LAS ENTRAÑAS DE LA BESTIA
—Buenos días, señor Romero Gil. ¿Ha tenido… problemas para encontrar
este sitio?
El aludido, alisándose a manotazos la ropa, se alejó de su coche hacia
su guía.
—No, no he tenido. Encantado de verle, señor… Díaz, ¿verdad?
—Llámeme Pau -simplificó, sonriendo mientras se metía las manos en los
bolsillos-. Bueno… ¿Vamos a ello?
El visitante asintió; ¿si no, para
que he movido hasta aquí el culo?, pensó, antes de seguir al agente
inmobiliario por el estrecho camino de tierra hacia la cima. En el horizonte, a
una distancia engañosa, el cielo azul oscurecía a media altura por montañas de
cúspide prominente y dimensiones ridículas. El conjunto parecía el paisaje de
un cuadro de museo, lo que, supuso, suponía un atractivo adicional a aquel
terreno.
—Sólo una cosa -preguntó Alberto, mientras apretaban el paso hacia la
verja-. ¿Por qué llaman a esto… el Valle de los Franceses?
Pau se encogió de hombros, antes de arrastrar la puerta con él.
—Ni idea –reconoció-. Puede que por alguna guerra… Aquí desde la
antigüedad ha habido muchas guerras… O por Pepe Botella o porque está tomado
por jubilados gabachos.
Le indicó que le siguiese, parándose ante la boca cuadrada abierta en el
muro de ladrillos.
—Bueno, aquí la tiene. ¿Qué le parece, más o menos como pensaba?
—Vaya.
No era, ni remotamente, lo que esperaba. Comparado con las
urbanizaciones visibles desde esa altura, con sus piscinas azules y su césped
verde, aquella parcela resultaba más sencilla, rústica… e íntima. Su diseño
poco o nada tenía que ver con los jardines floridos mayoritarios en la fachada
mediterránea. Era, dicho de forma simple, un escenario de árboles, como el
refugio privado de algún poeta romántico.
—Supongo que eso es que le gusta.
Alberto siguió a Pau al interior, sobre un sendero de losas blancas para
pies y ruedas; una de las pocas concesiones de pavimento al duro suelo grisáceo
del patio, pelado y maquillado con millones de piedrecillas y ramitas. En torno
a la entrada, dos filas de álamos blancos, altos y estirados, formaban un
pasillo hasta la fachada principal. Una hilera de cipreses, en otro momento
perfectamente rasurados a la misma altura, se apostaban contra el muro
exterior, como una defensa tras la poco disuasoria muralla.
La casa en sí era un chalet de dos pisos recubierto de arenisca gris,
resaltada con tonos oscuros en torno a las ventanas y a juego con las tejas
alargadas del tejado. El conjunto daba la apariencia de una cabeza triste, flácida y ojerosa. Un estado de ánimo que,
paradójicamente, no difería mucho del de su posible comprador, idea que provocó
un estremecimiento en la nuca de Alberto, y no debido precisamente a la fresca
brisa entre esos árboles.
Las baldosas fluían como leche derramada hacia la puerta del garaje,
color gris azulado (una caseta del mismo material pero sólo de una planta a la
derecha de la vivienda). Eso daba la apariencia de una segunda cabeza, bocazas
y atrofiada; un siamés deforme que ayudaba a dar envergadura a su hermano mejor
formado. Flanqueando la casa, dos falsas pimientas pudorosas, tapadas con sus
velos de hojas verdes y racimos rosas oscilaban como ancianas durmiendo en
mecedoras, mientras en la parte trasera varios pinos carrascos abrían sus
melenas erizadas como tapasoles desproporcionados.
Precioso sí. En otoño, debe de ser muy
divertido.
—Hay muchos árboles… -observó Alberto.
—Sí. El… propietario original hizo que hiciesen todo según sus gustos.
—Supongo que tendría criada. O le gustaba barrer.
—Sí. -Pau se rió por lo bajo-. Pero, la verdad, a esta altura no…
—Y otra cosa. -Alberto, como un semental marcando la frontera de su
territorio, coceó el suelo-. Este paseo es tan blanco… Con un ir y venir de
coches, ¿no acabará hecho un asco?
—Bueno, son losas de un granito especialmente resistente, así que soportan
cualquier tratamiento… aunque, la verdad, ninguno de los dueños anteriores se
quejó.-Pau levantó la mano derecha, haciendo tintinear una pequeña campanilla
de acero-. ¿Quiere… verla por dentro?
Alberto asintió, mientras Pau subía los tres escalones color ocre del
porche hacia la puerta de roble blindada, comprobando de paso que el juego de
llaves no tenía llavero.
—Y aquí está. Completamente amueblado, como le dije.
Alberto asintió, no encontrando palabras para expresar la emoción que recibieron
sus ojos. Aún recordaba la conversación; el todo
incluido. Pero aquello era mejor.
El salón, abovedado, era espacioso, con chimenea y una cristalera
cubierta por cortinas blancas. Había un sofá y un sillón voluminosos, tapizados
en imitación de cuero rojizo, con una alfombra desplegada con motivos de viñas
y frutales bordados en dorado sobre un fondo verde oscuro, apenas disimulado
por el polvo acumulado. Había también una mesita de metacrilato entre los
muebles principales, oportunamente situada delante de un enchufe. Por lo demás,
la primera planta tenía cocina, significativamente más pequeña, con una mesa de
acero inoxidable con un juego completo de seis sillas y una vitrocerámica en
perfecto estado. Sólo faltarían la nevera y provisiones para la despensa para
que estuviese completo. Respecto al servicio… Ni apestaba a fosa séptica ni estaba
lleno de moscas muertas; sólo cubierto de polvo sobre el excusado, el lavamanos
y la mampara de la ducha. Al menos, pasando uno o dos días limpiando, estaba
seguro que no iba a aburrirse.
En el piso superior había cuatro habitaciones sin contar el segundo
baño, idéntico al de abajo; cada una con una ventana, una lámpara con bombillas
en el techo y un armario empotrado más limpio que los cristales. Además, una
seguía teniendo una cama, individual. Aparentemente, los anteriores residentes
tuvieron tiempo suficiente para recoger sus cosas e irse… aunque no lo bastante
para vaciarla por completo.
Terminado el tour, los dos se reunieron en el exterior.
—De modo… que todo lo de dentro sería mío.
—Todo -asintió Pau-. Ya sea para usarlo o tirarlo.
—Y la seguridad…
—Aparte de las dos puertas de la casa y la entrada, todas las ventanas
tienen reja. —Pau señaló hacia la izquierda, antes de levantar su otro brazo-.
Y hay servicio de alarma. Los anteriores dueños lo anularon porque no… se
ajustaba a sus necesidades, pero un par de llamadas….
—¿No se ajustaba? -Alberto arqueó una ceja, antes de cruzarse de
brazos-. Creía que este barrio era tranquilo.
—Quiero decir, era demasiado delicado… cada vez que zumbaba una mosca
cerca del sensor, saltaba.
—Aaaah… -Alberto entendió-. Y el precio…
—El que dije.
—Es muy barato.
—Sí.
Alberto se frotó el mentón durante un par de segundos, mirando
inquisitivamente al vendedor, entre afable y apurado. ¿Intentaba venderle… o colarle la moto?
—¿Y cuál es la pega? -quiso saber.
—¿Cómo? -Pau no pareció entender la pregunta.
—¿Murió alguien aquí? ¿Uno de los dueños se suicidó… o hubo una masacre?
-sonrió, de forma provocativa y sardónica-. ¿No me dirás que está encantada,
verdad? Porque, la verdad, me lo creería.
—Señor Romero, no entiendo…
—Quiero decir… -Alberto levantó la mano en son de paz-. Todo esto, tan
barato, en un… espacio tan tranquilo; no me lo creo. Tiene que haber alguna
pega.
Pau suspiró, cerrando los ojos un momento.
—Pues… tenga esto en cuenta, es un sitio muy apartado… Está bien
situado, pero el núcleo urbano está lejos y los accesos no son del todo
fáciles. A unos les daba miedo que les pasase algo estando solos… Y claro, no
todo el mundo está hecho para la vida rústica. La prueban y se largan
despotricando, diciendo lo malo que es… Y claro, nos obliga a bajar los
precios.
—Entendido. Y digamos que, si después de una temporada, me arrepiento…
—Su fianza le será devuelta íntegra; todo está
en el contrato.
Alberto sonrió.
—Me alegra oírlo.
—Honradez ante todo.
Pau se golpeó el pecho con el puño y los dos rieron al unísono durante
casi un minuto entero. Luego Alberto se rascó la sien derecha.
Tan barato…
—Pau… si quisiese traer mis cosas…
—Bueno, creo… -Pau se metió la mano derecha en uno de los hinchados
bolsillos de su chaqueta y sacó una pequeña libreta negra-. Creo… que era de
Madrid…
—Exacto.
—En tal caso, me temo que el transporte del mobiliario dependería de
usted.
—Eso ya está arreglado. Ahora lo tengo almacenado a la espera… -Alberto
inclinó un poco la cabeza-… de instalarme.
—Bueno. -Pau sonrió a boca entera-. En tal caso, una vez adquirida… Nosotros
nos encargamos. Conocemos una empresa de transportes con la que colaboramos para
eso.
