lunes, 31 de agosto de 2015

EN SU HABITACIÓN

     Aquel pequeño mundo, pedazo minúsculo de otro mayor, era su refugio, su paraíso. Su baúl de los secretos, su paño de lágrimas, su fábrica de sueños. Una porción privada de un espacio compartido. Pero no le importaba; con eso bastaba.
     Ella conocía el amor. Sabía que sus padres la querían y se preocupaban por ella, compartiendo su dolor en cualquier forma cuando lo necesitaba. Pero eso mismo les volvía desconfiados y metomentodo, queriendo arañar con sus viejas manos su vida, buscando saber cosas que quería mantener privadas. Por eso lo necesitaba, para marcar la frontera entre el interés y el secreto. Dentro estaba el confort de la intimidad. Fuera, la seguridad de la espalda cubierta.
     Era una extensión de su personalidad, la primera cosa (sin contar su nombre) que fue suya y, como ella, había crecido y cambiado con los años. El color de las paredes se maquilló con energía, los muebles aumentaron en número y tamaño y sus adornos más simples reflejaban una madurez progresiva. Ahora la pequeña habitación se había vuelto minúscula, devorada por la cama para dormir, el armario y la cómoda con la ropa, la mesa con el ordenador y la estantería llena de libros. Eso sin contar los detalles: el oso, el elefante de peluche y el almohadón en forma de corazón sobre la almohada; el póster de Auryn (su primer amor, cultivado durante la infancia) al que se había sumado uno de La Oreja de Van Gogh.
     Ahora su vida en casa quedaba confinada casi exclusivamente entre esas cuatro paredes. No comía allí para no ensuciarlo y seguía teniendo que ir al servicio o al sofá, si hacían algo decente en la tele; pero su tiempo libre lo dedicaba a su habitación. Allí estudiaba los libros de texto y leía los libros donde jóvenes como ellas vivían aventuras que difícilmente compartiría (especialmente de J. K. Rowling y Suzanne Collins). Allí dormía, construyendo los sueños futuros, repasando los eventos pasados (especialmente si la habían perjudicado) y enhebrando el íntimo y frágil hilo de las amistades. Donde decidir: quién podía ser una amiga, a qué chico podía gustarle, a quién evitar. Donde pasarse horas repasando el armario y la cómoda, eligiendo cómo engalanarse y coloreando su cara al otro lado del espejo oval sobre la cómoda.
     Pero eso no sería ese día. Era jueves. Eran las cinco y veinte de la tarde. Los niños salían de clase, pero el instituto había acabado hacía horas. Había tenido muy pocos deberes y no tenía ningún examen mañana pero seguía teniendo clase; quedando pospuestos otras veinticuatro horas los planes sobre a dónde ir, quiénes la acompañarían y hasta qué hora estaría fuera. Su padre estaba en el trabajo; no volvería hasta la noche. Su madre también debería estarlo, pero una par de vómitos y algo de diarrea (posibles señales de ataque de un virus estacional) la habían retenido allí. Ahora rellenaba su tiempo paseando el plumero por alguna habitación o viendo una telenovela o concurso en el salón.
     Ella, por su parte, con los altavoces del ordenador a bastante volumen (era pronto para que nadie se quejase) se dedicaba a la actividad más sana que conocía: un pajarito había visto a Cintia, la puta de la clase, besando al novio de Inés, su mejor amiga; una trama que se iba desgranando en mensajes en la pantalla del Messenger.
     Ella cambió de canción, mientras Andrea comentaba que Edu (el susodicho Casanova) era un cerdo. No llegó a oír el timbre en el recibidor, el pasillo de espaldas a su puerta.
     Su madre dio un par de golpes en su puerta y la abrió lo bastante para decir:
     —Haz el favor, baja un momento el volumen. Voy a ver qué quieren.
     —Vale —obedeció a regañadientes, mientras su madre volvía a cerrar y el timbre volvía a sonar.
     Qué fastidio. La preciosa canción se había reducido a un murmullo. Precisamente ahora que Vane, la mejor amiga de Cintia, decía que era un bulo; demasiado importante para oír la puerta abriéndose y su madre diciendo hola. La música describió un pico.
     Vane había estado con ella a la hora en cuestión. Y Edu estaba en el patio jugando al fútbol en ese mismo momento, rodeado de testigos. Por tanto, alguien debía habérselo inventado.
