lunes, 10 de agosto de 2015

ESTÁN POR TODAS PARTES

     Había empezado, lo presentía. La amenaza contra el mundo, contra toda la humanidad, se había iniciado, y lo peor era la certeza de que era el único que lo sabía. Con ese pensamiento en mente, daba vueltas en la cama, esperando el momento en que debería actuar.

      ¿Cómo se enteró? Era difícil saberlo; en realidad lo supo siempre. Su padre se aseguró de inculcárselo.
     El viejo Carlos había sido toda su vida un paranoico; al menos eso era lo que le echaban en cara los que le conocían. Un simple cerrajero aficionado a la caza y a la carpintería, cuya visión innovadora de la mecánica era poco o nada compartida por el mundo: sus ideas eran ignoradas, sus inventos despreciados. Él, que aseguraba una y otra vez estar destinado a la grandeza de los genios acabó así su vida, muriendo viudo junto a su hijo, el único ente en la tierra que recordaría su nombre, sin contar la lápida de su sepulcro.
     ¿Y por qué acabó así? La respuesta era simple: él no era un idiota; la culpa era de ellos. Eran demasiado estúpidos para entender lo que hacía; estúpidos… y peor.
     —El mundo es así, hijo —decía su padre—. Los hay que… te tienen envidia, porque eres mejor que ellos, mejor de lo que serán nunca. Y por eso, hacen lo que sea para joderte, dejarte atrás… o peor, robarte tu trabajo.
     Aquella era la gran obsesión de Carlos; que espías y conspiradores llegasen hasta sus deslumbrantes ideas y se las robasen. Según la gente aquello era una paranoia de los tiempos de Franco; obsesión por los rojos lo llamaban algunos.
     Pero él era un hombre inteligente y un buen hijo; por eso aprendió a ver ignorancia donde los demás veían razón. Y aunque muchos (incluida su propia madre mientras vivió) intentaron corregirlo, donde ellos veían un viejo loco, él oía cantar la voz de la sabiduría.

     Se despertó por fin, rodeado por la negrura de todas las noches, buscando con la vista el reloj de su cómoda. Faltaba poco tiempo; el suficiente para decidir dejar la cama y empezar los preparativos. La destrucción del mundo su pereza supondría una negligencia imperdonable.

     Sin embargo, en realidad, su padre se equivocaba. Acertó en la existencia de una amenaza, pero se equivocó identificando a su enemigo, cosa que él sí hizo. ¿Espías, inútiles, rojos? No, no era nada tan banal y simple como aquello.
     ¿Cuándo se dio cuenta? Analizándolo en retrospectiva, tubo las señales delante durante toda la vida. Empezó en el colegio. Jugaba bien al fútbol, pasmaba a los maestros con sus trabajos, tenía docenas de amigos. Él siempre fue un chico muy popular, rey e ídolo del patio.
     ¿Y qué cambio? Nada. Él seguía siendo el mismo, nunca llegó a cambiar; inteligente, hábil y simpático, trataba a todos bien, hacía bien los deberes y se mantenía en forma. Pero sus amigos, sus profesores, la gente que conocía en tiendas y quioscos, cambiaron. Dejaron de sonreír cuando él lo hacía, de invitarle a jugar a sus juegos o a darle a probar sus caramelos. Empezaron a encontrar fallos y taras de todas las clases; algunos visibles sólo (si existían) con lupas y lentes de aumento, en cada trabajo, cada examen y cada proyecto. De la noche a la mañana, pasó de estar en la cima a caer rodando por la colina; situación que se prolongó en el instituto… sólo que peor. A las relaciones sociales y las notas ahora había se añadía a la suma las chicas. Y como en todo, le fue bien, al menos al principio: se reían teniéndole cerca, disfrutando de su compañía; salían al cine, a pasear o a la discoteca; varias llegaron a besarle y más… Luego, sin embargo, como llegaron se fueron, dándole la espalda, ignorando las ocurrencias que tanto les gustaban antes como si fuese un envoltorio abierto con un contenido estropeado por el aire. Y lo que era peor, hablando de él a sus espaldas, diciendo cosas. Cosas malas.
     Y así, poco a poco, se quedó solo, ignorado o perseguido, con resultados cada vez peores que le cerraron la universidad, convirtiéndole en el forzoso heredero y aprendiz de su padre.
     La gente cambiaba; así, sin más, sin mediar ningún choque o cambio de opinión coherente. Los que antes le respetaban ahora se burlaban de él; los que antes le quería le repudiaban y odiaban. Un cambio demasiado drástico e irreparable para ser espontáneo y, además, seguían siendo normales; hablaban con lucidez, tenían buena salud, hacían deporte, se reían con los chistes, lloraban con el dolor y se enfadaban con los insultos. No era, por tanto, algo mental; algún tipo de locura que barriese sus personalidades.
     ¿La única explicación posible? Alguien o algo los había cambiado, penetrando en sus cuerpos y controlando sus mentes para que pareciesen normales… pero desconfiados, hostiles y malintencionados; al cuando estaban con él.
     ¿Pero quién? ¿El gobierno, realizando algún tipo de experimento? ¿Un país enemigo que quería volver a los ciudadanos unos contra otros? ¿Una empresa que experimentaba con el control mental para convertir a la gente en compradores compulsivos de sus marcas de neveras y deportivas? Era posible, y tenía sentido; tuvo ocasión de comprobar muchas veces a través de Internet que teorías así eran compartidas por docenas de personas en todo el mundo. Incluso, por qué no, podían ser los odiados espías de su padre, poniendo en marcha al fin su plan siniestro.
     Pero no; aunque atractivas eran también demasiado sofisticadas y elaboradas, y demasiado impredecibles para afectar a todo el mundo igual. Fue su propio padre quien le sacó de su error:
     —Hijo, siempre que quieras solucionar un problema, del tipo que sea, piensa primero el modo más fácil de hacerlo.
     Y así lo hizo: entrar en cuerpos, adueñarse de mentes y controlar voluntades. ¿Quién podía? Una posibilidad fantástica y, como tal, la lógica le llegó de una fuente fantástica: las luces del celuloide y los efectos insertados con pantalla azul.
     Eran ellos: extraterrestres. Seres inteligentes de otro planeta; quizás incluso otra galaxia, con la intención de conquistar la Tierra y también, en el proceso, las almas de sus habitantes.
     Sonaba a fantástico, pero podía ser. Muchos científicos importantes creían que había vida fuera de la tierra. Pero, descubierta la causa, ¿cuál era el método de posesión? Como no tardaría en averiguar, la fórmula de su padre podía aplicarse a todo.