—¿Cobrando a comisión? -preguntó Alberto.
—Por supuesto.
Ambos rieron otra vez.
—Bueno, en tal caso creo… que me la quedo.
Las dos manos se juntaron y se exprimieron, manteniendo aquel duelo de
fuerza como si el primero en notar que sus huesos se quebraban perdiese.
—¿Cuándo podré mudarme?
—Bueno… -Pau consultó el reloj de su muñeca izquierda-. Ahora habrá que
volver a mi despacho a firmar unos papeles… y mañana por la mañana, a la hora
que prefiera…
Eran las once y siete cuando el Citroën azul se paró frente a la puerta
negra, de aspecto macizo pero adornado con barras en relieve, y la abrió de par
en par. Lanzó un vistazo abajo, indicando a sus acompañantes que podían seguir.
Mientras, Alberto condujo su vehículo al interior de su nuevo retiro, aparcando
frente al aún cerrado garaje, dejando espacio para que el camión de la mudanza
se situase. Suspiró aliviado al comprobar que el coloso, una furgoneta bastante
mayor que cualquier otra que recordase, era capaz de coronar la empinada ladera
hasta el camino de baldosas que llevaba a la casa.
De color marrón naranjado con el logotipo TRANSPORTES CASTRO en
mayúsculas azul oscuro, fue derecha a la puerta como dispuesta a estrellarse y,
a apenas dos metros, paró; sin duda con la intención de reducir la distancia
entre la carga y el interior.
—Buenos días -saludó Alberto, acercándose a la cabina del conductor-. Me
alegro… de que hayan encontrado esto sin…
Las puertas del piloto y el copiloto se abrieron al unísono y los dos
encargados, enfundados en camisetas de cuello abotonado azul con el logotipo
sobre el bolsillo del pecho y vaqueros, bajaron. El conductor era un hombre
joven y muy alto, de veinticinco años o incluso menos, si bien su constitución
engañosamente escuálida y piel extremadamente morena, abrasada por el sol,
creaban la ilusión de que era mayor; de pequeña cabeza cuadrada y ojos grandes,
casi cómicos, asomando debajo la gorra a juego con el resto de ropa. Bajo el
brazo derecho, llevaba un papel, prendido en una carpeta negra. Su acompañante,
una cabeza más bajo pero el doble de corpulento, con brazos como troncos de
almendro, era, irónicamente, un verdadero anciano, de abundante pelo blanco y
una barba rala manchándole la boca como el solaje de un capuchino. Tenía los
ojos entrecerrados, como si le costase ver, y una expresión que sugería que era
hombre de pocas palabras… y pocos amigos.
—Sí, Pau nos dijo el sitio. Además, ya lo conocíamos; no es la primera…
-El conductor, por lo visto el miembro alfa del dúo, paseó la mirada por el
suelo, temiendo haberse ido de la lengua, antes de tenderle la mano—. Soy
Chimo.
—Encantado. -Alberto la estrechó efusivamente, sintiendo cómo se le
contagiaba su casi idiotesca sonrisa.
—Y este… -levantó el pulgar izquierdo sobre su hombro- es Pascual.
—Un plaer. -El anciano levantó la
mano a modo de saludo.
Alberto sintió un nudo en el estómago. Valenciano, la lengua propia de
la región. Era la primera vez que lo oía y, si bien no era tan cerrado o
incomprensible como temía, le intimidó. Como tuviese que valerse de él con
frecuencia…
—Muy bien, al tema. -Chimo le soltó la mano y repasó el papel en la
carpeta-. Son un par de lámparas, una nevera, un sillón, una cómoda, un
televisor, una mesa-escritorio, un ordenador, una mesita, somier, cabezal y
colchón… y siete cajas grandes de cosas personales.
—Sí, exacto -confirmó el
propietario al terminar la lista.
—Y esto va… -Chimo apartó los ojos del papel, encontrándose con los
suyos.
—Pues… -Aunque se había hecho una idea de donde quería cada cosa, no
había visto lo suficiente el interior como para decidir qué sería cada
habitación (cosa que, en realidad, le traía sin cuidado)-. La nevera a la
cocina, que está a la izquierda, el sillón y la tele al salón, a la derecha… y todo
lo demás arriba. La cama… la cómoda y la
mesita pueden ir en la primera habitación de la izquierda (había recordado que
en la derecha estaba el recuerdo de los anteriores propietarios) y el
escritorio en la siguiente. Las cajas… se pueden dejar en el piso de arriba; ya
me ocuparé yo de ver dónde va cada…
Por un segundo, Chimo le miró con
suspicacia.
—Para cualquier cosa, la que sea, que quiera cambiar… coméntemelo -le
dijo por lo bajo.
Alberto asintió, sintiéndose extrañado por el comentario.
—Bueno, perfecto. Ahora nos ponemos en marcha. -Se volvió a su compañero-. Vinga, don Pascual, es l´hora
del treball.
Con un estampido de platillos, la rampa bajó y los dos hombres se
pusieron manos a la obra con gratificante velocidad y eficiencia, pese a la
delgadez de uno y la edad del otro. La descarga no debió durar más de catorce
minutos. Y, mientras les veía subir y bajar con el rostro enrojecido y
respirando con pesadez, Alberto sintió ganas de ayudarles. Pero les oía
conversar entre ellos y se percató, sin duda, de un detalle: Pascual, aparte de
que parecía que sólo entendía el valenciano, era bastante arisco. Por suerte,
su joven compañero parecía saber manejarlo.
Una vez terminaron, Chimo, con el sudor bajándole por la frente y la
boca abierta, recuperó la carpeta.
—Firme aquí, por favor.
—Muchas gracias -expresó Alberto, ensuciando un espacio en blanco con un
rayajo que sólo tenía significado para él-. Respecto al pago…
—El señ… Pau se ocupa de todo, tranquilo -aseguró, volviendo a su puerta
en el camión-. Está incluido en la compra de la casa.
Con la puerta abierta, dispuesto a subir, Alberto le alcanzó,
ofreciéndole la mano.
—Muchas gracias. -Se metió dos dedos de la mano izquierda en el bolsillo
trasero del pantalón-. Tened, por las molestias. Así… podréis tomaros algo en
vuestro siguiente descanso.
Chimo, con los ojos exultantes, desplegó la propina de diez euros.
—Vaya… muchas gracias.
Pascual sonrió también y los dos subieron al furgón. Mientras Chimo
encendía el motor, Alberto logró captar algunas frases entre ellos.
— Que et sembla?
-preguntó
Pascual.
—Bon home. No sé que fa ací.
—Quan
de temps penses que durarà a la casa dels grillats?
—Qui sap. Es
estiu; encara es prompte. Encara falta com una setmana per a la tardor…
Alberto esperó en el patio a que la furgoneta se alejase entre los
álamos hasta salir. Sobre su cabeza, el sol del septiembre temprano pegaba con
fuerza, mientras un par de nubes marginadas pasaba por allí.
Subió los escalones del porche dándole vueltas a las palabras del
anciano. “La casa de los grillos”… No tenía ni idea de valenciano, pero estaba
seguro de qué significaba eso. Un coro ensordecedor de insectos negros cada
noche, regresando como vampiros. Con ese nombre, ¿sería la pega que el señor
Díaz eludió comentar con tanto entusiasmo?
Bueno, habrá que esperar a la noche para
saberlo.
Cruzó el umbral, dispuesto a estrenarla de una vez.
El resto del día transcurrió muy despacio para Alberto. Lo primero que
tuvo que desempaquetar fue el recogedor, la escoba, la bayeta y el
limpiacristales. Se pasó el resto de la mañana y toda la tarde recorriendo los
pasillos de paredes blancas y apagado suelo, acumulando escoria gris que,
apilada, llegaría fácilmente a los quince centímetros de alto. Cuando acabó,
cansado como estaba, lo único que hizo fue estrenar la ducha y enchufar la
nevera. Un presagio más que una necesidad; aún no había comida en la casa, cosa
que remedió acercándose al pueblo, a veinte minutos en coche (y a la
insignificante distancia de cuarenta kilómetros) para cenar dos montaditos y
una cerveza en una terraza, mientras la gente caminaba cabizbaja, víctima del
asfixiante calor.
Al día siguiente, invirtió toda la mañana en el mercado municipal,
abierto aquel sábado en el centro. Entre carne y embutido, pescado y conservas,
verduras y frutas, salió bien servido, haciendo una última parada en una
panadería, de donde salió con pan y huevos. Así pudo estrenar la vitrocerámica.
Y tuvo la tarde libre para desempaquetar el resto de cosas, instalando por
completo en cuatro horas el dormitorio con la cama y el estudio con el
ordenador. Acabado el día, sólo quería descansar.
Por la noche, sin embargo, comprobó el verdadero valor de la propiedad.
La brisa corría entre las ventanas entreabiertas, enfriando al durmiente
semidesnudo en la cama como un aire acondicionado particular y silencioso. Todo
rodeado de nada, con su oscuridad, su silencio y sin la barbarie del falso
civismo urbano.
