lunes, 23 de noviembre de 2015

LA FÁBULA DEL ELEFANTE Y LAS HORMIGAS-1ª PARTE

     Óscar Granados Navarrete gruñó mientras dejaba su mochila y su chaqueta en la taquilla, echándose un vistazo al espejo para comprobar que todo estaba en su sitio. La bata abotonada con los puños vueltos y el cuello recto, el silbato plateado colgado de su cuello, el gorro que parecía de ducha que había que llevar aunque estuviesen a veintiocho grados con más sol que en el desierto de Atacama, bien colocado para que no se saliese ni un pelo. Para rematar, se enjabonó las manos, cubriendo de burbujas todos los huecos interdigitales, y se secó con un par de pasadas con un trozo de papel.
     En el exterior era laberíntico, lleno de obstáculos verdes de madera formando los senderos de un circuito para ratas, sólo un puñado de personas con su mismo equipamiento y ropa se movían; todas con una notable excepción: eran mujeres. Él era el único hombre allí, en el comedor escolar. Un hecho que no había estado exento de polémica; incitada por padres cada vez más melindrosos, paranoicos y sobreprotectores, que parecía esperar de un momento a otro encontrar a sus hijos o hijas llorando, heridos por una puñalada trasera dada con su inherente e impúdica arma. Cuando, y eso lo sabía bien, cualquier dolor en sus delicados culitos sería posiblemente una almorrana explotada por su poca delicadeza sentándose.
     Tendría gracia, solía pensar con frecuencia sobre esa acusación: Yo a ellos nunca les he tocado y mucho menos jodido. Pero ellos sí me  joden a mi consciencia siempre que pueden, y no creo que nadie piense que vaya a demandarlos.
     Gloria e Inés le saludaron con las manos. Él devolvió el saludo mientras se volvía hacia la barra donde estaban los guantes de plástico. Mientras cogía y se colocaba un par, María Luisa, la cocinera, le dijo hola desde el asfixiante cuarto de vapor aromatizado de la cocina, mientras Pilar, su ayudante en preparar el rancho, se mantenía oculta tras la neblina. Mientras le devolvía el saludo, la nariz de Óscar intentó desentrañar la composición del menú. Caldo de pollo y salchichas, parecía.
     Genial. Al menos, hoy irá rápido.
     Se unió a sus compañeras, encargadas respectivamente de tercero y cuarto y quinto y  sexto, repartiendo servilletas, vasos y cubiertos delante las sillas. Los tres jóvenes (ninguno superaba los veintitrés años) comentaban mientras el devenir del día anterior, el progreso académico y alguna anécdota personal, más con aire de chiste que como confidencia, dándose ánimos para lo que les esperaba. Unos cuantos minutos después llegó Isabel, la más mayor y veterana, que se iba a ocupar del siempre numerosos e inquieto grupo de infantil, y Leticia, el eslabón intergeneracional de los empleados de comedor, encargada del refuerzo en el pandemónium inminente. Con los cinco reunidos, el comedor quedó servido. Minutos después, los carros salieron cargados con la olla y las bandejas. Hora de repartir las raciones. Minutos después, uno de los últimos y más pegadizos éxitos de la música de radio, de Shakira creía, llenó el colegio, amortiguando la estampida de puertas a fuera. Los ¿afortunados? que comían en casa se lanzaban de cabeza a la libertad con la desesperación de un preso separado de su amante por una condena de veinte años, sacudiendo las mochilas a sus espaldas o arrastrando las que tenían ruedas. En tres minutos, el colegio desalojado. Hora de trabajar.
     Mientras Leticia se quedaba atrás, los demás fueron al armario junto a la puerta, armándose con papel, jabón y una lista enfundada en plástico donde se anotaban las asistencias. En el CEIP Primero de Mayo empezaba la actividad. Y él, se convertía en pastor de PCs.
     Isabel salió al pasillo y se fue hacia la izquierda, Gloria e Inés subieron por las escaleras, a medio camino. Óscar, llevando sus cosas como podía, fue a la derecha.
     Llegó a la puerta de madera con un amplio ventanal vertical. Al otro lado, Helena, la profesora de primero, sonrió al verle. No podía decirse lo mismo del resto de ocupantes.
      Con un pitido de silbato los niños, a voz en grito, formaron una oruga contorsionada más que una cola, mientras la docente huía. Ahora eran responsabilidad del monitor. Los pequeños cabroncetes le observaban.
     —¡Buenos días! —saludó, gritando cordialmente.
     Un coro caótico de respuestas, gritos de hola, repeticiones de su nombre y pies saltando le respondió. Se puso a pasar lista.
     —Muy bien… ¡Andrea!
     Una niña robusta de piel pálida y amplia melena morena levantó el brazo. Varios de sus compañeros, quizás fantaseando con lo que sería cambiar de género, levantaron la mano también, gritando.
     —Bien. ¡Pablo!
     —¡Aquiiiií!
     Un chaval escuálido, de pelo tan castaño como morena era su piel, botó.
     —¡Y yo, y yo!
     —David Domínguez.
     El niño moreno de cabeza amplia y cuadrada como un bloque de granito se asomó sobre la lista.
     —Laura.
     Una niña esbelta y rubia con una cola de caballo respondió. Y así, uno a uno, los trece nombres; Cristina, Manuel, David González, Jésica, Alex, Ana María, Arancha, Carmen y Fran. Había habido una única ausencia, de una chica rolliza de gafas redondas llamada Ester. La clase de primero, de seis y cinco años, estaba reunida.
     De allí, al servicio, a sólo unos pasos, donde mientras se bajaban los pantalones y se peleaban por hacerse un hueco en las concurridas tazas, Óscar esperaba, echándoles un poco de jabón en las manos cuando acababan y dándoles una toalla de papel, antes de volver al pasillo en (aparente) orden.
     —Bien, voy  por los de segundo. Esperadme aquí sin armar jaleo.
     El coro de “Síiis” no convenció al encargado, ya experto en engaños, que tuvo que ir de espaldas. Como imaginaba, los niños, contra la pared de su aula y los percheros cargados de chaquetas y mochilas, ya se enzarzaban en rifirrafes, empujones y simulacros de carreras. Al menos, les podía ver. Y Óscar sabía que, a menos que uno perdiese pie, no podían hacerse daño demasiado en serio. No, ese privilegio empezaba en la puerta del fondo.