     Escupió la espuma blanca del dentífrico en el fregadero, después de haber frotado tanto el cepillo contra sus encías que se tiñó de rojo. Sorbió con afán del vaso y escupió varias veces, antes de fijarse en la satisfecha sonrisa que le devolvía el familiar reflejo: blanca y brillante como dos collares de diamantes.
     De allí pasó a la ducha, dispuesto a purificar su cuerpo tanto como su boca, antes de partir a su misión. Pero antes, por supuesto, había que purificar la propia cerámica. Agarró del extremo de la bañera, junto a la esponja, el gel y el champú, la botella blanca de lejía, cubriendo el blanco con blanco que luego se perdió por la negrura del desagüe.

     No recordaba al cien por cien la primera vez que vio un microbio. Debió ser cuando tenía seis años; un día que fue al médico con su madre, a comprobar que el pequeño hombre en crecimiento evolucionaba correctamente. El hombre de blanco le miró en los oídos con su diminuta linterna, le metió un palo de helado en la garganta y colocó sobre el pequeño pecho el frío medallón para oír su corazón. Luego pasó a un despacho anexo con su madre, que lo dejó esperando en una silla frente al escritorio del pediatra, ocupado por un microscopio encendido con un portaobjetos sobre la platina.
     Movido por la curiosidad, el niño se aupó a la silla y miró a través de los oculares.
     Su primera impresión le hizo retroceder hasta la silla, casi cayéndose al suelo. Frotándose los ojos tanto por el esfuerzo de ver a través de la máquina como por el de contener las lágrimas; quedó así, encogido contra el respaldo, sintiendo su corazón desenfrenado y las piernas dobladas bajo su cuerpo.
     Era, sencillamente, imposible. Para una mente infantil, la idea de criaturas así era, sencillamente, imposible.
      Nadaban en el fluido dorado por la luz con sus cuerpos informes, sin cabeza, extremidades, ojos, cara, nada; sólo cuerpos rollizos y gelatinosos propulsados por pelos en una falsa deriva, agrandados mil veces por el milagro de la óptica. Criaturas monstruosas, alienígenas, imposibles. Algo que no podía existir; mucho menos de ese tamaño.
     Aún se acordaba de cómo reaccionó su madre, corriendo aterrada hacia él, cogiéndolo en brazos y acunándolo sobre la camilla, olvidando por completo el enfado que sintió al verlo sobre la silla. El miedo a la palidez, al sudor, al desconocido mal que aquejaba al niño sacó lo mejor  ella.
     —Cariño, ¿qué te ha pasado?
     Y recordaba cómo, con ojos vidriosos y voz tomada, lo dijo; la respuesta que luego provocaría una inmisericorde carcajada en el galeno:
     —He visto monstruos. Allí.
     Y señaló al microscopio.
     Por suerte, el doctor Vacares (no olvidaría nunca ese nombre), con su cuerpo delgado cubierto por la bata, sus gafas y su corta barba blanca (el más respetable estereotipo de científico que el chaval conocía), se prestó a hablarle someramente sobre los microorganismos.
     —Pero… los he visto  —insistió—. Son muy grande.
      Nuevamente rio, tocando el microscopio.
     —Eso es porque este aparato hace que se vean más grandes. La luz y los aumentos, –giró los tres tubos sobre el portaobjetos—, hacen que las cosas pequeñas se vean descomunales. Así podemos verlas, porque, si no, no habría manera. Son demasiado pequeños.
      El niño asintió.
      —¿De verdad? ¿Y… dónde están?
      Recordaría también para siempre el desconsuelo, el abandono que sintió cuando el médico encogerse de hombros, carente de respuesta sincera, antes de añadir:
      —Pues están… por todas partes. En el aire, en el suelo, en la tierra, dentro de nosotros… —Al verle encogerse, refugiado en brazos de su madre, se apresuró a matizar—. Tranquilo. Los hay buenos y malos. Dentro de nosotros están los buenos que… si entran los malos, que son los que hacen que nos pongamos enfermos, luchan contra ellos y nos curan.
     Como las fichas cayendo en un dominó, cada revelación exponía la clave para entender la siguiente. Había encontrado algo que encajaba con la teoría extraterrestre, y no eran ni parásitos con forma de gusanos ni extraños tentáculos como en las películas. Eran organismos sin cabeza, órganos ni atributos presentes en los seres vivos conocidos; células individuales que lograban solas lo que en el resto de la vida sólo hacía en grupo; campeonas en su especie… o tramposas egoístas, que se aprovechaban de la complejidad de sus congéneres para prosperar sin compartir nada. ¿Acaso no producían enfermedades? ¿No destruían a aquellos en quienes entraban? La propia explicación del médico, la lucha reducida a su más burda expresión, que luego conocería como infección. ¿Era el organismo luchando contra la infección o la voluntad humana luchando por mantenerse dominante?
      Por supuesto, como todo niño, vivió su periodo de ignorancia, extendido desde el fin del instituto a la treintena, en que la vida y el trabajo eran más importantes y aquella amalgama de teorías, miedos e inquietudes quedaron enterradas como piezas olvidadas de un puzle en el enorme cajón de su cabeza; relegadas a poco más que fantasías infantiles y absurdas.
      Entonces vivía la fantasía de la felicidad. Tras morir su padre heredó un negocio próspero; siempre recibiendo gente que necesitaba herramientas, barbacoas o llaves de repuesto. Y, como no tardó en comprobar, la felicidad era más fácil de conseguir en compañía: se llamaba Julia, una clienta ocasional particularmente guapa (aunque ella no se veía así) a la que, en su quinta visita a la tienda, preguntó si le gustaría quedar, en una muestra de arrojo y valor que le sorprendió incluso a él. Pero ella aceptó y, a la semana siguiente, ya eran oficialmente novios. Incluso se puso a buscar piso para irse a vivir juntos. Fueron aquellos, sin ninguna duda, los cinco mejores meses de su vida.
     Luego, de manera equiparable a la de Job, como llegó se fue. Los clientes eran cada vez menos, sin ninguna explicación; las noticias no hablaban de ninguna crisis o recesión que justificase el bajón, por no hablar de que no eran como antes; los que le visitaban ya no sonreían ni eran agradables, sino toscos y despreciativos. Situación que, durante un tiempo, quiso creer se transfirió a su relación: Julia dejó de ser feliz a su lado, se volvió fría y cada vez más distante, como si se hubiese vuelto alérgica a él. Rompieron al mes siguiente; a los dos tuvo que echar el cierre. A ella y a la ferretería de la que su padre estuvo tan orgulloso. Se quedó sólo en su casa, sin trabajo y con cada vez menos dinero; torturado por dos preguntas: ¿Por qué? ¿Qué había hecho mal?
     Halló la respuesta analizando mentalmente los últimos días de su negocio, encontrándola el lunes antes del cierre definitivo. Sólo tuvo un cliente, una mujer de en torno a treinta años, bastante atractiva pero afeada por una vejez prematura que le había arrugado el contorno de la boca y salpicado el pelo de canas; vestida con una sudadera gris sudada, como llegase de correr. Como sus clientes habituales, era ceñuda, refunfuñaba y ni respondió a sus buenos días, limitándose a pedir con un gruñido un candado pequeño con copia de la llave. Acabó el servicio en dos minutos y le dio el precio, recibiendo una lluvia de monedas justa (genial, porque no tenía mucho cambio) y un gruñido. No era extraño o inusual; casi todos sus clientes actuales hablaban el mismo idioma. Pero, esa vez, pasó algo distinto.
     Cuando alargó las manos para arrastrar la calderilla, la mujer tosió; primero moderadamente, luego intentando taparse la boca con el puño… pero, al tercer envite, este cedió, arrojando una descarga de minúsculas gotas de spray hacia él.
     Los vio flotar hasta él; de nuevo, después de tanto tiempo. Había tenido buena salud toda su vida, sin catarros ni alergias, reduciéndose su contacto con ellos, prácticamente, a aquella ojeada al microscopio. Los gérmenes, virus, bacterias y microbios. Aquellos engendros aberrantes de otro mundo, flotando en invisibles cápsulas, pasando por inofensivos gracias a su tamaño minúsculo.
     Por suerte conservaba los reflejos intactos, apartándose a tiempo de evitar el rociado tóxico. La autora de la agresión, entre ofendida y perpleja, mirándole como si fuese él quien le hubiese escupido a la cara, gruñó y se marchó.
     Se quedó solo en la inmensidad del local condenado, bajo los tubos de luz del techo; con los microbios agonizando en las gotas de saliva que se evaporaban sobre el mostrador. ¿O no?
     Mientras cerraba, guardaba el dinero y se disponía a no volver, viejas ideas le llenaban la cabeza: se había arruinado porque la gente había cambiado, lo había perdido todo porque antes le apreciaban… y luego, de improviso, le evitaban. Le odiaban.
     Y a su alrededor, ensuciado por el abandono y la soledad, sólo quedaban ellos, multiplicándose entre la basura, la grasa de la persiana, el polvillo de las esquinas, la mugre de la junta de la puerta; creciendo en número, preparándose para encontrar un nuevo cuerpo que invadir y controlar…
     Y, aunque le dolía admitirlo, cuando bajó la persiana con el cartel de SE VENDE, se sintió feliz. Después de todo, aquel había dejado de ser su local pero, ¿desde cuándo?

