EL ASIENTO DE DETRÁS
Liberado un momento de su voluntario encostramiento, que lo había emparedado entre su equipaje y el cristal, Cristóbal miró por la
ventana. Suspiró mientras se rascaba su frente ancha y despoblada. Fuera, las
dársenas de la estación era la única visión que la ciudad, cada vez más oscura, le ofrecía. A su modo, pensó con amargura,
así era mejor.
¿Una vida y futuro mejores? ¡Ja! Aquella promesa tenía, en verdad, tanta
credibilidad como la de que los Reyes Magos le darán al niño el juguete que
quiere si ha sido bueno todo el año. Y pensar en lo que había tenido que dejar
atrás…
Cristóbal hundió la cabeza contra el alto respaldo, a la altura de la
nuca. Por lo menos, el asiento era cómodo. No podía evitar pensar en su
verdadero hogar. Su pueblo; su pueblecito… en resumen, aquel pueblucho. Un
puñado de casas de ladrillo con más fisuras que la superficie de una castaña
pilonga y entre las que discurrían, en perfecta asimétrica, una docena de
calles con el asfalto, prueba inequívoca de civilización, devorados por las
grietas y baches hacía años. Casas deterioradas y, en su mayor parte,
abandonadas, de las que lo mejor que podía decir era que se mantenían en pie, aunque
algunas tenían parte de los tejados hundidos y, en casos extremos, habían
pasado a tener tres paredes por encima de la segunda planta. El pueblo, pensó
entonces, perdía la cabeza. Tenía su cruel gracia, porque era verdad. Los más
jóvenes y capaces se iban; se habían ido en realidad hacía años. Sólo quedaban
los ancianos, que ya ni siquiera atendían viejos y remotos huertos o apartaban
el polvo de las opacas ventanas; limitándose a sentarse en bancos de jardín o
en torno a mesas de bar pequeñas y sucias, riendo felices al recordar tiempos
mejores y pasando el tiempo, a la espera de la hora de dejar atrás para siempre
el deprimente panorama. Cada vez eran menos y más chochos. ¿Y qué hay más
inútil que una casa vacía? ¿Todo un pueblo sin gente? Como los propios abuelos,
que languidecen hasta morir al sentir que sus hijos y nietos los han olvidado,
parecía que la aldea, azotada por el sol y el secano, sintiendo que llegaba su
hora, se venía abajo; aquejada del dolor por haber sido abandonada por los
hijos crecidos bajo su amplia ala protectora.
Cristóbal, de todos modos, no podía lamentarse. ¿Qué futuro le quedaba
allí? Con suerte, podría haber sido pastor, o panadero, y haber vivido con poco
pero seguro hasta el fin de sus días. O podría, al alto coste de hipotecarse de
por vida, haberse comprado un camión y dedicarse a ir de un lado a otro de la
red de carreteras transportando mercancías, volviendo al cabo de un tiempo al
hogar como una paloma mensajera con el deber cumplido.
Suspiró. Sí, todos lo decían. Padres, abuelos, tíos y amigos que dieron
el salto antes que él. El futuro esta fuera, en las ciudades. Una verdad
incómoda y tan dura que podía aplastar como a escarabajos a aquellos demasiado
incautos o soñadores para no saber aceptarla rápido.
Con lo puesto y sus veinticuatro años, la verdad es que tuvo un comienzo
fácil. Tras un par de noches en un hotel, estuvo un par de meses de dependiente
en una frutería; algo no muy diferente a las experiencias personales que
acarreaba de su infancia. Después, dio el gran salto y entró de obrero en la
construcción. Era un trabajo duro; todo el día preparando cemento, apilando
ladrillos y dándole al mazo, pero le pagaban bien. Fueron casi tres años de
ruda rutina en los que, por lo menos, consiguió instalarse y, quizás, pensar en
serio en quedarse allí. O al menos, mientras le fue bien a su jefe. Hacía ya un
tiempo, casi tres meses, le dieron la patada. “Ya no hay trabajo”, aseguraban. No
para él, al menos,. Después de todo, ¿por qué cargar con un infeliz que no vas
a usar cuando en cualquier momento puedes encontrar cincuenta que pueden
hacerte lo mismo; hasta más barato si sabes colocarlos?
La idea del despido fue frustrante, pero la del paro era opresiva.