Alberto pensó en lo que dijeron los trabajadores dos días antes. No
tenía sentido. En las tinieblas, lo más parecido al canto de los grillos que oyó
era un murmullo como de viento a través de cañas, que se perdía en los
matorrales bajo su montaña, tan lejano como los coches en las carreteras y las
voces en las casas. Si esa era la casa de los grillos, debió ser desahuciada a
golpe de insecticida. Y si no, no le importaba: el fin de aquella reubicación
era descansar e intentar olvidar.
A las tres semanas, Alberto ya se sentía como si llevase allí toda la
vida. Se levantaba por la mañana e intentaba trabajar un rato; a su ritmo, ya
que tenía todos los encargos muy adelantados. Los clientes de la capital
recibían periódicamente sus encargos, y estaba pensando en empezar a anunciarse
allí…
Cuando no trabajaba, oía la radio o veía la tele o, si el día era bueno
(el implacable sol decidía echarse una siesta tras una nube) salía a pasear por
el paisaje medio agreste y medio urbano. Los vecinos, tan perfectos
desconocidos como él para ellos, le saludaban, levantando una mano al verle
pasar. Empezaba a pensar también en comprar una bicicleta. Y un perro. Y hasta
en ir a conocer gente… Pero al final siempre pasaba lo mismo.
Tarde o temprano, acababa en su cama, durmiendo o intentando dormir, arropado
por la brisa. Por suerte, aprendió a contener las lágrimas hacía tiempo. A la
mañana siguiente, como la resaca, aquel dolor volvía, enfriándole la nuca y
provocándole pinchazos en el tórax. Por eso, si podía, prefería no beber. Le
recordaba aún más a ella.
Se llamaba Verónica. Dios, era una preciosidad. Una diosa. Alta, de
rasgos delicados, con una melena morena y brillante como el mar en movimiento.
Parecía una verdadera supermodelo y, sin embargo… La conoció en la facultad, estudiando
publicidad.
Al principio, sólo eran amigos. Y, aunque consciente de su propio
atractivo y de sus opciones, jamás hubiese esperado tener oportunidades del
tipo que fuese con ella. Y sin embargo, en el último año de carrera (hacía dos)
y con un poco de tiempo, empezaron a coincidir; en esta fiesta aquí o en
aquella quedada allá. Eventualmente, se pasó a la amistad establecida. Y un
día, en que se decidió a invitarla a salir solos…
Fue muy rápido a partir de ahí. Ella encontró trabajo en un supermercado
cerca de Somosaguas, mientras los primeros bocetos de Alberto volaban de aquí a
allá, de una agencia a otra. Todos quedaban encantados con él… pero nadie se
comprometía; más allá que para ofrecerle trabajos menores. Pero prosperaron. Y,
cuatro meses después, encontraron un piso y obtuvieron el ansiado crédito para
pagarlo. Y, por supuesto, luego llegó la proposición, con una bonita sortija de
oro con el nombre de ella y la fecha del inicio de la relación grabados dentro.
Ella, boquiabierta, le abrazó, llorando de emoción; lo recordaba bien.
Todo lo contrario que dos meses después, cuando ya había fecha para el
enlace, local reservado para el convite y los sentimientos de ella cambiaron de
la noche a la mañana. Al menos, tuvo el detalle de presentarle a su sustituto:
se llamaba Gerardo (aunque aseguraba que prefería Gerard) con gafas de pasta
que Alberto juraría que no tenían cristales, pelo cortísimo encrespado con
gomina e impecable camiseta blanca de una marca muy cara. Un pijo hijo de su
padre, pensó al momento, lo bastante ancho de cuerpo y músculos además para que
Alberto no pusiese en duda que, en caso de trabajar, lo alternaría con al menos
cuatro horas de gimnasio.
El compromiso roto, el anillo devuelto y, por azares de un avalista
dudoso, el apartamento en manos de Verónica… y Gerard. Sin embargo, más que el
sonido de su corazón al hacerse añicos, lo que más le dolió a Alberto fue
aquella imagen: los dos juntos, sonriendo como idiotas; posando para la
instantánea imperecedera en su memoria que tomó su cerebro. La prueba
imborrable de que la felicidad alcanzada sólo es un intermedio en la vida.
Se animó a dejar todo aquello lo más lejos posible. Esas calles, esas gentes,
esa ciudad abrasadora y ruidosa. Se decidió por Levante, muy posiblemente por
verlo como un punto intermedio entre el universo alienígena del norte y la
homogeneidad que caía en cascada desde Madrid hasta el estrecho.
La estación avanzó, los días se volvieron más fríos y las hojas
amarillas. Alberto pasaba las mañanas sentado delante del ordenador, ilustrando
la escena de alguna nueva campaña. Por suerte, otra cosa que Pau olvidó fue mencionar
que la conexión Wifi también iba incluida. Ese día de mediados de septiembre le
tocaba a una bebida alcohólica; espirituosa en el sentido más sensitivo de la
palabra; penetrante, incitante. Algo que debía transmitir atracción, deseo…
Todos los demonios que deseaba exorcizar frente a él, con él decidiendo
cómo de largos serían sus cuernos y si podrían usar la punta del rabo como
palillo. Se pasó desde las ocho y media a las once mordisqueándose las uñas y
vaciando un vaso de agua, con la botella del producto alzándose sobre un fondo
en negro, como el monumento tumulario a su dignidad. Eso sí, había que
agradecer que el día era particularmente fresco. Todas las ventanas del piso
superior y muchas de la baja estaban abiertas para que la brisa circulase.
Mientras el sudor seguía bajo su piel, Alberto pensaba. Sensualidad, una
curiosa palabra. ¿Cómo ilustrarla? ¿El encuentro entre dos rostros, de hombre y
mujer, como Jano mirándose al espejo? Muy manido… ¿El trasfondo de la sombra de
un cuerpo desnudo, preferentemente femenino? Se rió. Las feministas pedirían su
sangre y sus partes. Puede que algo a medio camino; un rostro indeterminado con
los labios entreabiertos, cubriéndolo todo.
La brisa sopló y oyó el roce seco y prolongado de metales rozando, como
un gong que no vibraba y, desde luego, sin música. Alberto no le hizo mucho
caso y siguió dando forma a su idea en la pantalla. Lo volvió a oír; la misma
fricción metálica, procedente de dentro de la casa. Un sonido que conocía bien:
había una puerta mal cerrada movida por el viento, con el pestillo rozando el
borde de la cerradura sin llegar a encajar, rebotando y volviendo a aquel
quiero y no puedo…
Alberto siguió tecleando, pero el sonido no paraba; sus dedos no podían
competir con su acompasado vaivén, que hacía temblar las ideas ordenadas con
cuidado en su cabeza, amenazando con descolocarlas. Otra vez, y a los pocos
segundos otra…
Él, que siempre había sido paciente, con un soplido de resignación, no
pudo más. Salió al pasillo y comprobó las otras cuatro puertas; todas abiertas
de par en par y quietas. El eco volvió, remontando las escaleras. Estaba abajo.
Miró primero a la izquierda, al cuarto de baño, una de las dos únicas
puertas que podían estar abiertas en esa planta. Abierto de par en par. Se
volvió a la cocina. Sonrió. Esa era. Pegado al dintel, el pequeño diente se
separaba y volvía como una boca desdentada roncando. Tomando aire para aplacar
sus nervios, Alberto estiró la mano y empujó, notando el crujido del cierre al
encajar.
Alberto se volvió hacia las
escaleras y se encontró con el hombre de cara.
Dio un respingo y un grito ahogado a la vez, aterrizando con sigilo
sobre sus pies descalzos mientras analizaba al desconocido surgido de la nada.
El hombre, que le miraba desde el final del recibidor, parecía, sin embargo,
tan sorprendido como él. Alberto analizó poco a poco su pelo moreno y algo
crecido, rasgos largos y aguileños, piel bronceada, un mentón que exhibía una
barba ligeramente afilada y una constitución normal tirando a delgada, además
de la llamativa circunstancia de ir desnudo de cintura para arriba y de que no
tenía entrepierna, piernas ni pies. Flotaba literalmente en el aire…
Le llevó casi un minuto de escrutinio silencioso con el corazón latiendo
desbocado comprender y, al hacerlo, se rió. Fue decidido, aun con sus pálpitos
desatados por el susto, al servicio, cerrando de un manotazo la puerta del
armarito, quiando de su vista el amplio espejo para lavarse. La ventana del
servicio estaba también entornada; debió cerrarla mal y la misma brisa que
movía la puerta debió abrirla.
Alberto oyó un portazo y notó un violento empujón, seguido de un aullido
estridente.
—¿Qué…?
El sudor le cubrió como recién
salido de una ducha; al mirar atrás se topó con una escena tan simple como
sobrecogedora.
Acababa de levantarse viento o, al menos, una galerna había salido de una
trompeta muda. Fuera, los álamos, teñidos de amarillo pálido, se bamboleaban
como banderines y las falsas pimientas barrían el suelo con su millón de
frágiles dedos. El viento había abierto en seco la puerta, escupiendo un puñado
pequeño de hojas amarillas al pasillo. Pero, cómo…
La fría lógica llegó como otro
manotazo, esta vez a su orgullo. Esa mañana había bajado andando al pie del promontorio
a dejar una bolsa de basura en el contenedor, al principio de la urbanización.