      Todo tenía ahora sentido y, con el tiempo, le llevó a dos conclusiones inexorables: ciertas personas eran en algo más que anfitriones, una vez la posesión se consumaba. Se convertían en agentes de los invasores; seres condenados a degenerar cada vez más y más como los zombis de las películas, sin otro propósito que transmitir el mal con sus dedos ulcerados, gargantas congestionadas y respiración saturada de mucosa, que rociaba con sus espasmos un fluido más letal que la lluvia ácida, llena de invasores retozando como anguilas.
      Y, no menos importante, los invasores sabían que existía y que sabía de ellos. Si no, ¿por qué enviarían uno de sus agentes infecciosos a su negocio para contagiarle, subyugándole y destruyendo la santidad de su hogar?
     Ellos habían hecho la primera jugada; ahora era su turno de devolver el golpe. Debía luchar. Sobrevivir. Y vencer, sin importar cómo.

     Salió de la ducha, cubriendo al instante su cuerpo con la toalla granate secada en la secadora y lavándose la boca con alcohol antiséptico. Cuando se aseguró de estar seco, se lo echó sobre el cuerpo, a modo de colonia.

     Tomó la decisión definitiva dos meses y medio atrás, a la semana siguiente de abandonar su vida pasada. La decisión de iniciar su cruzada.
     ¿Debería usar un alias, emplear un disfraz? Recordando su imagen en el espejo, no lo creyó necesario; por algo en la televisión y los cómics los héroes siempre elegían como sosias aquello opuesto a lo que eran. Superman, el hombre de acero, era un petimetre con gafas de pasta; Batman, el guerrero de la noche, se disfrazaba de juerguista que dormía de día para camuflar su falsa vida nocturna. ¿Imaginaría alguien que aquel ex-ferretero en paro, de ancha nariz, calvicie incipiente y costados plegados era el defensor de la humanidad contra la invasión alienígena?
      Sólo de pensarlo se reía; aquel disfraz con el que vivía engañaría más al mundo que cualquier juego conjuntado de capa, mayas y antifaz.
     Tomada la decisión, había que prepararse, empezando por el cuartel general desde el que organizar su doble vida. Se limitó a ir hasta el salón, dando una vuelta completa sobre sí mismo con la mano en el mentón.
      ¿Sería su apartamento aceptable como Batcueva? Desde luego, podía permitírselo, y no necesitaba más. Sólo proveerse del  equipo adecuado.
     Lo tuvo todo listo al día siguiente, después de gastarse casi doscientos euros (el recuerdo de la factura todavía le causaba escalofríos) en desinfectante y productos de limpieza. Para luchar con su enemigo debía empezar por evitar su influencia allí, donde podía corromperle.
      Y así, con una sencilla máscara de quirófano, siguiendo otro ejemplo de su padre, que siempre ponía mucha importancia en la higiene (se preguntaba, a veces, si intuyendo la verdadera raíz de sus problemas), habitación por habitación, lo dejó más reluciente de lo que nunca había estado y convencido de que sólo le faltaba hacerse una transfusión con alguna de aquellas botellas, cambiando su sucia y ocupable sangre por pura y antiséptica lejía.

