lunes, 7 de septiembre de 2015

BAJO LAS NUBES DEL CIELO CARMESÍ

     El pequeño botón del portal de la casa de campo resonó, haciendo temblar cada rincón del interior durante unos segundos. Después, transcurrida una breve espera, la llamada se repitió, esperando recibir una respuesta a través del interfono sobre el pulsador. Finalmente, llegó en forma de distorsionada voz infantil.
     —¿Quién es?
     —¿Santi? ¡Soy yo, Iván!
     Con un gemido, la pequeña puerta de metal pintada de blanco, picada y castigada por el sol, se retiró, permitiendo pasar al visitante. Iván Seber la cruzó, arrastrando la bicicleta de montaña que le había llevado hasta allí mientras se cerraba tras él. Su amigo, Santiago Alterio, de doce años como él, no tardó en salir a recibirle. Su visión, en vez de alegrar a su mejor amigo como de costumbre, le dejó estupefacto.
     —¿Y eso? ¿Por qué vas tan de negro?
     Vestía camisa, pantalones largos y zapatos, tan formales como fuera de lugar aquella soleada mañana de mayo, sugiriendo alguna ceremonia solemne.
      Suspiró, sonriendo tímidamente antes de responder.
     —Es que voy de luto.
     Iván se quedó boquiabierto, golpeado por la sorpresa y, hasta cierto punto, por la vergüenza.
     —Lo siento mucho —dijo, bajando la cabeza—. Entonces… mejor me largo.
     —No, no pasa nada —le tranquilizó Santi, alargando su brazo derecho hacia él—. De todas formas hoy no vamos a hacer nada… y puede que mañana tampoco. Como tiene que venir la familia…
     Iván arrinconó su transporte junto al seto, mientras se quitaba el casco y los guantes para hablar más cómodo.
     —¿Quién ha sido? ¿Alguno de tus abuelos? ¿O de tus primos...?
     Santi, que daba la sensación de no estar tan afectado que debería, negó con la cabeza.
     —No, ha sido un tío lejano. Tú no lo conocías. Y yo tampoco demasiado… —explicó—. Mi tío John.
     —Tu tío John… —repitió en voz alta Iván, mientras pensaba—. ¡Ah! El americano.
     —Sí, exactamente, mi tío americano —confirmó Santi, hablando con cautela—. El que… Ya te conté una vez… lo que le pasaba.
     Iván se mantuvo un tiempo pensativo, buscando en su memoria la razón de la indicación.
     —¡Ah! ¿Te refieres… al cavernícola?
     —Sí —asintió Santi. El que vivía en cuevas. Murió hace dos días. Mis tíos… Sus padres quieren enterrarlo aquí. Como siempre quiso visitarnos y conocer España pero no pudo… Además, ya sabes… que consideran que fue culpa de su país que acabase así.
     Iván asintió. Desde hacía tiempo toda su clase sabía que existía la rama americana de los Alterio. Y hacía uno o dos años, compartiéndolo todo con su amigo, Iván conoció los detalles.
     Un hermano de su abuelo, después de la Guerra Civil, huyó con su familia por varios países hasta cruzar el Atlántico y llegar a Estados Unidos, donde se instalaron definitivamente. Parece ser que los hijos de este tío-abuelo, sabiendo tanto de sus raíces como de que seguían teniendo parientes en la vieja España, mantuvieron contacto con lo que quedó de su familia en la península, haciendo varios viajes para conocerlos durante visitas turísticas durante los cincuenta y sesenta, a las que éstos correspondieron las pocas veces que la economía doméstica les dejaba. Así conocieron una triste historia por los sesenta: John, hijo mayor de uno de sus primos segundos y de una norteamericana de largo linaje, residentes en Nebraska, fue reclutado en el sesenta y seis para luchar en Vietnam, servicio cumplido durante el primer trimestre del sesenta y ocho. Su papel en el conflicto fue breve e irrelevante, pues su pelotón fue masacrado en una emboscada del Vietcong. Él, gravemente herido hasta el extremo de quedar medio muerto, llegó a un hospital de campaña donde se estabilizó “milagrosamente”. Quedó, eso sí, incapacitado como soldado por la extrema gravedad de sus heridas, que le dejaron secuelas físicas permanentes, por lo que volvió a la vida civil reconocido con un corazón púrpura. Sin embargo, su paso por el, quizás, más famoso conflicto bélico de la segunda mitad del siglo veinte, le dejó otro tipo de marca indeleble: secuelas mentales.
     El joven John, por aquel entonces en torno a los diecinueve, volvió muy alterado al hogar familiar, presa de una extraña paranoia que le hacía desconfiado y agresivo. Aún reconocía, eso sí, a sus padres, hermanos y familiares, haciendo vida casi normal hasta que lo más raro de su locura se manifestó permanentemente: tenía un miedo exhacerbado a estar al aire libre, especialmente de día, ya fuese solo o acompañado. Ésto le hacía pasarse casi todo el tiempo dentro de su casa, encerrado en su habitación o en el sótano, esperando pacientemente que el sol se pusiese para moverse con normalidad, a veces incluso asomándose al su patio. Y, si algún infeliz intentaba convencerle de que era irracional, bastaba decir que llegó a romperle un brazo a su padre durante un forcejeo un día que intentó acabar a rastras con su agorafobia; y unos días después, cuando su madre le presionó para que salir de su dormitorio, fue rechazada a base de proyectiles improvisados; sacados de destrozar a golpes buena parte del mobiliario de la habitación, incluida parte de una pared.
     Unos seis meses después del amargo retorno, sus padres, desesperados, buscaron ayuda profesional. Tras la breve y superficial evaluación de un psiquiatra durante una visita doméstica a John, se recomendó su internamiento en el psiquiátrico del condado, para lo que los sufridos padres rellenaron los impresos y cumplimentaron los trámites en un tiempo récord.
     El ingreso, sin embargo, no llegó a producirse. Una semana antes de la visita del personal del asilo, se escapó en plena noche sin más equipaje que su viejo uniforme del ejército y un petate en el que metió varias latas de conservas y algo de dinero. Esta maniobra desconcertó a la familia más que preocuparla, no tanto porque les hubiese abandonado sino por las condiciones que tomó para volver al exterior y las dudas acerca de donde iría con tan poco. Por no hablar de otra idea subyacente: que el joven, más lúcido de lo que parecía, veía en sus miedos una realidad que nadie más percibía y que temía lastrara al resto de sus seres queridos.
     La familia no escatimó recursos en buscarlo, no sabiendo nada de John hasta tres meses después. Recibieron una postal sin otra indicación que un matasellos de Pensilvania. En ella, el fugitivo les hizo saber que había ido hasta las montañas del este; instalándose en los Apalaches, usando las rutas de excursionistas y cazadores para ir entre cuevas y minas abandonadas que ocupaba temporalmente, alimentándose con lo que la naturaleza le proporcionaba, legado de su infancia en los boy scouts y la juventud en el ejército. Decía también que se trasladaba continuamente para no importunar a los guardabosques y demás autoridades que, si bien acabaron conociéndole y tolerándole no iban a arriesgarse a una sanción por él. Terminaba añadiendo que se comunicaría así con ellos con más frecuencia y que, si querían, podían visitarle, dirigiéndose a señas especificas en un tiempo concreto, antes del traslado. Porque:
      —Viviendo aquí, es más difícil que puedan cogerme -terminaba.
     Desde entonces, John se mantuvo en contacto con la naturaleza. Su familia, que se mudó a Virginia para estar más cerca de él, lo visitaba con frecuencia, si bien la recepción siempre era dentro una la caverna y, aunque perspicaz y tranquilo, nunca consiguieron convencerle para probar la psiquiatría. Después de todo, siendo mayor de edad, no se le podía forzar a nada que fuese contra su voluntad.
     Hacía dos años, tras una visita del tío de Santi y su esposa, la rama europea les correspondió visitándoles en el nuevo mundo. Allí, tras unos primeros días en casa de la ya anciana pareja junto al resto de la familia, reunidos allí para completar la reunión, dedicaron los tres días siguientes, coincidiendo con el fin de semana, a acampar en el parque Shenandoah, para que de paso Santi y sus padres conociesen a John Alterio. De ahí procedían los recuerdos que el chico de diez años mejor conservó a su regreso, y con los que entretuvo durante mucho tiempo al resto de sus amigos y conocidos; junto a la emoción de dormir en la tienda de lona y los sonidos que sus parientes americanos atribuían a osos.
