lunes, 28 de septiembre de 2015

EL DEDO VERDE Y BLANCO

     Había un pueblo entre el Vinalopó medio y el Campo de Alicante, en su tiempo ubicado en el corazón de la Sierra del Maigmó. Hoy desaparecido, no pasó nunca de veinticinco casas y su nombre se ha olvidado; el progresivo abandono del monte y de las labores en la zona fueron llevandolo poco a poco al abandono. En menos de cien años, sólo quedaron algunas ruina aisladas y cubiertas de maleza de la plaza y sus casas, mientras sus habitantes emigraban, por no decir huían, instalándose en Aspe, Novelda, Monforte del Cid y Petrer por el oeste; en Tibi, Castalla e Ibi por el norte y en Agost y Alicante por el sur y el este, olvidando con el tiempo y el paso de las generaciones que alguna vez pertenecieron allí.
     Sin embargo, recordaban que allí se originó una cancioncilla infantil, de origen perdido en su memoria:
Juan Bermejo era un niño muy travieso.
No paraba de hacer el gamberro, el muy trasto.
Un día  desobedeció a sus padres y fue al Ditverd corriendo solo
Y ya no se supo nunca más que fue del pobre Juan Bermejo

     Quizás nadie supiese quien fue su autor o si llegó a existir Juan Bermejo, pero sí sabían por qué se cantaba.
     No era un refrán, villancico, ni rima, sino una advertencia; sobre un peligro real.
     En aquel montañoso límite comarcal sembrado de pinos y abruptos valles, existía una formación, pequeña e insignificante; invisible al lado del resto de macizos;  conocida sólo por los que vivían cerca. La llamaban el Dedo verde, por la forma en que el estrecho cerro señalaba hacia el cielo, si bien el uso extendido entre los vecinos del valenciano lo lo tradujo como el Dit Verd, enquistándose definitivamente como Ditverd.
     Una colina ridícula de apenas quince metros, con una plataforma que permitía estar en lo alto con una tienda y poco más. Costaba creer que mereciese nombre propio. Sin embargo, destacaba por ser una anomalía en el paisaje. Aparte de cómo sobresalía del terreno, frente a los incontables lentiscos, jaras, aliagas y espinos que crecían en los alrededores a la sombra de los carrascos, en aquel punto, de superficie curiosamente plana y regular, sólo crecía algo de hierba que asomaba entre el musgo. A aquello le debía su nombre. Un musgo curioso, aplanado y ancho que hacía parecer que ese suelo estaba tapizado por miles de hojas minúsculas, que se extendían desde la cima plana hasta el pie de sus laderas, sin dejar destapado un mísero milímetro de la tierra marrón y húmeda de debajo. Sólo desaparecían al llegar al suelo.
      Tambien era insólito por su reducida fauna. Los que pasaban cerca ya fueran residentes cercanos o paseantes accidentales, coincidían en que en torno al Ditverd no se oía el canto de los pájaros, ni se veían huellas de jabalíes, ni pasaban moscas, abejas, mosquitos o tábanos aleteando a su lado o entre la maleza inmediatamente contigua. Incluso los bolsones de procesionaria, verdadera plaga allí, parecían rehuir su periferia. La única criatura que constaba que frecuentara el Ditverd eran los conejos. Presumiblemente criaban allí; no porque se los viese correteando o se encontrasen sus excrementos sobre el suelo verde, sino porque sus madrigueras se encontraban a distintas alturas del cerro, hoyos pequeños e irregulares que, curiosamente, solían coincidir con los puntos donde brotaba la escasa pero siempre verde hierba. En realidad, no  constaba que nadie hubiese visto nunca nada vivo en el Ditverd. Aparte de la vegetación a ras de suelo, eso sí, lo que habia a puñados eran piedras, alargadas y redondeadas, parecían huevos, no muy distintas de las de los alrededores. Estaban dispersas por su superficie, aisladas como islotes en un mar verde o acantonadas en algún saliente de sus bordes, constituyendo la única e ínfima nota discordante con el color del Ditverd.
     Era, sin embargo, por buenos accesos en el monte y su estado de penumbra continuado, un lugar de descanso muy valorado por los excursionistas, que podían coronarlo sin demasiado esfuerzo para sentarse un poco, almorzar o dejar a sus niños sueltos un rato sin mucho peligro mientras sentían la apacible brisa en la cara. Y, en cambio, era evitado por los oriundos de la región, alguno de los que conocían la cancioncilla y había entendido su significado: evitar que los niños se acercaran al Ditverd, especialmente si iban solos.
     Pues que Juan Bermejo fuese un simple cuento sin más relevancia que el del Sacamantecas. Pero estaba probado con nombres y fechas, olvidado por la mayoría pero recordado fuertemente por unos pocos implicados.
     Y era que muchos se habían acercado solos al Ditverd y habían desparecido.
      Sin contra lugareños anónimos quese fueron para no volver, existían casos con nombres y apellidos registrados en los periódico. Pedro Ferrer López, natural de Tibi, era pastor ovejero. Se había instalado en una cabaña en unos terrenos adquiridos cerca de los restos del pueblo perdido, a finales de septiembre del treinta y uno. En una de las ocasionales visitas que realizaba a sus parientes, les comentó que se disponía a prolongar su ruta de trasiego hasta aquella zona de la arboleda, comentando explícitamente entre risas a sus padres, sus dos hermanos y su hermana:
     —Se supone que hay una montañita donde dicen que no hay que acercarse.
      Aquello denotaba que no era del todo desconocedor de esa oscura leyenda, si bien era obvio que la ignoró. Dos días después algo más de una docena de ovejas, que serían posteriormente identificadas como parte de su rebaño de más de cincuenta y cinco ejemplares, fueron localizadas vagando por los caminos que iban a las poblaciones del norte. Del resto del rebaño y de su conductor no se volvió a saber. Informados por la familia, la Guardia Civil peinó la zona hasta la cúspide misma de la pequeña montaña prohibida pero, si bien las huellas y los excrementos recientes indicaban la presencia del rebaño en sus alrededores, en su cima no se encontró ninguna señal del pastor. Sin otra información o pista que el saber que el buen hombre había llegado hasta allí, las autoridades concluyeron que Pedro Ferrer López debía haberse extraviado en el monte y muerto al precipitarse por una sima oculta en el suelo; fue muerto y asaltado por bandidos gitanos, que deshicieron del cuerpo o se marchó porque había encontrado novia o un trabajo mejor en alguna parte. Intentos por responder a una pregunta sin respuesta.