     Se fue a su habitación, sacando apuradamente de los cajones de su cómoda la ropa que iba a necesitar, decidiéndose por una humilde camisa blanca a rayas azules y unos pantalones de tela color café; el ultimo disfraz bajo el que se esperaría encontrar un exterminador de extraterrestres.
      De allí, pasó al armario, de donde sacó la ancha mochila azul de montaña que compró en un Decathlon para llevar su equipo. Por supuesto estaba limitado por el tamaño; hubiese preferido algo más grande, como una bolsa de deportes, pero habría sido más engorroso y llamaría mucho más la atención.
     La echó sobre la cama y repasó su interior, sonriendo al ver cada elemento en su sitio. Empezó a retraerse en su memoria, recodando las primeras noches, oscuras y solitarias, en que salió a luchar, antes de colocarse la mochila sobre los hombros.

      Su nueva doble vida se estrenó sin problemas; de día recorría negocios sencillos donde echaba currículos o pasaba interminables mañanas en la oficina del INEM, mientras patrullaba por la noche. Había estado buscando un posible centro de infección; un espacio donde los invasores pudiesen extenderse entre la población, encontrando con sorpresa lo había tenido al lado siempre.
     A dos calles de su casa, justo en el trayecto que tomaba para ir al trabajo cuando aún tenía, había un restaurante, mexicano le parecía, siempre a rebosar de gente que entraba riendo a comer o se quedaba en la calle, picando y bebiendo cerveza en la terraza. Y, en la parte trasera, dando a una calle donde había dos contenedores siempre a rebosar, amontonaban la basura; bolsas y bolsas negras reventadas por  su volumen, llenas de papel lleno de salsa aceitosa y restos de fajitas de maíz y verduras. Un verdadero criadero para sus enemigos, que se reproducían aceleradamente por el calor, pudiendo llegar a los niños que jugaban en un parque en la siguiente calle o a los mismos comensales, muchos de los cuales veía salir pálidos y sudorosos, sujetándose el estómago o conteniendo la tos. Era un objetivo claro.
     Esperó a que fuese tarde, de madrugada, cuando el restaurante estuvo cerrado, la calle desierta y el camión de la basura aún tenía que llegar. Todo fue limpio y rápido. Se acercó a los dos contenedores verdes, los roció con una lata de gasolina que compró para la ocasión y les arrimó su encendedor. En segundos, las llamas naranjas cubrieron los nidos de invasores y él se retiró satisfecho, creyendo oír a su espalda gritar de agonía a los minúsculos engendros.
     Al día siguiente vio en los periódicos que su acción había tenido calado, aunque no el que esperaba. Como todo héroe desinteresado, comprobó que era un incomprendido; según la prensa dos contenedores fueron incendiados en un acto vandálico irracional, posible obra de algún perturbado. Pero aquello no fue nada comparado con lo que se encontró al pasar por el lugar de su acción: el restaurante seguía abierto como si nada y en la calle, sobre los restos negros y retorcidos ya fríos del contenedor, se seguían amontonando la basura como si nada.
     Y peor aún, mientras se iba de allí de vuelta a su casa, sufrió un ataque sorpresa; al llegar a una acera, una niña pequeña, de pelo castaño y ropa rosa, hizo rodar un balón hasta sus pies, que casi se desvió hacia la carretera.
      —¡Cuidado!
     Rápidamente alargó un brazo hacia el pequeño orbe, impidiendo que su dueña se lanzase a la carretera.
      —Ten. —Le ofreció el balón a la niña, que le miraba con curiosidad—. Y ten cuida…
     Su mano estaba a menos de un palmo de ella cuando estornudó.
     Como siempre, sus reflejos fueron los del esperado héroe, evitando el ataque mientras soltaba la pelota, que rodó inocentemente hasta los pies de su dueña, que se agachó a recogerla.
     Inmóvil, se quedó mirándola, quieta y con sonrisa inocente mientras mantenía el juguete entre sus manos. Un disfraz perfecto que, ahora sabía lo que escondía.
     —¡María! —Una voz, acompañada de pisadas apuradas, le distrajo—. Ah, estás aqu…
     Debía ser la madre; una chica joven, morena y delgada, vestida con un mono vaquero. Se detuvo, sonriéndole con ojos brillantes.
      —Lo siento, señor. Muchas gra…
     Se dobló sobre sí misma, consiguiendo disimular con la mano sus tosidos; sonido que le estremecía como un disparo junto a la oreja.
      —Ah, este catarro… —Luego, como si nada, agarró a la niña por la muñeca con rudeza—. Y tú, nenita, ya te he dicho que cuidado con…
      Dos ataques paralelos; uno con intención lesiva y, frustrado este, un segundo, claramente de aviso. Un aviso, represalia por su inútil acción de la noche anterior.
      Comprendió entonces lo tonto que había sido por cometer aquel error de escolar: no servía de nada tirar al suelo el nido, especialmente si contenía huevos como esos, incapaces de romperse. No, para eliminar la plaga debía ir a su fuente, eliminar a los progenitores que la reponían a diario.
     Esa vez no esperó a la soledad; era arriesgado pero, si quería asegurarse, debía ser así. Además, ¿no se arriesgan siempre los héroes, librando tiroteos en solitario o abriéndose paso en estructuras que se desmoronan? Él no iba ser menos.
     Con la protección y disfraz simultáneos de la mascarilla quirúrgica, esperó en torno a las once, cuando el restaurante seguía abierto pero la terraza y la calle estaban casi vacías. No quería arriesgarse a herir a inocentes, a encontrar resistencia ni, por supuesto,  exponerse a ser identificado.
     Con disimulo, después de media hora dando vueltas por la periferia para disimular, se bajó la mochila de la espalda y extrajo su contenido. No estaba seguro de si funcionaría; sabía por la tele que había artefactos más sencillos y eficaces que, desde luego, no se hacían así. Pero, sin saber fabricarlos, debía limitarse a eso.
     Se acercó a la puerta abierta, desde donde veía el interior rojo del local, teñido del dorado de las lámparas. Sacó el encendedor del bolsillo y acercó la llama a la gasa que colgaba de la lata de gasolina. La punta del trapo, quizás empapada ya del fluido, prendió al segundo.
      Se asomó al interior, consciente de que el que toca fuego se arriesga a quemarse. A escaso medio metro del umbral una blanca figura se plantó ante él; una mujer joven vestida por completa de blanco, con delantal y gorro de cocina.
     —¿Qué…? —Se quedó inmóvil y boquiabierta, estado que parecía haberle contagiado él—. Oye, ¿Quién eres y qué….?
     No le dio tiempo a acabar; el calor rozándole las manos deshizo el embrujo de la vergüenza, además de recordarle a qué había ido.
      Con un gemido, levantó la lata con las dos manos y arrojó el balón caliente más o menos donde estaba ella.
      —¡¿Pero…?! 
      La mujer atisbó las llamas en el último segundo, apartándose con un grito. La lata rebasó el espacio donde segundos antes había estado su cabeza el fuego se dispersó.
     —¿Qué…?
     —¡Fuego!
      La vívida alfombra amarillenta se había levantado, una pradera africana salida de la nada que crepitaba con el viento en forma de gritos; gritos aterrados de la gente de dentro. Él mismo se cubrió el rostro frente al calor y la luz; el brillo de las llamas había engullido el de las lámparas, cegador como un sol.
      Le dio la espalda a la escena, oyendo tras él el jaleo; las ventanas estallando a golpe de manos sudorosas, los gritos pidiendo auxilio, el sonido de una alarma… Los pasos acelerados sobre su cabeza, las luces encendiéndose en ventanas y balcones…
     Corriendo, milagrosamente, consiguió llegar a casa, sin tropezarse con nadie y sin que nadie le viese; lo sabía porque nadie se presentó para detenerle ni esa noche ni a la mañana siguiente. Una vez allí, con el corazón a plena potencia, emocionado por el peligro, el miedo y la adrenalina, se dejó caer en el sofá y rio.
      Lo había conseguido; su primera victoria, y había vivido para contarlo. Aquello le convenció de que más que suerte, debía tener a Dios de su lado. ¿Era extraño? En absoluto. Por algo era el bueno.
    