      De su tío, que debía rondar ya los cincuenta y dos años, admitía que, la primera vez que lo vio, estuvo a punto de salir corriendo muerto de miedo. Era un hombre muy delgado, efecto reforzado por los restos de su chaqueta de camuflaje, raída y ennegrecida por el tiempo y lo que quedaba de un pantalón del mismo color, anteriormente largo pero al que había cortado la mayor parte de los camales. Eso sí, todo su cuerpo estaba muy bronceado pese a su vida hipógea y nocturna. Pero lo más llamativo era su rostro o, mejor dicho, sus ojos; enormes y de color avellana brillante, discernibles en una cabeza que era un peludo amasijo de pelo mal cuidado que podría pasar por parodia o burla del culto sij. La barba y el bigote, encanecidos prematuramente, le llegaban al pecho siguiendo un desigual desarrollo de melena de león. La verdadera melena, una mata de pelo completamente gris, caía hasta los codos;  recogida en un burdo ramillete sobre su nuca, rodeado por un tipo de cuerda y que, parecía, cortaba a ojo cada cierto tiempo.
     John les recibió a la entrada de una pequeña gruta en un macizo rocoso con la luz de una pequeña hoguera de campamento de fondo, contando que vivía de forma modesta pero feliz, colaborando con algunos guardas y excursionistas en labores de apoyo nocturno, que le pagaban generosamente con comida u objetos que podía necesitar. Después de todo, el dinero servía de poco donde no había tiendas. Y, sin embargo, aquel esquivo hombre del bosque resultó muy simpatico, entusiasmado por la visita de sus parientes extranjeros. Les sirvió distintas bayas que había recolectado y les hizo de improvisado guía durante las últimas horas de la tarde, llevándoles por varias sendas que conocía como la palma de su mano, llevándoles incluso hasta un claro donde vieron a un oso negro salvaje. Eso sí, se dieron cuenta de que nunca se separaba demasiado de las sombras bajo los árboles, ni a la salida ni a la vuelta de la cueva.
      —¿Y por qué haces eso? —preguntó Santi, sin pensar demasiado a juzgar por las miradas de reproche de sus padres.
      —Para que no puedan verme y llegar hasta mí —respondió enigmaticamente .
     En resumen, a su familia española le pareció una persona agradable, más misterioso que loco, cuya conducta podía haberle ayudado a sobrevivir en el infierno de las selvas asiáticas. Ahora, sólo podían llorarlo como muestra de que le tuvieron algún cariño.
     —Entonces… ¿Qué vas a hacer hoy? —se interesó Iván.
     —Hoy, no sé. Pero ahora… puedo estar contigo un rato.
     —¿No le importará a tus padres?
     Dicho eso, Santi volvió hasta la puerta de su casa.
     —¡Mamá, me voy a dar una vuelta con Iván! —gritó.
     —¡Vale, pero ni tardes ni te manches! —bramó en respuesta la puerta.
     Recibido el beneplácito, abrió la puerta junto a la automática. Ivan, mientras, aprovechó para saludar y dar el pésame a la madre, para, una vez dejada correctamente la bicicleta, reunirse corriendo con Santi fuera.
     —¿Y… sabes de qué murió? —preguntó mientras caminaban hacia la izquierda.
     —Me han dicho que se puso malo —respondió, mirándole brevemente mientras andaba, para no descuidarse y caer—. Algo que pillaría por vivir donde vivía.
     Todavía sin mirar, los dos chavales sabían bien  adonde iban: a escasos metros de casa de Santi, aledaña al extremo de la valla roja en torno al seto de su casa, había un amplio descampado que cubría dos veces cualquier parcela habitada de alrededor, sembrado de piedras blancas sobre las que brotaban tallos rubios de herbáceas, con un solitario y esmirriado árbol, un eucalipto asilvestrado y torcido, creciendo en el rincón donde la tierra limitaba con el cemento. El patio de juegos particular de los chicos. Desde que se conocieron con seis años, aquel espacio abrupto y engañosamente seguro era su sitio al que ir sitio para jugar al pilla-pilla o al escondite, practicar con el balón, cazar bichos o buscar lagartijas bajo las piedras. Ahora, mientras sus cuerpos, mentes y corazones sentían la inminente llegada de la adolescencia y listos para dejar la infancia definitivamente, seguía siendo un buen sitio donde hablar y compartiendo inquietudes y secretos en la discreción que sólo ofrece la nada absoluta. El sol, sin llegar a quemar, alargaba las sombras lo suficiente para resguardarlos, con el cielo azul claro salpicado por nubes irregulares y cambiantes, que fingían estar clavadas como recortables en un corcho, cuando en realidad iban a la deriva. Era un día para estar en la calle, haciendo lo que fuera.
     Una vez caminaron sobre las aguas del mar pedregoso, se sentaron sobre una enorme y blanca roca a la orilla de la sombra.
     —¿Cómo os lo habéis tomado en casa? —preguntó Iván.
     Santi bajó la mirada en un gesto fácil de confundir con tristeza, cuando en realidad pensaba cuál era la mejor respuesta que podía dar.
     —Estamos tristes, pero no creo que tanto como para llorar —admitió—. No le conocíamos mucho y vivía muy lejos. Pero… seguía siendo de nuestra familia.
     —Tú llegaste a conocerle —apuntó Iván, mientras se sujetaba las rodillas sobre su duro asiento—. ¿Cómo era?
     Santi, en una postura similar a la de su amigo, miró al cielo, como esperando que le inspirase, o quizás esperando ver pasar una contestación.
     —Era muy simpático, la verdad. En Virginia se portó como si nos conociese de toda la vida. Ya sabía que eramos familiares, pero seguía siendo la primera vez que nos veía. Y además, hablaba español  muy bien. Él y toda su familia, pero él el mejor. A veces se atascaba con alguna palabra que no conocía muy bien, pero ni siquiera tenía ese acento que tienen los americanos en la tele. Nos contó muchas cosas de los Apalaches, sus bosques, sus animales… y hasta de los horarios de los guardabosques. Sabía de todo. Lo único de lo que no habló fue de la guerra, al menos con nosotros. Mis tíos ya comentaron que sería mejor no sacar el tema, aunque dio igual. La verdad es que era bueno. Creo que me habría gustado conocerle mejor. Es una pena que acabase así.
     —¿Lo dices por lo de las cuevas? ¿O… porque se le cruzaran los cables?
     Santi sonrió, mirando aún al cielo.
     —Eso era lo que creían los demás —reveló, mirándole a los ojos—. Pero se equivocaron. Lo entendieron mal.
     —¿Él qué? ¿Lo que le pasaba?
     Santi asintió.
     —No estaba loco. Estaba asustado. Vivía asustado. Tenía un miedo tremendo a algo que le pasó… que vio en Vietnam. Tan fuerte que le siguió toda su vida.
     Santi, que solía destacar por usar la lógica, dejó boquiabierto a Iván.
     —Lo que es alucinante, tío, es… ¿Sabes a qué le tenía tanto miedo?
     La pregunta pilló por sorpresa a Iván, que negó con la cabeza, incapaz de imaginarlo.
     —Pues, lo que le hizo enloquecer, es eso.
      Al principio, Iván no sabía a qué miraba Santi. Simplemente seguía apoyado sobre la roca, con la vista en el cielo. Intuitivamente, Iván siguió la línea visual con su propia mirada, sintiendo como el asombro se apoderaba de él al darse.
     —¿Nubes? —musitó—. ¿Le tenía… miedo a las nubes?
     Sin dejar de mirar, Santi asintió. Sobre ellos, el viento había formado una pequeña y desdibujada línea de cirros, que parecían imitar las ondulaciones del mar, o las líneas de tierra de una pradera alpina cubierta de hierba, sobre la que ovejas sobredimensionadas y devoradas por su propia lana, en forma de numerosos y amorfos cúmulos, corrían pastando.
     —Por eso vivía en cuevas y sólo salía de noche con su viejo uniforme —continuó Santi—. Tenía miedo de que las nubes lo vieran…
     Santi, comprendiendo que Iván le miraba como si le estuviese diciendo que tenía un tiranosaurio vivo encerrado en su trastero, moderó su explicación.
     —Bueno… En realidad no eran las nubes lo que le asustaban. Era…
     El brillo de la perspicacia destelló desde la incredulidad en Iván. Acababa de darse cuenta de algo.
     —Ya me acuerdo. Te refieres a… ellos. Los que decía que no quería que le cogieran.
     Santi, con una sonrisa de orgullo producida seguramente por la inusual muestra de memoria y deducción de su mejor amigo, asintió.
     —Bueno, él era americano. Ya sabes… —intentó deducir Iván —. En la tele siempre los pintan como un poco paranoicos. Pensaría que el Gobierno, la CIA o algo así…
     Santi suspiró.