     Rosa, su maestra, le esperaba fuera, sonriente; posiblemente evidenciando el peligro tras el umbral, del que escapaba una orgía de bramidos y aullidos.
     El silbato chilló, imponiéndose al jaleo, mientras la mujer, muy sabiamente, lo tomaba como señal de que podía irse.
     —Muy bien, segundo, ¿listos para comer?
     Las habituales caras sonrientes, desordenando sus pupitres y almacenando como podían su material, respondieron con una nota prolongada que no pudo calificar como onomatopeya.
     —¡Raúl!
     Un niño moreno y robusta se plantó frente a él.
     —¡Jorge!
     Un niño delgado, de abundante pelo negro y cara agitada, se puso el siguiente.
     —¡María!
     Empezaban los “figuras”. La niña de piel morena y corta melena negra era particularmente chismosa; una fuente de desorden en la mesa que, todo había que decirlo, apuntaba maneras como futura colaboradora de programas del corazón.
     —¡Daniel!
     Un chiquillo delgado, de cabeza desproporcionada y pelo rapado se alineó en la fila, agitando las manos como una gallina. Óscar creía que padecía hiperactividad, pero no podía probarlo. Sí estaba seguro de que lo dejaban en el comedor por eso.
     —Ariadna… Mónica… Joaquín… José Manuel…
      El aludido, un niño bajito de aspecto frágil, pelo rojizo y cara de rata acentuada por su hocico respingón y prominentes incisivos, se acomodó entre sus compañeros. Él era el lobo con piel de cordero; su aspecto vulnerable y expresión ausente ocultaban a un verdadero tocacojones con unas dotes para el drama que emocionarían a García Lorca. Por no mencionar que era un gran prestidigitador; al menos en lo referente a reducir el número de bolis, lápices y contenido de estuche general de sus compañeros.
     —Patricia… Alba… Silvia… Carola… y Álvaro.
     El último de la lista era el más alto; pálido y de cráneo alargado, en contraste con su cara de niño. Casi era un adolescente, y el peor buscalíos. Su talento para dar patadas en el fútbol, empujones en la cola y manotazos en las mesas era, como poco, fuera de lo común.
     —Muy bien, estamos todos. Ahora…
     —No —le interrumpió María, saltando desde su tercer puesto en la cola.
     —¡No! —se unieron a coro más voces.
     Óscar se encogió de hombros, suspirando con fuerza.
     —¿Y por qué no? —quiso saber.
     —¡Hay uno nuevo! —fue la respuesta de la clase.
     Óscar se mordió el labio inferior, sintiéndose contrariado. Maldita memoria…
     Sí, algo le dijeron. Al contrario que en primero, cuyos alumnos de comedor siempre eran fijos, allí se quedaba a veces algún niño en días concretos, pero ya los conocía y los solía ubicar. Se le comentó, muy por encima, que iba a haber un alumno nuevo en ese curso. Pero no lo vio a simple vista…
     Óscar se acercó al umbral, se asomó y allí estaba, en la esquina izquierda de la última fila, esperando.
     Cuando Óscar le vio, el niño le estaba mirando, y por motivos que no entendió de, su pulso se aceleró como si hubiese encontrad sorpresa una desagradable.
     El niño, por su constitución más cerca de los seis que de los siete años, estaba sentado con las manos entrecruzadas. Era relativamente moreno de piel, con la cara cubierta de pecas. Tenía, en contraste, el pelo rubio bruñido, pegado a la coronilla como un casco del que caían varios bucles a la altura de la frente, las orejas y la nuca. La cara era circular y plana, con una barbilla minúscula, labios finos, nariz achatada y, destacando sobre todo, los ojos; grandes, enormes y brillantes, de un verde esmeralda que Óscar no creía haber visto hasta la fecha.
     Era bastante guapo, pero al mirarle se sintió como si hubiese un reptil venenoso en el pupitre hostil.
     —Ven, chico —Óscar le animó a acercarse con la mano derecha—. Tenemos que ir a comer.
     Se hizo un silencio inusualmente respetuoso cuando se levantó despacio y avanzó entre las mesas hasta ellos. Óscar comprobó que se distinguía del resto en la ropa: todos los demás llevaban vaqueros y camiseta de manga corta, uniforme de equipo deportivo o faldas cortas y tirantes. Les gustase el deporte o no, era el uniforme adecuado para la brillante y cada vez más ardiente primavera. Sin embargo, el niño nuevo llevaba camisa color beige con rayas oscuras formando cuadros, pantalones de tela gris oscuro, casi negro, y zapatos marrones; una apariencia demasiado formal para no resultar rara.
     —¿Cómo te llamas, chico? —Óscar hizo la pregunta cuando llegó al final de la cola. En respuesta, se detuvo y se volvió hacia él, sonriendo.
     —Hugo Girón Vico, señor.
     Óscar gruñó para sus adentros. Tanta formalidad era excesiva, y solía tener lo excesivo por falso. Y odiaba sentirse engañado.
     —No hace falta lo de señor —dijo con cierta rudeza, levantando la lista—. Soy vuestro monitor, Óscar. Llámame así.
     —Vale, Óscar.
     Como era de esperar, no estaba actualizada. Anotó el nombre al final, añadiendo una equis como prueba de asistencia.
     —Muy bien, ya estamos todos. ¡Vamos ahora al váter y a lavarnos las manos y luego a comer!
     Fuesen vítores de alegría o la simple necesidad de chillar, la cola estalló. Los niños corrieron por el pasillo, donde sus compañeros más jóvenes, aprovechando la momentánea distracción de Óscar, pululaban deslizándose de una pared a otra como si patinasen. Óscar fue a ponerse en cabeza, lanzando un par de pitidos para poner orden, mientras algunos de segundo preguntaban ¿Qué hay hoy? No tardó recuperar su puesto de higienista, repartiendo jabón y papel. Para cuando pitó para poner a los dos cursos en fila, vio que, de todos los niños, el único que había ido hasta el servicio caminando de forma normal, sin gritar, y había esperado con paciencia para hacer sus necesidades y lavarse, había sido Hugo, quien al extender las manos para recibir su ración de gel rosa, reveló que, en contraste con su rostro moreno, sus manos eran blancas como una escultura de sal.