     Sin embargo, aquel episodio no fue nada comparado con lo que le esperaba la noche siguiente. Esperó a que fuese tarde, pasadas las once y cuarto, para pasarse por la zona. El local había quedado calcinado; un cadáver de ladrillo de vientre negro mal envuelto por cintas blancas. Según el periódico, hubo dos muertos y trece heridos, cuatro de ellos muy graves. Y él, en un aumento de notoriedad, había pasado de perturbado a pirómano.
      Típico del mundo: nadie agradece las buenas acciones desinteresadas.
     De allí pasó al parque, silencioso sin niños riendo, sepulcral sin la luz del día, alienígena. Aquello le hizo reír; encontrar un entorno propio de lo que se proponía eliminar.
     Volvió hacia su casa dando un rodeo por las calles paralelas. Lo recordaba bien; su camino pasaba por un cajero automático situado, casualmente, delante de otros dos contenedores. Colocándose su mascarilla, se dispuso a pasar frente a ellos, no pudiendo evitar que un par de detalles del cajero le llamasen la atención: la puerta estaba abierta, había un pequeño cartón doblado en el suelo haciendo de tope y otro mayor, extendido en el suelo iluminado por bombillas…
      El estrépito le hizo volverse, respirando deprisa mientras las palpitaciones en su pecho parecían anunciar el colapso. Algo había caído con fuerza, y cerca…
     Oyó repiquetear vidrio y metal a su derecha, botellas y latas agitadas en las bolsas fuera de los contenedores, cayendo como árboles bajo los pies de un elefante. Y el particular paquidermo, una vez revisado el contenedor, le salió al paso, de camino a su improvisada casa. Era un hombre de edad indeterminada, de cara tan arrugada y pelo y barba cobrizos tan sucios que parecía tener una cebolla marchita por cabeza. Iba agitándose como si estuviese borracho, cubierto con un abrigo raído, tejanos desgarrados y un jersey agujereado.
     Al verle, le miró con curiosidad, como si no creyese que estuviese realmente allí; un delirio producto del alcohol o la locura. Tras un ligero traspiés, dio otro paso al frente, extendiendo la mano para tocarle.
     La idea de tocar al hombre que vivía de la basura, cubierto de suciedad, le aterró; empujándole atrás como la embestida de un bólido. Veía frente a él la mano, curtida por el sol y los arañazos, veteada por la roña, donde creía verlos serpentear como minúsculos gusanos, ansiosos de un nuevo cuerpo que devorar y otra alma que consumir…
       Retrocedió hasta casi cerrar el cajero, coincidiendo con un repentino ataque de tos del mendigo, que se dobló sobre su pecho, agitado por espasmos tan potentes que amenazaban con romperle la columna…
      —Pe… perdón.
     Y acompañó su disculpa con un esputo al suelo.
      Era el ataque que más esperaba y temía, tensándole tanto los músculos que le dolieron los brazos, provocándole temblores de síndrome de abstinencia al querer moverlos. Era un monstruo extraterrestre; un transmisor vacío de humanidad con su sangre contaminada por los millones de parásitos que, si llegaban a tocarle, le destruirían.
     Una sonrisa artificial se extendió por la cara del transmisor, mientras estiraba sus escuálidos brazos como queriendo darle un abrazo de hermano.
     Anteponiéndose al pavor, tomó aire y recuperó el control de su cuerpo. Por suerte no estaba indefenso; llevaba una protección adicional pensada para aquel momento.
     Estiró el brazo derecho hacia el bolsillo delantero de la mochila, desplazando con un crujido la cremallera en cuanto la detectaron sus dedos, metiendo su mano, una comadreja ansiosa por encontrar de ratones, hasta aferrar a su presa por su duro y áspero cuello de madera.
     El mendigo pareció no entender al ver el cuchillo, seguramente pensando que era producto de su mente aturdida. Sin embargo, cuando lo sintió en su pecho pasó del asombro a la confusión.
     —¿P… pero qué…?
     Su brazo se había convertido en una lanza, manteniendo al transmisor a una distancia segura, traspasado por la brillante punta como un pez en un arpón. Y, tras el impacto inicial, sintiendo el dolor, el hombre retrocedió, dejando una herida pringosa en su pecho y un rastro goteante en el cuchillo.
     Un terror le poseyó, viendo la sangre oscura al final de su brazo. Había abierto su cuerpo, liberando a los invasores, exponiéndose a su contagio, con el aire cada vez más contaminado con cada gota que dejaba su cuerpo.
     —¡Aaaayyyy!
     Con el rostro contorsionado, hundiendo su mano derecha en su plexo solar y agrandando su herida, el transmisor aulló a la luna, como un lobo llamando a su manada. Y, si había algo que no iba a permitir, era que llegasen refuerzos.
     Olvidando por un momento el asco por aquella sangre invadida, le embistió con el cuchillo por delante. El arma se clavó en su garganta, interrumpiendo el grito que primero se volvió más estridente y, por fin, más líquido y gorgoteante. Su espalda, impulsada por la fuerza del impacto, dio contra el contenedor, desplazándolo unos centímetros antes de resbalar hasta el suelo, derrotado por fin mientras escupía sangre.
     Todavía conmocionado por la crudeza y violencia vividas, dirigió sus ojos, temblorosos y salpicados de formas luminiscentes a su mano. Ahogó un grito; la sangre se había extendido por la empuñadura, llegando a su mano, rozando su carne por poco menos de un milímetro, buscándole…
     Soltó, asqueado, el arma, comprobando a la débil luz del cajero los daños. Había tenido suerte; no le había tocado. Por poco.
     El cuchillo había caído sobre el cuerpo, volviéndose irrecuperable, aunque de todos modos no pensaba llevar hasta su casa un objeto tan contaminado, aunque llevase sus huellas…
      Se mordió el labio inferior. Sólo había una solución.
     Roció con su segunda lata de gasolina para imprevistos cuerpo y arma, antes de encender un nuevo fuego. Al sentir el calor ascendente rozarle el brazo, dudó en apartarlo; no estaba seguro de que el fuego no pudiese infectarse también, aunque había sido siempre el sistema tradicional de esterilizado…
     Cuando la presión del calor se hizo insoportable se apartó, corriendo hasta su casa sin mirar atrás, con su sucia mano derecha apretada contra el pecho. Una vez en las tinieblas de su apartamento, se encerró en el cuarto de baño y la purificó con un abundante chorro de alcohol.