     Décadas después, en mayo del setenta y cinco, Rafael Garrido Verdú, industrial de Alicante muy aficionado a la caza, caminaba con un par de amigos por un coto del Maigmó buscando perdices al vuelo o un conejo a la carrera, cuando uno de sus perros se extravió. Salió tras él, internándose bajo los altos pinos y entre la densa maleza. Sus amigos, al perderle de la vista, intentaron seguirle, extenuandose a los pocos minutos y prefiriendo esperarle. No se sabe hasta donde llegó;  lo seguro es que salió del coto, ya que se encontró al perro quince minutos después rondando un camino privado. Cuando su dueño y los dos cazadores se reunieron, oyeron el eco de los disparos; cosa no tan inusual que les preocupó: en lugar de uno o dos disparos, lo habitual en la caza menor, a la primera detonación siguió una docena más, que paró tan de repente como empezó.
      Uno de los acompañantes del señor Garrido, incluso, dijo que le pareció oír gritos entremezclados con los dos últimos, antes de que el silencio volviese a los montes.
     Los dos hombres, nerviosos, siguieron en línea recta los pasos de su amigo perdido hacia el sonido. A casi un kilómetro llegaron a la elevación, testigo mudo de lo acontecido en la que no encontraron ningún rastro. La búsqueda, más esmerada por disponer de mejores medios y equipos y estar la víctima mejor posicionada, tuvo a varios agentes de la benemérita y de los servicios forestales rastreando el coto y sus límites palmo a palmo una semana entera.
     —La búsqueda ha resultado infructuosa —anunció un responsable la suspensión de las labores, sin dar más explicaciones.
     Únicamente se realizaron dos observaciones. Los rastreadores con perros, aunque no encontraron nada, afirmaron que al llegar al límite del Ditverd, los animales empezaron a ladrar y a tirar de sus correas intentando huir.
       —¿Qué os pasa?
      A base de fuerza los arrimaron a sus faldas, cambiando su actitud radicalmente: bajaron la cabeza y empezaron a gemir como si llorasen.
     Por su lado, aunque nadie se atrevió a expresarlo a viva voz, los pequeños hombres de campo y residentes más antiguos de la zona, invocando la cancioncilla de Juan Bermejo y el episodio de Pedro Ferrer, resultaba evidente que lo único que ambos tenían en común era haberse cruzado con ese cerro. Y, aunque la explicación fuese otra, se decía que fueron tragados por la montaña.
     Desde entonces el temor a ir solo por allí pasó de simple mito folclórico a un verdadero tabú. Por fortuna, estaba lo bastante aislado para que la mayoría de excursionistas, senderistas y cazadores lo encontrasen, mientras los vecinos podían evitar sin problemas a la que mentaban, por segundo nombre, como la Muntanya Mentidera. El nuevo título de “Montaña Mentirosa”, se debió a un curioso fenómeno que los residentes comprobaron: tapado como estaba entre árboles, no era fácil verlo, pero muchos distinguían su cima plana entre los pinos. Este, para asombro de los tranquilos sexagenarios concurrentes de bares y tabernas próximas al Maigmó, parecía diferente, no sólo entre persona y persona, sino para la misma en días distintos. Algunos la describían como estrecha y puntiaguda; imposible de mantenerse encima si no era en equilibrio. Otros la vieron como un conjunto de picos romos, abriéndose como el cráter típico de un volcán. Pero la mayoría, incluyendo a muchos de los que cambiaron de versión, lo definían como plana y amplia, casi el doble de una casa, como si hubiese multiplicado por dos su anchura.
     —Crece porque come gente —diría alguién en un bar, consiguiendo muchas miradas de disgusto y ningún comentario.
      Fue la prueba que necesitaban. Aquella montañita, seguramente por obra del Diablo, sólo podía traer mal a quien fuese lo bastante loco o ignorante para acercarse a ella.
     Pasaron los años, los ancianos murieron, los que eran jóvenes entonces ocuparon su lugar a la cabeza de las mesas y en las mecedoras frente a los fuegos. El miedo, desterrado por el racionalismo, relegó la historia al plano de los cuentos para viejas que ya no asustaban ni a los niños. Evitaban el Ditverd, pero con un buena justificacion.
        —¿Ahí, qué se me ha perdido?
     Daniel Cano Poveda, natural de Alicante, era hijo de un conocido fabricante de cerámica aficionado a los paseos por la naturaleza. Por aquel entonces empezó a fijarse en Carmen Alonso Perelló, un año más joven que él, a la que conoció en la facultad de derecho; una urbanita de verdad para la que los bosques de pinos eran tan familiares como un paseo por Marte.
     —¿De verdad nunca has estado en el Maigmó? —le preguntó, medio divertido, una tarde que salió el tema—. Es un sitio precioso, con sombra y muchas plantas…
      —No —negó ella, para la que un callejon oscuro seguía siendo más familiar que la naturaleza salvaje.
       Él aprovechó para rodearle el hombro con el brazo.
      —Bueno, —el susurró al oído, —eso se puede arreglar.
      Dos meses después, una tarde de junio del dos mil, para celebrar con un poco de “romanticismo e intimidad” el final de sus estudios, el joven de veintitrés años decidió llevarla donde nadie les molestase.
      —Aquí todo es paz. Nadie se mete a ver qué haces —comentaba, con otras cosas que un paseo en mente.
     Condujo por caminos secundarios y sin asfaltar, consiguió aparcar a duras penas en un margen atiborrado de piedras y hierbas altas, lejos de cualquier presencia humana. Pasearon cogidos de la mano un poco entre los pinos de cerca, sin alejarse mucho del coche.
       —Más que nada… para asegurarnos de que no había nadie.
       Cuando la soledad fue una certeza, pasaron al asiento trasero del Mercedes negro de sus padres, se desnudaron, tomaron cada uno una dosis de LSD e hicieron el amo. Debían ser las siete; todavía había luz. Según él, claro.
      Una vez acabaron, el rodó sobre el asiento, apretujándose contra el respaldo. Le parecía que se hundía en una catarata de arenas movedizas; todavía en pleno viaje.