    Hora y media después, por fin, terminaron. Óscar cambió el gorro por una gorra normal y, con la voz algo tomada, debía de dar gracias por el silbato; única voz capaz de hacerle oír sobre los gritos, quejas y llantos. Y aunque la hora de comer, con su gritos continuos, trampas resbaladizas y corredores estrechos obstruidos por sillas ocupadas era una verdadera prueba de fuego para la paciencia, los oídos y la voz, la habilidad de un adulto (especialmente si era recién estrenado como él) venía después; especialmente los miércoles. Les tocaba patio.
     En el Primero de Mayo se practicaba la segregación: era mejor tener a cada uno en su sitio. Los alumnos más mayores podían usar la pista con sus gradas, barandillas, porterías y canastas. A los más jóvenes, caso de primero, se les reservaba un pequeño patio vallado en un rincón, lejos de la fuerza bruta de sus compañeros. Aunque los niños eran resistentes y rápidos recuperándose, tenían  huesos de porcelana bajo una piel de plastilina; demasiado fácil de deformar; punto era crucial en el trabajo de Óscar: los padres aceptaban mejillas coloradas por lágrimas o brazos y rodillas enrejados por arañazos secos, pero cualquier manchita morada que ensuciase la preciosa piel de sus criaturas, ¡ah, eso siempre había que justificarlo! ¿Y cómo justificar un golpe en una existencia basada en correr, patear, chocar y caer?
     Que se quedasen allí con sus peonzas, sus pelotas y sus deportivas entre los toboganes, columpios y porterías pintadas en muros. Entre ellos y la puerta de metal no había peligros.
     Mientras los niños jugaban, Óscar se sentaba en el banco al principio de la plazoleta y les veía, levantándose cada pocos minutos para hacer una ronda y asegurarse de que todo iba bien. O, mejor dicho, de que los conspiradores no habían hecho nada aún.
     No podía evitar pensarlo, ¿qué planeaban cuando juntaban sus cabezas sobre las bandejas? ¿Para qué guerra se entrenaban persiguiendo balones y a sus compañeros? ¿A quién soñaban que golpeaban cuando simulaban luchas aplastando a un contrario que reía fingiendo dolor? ¿A qué Dios pagano adoraban bailando al son de los altavoces? Incluso en la siesta, cuando sus párpados caían y sus cuerpos se relajaban, su subconsciente parecía salir a la luz, con sus labios carnosos murmurando; seguramente, una forma nueva de volverle loco sin matarse.
     Era lo que más le sacaba de quicio: podían caer mil veces, rodar como botellas vacías, recibir cien balonazos. Y rompían a llorar. Luego, a los quince segundos, reían otra vez. Óscar lo asumió deprisa; era su equivalente del silbato, su modo de llamar la atención.
     Sus ojos recorrieron el patio, los juegos. María se columpiaba junto a Alba y Carola, seguramente disimulando sus chismes con el gemido de las cadenas. La mayoría de chicos de los dos cursos corrían al fondo. Daniel escalaba el tobogán para bajarlo, a un ritmo de tres veces por minuto. Las niñas de primero jugaban con David González a una especie de pilla-pilla que solía acabar con una enternecedora sesión de hacerse cosquillas (o meterse mano, según se viera) que le obligaba a hacerlas parar. Las de segundo hacían con Jorge y Álex de primero una competición de peonzas. Carmen, de primero y Ariadna de segundo cabalgaban sobre ponis balancines. Y José Manuel, al margen de todo, vigilaba como un halcón esperando a que una desventurada avecilla se dejara ver para destrozarla entre sus garras.
     Cuando volvió al banco se dio cuenta de qué desentonaba.
     Hugo. El niño nuevo de segundo no estaba a la vista.
     Se levantó de golpe, mirando a un lado y a otro. El grupo que se masajeaba allí, los columpios, el tobogán, los del fútbol…
     Nervioso, Óscar sopló con fuerza el silbato, haciendo temblar sus oídos, deteniendo a los niños como si hubiese pulsado un botón de pausa.
      —¿Dónde está Hugo?
     No hubo respuesta, pero si miradas de disgusto por la interrupción.
     —Aquí.
     La voz vino de su lado; al mirar a su izquierda se encontró sus ojos verdes mirándole inocentemente. Su pelo brillaba como encerado.
     —Ah… —A Óscar le falló la voz—. No te había…
     —Estaba… detrás. Lo siento.
     Notando el sudor humedecerle la frente bajo la gorra, Óscar se sentó en el banco. Hugo le imitó, sentándose en el borde.
     —¿Te pasa algo, Hugo? —preguntó, extrañado.
     El niño se encogió de hombros.
     —No sé. ¿Qué me va a pasar?
     A Óscar le entraron ganas de reír.
     —Quiero decir… ¿qué haces aquí? ¿Por qué no juegas con los demás?
     —Es que… soy nuevo.
     Una respuesta predecible. Y real. Sin embargo, tenía que romper el hielo.
     —Y además, así puedo estar más tranquilo… para pensar.
     Aquella sí era buena.
     —¿Y en qué piensas, Hugo?
     —En cosas.
     Con la réplica en la boca, Óscar vio al niño meterse la mano en el bolsillo y sacar algo pequeño. Extendió la mano para enseñárselo.
     —¿Qué es? —Se inclinó para verlo bien.
     Era un pequeño mineral de ocho caras, terminado en punta y de color rojo intenso.
     —Es un granate. Se llama piropo —explicó Hugo—. Está hecho de silicatos. Antiguamente se usaba como regalo.
     Asombrado, Óscar asintió.
     —Vaya, eres muy listo.
     Hugo se rió.
     —¿Y cómo sabes eso? ¿Coleccionas minerales?
     El chaval sacudió la cabeza con indecisión.
     —Un poco… Lo que pasa es que me gusta aprender cosas.
     —¿Por ejemplo?
     Se hizo atrás, apoyando las manos en el banco. Miraba al cielo.
     —¿Por ejemplo… por qué es azul el cielo?
     —¿Por qué? —quiso saber Óscar, sin quitarle ojo de encima.
     —¿Por qué? —repitió Hugo.
     Lo entendió: no conocía la respuesta. Y esperaba que él se la diese.
     Óscar se incorporó, frotándose el mentón. Lo oyó una vez en el instituto, hacía bastante tiempo. Pero que fuese capaz de recitar de cabeza la fórmula mágica en la composición y cadencia adecuadas…
     —Pues… —empezó—. Tiene que ver con… la luz del sol y la atmósfera. El agua del cielo… las nubes hacen como una lupa que descompone la luz… Por eso nos llega de ese color.