     Aquel episodio le provocó, sin embargo, nuevas y terribles inquietudes. ¿Cuánta gente estaría contaminada en el mundo; que porcentaje estaría bajo control alienígena? ¿El cuarenta por ciento, el cincuenta, el noventa… más? Quizás era más aterrador formular la pregunta a la inversa: ¿Cuánta gente quedaría en el mundo libre de su control? Dios, ¿podía ser el único? ¿Él obligado a enfrentarse con todos? Era tan simple; bastaba un catarro, una fiebre, una sencilla alergia… llenando el flujo sanguíneo, los órganos, el cuerpo, de invasores… Demonios, si incluso controlaban el gobierno. ¿No exigían acaso que se vacunase a los niños en los colegios? Arrimándoles agujas cargadas de invasores, clavándolos en sus brazos con la falsa promesa, precisamente, de prevenir enfermedades.
     Sentado en ropa interior en su dormitorio, apretó con frustración la sábana sobre su cama. Era demasiado trabajo para un solo hombre, una guerra demasiado difícil de librar.
     A no ser…
     La idea tomó forma en su mente; una locura, un acto suicida pero, en sus actuales circunstancias y habiendo llegado tan lejos, no podía echarse atrás. Era el único recurso que quedaba.
     Nada de aquellas acciones discretas, eliminando focos de infección y a transmisores solitarios. No, necesitaba darse a conocer, que la gente supiese la verdad. Sabía que era difícil; eran conformistas y escépticos, rechazando revelaciones así como desvaríos de conspiranoicos, especialmente en un tema tan trivial y destripado por la ciencia como los patógenos. Pero debía hacerlo así…
     Algo grande, la contraofensiva definitiva que le convertiría en héroe o en mártir pero, en cualquier caso, en el estallido que iniciaría la resistencia humana.

      Su vista se posó durante uno segundos en él, el último y más valioso elemento de su equipo. Lo levantó, viéndolo brillar a la luz de la lámpara. Sonrió. Aunque el primero fue destruido, aquella no fue, desde luego, la única vez que tendría que usar uno en su lucha contra los invasores.
      Si tenía suerte, de hecho, su gran momento sería ese mismo día.