Y sabía que a la vuelta había cerrado, sin llave.
Con una mueca incómoda torciéndole la boca, Alberto corrigió su error y
volvió al trabajo, mirando afuera antes de dejarse caer en su asiento. Varias
hojas abandonaban su árbol como mariposas, mientras un polvo fino y dorado subía
desde los cipreses. Sin embargo, el movimiento en las plantas amainaba. El
fenómeno, seguramente, duraría poco.
Alberto volvió al trabajo, tecleando con ganas, recuperando en apenas
diez minutos más de una hora de duda. Y, tras pulsar el botón para guardar el
trabajo, volvió a oírlo.
El pestillo pegaba y retrocedía para volver, como si la puerta se
llamase a sí misma. Ahora, la del cuarto de baño. Y para Alberto, habituado
como estaba esas últimas semanas a una calma casi continua, semejante
intromisión suponía algo más que una molestia.
Dos, tres. Alberto se levantó. Cuatro. Se dio la vuelta. Cinco, seis.
Salió al pasillo.
El violento estallido le hizo cubrirse, instintivamente, antes de mirar
a su alrededor. La casa seguía en su sitio; los cristales en las ventanas, los
muebles sobre sus patas. Nada había explotado. Comprendió, entonces, que a
diferencia de su vecina, la puerta del baño había conseguido dar el paso de
baile por parejas a agarrado.
Y, con aquella labor ya cumplida, Alberto, con el corazón más excitado
de lo que recordaba en mucho tiempo y una expresión de pasmo en el rostro,
volvió a continuar con lo suyo.
Esa misma noche, en la cama,
Alberto se agitaba con los pies sobre las sábanas. Hacía calor; demasiado para
taparse. Pero, a la vez, sentía frío, mucho más de lo que su cuerpo (como si
fuera el de un neonato) podía resistir. Así que, por primera vez desde que
llegó, las ventanas estaban cerradas, manteniendo a raya la brisa, que pasó de
bienvenido consuelo bajo el calor a fría lengua que se le hundía en la sangre.
Le iba a costar dormir, lo presentía. Le costaba acomodarse, con la
almohada bajo la nuca o la oreja, arrugando el colchón mientras buscaba un
equilibrio entre posición y forma de encarar las oscilaciones térmicas.
No sabía qué hora era, cuando
empezó, aparte de noche cerrada. Un golpe apagado, parecido a un manotazo
contra una ventana. Llevaba horas con los párpados cerrados. Los abrió al
instante.
Unos segundos después, el sonido de un cristal saltando en pedazos. Con
la vista en la puerta, Alberto, muy despacio, bajó los pies al suelo.
Tras otro par de segundos, un impacto sobre una superficie, tal que el
suelo. Y, tras un margen parecido, el mismo ruido. Y otra vez. Cuatro, cinco,
ocho veces. Cada vez más cerca, en el pasillo, en las escaleras, fuera del
dormitorio…
Alberto tragó saliva. Era imposible… pero había pasado.
Había un ladrón en la casa. Había entrado rompiendo una ventana y ahora,
de forma deliberada, le provocaba con sus pisadas. Seguramente no sabía cuánta
gente había, cuánta resistencia le esperaba. Por eso actuaba así, quería que
supiesen que estaba, que le temiesen. Así no podían saber si iba armado…
Alberto aguardó unos segundos, esperando ver la negra figura con pasamontañas
aparecer bajo el umbral. El sonido seguía, se oía más alto, pero no daba la
cara.
Se calzó arrastrando los pies, desenchufó como pudo la lámpara de
cerámica de la mesita y la levantó. No es que fuese el arma ideal, pero era lo
único en el dormitorio que tenía cuerpo.
Se acercó a la puerta, con aquellas pisadas moviendo su corazón como el
tambor de una galera. Se asomó al pasillo. Nada. No estaba allí, ni parecía que
en las habitaciones…
No. Aquel cabrón estaba abajo y seguía abajo.
Se acercó a las escaleras y bajó escalón tras escalón hasta el
recibidor. Lo sentía cerca. El servicio estaba cerrado. Nadie armando jaleo en
el salón. La puerta principal, cerrada. La cocina…
La puerta estaba cerrada. El sonido estaba, sin duda, al otro lado.
Maldiciendo el haber dejado la alarma tan callada como la encontró,
Alberto apretó los labios, conservando la sangre fría mientras bajaba su tensa
mano izquierda hacia el tirador.
Se asomó con violencia; la lámpara temblaba en su mano mientas escudriñaba
la negrura, rota por la nevera. No había nadie pero aquel ritmo seguía.
Encendió la luz.
—No me jodas… ¡mierda!
No pudo contenerse; se sentía inabarcablemente estúpido.
Atascada entre los barrotes de la ventana abierta, una rama seca de las
falsas pimientas había tocado la fregaza, tirando un vaso de la encimera al
suelo. Sus pedazos se extendían ante sus inútiles pantuflas como un aviso de
que la tontería podía haberle dolido de verdad. Como una serpiente enroscada,
el criminal seguía ahí, haciendo vibrar el marco de la ventana mientras el
viento la movía.
Quince minutos después, Alberto intentaba volver a dormirse. Había
recogido y tirado los trozos del vaso y cerrado la ventana. Respecto a la rama
que tan mal se lo hizo pasar, tiró de ella hasta meterla, la partió en tres
pedazos y la envió con el vaso en la mortaja de plástico de la basura.
Aquel torpe episodio, que sirvió de carta de presentación para el viento
otoñal (entumecedor anticipo del invierno) sólo anticipó el principio de una
escalada en la adversidad climatológica que ponía los pelos de punta.
Durante los cuatro días siguientes, Alberto disfrutó de relativa paz,
haciendo su trabajo, enviándolo y limpiando su hogar. A sus tareas había
añadido periódicas barridas al paseo principal, retirando las hojas de los
álamos, cada vez más oscuras y muertas, las de la falsa pimienta, siempre verdes, y
algunas agujas marchitas de pino.
Sí, soplaba más viento en su cima, despeinándole fuera y visitándole de
manga larga antes de lo que esperaba. Cada día era más frío que el anterior; de
forma mesurable. Desde el incidente del domingo, dormía con las ventanas
cerradas.
El viernes, tras una noche plácida de sueño, algo pasó. Faltarían pocas
horas para las ocho, y Alberto comprobó que sudaba bajo sus sábanas. En un
último coletazo de vida, el verano parecía haber querido compartir su cama. No
sólo ya no hacía frío. Hacía calor.
Alberto se desprendió de las prendas pegajosas y salió del dormitorio,
pensando en refrescarse en el fregadero. Pero prefirió el viento. Viró a babor,
a su estudio, y se lanzó a su ventana.
Al descorrerla, una masa amarillo intenso con tonos carmesís se lanzó a
por él. La ventana tembló como el resto de la sala.
Alberto estaba petrificado. Ante él, una llamarada tan alta como su casa
crepitaba. No había humo ni calor, pero la casa y el patio ardían; un infierno
de torres áureas temblando en remolinos, agitando sus oídos con crujidos de madera
al partirse, robándole el oxígeno y secando su garganta.
Demasiado conmocionado, asustado (y seco) para moverse, Alberto vio
aquel millón de manos amarillas rozar su ventana, queriendo cogerle… Entornó
los ojos al apreciar qué pasaba. Volvió a reírse; no una sencilla risita de
complicidad por su propia ignorancia, sino la demencial de quien repite una y
otra vez el mismo error.
—Otra vez -observó, asintiendo brazos en jarra-. Tengo que estar
volviéndome idiota.
La naturaleza volvía a burlarse de él. Un viento fuerte aunque
anómalamente callado removía el jardín de arriba a abajo. Los álamos, que llegaban hasta la
misma puerta, se sacudían víctimas de una flexibilidad impensable, mientras sus
hojas pululaban de aquí para allá; al final, prisioneras del suelo.
Con un silbido, el viento atravesó la ventana, desterrando el calor que le
había acompañado desde su despertar. Aquello fue lo más curioso: no sólo le
refrescó, parecía que aquel calor imprevisto se había esfumado, barrido de la casa.
Concluyó que tardaría mucho en dejar el patio medio decente.
—La próxima vez los talo —se prometió.
Esa misma tarde, acabadas las manzanas, mandarinas y plátanos y con sólo
cuatro huevos y algo de companaje en la nevera, Alberto fue a comprar. Llevó el
Citroën entre los álamos, aún espasmódicos tras la visita del viento, que había
dejado todo en calma pero definitivamente desastrado. Lo puso en punto muerto
para abrir la puerta.
—Algún día me instalaré una automática.
La salida estaba despejada. Alberto volvía al coche cuando una suave
brisa le rozó la cabeza, agitándole el pelo. Se rió, agradeciendo el gesto.
Hasta que su sonrisa se congeló en su cara, demasiado lenta para reaccionar.