     —Ojalá fuese eso; entonces puede que la gente no hubiese creído que estaba loco —apuntó de nuevo, dando un vistazo a las algodonosas formas del cielo azul—. Porque él me dijo…
     Una expresión de extrañeza se dibujó de repente en su amigo.
     —¿Él… te… dijo? —repitió despacio Iván, palabra por palabra.
     Santi soltó una risita nerviosa. Acababa de darse cuenta de su error delator.
     —Pensaba que decías que tu tío no había hablado con ninguno de vosotros ni con nadie sobre nada de Vietnam…
     Para asombro de Iván, Santi le lanzó la mano derecha a la cara, a punto de estampársela en la boca; consiguiendo que se callase. Luego se puso el indice izquierdo sobre los labios, indicándole que guardase silencio, tras lo cual giró su cabeza y la mitad superior de su cuerpo hacia atrás, hacia el muro de la parcela, como para cerciorarse de que no habría espías. Tras unos breves segundos, volvió a hablar en susurros.
     —Por favor, no hables de esto tan alto —pidió Santi, visiblemente nervioso—. Ni siquiera mis padres saben esto. Y yo… si quieres, puedo contártelo. Pero tienes que prometerme que no lo dirás, pase lo que pase, nunca.
     Iván, convencido por su repentina ansiedad, asintió.
     —Lo prometo. No, te lo juro.
     Santi asintió y se le acercó, casi pegando sus frentes, a fin de que sus débiles susurros fueran comprensibles sólo para ellos.
     —Pasó esto. La semana que le conocí… la de la acampada… por la noche me entraron ganas de mear… Así que salí de mi tienda mientras todos los demás dormían. No sé que hora sería. Y cuando acabé… Me entró curiosidad y, como la cueva de John no estaba lejos, me acerqué. Ví la luz del fuego y me asomé. Estaba asando algo, una especie de pájaro desplumado, creo. Y él me vio.
     »Al principio me asusté, pero enseguida me dijo que me acercara, que no tuviese miedo. Me ofreció un trozo, pero como no tenía hambre… Él dijo que lo entendía y me preguntó por los demás. Le dije que estaban bien. Y luego me preguntó por el cielo, por el tiempo que hacía. Era una noche muy bonita y que, como no había nubes, las estrellas se podían ver. Él me dijo que eso era maravilloso, que no hubiese nubes. Le pregunté a qué se refería y él me contestó que no le creería… Entonces, a los dos segundos, cambió de opinión. Dijo que yo, que sólo tenía diez años, como aún  era un niño y los niños se lo pueden creer todo, a lo mejor podía creerle. Y…
     Santi hizo una breve pausa. Estaba claro que se disponía a librarse de una pesada carga, arrastrada desde hacía mucho.
     —Me dijo que, si quería, podía contarme lo que le pasó en Vietnam. Que era algo increíble y por eso nunca se lo había contado a nadie, pero que era tan cierto como que estábamos allí. Me hizo prometer que no se lo contaría nunca a nadie, especialmente de la familia, porque pensarían que yo también estaba loco.
     »Y me lo contó, como si yo fuese mayor, diciendo lo que pensaba. Cosas que yo no debería saber. Y la verdad, su historia se me quedó grabada. La recuerdo palabra por palabra, y no creo que vaya a olvidarla nunca.
     Iván, expectante, aguardó en silencio el inicio de la narración. Santi tomó aire profundamente y, mirándole a los ojos, empezó.
     —Pues bien. Esto es lo que me contó…
     »Llegué a Vietnam entre febrero y marzo; creo que el 1 de marzo de 1968, como el resto de mi pelotón. Un buque de la marina nos dejó en una ciudad portuaria llamada Da Nang, en el sur. Me recuerdo porque fue más o menos un mes después de terminar mi entrenamiento.
     »Al principio teníamos órdenes de incorporarnos al tercer batallón de Infantería del Cuerpo de Marines y ayudar a liberar a esa ciudad y otras de los alrededores del ataque en masa de los Charlies en enero, el Tet creo que lo llamaban… Pero, por suerte o por desgracia, cuando llegamos a ese maldito país ya habíamos limpiado casi todas las ciudades del sur de esos cerdos comunistas. Así que, al rato de desembarcar, nuestro capitán, un virginiano llamado Carter, duro como sólo  puede ser un oficial sureño, nos informó de un leve cambio en nuestros planes: seríamos transportados por la 101 cerca de la frontera con Laos… No recuerdo el sitio, sólo que casi todo allí acababa en Quang. Allí haríamos una labor de reconocimiento sobre las rutas que usaba el norte para aprovisionar a sus fuerzas, mientras nos desplazábamos para apoyar a nuestras tropas sitiadas en Khe Sanh. Lo que equivalía a decir que íbamos a  recorrer un porrón de kilómetros entre selvas llenas de enemigos, que igual nos freía el culo usando un francotirador en un árbol a más de quinientos metros, o nos saltar por los aires como petardos con minas. Pero claro, eso lo teníamos asumido. Era la guerra. No nos habían mandado a hacer turismo.
     » Un par de horas después, todos con el casco puesto y el uniforme al completo, petate de más de treinta kilos con todo el equipo a la espalda y nuestros M16 cargados y con la bayoneta, listos para matar amarillos, fuimos hasta el punto de encuentro, donde nos esperaba el transporte. La carga fue rápida y el despegue menos movido de lo que pensaba. Sí que recuerdo, y esto creo que era general, que esa fue la primera vez que pasamos miedo en serio. Dentro de aquel trasto, que volaba rápido pero no daba esa sensación, sin poder ver qué pasaba fuera y con la hélice sobre nosotros, era muy difícil saber si pasaba algo. Si hubo tiros o alguna explosión, ni nos enteramos. Si nos derribaban, no nos daríamos cuenta hasta estar cayendo en llamas.
     »Creo que, para intentar calmar la tensión, a alguno le dio por contar chistes. Al muy capullo, no llegamos a saber quien lo empezó, igual le habríamos tirado al vacío. Pero consiguió que olvidáramos por un instante que podían matarnos en cualquier momento; gracias a eso respiramos tranquilos al volver al suelo. También aprovechamos para empezar a conocernos mejor. Éramos compañeros, íbamos a luchar juntos y a depender, del que tuviésemos al lado para poder contarlo, así que no estaba de más.  
     »Éramos en total quince, contando al capitán. A la mayoría los conocía de vista, de la instrucción en San Diego, aunque la verdad es que, en aquellas fechas, aparte de desfilar, correr, disparar y arrastrarte por el fango, poco más podía hacerse, incuido hacer amigos. Había un chico llamado Benjamín Trenton, de Nebraska como yo, al que conocía un poco. Habría ido a la universidad, como yo, si el reclutamiento no nos… hubiese cambiado los planes. Confiaba en terminar su servicio pronto y rehacer su vida; supongo que un poco como los demás. La mayoría eran del norte y el oeste del Mississipi: Charles Fulton, Robert Parker, Tommy Mcgee, Pat O´Bannion y Frank Constance. Había dos que eran menos habladores, más reservados, de los que no sabíamos mucho, pero excelentes soldados de los que podíamos fiarnos: Joseph Castle, de la costa este me parece, y el cabo Walters, del sudoeste y que, teniendo rango, siempre se comportó con nosotros como uno más. Lo mismo que nuestros comandantes, el capitán Carter y los sargentos Howse y Sánchez; este último un hispano que, fíjate tú, hablaba castellano menos y peor que yo. Había además tres negros; éstos más que reservados recelosos, pero buenos tíos. Tengo que decirte hijo que, si algo te enseña el ejército, es a apreciar a los hombres por encima de su raza y tus prejuicios. Uno era de California, se llamaba Bernard, creo; no llegamos a saber mucho de él. Los otros dos eran verdaderos sureños, descendientes de los pobres diablos de los campos de algodón de Alabama, que no sé muy bien cómo acabaron en nuestra unidad; creo que porque se mudaron unos años antes de ser reclutados: Montgomery y Mitchell. Lo suyo era triste. Al parecer se trasladaron porque en sus putos estados, a la gente como ellos la podían colgar porque a alguien le pareciese que le estaban mirando mal. Y allí habían acabado, en una guerra sin cuartel. Ahí lo único que importaba era que no te mataran, y eso nos unía a todos.