     Intentó añadir detalles con pelos y señales, apurado por parecer ignorante ante un chaval que tenía un tercio de su edad. Sin embargo, Hugo le prestó atención en todo momento, riéndose con complicidad al final.
     —Gracia, Óscar —dijo—. Me has ayudado.
     —De nada —Se quedó con ganas de preguntarle en qué; él desde luego no lo sabía.
     Óscar echó un vistazo a su móvil; faltaban quince minutos para volver  entrarlos.
     —Hugo, falta poco tiempo. ¿Y si… vas un rato a jugar con los demás… y así os hacéis amigos?
     Hugo le miró asombrado.
     —No sé… No se me da bien el fútbol. Y si…
     Óscar se rió, levantándose.
     —No te preocupes, yo te acompaño.
     Los dos alcanzaron el campo de juego al unísono; el pequeño imitando a la perfección los movimientos del mayor. El pitido los paró como haría un árbitro real.
     —Muy bien, chicos —indicó a los de segundo—. Hugo jugará un rato con vosotros. ¡Cuidadle bien!
     Empujándola suavemente con la mano, animó a la paloma a volar hacia la bandada. Para los demás, la señal la bola echó otra vez a rodar.
     Óscar permaneció allí un rato, viendo el evento desarrollarse. Su ropa era demasiado recargada, lo lastraba en comparación con los demás. Sin embargo, era rápido. Solía correr sólo de un lado a otro con el balón, pero lo hacía deprisa. Hasta que interceptó un pase con el pecho y fue justo después por una mole mayor, que fue arrastrada también por el rebote de su propia embestida. La ley de la inercia se había cumplido.
     El balón se perdió, con todos los ojos en los accidentados. Óscar corrió a socorrerlos, levantándoles y quitándoles las lágrimas en caso de haberlas, antes de ver si había que echar mano del betadine. De momento, vio a Hugo frotarse los costados. No sólo no lloraba, sino que se incorporaba sin problemas. El otro chico, sin embargo, enrojecido por el sudor y posiblemente la ira, se sujetaba con fuerza la rodilla derecha mientras el dolor le distorsionaba la cara.
     Óscar entreabrió la boca al ver a Álvaro levantarse e ir hacia Hugo.
     El monitor se acercó más rápido, conocía cómo eran sus arrebatos cuando se enfadaba. Y ya estaba casi sobre el recién llegado, ajeno al peligro.
      Óscar llegaba y Hugo se le adelantó. Sorprendiendo al propio Álvaro, dio un paso hacia él, frenándole, y le puso las manos pálidas sobre los hombros. Luego le inclinó un poco y le dijo algo al oído. Se mantuvieron así unos segundos, cabeza con cabeza. Por fin Hugo le soltó y Álvaro, más alto en una cabeza o más, le dio la mano.
     Óscar aún estaba quieto cuando Álvaro se le acercó.
      —Estoy bien, —aseguró—, pero me he hecho un poco de sangre.
     Desde detrás, Hugo los contemplaba, feliz.

     —… y le he dicho que se lavara y los he puesto a la cola.
     —¿Pero te han dicho qué le ha dicho? —preguntó Inés, mientras sorbía su cuchara.
     Óscar negó con la cabeza. Los niños estaban en clase, los padres en el trabajo y él, antes de volver a los asfixiantes libros de fórmulas y mecanismos imprescindibles para un futuro ingeniero, se alimentaba con lo mismo que los chiquillos.
     —Desde luego… —empezó Isabel, mientras partía una salchicha—. Para calmar a Álvaro… ese chico debe de ser particular.
     Óscar asintió.
     —Es muy raro. Muy educado, con esa ropa… recién llegado...
     En ese momento María Luisa se irguió, como si se hubiese dado cuenta de algo. Tragó a marchas forzadas los fideos  en su boca y apoyó los nudillos en la mesa.
     —Yo he oído algo —apuntó—. Veréis, resulta… Conozco al matrimonio que lo apuntó al colegio.
     —¿Matrimonio? —Óscar frunció el ceño—. ¿No son los padres?
     La cocinera negó con la cabeza.
     —Parece… que sus padres murieron. Y... ha estado desde los tres años con unos tíos o algo así.
     —¿Son los que dices?
     María Luisa volvió a negar. Y Óscar, con un trozo de pan en la mano, se quedó petrificado, imaginándose lo que le iba a contar.
     —Quieres decir…
     La cocinera suspiró.
     —El tío era un borracho y un maltratador, —María Luisa bajó la cabeza—. Y la tía… parece que estaba perturbada o algo así. Acabó en el hospital, muy mal. Luego lo mandaron a servicios sociales y…
     Óscar asintió, notando que perdía la sensibilidad en los dedos. Siempre le sentaban mal las historias tristes.
     —Lleva con esa pareja casi dos años. Dicen que es cariñoso y simpático pero hay cosas de él… que se nota que están jodidas. Y no creen que vaya a cambiar.
     Óscar miró a su plato. De repente, la sopa le parecía limo estancado y las salchichas dos dedos largos y descompuestos. Pensar en eso le quitaba el apetito.
     Mordisqueó el pan. Iba a necesitar poner una atención especial en ese muchacho.

     Viernes, el final de la semana, un día que se antojaba largo y pesado por ser la acumulación de todos los nervios, deseos y frustraciones de la semana, a un par de horas de que los niños tengan lo más quieren: tiempo libre.
     Volvía a tocarles patio, volvieron a distribuirse como siempre: María la cotilla y sus compinches en los columpios, el hiperactivo Dani en el tobogán, las pequeñas en los balancines, sus compañeras en la pared izquierda, los chicos jugaban al fútbol al fondo. Las peonzas rodaban a escasos metros de ellos. Y Hugo… no estaba a su lado.
     Había que reconocerlo, era único, especial. Pudo comprobarlo el día anterior, mientras veían Toy Story 2 en el salón de actos. Todas las luces apagadas, los pequeños delante y los mayores detrás, apilándose en las sillas para poder ver la pantalla. Él tras ellos, vigilando que hubiera silencio y buenas conductas. Y Hugo, sentado cerca de donde se puso.
     No necesitaba vigilarle; no se metía en problemas. Una particularidad, desde luego, era lo curioso que era. Siempre que podía lo acribillaba a preguntas. En el comedor era una tumba, que engullía sin demasiados remilgos la merluza rebozada y el arroz de ayer o las lentejas y la tortilla de patatas de hoy. Pero cuando se le vaciaba la boca, ponía a trabajar la lengua.