El viento pasó de suave murmullo a un aullido ultraterreno, levantando una
ventisca amarilla contra él. Como un enjambre de mariposas, un millón de formas
insustanciales pasaron a través de él, cabalgando en la corriente. Alberto,
víctima de la emboscada, cerró los ojos e interpuso su hombro derecho contra la
lluvia de paja. Notaba sus cantos crujientes y frágiles; si no fuesen
inofensivas podrían parecer cristales, minúsculas y finas hojas de afeitar lanzadas
para descuartizarle, tiñéndole de rojo de pies a cabeza. Sin embargo, apenas las
sentía, disimuladas por el propio viento. Aquello era lo más turbador; sentirlo
y que no pasase nada…
Por fin, el último componente de la bandada se perdió y las hojas
otoñales se posaron en el suelo, formando un abstracto collage áureo y ocre.
Alberto, que sólo debió quitarse una hoja del pelo y otra del cinturón,
resopló con furia mientras se manoseaba la cabeza. No había sido nada y, sin
embargo, su sangre helada se arrastraba por sus venas mientras sudaba.
Aquellas hojas caídas le habían hecho sentirse amenazado.
Los árboles del paseo, como esqueletos a la intemperie, se levantaban
escuálidos, blancos y pelados, salvo por alguna hoja rezagada aferrada por el
clavo ardiente de su rabillo. Una ráfaga solitaria contrajo sus oídos y, aunque
demasiado lenta y suave para hacer ningún sonido, Alberto sintió que alguien se
reía de él. El otoño celebraba su broma pesada.
Fue el sábado cuando se dio cuenta de que pasaba algo raro. Eran las
cuatro de la tarde. Estaba tirado en su sofá, esperando recuperar fuerzas o
dormirse de una vez. Se había tomado el día libre para retirar con calma el
desorden amarillo de su entrada. Tras una mañana larga y una comida ligera, necesitaba
descansar. La temperatura, sin ser cálida, era agradable, lo que le ayudaría a
dormir. Y, como evidencia de que las cosas nunca estaban cuando las necesita,
aunque tenía todos los ventanales del salón abiertos, ni la más débil galerna le
auxiliaba. El viento parecía decidido a aparecer sólo para amargarle.
Se recostó con los ojos cerrados, notando como el sudor se perdía y el
sueño llegaba…
Notó los pelos erizársele en brazos y nuca; un invisible y retorcido
remolino se había colado como un pájaro extraviado, trazando espirales sobre
él. Con una sonrisa de complacencia, Alberto esperó, mientras el viento se
volvía más pesado y denso, recorriéndole como los dedos de una mujer. Oyó
también el susurro, una serie incomprensible de palabras sin sexo.
Sorprendido, abrió los ojos. Por un momento, pensó que había sido un
sueño, que tenía una mujer a su lado, acariciándole como hizo en otro tiempo la
perra traidora de Verónica…
El sonido regresó, subiendo el tono como un demente en pleno descenso al
desenfreno.
Todas las ventanas se cerraron de golpe. Alberto se cubrió, temiendo que
los cristales saltasen sobre él. Mientras asomaba los ojos entre sus brazos,
pudo ver que, al menos en apariencia, ninguna grieta había deformado los
cristales. Las ventanas, como ropa tendida, seguía moviéndose al son del viento,
esta vez con más tranquilidad. Desde fuera, el aullido de la corriente
arreciando parecía presagiar la llegada de un desastre
Se levantó con un gruñido, totalmente desvelado, y las fue cerrando bien
una por una. Prefería asarse a que otro susto le parase el corazón.
Por la noche Alberto se puso a apretar la almohada como si exprimiéndola
pudiese dormirse más rápido. Volvía a sentirlo: palabras profundas y distantes
filtrándose en su oído, mientras la sábana era arrastrada sobre él suavemente.
Al son de aquella nana, empezó a perderse definitivamente, sintiendo que flotaba
en el abismo negro mientras manos agradables le practicaban por todo el cuerpo
un masaje. Volvía a ser un bebé en brazos de su madre, buscando con sus labios
el gusto del pezón en la negrura. Y una vez lo enganchó, el pandemonio se
desató.
Las palabras de sueño se
distorsionaron, prolongándose y trinando. La voz se convirtió en la uña
arañando el metal, perdiendo su filo mientras levantaba chispas. Los oídos se
resintieron ante la agresión, los dientes se apretaron y un grito de dolor lo devolvió.
Alberto tenía los ojos abiertos. Su piel chorreaba y sus dientes mordían
con fuerza el pico de la almohada. Respiraba con la ansiedad de haber tenido
los pulmones demasiado tiempo sumergidos y cada latido de su corazón parecía un
trueno. Se sentía, sin poder evitarlo, como si hubiese estado sostenido por una
mano, inmaterial pero sólida, gigantesca pero delicada que, aburrida de su
juguete, lo hubiese dejado caer bruscamente.
Tras dar una última vuelta lo oyó, colándose desde fuera. El viento
aullaba, proclamando que la montañita era suya. Lo último que acertó a ver fue la brisa hipócrita cerrar su habitación de un
portazo, aprovechando el camino que le había dejado para pasar.
Alberto quedó despierto, exhausto, aterrado y, lo peor, ajeno a que
aquello empezaba.
La semana siguiente fue una prueba para su paciencia. El rugido inicial,
que interpretó como flor de un día, no sólo no se había marchitado, sino que
creció exponencialmente. También lo hizo en duración. Su aroma era el ruido.
Era como la arcilla fresca entre los dedos de un alfarero;
insignificante, indiferente, inescrutable. Había que darle forma para entenderla;
ya fuese un botijo barrigón o un plato
finísimo; un pájaro, una vaca o una bailarina haciendo cabriolas. Aquel viento
adoptaba mil voces, todas horribles.
Lo más habitual eran murmullos en sus momento de menor fuerza para
luego, a medida que aumentaba, transmutarse. Podía parecer la risa de un niño,
agradable al principio pero cada vez más alta y más larga, pasando de divertida
a demencial para luego ser un llanto hiriente, profundo, desgarrador. Podía
pasar del rugido del león a los maullidos de mil gatos luchando, desgarrando
sus pieles, o gatitos recién nacidos llorando por falta de aire mientras se
hundían en las aguas.
Desde que se despertaba hasta que volvía a acostarse, sólo paraba para
volver a tomar fuerzas; la boca infernal que soplaba sobre su casa no dormía ni
descansaba. Era como una inundación que lo arrasaba todo, colándose por los más
pequeños resquicios y convirtiendo grietas invisibles en nuevas puertas; mil
veces peor que vivir sobre una discoteca.
Al menos, le quedaba el consuelo de vivir en la casa del tercer cerdito:
puro ladrillo. El lobo podía soplar hasta sufrir un ataque de asma, que no la
echaría abajo.
Alberto empezó a pasar el menor tiempo posible en casa. Se iba con el
coche a la ciudad, a comprar comida, ropa o ver escaparates, convirtiendo sus
paseos iniciales de cuartos y medias en horas. Pero al final había que volver,
y siempre encontraba a su enemigo invisible esperando. Volvía. Cerraba todas
las ventanas todo el día, llegando a revestir alguna con cinta aislante. Se compró
tapones para los oídos, que le escocían el cartílago cada noche cuando los
enterraba en sus orejas para aplastar los silbos.
El acoso le pasaba factura: estaba débil por la falta de sueño, perdía
peso, su piel estaba perdiendo el color y su pelo crecía, desordenado y
caótico, a juego con las cerdas en torno a su boca y los oscuros anillos que
circundaban sus ojos. Sus ingresos menguaban. Su trabajo iba mal, muy atrasado.
Más de uno de sus clientes le solicitaba (o exigía) saber cómo iba su encargo. Muchos
más amenazaban con pedírselo a otro diseñador. Alberto sólo pensaba en decir
una y otra vez: de acuerdo. Igual
debería tomarse vacaciones completas, un período de calma chica para
recuperarse.
Y, lo peor, mientras, la fuerza del viento parecía crecer cuando estaba
en su casa, llegando al extremo de sentirla temblar bajo él; a punto de volar
como Dorothy una vez pisaba el patio, sentía
la brisa en la cara, su roce en la piel y un silencio digno de una pantera
hambrienta.
Las semanas pasaron, llevándose el tiempo y las hojas ahora marrones,
mientras el viento seguía anidado sobre el “Valle de los Franceses”. El primer
sábado de octubre, mientras prolongaba su paseo matutino vistiendo jersey de
licra azul oscuro y pantalones cortos, llegó a un destino imprevisto.
“Los Girasoles” era el nombre de la urbanización de sus vecinos; un
abrupto solape entre las hileras de casas que salían de la base de su cuesta. Y
era, también, el nombre de un mesón-restaurante-bar en la frontera inmediata
entre ambas, donde caminantes extraviados, trabajadores de paso y simples
parroquianos sedientos de un tercio y un partido de pago podían aparcar el culo
un rato. En aquel momento Alberto, cansado por el ejercicio y con el sudor cubriéndole
como escarcha, sintió un gruñido de su estómago. Hora de desayunar.
—Buenos días.
—¡Buenas!
Ya había estado allí alguna vez, aunque nunca tan temprano ni en fin de
semana. El salón comedor, lleno de mesas redondas bajo manteles de papel, daba
paso a la barra, tras la que Jero, el propietario, atendía a sus habituales,
que bebían café y ojeaban periódicos.
—¿Qué va a ser? -dijo mientras frotaba un vaso con una bayeta.
—Un café con leche, un zumo de naranja y una tostada con mantequilla,
por favor-enumeró el sudoroso Alberto mientras se apoyaba en el mármol.