     »Después de unos veinte minutos llegamos a nuestro objetivo e iniciamos el trayecto. Los quince en columna, separados por algo más de un metro por si algún Charlie se ponía a disparar ráfagas desde su escondite; así era más difícil que nos liquidase a todos de golpe. Eso era lo que más nos asustaba. Habíamos oído hablar de los túneles que recorrían todo Vietnam de un lado a otro como hormigueros. La idea de que un tío pueda asomarse desde debajo de la tierra a medio metro de ti y volarte la cabeza mientras estás meando te quitaba el sueño mucho tiempo. Pero eso no fue ese día. El capitán y el sargento Howse iban en cabeza, con Sánchez cubriendo el flanco izquierdo, muchas veces desde dentro de la selva, caminando entre la primera línea de árboles y el cabo Walters y uno de nosotros que se alternaba, aunque casi siempre eran Fulton o Castle. Yo tuve suerte. Me solía tocar en el centro, con alguien delante y alguien detrás, haciendo difícil ser el primero en caer.
     »Sólo fue una semana y fue horrible; no porque hubiese combate, sino por lo que se siente esperándolo, oír el primer disparo. A veces pasábamos cerca de un río con una plantación de arroz o un poblado cerca; y todos los que estaban allí, mujeres, niños, viejos, algunos hombres, gente agachada con esos sombreritos que parecen platos en la cabeza, mirándote fijamente desde que te veían llegar hasta que los perdías de vista. En esos momentos mirábamos al suelo con disimulo y poníamos un dedo en el gatillo. Nos habían dicho que había pueblos enteros controlados por el Vietcong o que, simplemente, simpatizaban con ellos. Que podían tener armas, granadas… Pasábamos pensando que el enemigo podía estar escondido allí. O peor, que podían ser los pueblerinos; tener un AK a los pies listo para acribillarte cuando les dieses la espalda. Y las mujeres. Nos contaron historias que nos quitaron a todos las ganas de acercarnos a esas amarillas.
     » Por la noche acampábamos en algún claro después de asegurar la zona y colocar las defensas; con suerte teniendo una base cerca. A mí me tocó hacer guardia unas cuantas veces, mientras los demás comían conservas en lata o sopa de arroz… y a veces algo que pillaban por el camino, si los oficiales daban el visto bueno. Allí, con el fuego apagado antes de la noche, vigilando la selva. Tenía gracia… Era la selva la que nos vigilaba, todo el rato. Continuamente algún ruido te lo recordaba; los bichos moviéndose, el grito de un búho, alguna alimaña entre la hierba o las hojas caídas.  Y a veces, cuando ya era muy tarde, de pronto paraba todo. Silencio absoluto, que terminaba casi siempre con una rama al partirse. O algo partiendo una rama. Las tres veces que estuve pasó y me entraron ganas de disparar a lo que fuera, aunque me contuve. Fue algo que nos dejaron claro al principio:
      —Nunca abrais fuego primero si no quieres que el enemigo sepa donde estamos.
      » Sabio consejo, sobre todo allí. Nuestro enemigo era invisible, se movían entre los pueblos, se mezclaba con los civiles y la selva, entre los árboles y el suelo. Iban bajo el suelo. Eso era lo peo; saber que para ellos era juegos y nosotros sus juguetes. Como si esperasen, sabiendo que podían matarnos cuando quisieran, esperando a ver si perdíamos la cabeza. Porque, estoy seguro, a veces podía oírlos. Un arrastre en torno a mí. Cuando mirabas no veías nada, pero seguías oyéndolos, en sus condenados túneles. Sabe Dios cuántos había. Ni hoy creo que se llegue a saberse nunca.
     »Así pasaron los días. Moviéndonos en tensión, durmiendo con miedo, sin ningún encuentro. Sin ninguna novedad de la puta autopista del maldito Ho Chi Min. A veces veíamos gente en la frontera; andando, en bicicletas o en carros, casi siempre llevando algún tipo de mercancías en sacos. Naturalmente, les parábamos para cachearles. Para nada. Lo más parecido a un arma que encontramos eran los  palos para guiar bueyes. Y aunque no tenía mucho sentido para nosotros que alguien fuese por esa zona dejada de la mano de Dios, llena de arañas, escorpiones, serpientes y vete a saber que otras cosas con veneno, por no hablar del Vietcong y las tropas del Sur siempre a tiros, tampoco podíamos hacer muchas preguntas. Mayormente, porque sólo el capitán y el sargento Howse chapurreaban algo de su idioma.
     »Al cumplirse la semana de nuestra llegada íbamos por una región llamada Quang Tri, que se sospechaba estaba totalmente bajo control enemigo. Allí extremamos precauciones. Íbamos de uno en uno, agachados y casi en cuclillas, por lo que casi no hacíamos ruido pero íbamos muy lento. Esa era otra. El ruido. Ese día no se oía ni el zumbido de los mosquitos. Nada. Ni los pájaros en la selva, ni los insectos en la hierba, ni campesinos vietnamitas en los caminos; ni siquiera las hojas de los árboles cuando soplaba el viento. Y lo raro era que hacía buen día. El cielo estaba muy azul y despejado, sin una sola nube y el sol pegando duro, haciendo brillar la hierba y los árboles como fuesen de plástico.
     »Algo iba mal, podía sentirse. No era natural. Charlie estaba allí, escondido, esperando, pero no sabíamos dónde ni podíamos verlo. Si nos quedábamos quietos o nos desviábamos mucho nos arriesgábamos a que nos masacraran por la espalda. Así que seguimos.
     »No sé cuánto tiempo seguimos así. El sol estaba alto y brillante cuando llegamos a la colina. Bueno, en realidad era una especie de cerro, un montículo natural que, por no ser un camino regular, no había sido allanado ni tenía cerca ningún paso. Por allí no debían pasar más que algunos pastores, por lo que la falta de camino no era tan raro. Además, era imposible rodearlo sin quedar expuestos.  
     »A una señal del capitán, nos echamos todos cuerpo a tierra. Tendríamos que arrastrarnos como en los circuitos de tierra para seguir. Con el sargento Howse a la derecha y el cabo Walters a la izquierda, flanqueando al capitán Carter a un par de pasos por detrás, empezamos a reptar como una fila de serpientes. O´Bannion, Fulton, Constance, Bernard, Mitchell, yo, Trenton y Parker, con Mcgee, Castle, Montgomery y el sargento Sánchez cubriendo la retaguardia. Iba a ser, de todos modos, arriesgado. No íbamos a poder levantarnos al llegar arriba; seríamos un blanco fácil y, si bajábamos por la cara opuesta con el mismo método, casi seguro que nos verían y estaríamos igual. Pero seguíamos teniendo que llegar, entre aquella hierba que nos llegaba hasta el casco. A mí me faltaban unos metros para llegar cuando, al no oir nuevas órdenes y viendo a los de delante, comprendí que íbamos a bajar igual la otra cara. No sé si habría salido bien. Porque entonces todo se jodió.
     »Oí un grito delante. Era Constance, a punto de bajar y que, al mover la mano, se había encontrado una serpiente. Venenosa o no, sólo importaba que le asustó lo bastante para levantarse. Seguramente el capitán o uno de los sargentos le habrían dado un escarmiento, si hubiesen podido. Fue su primer y último error.
     » Se oyó un tiro a mi izquierda y un chorro de sangre salpicó la cima, manchando a Mitchell y a Bernard. Constance se desplomó, con el cuello reventado.
    »Fulton y Mitchell también se incorporaron, apuntando con sus armas, intentando localizar al tirador. El gesto les honraba, pero una ráfaga de proyectiles de arma automática, seguramente un Kalasnikov, nos barrió, dejando a Fulton hecho un colador y a Mitchell rodando cuesta abajo, gritando de dolor. Le había dado tantas veces en el hombro derecho que el brazo le colgaba dentro del uniforme. Por fin había llegado nuestro primer enfrentamiento con el Vietcong. Una emboscada, nada menos.
     »El capitán gritó que el enemigo estaba a nuestra izquierda, a unos cien pies, donde había un pequeño pico de selva, lleno de palmeras y esos árboles de hojas larguísimas que se les parecen. Nuestra respuesta fue inmediata. Sin levantarnos ni medio centímetro, apuntamos los M16 hacia esos árboles y abrimos fuego, sin saber adonde disparábamos, esperando darles. Y los árboles nos respondían; casi parecía que era la selva la que nos disparaba. Es más, sabíamos que estaban allí porque les oíamos, moviéndose y chillando y, si les dábamos, gritando y doliéndose. Yo, en realidad, siquiera nunca llegué a ver un Vietcong.
