lunes, 3 de agosto de 2015

CADA VEZ MENOS

     El despertador sonó por tercera vez cuando, por fin, Pepe García se decidió a cerrarle la boca de un manotazo. Aquello bien podría haberle reventado a la máquina sus circuitos, pero no le importaba. Ahora que no podía dormir, por lo menos, quería calma.
     Viernes, por fin. Un día menos de una semana menos en su vida. Hoy, como cada día, le quedaba menos juventud, menos, salud y menos dinero. Y, lo que más temía, menos tiempo para conservar lo poco que tenía para mantenerse.
     Con un bostezo, se separó definitivamente de la cama. Las sábanas quedaron arrugadas y revueltas, dejadas al abandono que reinaba en su piso. Desde que Rosa se fue, hacía casi dos años, había probado la soledad como no lo hacía desde la muerte de sus padres. En aquel momento, pensó, tenía más tristeza. Pero, en realidad, lo que le quedó fue menos familia y, con ello, menos alegría.
     Las nueve en punto. Hora de trabajar. O de ver pasar los minutos hasta convertirse en horas, esperando que el nuevo día acabase como el anterior y el siguiente.

     Pepe llegó a su destino puntual como siempre, si es que las nueve y cuarto podía considerarse una buena hora para empezar a trabajar. Recordó, por un momento, los tiempos pasados, cuando se subía al pequeño y deslucido escalón y hacía a un lado la reja casi cuarenta y cinco minutos antes, entusiasmado por la idea de empezar pronto. Ahora, sin embargo, se sentía tan apagado como aquellas calles grises, cubiertas por las sombras de los altos apartamentos y la mugre de docenas de envoltorios vacíos, colillas aplastadas y escupitajos. Una idea desalentadora; pensar que él contribuía, a su modo, a ensuciarlas. Después de todo, buena parte de aquella mercancía era suya. Claro que, después de todo, ¿quién era él para decirles a los clientes qué hacer con las sobras de su dinero? Además, frente a la entrada, había una papelera en la farola de la esquina con su boca permanentemente abierta, recordando permanentemente a los de poca memoria donde poner su basura.
     Al mismo tiempo, junto a él, el mismo barrio volvía a la vida. Junto a él, el viejo Citroën GS amarillo chillón encendía motores, con su dueño escuálido y de pelo canoso; a simple vista un joven envejecido prematuramente por el trabajo y el estrés, saliendo en primera con su pelo despeinado, su traje arrugado, su mirada crispada y agarrando el volante como si su vida dependiese de ello. Mientras el eco del tubo de escape se perdía entre las calles, el crujido de una cadena se acercaba por la intersección aledaña. El ciclista, un hombre maduro de al menos cuarenta y cinco años, frente arrugada y barba blanquecina, pedaleaba moderadamente ahora que iba cuesta abajo, desacelerando lo justo para asomarse a la esquina, por si otro oficinista con retraso cruzaba en su camino. Al ver a Pepe mientras pasaba de largo le saludó con la mano, cosa que él imitó; no le recordaba de nada, al menos de vista; quizás en otro tiempo fue cliente suyo pero, en cualquier caso, siempre le saludaba. Y los buenos modos, por lo menos, era algo que no quería perder como todo lo demás. Y, siguiendo los compases del misterioso reloj divino que regía implacable con sus agujas cada una de las vidas del mundo, de entre los arbustos que rodeaban el edificio de enfrente, salió el gato callejero; grandes ojos amarillos, pelo pardo atigrado y piel flácida, como un abrigo que hubiese crecido demasiado para ajustarse a su cuerpo. El animal cruzó la calle con calma, caminando con pasos cortos de sus patas gruesas, ignorando a Pepe salvo por una mirada de pasada, mientras se dirigía al doblar la esquina. Allí, junto a un contenedor, solía esperarle un trozo de papel de aluminio y media botella cortada y llena de agua; una muestra del altruismo de algún vecino con las criaturas de la calle.
     Ya sólo con su trabajo, Pepe se hizo hacia atrás, sintiendo crujir su espalda mientras entraba en el panteón. Sí, eso era su negocio, en eso se había convertido. No era, por tanto, extraño que le faltasen clientes. ¿Quién va a entrar en una tumba, adornada con el nombre largo tiempo olvidado de un muerto? Sin embargo, él tenía que trabajar. Y por eso, las luces del Quiosco Parque Poeta Hernández se encendieron para iniciar el día.
     El turno en el museo, como en todo almacén de reliquias, era lento, silencioso y apremiante, a la espera de oír crujir la puerta, unos pasos cruzando las baldosas deslucidas del suelo y haciendo su selección entre los estantes que acumulaban poca novedad, salvo quizás media docena de ejemplares de cinco periódicos de la mañana, un par de revistas del corazón y de actualidad y una capa de polvo que creía con más rapidez aún que la factura de la luz.
     Aquella mañana, mientras ojeaba tras el mostrador Por quién doblan las campanas, sus expectativas, pese a todo, se cumplieron. Un jubilado grueso de larga barba y gruesas gafas se pasó, llevándose un Información y unas cuantas tiras de regaliz negro, mientras que media hora después un par de hombres vestidos con jersey gastados y vaqueros, posiblemente oriundos del barrio, se dejaron caer con cinco minutos de diferencia entre sí, llevándose el primero un Marca y un paquete de Ducados y el segundo otro ejemplar del mismo periódico y del As. Hora y media abierto y ya había vendido algo. Era una buena señal. Pepe se permitió hacerse ilusiones sobre lo bien que seguiría la mañana, especialmente a las once y cinco, cuando la puerta volvió a abrirse. Miró con ánimo e ilusión a su cliente, un hombre que le arrancó la afabilidad de la cara y aplastó sus ilusiones, que estallaron en un globo rojo reducido a un retorcido pedazo de látex encarnado.
     —Buenos días, señor García —le saludó con falsa simpatía, enseñándole la dentadura entera con su sonrisa—. ¿Vamos bien esta mañana?
     Pepe gruñó; reconocer aquella cara odiosa y arrogante ya le había amargado la mañana, pero soportar su hipocresía le sentaba peor que una ulcera.
     —Pues va, señor Sánchez —contestó con desdén, sosteniendo la mirada del intruso—. He temido ya tres client…
      Contuvo una risa, que cubrió llevándose una mano a los labios para contener la boca.
     —Bueno, señor; supongo que no hará falta que le diga por qué he venido hoy, ¿verdad?
     Claro que lo sabía, se tomaba la molestia de pasarse a recordárselo cada veinticuatro horas como muy tarde. 
     —Escucha, lo estoy reuniendo —se limitó a decir, hablando con fiereza en un intento por disimular el cansancio en su voz—. En un mes o así…
     Aquel indeseable se acercó hasta el mostrador, se apoyó en él, inclinándose hasta que lo tuvo delante y pudo oler su loción de afeitar como si le estuviese morreando el cuello; idea que habría hecho vomitar a Pepe de no ser por el hecho de que ya estaba bastante asqueado al darse cuenta de que, si aquella comadreja hubiese sido una mujer, seguramente ahora estaría levantando la pierna a la altura el mostrador, en un intento por distraerle de sus palabras para reducirle mejor. Y a aquella certeza pocos horrores se cercaban en repugnancia.
     —Me temo que no podrá ser —le aseguró, sonriente, antes de añadir—: Ya es definitivo.
