LA CHICA QUE ESPERA
—Disculpe, señor. ¿Podría llevarme a casa?
—¿Qué dices?
Matías se volvió despacio, siguiendo la
voz femenina y juvenil que le había asaltado en la calle desierta.
—Se ha hecho tarde —dijo despacio y con
languidez, cansada—. Necesito que me lleven a casa.
Por su altura debía tener diecisiete o
dieciocho años; medio palmo menos que él sobre piernas robustas y bonitas de
atleta. Vestía un abrigo de piel blanco asalmonado, imitando al visón, que
tapaba su cuerpo por completo; medias color carne y, el detalle más
desconcertante, un velo; más de novia que de musulmana, como podía deducir por
la ropa. Debía ser algún disfraz.
Matías sintió su no juvenil corazón latir
con gozo; era de esas cosas que alegran la vista. Por otro lado, a él también
se le había hecho tarde y estaba cansado. Aquella prostituta con pinta de
niñita tendría que elegir otro día para jugar.
—Lo siento —declinó, sonriendo
forzadamente—. Pero no me interesa.
Le dio la espalda. Entonces notó que
tiraba de su brazo con su mano, pequeña y con uñas largas pintadas de rosa.
—Por favor, necesito ayuda. Me he quedado
sola y necesito que me lleven a casa.
No quedaba rastro del pretendido tono
seductor, de niña mala buscando protector que había querido oír. Su forma de
sujetarle denotaba un pánico absoluto, y el no poder verle la cara no le daba
confianza. Además, ahora que la veía de cerca, se dio cuenta de que no era un
velo o pañuelo, sino una bolsa de plástico arrugada, disimulada por el reflejo
de las farolas.
Aquello dejó de gustarle por completo.
—Oye, déjame en paz —exigió Matías,
librándose de un tirón.
La chica se quedó cabizbaja, con los
brazos bajados. ¿Le estaría mirando? ¿Podía verle?
—¿No va a ayudarme a ir a casa? —rogó por
tercera vez.
—No. Lo siento.
No hubo réplica, lo que le hacía pensar
que debía estar poniéndose furiosa; quizás a punto de abrir el grifo. Matías empezó
a andar, con la intención de dejar la calle antes de que la cosa empeorase.
Al recorrer el primer metro las luces se
apagaron de golpe. Miró arriba, a los lados, a las casas, a lo lejos. Debía
haber sido un fallo de la compañía. Ni una luz, salvo en las lejanas estrellas.
Matías, dispuesto a seguir, gimió al oír
tacones tras él, seguidos de una especie de murmullo. Se giró en el acto, mientras
oía algo parecido a un desgarro.
Distinguió algo en la oscuridad, que no
era ni de lejos una chica.
—Oye, ¿conoces la historia de la chica que
espera? —le preguntó Adrián desde lo alto del tobogán.
Guille negó con la cabeza mientras su
nuevo amigo se deslizaba hasta el suelo. Como chico nuevo del barrio, todavía
le quedaban muchas cosas por saber.
—Es nuestro fantasma —inquirió Emilio,
siguiendo el trayecto de Adrián—. El fantasma del barrio.
—Guau. ¿Y cómo es?
Guille siguió a los dos; luego ellos
corrieron hacia la acera gris del parque.
—¡Eh, no os vayáis muy lejos! — les avisó
desde un banco la madre de Emilio.
Los chicos pararon, formando un corro
conspirador.
—Pasó allí. —Adrián señaló la carretera—.
En Sapena, llegando por Eliazán.
—No, fue en la esquina —le corrigió
Emilio, señalando hacia la izquierda—. Más adentro.
—Bueno, por aquí —concedió Adrián.
—¿Y cuál es la historia? —quiso saber
Guille.
Adrián se irguió, tosiendo un poco para
aclararse la voz y adoptar un tono más solmene.
—Hace unos años…
—Hace muchos años —le interrumpió Emilio—.
Mi hermano me dijo que fue hace casi veinte, o cincuenta.