     La cosa se volvía interesante; inconscientemente se incorporó sobre la pantalla. Si alguien entraba sin avisar (cosa infrecuente pero no imposible) quería evitar que la tachasen de cotilla.
     Ahora todos preguntaban ¿quién los vio? Los altavoces emitieron un largo solo de guitarra.  Un ruido traspasó la música; parecían de una mujer. Dentro del piso.
     Retrocedió impulsándose hacia atrás, apagando los altavoces antes de mirar a la puerta. Oyó un golpe sordo, como un martillazo contra una pared, seguido de un impacto más suave.
     Esperó unos segundos, respirando cada vez más deprisa en la habitación iluminada. Luego se levantó despacio de la silla, quedándose inmóvil al llegar al centro de su habitación.
     La puerta de la calle se había cerrado, había oído el chasquido de la llave al girar. Y ahora, un sonido lento y pesado se acercaba; pasos dados por pies grandes pisando con zapatos fuertes, seguramente botas, arrastrando algo. Antes de alcanzar su puerta la sobresaltó un campanazo, algo de metal pequeño golpeando contra un recipiente de cerámica. Al llegar oyó un gruñido, mientras doblaba el pesado fardo hacia el comedor. Aunque la puerta cerrada le impedía verlo, podía imaginarse lo que era.
      Estaba frente al único acceso a su cuarto cuando los pasos, ahora andando decididamente, volvieron desde el salón.
     Sus instintos le gritaron que se escondiese, pero era tarde; si se echaba sobre la alfombra para meterse bajo la cama la vería; si abría la puerta del armario la oiría. Sólo pudo presionar con todo el cuidado que pudo el interruptor de la luz y apartarse, confiando en que el armario serviría de barrera. Sobre la línea de luz que se colaba desde el pasillo, tiñendo la alfombra beige de ámbar, dos cumbres oscuras extendieron sus sombras.
     Se encogió en el suelo, apretándose contra la esquina, mientras la manija empezaba a bajar y la puerta se entreabría. Apretó los dientes, sintiendo su corazón contener un latido; la pantalla de ordenador encendida, el crujiente crepitar del disco duro; restos de su presencia.
     Una segunda línea dorada cortó la habitación en vertical; al cabo de unos segundos el intruso gruñó y volvió al salón, dejando la puerta así.
     Suspiró largamente, poniéndose a cuatro patas para gatear hasta el resquicio. Un ordenador encendido en una habitación de chica vacía; un testamento común de miles de mujeres pasando el angustioso tránsito de la pubertad.
     Debía estar seguro de que su madre estaba sola cuando la abordó. Ahora, si tenía cuidado, podía moverse sin que la pillase.
     El poco delicado sonido de cajones abriéndose y cajas decorativas volcándose indicaba que había empezado su registro, seguramente de habitación en habitación. Primero el salón, luego el dormitorio de sus padres; luego, si era ordenado…
     Sintiéndose ahogada por la presión de su corazón e incapaz de parar el temblor de sus manos, se apartó, empezando a barajar opciones. La ventana, que daba a una pared vertical en un cuarto piso y que como mucho servía para airearse un poco en verano quedaba descartada. Lo mismo pasaba con su teléfono móvil, haciéndole compañía al ratón en su mesa. No se sentía capaz de marcar sin hacer ruido por más que bajara el volumen, de susurrar sin hacerse oír al otro lado de la pared de papel. ¿Y esconderse y rezar para no ser vista? Si salía bien sería un milagro; si la pillaba…
     Apartó la puerta entreabierta con su mano asustada, logrando una panorámica completa del pasillo. Sólo podía salir y correr. Escapar.
     Y una puerta cerrada con llave se interponía en su camino.
     Había ido encendiendo todas las luces de la casa. Ahogó un chillido al pasar, en pijama y descalza, de su confortable alfombra a las baldosas desnudas.
     Apretó manos y dientes frustrada después de cruzar el pasillo con los ojos. El llavero de su madre, un vistoso recuerdo de unas vacaciones en Granada, había desaparecido. Lo tendría él. Y el suyo estaba en el salón, en el bolsillo de su abrigo sobre el respaldo de una silla; otra señal de que había estado…
     Se tapó los labios con la palma de la mano mientras retrocedía hasta su umbral. Cada vez podía hacer menos…
     Podía ser. Aquel ruido más o menos frente a ella, a la altura de la cocina. Algo metálico rebotando con fuerza en algo como el frutero que había sobre la mesa. Un buen sitio para tenerlas a mano si hacían falta y de no perderlas sobre un armario o detrás de una estantería mientras buscaba.