     —¿Cómo funciona el motor de un coche? ¿Puede curarse alguien cuando deja de respirar? ¿Cómo va la electricidad por el edificio? ¿Qué pasa cuando unos padres dejan de quererse? ¿Se puede probar que Dios existe?...
     La batería era interminable; unas fáciles y propias de niños que quieren saberlo todo. Pero otras se salían de la mentalidad habitual de su edad, de lo que los niños debían saber. Óscar, con resignación, asumía que era por sus duras experiencias. Le respondía como podía, procurando que las entendiese y que la explicación no le chocase demasiado y, más que nada, que sus conversaciones fuesen un secreto. Si algunas de sus respuestas se filtraban, los padres de sus compañeros no serían ni compasivos con el desaprensivo que las chivó.
     Óscar escrutó el patio hasta encontrarlo. Estaba a la izquierda de la verja, donde unos cuantos hierbajos habían conseguido levantar el pavimento. Hugo y su acompañante contemplaban absortos algo entre las hierbas verdes y rubias.
     Sí. Por causas ajenas al entendimiento de Óscar, Álvaro se había convertido en la sombra de Hugo desde su primer encontronazo hacía casi cuarenta y ocho horas; lo que no sabía era si era por genuina amistad surgida o efecto de un hechizo susurrado por el niño nuevo al impredecible Goliat.
     Álvaro parecía disfrutar de pie de lo mismo que Hugo veía en cuclillas. Y, más curioso aún, José Manuel, también más tranquilo esos últimos días, se asomaba aquí y allá mientras intentaba bordearlos.
     —Hola, chicos. ¿Qué veis? —les saludó al alcanzarlos.
     Los dos escoltas giraron le miraron, antes de volver a lo suyo. Hugo ni se inmutó. Aquello animó a Óscar a mirar sobre él, oscureciendo la escena con su sombra.
     La simpleza le dejó pasmado: las minúsculas espigas estaban siendo cosechadas, tumbadas por minúsculos leñadores. Aferrando los delgados talos, hormigas negras de grandes cabezas hurgaban en espigas y flores, cortándolas con las enormes tijeras que tenían de boca antes de acarrearlas -de forma penosamente fácil- de vuelta a su eterno tránsito.
     —Ah, veis las hormigas.
     No hubo respuesta; sólo tres cabezas asintiendo a la vez. A su modo, lo entendía. De pequeño, a veces, se entretenía desmigando pan para verlas recogerlo, incansables.
     —Hugo dice… —empezó Álvaro—. Qué sólo viven para trabajar. Que tienen una reina que es la  madre y todas son sus hijas. Y las hijas trabajan para la madre.
     José Manuel asintió. Óscar se rascó la frente. La biología nunca fue su fuerte.
     —Son buenas hijas —señaló Hugo, todavía obcecado en el ir y venir de insectos.
     —Sí, lo son —corroboró Óscar.
     —Pero… —Hugo giró la cabeza; sus ojos entrecerrados bajo el sol, que hacía brillar su cabeza—. ¿Es la reina una buena madre?
     La pregunta le desconcertó.
     —¿Qué quieres decir?
     —Quiero decir… —Hugo hizo ademán de incorporarse, pero siguió agachado—. Ellas trabajan para ella, siempre. Las obliga a trabajar mientras ella no hace nada. ¿Es eso… ser una buena madre? ¿Lo que hace los padres... si quieren a sus hijos?
     Óscar se rascó la frente, quitándose la gorra en el proceso.
     —Bueno… lo que pasa en realidad es que las hormigas… La madre sólo hace eso, tener más hijas. No para y, entonces, no tiene tiempo para otra cosa: limpiar el hormiguero, buscar comida… Por eso, como tiene muchas hijas, ellas la ayudan… como hacen las familias.
     —¿Y si fuesen personas… cómo sería una buena familia? ¿Cómo se sabe… si los papás quieren a sus hijos… y qué les hacen si no les quieren?
     Óscar suspiró, consciente de la doble problemática de la cuestión. No sólo debía pensar en las tristes peculiaridades de la vida de Hugo. También en que, como él, José Manuel y Álvaro esperaban su respuesta.
     —Pues… porque los papás… —Las manos de Óscar se entrecruzaban en un baile de dedos mientras hablaba—…siempre quieren a sus hijos. Aunque... algunos lo hacen mejor que otros. Les cuidan, les dan de comer, les ayudan en lo que necesitan… eso es lo que hacen cuando les quieren.
     —¿Y si no les quieren?
     Óscar hubiese querido añadir algo, pero Hugo no le dio ocasión.
     —Algunos papás no saben…. querer a los hijos… parece que no, pero es algo que se aprende. Y si no aprenden… pueden hacerles daño o…
     El condicional se alargó como en una oración.
     —¿Y si eso pasa… qué pueden hacer los niños para que no… les hagan daño?
    Óscar notó como si un agujero se le hubiese abierto en el estómago, a la vez que sus pulsaciones se aceleraban.
     —Pues… lo mejor que pueden hacer… es buscar a alguien mayor y decirles lo que pasa. Un poli, un maestro, alguien… que pueda hacer que no les hagan daño.
     —¿Y si están solos?
     Óscar se rascó las cejas;  en realidad intentaba ocultar el temblor de sus párpados.
     —Pues… pueden buscar ayuda con su familia. Si tienen hermanos, primos… como hacen las hormigas.
     Hugo le miraba con curiosidad, pero sus dos guardianes lo hacían con incertidumbre. Obviamente, no habían captado la idea.
     —¿Cómo pueden ayudarse las hormigas? —preguntó José Manuel—. Son pequeñas…
     —Pues porque son muchas, y siempre trabajan juntas. Así, si tienen problemas o pasa algo, como si alguien más grande les hace daño…
     Óscar se quedó con la palabra en la boca. Como queriendo cuestionar su argumento, Álvaro levantó el pie y pisó con fuerza justo sobre la formación, aplastando a un par de docenas de insectos negros, algunos de los cuales aún agitaban sus cabezas y patas.
     —¿Qué dices? —quiso saber—. Yo las chafo… y no hay nada que puedan hacer. Lo que dices es mentira.
     Boquiabierto por su falta de piedad, Óscar se disponía a replicar, a agarrarle y sentarle mucho tiempo como castigo. Pero otro vistazo le hizo cambiar de idea.