     Las luces del techo prolongaban el día dentro del centro comercial mucho después de caer la noche, sofocando cabezas y cegando ojos; volviendo a los despreocupados clientes poco menos que borregos, entretenidos con los escaparates llenos de mercancías caras, los puestos de comida rápida y las ruidosas atracciones donde los niños exigían una ronda.
     Un terreno atestado en el que el aire fluía de pulmón a pulmón, extendiendo la corrupción de manera silenciosa y discreta. Si había un lugar donde reivindicar su causa con contundencia era allí.
     En contraste con el colorido y luminosidad exteriores, destinados a la mugre de las suelas, las migas de los bocadillos y los pellejos de las facturas, el espacio destinado a la higiene, como todo colector de residuos, era un estrecho, gris y oscuro callejón; vivamente anunciado, eso sí.
     En un recodo de la primera planta, lejos de los vigilantes, los aseos se abrían a la izquierda de la salida de emergencia.
     Fue hacia allí directamente, sin mirar a nadie y sin fijarse en si alguien le miraba. Su mochila, por suerte, no llamaba la atención; más de un comercio de videojuegos o ropa aceptaba cambios o devoluciones sin importar cómo se transportaba el género. Además, todo guardia sabía que ningún ladrón sería tan estúpido de intentar burlar las alarmas con una mochila al hombro.
     Entró en los urinarios masculinos, los más alejados del interior, pretendidamente inmaculados. El suelo era de baldosas grises, a tono con las paredes blancas, el mármol oscuro veteado de blanco de los lavabos y el brillo amarillo de las bombillas. Le recibió el silencio absoluto; ni cisternas vaciándose, ni grifos abiertos ni la máquina de secar soplando. Y, más importante aún, sin ninguna vejiga vaciándose, contaminando aquel aire que olía a desinfectante y jabón; un encanto que se rompía al ver la papelera, empachada de papeles húmedos.
     Con un gruñido de disgusto, tras cerciorarse de que no había ocupantes tras la media docena de puertas cerradas, se plantó frente al espejo y procedió a equiparse.
     Primero y más importante su máscara, el sencillo cubre bocas de quirófano que esperaba, además de proteger sus pulmones, dificultar su identificación de buenas a primeras. Segundo, y no menos importante, los guantes de látex, rellenos de talco para secar las manos, asegurando la comodidad en su manejo; no tanto para disimular su rastro dactilar como para asegurarse, sencillamente, de que no se repetiría el sangriento desliz del vagabundo, y unas gafas de fumigador, que cumplían sobre sus ojos las funciones de disimulo y defensa simultáneamente.
     Y, por último, el verdugo de aquella guerra, la espada sagrada que purificaría a los invasores. Levantó el cuchillo de cocina, idéntico al primero que llevó; la hoja de acero reflejando sus ojos, no así su sonrisa.
     Estaba listo. Se cargó a la espalda la mochila, todavía pesada, llena de alcohol y lejía. Hora de luchar.
     Dejó los servicios. La única presencia en el pasillo, en pie delante de él, era la de un oportuno carrito de la limpieza; una bolsa de lona amarilla con ruedas que tapaba la fregona, la escoba, los productos de limpieza y la bolsa de basura. Arrastrándolo con expresión hastiada, un hombre moreno de piel aceitunada no del todo joven, con uniforme de servicio azul, guantes como los suyos, un pequeño y redondo brillante en una oreja y un bigote de pelusa sobre el labio superior.
     El hombre se detuvo un momento, resoplando como si su carga pesase toneladas, antes de volverse. Le vio y se quedó mirándole.
     La expresión de su cara era muy elocuente; abrió los ojos, entreabrió la boca y retrocedió dos pasos, quedando petrificado como un maniquí. Sorpresa, desconcierto, espanto, pasearon sucesivamente por su cara antes de emitir una risita nerviosa… y seguir sin mover ni un músculo. 
     A su modo aquel hombre no era muy distinto a él; su finalidad era retirar la porquería y abrillantar las superficies con lejía, previniendo la llegada y proliferación de extraterrestres. ¿Así que, qué le sorprendía tanto? ¿La máscara, las gafas, el cuchillo quizá?
     No, no podía ser; debía ser otra cosa…
     Lo entendió; al segundo siguiente se inclinaba hacia él, tensando el brazo con el cuchillo.
     —¿Qué? Pero… Un momento, tío, ¿de qué vas?
     No podía disimular ni entretenerlo con palabras; su fachada de limpiador era un farol: aquel hombre torpe, descuidado y distraído, lejos de contener la invasión la expandía; no había más que verlo para saber que, desde su primer día en ese trabajo, en el mismo momento en que barrió el polvo del suelo, se expuso al contagio, quedando infectado.
      Era uno de ellos.
     Sin pensarlo más, se lanzó hacia él, apuntando con el cuchillo al estómago. El hombre trató de interponer sus brazos, pero fue lento; aviones de papel en la trayectoria de una flecha.
     —¡Agh!
     El transmisor gruñó mientras caía sobre su costado derecho; el cuchillo le había traspasado el estómago y, en el proceso, seccionado dos dedos de la mano derecha, que rodaban a sus pies como gusanos sin cabeza.
     Respirando pesadamente tras la máscara, notando el sudor cubrirle la barbilla y empañarle las gafas, comprobó cómo la sangre abandonaba aquel cuerpo, vaciado de cerebro, estómago, huesos y médula para encharcarse en el suelo, brillando como lava. Y, no menos importante, se llevó el cuchillo a los ojos. Tragó saliva al comprobar lo mucho que se había hundido, tiñendo de sangre toda la empuñadura y las falanges de sus dedos, cubriéndolas con un calor que atribuyó al principio a la emoción.
     Nervioso, sacudido por espasmos, quiso soltar el arma y arrancarse aquella piel de látex, temiendo contaminarse, hasta recordar que era imposible; la función de los guantes, precisamente, era mantener a los invasores al margen al coste de ensuciarse.
     A sus pies, el hombre gimió, intentando moverse mientras trataba de cubrir ambas heridas con su mano izquierda, que lucía otro enorme tajo.
      —¡Ah!
     El grito procedía de la derecha; al mirar se encontró con una mujer joven, de pelo rubio recogido en dos coletas a los lados de la cabeza, vestida con ropa vaquera, varios collares de cuentas de colores y una cara sobrecargada de maquillaje que miraba boquiabierta a él y a su enemigo alternativamente.
      —¡Ayuda!
     La mujer se dio la vuelta, gritando y corriendo de vuelta a la galería principal.
     Su primer impulso fue seguirla; iba a alertar a todo el mundo, atrayendo a los guardias, más enemigos con los que luchar…
     Siguiendo el impulso empezó a correr, dando tres pasos… antes de pararse.
     Se había ido acercando al aseo femenino, momento en que captó un sonido alto y estridente. El sonido de gritos. De llantos.
     Lentamente se acercó a la puerta abierta, doblando la entrada hacia la izquierda, donde estaban los excusados. Oyó pasos apurados.
     —¿Pero qué…?
     Una mujer le salió al paso, deteniéndose en seco, sorprendida con razón. Él no debería  estar allí.
     En un acto de puro reflejo, subió el puño derecho que sujetaba el cuchillo, estampándole los nudillos en el entrecejo. La mujer gruñó y cayó hacia atrás, quedando tendida en el suelo con los ojos cerrados.
     En aquella pose tendida la analizó con más detalle. Era de mediana edad, atractiva, vestida con una chaquetilla  sobre un jersey blanco de manga corta y una falda corta que dejaba a la vista sus largas y bonitas piernas. Debía tener en torno a cuarenta y cinco años, aunque se conservaba muy bien, con una melena larga y castaña, piel tersa y pechos sorprendentemente hinchados…
     Sintió un estremecimiento al saber que su situación no había cambiado; la voz de alarma seguía fuera. Y el llanto, allí dentro.
     Terminó de doblar el corto pasillo de entrada, encontrando a la sirena encendida sobre la repisa del primer lavabo.
     Su primer pensamiento, no pudo evitarlo, era que era muy pequeño. Una criatura diminuta e imperfecta de rostro arrugado, manos minúsculas y piernas rollizas, vestido con un jersey azul que delataba su sexo tanto como su entrepierna al aire.
     Un niño de pocos días, al que su madre estaba cambiando en el aseo de mujeres antes de oír los gritos.
     Entre las nerviosas piernas del niño, el pañal desplegado se sacudía. Sin saber el motivo, tal vez curiosidad por no tener niños o nostalgia por haber sido igual a él en otro tiempo, se acercó a la berreante criatura.
      —Vamos, chico —le habló con fingida calma—. No te va a pasar…
     Interrumpió su voz, curvando el rostro en un gesto de asco al ver el contenido del pañal. Sintió arcadas sólo de ver la masa pastosa del color de una gangrena, pegajosa y apestosa que manchaba el envoltorio de plástico. Y había salido del bebé…
    Con el ceño fruncido por el desprecio, se volvió hacia la criatura ruidosa y enfadada, deseosa de que la limpiaran. Aquella criatura que había producido aquella porquería con sus entrañas podridas, infectadas hasta lo más hondo de su pequeño cuerpo por los invasores, dispuestos a extenderse desde aquella inocente fachada hacia nuevas y desprevenidas víctimas.
     Apretando los dientes, furioso por las circunstancias, se acercó al pequeño. Evitaba mirarlo, gesto que parecía ser mutuo. La criatura, desdentada y llorando sin lágrimas, estaba demasiado ocupada reclamando atención.
     Suspiró. Aquello era duro. Pero era una guerra. Y en la guerra no existen los inocentes.
     —¡Eh! ¿Qué… qué está pasando ahí fuera?
     La voz procedía de detrás, de una puerta cerrada. Al mismo tiempo, un cerrojo se apartaba. En el suelo, la mujer derribada gruñó, sacudiendo la cabeza mientras recobraba la consciencia. En el pasillo, varios pies corrían.
      Pero él no prestaba atención a ninguno de ellos.
     Toda su atención estaba en su mano, mientras levantaba el cuchillo sobre el infante, repentinamente callado.
     Y entonces, otros gritos inundaron los servicios femeninos del centro comercial.