     —Eh, Dani. —Antes de separarse de la realidad por completo, le pareció sentir que le tocaban el hombro—. Voy fuera un momento, para… vestirme.
      —Vae— articuló.
      Carmen, por desgraciado, no estaba libre de pecado; se alejó persiguiendo o huyendo de algo en los restos del bosque, vestida sólo con su piel y su melena rizada y castaña. Daniel Cano perdió la noción del tiempo durante la duermevela en la que cayó; cuando se recuperó había pasado más de una hora y era casi de noche. Su novia todavía no había vuelto.
     —Me vestí deprisa; me puse los pantalones fuera y ni me abroché la camisa. Cogí una linterna de la guantera y busqué donde pareció que la hierba estaba más removida.. No se lo que tarde; las aliagas casi me descuartizan y no podía pisar sin hundirme en la pinaza. La llamaba, pero sólo oía a los grillos y algún búho…
      Aseguró que avanzó hasta encontrar una prenda verde brillante, que reconoció como la blusa de Carmen. Le extrañó, entendiendo que podía haber recorrido todo ese trecho desnuda, o al menos en parte. En aquel punto se fijó que los únicos sonidos los hacía él. Aún oía a los insectos y pájaros de la noche, pero en la distancia. Sintiendo un mal presentimiento, avanzó un par de metros más, antes de volver al vehículo por miedo a perderse.
     —Entonces lo encontró, delante de mí.
     La elevación verde, gigantesca ante su insignificante y diminuto cuerpo, salpicada por la incontables piedras blancas que adornaban sus bordes. Él no pudo evitar asociarlo con los castillos de arena que levantaba en la playa de niño, que embellecía con piedrecillas y conchas. Hasta que vio algo azul, unos pantalones vaqueros cortos, tirados a los pies del cerro. También eran de Carmen.
     Los recogió; al verlos a la luz se puso en alerta. Habían sido desgarrados por algo, parecido a los dientes y uñas de un gato, pero todavía más pequeño.
    —Trepé hasta la cima. Pensé que, desde arriba, a lo mejor…
      Lo hizo a cuatro patas, desprendiéndose casi al pisar una madriguera de conejo en lo más alto. Ante él, una extensión bastante más grande de lo que sugería la vista desde el suelo. Un amplio solar verde con agujeros aquí y allá, con piedras durmiendo sobre su superficie. Pero ni rastro de Carmen. Su novia había desparecido. 
     Temiendo perderse, volvió. No era tan terrible; la pobre estaría vagando desnuda en trance como una bruja en un aquelarre, hasta que se le pasara. Entonces buscaría desesperada ayuda en alguna de las casas dispersas por los terraplenes y bancales semiabandonados, o, mucho mejor, daría un susto a algún paseante o residente. Habría un susto inicial, una explicación que le dejaría mal, la promesa de no volver a tomar drogas e, inevitablemente, una llamada a las autoridades.
      Mejor pasar esa parte del mal trago cuanto antes. Llamó el a la Guardia Civil.
     Casi cuarenta minutos y un par más de llamadas más necesitaron para localizarle. Les contó el motivo de su llamada y, por la falta de organización, lo difícil del terreno y por ser plena noche, se limitaron a peinar la zona.. Media hora después lo escoltaron hasta el cuartel de San Vicente, donde hizo una declaración completa, quedando libertad bajo custodia paterna.
     Al día siguiente se inició la búsqueda. Se coordinaron los cuerpos de Alicante, Ibi, Castalla, Agost y demás municipios de la zona, así como los servicios forestales y un buen número de voluntarios. Durante casi una semana entera, los helicópteros sobrevolaron los claros y valles entre los pinos; los perros recorrieron palmo a palmo los caminos y los voluntarios registraron cada gruta, sima, madriguera y arbusto. El Ditverd fue circundado y coronado varias veces. Para nada.
     De Carmen Alonso sólo quedaba la ropa que Daniel encontró. Los encargados, con dolor y pese a la oposición de amigos y familiares, tuvieron que suspender la búsqueda; abriendo la veda de las hipótesis variopintas.
      Cayó por una grieta del suelo, la devoró hasta los huesos una jauría silvestre mientras alucinaba desnuda, incluso no faltaron a la cita las sectas esotéricas, los adoradores de Satán y la abducción extraterrestre.
      Y por supuesto, la opcion más lógica y probable: Daniel Cano, el desconsolado novio, quiso dejarla por otra y ella le impuso una condicion:
      —Por encima de mi cadáver.
     También que podía estar embarazada y que Daniel, apegado a su estilo de vida actual, quiso librarse de ella. Que, premeditadamente, la llevó a esa región remota y espesa, la drogó y la estranguló; luego ocultó el cuerpo, quizás despedazado, bajo las agujas de pino y las cicatrices del monte.
     Por suerte para Daniel, esas hipótesis fueron rotundamente rechazadas por investigadores y allegados de ambos. No existía un móvil fiable para las conjeturas, y él quedó demasiado aturdido tras su propia sesión de sexo y drogas como para reducirla sin que se resistiese. Por otro lado, se notaba que su pena y preocupación eran genuinos. Se supo, aunque ni él ni su familia lo reconocieron nunca, que lloraba en solitario en su habitación desde entonces. Los propios padres de Carmen sólo le reprocharon sumir a su hija en semejante estado en un sitio así. Finalmente, participó activamente en las labores de búsqueda, ignorando el calor y el hambre hasta casi reventar por el esfuerzo cada mañana y tarde.
     Debió ser así como se enteró, primero de la rima, luego de la  historia.
     —¿Quién era el tal Juan Bermejo?
      —Un niño que se perdió en el Ditverd.
       Le hablaron del montículo cubierto de musgo verde piedras blancas, evitada por todo ser vivo.     Y, aunque no obtuvo lo que más quería (una explicación lógica) la conclusión fue suficiente:
     —Hijo, a tu chica se la comió la montaña.
     Con la suspensión de la búsqueda, llegó la depresión; se encerró en su habitación por dos días sin comer ni dormir, sólo llorando. Luego le tocó el turno al remordimiento, la idea de que su romántica escapada era lo que había matado a Carmen.
     Dos semanas después, un viernes por la mañana, su madre encontró su cuarto vacío, con una nota sobre la almohada:
     Papá, mamá:
     Me voy de acampada todo el fin de semana. No me llaméis porque no me llevo el móvil. Os quiero. Adiós
     Un vistazo rápido reveló que no mentía. Faltaban una mochila, un saco de dormir, una tienda de lona y ropa y calzado de montaña en su armario, así como comida y bebida de la nevera. Y en cuanto al móvil, tampoco mintió; apagado encima de su mesita.