—Marchando.
Mientras Jero le atendía, Alberto examinó al resto de la clientela.
Cuatro hombres; tres barbudos, gruesos y de cierta edad; casi fotocopias distinguibles
por el tono de sus barbas, las ropas y el patrón de sus arrugas. El tercero,
más joven y delgado, engullía un bocadillo untado con tomate. Su camisa y
vaqueros le dificultaron la identificación al principio.
—¿C… Chimo? -preguntó Alberto con duda, entornando la vista-. ¿Eres tú,
no?
Al oír su nombre, bajó el pan y le miró. También necesitó su tiempo para
reconocerlo.
—¡Ah, hola señor…! -Le tendió la mano mientras se esforzaba en recordar el
nombre.
—Alberto -indicó, devolviéndole el saludo-. Llámame así.
—Sí, el del “Valle de los Franceses”… -Su sonrisa jovial se redujo
mientras le examinaba-. ¿Estás bien? No tienes buena cara.
—No es nada, he estado corriendo.
—Ya, eso parece. Yo, como entro al curro en una hora … -dio un trago a
una taza, a la vez que Jero le llevaba a Alberto su café-. Lo decía porque
pareces…
—Bueno… la verdad es que estoy ocupado y… últimamente me cuesta dormir.
Por un momento, la expresión de Chimo se volvió sombría.
—Bueno, Alberto, ¿y qué tal… tu nueva casa? ¿Como esperabas?
—La verdad… dio un sorbo corto, sin esta seguro en entrar en detalles
sobre su miedo al aire-. Bueno, está bien; tiene sus cosas… aunque…
—¿Sí?
—No he llegado a entender el nombre. -Mientras apuraba la taza, le llegó
el zumo-. Lo de casa de los grillos.
Para el asombro de Alberto, Chimo se quedó mirándole pasmado, con una
media sonrisa en la cara. Y, más aún, comprobó que el resto de testigos,
incluido el barman, le miraban también.
—¿Cómo? -Chimo dobló el cuello, sin comprender-. ¿De dónde sacas… eso de
casa de los grillos?
—Se lo oí decir a tu compañero, ese… Pascual. -Sustituyó la taza por el
vaso, mientras le servían el pan con dos raciones de mantequilla-. Algo de…
como era… casa dels “grillats”.
Un estruendo recorrió la barra; los tres comensales se reían. Chimo
también había alargado la comisura de los labios, mientras Jero les miraba con
los brazos en jarra y gesto de desaprobación, seguramente por armar alboroto.
—¿Qué pasa? -Alberto se sintió intimidado. No entendía qué pasaba.
—Es que… -Chimo se limpió las comisuras-. Eso no quiere decir casa de
los grillos.
Alberto asintió sumisamente, mientras empezaba a extender la
mantequilla.
—De acuerdo. -Le echó sal antes de llevársela a la boca-. ¿Y qué
significa?
—Casa de los locos.
Las palabras alcanzaron sus oídos mientras hundía los dientes en el pan.
Alberto lo mascó deprisa, listo para replicar, notando como en su boca el
crujiente se volvía amargo.
—¿Y eso?
—Es que… -Chimo se encogió de hombros-. Esa casa está maldita. Todo el
que vive allí o se va… o se vuelve loco.
Alberto tragó, sintiendo la comida como un corcho reseco en su garganta.
Estaba seguro de que se estaban quedando con él. Pero…
—¿Y eso… tiene algún historia o algo? -preguntó antes de dar otro
bocado, fingiendo indiferencia.
—Sí. Hace muchísimos años… había una mujer y esa mujer tenía un amante.
La dejó embarazada y se fugaron. Pero… a última hora el cabrón la plantó y ella
se quedó sola. Así que se iba allí a llorar,
día tras día, como si lo estuviese llamando para que volviese, sin librarse del
dolor. Hasta que al final... desapareció. Dicen… que su dolor la chupó hasta no
dejar nada. Y, desde entonces, se la oye llorar hasta que vuelve a los demás
tan locos de dolor como ella.
—Umh,umh -Alberto asintió, volviendo a tragar.
Tal y como esperaba. Muy creíble...
El pensamiento de Alberto se interrumpió; después de todo muchas veces
había creído oír llorar a alguien, presa de la mayor y más contagiosa pena…
—Eh, esa es sólo una versión -interrumpió uno de los barbudos, dando un
largo sorbo a su taza-. Lo que pasa es por el monstruo.
—Exactamente, muy bien -señaló Chimo, volviéndose hacia el hombre y
sonriéndole con gratitud, antes de volver con Alberto-. Otros dicen que, hace
mucho tiempo, uno de los caballeros de Rey Jaime, que liberó a esta tierra de
los moros, luchó contra un monstruo… un dragón. Le clavó su espada y lo mató,
pero era tan grande y horrible que lo enterraron debajo de aquella montañita.
Alberto redujo en más de la mitad el tamaño del pan.
—Pero… dicen que el monstruo no estaba muerto, sino sólo herido, y que
intenta levantarse. Salir de bajo tierra. Y al respirar y rugir… hace que todo
tiemble.
La seriedad del exponente consiguió que Alberto considerase por unos
momentos aquel cuento de viejas; sólo hasta que Chimo prorrumpió en sonoras
carcajadas, acompañado del resto de parroquianos, mientras Jero les contemplaba
con la compasión del adulto que tolera las gamberradas de niños inocentes.
—¡Vamos, es broma! -admitió
Chimo, a la vez que apartaba su plato lleno de migas-. Sólo me estoy quedando contigo.
—Ya me lo parecía -añadió Alberto, con una media sonrisa más cómica de
lo que pretendía.
—¿La verdad? Ni fantasmas, ni monstruos ni chorradas -dijo Chimo-. No sé
qué pasa y no creo que nadie lo sepa. Parece que tiene que ver con las montañas
que hay al lado. Se forma… No sé el nombre, pero es como si todo el viento
coincidiese en el mismo punto.
Alberto acompañó el trozo de pan
con un rápido sorbo de zumo para poder tragar.
—Ya hubo problemas con eso cuando la construyeron. Me acuerdo del primer
dueño. -Sacó su cartera, pero la retuvo en las manos para entrarse en su
historia-. Era una especie de artista romántico o algo así. -Chimo contuvo la
risa-. Un gilipollas con pasta. Pagó ese terreno a precio de nada y luego hizo
que construyesen la casa. Los trabajadores se quejaban porque el viento no
dejaba de levantar polvo. Manu, por ejemplo…
Señaló a uno de los tres
barbudos, el del centro, que asintió.
—Pascual y yo le llevamos sus cosas. Era un creído de mierda. Y después…
hemos llevado las cosas a todos sus demás dueños.
—¿Ha habido más? -Recordó Alberto
que Pau lo había comentado, muy de pasada-. ¿Y cuántos han sido en total?
Chimo apretó los dientes, tomando aire.
—Pues, después de ese… hubo un matrimonio con hijos, una pareja y… un
par de tíos solos. Como tú ahora.
—¿Y qué pasó? -se interesó, convencido de que ya no había trampa ni
cartón-. ¿Por qué… todos se fueron tan de repente?
—Ya te lo he dicho, se volvían locos. -Dejó un billete gris y arrugado y
un par de monedas amarillas en la barra, que Jero retiró en el acto-. El
matrimonio duró unas semanas, al ver que los críos no aguantaban el ruido.
Pensaban que podrían durar, que se pasaría con el tiempo, pero… -negó con la
cabeza-. La pareja duró un poco más; de octubre hasta principios de diciembre.
Luego, los últimos, fueron más duros… o tontos. Claro que les pilló en verano,
que es más suave.
Ignorando la calderilla de las vueltas, Chimo se levantó.
—El primero murió de sobredosis. Pastillas para dormir. Supongo… que el
viento soplaba demasiado fuerte. Y el segundo… Sólo sé que lo encontraron tieso.
Me parece que dijeron algo de que se suicidó. O que se cayó intentando cerrar
una ventana y se cortó el cuello.
Alberto trató de tragar saliva; sentía la boca seca y pastosa. Chimo
pasó por su lado, poniéndole una mano en el hombro.
—Sabes, Alberto, me caes bien. Sólo por eso, te digo esto: lo peor es
ahora, de otoño a invierno. Pero, si no estás seguro de que puedes aguantarlo
sí o sí… Yo le prendía fuego y me largaba. Que pases buen día; yo tengo que
irme. Encantado de verte.
Dio un saludo genérico con la mano extendida y fue hacia la puerta.
—¿Y qué pasó con el primer dueño? -le gritó Alberto antes de que
saliese.
—Se mató. Su coche volcó bajando de la casa.
Alberto sacó un par de monedas, las más gruesas que sus dedos sintieron,
y las lanzó junto al plato, donde quedó un último bocado con mantequilla
fundida. No lo terminó; se le había ido el apetito. Ni esperó al cambio.
Necesitaba aire fresco.
El sol se ponía tras el horizonte, dibujando la silueta de las cimas, responsables
indirectas de su martirio. Mientras veía los días hacerse más cortos Alberto,
sentado en el sofá de su casa, en silencio rodeada de escándalo, meditaba sobre
esa mañana. El lento regreso tras hablar con Chimo le aclaró las ideas.