     Todo terminó muy rápido, y aun así lo recordaba nítidamente. El impacto que lo echó al suelo, los golpes que cayeron sobre él, haciéndole soltar el arma y cubrirse mientras gritaba, intentando explicarse; la presión en torno a las muñecas y cómo era llevado a rastras hasta el asiento trasero de un coche.
     A su modo, tuvo suerte. Tras su primera noche en el calabozo tuvo ocasión de contarlo todo. Por desgracia, la autoría de la acción en sí gustó a sus captores más que sus motivos. De hecho, cada vez que lo mencionaba, al menos uno de sus interrogadores amagaba una sonrisa y se volvía con disimulo.
     La prensa estaba encantada con su nuevo juguete y, por tanto, el juicio fue rápido y, a su modo, dulce. Imputado como estaba por cuatro muertes y más de una docena de heridos, no esperaba misericordia, pero aun así, su abogado, de oficio, un charlatán desentendido con una autopista cruzándole el cráneo y gafas de culo de vaso tenía todos los ingredientes para preparar la más sencilla y eficaz defensa: la enajenación mental. Y, aparentemente, sus detalladas explicaciones sobre la conspiración alienígena apoyaron su argumento, quedándole el consuelo de que, como siempre, quedó alguna voz crítica que dudaba de que fuese teatro.
      Conclusión: absolución por atenuante de enfermedad mental e internamiento en un centro psiquiátrico; la mayor victoria para sus enemigos: en vez de morir como un héroe, viviría como un loco; los únicos sinceros sin credibilidad.

     Al principio le pareció que estaría bien. Tenía una habitación luminosa, le atendían educadamente, no le faltaba ni comida ni ducha, podía leer y conservar sus pensamientos. Lo peor eran las pastillas, que le privaban de fuerza, impidiéndole pensar y sumiéndole en el pegajoso amodorramiento de las drogas; y las sesiones de terapia, basadas en repetir, una y otra vez, que lo que sabía era una invención. Una fantasía. Una mentira.
     Así lo comprendió: aquella gente no quería ayudarle sino anularle; conseguir que dudase de sí mismo y que sucumbiese a la posterior infección. Tuvo la prueba definitiva en sus reiteradas negaciones a esterilizar sus manos para tocarle o servirle. ¿La excusa?
     —Vamos, eso sólo alimenta tu fantasía. No ayuda a curarte.
      No tardó en resistirse. Dejó de tomar las pastillas y de seguirle la corriente a los médicos. Cuando intentaron persuadirle por la fuerza, se resistió. Y, como era de esperar, tuvo consecuencias.
     Lo encerraban en una habitación con una cama y las paredes acolchadas a media altura y una ventana en lo alto. Y seguían llevándole la comida, teniendo el detalle de dejar la bandeja con manos enguantadas y bocas tapadas por mascarillas.
     Y, curiosamente, no le entendían. No entendían que se quedase allí, en una esquina, arrinconado y rumiando con ojos trémulos, presa del pánico. Creían que era por el aislamiento. Pero la verdadera y cruel naturaleza de aquel castigo era otra.
     ¿De que servía tanta blancura? Seguían estando allí, en los huecos de los hilos, en las suelas de las zapatillas del personal, en el aire que se colaba por la ventana. Y sabía que no había suficiente desinfectante o lejía en el mundo para contenerlos.
     La posesión ya había empezado; lo sabía porque había afectado a su mente. Todas las noches el mismo sueño; el de una versión de él fría, sorda y sin ojos pero con visión flotando en líquido, incapaz de moverse; una curiosa representación de lo que debió ser el útero materno cuando él era sólo una célula en crecimiento. Pero no estaba solo.
     Aunque no los veía, sabía que estaban con él, y no porque fuesen igual de minúsculos. Sencillamente los sentía; sobre él, por debajo, a los lados, surcaban aquel universo líquido a la velocidad de lanchas motoras, levantando corrientes que lo agitaban como la boya de un sedal, a la espera de que un pez engullese el anzuelo. Y lo peor, lo veían y se le acercaban, rozándole con sus pelos gelatinosos, atrayéndolo hacia sus cuerpos sin bocas ni dientes para despedazarle.
     Y, al despertar, mientras su agitado cuerpo volvía a su quietud, comprendía que, como en su sueño, él estaba lleno de líquido; un medio del que no podía librarse… ni impedir que los invasores proliferasen.
     Aterrado, sin poder mover los brazos, se apretó contra la esquina, enterrando la cara en su inmaculado uniforme azul. Había perdido, no había esperanza. Nunca podría ganar aquella lucha.
      Estaban por todas partes, fuera y dentro, y ahí no podía llegar estando vivo.

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