     La única mentira de Daniel era sobre a qué iba, en el mismo Mercedes negro que les condujo a aquella noche fatídica, a buscar una explicación para lo imposible.
     Esta vez, lo dejó en el aparcamiento de un pequeño restaurante junto a una carretera que llevaba a las poblaciones occidentales de la provincia; un punto casi obligado para camioneros, transportistas y familias de paso. Aprovechó para comer allí; no un desayuno sino una comida, puede que la última hehca a fuego que probase esa semana. Comió, pagó y fue más allá del establecimiento, de donde ya partían algunos caminos rurales y los pinos y arbustos apretaban filas. Iba a ser una larga marcha, pero no iba a necesitar el coche para llegar. Era incapaz de situar el lugar exacto donde paró esa noche, difícil de diferenciar de otros por el estilo. No importaba. Allí no encontraría nada y, dejando el coche allí, si sus padres se preocupaban, no tendrían modo de localizarle ni frustarle.
     Notaba el peso de su mochila y un pequeño rocío de sudor cubrir frente. Sin embargo, tenía que agradecer, que los pinos, como figuras de cera deformadas bajo el el sol sobre sus copas, proporcionasen al camino tanta sombra de sus ramas tendidas sin orden ni concierto que ni siquiera tuvo que sacar su gorra. Una dosis de cal frente a una de arena; el sendero resultó más difícil de lo que pensaba, ya que bastas grietas, algunas verdaderos barrancos, partían la tierra a su paso, obligándole a rodearlas, saltarlas o hasta usar de asidero las hojas frágiles pero hirientes de algún esparto, jara o espino. Siguió por el desierto de árboles retorcidos y grises hasta su objetivo: una zona cerrada por un corro de árboles.  Entró sin miedo en el círculo, llegando a la plazoleta interior ahogada por las sombras.
     Era la única cosa segura: en su camino a la perdición, Carmen se había topado con aquel cerro verde cubierto de piedras que señalaba al cielo, como sabía ahora hicieron otros con idéntico final. No había hablado con nadie porque le habrían tomado por loco o, como poco, tratado de impedírselo. Estaba decidido. Pasaría allí el fin de semana; todo el verano si hacía falta, aunque se le acabase la comida. No se movería de allí hasta saber qué le había pasado a Carmen.
     —Muy bien; a ver qué encuentro —se animó a sí mismo, dando una palmada.
     Se arrimó a la base de la montañita. Curioso, sus bordes parecían más inclinados, practicables, que aquella noche. Como si le invitase a subir…
     Desechó esa posibilidad; fue la falta de luz lo que le confundió. Más confiado, inició el ascenso por la ladera.
     Pisaba con miedo a que el desequilibrio entre su peso y la tierra particularmente blanda le derribasen. Se sorprendió al notar cómo su pie se hundía hundía en las pequeñas hojas verdes, quedando anclado con la firmeza de un mástil. Colocó el segundo y empezó a caminar, notando su cuerpo doblarse hacia atrás, pero sin caer. Siguió, comprobando que no tenía que temer; estaba imantado a la elevación, ajena a la gravedad tradicional.
      Pudo comprobarlo también por las piedras, óvalos blancos perfectos a su alrededor. No se cruzó directamente con ninguna, pero las que habían caído, en vez de seguir rodando cuesta abajo hasta, se mantenían como pegadas. Y, entre ellas, dos o tres madrigueras no más grandes que su cabeza, como los de los conejos, con la diferencia de que estaban en la ladera misma, cuando lo lógico era que estuviesen en suelo plano. Daniel temió por momentos que se debiese a un lento pero continuo proceso de derrumbe geológico, capaz de perturbar la vida (o no-vida) del cerro; posible explicación racional para su legendaria ausencia de presencia animal.  Pero al final, cuando llegó a la cima, acabó no dándole importancia.
     La cúspide resultaba engañosa de verdad. Aplanada, se hundía cóncava unos cuantos centímetros en su zona central, como un plato anormalmente alargado. La superficie que cubría dicha cima sí resultaba impresionante, pues aunque desde abajo parecía que se estrechaba como un pico del grosor de un brazo, Daniel comprobó que en realidad tendría por lo menos cien metros cuadrados, con espacio suficiente para instalarse y pasear circundando su límite incontables veces. El único obstáculo volvían a ser las piedras, que parecían crecer como setas; un mínimo de cincuenta a simple vista. Y más madrigueras. Era curioso, con las pocas que había visto subiendo, pensó que habrían más en la cima. Sin embargo, sólo descubrió seis o siete; tres en lo que podría considerarse el centro y otras tres cerca del borde. Lugares extraños para que los animales se instalasen. Sin embargo, él no había ido a molestarles.
     Daniel, con mucho tiempo y ninguna gana de perderlo, empezó a instalar su hogar durante los próximos tres días. O más. Eligió el centro por miedo a un derrumbe en los extremos, ensambló los tres soportes de metal de la caseta de lona azul, un acogedor hogar frente al raso; tan grande como un dormitorio en aquella esa cumbre. Acabó muy rápido; sólo eran las doce y veinte en su reloj. El sol estaba alto, pero parecía que el Ditverd era dominio de las sombras.
     Sin nada qué hacer y todo un día por delante, esperó. El qué, lo ignoraba. Por suerte, aunque largo, no tenía por qué ser un fin de semana aburrido. Llevaba dos libros, uno de derecho para no olvidar su profesión, y una novela barata histórica de bolsillo, precisamente regalo de Carmen. Llevaba además un reproductor MP3 con varias de sus canciones favoritas.
     Con el estómago aún lleno, Daniel se sentó a un par de pasos del borde y empezó el libro. Tenía en total trescientas cincuenta y pico páginas. Al cabo de las horas, cuando ya iba por la setenta y seis, paró. Era una historia interesante, pero no le apetecía acabar con su único entretenimiento novedoso tan deprisa. Además, allí se estaba de muerte, a pesar del calor. Y el silencio… había oído algo durante las labores de búsqueda. Pero era peor de lo que pensaba. El crujir de la hierba, el silbido de los pájaros, el canto de las cigarras… llegaba desde metros de distancia más allá del círculo de arboles, en forma de un rumor irreconocible. Si llegaba. Era demasiado tranquilo. La naturaleza nunca es tan esquiva. Y tumbado un rat, mirando al cielo, comprobó que algunos pájaros pasaban volando, pero nunca sobre el círculo de pinos. Ningún mosquito o tábano le molestó. Hasta parecía que las nubes pasaban de largo.