Otros habían pasado por lo mismo. Ahora conocía las consecuencias de quedarse,
pero le habían quedado claras dos cosas no menos importantes: había conseguido
una explicación. Era, simplemente, un fenómeno natural. El viento soplaba. Y
segundo, aquello parecía estacional. Si se sobreponía, si aguantaba cinco meses
más, ya no tendría que preocuparse. Podría buscarse una vivienda más céntrica,
y dejar esa jaula de grillos (la expresión le hizo reír) como casa de verano.
El día fue laborioso pero calmado. Nada más llegar aprovechó para
retirar del patio gris las incontables hojas de pino y falsa pimienta que el
viento había esparcido, así como algunas ramas caídas de los álamos. Después,
una comida ligera y a descansar. Mientras echaba la siesta, el viento soplaba,
haciéndose eco en las incontables grietas de la casa.
Sabía que cerró los ojos a las tres menos veinte y al abrirlos eran las
cinco y veintiséis. Se sentía como si hubiese hibernado una década. De allí al
ordenador; debía recuperar el tiempo perdido. Tuvo la suerte de que la conexión
aún funcionaba. La música de la red contrarrestaba el aullido de las furiosas
corrientes en un duelo de volúmenes. Para cuando paró, había enviado tres
proyectos, acabado otros cuatro y aclarado casi todas las dudas y exigencias.
Volvía a estar en marcha, como al principio, pero con el sol poniéndose. Sus
oídos le dolían como recién salido de un concierto, pero, al menos, en esa
ocasión los había castigado su música.
El recuerdo de la tarde perduró en su cabeza, manteniendo distante la
realidad de fuera. Con la noche, cenó y subió a su habitación. Era el turno de
los tapones de gomaespuma. Antes pasó por el estudio, cumpliendo con el rito de
cerrar las puertas. Fuera, el viento crecía. Alberto sonrió. Podía seguir todo
lo que quisiese. Había ganado.
Entonces detectó un movimiento en la ventana y, en la fracción de
segundo en que se volvía, una garra monstruosa cayó sobre él, traspasando la
barrera de cristal y traspasando su cuerpo con sus negros dedos, abriendo un
corte frío y profundo que llegó hasta su corazón…
El violento golpe, que agitó la ventana como una campana, sacó a Alberto
del aturdimiento causado por la impresión, dando un grito y un brinco. Tras
unos segundos de espera con los pulmones colapsados y temiendo perder el
control de sus esfínteres, comprobó que las monstruosas y esbeltas uñas
arañaban la ventana. Con su corazón cada vez
más rápido, suspiró aliviado.
—Voy a tener que empezar a tomar tila —decidió, mirando al monstruo.
Una rama de álamo enganchada entre los barrotes destinados a mantener a
los cacos fuera. Con desgana, abrió el ventanal lo justo para derribar el
tronco, que se estrelló contra el suelo.
Ya en su habitación, con los tapones tan sellados como todos los
umbrales, comprobó satisfecho que los gritos del cielo habían quedado reducidos
al murmullo del agua fluyente; lo bastante relajante para dormir tranquilo. Lo
hizo con la primera idea lúcida que había tenido desde que llegó: había que
reformar el jardín. Los árboles ensuciaban demasiado y le ponían de los
nervios. Los cortaría todos, arrancaría los tocones y los cambiaría por flores;
rosas, jazmines, madreselvas, plantas de olores dulces. Sí. Decidió empezar a
la mañana siguiente. Y los primeros en convertirse en leña serían los álamos.
Alberto se incorporó inquieto; irónicamente, por la falta de sonido,
hasta que recordó que tenía los oídos taponados. Se arrancó los dos tubos amarillos,
siendo recibido con furor por el viento. Con todo, le reconfortó. Había vuelto
a la realidad.
Acababa de tener un sueño. Sabía que era un sueño; eso no podía ser
real. Pero lo había sentido tan plenamente…
Estaba, como entonces, tumbado en la cama, lo más cerca de un sueño
tranquilo que recordaba en mucho tiempo. Y, de repente, el murmullo de viento
amordazado se extinguía, yéndose por donde vino. Muy despacio, conteniendo la
respiración, se sacó los tapones, como ahora. Y, en efecto, el sonido había parado.
Se rió, lleno de gozo.
Instantes después una fuerza tremenda golpeó la casa, que onduló como una barca movida por las olas, tirándole al
suelo. Aterrizó de costado, retorciéndose de dolor mientras la casa se movía
como si no hubiese suelo.
Pensando que el viento la había colgado, convirtiéndola en una nueva y
liliputiense luna, corrió por las escaleras, manteniendo el equilibrio entre
vaivenes hasta la planta baja. Sólo pensaba en salir de allí, aunque fuese
lanzándose al vacío. Si el viento quería tanto aquella casa podía quedársela,
pero él no iría con ella. Sin embargo, al pasar por el salón, algo atrajo su
atención.
Sombras grandes y gruesas como columnas griegas entraban por las
ventanas. Se acercó y comprobó que varias formas negras, anchas y largas, de
forma tan imprecisa como su naturaleza, recorrían la casa de arriba a abajo. Por un momento, pensó que algunos árboles
se habían desprendido de sus raíces y se iban a empotrar. Así que se tiró a por
las llaves y abrió la puerta.
La visión era tan pesadillesca como la experiencia misma. Al perder pie
se agarró a los dinteles con las manos mientras hincaba como podía sus pies en
el suelo.
Su casa no volaba, no. Estaba suspendida en el aire. Y se inclinaba cada
vez más.
Por debajo pasó una forma grisácea y rugosa, parecida a la corteza de
los árboles que había aprendido a odiar. Sólo que esa terminaba en cinco
apéndices en su parte superior que crecían desde su centro, ligeramente
curvados adelante. Una mano, gigantesca, colosal; tanto que no necesitó ver
aquellas extensiones aferrando su casa como si fuese un juguete que cabía en un
puño. En vez de eso miró abajo, hacia la vasta oscuridad que las conectaba,
perdiéndose en el abismo.
Lo vio. Allí abajo había algo. La noche tapaba su forma y detalles, pero
apreciaba su silueta, sus movimientos… y lo oía. Lanzaba pesadas y largas exhalaciones
que le despeinaban. Parecía mirarle con curiosidad, como si no supiese qué
hacer con el minúsculo intruso.
Un silbido repentino surcó el aire y una
fuerza huracanada los sacudió a él y a la casa de ladrillo. Alberto, que no
podía soltarse para taparse los oídos, temió por un momento que su cabeza explotase,
visualizando la sangre caer de sus tímpanos. Al parar aquel rugido furioso y
hambriento lo vio. El final del abismo.
A una profundidad de fácilmente quinientos metros, una amplia línea
rojiza tan larga como podría serlo el Ebro se extendía, zigzagueando entre
puntas triangulares como peñascos que la surcaban como una cremallera. Cuando
empezó a ensancharse, entendió qué le esperaba.
Volvió adentro y cerró de un portazo, consciente de lo poco que le protegería
el tablón de madera. No podía correr; la inclinación era demasiada, hasta notó
su espalda chocar contra la puerta, que resistió. Luego las grandes sombras del
salón se retiraron y notó su vientre y entrepierna recorridos por el hormigueo
que acompaña a las caídas en vacío desde mucha altura.
Se hizo la oscuridad y los crujidos empezaron.
En un alarde de poder digestivo, los dientes empezaron a masticar,
aplastando esa cáscara de cemento y adoquines, reducida a grandes cascotes con
toneladas de peso, que se cerraban cada vez más en torno a su aterrorizada
semilla, que se arrugaba para encajar entre los restos de su inútil protección,
sepultándolo mientras cada vez había menos que masticar…
Sólo un sueño. Le habían influido las historias de “Los Girasoles”; sólo
eso; nada cambiaba. Al día siguiente, aprovechando las treguas del exterior,
seguiría su plan. Mientras, el viento seguía aullando, como preguntándole si
estaba mejor despierto. Y, aunque Alberto intentó volver a dormirse, lo cierto
fue que el crujir de persianas y ramas no le dejaron.
Exhausto tras esa noche, tuvo la suerte de encontrar, entre un variado
surtido de herramientas, legadas en el garaje de la casa abandonada junto a
todo lo demás, una sierra de mano y una escalera plegable. Notando la rigidez
en sus articulaciones y el insomnio oscilar en su cabeza como una bola de metal
rodando, abrió esa puerta por primera vez, listo para desfogarse.
La escena que le recibió le sentó, y nunca mejor dicho, como un jarro de
agua fría.
En contraste con el azul salpicado de blanco aún veraniego de los días
pasados, el cielo era gris. El patio estaba oscuro, con la luz tapada por las
nubes gruesas. Una galerna furtiva le alcanzó, helándole hasta los huesos. Otro
recuerdo de que el invierno llegaba.
No importa; tengo tiempo hasta que llueva.
Alberto pisó al otro lado de la puerta. Entonces el color marfil de las
losas del suelo se oscureció, salpicado por minúsculas manchas que se
multiplicaban con velocidad microbiana. La lluvia había llegado.
