EN SU HABITACIÓN
Aquel pequeño mundo, pedazo minúsculo de otro mayor, era su refugio, su paraíso. Su baúl de los secretos, su paño de lágrimas, su
fábrica de sueños. Una porción privada de un espacio compartido. Pero no le
importaba; con eso bastaba.
Ella conocía el amor. Sabía que sus padres la querían y se preocupaban
por ella, compartiendo su dolor en cualquier forma cuando lo necesitaba. Pero
eso mismo les volvía desconfiados y metomentodo, queriendo arañar con sus
viejas manos su vida, buscando saber cosas que quería mantener privadas. Por
eso lo necesitaba, para marcar la frontera entre el interés y el secreto.
Dentro estaba el confort de la intimidad. Fuera, la seguridad de la espalda
cubierta.
Era una extensión de su personalidad, la primera cosa (sin contar su
nombre) que fue suya y, como ella, había crecido y cambiado con los años. El
color de las paredes se maquilló con energía, los muebles aumentaron en número
y tamaño y sus adornos más simples reflejaban una madurez progresiva. Ahora la
pequeña habitación se había vuelto minúscula, devorada por la cama para dormir,
el armario y la cómoda con la ropa, la mesa con el ordenador y la estantería
llena de libros. Eso sin contar los detalles: el oso, el elefante de peluche y
el almohadón en forma de corazón sobre la almohada; el póster de Auryn (su primer amor, cultivado durante
la infancia) al que se había sumado uno de La
Oreja de Van Gogh.
Ahora su vida en casa quedaba confinada casi exclusivamente entre esas
cuatro paredes. No comía allí para no ensuciarlo y seguía teniendo que ir al
servicio o al sofá, si hacían algo decente en la tele; pero su tiempo libre lo
dedicaba a su habitación. Allí estudiaba los libros de texto y leía los libros donde
jóvenes como ellas vivían aventuras que difícilmente compartiría (especialmente
de J. K. Rowling y Suzanne Collins). Allí dormía, construyendo los sueños
futuros, repasando los eventos pasados (especialmente si la habían perjudicado)
y enhebrando el íntimo y frágil hilo de las amistades. Donde decidir: quién
podía ser una amiga, a qué chico podía gustarle, a quién evitar. Donde pasarse
horas repasando el armario y la cómoda, eligiendo cómo engalanarse y coloreando
su cara al otro lado del espejo oval sobre la cómoda.
Pero eso no sería ese día. Era jueves. Eran las cinco y veinte de la
tarde. Los niños salían de clase, pero el instituto había acabado hacía horas.
Había tenido muy pocos deberes y no tenía ningún examen mañana pero seguía
teniendo clase; quedando pospuestos otras veinticuatro horas los planes sobre a
dónde ir, quiénes la acompañarían y hasta qué hora estaría fuera. Su padre
estaba en el trabajo; no volvería hasta la noche. Su madre también debería
estarlo, pero una par de vómitos y algo de diarrea (posibles señales de ataque
de un virus estacional) la habían retenido allí. Ahora rellenaba su tiempo
paseando el plumero por alguna habitación o viendo una telenovela o concurso en
el salón.
Ella, por su parte, con los altavoces del ordenador a bastante volumen
(era pronto para que nadie se quejase) se dedicaba a la actividad más sana que
conocía: un pajarito había visto a Cintia, la puta de la clase, besando al
novio de Inés, su mejor amiga; una trama que se iba desgranando en mensajes en
la pantalla del Messenger.
Ella cambió de canción, mientras Andrea comentaba que Edu (el susodicho
Casanova) era un cerdo. No llegó a oír el timbre en el recibidor, el pasillo de
espaldas a su puerta.
Su madre dio un par de golpes en su puerta y la abrió lo bastante para
decir:
—Haz el favor, baja un momento el volumen. Voy a ver qué quieren.
—Vale —obedeció a regañadientes, mientras su madre volvía a cerrar y el
timbre volvía a sonar.
Qué fastidio. La preciosa canción se había reducido a un murmullo.
Precisamente ahora que Vane, la mejor amiga de Cintia, decía que era un bulo; demasiado
importante para oír la puerta abriéndose y su madre diciendo hola. La música
describió un pico.
Vane había estado con ella a la hora en cuestión. Y Edu estaba en el
patio jugando al fútbol en ese mismo momento, rodeado de testigos. Por tanto,
alguien debía habérselo inventado.