     Aquella última palabra consiguió que la cabeza de Pepe García se librase de todo pensamiento de aversión y deseo porque se quitase de su vista. Ahora sólo había atención.
     —No puede ser. Tomás me dijo…
     —Se le… ha acabado el plazo —comentó, mirándose las uñas, delicadamente cortadas—. Ya le debe demasiado.
     —Sa…sabe que el negocio va mal —razonó, empezando a sudar al darse cuenta de que su voz sucumbía al pánico—. Pero si me da más tiempo…
     —No tiene más tiempo, señor García —zanjó, antes de reírse, sonrojándose con presunta vergüenza—. Perdón. Sí que tienes. Hasta el lunes que viene.
     —Eso son… tres días…
     —Me alegro de ver que aún sabes contar; por lo que sabrás que no es… ni de lejos suficiente para saldar la deuda.
     —Por favor, necesito más tiempo…
     —Tranquilo, hombre. —Aquel cabrón le dio una palmada en el hombro, que le torció la cara de asco—. Como el señor Lama sabe que no cuenta con efectivo suficiente para el traslado y demás, es suficiente con que entregue las llaves del local y desaloje lo imprescindible. —En aquel momento se separó del mostrador—. Lo demás será inventariado. Y seguramente lanzado de cabeza a la basura. Como hay que hablar con nuevos clientes para remodelar el garito…
     Hizo el comentario mirando el local de arriba abajo, frunciendo el ceño como si la agrietada pintura que asomaba en algunas paredes y el polvo acumulado en las esquinas demostrasen que, a su cargo, el local había enfermado de lepra.
     —Bueno, y estando ahora usted por enterado… —Se dio la vuelta con una maniobra que pretendía ser ágil, ofreciéndole una panorámica de su espalda mientras se alegaba—. Tenemos el día arreglado…
     —Podré… ¿cuándo vendrá Tomás a por las llaves… el lunes? —quiso saber Pepe, con la desesperación pintada en la cara.
     Se dio la vuelta, sonriendo aún más, para decir:
     —Oh, no vendrá él sino yo. Y a primera hora, coincidiendo con la apertura que es…—se miró la muñeca, donde lucía un reloj plateado con pinta de caro—. ¿Le viene bien a las nueve y cuarto?
     Asintiendo con más resignación que obediencia, Pepe volvió a quedarse sólo en el que, de momento, era su quiosco. Y, lo más doloroso, era la certeza de que aquella sabandija ni siquiera le había prestado atención a su respuesta.

     Treinta y dos años. Aquel había sido el periodo de gracia para Pepe García, al frente del Quiosco Parque Poeta Hernández. Tras un breve paso por la construcción, con su primer hijo ya nacido, surgió la oportunidad de alquilar aquel local. Y él, entonces orgulloso ejemplo de hombre con ojo y suerte para hacer negocios, no la dejo pasar. Le tocó el premio gordo. En aquel momento, justo enfrente de él no había asfalto, sino cemento. Y, en el centro del cemento, se levantaban dos toboganes comunicados por líneas de barras, frente a cuatro balancines en forma de caballo, elefante, moto y avión y cuatro columpios, colgando inertes de una única barra pintada de rojo brillante, a la espera de que los niños se moviesen y chillasen o los enamorados se colgasen y murmurasen. Un monumento a la infancia y al disfrute asociado a ella, rodeado por tres campos de arena dorada de seis por dos, con sus límites marcados por parterres de césped donde las moreras lanzaban sus sombras y las buganvillas alegraban la vista con sus flores rosas. En aquellos tiempos, buenos tiempos sin duda, a unas tres calles de distancia se levantaba un colegio, el San Pedro, que nutría al parque con alegres caras de bocas desencajadas por los gritos y babis ensuciados por el entusiasmo de llegar a la tierra y la hierba; una cacofonía de risas, gritos y llantos que, para aquellos que como él podían asociarlo a la celebración del futuro, se convertían en la más rica música del mundo. Y, para mantenerse chillando, alguien debía proporcionarles combustible, el azúcar que quemaban mientras sus brazos se colgaban y sus piernas corrían, mientras el sudor bañaba sus cuerpos y engrasaba sus pelos, lo mismo que a sus padres, necesitados de un buen sabor de boca mientras aguardaban estoicamente el momento de volver a casa. Esa había sido su misión durante casi veinticinco años, proporcionando caramelos y chicles, globos y juguetes, bollería y prensa. Y gracias a la infancia, había podido vivir.
     Luego, sin embargo, las cosas empezaron a cambiar. Por motivos que no recordaba pese a lo mucho que le afectarían, el colegio tuvo que cerrar y los niños fueron reubicados a otros centros; lejos de allí, en las afueras, lugares tan distantes y remotos para él como las islas dispersas por los mares del sur. Y aquello afectó al negocio y él lo notó, vaya que si lo notó; su clientela se redujo más de la mitad y él lo notó. Sin embargo, aquello fue sólo el principio.
     El entorno empezó a cambiar. Las calles a su alrededor empezaron a hacerse cada vez más estrechas y los edificios más altos. La ciudad, como un estómago insaciable que engordaba a cada minuto se expandía, con los apartamentos convertidos en los conejos de un mundo de acero y ladrillo donde sólo florecían altos arboles de acero con una única rama pelada; más se multiplicaban cuanto más eran, emparedando a sus habitantes entre los huecos de sus calles. Y aquellos gigantes le robaron la luz al parque, ahuyentando a los hijos de los residentes, sus nuevos y ahora principales clientes. Cada vez menos parques, más pequeño y dispersos, con menos niño y menos diversión pero sí más oscuros y cercados. La sombra del miedo se proyectaba, engullendo los alegres colores de los juegos. Además, llegar hasta él se hizo más difícil, ya que quedó cortado, aislado por nuevas carreteras que conectaban los nuevos barrios de apartamentos saturados. Un nuevo miedo para los padres, arriesgar a sus hijos para que estos gozasen un poco de sus infancias. Asustados, reducían la presencia de sus niños a periodos cada vez más breves durante las horas de luz, antes de secuestrarlos en sus propias casas, convertidas en celdas. Y, con el tiempo, eran los propios niños los que se encerraban, entregados esta vez a las pantallas de televisor y los mandos de los videojuegos, que ofrecían con la magia de la electricidad y los bits entretenimientos de los que se aburrían jugando en masa durante los descansos forzosos en los patios de los colegios.
     Y así, poco a poco, el parque murió. Los columpios y las barras, los toboganes y los balancines se pudrieron como cualquier cadáver; sus pieles tachonadas de muescas y sus juntas petrificadas por el óxido. Así hasta que sus cuerpos no fueron más que decadentes esqueletos prehistóricos que, como todo resto muerto e indeseado, fue retirado de la existencia por buitres, carroñeros de largo cuello articulado y esbelto de cuerpo amarillo, incapaz de volar y pero capaz de aplastarlo todo a su lento paso. Quedó frente a su negocio un agujero, un trozo de tierra entre el asfalto y las aceras que, por alguna razón, le sugería una fosa. Un monumento perfecto a lo sucedido; el hoyo donde se podrían enterrar todos aquellos recuerdos de alegría y disfrute tan pasados como las generaciones que los vivieron. Según se aseguró, era necesario; enterrar el parque para evitar que los cuerpos muertos de sus atracciones se convirtieran en nidos para criminales que venderían droga y asaltarían a los vecinos, espantándolos. Lo único que quedó del Parque Poeta Hernández fue el rotulo de su comercio, huérfano de clientes, ya que ¿qué niños se acercan a un agujero vacío? ¿Quién compra gominolas bajo la lápida que anuncia el nombre de un difunto?