Después de los años transcurridos, aquel seguía sin ser su sitio. Tenía pocos
amigos, la mayoría del trabajo, con mujeres, familias y preocupaciones propias.
Pensó en que su subsidio disminuía cada día como el contenido de un vaso dejado
al sol, animándole a encontrar otra cosa. Y, como empezaba a ser la tónica, “no
había”. En ninguna parte. ¿Friegaplatos, barresuelos, matones de portería?
Tantos y tan simples que estaban colocados con el orden de los tomos en un
estante. Tuvo que mirar la prensa con otra perspectiva; ya no atendiendo a las
noticias de sucesos o deportes que la portada llevaba a las páginas
intermedias, sino a los anuncios de trabajo de letra anquilosada en las páginas
centrales.
Por fin, ese día tuvo esperanzas. La oferta, como encargado de
mantenimiento en una finca era prometedora. Lo peor, que estaba en la ciudad de
al lado y su periodo laboral no había dado de sí lo bastante para conseguirle
transporte; problema que, por suerte, se veía solventado por el autobús. De
hecho, aquel empleo a tiempo completo le animó a trasladarse a vivir a su lugar
de trabajo; garantizando, casi jurando, que podría empezar ese mismo día y
pasar su primera noche allí. Sólo había un requisito insalvable: aunque había
causado buena impresión, le insistieron en que querían una entrevista en
persona. Y él, tonto de sí, se tomó aquellas apreciaciones literalmente.
Llegó puntual, a eso de las siete, cargado de maletas y bolsas de
deporte a la pequeña oficina de la ladrillo en la atestada calle desde donde le
destinarían. Entro con ilusión en la mente y una sonrisa en la cara,
identificándose ante una joven de pelo corto color zanahoria y mirada perdida
en el papeleo que, confirmó con ¿fingido? entusiasmo su llegada.
—Siéntese, por favor —le pidió antes de dejar su puesto y entrar en un
despacho; Cristóbal supuso que para avisar de que podían empezar la entrevista.
Fue el principio. Esperó casi media hora, retorciéndose en la silla de
cuero relleno y patas de metal con su particular Torre de Pisa al lado, sólo
para que un tío con un cutre traje
marrón, pelo engominado a la derecha y sonrisa de payaso saliese un momento, le
diese la mano y se disculpase.
—Comenzaremos en seguida —aseguró. Luego volvió por donde vino y la
espera se reanudó.
Cristóbal, sin poder evitarlo, se preguntó si la presteza de la
secretaría se debía a que debía asegurar su puesto a golpe de lengua y ropa
interior bajada.
Al final, fueron hora y nueve; setenta insufribles minutos de ver
aquellas parsimoniosas agujas arrastrarse, resoplando y haciendo esfuerzos por
mantenerse quieto. ¿Y total, para qué? Cuando por fin le hicieron entrar, se
disculparon. ¿Por la tardanza? No, que va. Al parecer, el encargado de
evaluarle no había llegado; se había ausentado… por razones desconocidas.
¿Tendría que volver otro día? Tampoco; al parecer ya tenían a alguien en mente
para el puesto. Boquiabierto, con los ojos estremeciéndose como una bombilla en
sus últimos momentos y tan cabreado que no fue capaz de ponerse a gritar y
cagarse en la madre de alguien, se volvió de vacío, pagando toda la travesía de
su bolsillo. Por lo menos, no había cancelado aún su contrato de alquiler y
tenía las llaves.
El autobús, aquel viajero largo y estilizado de brillante piel blanca
cargado de los incapaces de llegar lejos sólo gracias a sus piernas, gimió un
momento. Luego, lentamente, empezó a retroceder y, finalmente, se puso en
marcha. A su lado, las maletas se estremecieron; forzándole a sujetarles como
pudo desde su lado, no fuesen a rodar adelante, convirtiendo el pasillo en un campo
de obstáculos. El transbordo tenía portaequipajes interior, pero no se atrevía
a dejarlas donde no pudiese verlas. Y, por supuesto, eran bultos demasiado
magros para los delgados descansillos sobre su cabeza. Tendría, desde luego, un
problema en caso de tener que desalojar la localidad para otro pasajero; decidió
ponerse antes del final precisamente por esa razón, si bien la idea no le
preocupaba. Con una media de doce pasajeros en la ida y viendo a los poco
animados siete de ahora; una pareja de ancianos, una mujer joven con un móvil y
hombres jóvenes y de mediana edad distraídos en un vacío de incertidumbre como
él, no creía que fuese a faltar espacio. Igual, lo peor sería que se le
volcasen encima en una curva, asfixiándole contra el cristal; razón por la que las
sujetaba con más firmeza.