La cosa se volvía interesante; inconscientemente se incorporó sobre la
pantalla. Si alguien entraba sin avisar (cosa infrecuente pero no imposible) quería
evitar que la tachasen de cotilla.
Ahora todos preguntaban ¿quién los
vio? Los altavoces emitieron un largo solo de guitarra. Un ruido traspasó la música; parecían de una
mujer. Dentro del piso.
Retrocedió impulsándose hacia atrás, apagando los altavoces antes de mirar
a la puerta. Oyó un golpe sordo, como un martillazo contra una pared, seguido
de un impacto más suave.
Esperó unos segundos, respirando cada vez más deprisa en la habitación
iluminada. Luego se levantó despacio de la silla, quedándose inmóvil al llegar
al centro de su habitación.
La puerta de la calle se había cerrado, había oído el chasquido de la
llave al girar. Y ahora, un sonido lento y pesado se acercaba; pasos dados por pies
grandes pisando con zapatos fuertes, seguramente botas, arrastrando algo. Antes
de alcanzar su puerta la sobresaltó un campanazo, algo de metal pequeño
golpeando contra un recipiente de cerámica. Al llegar oyó un gruñido, mientras
doblaba el pesado fardo hacia el comedor. Aunque la puerta cerrada le impedía
verlo, podía imaginarse lo que era.
Estaba frente al único acceso a su cuarto cuando los pasos, ahora
andando decididamente, volvieron desde el salón.
Sus instintos le gritaron que se escondiese, pero era tarde; si se
echaba sobre la alfombra para meterse bajo la cama la vería; si abría la puerta
del armario la oiría. Sólo pudo presionar con todo el cuidado que pudo el
interruptor de la luz y apartarse, confiando en que el armario serviría de
barrera. Sobre la línea de luz que se colaba desde el pasillo, tiñendo la
alfombra beige de ámbar, dos cumbres oscuras extendieron sus sombras.
Se encogió en el suelo, apretándose contra la esquina, mientras la
manija empezaba a bajar y la puerta se entreabría. Apretó los dientes,
sintiendo su corazón contener un latido; la pantalla de ordenador encendida, el
crujiente crepitar del disco duro; restos de su presencia.
Una segunda línea dorada cortó la habitación en vertical; al cabo de
unos segundos el intruso gruñó y volvió al salón, dejando la puerta así.
Suspiró largamente, poniéndose a cuatro patas para gatear hasta el
resquicio. Un ordenador encendido en una habitación de chica vacía; un testamento
común de miles de mujeres pasando el angustioso tránsito de la pubertad.
Debía estar seguro de que su madre estaba sola cuando la abordó. Ahora,
si tenía cuidado, podía moverse sin que la pillase.
El poco delicado sonido de cajones abriéndose y cajas decorativas
volcándose indicaba que había empezado su registro, seguramente de habitación
en habitación. Primero el salón, luego el dormitorio de sus padres; luego, si
era ordenado…
Sintiéndose ahogada por la presión de su corazón e incapaz de parar el
temblor de sus manos, se apartó, empezando a barajar opciones. La ventana, que
daba a una pared vertical en un cuarto piso y que como mucho servía para airearse
un poco en verano quedaba descartada. Lo mismo pasaba con su teléfono móvil, haciéndole
compañía al ratón en su mesa. No se sentía capaz de marcar sin hacer ruido por
más que bajara el volumen, de susurrar sin hacerse oír al otro lado de la pared
de papel. ¿Y esconderse y rezar para no ser vista? Si salía bien sería un
milagro; si la pillaba…
Apartó la puerta entreabierta con su mano asustada, logrando una
panorámica completa del pasillo. Sólo podía salir y correr. Escapar.
Y una puerta cerrada con llave se interponía en su camino.
Había ido encendiendo todas las luces de la casa. Ahogó un chillido al
pasar, en pijama y descalza, de su confortable alfombra a las baldosas
desnudas.
Apretó manos y dientes frustrada después de cruzar el pasillo con los
ojos. El llavero de su madre, un vistoso recuerdo de unas vacaciones en
Granada, había desaparecido. Lo tendría él. Y el suyo estaba en el salón, en el
bolsillo de su abrigo sobre el respaldo de una silla; otra señal de que había
estado…
Se tapó los labios con la palma de la mano mientras retrocedía hasta su
umbral. Cada vez podía hacer menos…
Podía ser. Aquel ruido más o menos frente a ella, a la altura de la
cocina. Algo metálico rebotando con fuerza en algo como el frutero que había
sobre la mesa. Un buen sitio para tenerlas a mano si hacían falta y de no
perderlas sobre un armario o detrás de una estantería mientras buscaba.
Sólo era ir y mirar.
Le costó tres largos pasos, en absoluto silencio. A su izquierda, el
tornado removedor seguía.
Allí estaban, entre las manzanas rojas, las peras verdes y los plátanos
amarillos. Sonrió sin reír, llena de felicidad, llegando hasta la sólida mesa.
Alargó la mano para cogerlas.
El ajetreo paró en el salón. Los pasos volvieron, y bastante acelerados.
Juntó impulsivamente las manos, como si las llaves estuviesen al rojo. Demás
de atrapada, ahora estaba expuesta. No había ningún escondite al otro lado del
vidrio de la galería, y nada lo bastante voluminoso para cubrirla. Nada… menos
la nevera, tras ella, dejando un estrecho recodo en la esquina.
Se dirigió allí, apretando dientes y puños al dar con su espalda contra el
canto de la encimera. Miraba a la entrada de la cocina. Contuvo la respiración.
Una mano enorme y peluda la cruzó, arañando la puerta gris de la nevera,
seguida de un voluminoso cuerpo…
Abrió mucho los ojos, agarrándose la cabeza como si fuese a perderla. La
puerta se había interpuesto entre ellos. Oía la pesada respiración al otro
lado, seguida del chasquido de una lata de cerveza y del glup, glup del líquido bajándole
por la garganta. Exhaló, satisfecho, y volvió a sus asuntos.
Ella se relajó hasta que sus muslos tocaron el frío suelo. Parecía que al
hombre le gustaba tomarse un descansito para beber.
Se levantó, apoyándose lo más posible para no hacer ruido, y volvió a
por las llaves. Estiró la mano, tensando el cuerpo como un bastón. Conocía bien
el efecto de los dientes de metal sobre el frutero, sutiles uñas arañando una
pizarra; no menos agradable igual de…
Cerró el gancho de feria y subió el premio, con tanta fuerza que, por un
momento, temió que saliesen volando.
Volvió corriendo al pasillo, con largos brincos sobre el suelo
brillante. Nada tras ella sugería que el hombre fuese a distraerse y eso era
bueno: iba a tener poco tiempo. Oiría seguro la llave entrando en la cerradura
y retirando las vueltas, sin importar el cuidado que pusiese.
Había llegado a la última (o primera) puerta del apartamento cuando un
estallido tronó desde su habitación: Happy
de Pharrell Williams. Su teléfono móvil; una amiga preocupada por saber qué
causa mayor la había dejado callada tanto tiempo.
Paró en seco, resbalando un par de centímetros. Se aferró a la manija
del servicio, bajándola con violencia y metiéndose dentro de espaldas.
Retrocedió despacio hasta sentir el roce del borde de la bañera contra sus
nalgas; un ejemplar antiguo para meter el cuerpo entero. Confiaba en que la
brusca apertura hubiese quedado disimulada por la música en su habitación y los
pasos hacia ella.
Oyó la puerta contra la pared, el puño
contra el interruptor, la mano barriendo la mesa. Luego hubo un momento de
calma y el teléfono sonó hasta calmarse. Le pareció hasta oír el suspiro de
alivio hacer eco en el corredor.
Ella misma se relajó, agachándose para sentarse en el borde de la bañera
y esperar a que se fuese; tantos nervios estaban a punto de paralizarle las
piernas.
Así se quedó cuando, tras un momento de silencio, los pasos aceleraron
hacia el cuarto de baño.
Sólo podía echarse hacia atrás, cada vez más asustada, sin entender qué…
¡Mierda! Se dio cuenta de su error en el mismo momento que dejó su
cuerpo deslizarse sobre la pulida superficie blanca.
La puerta del servicio, visible en el recibidor. Debió fijarse en ella
mientras arrastraba a su víctima inconsciente al salón. Y en que estaba
entreabierta. Ahora, abierta de par en par, era una mancha tan visible como un
grafiti. ¿Corriente o persona? Sólo había un modo de salir de dudas.