—¿Qué dices? Fue hace menos.
Guille esperaba que se pusiesen de
acuerdo, con los brazos cruzados.
—Bueno, fue un carnaval.
—Sí, la noche de carnaval —secundó Emilio.
Guille asintió. Por lo menos, en eso estaban
de acuerdo.
—Fue a las seis o las siete, cuando ya era
de noche. La chica iba a salir con unos amigos…
—O iba a haber una fiesta en su casa; por
eso fue a la tienda —volvió a meterse Emilio—. Un supermercado.
—¿Qué tienda? —preguntó Guille, escéptico.
—Bueno, yo oí que era una farmacia —retomó
la palabra Adrián, señalando a la calle—. Estaba por allí.
—¿Estaba?
—Sí. La cerraron hace dos años; por eso
nadie sabe seguro lo que era —explicó Emilio—. Ahora es una heladería.
—Bueno —continuó Adrián—. La cosa es que
se había puesto un disfraz muy elegante. Un abrigo de supermodelo, tacones de
esos muy altos y un velo para recogerse el pelo.
—Sí, lo tenía muy bonito —señaló Emilio,
peinando una melena imaginaria—. Largo y rubio.
—Bien, por lo visto… su madre necesitaba
comprar algo para esa noche y se le había olvidado. Así que el padre de la
chica fue a por eso a la tienda. Pero aquí cuesta mucho aparcar…
—Eso desde luego —opinó Guille, ganándose
una sonrisa de Adrián.
—Y además, era uno de esos sitios donde
suele haber cola a todas horas —añadió Emilio.
—Por eso, para no perder mucho tiempo
aparcando y que se le hiciese tarde, o cerrasen, pidió a la chica que le
acompañase. Ella no quería porque ya se había puesto el disfraz, pero él
insistió, pidiéndoselo por favor.
—Le prometió que, a cambio, esa noche
podría volver a la hora que quisiese.
—Entonces el hombre y la hija fueron a la
calle, él paró un momento el coche para que ella se bajase y entrase en la
tienda y se fue a aparcar.
—La chica tuvo suerte. La tienda estaba
casi vacía; no serían más de tres personas dentro. Así que compró lo que tenía
que comprar y volvió afuera, a esperar a su padre.
Guille miró instintivamente a la acera:
un suelo viejo, de pequeñas baldosas grises, con los propios coches ejerciendo
de quitamiedos.
—Al principio se quedó de pie, con la
bolsa en la mano. Veía a la gente pasar, saludaba a algunos chicos o chicas que
se la quedaban mirando y seguían.
—Pero sobre todo miraba a un lado y a otro
por si llegaba su padre. Con las prisas se había dejado el teléfono en casa y
no podía llamarle. Y como nunca llevaba reloj, tampoco sabía qué hora era.
—Así que pasó un rato. La tienda cerró, y
al poco el resto de escaparates también. La chica se quedó sola. Pasaba alguna
señora con su perro, o un grupo de chicos disfrazados. Ella les miraba y quería
irse con ellos, pero tenía que esperar.
—Se hizo aún más tarde. Los petardos y la
música sonaban a lo lejos, pero ella estaba sola. Pasado un rato se sentó en el
escalón de la tienda, aburrida y cansada.
—Su padre seguía sin volver. Ella sabía
que ya era muy tarde; la música sonaba cada vez menos, veía a menos gente y
pasaban menos coches. Empezó a preocuparse, pensando en irse a buscar una
cabina o un taxi. Pero si su padre llegaba después de tanto tiempo, y no la
veía, se asustaría. Así que siguió esperándole.
—Después de llevar así horas, empezó a asomarse
a la carretera cada vez que llegaba un coche. Los veía llegar emocionada,
pensando que podía ser él, pero cuando pasaban las luces veía que era de otro
color, otra marca o no lo conducía su padre.
—El caso es que se puso muy nerviosa.