Mientras, mirando todavía por la ventana, vio cómo, poco a poco, la
ciudad iba quedando atrás. Mientras el sol se ponía, los edificios se hacían
más pequeños, dando paso de las viviendas a los comercios, de estos a las
marginadas y minúsculas manufacturas y, finalmente, en el cenit del crepúsculo,
llegó el campo; que era como decir la nada.
Mientras recorría aquel camino, tan negro como la noche pero tan
iluminado como de día, haciendo breves altos en sus puntos de carga y descarga,
la proporción de pasajeros de redujo y los pocos nuevos que se incorporaban no mejoraban
su ánimo. A las afueras urbanas ya habían hecho tres altos, y en todos bajaban
tres o cuatro pasajeros por cada incorporación; la primera una mujer madura
pero todavía atractiva, pese a su expresión su exhausta y ropas arrugadas. En
las demás, hombres, más viejos que él pero tan parecidos que podrían ser
producto de un espejo deformante. Rostro vetusto y decaído, como un cuadro de
épocas de hambruna. Como si aquel trasiego interurbano y nocturno llevase la
alegría como cargo adicional del billete.
Sin embargo, las paradas que más llamaron la atención a Cristóbal
estaban más adelante. En ocasiones, el autocar se desviaba de las rutas iluminadas
por autopista, introduciéndose en carreteras secundarias, donde la visión
pasaba de todo a nada. Ya no había más luz que la de los focos fuera y las
pequeñas bombillas dentro, reflejando el interior sobre el cristal y bloqueando
el exterior, iluminada quizás por las estrellas o alguna ciudad o pueblo
vecinos. En estos rincones remotos y sin luz hacía sus paradas. Y también subía
gente, de lo más variada; en proporción de al menos una mujer por cada hombre,
aunque nunca más de dos. Todos con camisas y pantalones, bolsos en los brazos y
mochilas en la espalda. Trabajadores, dedujo. ¿Pero de qué? Ciertos lugares
tenían el acceso público por carretera en el punto más lejano e intransitable,
pero en aquella oscuridad sólo se reconocían el páramo y alguna montaña;
excepcionalmente un edificio con pinta de fábrica o matadero. Pero, aparte de
ser uno con la negra noche, lo poco que se veía eran ventanas vacías y paredes
maquilladas por grafitis. Quizás funcionase como albergue de insectos,
murciélagos, alimañas y yonkis. ¿Pero trabajaba, en serio, alguien allí? Y, si
no, ¿qué clase de personas eran las que se subían allí? Allí sólo había
carretera; las señales de parada derribadas y engullidas por la maleza; los
márgenes condenados a convertirse en lodazales si llovía.
Cristóbal bostezó un momento, tapándose la boca sin perder de vista su
equipaje. Se sentía cansado. El día había sido más largo de lo que había
imaginado. Eso, desde luego, había pasado factura. Quizás debía echarse una
siestecilla, aun a riesgo de perder lo poco que tenía a manos de un ladrón
sagaz; o su vida, si la fuerza centrífuga no iba a su favor. En un intento por
mantenerse consciente, miró a los nuevos pasajeros.
Comprobó una sutil diferencia entre sexos. Para las mujeres parecía que pagar
su entrada a su destino era sólo un peldaño más en una larga escalera de dolor
y cansancio, que sólo dejaban de notar cuando sus ojos se perdían hacia la fila
de asientos. Los hombres, sin embargo, eran diferentes. Reaccionaban con alivio
efímero cuando tenían el billete en la mano. No pudo evitar reírse, cuando tuvo
un pensamiento repentino y curioso. Seguramente para un hombre, especialmente
sin pareja ni transporte, esperar un autobús es el equivalente, o al menos lo
más parecido, a que una mujer tenga la regla. Se espera periódicamente y se
sabe que, una vez llega, aunque el proceso sea desagradable, su final es motivo
de tranquilidad. Cuando se retrasa, se sienten nervios. Y cuando no llega,
desesperación.
Joder, pensó para sí mismo; aquello había sido ingenioso, y no tenía a
nadie con quien comentarlo al volver. Sus padres, familias, amigos… Una novia;
desde luego lo que más falta le hacía…
Cristóbal volvió a recostarse mientras apretaba su equipaje contra el
asiento. Cerró los ojos un momento, sintiéndose como un bebé en su cuna;
bamboleado por el autobús, que le cantaba una nana de murmullo de motor y ruedas.
Sí, la siesta podía ser buena idea. Como darse un baño y tomarse varias
cervezas después de aquel viajecito de mierda de casi una hora. Necesitaba
descansar casi tanto como un trabajo. Claro que, para eso, tenía tiempo. Igual
debería aprovechar y salir un poco, hacer una ronda de bares; conocer gente,
hacer amigos, con suerte con enchufe y, quien sabe, allí siempre hacía falta
mano de obra. Podría solicitar algo, ¿qué perdía por preguntar? Si, ya lo
sentía… olor a cañas y música suave en un entorno en penumbra que no dejaba saber el color de paredes, techo
y suelo; donde se puede respirar en profundidad, sentir la caricia de mil manos
y como si unos labios suculentos fuesen…
El golpe llegó sin aviso, seguido del suave chirrido de frenos y un descenso
generalizado en la fuerza. Emitiendo un amortiguado grito mientras apretaba los
ojos para combatir el dolor en su frente, Cristóbal retrocedió; llevándose los
cinco dedos derechos a la zona lesionada mientras entreabría los parpados lo
suficiente para ver qué había pasado. Entender le hizo sentirse idiota.
Le había pasado. Había sucumbido al sueño durante el breve lapso entre
paradas a otra, rebotando contra el cristal al llegar el trasbordo. Apretando
los dientes, Cristóbal maldijo para sus adentros. Normalmente chillaría y
maldeciría, pero se contuvo. El numerito sólo le habría hecho quedar peor y,
por suerte, su mano había mantenido la columna en equilibrio.
Volviendo a su posición original, aun frotándose la frente, resolló. No
era para tanto, sólo un golpecillo; estaría como antes en nada. Y, mientras se
lo decía, oyó algo.
Parecía un tambor de galera, aumentando
rítmicamente. Tardó unos segundos en entender qué era alguien andando, avanzando
por el pasillo hacia el final. Se paró justo
tras él.
A su modo, era curioso; ¿por qué allí teniendo tanto sitio delante? De
hecho, estaba casi vacío. Él lo hizo por
comodidad, pero su caso era distinto. Además, por cómo se movía, por su
velocidad al andar, no debía llevar mucho equipaje. Querría intimidad, lejos de
la visión de los pasajeros. O una manía o superstición, quizás.
Un repentino arrebato de curiosidad hizo a Cristóbal girar la cabeza
sobre su mano en el montón de maletas, que de pronto se le antojó alta como el
Puig Campana. Pero fue tarde.
Lo siguiente que oyó fue un golpe mitigado por una superficie suave,
seguido de un gemido suave previo al silencio. El nuevo y desconocido había
elegido el asiento tras él. Y, con la plaza ocupada, las ruedas silbaron y el
mastodonte de metal siguió su estampida.
Era un impulso tan primario e irracional como el niño que hace algo sólo
porque se la han prohibido. ¿Qué y quién sería? ¿Hombre o mujer? ¿Blanco,
negro, oriental, hispano? ¿Joven o viejo? Cristóbal pensó en algún pretexto que
no exigiese replica, sutil como doblar el cuello lo bastante para rascarse, para
mirar atrás. Rápido y discreto, que no ofendiese al desconocido. Pero en el
momento en que se dispuso a iniciar la maniobra, comprobó que sería inútil:
aquel respaldo para la cabeza, alto en comparación con él, tapaba su vista. A
menos que fuese altísimo y lo rebasase, no vería nada; y era más fácil que su
estatura fuese normal para abajo o su hubiese acurrucado hacia atrás. Pensó,
seguidamente, en mirar el reflejo distorsionado que le ofrecía el cristal a su
derecha, pero el propio asiento se convertía en un bloqueo tan sólido como la
puerta de una cámara acorazada.