Decidido a no dar su brazo a torcer, apoyó la sierra contra el tronco del
primer ramo de palos grises. Apenas tardó unos segundos, menos de lo que
necesitó el cielo para cubrirle de los pies a la cabeza con aquel caldo
congelante, que le apelmazaba la ropa mientras le traspasaba la piel. Con la
vista borrosa, Alberto escupió, antes de dar el primer tajo…
Un trueno estalló sobre su cabeza, haciendo temblar el suelo, acompañado
por una intensa ráfaga que sus huesos sintieron como flores con pétalos de
alfileres floreciendo.
Sin nada que hacer, dejó las herramientas y se refugió en la casa,
mientras el viento proclamaba su victoria.
Desde la puerta del cuarto de baño, frotándose aún su cuerpo duchado con
el batín, Alberto vio las ventanas, borrosas como en un túnel de lavado. Debía
ser un simple aguacero otoñal, que duraría unas horas. Aunque había oído hablar
de lluvias diluvianas, llamadas gota fría,
que podían durar días, lo inundaban todo y arrasaban con cuanto estuviese a su
paso…
Subió al estudio; si no podía ocuparse del jardín trabajaría. Estuvo
tres horas, hasta que tuvo hambre, preparando sus modelos, con el agua
salpicando tanto que se sentía en un camarote. Fue, sin embargo, cuando se
dispuso a enviar un encargo, cuya fecha límite vencía esa tarde, cuando
comprobó, horrorizado, que el mensaje fallaba.
—Dios, -masculló-, ¿ahora qué?
La conexión a Internet se había cortado.
—Perfecto.
Probó a abrir las páginas web. Nada. Solicitó reparar la conexión. Nada.
Desconectó y volvió a encender su modem. Nada. Debía ser algo zonal, por culpa de
la lluvia.
Se fue a buscar el teléfono del cliente; sabía que lo tenía en alguna
parte. Podía pedir una demora o, in
extremis, ir al pueblo a buscar… Alberto apretó los dientes con furia. Era
domingo y ninguna copistería, cibercafé, locutorio o biblioteca abriría por él.
Por no hablar de que, sin necesidad de permisos municipales ni de cavar nada,
ya tenía una piscina en su patio…
Marcó el número. Pero no había señal. Miró con los ojos entrecruzados la
pantalla, apreciando que la batería estaba cargada y el móvil encendido. Casi
gritó al ver que no tenía cobertura.
Se contuvo de arrojar el teléfono por la habitación y fue a comer; así
comprobó que la tele sólo daba un fondo negro que vibraba de forma estática.
Cuando acabó, casi a las tres de la tarde, el chaparrón no había
disminuido lo más mínimo y, estando como estaba el patio y la bajada, tenía muy
claro que no cogería el coche. Estaba solo con la lluvia y, por supuesto, con
el viento, que la movía en una enérgica y devastadora danza.
Pasaron dos días. Las gotas de lluvia, estampadas como cagadas de
pájaros contra las persianas, le impedían dormir. Al menos, la casa resistía. Pero no pegaba ojo. Y pensar en la
entrada, con lo que debía ser una verdadera cascada deslizándose desde cada
lado del cono de la cima…
Al tercero se fue la luz. Puede que algún poste de la línea hubiese
caído, arrancado por las aguas en crecida. Alberto caminaba despacio por la
casa sombría y fría, hasta acurrucarse en el sofá. No tenía libros ni nada para
entretenerse. Y sin luz, no podía poner música; lo único capaz de competir con
aquel inflexible concierto.
Cinco días. La comida de la nevera ya no estaba fría. Empezaba a oler
raro, muy fuerte. Por suerte, aún tenía conservas, y latas, y bolsas de
aperitivos…
Alberto pasaba las horas en el sofá frotándose la frente y arañándose
los ojos, deseoso de que la lluvia se fuese, de que el viento callase, de
dormir, de salir de allí. Algo pasaba con el agua de los grifos; sólo salía tan
fría como la que caía del cielo.
Por fin, en el limbo que suponía la puesta del sol (o debía serlo; había
perdido la cuenta del tiempo hacía… algún tiempo) de esa tarde, el hombre tirado
en su cama con la ropa arrugada, rostro ovejuno y rugoso y pelo desordenado, vio
las gotas perder fuerza y las cortinas de agua abrirse. Muy lentamente, bajó al
salón. Miró al patio; aún oscuro y cubierto de charcos, pero la lluvia había
acabado por fin. Y, con ella, el viento, cansado al fin de tanto soplar, se
había ido. Todo estaba inmóvil allá fuera.
Suspirando con pesadez, retrocedió hacia el sofá, notándose tan cansado
como si tuviese ochenta años. Por fin había acabado. Aquel monstruoso dios de
la montaña había terminado de asediarle. Aunque estaba demasiado cansado para
salir, podía echarse, descansar un poco y, al día siguiente, irse al pueblo.
Vaciaría su cuenta, compraría comida, arreglaría la luz y el agua, pondría la
casa en orden, hablaría con sus clientes…
Abrió sus pesados párpados despacio. Quería asegurarse de que lo que había
notado en el hombro era real.
Lo era. La mancha todavía estaba fresca en el pijama de invierno. Y allí
estaba, en el techo, la oscuridad desde la que se desprendía.
—No jodas… -refunfuñaba.
Aquello era el “no va más”. Pero
se contuvo, al percatarse de que allí había una habitación. Y, más llamativo,
el hombro derecho sobre el que había caído la filtración empezaba a picarle. Y
a escocerle. Al mirar, sus ojos se dilataron ante el ancho del agujero en el
tejido.
Subió al segundo piso sin perder tiempo, haciendo equilibrios durante su
desgarbada carrera escaleras arriba. Se paró en el último peldaño, admirando cómo,
mientras el cielo se oscurecía, los pasillos brillaban. No era una gotera.
Parecía que el techo fuese de cartón. Y el líquido parecía más espeso que el
agua, más denso… Y, además todo había
sido demasiado rápido para la puesta de sol.
Llegó hasta su dormitorio, que estaba abierto, y miró hacia la ventana.
Su pulso se aceleró. Negrura, pero fuera no era de noche. Distinguió
algo parecido a un castillo hinchable, rojizo y carnoso, llegar hasta esa
altura y más, envolviendo toda la casa. Una estructura que se dilataba y
contraía y, con cada movimiento, el viento volvía a silbar. Pudo ver en la
oscuridad cómo brillaba; recorrida por gruesos chorros de un líquido…
Alberto retrocedió, convencido de que la falta de sueño le afectaba. Y,
sin darse cuenta, pisó uno de los charcos que caían del techo. Gritó con todas
sus fuerzas antes de salir de aquel cepo viscoso; al verse el pie se encontró la
piel enrojecida y cuarteada.
Respirando forzadamente mientras su cuerpo se sacudía, buscó en su
caótica y destartalada mente una explicación. Sólo se le ocurrió una, y era…
era… ¿y todos los días que llevaba viendo el jardín por la ventana? ¿Una
ilusión de su mente escondiendo la realidad?
Como queriendo darle la razón, aquello se contrajo, el viento ejecutó un
crescendo… y Alberto sintió como un vendaval estrellarse contra la casa, reventando
todas sus ventanas.
Corrió al pasillo, saltando sobre los charcos hacia la escalera. Tenía
que salir a la calle, verlo con sus propios ojos.
Al alcanzar el tobogán dentado, una visión le distrajo. El pasillo que
daba a la entrada se estaba encharcando; inundando. De eso.
Bastó para que Alberto pisase con fuerza y se dejase llevar. Y, para su
propia sorpresa, voló. Se elevó sobre los peldaños, hasta rozar el techo, y
voló, como una cometa atrapada por el viento.
—Eh, Ximo. Has vist
això?
El aludido interrumpió su almuerzo y, aún masticando, alcanzó el periódico
que le pasó Pascual. Lo miró, ansioso por volver a lo importante. No le costó
ver a qué se refería.
—Dios mío -musitó, con la boca tan abierta como sus ojos.
—¿Qué pasa? -se interesó Jero al otro lado de la barra.
—Alberto, el hombre ese que estuvo aquí la semana pasada. Ha muerto.
El dueño se apoyó en la barra un momento, imitando el semblante del
transportista.
—El de la casa esa… -masculló por lo bajo-. ¿Pone… cómo ha sido?
—Parece… que se cayó por las escaleras y se dislocó la nuca. Como hacía
algún tiempo que no daba señales de vida…
Jero suspiró.
—Una pena, de verdad. Parecía un hombre simpático.
—Coses ací haurien de prohibir-se -intervino
Pascual, apurando su lata de Mahou-. Amb aquest son al menys quatre morts. Que faran ara?
—Lo que hicieron la última vez, supongo -señaló el barman.
—Sí. -Chimo asintió-. Bajarle aún más el precio. Creo que con el último
lo dejaron en menos de veinticinco mil.
—Y con este ahora, si reducen por muerto… lo dejarán casi tirado -opinó
Jero.
—Si. A veure si algú borinot pica -sentenció
Pascual.
Los dos encargados de mudanzas apuraron su almuerzo con un ojo puesto en
sus relojes. Les quedaban apenas veinte minutos para reunirse con el siguiente
cliente. Y, cuando acabasen, habían quedado con Pau Díaz. Tenían que ayudarle a
hacer un inventario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario