lunes, 14 de septiembre de 2015

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     Nora sabía que no estaría sola esa noche. Le llevaba pasando desde hacía casi dos meses.
     Siempre era igual. Llegaba cuando su delicado cuerpo de seis años estaba sepultado bajo las tres capas de ropa de su cama, en su habitación de hija única recargada de ropa, adornos y juguetes. La hora parecía indiferente, tanto como que sus padres estuviesen o no despiertos. En fugaces vistazos Nora comprobó que se presentaba tanto cuando el pasillo estaba a oscuras como cuando estaba iluminado por la luz grisácea del televisor en el salón. Tampoco le importaba demasiado la niña en sí; aunque lo sentía especialmente cuando seguía despierta, solía retorcerse en sueños del mismo modo cuando llegaba. Simplemente, despierta podía seguir lo que pasaba.
     Primero la puerta se abría; lo sabía porque la había visto. La manija no bajaba, las bisagras no gemían. Simplemente se retiraba y luego volvía a cerrarse, con la rapidez de un portazo pero sin su ruido. Aunque ningún viento frío se levantaba en la habitación, Nora siempre sentía que la temperatura bajaba.
     Luego se le acercaba. Nora no sabía cómo; no oía pasos sobre su alfombra pero lo sentía; algo acercándose como para aplastarla sobre el colchón. Cuando la sensación de proximidad se detenía, a la altura de su cuerpo, la niña siempre se encogía bajo sus tres capas de ropa, asustada . Aunque sabía lo que iba a pasar, reaccionaba sin remedio como la primera vez.
     Nora sentía luego el edredón, la manta y la sábana retirarse, arrancadas de su cuerpo con fuerza y, aun así, seguía tapada. Nora apretaba los párpados con fuerza y estrangulaba a su almohada, sintiendo el pelo de punta y que podía hacerse pipí en la cama. Entonces el miedo crecía.
     Empezaba en su cintura; un suave pero profundo roce que atravesaba mantas, ropa y piel hasta el hueso, siguiendo su columna en sentido ascendente. Luego le rodeaba el cuello, ejerciendo un suave masaje sobre sus hombros, y seguía hacia la cabeza, dibujando delicados círculos que Nora reconocía por el cosquilleo entre los bucles castaños sobre su frente. Aquella parte, por algún motivo, siempre le recordaba a un cepillado; como si la peinase, asegurándose de eliminar hasta el último grano de arena del parque que hubiese sobrevivido a la ducha; la última miga de pan que no hubiese barrido el peine.
     Al sentir la primera caricia invisible, el miedo desaparecía. El tacto a lo largo de su cuerpo transmitía delicadeza, el deseo de protegerla; de que la quería. El ondular atrapado en sus pelos transmitía cariño. Y, para acabar, Nora sentía una presión suave y cálida sobre sus labios, como un beso de despedida.
     El primer impulso de Nora, si estaba despierta, era siempre incorporándose en la cama para rastrear su habitación a oscuras, con una única idea en la cabeza: ¿Quién puede ser?

      —Lo habrás soñado, cariño.
     Fue la explicación de mamá, en torno a la mesa de la comida, la primera vez que lo contó.
     —No, mamá —insistió ella—. Estaba despierta. No era…
     Una severa mirada le quitó las ganas de insistir, convirtiéndolo en la primera y última vez que sacó el tema.
     —Puede… —Papá, sin embargo, acudió en su ayuda—. Que te haya visitado tu ángel de la guarda.
     Nora le miró con interés, mamá con frustración, y él, distraído, miraba los espaguetis enrollados en su tenedor.
     —¿Mi… ángel de la guarda? ¿Y ese quién es?
     —Un ángel que vigila a la gente, sobre todo a los niños –explicó papá, terminando de masticar—. Que les cuida por la noche, para que estén bien, no tengan pesadillas…
     Alargó el brazo, pellizcándole la nariz.
     —… y estén contentos por la mañana.
     La niña se rió, sin poder evitarlo. Aunque a mamá parecía no hacerle mucha gracia, tenía sentido. Nora necesitaba estar contenta. Llevaba mucho tiempo triste, igual que ella. Quizás, como adulta, lo tendría más difícil para reponerse, habiéndose separado de su ángel de la guarda.