     »No sé cuánto duró. Vacié mi primer cargador y, mientras recargaba, empezó el  fuego de morteros. La primera descarga casi reventó el montículo; llovía tierra con hierba pegada por todos lados. Me parece que también desintegraron a O´Bannion y a Walters. El capitán gritó una orden a los que seguíamos arriba; Bernard, Trenton, Parker y yo, que nos acercamos para oírla. Entonces… había tiros de AKs por todos lados, pero estoy seguro que fue un puto francotirador. Parker cayó hacia atrás, sangrando por la tripa y lamentándose. La cabeza de Trenton explotó con casco y todo; oí ese estallido sobre todos los demás Tuve suerte de estar ocupado con el desastre, porque si llego a ver sus sesos desparramados me habría vuelto loco.
     »Desde su posición, el capitán, que intentaba resistir con Howse, nos ordenó replegarnos al otro lado, tratar de pedir ayuda y, cuando fuese posible, salir vivos. Mientras hablaba, me fijé en que cogía algo de un bolsillo, una granada me pareció. La última vez que le vi antes de obedecerle, corría con eso en la mano hacia la selva. Justo después otro obús cayó donde estaban él y Howse y… y yo llegué abajo, pero Bernard, que estaba conmigo, no.
     »Al caer vi que el sargento, Montgomery y yo eramos los únicos que manteníamos el fuego. McGee, que era algo así como el médico, intentaba ayudar a Mitchell y a Parker, pero en esa situación y con lo poco que llevaba, casi daba lástima; parecía que sólo iba a mancharse de sangre. Mientras Castle, que siendo el más callado resulta que era era el técnico de comunicaciones, establecía contacto por radio con nuestro puesto cerca de Hue. Tras un rato, dejó el equipo, agarró su fusil y nos dijo que la ayuda estaba en camino. No terminó la frase porque una ráfaga de AK le hizo al menos cuatro ombligos nuevos.  Eso sí, el pobre fue muy útil: mientras nosotros nos habíamos apostado junto al flanco izquierdo del obstáculo, Castle lo había hecho unos metros por detrás, cerca del borde derecho, intentando reducir el ruido en la transmisión, que tampoco era muy buena. La ráfaga que le mató le dio por detrás; de otro pedazo de selva a unos ciento cincuenta pies de donde estábamos. Árboles altos y grises con grandes hojas lanzando sombras sobre todo lo que se movía debajo y, la verdad era que, si te fijabas, hasta podías verlos corretear, rodeándonos por completo.
     »Mientras resistía con Montgomery, el sargento Sánchez me pidió que cubriese ese flanco, procurando proteger a McGee y los heridos. Así que me agaché, levanté mi arma para acribillar los árboles cuando me fijé en una cosa sin importancia, que podría haberme costado la vida por ser tan gilipollas de pararme a mirarla, pero que producía un efecto curioso.
     »Sobre las copas, cubriéndolas como aureolas de esas que llevan los ángeles, había nubes. Una nube en realidad, plana, estirada y llena de grumos… Las que salen cuando el tiempo va bien. Dónde y cómo estaba parecía nieve, que los árboles tenían sus copas nevadas como montañas. Si no fuera por toda esa mierda, la escena más bonita que había visto en aquel país. Y era curioso. Blanco arriba, verde en medio y negro abajo, con los amarillos pululando por ahí, intentando matarnos.
     »Disparé dos o tres ráfagas largas, sin gastar el cargador. No sé si les di, aunque creo que sí, porque les oía gritar de dolor. Pero al final dio igual. Esos cabrones volvieron a bombardearnos. Aunque creo que en vez de morteros usaron un jodido RPG… No sé.
     »Estaba mirando hacia allí, intentando localizarles, cuando escuché una especie de silbido por encima de los Kalasnikov. entonces volé. Recuerdo que estaba en el aire, sordo con los oídos pitándome, dando una vuelta sobre mí mismo, como a cámara lenta. Lo que veía se alternaba mientras giraba; arriba el cielo azul; abajo una nube enorme de tierra rojiza, que poco a poco caía por todo el suelo. Pensé que por fin habían desintegrado el obstáculo. Y el resto de la unidad… Creo que ya imaginaba que estaban todos muertos, hechos trizas, porque no volví a ver a ninguno; lo bastante entero al menos para reconocerlo. Cosa que no les bastó a esos jodidos comunistas, no; querían asegurarse de matarnos bien muertos. Después de saltar aquel trozo de tierra en pedazos con lo estaban de arriba a abajo, para asegurarse que nada a su alrededor quedase vivo. No podía oírlo pero lo vi; las balas atravesando la tierra, salpicando polvo al aire. Y además, lo sentí; antes de caer me dieron varias veces en el cuerpo, las piernas, un brazo. Caí sobre mi hombro y me di un buen golpe. Me dolió; dolía horrores, pero ni una pizca comparado con las balas. Era casi seguro que me habían atravesado, pero creía que alguna se me debía haber quedado dentro, porque quemaba.

     Santi hizo una pausa.
     —Entonces mi tío se abrió la chaqueta y se fue señalando el pecho, el estómago, el hombro y luego las piernas —enumeró, señalando sobre su propio cuerpo los puntos exactos para que Iván se hiciese una idea—. Y entre la roña y el pelo se veían marcas pequeñas, donde le dieron los disparos. Debía tener doce por lo menos. Dijo que tuvo suerte porque no le dieron en nada importante y, aunque ya no volvió a moverse como antes, tampoco lo dejaron lisiado.
     Ante la explicación de Santi, Iván cerró los ojos y torció la boca con desagrado, imaginando la dolorosa y desagradable escena en sus propias carnes.
     »Me quede allí, recostado sobre lo que quedaba del cerro. Intenté levantarme pero no podía, me dolía demasiado. Me asusté, pensando que podía haberme roto la columna y estar paralítico; eso y que los putos Charlies se acercaran a ver cómo había quedado el terreno, a ver si había alguien vivo para hacerlo prisionero, torturarlo o rematarlo. Pero no lo hicieron. Los disparos pararon después de aterrizar, cuando comprobé con mis gemidos que volvía a oír… y todo quedó otra vez en completo silencio. Ya no se oían movimientos o voces desde la selva. Se habían retirado. 
     »Desde donde estaba podía girar, mirar a mi alrededor. Y Dios… La montañita estaba destrozada, con dos cráteres enormes y agujeros de bala que parecían infinitos. Casi toda la hierba había sido arrasada; viese donde viese veía la tierra de debajo y la sangre, perfectamente visible, formando charcos aquí o allí, donde había alguien. Dios, hijo, ¡que nunca tengas que ver nada como eso!
    »A mi derecha creo que estaba Trenton; un trozo de carne picada con un uniforme más rojo que verde sin cabeza. Y un poco por delante había un guiñapo quemado y humeante. Ese ni parecía humano, sin manos, piernas, torso; pero que sangraba. Casi esperaba que se le hubiesen quedado incrustadas sus placas, o a saber cómo lo iban a identificar. Yo lo habría comprobado si no fuera por cómo estaba… y por el olor. Dios, que diferente huele la carne asada a la quemada, sobre todo la humana. No he vuelto a oler nada igual ni parecido jamás en mi vida. Me tuve que dar la vuelta y dejar de  mirarlo, porque verlo me hacía pensar en el olor, y si seguía oliéndolo otro minuto vomitaría. Claro que en el otro lado…
      »Justo a mi lado había otro tan destrozado que había perdido el uniforme completo, arrancado junto a su piel. No sé si porque le quemó la explosión, pero veía perfectamente los agujeros de bala. No le reconocí; podría ser Bernard. Ni siquiera le quedaba su piel para identificarle. Y unos metros más a la izquierda otro cuerpo acribillado; éste entero; bueno, casi. Casi lo habían partido en dos, las piernas le colgaban de la cintura, apenas unidas al resto por tiras roja. Aunque seguía con el casco puesto, no pude verle la cara. Por el uniforme, no era oficial ni tenía ningún grado, eso seguro. Tal vez fuese  O´Bannion, o Fulton, o Constance, el maldito cobarde que nos había echado la muerte encima.
     »Y al mirar abajo, más allá de mis pies, otro cadáver carbonizado sin miembros, sin cabeza, envuelto en su propio uniforme quemado y con aquel olor saliendo con el humo de sus agujeros… Case me desmayo. Entonces vi mis propias heridas, los agujeros de bala atravesando mi cuerpo. Aún estaban abiertos, sangrando. El dolor que me quemaba después de recibirlos se había disipado poco a poco, haciéndome olvidarlos; pero la sangre seguía saliendo.. Ver esos chorros rojos bajar hasta empapar el suelo me mareó. Empecé a sentir un frío tremendo hasta los huesos, haciéndome tiritar, temblar, pero sin dolor.   
     »Estaba acabado. Sólo podía esperar que los refuerzos de Castle llegasen antes de desangrarme. Me acosté por completo, levantando un poco la cabeza para que la sangre que me quedaba no se fuese allí. La había conservado con un mareo de caballo que no me apetecía en ese momento. Entonces lo vi. Y la subí aun más arriba.