     Y, poco después, se decidió volver a darle al inútil agujero utilidad. Según se enteró Pepe, interesado en aquella época por todo lo que afectase de cerca o de lejos a su negocio, el pleno fue unánime. Y frente a él se levantó la biblioteca municipal. Una nueva fuente de clientes pensó, lo que le obligó a ampliar su surtido. Tuvo que añadir más prensa, tabaco y otros vienes a los que los niños sólo se acercaban por casualidad para atraer a los adultos que irían a pasar el rato, conservando los dulces y baratijas al asumir que muchos de ellos irían con niños. Tardaron medio año en levantarla, lo que le dio tiempo de sobra para realizar los cambios. Y funcionó. El negocio fue bien, al menos por un tiempo. Pero había sobreestimado el nuevo reclamo. La afluencia a la biblioteca no era ni la décima parte de lo dinámica que lo era al parque. Y además, los adultos que iban a ella solían recoger o dejar el libro y marcharse, sin mirar atrás o alrededor; disfrutando al parecer menos de su propia imaginación que del teatro de perpetua lucha y conflicto que sus niños representaban reventándoles los tímpanos. Y si querían algo, se iban a los bares que había al doblar la esquina o a las cafeterías que infestaban con sus terrazas un nuevo tipo de parque, reducido a una plazoleta desnuda de árboles y bancos.
     La decadencia ya era definitiva. Lo clientes eran poco, las ganancias bajaban. La arena del reloj se agotaba para él quien, por suerte, había tenido tiempo de pasar su vida durante la abundancia ahora que tocaba afrontar la carestía. Después de todo, se decía con frecuencia, le sería más fácil afrontar la miseria sólo que compaginándola con la visión de una familia que se desgranaba. Sus hijos, ya adultos, habían dejado su hogar más de cinco años antes de la muerte del parque. Y su mujer… bueno, Rosa, simplemente, eligió lo menos malo.  Prefería pasar lo que le quedaba de su arruinada vida cuidando de unos padres ancianos y enfermos y no al lado de un hombre acabado y sin blanca. Lo más fácil de todo fue, por supuesto, deshacerse de una casa que ya había quedado vacía. Por desgracia lo poco que sacó le sirvió para pagar su nuevo piso, más pequeño, oscuro y silencioso, y saldar deudas. Un cuchillo que cortó a la serpiente una cabeza predestinada a rebrotar.
      Así fue como Pepe aprendió que cuanto menos se tiene más se quiere. La miseria en aumento incrementa la codicia. La codicia, como una enfermedad, contagia todos aquellos que toca. Y uno de sus principales síntomas desde luego, es la cobardía. En aquel último año, en números rojos y con las ventas tocando fondo y lo siguiente, Pepe tuvo que hablar con Tomás Lama, propietario del local y amigo desde hacía más de tres décadas. Le puso al corriente de todo, aunque le constaba que el hombre ya estaba enterado de su mala situación. Y, lo peor de todo, del dinero que le debía, cosa que, quizás, no habría sido tan grave si Tomás no tuviese en aquel momento sus propios problemas, que le hizo saber cuándo acabó. Pepe le escuchó con ojos vidriosos y sintiendo su corazón vibrando como si lo aferrase en su puño, temiendo que, de un momento a otro, le reclamase su propiedad. Aquello habría sido duro, sí. Pero lo bastante justo para irse con la cabeza alta.
     —No pasa nada, Pepe —dijo en cambio, con una temblorosa y quebradiza sonrisa extendiéndose en sus labios—. Las cosa cambiaran, ya lo verás. Tú sigue trabajando… y cuando puedas, me devuelves lo que me debes.
     Aquel último encuentro, hacía más de tres meses, fue el inicio de su pesadilla personal. El peor de los demonios posibles entró en su vida, precisamente una semana después. Al principio lo acogió con entusiasmo, pensando que alguien con aquel elegante traje negro y expresión confiada debía de tener dinero; ser un cliente que, en caso de convertirse en asiduo, podría ayudarle en el largo y duro periodo que esperaba. Sin embargo, mientras le veía acercarse, pudo percatarse de su sonrisa; menos agradable a medida que llegaba hasta que, una vez delante, le coaguló los ojos como caucho al sol.
     —Bueno días. ¿El señor Pepe García? —preguntó, antes de presentarse; sin mirar ni una sola vez a la mano tendida de Pepe, momento en que este comprendió que si esperaba que se la estrechase, acabaría cubierta de telarañas—. Encantado, señor. Mi nombre es Carlos Sánchez, abogado. Represento al señor Lama.
     —¿Tomás? —Aquellas palabras le desmoronaron internamente, alejándole de la conversación—. ¿Le pasa algo…?
     —No, señor, tranquilo —se limitó a decir, mirándole fijamente con sus estrechos pero vitales ojos castaños y sonriendo con desgana—. El señor Lama está bien; sólo que… preocupado… por su establecimiento…
     Pepe tragó saliva.
     —Verá, él teme que esta inversión pueda… haberse estancado. —Mientras hablaba trazó un circulo a su alrededor, contemplando el estanco atiborrado—. Y duda de su… capacidad de recuperación.
     —¿Y todo eso se lo ha dicho a usted? —preguntó Pepe sintiéndose, de repente, atacado—. Porque si quería decírmelo, sólo…
     —Oh, tranquilo. Aún hay esperanzas, al menos para usted —aseguró, momento en que dio media vuelta vuela y se marchó, despidiéndose en la puerta con la frase—: Me iré pasando por aquí… a ver si levanta cabeza… cosa que, por su bien, espero. Hasta luego. Y buenas suerte, señor.  
     De aquel primer encuentro, lo que más recordaba era su última palabra. Dicho por él, una palabra tan cargada de igualdad y respeto parecía un escupitajo flemoso.
     Desde aquel día, Pepe no había vuelto a hablar con Tomas. O se cansaba de esperar a que cogiese el teléfono, o no estaba en casa, o había salido a almorzar. Él, sin embargo, estaba seguro de lo que pasaba. Se había cansado de él, como una adolescente aburrida de la camisa de moda del verano pasado. Pero, acobardado por su buena relación previa, había relegado la desagradable tarea de echarle en aquel sujeto. Que, con el paso de los días, Pepe se preguntaba si era, como decía abogado, o si ganaría un extra como cobrador del frac. Sólo así se explicaba que no hubiese un solo día en que no le honrase con su visita, su traje pulcramente planchado y su asquerosa sonrisa.
     Y ahora terminaba el turno de tarde con los ánimos más bajos aun de lo que hubiesen logrado los siete clientes que tuvo. Todo había acabado. Las luces se fueron del quiosco y le acompañaron a su casa, para que no perdiese detalle del camino a la perdición definitiva. Tras llegar, Pepe se dio una ducha rápida con un agua que salía fría a ratos y cenó un poco de pollo recalentado de la comida y se cubrió con las sábanas, sintiendo que el simple peso de la ropa de cama bastaba para aplastarle. No era para menos. Cincuenta y cuatro años, poca experiencia en otra cosa, sin dinero y olvidado por su familia. Sin nadie, sin nada. ¿Qué le deparaba la vida?