     Daniel negó, no quería que se le fuera la cabeza en pensamientos delirantes. En cualquier caso, estaba bien. Cuando el cielo se tiñó de naranja, tuvo que comer, empezando por plátano, una bolsa de patatas fritas y una chocolatina. Luego repasó la teoría del derecho su profesión, cosa positiva; hcía correr el tiempo. Ya con las estrellas empezando a asomar, bajó de la cima para hacer sus necesidades, para refugiarse luego en la tienda. Una manzana y un bocadillo envuelto en papel de plata le quitarían el hambre hasta el día siguiente; luego recogió las sobras en una bolsa. Desenvolvió su saco y se tumbó sobre él, cerrando los ojos, a ver qué se sentía.
     Entonces lo oyó, muy leve, distorsionado. No sabía desde cuando; si empezó antes no se había dado cuenta. Un crujido, como de pie pisando grava, pero más delicado y lejano, incluso subterráneo.
     —Conejos.
     Fue lo único que se le ocurrió. Que las pequeñas criaturas no dejaran rastro de su presencia allí de día no significaba que no la orasen de noche, profundizando su hogares. Quizás, incluso, evitaban esas señales delatoras para evitar atraer a depredadores y cazadores, aunque semejante posibilidad sólo podía concebirla en una de esas películas infantiles de animales parlantes. El sonido, de todos modos, se fue alejando, disminuyendo, hundiéndose.
     Ya iluminado sólo por su linterna, se metió en el saco, sacando su reproductor y escuchando al azar un par de títulos que siempre le ayudaban a relajarse. Cuando empezó a dormirse, después del largo y tedioso día, apagó el aparato y la luz.
     Daniel estaba nervioso; era la primera vez que dormía fuera de una casa con muros de ladrillo. Y estaba sólo, protegido por la lona con una puerta de cremallera y un cuchillo grande y un piolet en su mochila. Sabía que esa zona se llevaba a la gente, que desaparecía sin dejar rastro.
     Sus recuerdos le abrieron la puerta a los sueños, concretamente los de ella. Carmen. Una chica guapa y simpática; la conoció su segundo año, compartiendo lazona de estudios de la facultad. Se hicieron amigos, pero nada más. No se atrevía a intentar ir más lejos. Al año siguiente, cuando coincidieron en una asignatura que repetía, les tocó buscar juntos información para un proyecto. Podía decirse que el destino intervino. Entonces se sintió un triunfador; ahora sufrái por eso. La había perdido; y al contraste de sus dientes blancos entre sus rosados labios, el tacto suave de su piel, su aliento en sus orejas, sus tiernos senos. Su risa mientras se abrazaban…
     Se despertó de pronto. Había conseguido dormirse, pero el ruido repentino le despertó.
     Fuera se oía silbar al viento; no la brisa sutil  de todo el día sino ráfagas poderosas.
      Daniel se puso en alerta. Sin ser un verdadero hombre de montaña, sabía que no era normal; podía ser hasta una tormenta veraniega. En cualquier caso, le asustó; si hacía tanto ruido podría arrancar la tienda, con él incluido. Agarró la linterna y se dirigió a la salida. Alcanzó la cremallera y la bajó al son de lo sucesivos silbidos.
     Entonces se dio cuenta. Oía el sonido pero no había viento. La tienda tendría que moverse, temblar. Y estaba quieta.
     Separó la puerta meramente presencial y se asomó.  Los silbidos habían parado. Afuera refrescaba, como en toda zona de montaña de umbría en cualquier estación. Un leve soplo le erizó el bello de brazos y nuca. Pero aquello no era viento. No podía silbar con tanta fuerza ni de lejos. Estaba seguro de haberlo oído, pero estaba en calma, y su linterna sólo iluminó el suelo verde y sus inseparables piedras.
     Habría sido su imaginación. Un sueño no; lo oyó mientras corría la cremallera. Quizás fuese el cambio de altitud sobre el nivel del mar o algún efecto de embudo que producía la montaña…
      Igual daba. Necesitaba sus fuerzas para la siguiente mañana.
     Volvió a cerrar la cremallera, apagó la linterna y cerró sus ojos. El viento no tardó en levantarse otra vez, aunque parecía que con menos intensidad; no la suficiente para preocuparse. Y, con él, el extraño sonido de antes, el de un pequeño animal socavando los cimientos del suelo.
     Daniel no le dio demasiada importancia hasta que cambió. Eran rasguño ssobre una superficie de lona. No lo oía tan claramente porque estuviese en un rincón, sino fuera, en todo el exterior. Estaba rodeado por algo que intentaba llegar hasta él, tropezando con su barrera de tejido.
     Daniel se precipitó aceleradamente fuera del saco. Las paredes de la tienda eran lo bastante finas como para apreciar si había algo al otro lado, aunque el juego de sombras de la noche veraniega disimulaba cualquier silueta. Eso sí, ahora la tienda se movía. Y estaba seguro de que los silbidos de fuera tenían poco que ver con el viento
     Agarró la linterna y la enfocó a los cuatro lados. Nada, humano ni animal, ni grande ni pequeño, ni a ras de suelo ni sobre él. El ondular y los rasguños habían parado. Y con ellos, también aquellos silbidos, que asociaba con el viento. Lo único que corría allí dentro era su propio aliento.
     Daniel volvió a salir, linterna en mano.
     No entendía al principio lo que veía. Pero al acercarse al borde, evitando las madrigueras, comprobó que era.
      Había cambiado; era más alto, aunque podía saltarse sin tener que levantar demasiado los pies. La ladera no parecía haber cambiado, presentando la misma inclinación y misma capacidad de sujeción. Las piedras seguían allí.
     Era evidente que el Ditverd había cambiado respecto al día anterior, aunque muy poco. Daniel, en su fuero interno, no pudo evitar decirse que podía ser una especie de señal, un indicio de que iba por el buen camino y que no debía dejarlo ahora. Además, aquel cambio había sido para bien. Ahora podía asomarse sin caer.