     La tristeza para las dos llegó hacía dos meses, una semana antes de las visitas nocturnas y tres días después del cumpleaños de Nora, con una llamada de teléfono. La madre limpiaba la cocina, la hija terminaba los deberes en el salón. Nora sintió curiosidad y, aunque no oyó nada, no perdió detalle.
     Lo que vio la asustó mucho. Su madre abrió mucho la boca, sin llegar a decir nada. Luego empezó a respirar deprisa y a ponerse blanca. Finalmente colgó. Y rompió a llorar.
     —Mamá… —Nora se levantó, al tiempo que las rodillas de su madre se doblaban—. ¿Qué pasa?
     La mujer, con la cara deshecha, la miró como si no la entendiese. Pero dijo:
     —La abuela, cariño. Se encuentra… mal.
     Nora estaba muy asustada cuando papá las llevó al hospital, al sitio donde ibas cuando estabas mal. Ella no entendía qué pasaba, pero intuía que si había asustado tanto a mamá tenía que ser muy malo.
     Fueron a una habitación donde estaba su abuela. Lo que vio la aterró.
     Su abuela era una mujer muy simpática; alta y fuerte, con una cara preciosa como un buñuelo, los ojos muy brillantes y un precioso pelo rubio. Lo que vio allí, cubierto por una sábana y vestido con un pijama azul, con la boca y los brazos rellenos de finos tubos transparentes, no podía ser ella.
     Su abuela parecía más que enferma. La vio muy delgada, como si la hubiesen deshinchado. Dormía, pese a la incómoda máscara sobre su cara y el pitido de las máquinas a su lado.
     —Abuela. —Nora se acercó a ella, alargando la mano para intentar tocarla.
     Mamá la agarró, impidiéndoselo.  
     —Llévala fuera, por favor.
     Papá obedeció, mientras mamá se quedaba hablando con un doctor, un hombre con gafas vestido de blanco. Pasaron un rato muy largo y aburrido en unos asientos de plástico, mirando al suelo y al techo, sin decir nada. Estaban demasiado nerviosos, demasiado asustados.
      Por fin mamá salió; ya no lloraba, pero su cara seguía blanca.
     —¿Está mejor, mamá?
     —Sí, cariño. —La sujetó por los hombros—. Puedes pasar a despedirte. Dale un beso.
     Nora lo hizo; la mejilla de su abuela estaba caliente y blanda. Le pareció que se movió un poco cuando la tocó. Quiso decirle algo, pero no supo qué. Tampoco quería molestarla mientras dormía. Ya podría hacerlo cuando despertase.
     Fue la última vez que la vio. Esa noche volvieron a llamar por teléfono. A la mañana siguiente, vio que mamá había llorado. Le preguntó si podían volver a ir a ver a la abuela.
     —No, Nora —le respondió—. La abuela ahora está en el cielo.
     -¿Y eso dónde está?
     —Muy lejos. —Señaló hacia arriba; Nora pensó que al techo—. Allí no podemos ir, ni ella puede volver.
     —Pero… —La niña sintió ganas de llorar, furiosa por la frustración—. ¡Yo quiero verla! ¡Quiero ir a verla!
     —Y lo harás, cariño. —Su madre le acarició la mejilla con los nudillos—. Un día, dentro de mucho tiempo.
     —Pero… —Aquello no tenía sentido—. Si ella no me ve… no me reconocerá.
     Mamá se rió, con tanta fuerza que se le saltaron las lágrimas.
     —Sí te reconocerá. —Y añadió—: Ella sigue con nosotros, Nora. No podemos verla, pero ella nos ve y nos oye a nosotros. Por eso, cuando volvamos con ella, estaremos como siempre.
     No hubo más preguntas. Nora pasó unos días con sus otros abuelos, los padres de papá, mientras mamá preparaba algo llamado funeral. Después, los días cambiaron. Mamá ya no se reía ni estaba contenta. De hecho, estaba triste todo el tiempo.
     —Papá, mamá está muy triste —le confió la tercera noche.
     —Se le pasará, ya lo verás —le dijo él—. El tiempo pasa. Y lo arregla todo.

     Después de que su abuela se fuese adonde no podía seguirla, el tiempo pasó. Mamá siguió triste, y su pena se trasladó a papá, pero de otro modo. Empezaron los gritos y las peleas, cada vez más días, más tiempo y más alto. Luego, un jueves después de clase, papá no volvió a casa. Ese día mamá lloró más que de costumbre. Fue la última vez que Nora la vería llorar en mucho tiempo.
     Papá no volvió a esa casa. Luego, algunos días, sobre todo fines de semana, se iba a la otra casa, a siete kilómetros y medio, en el pueblo de al lado. Allí se reunía con él hasta que volvía a tener clase. Le hacía la comida, jugaba con ella y la llevaba a dormir, a una habitación diferente de su recargado cuarto de hija única. Cada vez que iba, Nora comprobaba que papá estaba contento; se reía al verla como no lo hacía sus últimos días en la otra casa.
      Lo que no pudo comprobar era si aquello la seguía. En su otra habitación se dormía antes, y como el otro pueblo era más frío, no sabía si la caricia que le hacía agitarse en sueños bajo las tres capas de ropa era un simple escalofrío.

     Con el tiempo, la madre de Nora también cambió. Cada vez dejaba más tiempo a su hija con sus abuelos, ya fuese en casa de ellos o en la suya, vigilándola mientras hacía los deberes, jugaba con sus muñecas o veía la tele. Un día, llegó a recogerla antes de tiempo, seguida de un coche desconocido.
     —Nora, cariño, quiero presentarte a alguien. Este es Bruno.
     —Hola. Así que tú eres Nora. Vaya, qué guapa eres.
     Nora se rió del piropo.
     Bruno era amigo de mamá, un compañero de trabajo. Era alto y fuerte, pero también guapo y simpático, con el pelo castaño de punta, una cara cuadrada con un pendiente en cada oreja y una enorme sonrisa contagiosa en el centro.
     Bruno era muy bueno y simpático con Nora. Cuando libraban en el trabajo, algunos fines de semana y días de fiesta, salían a pasear; iban al campo, montaban en bici o visitaban  ferias. Él solía regalarle a Nora juguetes o golosinas.
     —Para ya —solía recriminarle mamá—. Que la vas a malcriar.
     Una tarde, al medio año de haber conocido a Bruno, mamá fue a recoger a Nora a casa de sus abuelos. Se presentó dando trompicones como si estuviese borracha y llorando. Iba con la mano derecha puesta frente a la cara.
     Nora acudió a su encuentro, asustada. Pero mamá no lloraba como el día que cogió el teléfono; se reía y sus ojos brillaban como estrellas.
     —Mamá… —Se atrevió a preguntar preocupada—. ¿Por qué lloras?
     —Porque estoy contenta —Levantó la vista de su mano; Nora pudo ver que no tenía ningún corte o herida, sino un anillo nuevo en el dedo—. Bruno va a ser tu nuevo papá.
     Después de ese día, mamá pasaba todavía más tiempo fuera de casa para preparar el día especial: la boda. A las dos semanas la celebraron. La familia de ella a la izquierda en la iglesia; algunas personas mayores y hombres de la edad de Bruno a la derecha. Ella, con el primer vestido blanco que llevaría en su vida, fue la dama de honor. No vio a su papá por ningún lado.
     —Ahora soy tu nuevo papá —le dijo riéndose Bruno al salir, recibidos por una lluvia de arroz.
     Nora se rió, pero a la vez se sintió un poco triste. Seguía queriendo, y mucho, a su primer papá.
     Luego hubo una fiesta con comida que duró desde la mañana a la noche, que pasó, como de costumbre, con sus abuelos.
     La mañana siguiente los cinco comieron en casa de Nora, mucho menos que en la fiesta. Luego su madre y Bruno hablaron, de un viaje a otro país que harían en unos días, que Nora pasaría con su padre.
     —También nos cambiaremos de casa, cielo —le contó su madre—. Nos iremos a vivir al chalet de Bruno. Es más grande, y tiene piscina.
     Y, por supuesto, hablaron de lo que ocurriría cuando pasase el tiempo: tendrían hermanitos y hermanitas para Nora.
     La niña se fue a dormir temprano, todavía cansada de la boda, pero feliz. Se sentía feliz como antes de que se fuese su abuela. A lo mejor, se dijo, ya no haría falta que su ángel de la guarda la visitase.
    
