
     Tontería que, sin embargo, no fue capaz de descartar mirando abajo. Sólo tenía ojos para la cara de la chica; para aquella bolsa blanca cada vez más roja.
     —Déjame —consiguió exigir—. Suéltame. ¡Suéltame! ¡Socorro! ¡¿Hay alguien…?!
     Quiso gritar. Su voz se atascó cuando empezó a oír un crujido deslizante. La bolsa se retiró de la cabeza.
     Consiguió gritar al quedar al descubierto lo que había debajo.
     Entonces todas las luces a su alrededor se apagaron.

     La mañana del siete de febrero amaneció nublada. Cuando llegaron al parque vieron una ambulancia parada al fondo de la calle Sapena, al lado de una sábana blanca en mitad del asfalto. Dos policías con chalecos reflectantes se alejaban de ella con las manos a la espalda, charlando y manteniendo lejos a los curiosos.
     —¿Qué es eso? —preguntó Yasmina, alejándose unos pasos de los columpios para  ver mejor.
      Su primo la ignoró al principio, para subirse corriendo a lo alto del tobogán.

     —Oye, ¿conoces la historia de la chica que espera? —le preguntó, entonces.

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