     —¿Tú crees? —Señaló a su pie con una sonrisa maliciosa—. Mira.
     Álvaro lo hizo, justo a tiempo de ver como una horda de los insectos negros, una treintena o más a la vez, escalaban la blanca superficie de la deportiva, recorriendo los cordones hasta la peineta y pasando del hilo del calcetín al pelo de la pierna. La breve sonrisa de Álvaro, sintiendo las cosquillas de los insectos, fue sustituida por un grito ante los primeros mordiscos.
     —¡Parad! —Álvaro dio un paso atrás, saltando y sacudiendo el pie, haciendo volar a sus atacantes—. ¡Dejadme!
     Hugo y José Manuel se rieron, Óscar se les unió sin poder evitarlo.
     —¿Ves? —indicó, con la mano tendida—. Tú les atacas… y vienen más, para protegerse todas juntas. Entre todas pueden luchar contra lo que sea.
     —¿Cualquier cosa? —intervino Hugo.
     Álvaro, que apartó a las últimas a manotazos, les miró, jadeando por efecto de su frenética danza. Aquello era lo que fastidiaba a Óscar: Hugo era la verdadera voz cantante. Los otros apenas abrían la boca.
     —Bueno… —Óscar se rascó la nuca—. Ellas pueden levantar hasta cincuenta veces su propio peso. Imagínate como seríais con esa fuerza.
      José Manuel, con la boca abierta, se volvió hacia sus amigos. Pero Hugo no cambiaba.
     —¿Podrían… hasta defenderse de un elefante?
      Esa vez no hubo duda; curiosamente Óscar recordaba una metáfora parecida de un programa sobre la segunda Guerra Mundial, que hacía alusión a esa cuestión.
     —¿Pues sabes? Hace mucho tiempo hubo una guerra.
    Sus palabras les atrajeron, como todo lo que los jóvenes perciben como prohibido.
     —Luchaban, un país pequeño pero muy fuerte, con muchos tanques, aviones y bombas, pero con pocos soldados, —los brazos de Óscar se extendían como alas, referenciado la magnitud—, y un país más grande pero más pobre, con menos armas, menos tanques, menos aviones… pero muchísimos soldados.
     —¿Y qué paso? —quiso saber Hugo.
     Óscar se sintió todopoderoso, logrando el imposible de ganarse la atención de unos niños.
     —Pues que cuando luchaban, el país pequeño lanzaba todas sus metralletas, tanques y bombas… y mataba a muchísimos de los soldados del país grande. Miles, millones…
     Los niños, seguramente incapaces de apreciar esos números, asentían.
     —Y al final… ¿sabéis quien ganó esa guerra?
     Los tres rostros infantiles intercambiaron miradas de desconocimiento. Al final, seguramente por miedo al error, ninguno dijo nada.
     —Pues ganó el país grande. Porque tenía tantísimos soldados que, aunque el otro país matase a muchos, siempre había más. Al final, se quedaban sin bombas, sin balas… pero los otros soldados seguían viniendo.
     Largas caras de entendimiento se formaron a los pies de Óscar.
     —Y… —el monitor levantó un dedo condicionante—. ¿Sabéis que decían los soldados que perdieron… de sus enemigos?
    Sus cuellos rotaron como péndulos.
     —Pues decían que ellos luchando contra ellos eran como un elefante luchando contra hormigas. El elefante puede matar cien o mil. Pero siempre hay más. Cien mil, cien mil millones… Al final todas juntas eran más que el elefante. Se le tiran encima y lo tiran, le muerden los pies, se le meten por la boca y la nariz, hasta ahogarle…
      Los niños adoptaron expresiones de desagrado.
     —… y, al final, se lo comen. La unión hace la fuerza.
     Las bocas se cerraron y el movimiento pasó a ser de arriba a abajo. Óscar no pudo por menos que sentirse por encima de su puesto habitual. De monitor a maestro.
     —Muchas gracias, Óscar — dijo Hugo, incorporándose.
     Una sonrisa se escapó de entre sus labios.
     —De nada.
     —¡Ahora, a jugar!
     Hugo se lanzó corriendo, lejos del rincón y la hierba, seguido de Álvaro y José Manuel, en dirección al resto de niños que jugaban al fútbol. Tras ellos, las hormigas continuaban con su labor, ajenas o ignorantes a la carnicería de un puñado de las suyas. Y Óscar pudo estar sentado hasta que llegó la hora de poner a los niños en cola; momento en que Álvaro y José Manuel, por  sorpresa, empezaron a correr, reuniéndolos a todos como harían los perros pastores con un puñado de ovejas; mientras Hugo ocupaba el final de la misma.
     Con apenas un mes para empezar a preocuparse de los exámenes, Óscar podía relajarse un poco. Lo que convirtió el trabajo, curiosamente, en una panacea.
     Hugo se había integrado con mucha facilidad, casi como si siempre hubiese sido parte de la clase. Y, de hecho, como un miembro bastante popular. O más.

     El lunes, cuando les tocaba gimnasio, demostró ser hábil escalando las espalderas, moviendo los aros, deslizándose bajo las cuerdas, pese a su opinión sobre sus aptitudes físicas y sus ropas de chico formal con pésimo gusto. El martes, en manualidades, moldeaba con habilidad los medallones de arcilla en forma de estrella y coloreaba deprisa las figuras de papel coloreadas que luego recortaban. Incluso se tomaba la libertad de ir de aquí para allá, charlando con sus compañeros por si podía ayudarles.  Éstos reaccionaban con simpatía, charlando o preguntándole sobre esto o lo otro, a lo que respondía en susurros, fuera del alcance del monitor. Y más. No sólo se llevaba bien con sus compañeros; también parecía congeniar con los más pequeños, orientando, charlando, disfrutando con los de primero. Quizás, pensaba Óscar, el dolor, cuando se es tan joven, empuja a buscar la felicidad por todos los medios.
     El miércoles volvió a tocarles patio; tan ordenado y calmado que Óscar llegó a pensar qué le habrían puesto a los niños en la comida (aunque Carola acabó llorando porque no quería más paella y Joaquín escupió casi la mitad de sus varitas de merluza).
     Al fondo, el grueso de los chicos jugaba al fútbol; dos equipos, primero contra segundo. Más adelante, las chicas y sus compañeros habituales (Dani, David G. y Álex) se alternaban entre columpios, tobogán y balancines. Todo tan ordenado: había gritos, carreras, cargas, alguna caída… pero nadie lloraba o se peleaba; simplemente se levantaba y seguía. La única interrupción era porque alguno iba corriendo a beber a la fuente junto al banco, antes de volver corriendo a su puesto.
     Por una vez en mucho tiempo, Óscar sólo tuvo que mirar. Puede que, después de todo, la primavera alterase la sangre y, en el caso de los PCs, los volviese más ruidosos, pero pacíficos.
     El tiempo pasó candorosamente rápido, a medida que el ritmo de los juegos se ralentizaba y las visitas a la fuente se hacían más frecuentes. Faltaban diez minutos para entrar. Hora de poner orden.
     —¡Todos! —El silbato bastó para que los niños agotados y sudorosos decidiesen recobrar el aliento—. A beber agua y a la fila, que estamos a punto de entrar.
     Los niños se dispersaron, corriendo en estampida hacia la fuente. Tres se quedaron rezagados; Óscar ya sabía quiénes. A la señal del cerebro de la camarilla, los dos reformados contribuirían a que nadie quedase atrás ni causase problemas al resto.
      Y mientras Óscar iba hacia la puerta de metal, Hugo murmuró una frase a sus dos amigos:
     —Decídselo a todos. Es hora de jugar.
     Con una sonrisa caminó hacia delante; como todas, su reseca garganta necesitaba refresco. Mientras, Álvaro iba a la izquierda, reuniendo a rezagados como Daniel y las niñas de primero, y José Manuel recorría de arriba abajo la cola de la fuente como un sargento pasando revista. Y entre las palabras exhortando a ir a la cola con Óscar, un susurro, imperceptible:
     —Preparaos. El nuevo juego divertido va a empezar ahora.
     —Muy bien, primero delante; segundo detrás.
     A la señal dada los niños corrieron, apiñándose contra la pared frente a la entrada. Primero llegó corriendo Fran de primero, tras el que se estrellaron sus compañeros hasta acabar con Arancha, que miraba hacia el suelo mientras David G, se rascaba los labios. Tras ellos, el primero en llegar fue Álvaro. Los de segundo siempre eran más bestias, ya fuese por tener más ganas de volver a clase (cosa muy poco probable) o por querer ser los primeros de su grupo; en cualquier caso debía tener cuidado, hasta con toda esa calma siempre había algún rifirrafe que calmar. En este caso, mientras los niños se agitaban inquietos, Jorge y Daniel, en la cola de la fila, parecían haber empezado un concurso de empujones. Detrás Hugo, siempre formal y tranquilo, se mantenía al margen como podía.
     Óscar sopló el silbato.
     —Muy bien. ¿Estamos todos?
     —¡Siiiií!
     —Muy bien. Entonces…
     Retrocedió con la mano buscando el enorme pestillo de la valla. Lo encontró, justo cuando la situación en la fila de segundo empeoró. Ambos niños forcejeaban, rebotando contra Silvia, justo delante, y amenazando con tumbar la formación como un dominó.
     Volvió a hacer sonar el silbato.
     —¡A ver, Jorge, Dani, ¿queréis dejar de pelearos?!
     Los niños le ignoraron; en su lugar se desgajaron del grupo, quedando ejecutando su danza de la guerra delante de sus narices.
     Su madre; ya me parecía que todo iba muy bien…
     Óscar fue hacia ellos, pasando ante rostros amplios de ojos grandes y bocas inquietas.
      Al rebasar la cabecera de segundo lo notó; una débil punzada de dolor en la espalda, a la altura de la cintura, parecida a roce contra un canto saliente. Nada serio.  Dio un paso más y, al segundo, volvió a sentirlo con más fuerza; hundiéndose unos centímetros en sus riñones. Se volvió, descubriendo  a la figura rechoncha de pelo moreno vestida de azul que corría de vuelta a su sitio, al principio.
     —¡Fran! —le llamó, masajeándose la zona afectada—. ¿Qué pasa? ¿Qué quieres?
     No contestó; en su lugar se apretujó contra la pared, como pretendiendo esconderse tras sus compañeros.
     —Vamos —Óscar ignoró por un momento a los combatientes, retrocediendo hacia él—. ¿Qué es lo que quieres? Además, para pedirme algo tienes que decírmelo, no…
     Su voz se interrumpió al notar otro azote por detrás; éste más rápido y fuerte, tanto que casi le desequilibró hacia adelante.
     Se volvió, boquiabierto y sorprendido. E agresor ni se había molestado en ocultarse; José Manuel retrocedió dos pasos y se quedó mirándole con una media sonrisa en la que destacaban sus notorios incisivos. Había escondido la extremidad tras la espalda, como quien trata de ocultar un arma homicida.
     —José Manuel. ¿Qué haces? ¿Por…?
     Se inclinaba sobre él, ensombreciendo su bobalicona cara cuando alguien volvió a palmearle la espalda dos manotazos algo más suaves que los anteriores. Le bastó volverse para verlos.
     —¡Fran! ¡Álex! ¿Qué…?
      Un movimiento rápido detrás le hizo reaccionar, girando con los brazos adelante…
     Su mano derecha interceptó el brazo de José Manuel, cerrado en un guantazo perfecto.
     —¿Pero qué…?
     Óscar no tuvo ocasión de salir de su sorpresa. Otro golpe, de un par de dedos contra su costado; por suerte sin llegar a las costillas. Miró atrás para confrontar a su nuevo asaltante; Álvaro, con cara de no haber roto nunca un plato, le sonreía.
     Joder, ¿pero qué…?
     Fuera lo que fuese no había acabado; Álvaro inclinó las piernas y volvió a lanzar su mano al cuerpo de Óscar, como un karateka pretendiendo partir una tabla en dos. Y, aunque consciente de que en su trabajo era mejor tocar lo menos posible, no estaba tan comprometido como para arriesgar su físico.
     Óscar levantó a tiempo la mano derecha, bloqueando el golpe de Álvaro. El niño se resistió; hacía fuerza con el brazo y, aunque era grande, no era lo suficiente. Con la sartén por el mango, Óscar, notando el enfado teñir su cara de rojo, arrastró el brazo hacia abajo para postrarlo, que pidiese perdón antes de justificar eso…
     La ira dio paso al estupor, al ver a su derecha a José Manuel acudiendo a su rescate, doblando el cuerpo como un lanzador de pesos antes de soltar su proyectil. Óscar tuvo que soltar a Álvaro para bloquearlo, volviendo a interceptar su delgada extremidad; dejando a Álvaro libre para contraatacar. Se lanzó hacia él, parando cuando Óscar le puso la palma abierta sobre el puño.