     Se equivocaba. Volvió aquella noche; a horas intempestivas como de costumbre. Nora no vio ninguna luz en el pasillo.
     Pero algo había cambiado. Era diferente. Lo notó desde el principio.
     La niña oyó el gemido velado de la manivela bajando, los goznes crujiendo y la madera volviendo a sellar el cuarto. Hasta sintió un frío golpe de abanico alcanzar su pelo, repelido por la ropa.
     Luego oyó el sonido característico de pasos de puntillas acercándose, parándose junto a su cama. Sobre ella.
     Nora se encogió como siempre bajo sus tres capas de ropa, abrazando la almohada con los ojos apretados. Sentía el miedo agarrotar su cuerpo. Si tuviese ganas, se habría hecho pipí encima.
     Y el rito comenzó. Y también era diferente. Oyó, sintió el aleteo de la colcha, la manta y la sábana separadas de su cuerpo. Fingiendo que dormía, Nora sintió un nuevo tacto: su pequeño pijama con estampados de Mickey y Minnie Mouse subía, arrastrado por dedos duros y fríos. Uno de ellos se hundió suavemente contra sus riñones, recorriéndole la espalda hasta la nuca. Su fuerza la dejó paralizada.
     La niña, con los ojos abiertos en la oscuridad, sintió algo nuevo. Una cálida vaharada intermitente acercándose a su oreja, el sonido de una respiración acompañado de olor a dentífrico.
     La húmeda presión del beso empezó en su nuca, cubriendo con un rastro de fina humedad sus hombros. Una mano pesada se posó sobre su pelo, amasando sus bucles. Una lluvia microscópica de saliva empañó su oreja izquierda, acompañada de un susurro tan bajo que casi no podía oírse, aunque sí se captaba su tono alegre.
     —Ahora soy tu papá.
      Y Nora se encogió como si tuviese frío, al sentir que, al contrario que las otras noches, su miedo no se iba. Cada vez iba a más.
      Pero mientras se acurrucaba asustada lo sintió; la puerta abriéndose y cerrándose de modo casi imperceptible, coincidiendo con el cese de las caricias del intruso. Se apartó y se volvió, seguramente sorprendido y tan asustado como ella; preguntándose quien le interrumpía.
     Nora sintió la presencia acercarse a su lado, mucho más deprisa que de costumbre.
     No hizo nada, al menos a ella. Esa noche no volvió a notar ninguna mano, sustancial o no, tocarla. Sí oyó un nuevo sonido sobre ella, parecido a una gárgara. El sonido de un grito que no encuentra salida.
     —Agh-agh-aaagh…
     Pasados unos minutos paró. Algo grande y pesado se desplomó sobre el suelo, amortiguado por la alfombra de su sobrecargada habitación de hija única. Y Nora, sin ropa de cama sobre su delicado cuerpo de siete años, se abrazó a su almohada, sintiendo el miedo dejarla, pero sin calmarse lo bastante para dormirse en toda la noche. Esperó que algo pasase en la oscuridad.
     Se quedó esperando en vano.

       El tiempo volvía a pasar. La noche se fue y, con el día, llegó también su madre. Hubo gritos, llantos y una llamada a la ambulancia. Hubo luces amarillas, rojas y azules, hombres con uniformes y preguntas para responder; unas con más suerte que otras.
     Cuando se fueron, dejaron una habitación sobrecargada de hija única vacía, a una vieja esposa y nueva lluvia que secaron las ropas negras de luto y a un padre esforzándose por ser tan simpático y cariñoso como siempre y, con más tiempo aún, un nuevo viejo marido.

     Y a Nora, que a los siete años perdió el miedo a la oscuridad.

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