     Sólo era ir y mirar.
     Le costó tres largos pasos, en absoluto silencio. A su izquierda, el tornado removedor seguía.
     Allí estaban, entre las manzanas rojas, las peras verdes y los plátanos amarillos. Sonrió sin reír, llena de felicidad, llegando hasta la sólida mesa. Alargó la mano para cogerlas.
     El ajetreo paró en el salón. Los pasos volvieron, y bastante acelerados.
     Juntó impulsivamente las manos, como si las llaves estuviesen al rojo. Demás de atrapada, ahora estaba expuesta. No había ningún escondite al otro lado del vidrio de la galería, y nada lo bastante voluminoso para cubrirla. Nada… menos la nevera, tras ella, dejando un estrecho recodo en la esquina.
     Se dirigió allí, apretando dientes y puños al dar con su espalda contra el canto de la encimera. Miraba a la entrada de la cocina. Contuvo la respiración. Una mano enorme y peluda la cruzó, arañando la puerta gris de la nevera, seguida de un voluminoso cuerpo…
     Abrió mucho los ojos, agarrándose la cabeza como si fuese a perderla. La puerta se había interpuesto entre ellos. Oía la pesada respiración al otro lado, seguida del chasquido de una lata de cerveza y del glup, glup del líquido bajándole por la garganta. Exhaló, satisfecho, y volvió a sus asuntos.
     Ella se relajó hasta que sus muslos tocaron el frío suelo. Parecía que al hombre le gustaba tomarse un descansito para beber.
     Se levantó, apoyándose lo más posible para no hacer ruido, y volvió a por las llaves. Estiró la mano, tensando el cuerpo como un bastón. Conocía bien el efecto de los dientes de metal sobre el frutero, sutiles uñas arañando una pizarra; no menos agradable igual de…
     Cerró el gancho de feria y subió el premio, con tanta fuerza que, por un momento, temió que saliesen volando.
     Volvió corriendo al pasillo, con largos brincos sobre el suelo brillante. Nada tras ella sugería que el hombre fuese a distraerse y eso era bueno: iba a tener poco tiempo. Oiría seguro la llave entrando en la cerradura y retirando las vueltas, sin importar el cuidado que pusiese.
     Había llegado a la última (o primera) puerta del apartamento cuando un estallido tronó desde su habitación: Happy de Pharrell Williams. Su teléfono móvil; una amiga preocupada por saber qué causa mayor la había dejado callada tanto tiempo.
     Paró en seco, resbalando un par de centímetros. Se aferró a la manija del servicio, bajándola con violencia y metiéndose dentro de espaldas. Retrocedió despacio hasta sentir el roce del borde de la bañera contra sus nalgas; un ejemplar antiguo para meter el cuerpo entero. Confiaba en que la brusca apertura hubiese quedado disimulada por la música en su habitación y los pasos hacia ella.
     Oyó la puerta contra la pared, el puño contra el interruptor, la mano barriendo la mesa. Luego hubo un momento de calma y el teléfono sonó hasta calmarse. Le pareció hasta oír el suspiro de alivio hacer eco en el corredor.
      Ella misma se relajó, agachándose para sentarse en el borde de la bañera y esperar a que se fuese; tantos nervios estaban a punto de paralizarle las piernas.
     Así se quedó cuando, tras un momento de silencio, los pasos aceleraron hacia el cuarto de baño.
     Sólo podía echarse hacia atrás, cada vez más asustada, sin entender qué…
      ¡Mierda! Se dio cuenta de su error en el mismo momento que dejó su cuerpo deslizarse sobre la pulida superficie blanca.
     La puerta del servicio, visible en el recibidor. Debió fijarse en ella mientras arrastraba a su víctima inconsciente al salón. Y en que estaba entreabierta. Ahora, abierta de par en par, era una mancha tan visible como un grafiti. ¿Corriente o persona? Sólo había un modo de salir de dudas.