Empezaba a hacer frío, tenía ganas de mear, y tenía miedo. Había pasado un rato
desde que vio el último coche. Ya no había nadie en la calle, ni se oía ruido
en las casas. Estaba totalmente sola.
—Empezó a pensar que su padre podía
haberse largado, dejándola olvidada, o le había pasado algo.
—Entonces, alguien llegó por la calle. Un
hombre enorme, con un abrigo largo y un pasamontañas, como el malo de una peli
de terror. Ella pensó que volvía del carnaval.
—Entonces se le acercó deprisa, le agarró
del brazo y le dijo “Disculpe, señor. ¿Podría llevarme a casa?”
Entonces llegó la pausa de rigor. Adrián y
Emilio se callaron, pretendiendo retener el misterio. Guille, cruzado de brazos
y levantando rítmicamente la punta del pie, se cansó de esperar.
—¿Y… —extendió los brazos, rogando—… qué
pasó?
—Bueno, esto cambia según quién lo cuenta —reconoció
Adrián; muy acorde a la narración—. El hombre le dijo que sí, que la llevaría a
casa.
—Entonces se puso a andar, sin darle
tiempo a soltarle el brazo —matizó Emilio, colgándose de Adrián para ilustrar
la imagen—. Y se la llevó así, como si fuese su novia, hasta un callejón que
estaba a oscuras.
—Quita. —Adrián se liberó—. Encontraron a
la chica a la mañana siguiente.
—El hombre era un asesino de verdad —dijo
Emilio—. Tiró la bolsa al suelo, pisando lo que había dentro, y le arrancó el
abrigo. La apuñaló y le pegó hasta destrozarla. Estaba toda cubierta de sangre
y era como si le hubiesen quitado la cara. Tuvieron que tapársela con la bolsa,
para que no pudiera verse.
—Otra versión dice… que la chica se cansó
de esperar y se fue ella sola. Pero como era la primera vez que venía aquí y no
conocía las calles, se perdió.
—Se dedicó a andar por las aceras, con los
pies doliéndole por los tacones y la bolsa arrugada en la mano.
—Entonces se fue la luz; una sobrecarga
por las fiestas o algo así.
—La chica se quedó a oscuras, sin poder
ver ni saber dónde estaba.
—Entonces bajó a la acera, al mismo tiempo
que pasaba un coche a toda velocidad con las luces apagadas.
—Y la atropelló.
Los dos amigos se callaron, dándole a
Guille la oportunidad de imaginárselo.
—Le pasó por encima, reventándola.
—El abrigo se le había abierto, con la
bolsa rota encima.
Guille asintió, boquiabierto.
—¿Qué le pasó al padre? —preguntó
entonces.
Adrián y Emilio se miraron.
—Bueno, esto también cambia según quién lo
cuenta —reconoció Adrián
—Unos dicen que encontró aparcamiento a
muchas, muchas calles de distancia —dijo Emilio, extendiendo los brazos en
señal de grandeza—. Y que de camino aquí tuvo un accidente, le atropellaron o
un ladrón le apuñaló.
—O que no fue por la chica porque tenía
una novia secreta y se fugó con ella.
Guille se rió, esa era la opción con más
sentido para él.
—Pero la cosa es que la chica no pudo
volver a su casa, ni fue nadie a recogerla.
—Por
eso ahora, por las noches, cuando no hay nadie, si pasas por ahí andando, —Emilio
señaló a la calle—, su espíritu aparece, con su abrigo y la bolsa, y te
pregunta si la puedes llevar a casa.
—Se supone que, si dices que no, te mata.
—¿Cómo? —preguntó Guille.
—Te machaca. Como le hicieron a ella.
—Te encuentran tirado, con la cara
destrozada, como si te hubiesen estampado contra el bordillo.
—¿Y cómo va a hacer eso si es un fantasma?
—razonó el chaval.
Los dos chicos se miraron, pillados en la
trampa.
—Bueno, si te hace eso si dices que no,
¿qué te pasa si le dices que la llevas?