      Por lo demás, lo que fuera que estuviese allí fuera debía haberse ido.
     Notando su respiración atenuarse y su sudor secarse, volvió a acostarse por tercera vez esa noche. Se metió en el saco sin muchas expectativas de poder dormirse, dejando junto a él la linterna y el cuchillo, aunque empezaba a dudar de que sirviese para protegerle.
     Daniel pasó el resto de la noche luchando consigo mismo para no dormirse, momento en que no sólo era más vulnerable, sino en el que parecía que aquellos sonidos volvían fuera. Realizando esfuerzos titánicos por mantener sus párpados levantados, contemplaba la oscuridad al otro lado de la azulada tienda, esperando al alba.
     Era como ver el infinito. Todo su ser, su mente y su cuerpo hundiéndose en aquel embudo oscuro como un reloj de arenas negras, absorbiéndole lejos de su cuerpo. Debía haberse quedado dormido, recuperando su visión hacía escasos minutos. No debía faltar mucho para que el Sol despuntase. Ya parecía que todo a su alrededor se volvía más claro. Y, sin embargo, lo que le había devuelto a la realidad fue otra cosa.
     El ruido de tierra arañada bajo él; de algún animalillo del subsuelo abriéndose paso. Sonido que empezó a desvanecerse, pero no porque profundizase sino porque otro sonido lo reemplazaba, más intenso, fuerte, dando paso al estrépito en segundos; tan notorio que Daniel notó como su vivienda se movía, junto a todo lo que había en su interior.
      La montaña temblaba.
     Paralizado por un repentino miedo, el de hundirse en aquel sudario de una tienda deportiva bajo una pila de tierra reblandecida hasta dejarle incapaz de sentir, se arrastró fuera del saco, asombrado por la firmeza conque el engañosamente blando suelo del Ditverd resistía el temblor, preguntándose cuánto duraría. En cuclillas y tapándose  la cabeza con las manos, esperó un minuto, dos, tres; hasta perder la cuenta. El terremoto paró. El cerró recobró definitivamente la calma. Y seguía vivo.
      Fuera, las primeras luces iluminaban definitivamente el cielo.
     Cansado por la larga duermevela y nervioso por lo que acababa de pasar, Daniel se mantuvo sentado; respirando con dificultad a la espera de algo. Temía salir; se imaginaba que afuera le esperaba algo terrible. Al menos, había podido darse cuenta de algo: lo que fuese que ese minúsculo pedazo de mundo era demasiado grande para él. Había sido un tonto por ir con tanto secretismo; estando solo y sin poder pedir ayuda. Tenía que salir del Ditverd. Ya tendría tiempo de buscar ayuda y volver.
     Descorrió la cremallera y salió a enfrentarse a lo que le esperaba..
     —Dios mío —masculló, antes de gritar—. La madre que lo parió.
     Era imposible. Pero, tal y como temía, el temblor se debió a que la montaña se había movido, intentando engullirlo. Pese a lo que podía parecer en un principio, el nivel de la cúspide no había disminuido. No. La pequeña barrera de tierra que había salido del borde esa noche había crecido, subiendo al menos cinco metros; una barrera verde en torno al plato central donde estaba. No iba a ser fácil saltarla.
     Daniel fue hacia la porción frente a él. Como parecía, era vertical por completo y tenía la misma constitución blanda del resto del Ditverd. Hizo un primer intento por trepar con manos y pies pero, como era predecible, fue incapaz de lograr la sujeción del día anterior, deslizándose hasta el suelo. Además de ser un obstáculo difícil, tenía otro problema; había pasado la noche en vela y estaba cansado. Se sentía muy débil. Volvió a la tienda, a desayunar las galletas que le quedaban, un bocadillo y el café que quedaba en el termo con la avidez de un perro. Así, con fuerzas recobradas, recogió su mochila y fue a buscar un modo de salir de la trampa.
     Dio una vuelta completa por el perímetro. Era anormalmente perfecta, con la misma altura en todas partes, ningún saliente en su superficie plana cubierta de escamas verdes.
      No iba a ser fácil. Se tomó un tiempo pensando opciones, mientras echaba de menos su móvil.
     Empezó hincándole los dedos todo lo pudo, presionando la tierra blanda, increíblemente resistente. Apretaba los dientes mientras notaba la presión dolorosa en sus falanges. Cuando lo consiguió, cerró la mano. Daniel suspiró aliviado y sonrió, mientras recuperaba aliento. Era un comienzo. Aunque le llevase un tiempo, podía salir escalando. Como pudo, apoyó la punta del pie derecho donde suelo y barrera se unían, repitiendo la maniobra de clavarlo en esa tierra. Como era lógico, la punta de su bota apenas la horadó, quedando apoyada a duras penas. Debía hacer casi toda la fuerza con las manos. Así que, incorporándose como pudo, subió la izquierda y la colocó sobre el musgo, empezando a empujar, hundiendo los dedos…
     Ahogó un grito al notar los cinco dígitos escurrirse fuera de sus agujeros, su pie caer y su mano derecha arrancar el pedazo de monte que sujetaba. Cayó de espaldas, sin hacerse demasiado daño. Rechinó los dientes al apoyar el pie izquierdo, emitiendo un chasquido que envió oleadas de dolor desde su pierna a su cintura.
     Daniel gimió mientras se lo sujetaba. No creía que fuera una rotura; más bien parecía que se lo había torcido. 
        Tampoco cambiaba mucho las cosas. Sólo podía curarse con una botella de whisky que les robó a sus padres; multiusos para desinfectar, hacer fuegos y ahogar penas. Quizás, más tarde, le pegaría un trago; anestesiándose un rato. De momento, Daniel consiguió levantarse. Podía seguir moviéndose, si tenía cuidado, pero la escalada, como ruta de huida, había quedado descartada.
     Cinco minutos después, cambió de plan. En su equipaje había un piolet; previsto al pensar que por baja que fuera, era una montaña.  Había sido diseñado para agarrar, no para cavar, por lo que tardaría mucho; claro que tenía mucho tiempo y pocas opciones más. Daniel volvió frente la pared verde a la pata coja y lo clavó como queriendo matar a un animal enorme. Su intención, construirse una hilera asecendente de peldaños… O improvisar un tunel; como un preso fugándose de una cárcel, que era en lo que se había convertido. Si los conejos podían…
     Se dispuso a acabar rendido. Clavó el piolet, esperando sentir que se hundía en tierra húmeda y blanda.