     La sencilla cortina de plástico quedó inmóvil en el mismo momento que la inmensa figura se perfiló en el marco. Ella no lo vio pero lo sintió; la oscuridad de esa sombra perforar la penumbra del servicio.
     El hombre le dio a la luz, dio dos pasos y se detuvo. Provocó suficiente corriente para mecer la cortina. Ella sólo podía encogerse en el fondo cóncavo, helándose hasta los huesos, preguntándose si se acercaría más y bajaría su mirada hacia la bañera.
     Vete. Vete, empezó a repetir mentalmente, cerrando los ojos en un intento por volverse invisible. No mires abajo
     Pasó un buen rato. Notaba su respiración, el zorro esperando al conejo frente al hueco de la hura. Un par de veces la cortina onduló sutilmente, provocando un único tintinear en los aros del riel antes de volver a callarse, tensándole la garganta.
     Se cansó, se puso nervioso o lo achacó a la imaginación. Apagó la luz y volvió al pasillo, con pasos más lentos y menos enérgicos. Claramente, había dejado sus orejas tras él. Cuando reinició su alboroto, este era más lento y premeditado.
     Respirando con dificultad y con la piel tan erizada que podría lijar madera, se sentó primero para levantarse después; todo sin dejar su refugio. Aún estaba vigilando, le costaría moverse y tendría poco tiempo.
      Volvió al suelo del baño, ascuas al rojo en comparación con aquel sarcófago. Se acercó despacio a la puerta con los brazos doblados sobre el pecho, elevando tímidamente sus tobillos y agitando con cuidado todo el cuerpo. Un sencillo ejercicio para entrar en calor, apretando las llaves en la mano como un corazón que intentase parar. Mientras el hombre no decidiese expulsar aquella cerveza no tendría problemas.
     Los minutos pasaron. Su cuerpo recobró la sensibilidad. El ruido del registro fue volviéndose cada vez más débil; debía estar ya en el dormitorio de sus padres. Era su oportunidad.
     Antes de lanzarse en el sprint a la desesperada, una idea marginada hasta aquel momento centelleó en su cabeza: su madre. Si se iba, quedaría a merced de aquel ladrón psicópata. Podría hacerle de todo, cosas que no quería imaginar, en las que no quería pensar, hasta matarla; especialmente ante la frustración de la presa huida. No podía ayudarla. ¿Pero debía abandonarla?
     La duda, la impotencia, taladraron su cabeza y congestionaron su pecho, obligándola a postrarse para reducir el dolor. Al final, la solución llegó sola: cerraría la puerta al salir. Atrapado, se vería forzado a aferrarse a su rehén (vivo y en buenas condiciones por necesidad) para evitar penas mayores.
     Con el plan en mente hasta el último detalle, salió de puntillas hasta la puerta, viendo de paso, abandonados en el suelo, un papel sujeto a una carpeta y un bolí. La nueva pata blanca que empleaban aquellos lobos.
     Debía ser meticulosa. Insertó con fuerza la llave. En lo profundo de la casa, el jaleo paró.
     Dio dos enérgicos giros hacia su derecha. Los pasos a la carrera fueron acompañados de un par de muebles al volcarse.
     La puerta se abrió; la oscuridad del pasillo, con su oscuro suelo sin brillo y sus arrugadas paredes color mahonesa le parecieron la imagen más bonita del mundo. Un grito airado le ordenó parar.
     Como era de esperar, lo ignoró. Salió, cerrando de un portazo. Volvió a meter la llave, al mismo tiempo que un tren de carga embestía contra ella.
     Giró la llave una vez. Notó el golpe, una fuerza tan salvaje que pensó que atravesaría la puerta y a ella… pero allí se quedó. La puerta tembló un par de veces, primero cuando la manija bajó al otro lado, luego cuando empezó a aporrearla.
     —¡Ábreme! ¡Ábreme, puta! —chilló, olvidando por completo la cautela—. Te juro que cuando salga…
     Podía jurar. Era fuerte, pero la puerta era blindada. Y tardaría mucho en encontrar las otras llaves.

     Dio la segunda vuelta y las dejó dobladas, colgando en la cerradura. Luego, presa de dos emociones tan dispares como la urgencia y el alivio, empezó a correr por los pasillos primero y los pisos después, tocando timbres a su paso entre gritos de auxilio.

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