     »Del revés, podía ver la selva, el mismo nido de víboras que nos habían destrozado. El suelo marrón de tierra y hojas marchitas, el negro de las sombras de donde salían los troncos grises con sus hojas verdes. Y, por debajo del verde, que sería encima estando del derecho, no estaba el azul del cielo, sino el blanco opaco y rugoso de una nube, extendiéndose por el horizonte, formando una separación clara con el cielo.
     »Me pareció rarísimo. Esa selva era casi igual a la de la que nos emboscaron, desde donde salió el ataque final. Pero yo había caído con mis pies hacia ese trozo de selva y mi cabeza hacia nuestri destino, estaba seguro. No es que importase mucho, y aunque todo estaba muy despejado cuando vi esos árboles, no era raro que el viento hubiese traído alguna nube. Simplemente esa imagen me descolocaba, me hacía… sentirme perdido. Así que me incorporé, cosa que me costó, porque aunque ya no me dolían las heridas, sí me dolía moverme, así que miré adelante.
     »Mi posición era buena. Al fondo, a mi izquierda, los árboles, desde donde mandaron el chupinazo que me puso en órbita. Había que fijarse bien para diferenciarlas, pero cuando te pasa algo así reconoces el sitio. Y sobre los árboles, la nube, idéntica a la de la otra selva. Ésta había cambiado, ya no era plana las olas; había crecido por el centro, como si se hubiese hinchado y le hubiese salido joroba. Se veía una de esas grandes, como trozos de algodón, como subida encima.
     »Tras ubicarme, ya rendido del todo, volvía a tumbarme, procurando dejar el cuerpo lo más recto posible y la cabeza en alto, esperando a la ayuda. Debí perder el sentido, o la noción del tiempo. No sé cuánto tiempo pasé así.
      »Cuando abrí los ojos todo eran nubes. No digo que hubiesen salido de repente. Era una capa, homogénea, como una sola nube gigantesca que se estaba moviendo. Había una capa a mi espalda y otra delante, la de los otros árboles. Las dos nubes que había visto al principio, acercándose la una a la otra cada vez más. A mí no me importaba mucho tener algo de sombra; estando así hasta me venía bien, reducía la insolación y la deshidratación. Pero había dos cosas curiosas en esas nubes: primero, no parecía que el viento las moviese; más bien era como si se deslizasen a su manera. Segundo, esas nubes… Lo noté porque antes todo brillaba, y al abrir los ojos todo estaba más apagado, oscuro. Pensé que sería que tenía los ojos cansados o por el mareo. Pero eran las nubes. No sólo habían tapado el sol. Antes eran normales y blancas; ahora eran gris oscuro, casi negro, como humo de chimeneas… El color de nubes de tormenta.
     »Por lo que sabía del país era imposible. En  Vietnam tienen monzón ¿Sabes lo que es eso? Tienen un invierno muy seco y luego en verano se tira lloviendo seguido muchos días; cae tanta agua que los ríos se desbordan y algunos valles se inundan. Y se suponía que, en esa época del año, era imposible; no tenía que caer ni una gota, o menos no mucha. Entonces, oí un trueno como una explosión y empezó a llover.
     »Bueno, sería mejor decir que empezó a diluviar. Antes de contar hasta cinco, ya estaba calado hasta los huesos; caían gotas tan grandes como piedras y sentías cuando te daban. Hacían daño. Y lo peor, el suelo bajo mí empezó a chuparla, a empaparse, a convertirse en barro. Aún estaba arriba, pero notaba mi cuerpo hundirse poco a poco; como estar tumbado en arenas movedizas. Tenía miedo de hundirme, de enterrarme vivo con aquel puñado de cadáveres destrozados. O, si no, otra cosa que vi: parecía que la tierra no podía absorber más agua. Empezaban a formarse charcos, que se hacían enormes muy rápido. Lo bastante para llevarme flotando.
     »Me levanté… bueno, me senté. Ya no sangraba pero estaba muy débil; aún no podía ponerme de pie y tenía miedo de que el agua ablandase las costras que las medio tapaban, rematándome. Intenté cubrirlas con un brazo mientras agitaba el otro para mantener en equilibrio. Visto de lejos debía de parecer un imbécil. Pero debió funcionar, o la tierra a mi alrededor era más fuerte de lo que creía. No llegó a hundirse,  ni el agua me arrastró ni cubrió; cosa que sí hizo con los muertos. Sí recuerdo lo cansado que me sentía. Me costaba respirar; me pesaban los brazos, y el cuerpo, y hasta la cabeza. Y noté otra vez el dolor; creo que mi cuerpo diciendo “hasta aquí hemos llegado”. Porque después… Dios. Todavía llovía, lo recuerdo. Pero no recuerdo qué pasó. Pensarás, hijo, que tu tío sí estaba loco. Herido y medio desangrado, sobre un montón de tierra que podía hundirse y rodeado de agua…  y echó una siesta.

     Santi volvió a parar.
     —Tendrías que haberle visto, Iván — dijo, entristecido—. Empezó a reírse como un psicópata. Creo que fue el momento estando con él que pasé más miedo. Pensé que podía estar loco de verdad, que podría ser peligroso. Que igual… intentaba hacerme algo. Pero al rato paró. Y al verle, vi que se estaba desahogando. No volvió a mirarme a los ojos , para que no le viese esforzándose por no llorar.
     »No sé cuanto estuve así; no debió de ser mucho, puede que sólo cinco minutos. Al recobrar la consciencia había dejado de llover; sería sólo era un chubasco pasajero. Y lo más raro, toda el agua se había ido. Quiero decir que yo, por ejemplo, estaba mojado, empapado; pero no tenía pegada sobre mí ninguna gotita de lluvia, ni en la hierba que quedaba o que había caído cerca de mí. Húmeda pero sólo eso; tampoco tenía gotas encima. Pero en lo que más se notaba era en el suelo; la tierra seguía blanda como el barro pero no había ningún charco. Tampoco soltaba líquido al presionarla. Era como si toda la que había caído se hubiese evaporado milagrosamente. Y hacía calor, pero no tanto. Y además, el sol se había ido.
     »Como además de herido y medio desangrado estaba mojado, me volvía a la ruta por donde llegamos, a ver si esos malditos capullos venían por fin.
      »Entonces lo noté; en torno a mí todo seguía igual. Los cadáveres reventados y quemados seguían ahí, pero no se habían movido ni un ápice de su sitio. Y yo había formarse charcos gigantes capaces de hacerlos flotar … Seguían igual, menos por lo de la humedad… y otra cosa, que estaba antes pero ya no. La sangre, ya fuesen los charcos rojos coagulados bajo o junto a los muertos, o las manchas grandes salidas de mis heridas y que había visto al moverme. No quedaba ni rastro. Estaba seguro de que debían estar ya endurecidas, por eso no pensé que la lluvia los había lavado.
     »Yo seguía pudiendo hacer poco, así que me acosté y recé para que alguien acudiese pronto. Lo que pasó entonces me hizo pensar que Dios me había escuchado. Fue como si el cielo se abriese; una brecha apareció en el centro de esas nubes que, te juro, tapaban el cielo por completo, volviéndolo gris. Primero parecía como si alguien hubiese tirado de la cadena de un váter, más o menos encima de mí. Pero en realidad el continuo se separó, abriéndose hacia los lados; no sé si en el mismo punto donde se juntaron. Dejaron un hueco más o menos circular y más ancho que una casa. Y, delimitado por las nubes grises, en el fondo de aquel círculo, se podía ver el cielo. 
     »No era como el de ese día, azul y estático, sino rojo oscuro. En realidad no me impresionó mucho; pensé que el tiempo no se había parado por mí, el sol había seguido su camino y ahora se ponía. Habría pasado el día y faltaría poco para la noche, y yo me cagué en esos inútiles de Hue. ¿Qué narices habrían hecho para no llegar aún? Pero me fijé más y vi ...  que no era eso. El cielo rojo del ocaso es fuerte, intenso; vivo como un fuego. Este en cambio era más apagado, denso y profundo. Como ese tono… ¿Carmín? No, carmesí. Casi como el de la sangre. Como sangre. Empecé a sentir miedo cuando lo comprendí.
 »Ese color en el cielo se movía, temblaba; como líquido, como un lago. Un lago de sangre.
     »No me lo creía. Pensé que las balas debían de envenenadas, cubiertas por alguna droga que Charlie usaba para volver loco al enemigo si la herida no era mortal. Porque parecía, pensé, como si toda la sangre que había caído al suelo ese día allí hubiese sido absorbida por esa lluvia y trasladada al cielo para formar esa charca roja gigante.