      Más bien parecía la goma de una rueda de camión, sólo que menos dura. Cuando intentó retirarlo, notó que se movía sin problemas, pero no podía arrancar aquel suelo. Pensó que podía ser por el musgo, que podía haber trazado una red milenaria de raíces tan densa como una red de pesca. Pero aún así, sólo podría limitarse a los primeros centímetros de suelo, y el piolet se había hundido mucho más...
     Cinco minutos de forcejeo después, Daniel se desplomó con su herramienta en la mano. Había conseguido levantar unos cuantos centímetros de la superficie. Una cicatriz marrón en el Ditverd bajo la que se veía aquella tierra maleable, compacta, inseparable. Excavarla iba a ser más difícil de lo que pensaba. Quizás demasiado…
     Respirando pesadamente en el suelo, miró a su alrededor. Las piedras blancas seguían salpicando el suelo tierra esmeralda. Comprobó que no parecían desplazadas hacia el centro, al menos quince centímetros; no rodando por el temblor sino hundidas un poco, como estaban en las laderas.
     Aquellas piedras. La única presencia indiscutible, al contrario que los conejos, que sólo dejaban sus madrigueras  de recuerdo. Y que no le tranquilizaron. Ignoraba cuántos de aquellos grandes guijarros cubrirían la montañita,  y él había retirado varios el día antes, dejando secciones de al menos cinco metros cuadrados vacías. Ahora volvían a cubrirlo todo, rincón a rincón. Incluso parecía que había más que el día anterior…
     Desesperado, optó por su único recurso; desesperado y el menos probable.
     —¡Ayuda! ¡Por favor! ¿Hay alguien ahí? ¡Estoy atrapado! ¡Socorro! Por favor…
     Tan útil como esperar que llegase un helicóptero a sacarlo con una cuerda. Sabía que lo característico del sitio era su aislamiento. Los lugareños lo evitaban por superstición, los paseantes lo encontraban por casualidad. Sólo él había ido intencionadamente.  Y era un domingo; día de salir al campo, de estar con la familia en sitos seguros, conocidos. No de perderse en la espesura.
     Nadie iría a salvarle. Sus padres, como muy pronto, notarían su ausencia pasado el plazo que dijo; eso si no pesaban que era verano, estaba de vacaciones y, después de todo lo que había pasado, quisiese prolongarla hasta el lunes.  Para cuando encontraran el coche, pensarían que se perdió, o sufrió un accidente buscando por su cuenta a Carmen. O, por que no, que no pudo soportar más el remordimiento y se suicidó. Sería el colmo, morir como el malo de su propia película.
     Daniel, sin más fuerzas que perder, guardó el piolet, se colgó la mochila al hombro y se arrastró pesadamente hasta la tienda. Se tumbó sobre el saco, con la linterna a mano. Podía ser pleno día  pero estaba oscuro; las sombras del circulo de pinos se quedaban pequeñas frente a las del propio borde. Y estaba cansado. Ya no aguantaba más. Tenía que dormir…
     Calor, nervios, hambre; no sabía qué le despertó. Cuánto durmió sí, comprobó pasmado que eran casi las seis de la tarde. Había dormido casi todo el día. Aunque más reconfortado, seguía cansadoy con hambre. Era mejor tomar algo.
     Soltó la mochila al oírlo. Los silbidos habian vuelto, impensable en aquella depresión hundida y vallada. La lona crujía, arañada por uñas minúsculas. Y otro crepitar ganaba fuerza, ya fuese en su cabeza o dentro de la tienda.
     Daniel cogió la linterna y la encendió, con suerte logrando definitivamente pillar a los responsables de aquel acoso. Pero cuando el haz circular se posó sobre la cremallera, el corazón le dio un vuelco.
     Sus murallas habían caído. Un corte había atravesado la tela, de un extremo a otro del cierre, abriendo un orificio al nivel del suelo, desde el que se colaban los silbidos. Silbidos que de pronto cesaron, como una especie de mensaje en otra lengua.
     Daniel esperó; con el silencio los chasquidos interiores crecieron. Bajó la vista al reconocerlos. Tierra siendo removida…
     Daniel contrajo el gemelo derecho dentro del saco; acababa de sentir una punzada.
     —Au…
     La exclamación se convirtió en grito; un pellizco le arrugó la piel y el músculo de debajo; hundiéndose en su pierna hasta convertirse en muchos cortes, pequeños pero profundos.
     Daniel apretó dientes, ojos y cara al unísono, mientras la docena o más de cuchillas cortaban su carne a través del saco.
     Soltó la linterna y empezó a agitar los brazos como queriendo volar, arrastrándose fuera del saco. Nada más libre del capillo, Daniel rodó por el suelo, agitando las piernas, intentando que la picadora carne que se le había adherido se soltara. Pero no lo consiguió.
     Pegado al suelo, reconoció el cuchillo; agarrándolo con tanta fuerza que se cortó entre el indice y el pulgar, antes de volverse y lanzar una cuchillada a ciegas por debajo de su pantorrilla.
     Oyó un rebote metálico. El cuchillo había rebotado. Era algo duro, tanto que tres golpes después Daniel, desconcertado; tanto que por un momento se olvidó del dolor, replegó el brazo para rozar la punta del arma.
       La punta estaba melada. El filo se había ondulado, de forma discontinua.
     Trituraba como una piraña y partía el metal. ¿Qué era? Daniel no pensaba perder tiempo pensándolo, si implicaba perder su pierna.
     Con lo único que podía arriesgarse a usar, plegó como pudo su pierna y alargó la mano derecha hacia el lugar donde la cosa seguía devorándole. Lo tocó, sin entender. Era algún tipo de animal, desde luego, pero no cilíndrico, ni peludo…
     Era ancho, liso y muy duro. Debía sujetarse con patas que no tocó, ya que al tirar notó una presión en forma de anillo en torno al gemelo, sin relajar su afán carnívoro.
     Consciente de que sí podía arrancarle la pierna, o hacerle una herida lo bastante grave como para desangrarse, Daniel grito  mientras tiraba con las dos manos. Le soltó junto a lo que le pareció un pedazo de carne, causándole otro grito.