     Se durmió, al fin, aterrado por la incertidumbre.

     El sábado amaneció inusualmente gris, aunque no frío. Un día agradable con una apariencia espantosa. Más o menos como se sintió Pepe al levantarse. Se sentía extrañamente aturdido, como cuando se quedaba alguna noche hasta las tantas sin conciliar el sueño; cosa imposible porque había dormido de tirón y sin problemas. No era, entonces, cansancio, al menos del normal. ¿Estaría enfermo entonces? ¡Ya sería la hostia! Sin embargo, el deber le llamaba. Se levantó, sintiendo su cuerpo inusualmente débil. Tenía que esforzarse por levantar los brazos y sus delgadas piernas se habían vuelto pesadas como bloques de hormigón.  Como detalle final, comprobó que podía abrir los ojos y ver sin problemas, si bien sus parpados se sentían inquietos, presos de una sensación que sólo aliviaba su caída, y su vista, aunque en perfecta sintonía con la luz ambiental, se nublaba con frecuencia.
     Menos movilidad, menos vitalidad, menos visión. ¿Una intoxicación de algo? No lo pensaba; le dolería el estómago y tendría ganas de vomitar, no de echarse. ¿Alguna enfermedad? A lo mejor. Después de lo de ayer…
     Debía de ser eso, decidió. Estaba triste por dentro. Su cuerpo empezaba a manifestar la amargura y abatimiento que le había dejado de regalo de despedida el cabrón de Sánchez. Ahora, odioso presagio del futuro, le decía que se iba a pasar en adelante mucho tiempo tirado en la cama, exhausto y sin nada que hacer, intentando reponerse de la pérdida de su vida.
     Pero Pepe García no era de los que se rendían de buenas a primeras, no sin cumplir hasta el final consigo mismo. Se levantó, se afeitó por encima y encendió la cafetera preparada el día antes, engullendo el oscuro liquido acompañado de galletas, que ayudaban disimular con menos suerte su amargo sabor de lo que lo harían los escasos granos pegados al fondo de su azucarero. Después se vistió y salió como cada día. Tenía que trabajar.

     La rutina, pensó Pepe, es la forma más sencilla, cotidiana y personal de ritual. Repetir una serie de acciones como prueba de que la vida que conocemos sigue ahí, de que las cosas que queremos siguen existiendo. Algo tan sencillo como ir a un local a desayunar o ver el comienzo de una serie en la tele, celebrada con su particular y exclusiva musiquilla, convertidas en acción de obligado cumplimiento. A las puertas del Quiosco Parque Poeta Hernández, Pepe cobraba conciencia de aquello.
     Iba a perder todo aquello. El carraspeó del Citroën GS amarillo dándole la bienvenida al día, antes de llevar a su agitado dueño al trabajo. El ciclista desconocido cuesta abajo, saludándole al pasar por motivos que rebasaban el desconocimiento. El gato pardo con sus grandes ojos mirándole con simpatía antes de dirigirse sin perder más tiempo a su desayuno. Misteriosos invitados del destino, enviados para animarlo a seguir adelante en aquellos momentos. Ángeles guardianes tras los cuales, sólo quedaba subir el escalón, retirar la reja y encender las luces. El primero lo sintió como una caída desde cuatro pisos. La segunda le obligó a inclinarse para conseguir la fuerza suficiente. El encendido del techo le abrasó por un momento los ojos como si mirase un rayo de sol a través de una lente. Incluso el ligero pliego envuelto en el que se acumulaban sus ejemplares le obligó a doblar las rodillas. Se sentía hecho una mierda en aquel día de mierda, del que sólo le consolaba saber que iba a ser mejor que mañana y pasado.
     La mañana transcurrió monótona, silenciosa y estéril. Once clientes, siete periódicos, cinco paquetes de tabaco, dos paquetes de chicle, dulces varios. Menos que nada, tan bueno como los quince minutos que pudo haber seguido en la cama. Con ellos, el tiempo pasó sin sorpresas ni revuelos hasta las dos, hora de echar la rejilla de manera permanente aquel día. Los sábados por la tarde tocaba descansar, más que nada porque no eran rentables. ¿Pero importaba ahora eso que no había nada que perder?
     La mañana, antes de que el quiosco volviese a sumirse en el plácido y oscuro sueño de la vacuidad, le dejó sin embargo una sorpresa tan inusual como agradable. Cinco minutos antes de que echase definitivamente el viejo trozo de periódico que usaba como separador, la puerta se abrió para que recibiese a la única visita fiel, que no cliente, que tenía.
     —Buenos días, señor García. Me pasaba para ver…que tal le va.
     Vaya sorpresa. Eso sí, aunque su forma de hablar era en ese momento particularmente estridente y lenta, como si recalcase las palabras. Lejos de abatir aún más al cansado dependiente, le llamaron la atención. Se irguió sobre el mostrador, mirándole a la cara mientras se cercaba.
     —Hago lo que puedo —terció, apoyándose sobre el cristal—. Aún me quedan dos días…
     Algo le pasaba. Andaba con prepotencia, acercándose muchos con cada paso, pero al tocar suelo vacilaba un momento, como si tuviese una piedra en el zapato o una espina que se le hincase al hacer pie. Pudo apreciar también algo en su cara; refulgiendo de un modo extraño que, a principio, le hizo creer que iba maquillado. Sonreía de su forma habitual, exagerada y obscena, pero había cierto ictus en sus comisuras como si le costase mantener la expresión, así como el contorno de unos círculos socavando la piel alrededor de unos ojos acuosos, que sugirieron a Pepe que no había sido el único en pasar una mala noche. Puede que, igual, aquel hombre tuviese consciencia, por mucho que se esforzase en disimularlo.
     —¿Cómo va la cosa? —preguntó, apoyándose frente a él con las manos; gesto que normalmente habría hecho retroceder a Pepe. Pero no hoy.
     —No me quejo; he tenido unos cuantos clientes más…
     —Una pena, desde luego, que no suficientes para cubrir la deuda, supongo —matizó, haciéndose hacia atrás.
     Pepe le ignoró, a aquellas alturas y en aquel estado le ofendía tanto como una mosca zumbándole a la oreja.
     —Bueno; al grano —aseguró, cuadrándose—. ¿Has empezado a recoger tus…?
     —No tengo nada aquí que no sea del negocio, menos una o dos cosas —aseguró—. Para mañana a esta hora, ya habrán salido de aquí.
     —Bien, señor —aseguró satisfecho, haciendo ademan de volverse antes de girarse a mirarle—. Por cierto, ¿mañana abrirás? ¿Verdad?
     Su forma de sonreír casi le arrancó a Pepe una sonrisa; creía poder intimidarle como un tiburón y, en realidad, parecía la caricatura de una hiena.
     —Claro que sí, señor Sánchez. Todo lo que pueda sacar será poco.
     —Muy bien, porque hay algo que tendré que traer —aseguró—. Y ahora, tengo que irme. Hasta mañana.
      Pepe no perdió detalle sobre como se alejaba. Y, aunque normalmente no solía alegrarse de las desgracias ajenas, la visión de aquel cerdo perdiendo pie y estampándose contra el suelo, levantando lentamente la cara para revelar tres incisivos rotos separados de sus encías, atrapados como moscas en una mezcla viscosa de saliva y sangre, le habría alegrado muchísimo, de haber tenido lugar.