Con un prolongado suspiro, Cristóbal se resignó, colocando su mano libre
en su regazo y acomodando su trasero, decidió a no perderle de vista cuando le
tocase bajarse; como muy tarde, en media hora o así…
Volvió a bajar los párpados; mientras podía seguir descansando. Y, en el
momento en que su vista pasó al negro, lo sintió. Un sonido, diferente al “rum-rum”
del autobús en marcha entró en su cerebro.
Un sonido aéreo, como de viento siendo expulsado con fuerza; de origen
inconfundiblemente, nasal, procedente… de detrás. Una respiración cada vez más profunda
e intensa. Por lo visto, su vecino iba a seguir su ejemplo; privándole de
descanso si iba roncar así… Seguramente era otro empleado de algo, con la
espalda molida y la cabeza padeciendo salvas en honor de algún soldado caído
después de un día entero currando. O un anciano, que hubiese ido a visitar a un
familiar o ver a sus nietos, y al que se le había hecho oscuro para volver.
Cristóbal abrió los ojos, preguntándose cómo había sido tan tonto. Los
ronquidos son siempre largos e individuales. Esto era uno tras otro, como si
corriese, haciendo ejercicio.
El autobús llegó a una zona con más luz. Al fondo se veían casas. La luz
que solicitaba el stop se encendió con un pitido. El autobús paró frente a una
gasolinera. Por delante de él cuatro personas, un hombre y una mujer a la
izquierda y dos varones a la derecha se levantaban, en dirección a la puerta,
que empezaba a retirarse. Sin embargo, la delantera seguía sellada. No debía
haber nuevos pasajeros. Y el hombre seguía…
Por un momento, los ojos de Cristóbal se dilataron y su pulso se aceleró,
preguntándose si lo que le parecía podía
ser real.
El sonido que hacía había cambiado. Seguía respirando de forma pesada y
profunda, pero se le había sumado la boca; jadeando con fuerza, de forma
exagerada. El tipo (no podía saberlo su voz pero era un hombre casi seguro) parecía
intentar controlar su excitación, casi como…
Cristóbal se estremeció. Era imposible que aquello pasase. ¿Se había
puesto tan atrás para eso; estar seguro de que nadie le viese mientras se…?
Cristóbal miró al fondo. Los tres pasajeros que quedaban, a más de una
docena de asientos, miraban al frente, ajenos a lo que pasaba detrás. El
conductor se preocupaba conducir el aparato. Era lógico. ¿Si no hay testigos,
se puede probar un crimen?
Y mientras el tiempo pasaba, el ritmo crecía; parecía que tuviese un
perro contento pegado a la oreja. Cristóbal se encogió en su asiento, temiendo recibir
una ducha del éxtasis de aquel tarado. Dios, ¿podría ser que lo hiciese pensando que tenía alguien delante? ¿Qué
le hubiese visto antes de sentarse y…?
Cristóbal, apurado, empezó a visualizarlo; no muy distinto al
estereotipo habitual de los adictos a darse placer: gordo, con gafas, pelo
grasiento, pálido y de rostro en relieve, al margen de todo…
Después de cerca de un minuto de trayecto, cambió de instrumento. Su
respiración seguía igual de ansiosa, pero
ya no jadeaba. Ahora Cristóbal oía chasquidos débiles y húmedos; el sonido de
labios al restregarse contra sí, como echando besos al aire, acompañados por el
pesado roce de la lengua al humedecerlos. Y los oía como si los tuviese pegado
a la nuca.
Cristóbal, asqueado por la declaración de intenciones, se preparó para
darse la vuelta, tirando su equipaje si hacía falta, con tal de poner en su
sitio a ese asqueroso
Una reducción en el volumen de palmadas bucales le desconcertó. Ahora el
sonido de los labios al separarse era más lento, acompañado de rápidos y
amortiguados gemidos de gozo. Cristóbal se alarmó, al creer reconocer la
intención: no era el sonido que se usaría en una actividad sexual, por muy loco
que se estuviese. Parecía más bien el
sonido de un gourmet hambriento al presentársele un manjar; el sonido de
alguien a quien se le hacía la boca agua; produciendo saliva que ahora debía bajarle
por las comisuras, formando espesos charcos de baba en el suelo y sobre el
asiento.
Aquello no tenía sentido. ¿Por qué…?