Adrián y Emilio volvieron a mirarse, paso
previo a encogerse de hombros al unísono.
—Nadie lo sabe. Se supone… que nadie que
la haya visto ha sobrevivido.
—No me creo nada —les recriminó Guille—.
Es un cuento.
—Bueno, siempre puedes ir a comprobarlo. —Adrián
volvió a señalar la estrecha calle frente a ellos.
Guille se rió.
—¿No decíais que sale de noche?
—Se supone —le corrigió Emilio—. Porque de
noche es cuando hay menos gente. Sólo pasa cuando no hay nadie en la calle.
—Ahora, por ejemplo… —Adrián la señaló—.
No hay nadie, así que, si te acercases…
Remató la frase con una risa siniestra forzada.
Guille miraba hacia el objetivo, sintiendo
de repente lo pequeño que era. Su corazón palpitaba con tanta fuerza que lo oía
en su cabeza.
Dio un paso al frente.
—¿Venís vosotros también? —preguntó,
mirando hacia atrás.
Un desafío disfrazado de pregunta. No hubo
palabras ni gestos. Los dos chicos le imitaron. Sus pasos llegaron al bordillo
del parque.
—¡Eh, ¿qué estáis haciendo?! —La madre de
Guille se había levantado, corriendo hacia ellos.
—¡Volved aquí! ¡Ya! —exigió la de Adrián,
igual de fuerte pero más sosegada.
La voz de la autoridad existía sólo para
obedecerse. Los tres chicos se volvieron al unísono, corriendo hacia los
columpios. La madre de Guille volvió con sus compañeras, más calmada.
—Menudo susto —confesó, riéndose por lo
bajo—. Casi creía que iban a…
—No, no habrían hecho nada —aseguró la de
Emilio—. Saben lo que pasará si lo hacen.
Miró a la madre de Adrián, que asintió con
los ojos cerrados, resignada.
—¿Qué pasa? —preguntó la tercera mujer,
sintiendo de repente que se había perdido algo.
—Nada. —La madre de Adrián se encogió de
hombros—. Una historia que se cuentan los chavales. Los mayores se la cuentan a
los pequeños.
—Una sobre un fantasma que hay en esa
calle. —La madre de Emilio señaló hacia Sapena—. Una chica que aparece de noche.
—Y claro, hacen amago de acercarse a ver
si la ven —concluyó la de Adrián.
La madre de Guille las escuchó sin mover un
músculo, esperando al final para parpadear y espirar.
—¿Y eso? —preguntó—. ¿A qué viene? ¿Pasó
algo raro en…? —La señaló con un dedo dubitativo.
La madre de Emilio rió por lo bajo,
mientras la de Adrián se sacaba un paquete de Malboro del bolso.
—No —dijo la primera mujer—. Sólo que… es
un sitio peligroso.
—Por qué. —La madre de Guille se inclinó
para oír mejor
La madre de Adrián dio la primera calada
al cigarro.
—Porque por aquí hay mucho conductor loco —contestó,
antes de acabar de expulsar humo—. Que se meten en la calle a toda pastilla,
sin ver…
—Y cada poco tiempo atropellan a alguien —añadió
la madre de Emilio, volviéndose hacia su amiga—. El último, hace mes y medio,
¿no?
—Sí, algo de eso oí —asintió—. Un hombre.
Le habían estampado la cara contra el bordillo.
La madre de Guille bufó, intentando
imaginar la escena para olvidarla justo después.
—Quedamos entonces mañana, ¿vale?
—Claro, tío.
Tomás salió dando tumbos del bar; más por
la resbaladiza capa de mugre sobre el escalón que por las dos cervezas que
llevaba encima. La consecuencia no fue muy diferente; sus amigos y el resto de
la parroquia se desternillaron.
Ya la noche amarilla, fresca y libre de
mosquitos, tocaba responder la gran pregunta: ¿dónde había aparcado? Las calles
allí eran estrechas y de un solo sentido; los coches parecían palomas
apretujadas en un cable de la luz. Había tenido que andar mucho; tres calles y
un giro a la izquierda… ¿o fueron cuatro?