     Pepe decidió mantener el local cerrado y poner un poco de orden en su casa. Al final del día, aunque se sentía el doble de molido que al comienzo, la cama estaba hecha, la fregaza secándose y la casa impoluta. Dos bolsas de basura llenas hasta el borde lo corroboraban. Se fue a dormir pronto, después de hacerse una tortilla, extrañamente satisfecho.
     Su situación no había mejorado. Pero el haber logrado por primera vez mantener el tipo frente a su particular arpía le había subido los ánimos.

     Domingo. Antes el día más corto y tranquilo de una vida larga y tranquila; ahora seguía siendo igual de corto en una vida larga y tediosa. Pepe confiaba en que la mezcla de esfuerzo y cansancio del sábado le ayudarían a dormir, y así lo habían hecho. Pero cuando la escena que le mostraba otra vez de joven, paseando bajo las sombras de un pinar detrás de su rejuvenecida Rosa se fundió a negro, se sintió como si aquella noche la hubiese pasado sobre un lecho de rocas. Demonios, tenía las vértebras como un xilófono, la carne mullida por una docena de golpes de mazos y no era capaz ni de doblarse un poco sin sentir dolor. ¿Tendría suerte y estaría muerto para el lunes, ahorrándose la humillación de entregarle a aquel hijo puta la prueba de su definitivo triunfo? Sintiéndose como ahora, con la cabeza cargada y oscilante, la boca reseca y la vejiga al borde del colapso, una sencilla visita rápida al servicio se convirtió en una tortuosa carrera de obstáculos contrarreloj. Por suerte, de aquella humillación se salvó. Lo celebró abriendo el grifo y empapándose la cara.
     Lo más extraño era que no tenía mal aspecto, salvo por unas bolsas que parecían engordar bajo sus ojos y el aspecto demacrado de su piel, como si hubiese envejecido en aquellas escasas ocho horas seis años. Sus huesos crujían, diciéndole que estaba al límite. Pepe se planteó durante un momento si no sería mejor quedarse en casa a descansar. Pero también era verdad que era el último día. El lunes sólo tendría que dar un breve paseo, aunque como se levantase igual le parecería una paliza. Después, sólo tendría que volver a casa, a su cama todavía caliente, y dormir hasta las diez, las doce o el día siguiente.

     —Buenos días, Pepe. ¿Disfrutando del último día?
     ¡Sí, antes de la jubilación, de que den una cena para mí, me regalen un adorno caro y pueda pasarme lo que queda de vida jugando a la petanca y al dominó y viendo obras desde bancos! Suena bien, ¿verdad?
     En realidad, aunque lo esperaba, ni siquiera se cabreó al oír el habitual sarcasmo de su deudo. En primer lugar, su pesadumbre había ido aumentando ese día como el número de ratas en un basurero. Tenía que apoyarse contra el mostrador para mantenerse erguido, echar mano de una silla plegable para no perder pie y, por primera vez en mucho tiempo, dar gracias de tener pocos clientes. Hasta la sencilla tarea de contar la calderilla del cambio con sus dedos duro y engarfiados se había convertido en una tortura equiparable a buscar restos de carbón entre ascuas aún humeantes. Al menos, los domingos eran tranquilos. Por algo, él era uno de los pocos que tenían que madrugar, junto a, cosa curiosa, sus particulares acompañantes. El hombre histérico se marchó en su GS amarillo con la misma prisa de siempre; quizás temiese quedarse sin el desayuno especial de alguna cafetería cara. El ciclista, abnegado deportista o misterioso autónomo, pasó frente a él a los pocos segundos, puntual como siempre, dirigiéndole un saludo antes de unirse en la línea infinita de colosales lapidas que era la ciudad. Y el gato, como siempre, saludaba a aquella cara familiar que se interponía cada mañana entre él y la única fuente de comida que conocía.
     Ahora, como broche final de aquella etapa agonizante de su vida, el único de todos ellos al que no echaría de menos acudía puntual a tocarle las pelotas. Aunque, segundo detalle curioso, ni siquiera llegó a reconocerle hasta que le vio. Tenía la voz ahogada y tomada, como si hubiese dormido destapado. Con suerte, le dolería como si se le hubiese atragantado un cubito de hielo, mientras se atragantaba con flema.
     De todos modos, Pepe le miró, comprobando con sorpresa que era él. Con sorpresa porque, por primera vez, su apariencia había cambiado de forma notable. Los mismos zapatos caros, el mismo traje de siempre. Sin embargo, estaba cubierto de arrugas, como si se lo hubiese puesto deprisa o a tientas. Y sobre él, el pelo, en vez de elegantemente peinado como de costumbre con la raya a la izquierda, estaba revuelto y agitado como un merengue fresco. Pepe no pudo evitar desear saber qué habría pasado para que Carlos Sánchez hubiese llegado al extremo de tener que esconder la parte más delatora de su ser. Sus ojos, bajo gafas de sol, estaban cegados a todos salvo a ellos mismos.
     —Bueno, señor, ¿ya ha terminado…?
     Empezó a caminar hacia él; levantaba la pierna derecha con tanta rigidez como si la tuviese escayolada. Puede que, por eso, se parase a mitad de camino, inclinándose para presionar sobre ella con la mano izquierda. Así Pepe pudo apreciar que, bajo la axila derecha, envuelto en una bolsa blanca de plástico, llevaba algo; ligero, grande y aparentemente plano.
     —Sí señor. De hecho, voy a cerrar enseguida.
     Pepe se antepuso, decidido a no ser tan miserable de hacerle andar más. Después de todo, esta vez él jugaba con ventaja: estaba más habituado a trabajar incómodo que él.
     —¿De verdad? —Sin quitarse las gafas, miró de un lado a otro, no con su lenta y metódica maniobra de giro, sino con el frenesí de un bailarín en el crescendo; un ciego que se encontrase de repente perdido en medio de un entorno desconocido—. Porque yo lo veo igual…
     —Lo que tenía que llevarme es pequeño —aseguró Pepe con paciencia—. Y ya me lo llevé ayer.
      No mentía; una novela ajada, una radio portátil y un botellín de agua. Sólo quedaba con él la silla plegable, que se llevaría al cerrar. Al menos, Pepe ya había hecho su buena acción del día. Por su sonrisa, la noticia llenó de felicidad al señor Sánchez.
     —Bien, muy bien…
     —Por cierto —intervino Pepe, haciendo amago de caminar aunque, en el último momento, se lo pensó mejor—. He pensado que, si quieres, podríamos hacerlo ya.
     Por un momento, la cara de Sánchez pareció sacada de un cuadro de póquer. Lo malo de las gafas era que no podía ver si parpadeaba.
     —¿Perdone?
     —Acabar ya con todo —repitió—. Cierro, te doy las llaves y todos nos vamos. Así no…
     Sánchez recuperó su sonrisa, negando con la cabeza.
     —No, señor, por desgracia no —aseguró—. Verás, aún hay un… par de papeles que tendrás que firmar. Y no los he traído.
     —Ah, vaya…
     —Mañana estarán.
     ¿Mañana estarán ¿O están ya y no te ha salido traerlos porque quieres verme aquí, pedazo de…?
     —Entendido —aseguró Pepe, bajando la cabeza.
     —Además —añadió—. Seguro que quieres despedirte de tu negocio… una última vez. Después de tantos años.
     Asidos al borde de cristal, los dedos de Pepe apretaron como tenazas, olvidando por un momento el cansancio y el dolor, mientras sus dientes rechinaban. De haber podido, le habría saltado los dientes de un puñetazo.
     —Muy bien, entonces conformes. ¿A las nueve y cuarto le viene bien?
     Pepe asintió. Tan bien como a cualquier otra hora. ¿Importaba acaso la hora? Se le había acabado el tiempo.
     —Muy bien. —Sánchez le dio la espalda—. ¡Ah, y que no se me olvide…!
     Con su renqueante andar, se dirigió a la puerta; mientras lo hacía se sacó la bolsa de debajo del brazo, extrayendo su contenido. Una enorme lámina de papel, el doble de ancha que un folio, que dejó apoyada sobre el cristal sujeta por cortas tiras de flexo dobladas tras sus cuatro esquinas.
     —Bueno, con esto ya está todo —anunció lleno de júbilo, levantando la mano antes de salir—. ¡Nos vemos mañana! Y sea puntual, o me temo que tendré que hacer algo que no le gustará.
       ¿Menos aún que tener que verle a primera hora? Y se alejó sin decir nada más. El exterior le impidió comprobar a Pepe si se iba riéndose, ya fuese de contento o de él.
     Y así, el menos se convirtió en nada. Oscuridad en el techo, polvo en el suelo, basura en los estantes. Despojos a los que un nuevo dueño reduciría a cenizas para hacer rebrotar de nuevo el milagro de la prosperidad.
     Pepe tuvo ocasión de ver lo que le había colgado para adornar el exterior mientras corría la verja, aunque de poco importó. Ya se lo imaginaba.
     Lo que más le dolió fue comprobar que el número de teléfono bajo el anuncio naranja de SE ALQUILA era de un teléfono fijo; el de Tomás Lama, al que había llamado él mismo en alguna ocasión. ¿Sería más fácil de encontrar y solicito ahora con los nuevos llamadores que con él? ¿Le volverla de cuerpo presente la idea de recuperar beneficios?
      Una repentina carga de flema le saturó la garganta y Pepe, sin poder contenerse, escupió. Dio de lleno al asfalto, frente a los ojos del quiosco. Y aunque hubiese preferido echárselo encima a alguien, no sería contra él. Hasta la mañana siguiente, aún era suyo.
     Alquilarlo. ¡Si pudiese lo quemaría! ¡Con aquel cabrón asqueroso dentro! Había fallado, sí. Se había hundido cada vez más, y cada vez le quedaba menos. Lo admitía. Pero, ¿había sido culpa suya? ¿Había sido irresponsable y perezoso, dejando que las deudas se acumulasen sin hacer nada?
     ¿Se merecía ese trato? Ignorado por unos, despreciado por otros…
     Si solo pudiese. Sólo… hacer que se sintiese así, ver si seguía riéndose…
     Con la sombra de aquel sencillo deseo, intimo e imposible, en su cabeza, Pepe echó la llave a la verja y la guardó en su bolsillo por última vez. Bajó el escalón, de aspecto tan sombrío y cubierto de cortes como debía estar su cara, de vuelta a la acera, el único suelo que, por ser de todos, siempre podría pisar sin temor a una humillante expulsión. Mientras se alejaba de vuelta a casa, andando despacio, sacudido a cada paso por el dolor, no pudo evitar que las lágrimas acudiesen a sus ojos. Lágrimas del peor tipo. Porque aquel dolor de su cuerpo, por pesado que fuese, no era lo bastante fuerte para hacerle llorar.

     Por fin, el nuevo día. La nueva semana. El final de una era. El principio de una nueva…
     ¿Era eso? ¿De verdad? ¿O la palada de tierra final a la tumba del despropósito? Sin familia, sin negocio. Cada vez menos dinero, cada vez menos salud. Cada vez menos vida que pasar, más existencia que malvivir y más amargura que acercar a la tumba.
     Fue al quinto toque de corneta que la mano de Pepe se centró lo bastante para cerrarle la boca al despertador. Luego no le extrañó mucho levantarse así en una fecha tan señalada. Sus huesos no crujían, su piel no tenía morados, podía moverse sin más. Se había acostado temprano, como los días anteriores. Pero, simplemente, se sentía cansado. Pesado. La cabeza, sin doler, era una sucesión de descargas de fuelle que le hicieron pensar que había criado polillas en el cerebro. La vista, de un lado a otro, mareada por lo que pensaba era la angustia. Su cuerpo se hundía como si la piel que la cubría fuese de plomo y sus músculos pesados haces de cables de ascensor; su estómago, aunque vacío, flotaba como una nube de niebla en la nada.
     Así era el hombre sin nada. Se consumía hasta perderse, junto a todo lo demás. Hoy el negocio. Mañana el dinero. Pasado, ¿qué? ¿La casa? ¿Lo que le quedaba se salud? ¿Acabaría revolviéndose entre cartones bajo un puente o conectado a una bolsa en la cama de un hospital?
     El futuro, tan nublado como su vista. Y no se podía pensar en lo que no se podía ver. Sin embargo, Pepe García sí sabía que tenía algo que hacer. Ya habría tiempo después para reírse por el sueño o asustarse por la pesadilla.

     Se levantó agotado, y al salir a la calle, abrumado. Hundido. La más ligera brisa se le clavaba como un alud en caída. Los escasos rayos de sol entre las nubes le obligaron a mirar al suelo, lo que era mejor. No quería mirar arriba. Sólo le recordaba lo bajo que había caído y lo que le faltaba por caer.
     A su alrededor, como manchas de aceite llevadas por un río, los edificios; aquellos monstruos de mil ojos, todo cabeza y sin cuerpo, que nada digerían pero todo engullían, crecían, elevándose hasta rozar las nubes. Aquellos mismos monstruos que se comieron su parque, condenándole al ostracismo primero y la soledad después. Ahora le miraban con maldad desde su enormidad, recordando que el hombre no es nada en la ciudad, riéndose mientras veían como se arrastraba por su propio pie al tajo, ansiosos de ver su cabeza rodar y chupar su sangre… O golosos, ansiosos porque bajase la guardia para despacharle ellos mismos. Un movimiento fugaz… ya no habría más Pepe García. Aunque seguramente, Sánchez le echaría de menos; a él o a su labor a medias.
      Al menos, la travesía era corta; sólo dos calles para cruzar. Dos cortas calles en un lunes extraño. Las nueve y cuarto de la mañana. Y silencio, tan omnipresente como a las cuatro de la mañana. El fluir del tráfico hacia los comercios y colegios era un eco remoto de una galaxia ajena. Los pasos de los niños camino de los centros educativos se perdían como las huellas de los soldados desde su hogar al campo de batalla donde se derramaba sangre; debían haber quedado atrás, junto a sus gritos y carcajadas hacía más de un cuarto de hora, encerrados tras los corrales de los colegios. El mundo entero, ajeno a su existencia, su causa y su dolor, le daba la espalda; manteniéndose al margen del conflicto, demasiado lejos para verle u oírle. En el fondo, era de agradecer. No le harían más mal, pero verse desfilar frente a ojos animados en cuerpos saludables de ropas nuevas y pulcras tampoco le ayudaría a sentirse mejor.