     »Podrás imaginarte, hijo, cómo pensé que debía estar para ver eso. Pensé que hasta podían ser delirios pre-morten. Pues eso no fue nada. Lo peor, lo más alucinante, estaba por llegar.
      »De repente el lago empezó a temblar y parecía que se volvía más pequeño. Se estaba retirando, yéndose hacia arriba, subiendo hacia el cielo como si algo lo chupase. No sé hasta donde llegó, aunque fue mucha distancia; puede que doscientos pies o más, hasta quedar un punto rojo muy pequeño a lo lejos. Y al subir vi que estaba encajado en algo, que al principio no veía por las nubes. Era una especie de galería circular, como una tubería del mismo diámetro del lago, sólida y brillante como si estuviese hecha de cristal, sólo que en vez de transparente era de color verde grisáceo. Tenía unos bordes o salientes interiores formando anillos por toda su longitud más o menos cada metro, como peldaños de una escalera de mano, que llegaban hasta el líquido. Como una columna que subía al cielo.
     »Yo miraba a fondo, a ver qué pasaba. Al fijarme, me di cuenta. Volvía a moverse; aunque debía ser mucho más espeso que el agua; por eso costaba ver las ondas en su superficie al principio. Algo se movía sus los bordes, saliendo a su superficie. No los vi al principio porque estaban totalmente cubiertos por la sustancia roja. Pero estaban concentrados en los bordes y empezaban a moverse sobre los escalones del borde. No podía distinguir su forma. Al principio parecían simples pegotes que resbalaban hacia abajo, como si se derritiese. Luego, al pegarse en las paredes del tubo, ya lejos del lago, me parecieron babosas; al menos tan grandes como yo. Yo, que como imaginarás no daba crédito, no dejaba de hacerme preguntas. ¿Qué estaba pasando; qué era eso cosas; qué iba a pasar? Entonces sentí algo nuevo, que no he vuelto a sentir después. Me quedé totalmente quieto, paralizado, y era por el miedo. Tanto que casi me cagué encima. Aquellas cosas, sin romper su formación en anillo, estaban bajando..
     »Al principio parecía que se dejaban caer, resbalando sobre esa superficie que parecía resbaladiza, aunque no parecían dejar rastro del líquido detrás. Eso y su velocidad me convenció de que no; aunque no lo supe hasta que llegaron más o menos a la mitad del túnel. Tenían patas; cuatro, dos delante y dos detrás, largas y delgadas, tanto que no se veían de lejos. Se sujetaban con ellas a los bordes de la pared, bajándola como una escalera al revés, de cabeza. Yo temblaba, porque tenía el maldito agujero encima.
     »Al final todos, casi a la vez, llegaron a lo que debía ser el borde, por detrás de las nubes, y se quedaron quietos, como gárgolas, mirando lo que tenían debajo. Al rato cayeron; saltaron o se dejaron caer, no estoy seguro; dispersándose unos cuantos metros respecto al agujero, por lo que ninguno cayó sobre mí. Pero sí en torno a mí. Uno se me estrelló justo delante, a junto a los restos carbonizados. Así pude verlo bien.
     »Había caído a cuatro patas, dobladas para contrarrestar el impacto y que se habían hundido hasta las muñecas en el barro. Entonces se levantó y vi que andaba de pie, como nosotros. Visto muy de lejos, hasta podía parecer una persona. Pero no lo era ni de lejos.
     »Era alto, de más de dos metros, y delgado, muy delgado, aunque era ancho como un levantador de pesas. Parecía un jugador de baloncesto por su constitución alargada. Sus miembros tenían la misma longitud, pero eran larguísimos; tanto que los brazos casi rozaban el suelo como si andase con las manos como los simios. Tenían manos en los brazos como en las piernas, pero sin dedos… No porque no tuviese; parecía que estaban unidos como las ranas, pero no conectados por una membrana de piel, sino cubiertos por la piel.  Y que piel… Supongo que mientras bajaban se habían librado de esa sangre flotante roja y viscosa. Tenían el color de… bueno, de espejo sin brillo; un color metálico que emitía unos destellos; no sé si por la luz ambiental, que era muy poca, o porque eran así. Y sus cabezas, sus caras… Dios, eso era lo peor. Tenían cabeza, pero no cuello; parecía que estaba colocada directamente sobre los hombros, que salía de ellos. Era grande, alargada, pero sólo eso No tenían pelo, ojos, nariz, orejas… Sólo había un rasgo: donde debería estar la boca tenían una prolongación flácida que se estrechaba hacia la punta, como la trompa de un elefante, que parecía que se cerraba y abría como si estuviese respirando o preparándose para comer algo… Supongo que no me creerás. Yo tampoco ¡Y lo estaba viendo!
     »Después de aterrizar empezaron a moverse; no los veía todo el rato pero les oía pisar el barro; un ruido húmedo de chapoteo. Pensé que serían como medusas, con cuerpos blandos y sin esqueleto. Lo que hacían sí lo pude ver, delante mío.
     »Caminó hasta el muerto, se agachó y lo cogió; en brazos como si fuese un bebé; con mucha facilidad para lo delgado de sus brazos. Luego giró un poco a mi derecha y volvió a agacharse a por algo; corto, estrecho y negro. Tardé en reconocerlo como un brazo desde el codo a la mano, amputado y quemado. Lo puso sobre el torso que llevaba como si fuese de aquel desgraciado.
       »Miré a mi alrededor. A mi derecha uno había recogido el cadáver decapitado que podía ser Trenton, mientras otro se inclinaba para recoger unos restos que no quise ver. A mi izquierda, otro levantaba por las axilas el torso casi partido por la mitad, que se separó en dos por completo, mientras unos metros a su derecha otro que cargaba el cadáver desollado del pobre Bernard o de cualquiera de mis valientes compañeros negros se dirigió en dos zancadas hasta él para recuperar la cintura con las piernas colgando. Y más. Les veía más lejos, dentro de la selva, andando entre los árboles, seguramente buscando a los vietnamitas que habíamos matado.
     »Yo no lo entendía. ¿Qué eran y qué hacían, recogiendo cadáveres y sus pedazos? Ahora que lo pienso fue una duda tonta; la respuesta era fácil, aunque necesité verla mientras miraba a un lado y otro, intentando contarlos, controlarlos. Unos minutos después, cuando todos, algo más de una docena, llevaban ya un buen montón de cuerpos despedazados, lo vi por casualidad; una mano negra que sobresalía por encima de lo que sería un hombro izquierdo, llevado por que me daba la espalda y buscaba más restos. vi algo largo y viscoso que moverse sobre ella. Era aquella boca, dejándole por encima un rastro de babas, hasta que, a la altura de la muñeca, se le metió dentro, como si se hubiese clavado. Y empecé a oírlo, el crujido hecho al masticar, saliendo de esa carne.  
     »Casi vomito; me aparté a un lado y vi a otro que llevaba un cuerpo entero; no me fijé de quien, con las piernas estiradas, los brazos colgando y la cabeza hacia atrás como si estuviese desmayado. Llevó el asqueroso morro hasta su cuello, manchado de sangre por una herida de bala. Metió la trompa por la garganta aprovechando el agujero y empezó a agitarla despacio, haciendo el mismo ruido de masticación.
     »No importaba adonde miraba. Aquí y allá, mientras recogían los restos sembrados por el campo de batalla, aprovechaban para catar lo que recogían. Pude hasta ver, y esto sí que me dio arcadas, como el que llevaba al desollado le cerraba la punta de su trompa a la altura del cuello y, después de succionar, la estiró con fuerza, arrancándole una tira finísima de carne rosada  que se tragó entera, como un espagueti.
     »Si no hubiese estado tan cansado y mareado, creo que podría haber gritado, aunque llamase su atención.  De haber podido, habría cogido un M16 y les habría acribillado. Pero tenía suerte. Del momento sólo iban a por los cadáveres. Pero no sabía si iban a seguir así todo el tiempo….
     »Volví a mirar el agujero en las nubes, pensando que a lo mejor no se fijarían en mí. Les oía moverse sin parar, pisando el barro y comiendo.  Cansado de seguir viendo eso cerré los ojos los pasos se hicieron más fuerte. Los abrí y paró. Miré a mi alrededor y todos me rodeaban.
     »Eran quince en total, formando un corro con los brazos cargados de cuerpos, brazos y piernas color rojo carne o negro quemado. Vi hasta una bota con un pie sobresaliendo sobre el tobillo, con el hueso roto asomando. Un par seguía masticando algo de carne; fuera de los nuestros o del Vietcong daba igual. Para esos monstruos sólo eran comida. Y la mascaban indistintamente.