Estirándose para recuperar la
sensibilidad, se puso en marcha. Estaba seguro, más o menos, de a qué altura lo
había dejado. Era cuestión de buscar un Audi A4 plateado que reaccionase a sus
llaves.
Tomás pasó a la primera calle; muchos
coches de todos los colores, incluido un todoterreno. Cuatro eran plateados.
Ninguno era un Audi. En la siguiente había uno de veintisiete en total, pero
era negro. En la tercera había dos, más otro en la calle siguiente, enseñándole
el culo como si se riese de él. Al apretar el llavero no hubo pitido, parpadeo
de luces ni saltaron los pestillos.
Empezaba a ponerse nervioso. Encima, no
había ninguna referencia; sólo los edificios de ladrillo de tres pisos, con sus
balcones cerrados y las ventanas a oscuras. Alguien que pasase por allí más a
menudo podría llegar a ponerles nombre. Para él, eran muchos rusos en Rusia.
La siguiente calle era más ancha,
suponiendo una diferencia. Por desgracia, no le sonaba y, si había pasado de
camino por ella, su fe ciega en su infalible sentido de la orientación la había
pasado por alto. Por lo menos, era igual que las demás en una cosa: aparcar
allí era un lujo.
Tomás miró a derecha e izquierda,
pasándose una mano por la cara para mantener la modorra a raya. A lo mejor se
había desviado…
Dio un respingo al oír tras él repiqueteo de
tacones.
—Disculpe, señor. ¿Podría llevarme a casa?
Se volvió, más tranquilo al entender la
situación: una desamparada joven en su misma situación. Que vistiese como una
prostituta de película le creó sentimientos encontrados, mientras que su cara
tapada por lo que parecía una bolsa le cortó por un segundo el flujo de sangre
al cerebro.
—¿Pero qué…? —Retrocedió, asustándose
instintivamente.
La chica casi se le echó encima,
agarrándosele al brazo.
—Se ha hecho tarde. Necesito que me lleven
a casa. Por favor.
Tomás la miró, intentando traspasar su
burda máscara, barajando sus impresiones. Podía ser una loca, aunque daba la
impresión de que estaba muy asustada. La bolsa sugería algún tipo de secuestro
o práctica rara, sin que llegase a entender por qué seguía llevándola.
—Oye, chica… —Empezó, sin atreverse a
tocarla, a apartarla de su brazo—. ¿Sabes dónde estás?
—Sí. Llevo mucho tiempo aquí.
Vale. Una respuesta muy esclarecedora.
—¿Y sabes por dónde queda tu casa?
—Sí. —Señaló la siguiente calle de delante—.
No está muy lejos. Pero no me atrevo a ir sola.
Eso le ahorraba preguntarle por qué seguí
allí. Daba la impresión de ser algún tipo de chalada perdida en la realidad
mientras bajaba por una fantasía. Bueno, si conocía el sitio podía ayudarle a
orientarse. Y, ahora que se fijaba, no estaba del todo mal. Aunque existía el
riesgo de que fuese menor, si vivía sola y no había más impedimentos…
—Muy bien. Te llevaré a casa.
La chica estiró el cuello; por algún
motivo Tomás creyó ver alegría entre las arrugas de plástico.
—Muchas gracias —dijo—. Es por aquí.
Empezó a andar sin soltarle el brazo, casi
arrastrándole.
—Eh, un momento. —Tomás sonrió,
tomándoselo a guasa—. Tranquila, fiera.
La chica le ignoró, moviéndose con un
equilibrio impresionante sobre sus zapatos. Bajó su mano bajó hasta la suya sin
llegar a soltarle. Sus dedos se enredaron, dejando a Tomás margen para
adaptarse a su paso.