     Cada paso le llevaba más de medio minuto. Ya llegaba tarde pero, simplemente, no podía ir más deprisa. Si aquel capullo quería esperar…
     Fue al llegar a la esquina de la segunda calle cuando una sombra se cernió sobre él, a la que esperaba siguiesen dos ojos inyectados en sangre y una boca babeante deseosa de saborear el fruto despedazado con sus garras. Pepe se detuvo, sólo para oír dos pies arrastrándose por la acera.
     —¡Por fin! —celebró su llegada aquella voz que parecía tan envejecida en tan poco tiempo como su propio cuerpo—. Menos mal, señor García. Porque, cinco minutos más y le aseguró que llamó a los policías para que le traigan a rastras.
      Sabía que aquello no era un chiste sino una amenaza, lanzada en serio además, pero, pese a eso, ni se inmutó. Con las fuerzas que le quedaban, Pepe levantó la cabeza para mirarle a la cara. Sintió ganas de reír, pensando que, de algún modo, parecía que algo se estaba llevando al maldito acosador con él. Aún llevaba gafas de sol y su traje azul por planchar, y la gomina sólo había conseguido dejarle el pelo en punta como un abono milagroso para poner firme el césped. Resultaba llamativo, sin embargo, la forma en que su piel había empalidecido y los esfuerzos que hacía al andar para mantenerse recto, ya que tendía a escorarse demasiado hacia los lados, encorvándose cada vez que volvía a orientarse en línea recta. Un enfermo, o incluso un borracho, era lo que veía Pepe delante de él. Por eso, en aquella hora baja, no iba a dejarse intimidar por alguien en su situación.
     —Muy bien, señor García. —Al llegar a su altura, se dio cuenta que llevaba una carpeta de cartón violeta bajo el brazo—. Ya está todo listo. Ahora, si vamos al sitio para…
     —¿Seguro que puedes ir? —No era una pregunta, y aunque erguirse le hizo pensar por un momento que se partiría en dos y sus brazos se movían con la lentitud de cucharas de acero doblándose, Pepe consiguió cruzarse de brazos.
     —¿Qué dice? —La pregunta le pilló por sorpresa.
     —No tienes buena cara.
     —Sí, ¿se nota? —Sonrió de nuevo, contrastando la línea blanca de la boca con los ojos oscurecidos sobre el mismo fondo de carne enfermiza—. La emoción; el no poder esperar para esto…
     —Sí, seguro.
     La réplica le desarmó por completo y ahora Pepe sabía por qué. Carlos Sánchez no era ningún lobo, sólo un chico pijo y prepotente que se hacía el chulo en un intento por impresionar a su víctima indefensa. Porque, era evidente, si tuviese que ir sin más a cortarles el cuello, la sola idea de ver la sangre salpicándole y manchando su fina chaqueta le haría vomitar de espanto.
     —Quiero decir… —Pepe se cansó de aquel incómodo momento de silencio—. Que yo he dormido de maravilla, simplemente echándome en la cama. Y tú… —En aquel momento quien se rió fue él—. ¿Qué tienes? ¿La gripe? ¿O una resaca del demonio?
      Sánchez hizo amago de encararle, impulsado por un espasmo de impresión, pero el propio peso de su cuerpo le mantuvo cabizbajo.
     —Dos días igual, hecho una pena y con esas gafas… La verdad, me pregunto qué diría Tomás Lama, o tu jefe, o cualquiera, de ver trabajar en esto a alguien que no se tiene en pie.
     —Escucha, capu…
     —Alguien demasiado borracho…
     La cara de Sánchez se contrajo, presa de la ira, mientras sus labios empezaban a temblar, más por delatar el inicio de un puchero que el estallido inminente de una maldición.
     —B…Bien —consiguió pronunciar al rehacerse, otra vez orgulloso, pero ya sin reírse—. Al final de la calle está el chiringuito. Vamos a ir para acabar este rollo y que pueda perderle de vista de una vez.
     —Sí, señor —le dio la razón Pepe, parodiando un saludo militar—. Yo también te quiero, aunque, si digo la verdad, no creo que vaya a echarte de menos.
      Acabadas las formalidades, las dos figuras encorvadas y abatidas se pusieron en marcha, una refunfuñando y la otra riendo para sus adentros. Una medicina demasiado suave para aquel mal. El peso del tiempo, los disgustos y al frustración caía igual sobre los dos como una lluvia, consumiendo sus fuerzas y amenazando con aplastarlos definitivamente. Pepe, por fin, en la capitulación de aquella guerra, había ganado una batalla; aunque al final lo había perdido todo. Ahora, sin esperanzas, sólo quería que acabase.
      Intentó levantar la cabeza, mirar por última vez el colorido rotulo antes de que desapareciese para dejar paso a una floristería, tienda de ropa o peluquería, pero no pudo. Su espalda se mantenía tan fija como si la  tuviese sujeta con tornillos, su cuello se había convertido en la pica que separaba su cabeza del suelo. Quería correr, pero sus pies eran arrastrados irremisiblemente hacia el suelo, presos de aquella gravedad superior. Por lo menos, su acompañante no estaba mejor; incluso se le veía más cansado, ahora que había conocido la humillación. Ahora quería que acabase, pero el destino quería regocijarse del drama hasta el último segundo.
     Llegaron a la esquina, marcada por la farola, que se le antojo tan alta como una secuoya. La acera, un desierto yermo y endurecido de color, gris, rodeado de ríos de magma fosilizados. Los dos hombres, casi al unísono pero por separado, se irguieron. Por fin habían llegado.
     Pepe lo sintió como un fogonazo cegador; su cuerpo poderoso como vestido con una doble capa de hinchados músculos rompiendo las correas de aquella armadura invisible que le había rodeado y oprimido como los vendajes de una momia. Sus brazos volvieron a levantarse, su cabeza a subir, su cuerpo a reafirmarse. Suspiró, dejando escapar una ráfaga de aire caliente en mitad de la fría mañana, devolviendo el gas o el virus que le había puesto de rodillas de la pequeñez de su cuerpo a la enormidad el mundo. Se había recuperado, justo a tiempo de mirar a la cara a su némesis por última vez. Este parecía embriagado de la misma sensación de éxito, ya que volvía a estar tan firme como él y tan sonriente como de costumbre. Sólo sus gafas, aspecto descuidado y ropa revuelta delataban su debilidad; un duelo donde Pepe era el claro vencedor. Sí, su ropa estaba igual de arrugada o más y su cara estaba más ojerosa o sudorosa, pero él no vivía de imponer respeto a golpe de intimidación. En una curiosa paradoja del destino, era el más feo quien resultaba más atractivo.
     —Ya hemos llegado —anunció Pepe, ahora sí, dirigiéndose al rótulo.
     —Muy bien, señor García. —Volvía a hablar con su habitual e irritante tono, arrastrando las silabas con su voz estridente, al mismo tiempo que le tendía la carpeta y empezaba a separar los elásticos—. Si quiere podemos firmar esto aquí y sólo tendrá que darme las llaves. Aunque, si prefiere hacerlo dentro para coger algo que se ha olvidado, para no coger frio o por simple nostalgia yo, pese a todo, estoy dispuesto a ser bue…
     Sánchez, claramente embelesado, embriagado con su momento de gloria, debía de haber hablado hasta aquel momento con los ojos cerrados o viajando con la mente Sólo así no se dio cuenta del modo en que Pepe García miraba arriba, hacia el nombre de su futuro ex-establecimiento. Pepe había dejado caer los brazos junto a su cuerpo, mientras separaba los párpados y fruncía el ceño, a la vez que su amplia y grisácea barbilla bajaba. El hombre debía de estar deprimido, triste por perder su medio de vida y preocupado por su futuro. Y, sin embargo, estaba asombrado, alucinando por algo en aquella fachada que se le había pasado.