     En contraste con su forma de comer pasiva pero activa, empezó a sacudirse con violencia en sus manos, haciendo girar su cuerpo liso como un caparazón de tortuga mientras, ahora sí, Daniel sentía sus patas duras y terminadas en punta batir el aire bajo él.
     Daniel recorrió con su mirada el interior invadido; apenas iluminado por la linterna perdida . La mochila, junto a él, se había volcado durante el forcejeo. El piolet estaba en el suelo. Sin saber si seria eficaz contra algo capaz de partir un cuchillo, lo agarró con la mano izquierda y lo elevó; estampándolo con todas sus fuerzas contra su entrecerrada mano izquierda.
      Notó el acero rozar su mano. El pico lo había atravesado. Las sacudidas paraban progresivamente mientras terminaba el aullido agónico de increible agudeza que lanzó al ser alcanzado. Un sonido que,variando algunas notas, podía confundirse con el viento.
     Daniel, empezando a sentir la pérdida de sangre mareando su organismo, fue a trompicones hacia la linterna, estando a punto de caerse al inclinarse para recogerla. Llevó la luz a su muslo herido
     Sólo verlo le saltó las lágrimas. Había llegado hasta el hueso, arrancado una porción de su piel morena del tamaño de la palma de su mano, revelando un irregular agujero rosado que terminaba en el blanco astillado del peroné.
     Sin poder seguir aguantando el dolor ni la visión de la herida abierta, Daniel se arrojó hacia la mochila, removiendo su interior hasta notar la botella de vidrio. Sin pensarlo, para que el miedo al dolor no le acobardarse, arrancó el tapón de rosca y la volcó.
      —¡Aaaaaaah…!
     El grito se quedó sin voz; el alcohol abrasó la carne desnuda, haciendo temblar de nuevo  las paredes de lona de su tienda.
     Con lágrimas en los ojos, mientras comprobaba que se volvía por segundos incapaz de andar, otro sonido, también en la pirámide de campaña pero ajeno a él, el que atrajo su atención. Gemidos rítmicos y entrecortados, como un hipo pero gorgoteante, procedentes del extremo desplomado del piolet. De lo que estaba ser ensartado en su extremo.
      Daniel dirigió allí la luz. Luego, sin entender lo que veía, lo levantó para llevarlo hasta sus ojos, apartando la cara al olerlo.
      —¿Qué eres? —preguntó a la criatura empalada en el metal.
     Un charco espeso y fétido de líquido amarillo verdoso se había formado sobre el suelo verde, todabía goteando del duro abdomen resquebrajado. Era del tamaño aproximado de un puño, con un cuerpo sólido y pesado color blanco grisáceo. Un caparazón con la forma, dureza, consistencia y color que las piedras de la montañita maldita.
      Era, de hecho, una de esas innumerables piedras; al menos visto desde arriba.
     Por debajo de su protección mimética, Daniel encontró cuatro patas del grueso de sus pulgares, alargadas y articuladas, acabadas en punta con las de un insecto; colgaban inertes en el centro, por donde la afilada punta de acero lo había atravesado. En el extremos estaba la cabeza. Una cabeza pequeña, del tamaño aproximado de una pelota de golf pero cuadrangular, en la que se apreciaban los minúsculos ojos, hocico y la boca, ocupando al menos dos tercios del total. Dos mandíbulas enormes parecidas a la concha abierta de un berberecho, cubiertas de dientes blancos y brillantes, del tamaño de agujas y afilados como cuchillas.
     En sus estertores finales, emitió un último silbido. Recibió respuesta, primero en un atronador coro de los mismos procedente de fuera, seguido de otro seísmo.
     Incapaz de sostenerse sobre sus dos piernas, Daniel se derrumbó de bruces, cubriéndose la cabeza mientras saltaba con la tienda sobre la tierra. Aunque no sabía cuanto duró, no debieron ser más de cinco minutos. También vio que, al parar, había oscurecido aún más.
     Intrigado, aunque comprobando que no iba a poder levantarse, recuperó la linterna y empezó a arrastrarse hacia la brecha; comprobando que podía ver por ella  perfectamente el exterior.
     Y qué exterior. Lo que vio le cortó el aliento, desterrando cualquier posible esperanza de escapatoria.
     La pared de tierra gomosa que circundaba la cima se había elevado; por lo menos mediría ya quince metros. También vio que seguía siendo de día, pero el sol quedaba limitado a una improvisada ventana en forma de círculo perfecto sobre él, donde confluía sin llegar a cerrarse.
     Una escena desasosegadora. Pero lo que le aterró lo vio después.
     Las piedras, blancas y ovaladas, rodeaban por completo la tienda. A cientos, a miles, sobre el suelo o descansando sobre la muralla vertical e infranqueable.
     Piedras que no eran piedras, como aquello no era una montaña.
     Daniel respiraba con pesadez. Ahora todo encajaba. Todos los desaparecidos en todos los tiempos, incluido el niño de la rima popular, habían ido hasta allí solos, sin nadie que estorbase. Aquella montaña que todos los que podían evitaban por su propio bien. Un pastor, un hombre adinerado aficionado a la caza, una joven aturdida por las drogas… Presas fáciles de subyugar con su gran número que luego hacían desaparecer bajo su colmena monolítica; enterrados en madrigueras asociadas a conejos inofensivos.
      En realidad, las puertas de entrada y salida a la red de túneles que permitían que operase su gigantesca trampa; alfombra bajo la quebarrer los restos y foso a la vez.
     Sobre Daniel, el azul anaranjado de la tarde se volvía rosa purpúreo. No debían quedar ni tres horas para la noche. Él estaba cansado, herido y claramente incapacitado. No podía huir ni luchar en condiciones, sin otras armas que el cuchillo sin punta y el piolet.  Podían entrar en su refugio por las paredes o el suelo. Eran demasiados para contarlos. Y uno solo le había dejado sin piernas.
     El viento volvió a silbar en el espacio cerrado, vibrando desde cada rincón del cráter. Daniel empezó a retroceder como pudo mientras su respiración y su pulso se aceleraban, dejando un rastro de sudor tras él como un caracol gigante.
     Lo había conseguido. Había descubierto el secreto del Ditverd. Lo que le preocupaba era si lograría compartirlo. No tenía claro que llegara siquiera a volver a ver salir el sol.
    



No hay comentarios:

Publicar un comentario