     » Mientras me rodeaban, parecía que me miraban con sus caras sin ojos. Luego las dirigían entre sí de uno a otro, como si hablasen de algún modo, aunque no hicieron sonidos ni gestos. Parecía que dudaban, sin saber qué hacer con un vivo. Yo, quieto, miraba a los tres delante de mí. El del centro, que llevaba un cuerpo decapitado tapado por dos pares de brazos y de piernas, alargó entonces su trompa hacia mí. Pude ver cómo era por dentro: muy pequeña; puede que algo más grande que el cuello de una botella. Pero la vi como en una pantalla de cine. En medio de una especie de labios que no paraban de succionar como ventosas, un agujero negro lleno de filas de dientes triangulares, marrones y gruesos recubiertos de baba brillante que se hundían en filas hasta el fondo; chasqueando, buscando algo que tragar. Y yo no podía dejar de mirar esos dientes temblar, la ventosa contraerse… Fue lo último que recuerdo. Luego… todo se volvió negro.
     »Cuando desperté estaba en una camilla, en el campamento-base cerca de Hue. Cuando esas tortugas llegaron por fin, me encontraron desangrándome en lo que quedaba del cerro. Me trasladaron allí a toda prisa y consiguieron salvarme.
     »De los demás, no encontraron nada; parece que encontraron los restos medio quemados de algún petate, un casco y hasta un arma destrozada, pero ningún resto humano. Tampoco encontraron Vietcongs en las dos selvas desde donde dije que atacaron, aunque sí vieron árboles destrozados por nuestros tiros. Me contaron algún tiempo después que encontraron las chapas de identificación del resto de mi unidad entre los cuerpos de una fosa común cerca de un campamento Vietcong en la selva. Dijeron que los demás seguramente fueron heridos, esos cabrones se los llevaron para interrogarlos y se se deshicieron de ellos tras destrozarlos. Que yo tuve suerte; pensaron que estaba muerto y me dejaron. O que entre sus bajas y los nuestros prisioneros, no querrían llevar más peso muerto ¡Ja! ¡Idiotas! Si se conformaban con sacarse de la manga una explicación así. E idiota yo si esperaban que me lo creyera.
     »Yo sé bien lo que vi. A mis compañeros les mataron ¡Dios, si te saltan la cabeza de un disparo o te cae encima un proyectil de mortero, por muy guapo que te deje, mueres! Y esos seres… Me dijeron que el terreno estaba lleno de huellas que parecían perderse en los árboles; del Vietcong al retirarse. Y que yo y el terreno estábamos secos… Al parecer no llovió allí ese día, no lo había hecho en meses y no lo haría en un tiempo. Pero también me dijeron que además de restos, tampoco había sangre. Ni una gota en todo el campo de batalla. Llegaron a admitir que, si no fuera por los casquillos encontrados, que habría que rehacer un poco el mapa y por mí mismo, no habrían creído que allí había habido un enfrentamiento. Supusieron que las explosiones taparon la sangre y la tierra la chupó. Eso fue lo que terminó de convencerme.  
     »No tengo ni idea de qué serían. Alienígenas, seres de otro mundo… Quizá hasta ángeles que vinieron a llevárselos al cielo, o demonios que los mandaban al infierno; bajaron del cielo pero desde su perspectiva estaban trepando. Lo que me quedó claro era cómo llegaron y qué querían. Estaban en algún sitio más allá del cielo, vigilándonos desde las nubes, esperando a que nosotros y los Charlies nos matásemos. Y cuando  acabó, y todo estuvo lleno de cadáveres; primero se llevaron la sangre con aquella falsa lluvia; no sé si para dar consistencia a sus cuerpos y moverse para coger lo que querían. La carne de los muertos. Estoy seguro de que funcionan así: esperan en sus nubes a que haya una guerra, una batalla o una masacre y, cuando los supervivientes se van, antes de que vuelvan a limpiar el terreno, se les adelantan. Eran carroñeros y, a sus ojos, nosotros somos simple ganado que ni se molestan en matar. No sé desde cuánto tiempo habrá sido así, o si lo habrá visto alguien más. Es más, si viven de eso y siempre nos vigilan¿qué les impide meter baza? Un sabotaje en tal convoy, una explosión en un puente, un tiroteo en un puesto fronterizo, un barco hundido por una bomba misteriosa… y la gente, estúpida, se echa la culpa entre sí.
     »Yo lo vi, por eso sé que fue real; aunque fuese demasiado fantástico y horrible para creérselo. Por eso nunca se lo conté a nadie; ni  ni a la familia. Dije sólo que me desmayé y me creyeron. Como estaba destrozado, me devolvieron a casa porque poco más podía hacer.
     »Pero aquí es igual, como en todas partes. El mismo cielo azul, el mismo sol brillante y las mismas nubes; blancas cuando hace buen día y negras cuando va a llover… para tapar lo que el cielo esconde. Ya no cambiaré, porque si decidiesen que puedo ser un problema estoy seguro de que vendrán a por mi. No puedo bajar la guardia, por eso vivo así, escondido del cielo y de las nubes, lejos de ellos… y de mi familia, que sufriría viéndome así.
    »Santiago, chico, ha sido un placer conoceros, a ti y a tus padres. Esta es mi historia. No la olvides, pero tampoco la cuentes. Te la cuento porque creo que no volveré a verte y puedo morir el día menos pensado. Ahora vuelve con tus padres a tu país, que he oído que es precioso. Es una pena que no lo conozca. Adiós. Tu tío John no te olvidará.

     Se hizo un largo y profundo silencio, motivado porque al narrador no le quedaban palabras y el espectador no las encontraba.
     —Y eso fue lo que mi tío me contó en aquella cueva —concluyó Santi, aún en susurros—. El motivo de su miedo a las nubes desde Vietnam.
     —Guau —se limitó a decir Iván, aún presa del pasmo.
     Santi se hizo hacia adelante, apartándose, seguramente listo para levantarse.
     —Ya ves ¿Te parece que se podía pensar que estaba loco?
     Iván dudó casi medio segundo antes de responder.
     —Bueno, desde luego parece de Expediente X … aunque, por cómo lo has contado, está claro que vio algo allí. Puede que no fuera eso… que usasen algún gas o algo así alucinógeno… y fuesen hombres con uniformes raro. Pero…
     Santi asintió.
     —Sí, yo pensé lo mismo. Cuando volví a la tienda esa noche estaba muerto de miedo. Pensando en si tendría algo de verdad, me acuerdo que al rato me dormí… y me desperté gritando. Una pesadilla. No les dije a mis padres lo que ví. Me calmé y pasé el resto de la noche en vela, sin atreverme a cerrar los ojos. Desde entonces No sé miro mucho al cielo cada día. Les perdí el miedo. Pero aprendí algo.
     —¿Qué? —se interesó Iván, a punto de sucumbir a una sobredosis de intriga.
     —Que las nubes puden ser más que puñados de vapor de agua que caen a la tierra como lluvia. Creo que ellas y el cielo en general… representan deseos de la gente; fantasías y miedos. Los captan  y los reflejan para que todos los veamos. Por eso, al ver una nube, vemos algo. Un animal, una casa, el mar, una espada apuntándonos o hasta un incendio. Y por eso, claro, las religiones dicen que vamos allí. Equivale a decir que tendrás lo que más quieres.
     Iván tragó saliva.
     —Y mi tío John… tenía razón. Ya no sufrirá. Y como le van a enterrar aquí, en un nicho, ya no tendrá que preocuparse de lo que pueda haber en el cielo nunca más.
     Santi se levantó de un brinco.
     — Iván… no olvides lo que has jurado —le dijo a su amigo aún sentado.
     —No lo olvidaré, Santi —le replicó, levantándose y poniéndose a su altura.
     Los dos chicos se dieron la mano, fuerte y solemnemente.
     —Aún falta un rato para comer, aunque te irás un poco antes —observó Santi—.¿Jugamos una partida a la Play Station?

     Iván sonrió y los dos chicos, sonrientes, volvieron al negro asfalto, dejando atrás las blancas piedras y las doradas matas. Mientras, sobre ellos y todo, el azul del cielo se veía salpicado por incontables formas blancas, que podrían tapar el sol, pero no su luz. Formas blancas que, como enormes y distorsionadas ovejas, brincaban guiadas por el viento, quizás asustadas, huyendo de un lobo blanco enorme y distorsionado que patrullaba en busca de presas blancas y disformes en la infinita y cambiante pradera azul que llegaba al fin del mundo.

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