Los pensamientos de Cristóbal se interrumpieron cuando el autobús volvió
a parar. El resto de pasajeros bajó. Las dos mujeres y el hombre de las filas
delanteras les habían dejado. Cuando volvió a ponerse en marcha, sólo tenía dentro
tres personas: el conductor, Cristóbal y el ocupante del asiento trasero.
Aquella idea puso muy nervioso al viajero original. Si aquel energúmeno
no se contenía estando con gente, aunque no pudiesen verle, ¿qué haría ahora,
prácticamente sólo en la fila más apartada, donde la ayuda, en caso de ser
necesaria, no llegaría a…?
Otro sonido, instantáneo como un flash, paralizó a Cristóbal. Con la columna
estirada y el pelo de la nuca erizado, sentía su pulso subir mientras esperaba,
alerta.. Lo había reconocido. E imaginaba lo que implicaba.
El roce largo y silbante del metal deslizamiento metálico; conocido por
las películas como el sonido de una espada u otra arma blanca al desenvainarse.
Una sucesión de impactos chasqueantes, más cortos que el anterior, le
tensó más los músculos, empujándole instintivamente adelante, lejos. Otro ruido
de tiempos pretéritos; una hoja siendo frotada contra un afilador. A
centímetros de su cuello.
Los ojos de Cristóbal rebotaban contra sus cuencas, sin restos de la ira
con que dejó su entrevista; ahora poseídos por el miedo. Se pararon sobre la
ventana. La anterior parada había sido en una amplia avenida, más o menos en el
centro de aquel pueblo no muy grande. Una al principio. Otra en medio y otra al
final, en las dos direcciones. Era perfecto. Debían parar otra vez antes de
dejar la población, donde alguien tendría que subir, disuadir a aquel…
El bus iba cada vez más deprisa.
Incapaz de moverse, con la mano sobre las maletas ya por temor a que el
menor movimiento provocase una respuesta en el hombre armado y casi seguro que
loco, Cristóbal apretó los labios para contener un grito. El autobús rebasó los
cincuenta y dejó atrás la iluminada calle, y la población y su gente con ella.
Nadie había subido. Seguía sólo, con el ocupante de detrás.
Apretando su mano libre, inclinó la cabeza hacia adelante, deseando que
no le viese; rozando con la frente el asiento delantero. Los frotados se
volvieron más rápidos, casi ensordecedores.
¿Dios, quién sería? Había empezado con sonidos eróticos, emocionándose antes
de sacar un cuchillo y ponerse a afilarlo. Su mente barajó posibilidades. Algún
criminal de baja estopa, quizás un pandillero o quinqui de alborotado pelo
negro y chaqueta grande y gastada, con la mente echada a perder por un exceso
de drogas. Un enfermo mental, escapado de alguna institución; grande y rollizo
con cara enajenada de niño pequeño y expresión ausente, sonriendo mientras pensaba
en jugar…. O la peor opción posible: alguien bien vestido, arreglado y peinado,
con una sonrisa capaz de infundir confianza. Un feroz lobo con piel de cordero,
afilando sus colmillos antes de devorar a su incauta presa. Uno psicópata, que
se sabía existían por copias vulgares, estereotipadas y exageradas de la tele. Vestido
de oficinista o magnate, capaz de hacer sudar a mujeres de postrar a sus pies hombres,
subyugados por su poder. Luego les seguían como la ratas en Hamelín para que aquel
vampiro moderno les reja la garganta y se bañe en su sangre. Había oído decir
que unos hacían eso a mujeres, otros a hombres, otro a niños… y otros no hacían
distinciones.
Aún con el roce tras él, Cristóbal miró hacia adelante. Empezó a jadear él
jadeo, teniendo que taparse la boca para disimular. No conocía bien la ruta;
era la primera vez que la tomaba. Pero estaba allí, a lo lejos. Un fuego en la
noche. El calor del hogar permitió a Cristóbal reconocer su ciudad. Ya estaba
allí, en línea recta. Sólo había que esperar; no debían ser más de tres paradas
en aquel tramo tenebroso y era línea recta, seguramente vacías…
El frotado del afilado decreció, hasta casi desaparecer.
Esta vez, no pudo reprimirse, dio tal respingo que su cabeza debía haber
rebasado el respaldo. El extraño volvía a hacer ruidos; de nuevo muy distintos
a los anteriores. Eran crujidos, como doblándose hasta un punto doloroso e imposible.