La chica se metió en la primera calle, un
estrecho pasillo entre bloques de pisos rodeado de coches y luz de farolas; no
muy diferente al que dejaba detrás pero sí más corto. Siguió avanzando, tirando
de él con cada paso, sin mirar a ningún lado, sin dudar. Buena señal. Sabía
adónde iba. Esperaba.
Tomás hacía cábalas sobre qué le pasaba
cuando empezó a ir más rápido, sin llegar a correr. Sus tacones repicaban como
ráfagas de ametralladora. Él, impresionado, sólo podía dejarse llevar.
La chica giró a la izquierda, luego volvió
a la derecha, recorrió en línea recta tres calles, giró a la izquierda de
vuelta al camino principal…
Tomás no podía hablar, ni gritar. Se le
había secado la garganta. La travesía empezaba a ser absurda. ¿Por qué tantas
vueltas? ¿No era más fácil haber seguido recto?
Y su andar. Seguía acelerando. Hacía más
de cinco calles que le dolían lo pies, obligándole a tirar de su brazo para
frenarla, sin conseguirlo, mientras sus vaqueros le constreñían la cintura.
—Espera, espera un momento… —La chica no
le oía, seguía arrastrándole—. ¡Esp…!
En ese momento se dio cuenta de que estaba
perdido. Y atrapado. El laberinto de calles se convirtió en un borrón luminoso
antes sus ojos, que le cegaba mientras el aire soplaba en torno a su cabeza.
Era como ir a toda velocidad en moto sin casco.
Lo siguiente que vio no fue distinto a
quedarse quieto y dando vueltas con los ojos vendados. Estaba mareado, las
arcadas se agolpaban en su cuello y le costaba seguir en pie. Pero, por fin, la
chica paró, volviéndose hacia él.
—Muchas gracias por traerme.
Sintió ganas de reír, de decirle que había
sido más bien al contrario. Pero se contuvo: la chica le había apoyado las
manos en el pecho, hundiendo su camisa roja como invitándole a abrazarla. Tomás
sonrió; no tenía idea de lo que había pasado pero…
—Ha sido un placer, nena.
La chica sonrió, o eso le pareció;
entonces comprobó que seguía con la bolsa en la cabeza. Lo que confundió con
una cara eran varias manchas pequeñas de un líquido oscuro que condensaban en
su interior.
—Oye, ¿qué…?
Intentó apartarse de ella. Sintió las
manos como hundidas en cemento seco.
—Oye, suéltame; no tiene…
El abrigo empezó a retirarse, aunque ella
seguía teniendo las manos sobre él. Algo rojo quedó gradualmente a la vista.
Tomás sintió un pálpito brusco. Había
intentado hundir el pie en el suelo y tirar. No lo había sentido. Al mirar a su
alrededor le pareció que las luces nocturnas se habían hundido, como si
hubiesen subido al cielo como un globo de cordel perdido.
Tontería que, sin embargo, no fue capaz de
descartar mirando abajo. Sólo tenía ojos para la cara de la chica; para aquella
bolsa blanca cada vez más roja.
—Déjame —consiguió exigir—. Suéltame.
¡Suéltame! ¡Socorro! ¡¿Hay alguien…?!
Quiso gritar. Su voz se atascó cuando
empezó a oír un crujido deslizante. La bolsa se retiró de la cabeza.
Consiguió gritar al quedar al descubierto
lo que había debajo.
Entonces todas las luces a su alrededor se
apagaron.
La mañana del siete de febrero amaneció
nublada. Cuando llegaron al parque vieron una ambulancia parada al fondo de la
calle Sapena, al lado de una sábana blanca en mitad del asfalto. Dos policías
con chalecos reflectantes se alejaban de ella con las manos a la espalda,
charlando y manteniendo lejos a los curiosos.
—¿Qué es eso? —preguntó Yasmina,
alejándose unos pasos de los columpios para ver mejor.
Su primo la ignoró al principio, para
subirse corriendo a lo alto del tobogán.
—Oye, ¿conoces la historia de la chica que espera? —le preguntó,
entonces.
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