     —¿Qué pasa? —preguntó Sánchez, sin obtener respuesta—. ¿Qué has visto, un fant…?
     Consciente de que su sarcasmo no le aclararía las cosas, Carlos Sánchez se decidió a comprobar por sí mismo la razón de aquella impresión.
     A punto estuvo de dejar caer la carpeta, mientras se centraba en la pared a su espalda.
     —¿Pero…? Un momento. ¿Qué es…?
     El local, la pared, el mismo edificio había desaparecido. En su lugar, un colosal recortado de roca conglomerada, blanca salpicada de detritos oscuros como la firma de un millón de artistas, se extendía ante ellos, tragándose la vista de todo lo que pudiese haber encima; por lo menos a una altura de doce metros y, lo más preocupante, a una distancia de más de veinte. Lo que tenían delante era el principio del extraño macizo.
      —¿Dónde estamos? —preguntó Sánchez, lanzando veloces vistazos a ambos lados con sus ojos cubiertos por las gafas oscuras—. ¿Dónde nos hemos…?
     Su voz denotaba nerviosismo, el cual no tardó en contagiarse a Pepe. La acera parecía haberse tragado el suelo. Mirase donde mirase, la plataforma gris y porosa, cruzada de surcos profundos como fosas comunes se extendía sobre una superficie que dejaría al mayor campo de fútbol a la altura de un tiesto para una repisa.
     —¿Qué coño está…?
     La voz de Sánchez  estaba al borde de la histeria, mientras su rostro se arrugaba, mostrando a Pepe una radiografía detallada de sus nervios. Sin embargo, estos terminaron sustituidos por el miedo, con el eco imprevisto de la explosión.
     Los dos hombres se lanzaron al suelo, listos para recibir la lluvia de cascotes y metralla acompañada del impacto arrollador de una onda expansiva; sin embargo, apenas un instante después de recibir con las manos abiertas el suelo, el estruendo, similar a un cañonazo, se repitió, seguido de una ligera réplica. Un murmullo traqueteante y agitado se perdió en la distancia.
     —¿Es que es fiesta y no me he enterado? —preguntó Sánchez, mirando al cielo, seguramente buscando estelas de humo—. No sé qué…
     Pepe miró a su alrededor un par de veces, preguntándose qué pasaba. Simultáneamente, su mano rozó el bolsillo derecho de su pantalón, donde sobresalía un bulto revelador. Las llaves de su quiosco.
     En ese momento, Pepe respiró tranquilo. Aunque era incomprensible, especialmente para él, que terminó prematuramente secundaria, creía que ya entendía lo que pasaba.
     ¿Podría ser…?
     Una ráfaga de viento huracanado barrió aquella pista desolada desde el norte, golpeando de lleno a los dos hombres como la salpicadura de una ola. Sánchez interpuso frente a él la carpeta a modo de parapeto; Pepe tuvo que conformarse con sus codos. El viento despeinó incluso las fijas estacas de Sánchez y agitó sus ropas como banderas a punto de soltarse de un mástil pero, en última instancia, no fue lo bastante fuerte para hacerles volar. A los pocos segundos, perdió intensidad. Y cuando los oídos de ambos hombres dejaron de silbar, oyeron un crujiente murmullo alejarse en sentido contrario, llevándose consigo la galerna.
     —Muy bien. —Sánchez se alisó las ropas como pudo, acercándose a Pepe con paso decidido—. No sé muy bien que habrás hecho. Pero quiero que me digas…
     Pepe no le escuchaba o, por lo menos, fingía que no le oía. Su atención estaba puesta hacia el este, hacia donde miraba erguido con firmeza y con los brazos cruzados sobre el pecho.
     —¿No me oyes? Contesta… ¡Mírame, capullo!
     Pepe seguía a lo suyo. Si lo que pasaba era lo que pensaba, y daba la impresión de que así era…
     —Señor García. —La ausencia de olor y un rastro de oscuridad que destacaba en el borde inferior de su cara revelaba que Sánchez no se había afeitado esa mañana—. ¿Sabes algo de esto, verdad, miserable?
     Pepe hizo amago de doblar la cara y mirarle otra vez, pero lo abortó en el último momento. En vez de eso, le indicó con la cabeza que mirase en la misma dirección que él. Al menos, esa vez Sánchez se dio por aludido.
     —Qué es eso… —El miedo petrificó su voz—. Como puede ser…
     Frente a ellos, un bosque se había levantado en el horizonte; extraños arboles de atestadas copas alargadas como plumeros, cubiertos de hojas de un verde intenso tan numerosas que no se veía el tronco debajo, apretados en una hilera que parecía mirarles con curiosidad. Y, entre ellos, algo se movía, algo que sí les miraba.
     La criatura dio un salto al frente, haciéndose visible. No se podía entender cómo había podido salir de la estrecha fila verde siendo tan gigantesca.
     Sánchez, sin poder contenerse más, dejó caer la carpeta al suelo, mientras sus pies, más allá de su voluntad, iniciaban el retroceso.
     —No… eso es imposible.
     Podían ver los ojos del monstruo. Dos grandes platillos dorados como faros, en el fondo de los cuales una luna negra refulgía sólo por ellos. El monstruo empezó a moverse, sus colosales patas, sin embargo, no hacían vibrar el suelo ni provocaban reverberación. Se acercó así, lentamente y en silencio, hacia ellos. Con cada paso su enorme cuerpo peludo se agitaba como la lona de una carpa azotada por el viento.
     —¡No, joder!
     Las gafas de Sánchez cayeron; Pepe vio que su rostro se encontraba bañado en lágrimas. Se dio la vuelta y corrió, aunque necesitaba cinco pasos corriendo para igualar uno sólo de la criatura. Pepe, por su parte, se quedó esperándola. Ya tenía asumido que no podía escapar. Mejor afrontar lo inevitable con lo que le quedaba de dignidad.
     El monstruo se situó a algo más de seis metros de los hombres, distancia que fácilmente podría recorrer de un salto. Ya se inclinaba con tal efecto, agachando su descomunal cabeza y poniendo sus descomunales ojos a ras de suelo. Pepe se vio reflejado en ellos. Sonrió, tanto por haber reconocido a su dueño como por la impresión de que, por la forma en que se relamió los labios con cierta alegría, él también le reconocía a él.
     Era el final para los dos; en vida enemigos, unidos ahora en la muerte por el efecto opresivo del destino. Y aunque a Sánchez ya no le quedaban ganas de reír; Pepe, aunque en silencio, se sentía henchido de felicidad. Había ganado. Y decidió alzar su particular medalla de oro en el aire como todo campeón, saboreando la gloria por última vez.
     Se metió la mano en el bolsillo. Las llaves, tan familiares como siempre, perfectamente ajustadas a su dedo como un anillo.

     ¿Podrían volver a encajar en la cerradura del Quiosco Parque Poeta Hernández? No lo sabía. Ni ahora ni, evidentemente, nunca.     

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