Cristóbal se apretó contra el respaldo, peguntándose qué sería. Era
demasiado fuerte para ser un simple apretón de nudillos. ¿El asiento quizás? ¿Estaría
levantando los bordes de la placa de plástico?
Su mente colapsó un segundo, consciente del error. ¿Plástico? Aquello no
era un autobús urbano. Los asientos estaban acolchados.
Entonces lo percibió mejor. Crujir de huesos al partirse; seguido de carne
desgarrada; partida a base de tirar con fuerza.
Maldito fuera el infierno, ¿qué tenía detrás?
De nuevo, su imaginación voló por un instante. Pensó de nuevo en las
películas; ficciones imposibles visualizadas durante toda su vida. De un tipo
concreto, las de monstruos alienígenas de que anidaban escondidos dentro de
cuerpos humanos para, al alcanzar la madurez, emerger al exterior destrozando
en el proceso su crisálida; partiendo las costillas, desgarrando el tórax…
Cristóbal no pudo reprimir una risa nerviosa, de todo en lo que podía
pensar…
Otro sonido, más suave; de algo duro sobre una superficie blanda y
peluda, como una uña afilada recorriendo en sentido ascendente la parte trasera
de su asiento. Hacia su cabeza, más allá del borde, deteniéndose justo sobre él.
Volvió el jaleo húmedo y gutural, de fauces salivando, pero de un modo más enérgico
y, desde luego, con más piezas moviéndose.
No podía más; Cristóbal se hizo adelante, se levantó, soltando las
maletas, y se volvió hacia el asiento de detrás.
El autobús realizó entonces un quiebro imprevisto a la derecha e,
impulsadas por un resalto, la maleta superior, y la inferior, incluso la bolsa
de deportes volaron contra él. Le golpearon como una avalancha, aprisionando su
rostro contra el cristal como haría un matamoscas sobre un insecto.
Por un momento dejó de respirar, con la cara tan pegada como un niño
queriendo ver el fondo de un acuario. Por suerte fue breve; el equipaje se
retiró cuando el vehículo se paró por fin y Cristóbal, sin fuerzas tras el
violento encontronazo, cayó hacia atrás. Todo se había vuelto borroso, le
dolían la nariz y las órbitas; hasta creía notar sabor a sangre en la boca. El
golpe le había causado una ligera hemorragia, seguro. Con el autobús parado, se
masajeó frenéticamente la cara, librarla del dolor y el entumecimiento mientras
respiraba con fuerza. Su pulso, sin embargo, no tuvo ni medio segundo de
descanso, al recordar qué iba a hacer antes de la interrupción.
Se volvió hacia atrás. Su aliento volvió a cortarse, esta vez por mera
impresión.
Asiento trasero estaba vacío. Abrió los ojos y se inclinó cuanto pudo,
como queriendo comprobar que no se equivocaba, que no había sido una ilusión. A
sus espaldas, llegó el soplido de los pistones de la puerta al cerrarse.
Sin demora, se volvió. Ahora sí era el único pasajero a bordo. Nadie
había subido. Y si una puerta se había abierto, significaba…
Tras agrupar toscamente los bultos de vuelta en su sitio, Cristóbal se
lanzó de nuevo contra la ventana, esta vez manteniendo sus ojos a una distancia
prudencial. El reflejo nublaba sus ojos, la oscuridad se tragaba las formas.
Pero estaba allí.
No pudo verle bien; aquel tramo donde la parada se salía del margen, en
un pequeño trozo de tierra desnuda, era particularmente oscuro. Pero lo
apreció. Una silueta, de estatura normal tirando a alta; informe como envuelta
en una túnica, pero difícil saber si era así o era un efecto óptico. Se alejó
un par de pasos de la parada. Luego se volvió.
Cristóbal aguzó la vista. No le veía la cara; ni siquiera podría decir
si tenía ojos, pero su trayectoria era clara. Le miraba.
El conductor, ajeno a lo sucedido y a lo que hacía, volvió a pisar el
acelerador. El autobús siguió su camino hacia la ciudad de Cristóbal, sin más incidentes.
Y él, con la cara aún pegada al cristal, sólo podía ver al perderse en la
distancia, reduciéndose hasta desaparecer en la oscuridad; seguro que, hasta
que lo dejó atrás, no dejó en ningún momento de mirarle.
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