La sencilla cortina de plástico quedó inmóvil en el mismo momento que la
inmensa figura se perfiló en el marco. Ella no lo vio pero lo sintió; la
oscuridad de esa sombra perforar la penumbra del servicio.
El hombre le dio a la luz, dio dos pasos y se detuvo. Provocó suficiente
corriente para mecer la cortina. Ella sólo podía encogerse en el fondo cóncavo,
helándose hasta los huesos, preguntándose si se acercaría más y bajaría su
mirada hacia la bañera.
Vete. Vete, empezó a repetir
mentalmente, cerrando los ojos en un intento por volverse invisible. No mires abajo…
Pasó un buen rato. Notaba su respiración, el zorro esperando al conejo
frente al hueco de la hura. Un par de veces la cortina onduló sutilmente,
provocando un único tintinear en los aros del riel antes de volver a callarse, tensándole
la garganta.
Se cansó, se puso nervioso o lo achacó a la imaginación. Apagó la luz y
volvió al pasillo, con pasos más lentos y menos enérgicos. Claramente, había
dejado sus orejas tras él. Cuando reinició su alboroto, este era más lento y
premeditado.
Respirando con dificultad y con la piel tan erizada que podría lijar
madera, se sentó primero para levantarse después; todo sin dejar su refugio.
Aún estaba vigilando, le costaría moverse y tendría poco tiempo.
Volvió al suelo del baño, ascuas al rojo en comparación con aquel
sarcófago. Se acercó despacio a la puerta con los brazos doblados sobre el
pecho, elevando tímidamente sus tobillos y agitando con cuidado todo el cuerpo.
Un sencillo ejercicio para entrar en calor, apretando las llaves en la mano
como un corazón que intentase parar. Mientras el hombre no decidiese expulsar
aquella cerveza no tendría problemas.
Los minutos pasaron. Su cuerpo recobró la sensibilidad. El ruido del
registro fue volviéndose cada vez más débil; debía estar ya en el dormitorio de
sus padres. Era su oportunidad.
Antes de lanzarse en el sprint
a la desesperada, una idea marginada hasta aquel momento centelleó en su
cabeza: su madre. Si se iba, quedaría a merced de aquel ladrón psicópata.
Podría hacerle de todo, cosas que no quería imaginar, en las que no quería
pensar, hasta matarla; especialmente ante la frustración de la presa huida. No
podía ayudarla. ¿Pero debía abandonarla?
La duda, la impotencia, taladraron su cabeza y congestionaron su pecho,
obligándola a postrarse para reducir el dolor. Al final, la solución llegó
sola: cerraría la puerta al salir. Atrapado, se vería forzado a aferrarse a su
rehén (vivo y en buenas condiciones por necesidad) para evitar penas mayores.
Con el plan en mente hasta el último detalle, salió de puntillas hasta
la puerta, viendo de paso, abandonados en el suelo, un papel sujeto a una
carpeta y un bolí. La nueva pata blanca que empleaban aquellos lobos.
Debía ser meticulosa. Insertó con fuerza la llave. En lo profundo de la
casa, el jaleo paró.
Dio dos enérgicos giros hacia su derecha. Los pasos a la carrera fueron
acompañados de un par de muebles al volcarse.
La puerta se abrió; la oscuridad del pasillo, con su oscuro suelo sin
brillo y sus arrugadas paredes color mahonesa le parecieron la imagen más
bonita del mundo. Un grito airado le ordenó parar.
Como era de esperar, lo ignoró. Salió, cerrando de un portazo. Volvió a
meter la llave, al mismo tiempo que un tren de carga embestía contra ella.
Giró la llave una vez. Notó el golpe, una fuerza tan salvaje que pensó
que atravesaría la puerta y a ella… pero allí se quedó. La puerta tembló un par
de veces, primero cuando la manija bajó al otro lado, luego cuando empezó a
aporrearla.
—¡Ábreme! ¡Ábreme, puta! —chilló, olvidando por completo la cautela—. Te
juro que cuando salga…
Podía jurar. Era fuerte, pero la puerta era blindada. Y tardaría mucho
en encontrar las otras llaves.
Dio la segunda vuelta y las dejó dobladas, colgando en la cerradura. Luego,
presa de dos emociones tan dispares como la urgencia y el alivio, empezó a
correr por los pasillos primero y los pisos después, tocando timbres a su paso entre
gritos de auxilio.
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