     Con aquellos dos problemáticos especímenes ocupando sus manos, Óscar sintió sus piernas y espalda tensarse. No lo parecía, pero estaban poniendo empeño en pegarle y, más que enfadarle, le provocaron que un miedo frío le recorriese el cuerpo. ¿Qué querían, y por qué hacían eso?
     Recibió otro manotazo detrás, este más suave; una mano de primero, seguro. Pero no buscaba provocar, ni hacer daño, no; más bien parecía una comprobación, como probando si el perro con el morro levantado quiere una caricia o arrancarte la mano. Las que le faltaban a Óscar en ese momento.
     —¡Oye, ¿quien está…?!
    Su voz fue ignorada, sólo notó otra palmadita sobre la columna, luego otra. Y luego:
     —¡A por él!
     Un enjambre ensordecedor de risas infestó el aire y el mundo se tiró sobre él; todos los niños dejaron la pared corriendo a la vez.
     En su pose erguida inicial, con el equilibrio en el aire y poco apoyo, la primera carga bastó para arrastrarle como a un pelele; las suelas de sus zapatos resbalaban sobre el asfalto y el cemento mientras sus aún desconcertados ojos veían la ola de cabezas pequeñas y sonrientes arrastrarle. Por fin, su espalda besó la pared junto a la verja, deteniendo su retroceso pero no a los niños, empeñados en apretar, en empujarle.
     —¿Qué coñ…? ¿Pero…? ¡Niño! ¿Qué estáis haciendo? Tenéis que…
     Su voz fue ignorada, o más bien se perdía en la cacofónica de risas y gritos. Intentó subir los brazos, meterse el silbato a la boca, pero la presión que ejercían no le dejaba.
     —¡Ahora en serio! —chilló—. ¡Me voy a enfadar! ¿Queréis que os…?
      Su voz, lo bastante alta para que le oyesen, fue como el zumbido de una mosca. De hecho, pareció que les subió el volumen, como incitándole a cumplir la amenaza.
     Óscar se apretó contra la pared, intentando hacer fuerza con los brazos, pensando…
     Será eso. Quieren jugar. Jugar a perseguirme, todos contra mí, a ver si puedo responder. Pues bien… ¡Van a ver lo que es bueno!
     Con un grito de (no muy disimulada) guerra, Óscar tomó impulso, flexionó sus músculos al máximo y cargó.
     Como un caballo derribando un establo, la masa de pequeños cuerpos se desplazó hacia atrás; algunos perdieron pie y cayeron. Pero eso no les aguó la diversión. La gracia de la caza está en que la presa se defienda.
     —¿Queréis pelea? ¡Pues os habéis equivocado conmigo!
     En respuesta a la bravata, los niños chillaron, aullaron excitados, antes de volver al ataque, haciendo reír hasta a Óscar. Aún quedaba algo de tiempo, y podía ser divertido.
     Uno o dos minutos de pelea… y luego sí, adentro.
     Avanzó, dejando la pared. Manuel y Arancha, de primero, iban en cabeza. Él los interceptó, cosquilleando con sus dedos el aire hasta encajarlos bajo sus pechos. Con risas nerviosas, los dos niños se plegaron, dejando paso a Daniel y Joaquín de segundo y Jésica de primero. Esos eran más altos y atléticos; tendría que esforzarse más.
     Óscar se desplazó a su izquierda con cuidado con los brazos en alto, momento que su enemigo aprovechó para reorganizarse. El tono de las voces creció,  comprobando que le rodeaban. En un segundo ensordeció, y docenas de dedos empezaron a tocar cada rincón de su ser entre las rodillas y las paletillas. Óscar rió, antes de contraatacar.
     —¡Apartaos!
     Alzando y ralentizando al máximo su voz, simuló ser un gigante furioso que movía los brazos hacia los lados como los molinos de Don Quijote, barriendo la multitud enloquecida como hojas sobre una acera. Los niños no se frenaron ante su muestra de fuerza superior, colgándose de sus brazos y columpiándose en ellos.
     Óscar gruñó, quitándoselos de encima con sacudidas que les hacían descolgarse como fruta madura de la risa. Por un momento, consiguió alejarlos. Comprobó que participaban todos, niños y niñas, incluso los más pacíficos y retraídos. Sólo notó una cara ausente…
     La jauría volvió a atacar, colisionando contra su vientre; choque con el que hizo una comprobación alarmante: él pesaba casi setenta y cinco kilos y estaba en plena forma. Los niños difícilmente llegarían a los veinte, pero no se medía a uno, dos ni a cuatro, que ya igualaban su masa. Eran casi treinta; una fuerza lo bastante formidable como para que cobrase consciencia de su impotencia. Intentó empujar, abrirse camino, pero la fuerza de todos era superior; le rodeaba, le subía por la espalda, le hundía
     Acabó de rodillas, con las bocas de dientes blancos escupiendo sus alientos a su cara.
     —¡Bueno, ya… ya vale…!
     Le costaba hablar, tanto por el jaleo como por su propia risa; divertida, tanto por lo emocionante que empezaba a ser como por el irónico giro en la situación.
     Y entonces, una risa paró. Dando vueltas en un torbellino de manos, tocándole, empujándole, Óscar lo sintió; en su espalda, su cintura, su pecho, sus hombros. El toque de palmas y puños de intenciones no tan inocentes.  El dolor crecía, primero en su espalda, luego en el costado, luego casi a la altura de la cabeza. Y aunque no eran muy fuertes, eran muchos y seguidos; lo bastante para que el ariete derribase la fortaleza.
     —¡Bueno, ahora sí! —intentó levantarse, pero el peso de todos le retuvo un momento, hasta que, en un segundo intento, logró asomarse sobre la cohesión—. ¡Ya habéis jugado bastante!  Ahora…
     Gritar con la música a todo volumen es tan inútil como predicar en el desierto; que ésta fuese un coro de niños alborotados no cambiaba el resultado. Y ya no sólo le ignoraban, sino que parecía que les animaba. Pegaban con más fuerza. Y la acción se generalizó. No importaba desde dónde; en el centro de aquel círculo de locura llovía el dolor.

     El juego consistía en lincharle.

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