SED DE SANGRE -3º PARTE
Su característica más evidente era la
oscuridad total, en contraste con su celda anterior. Ya desde fuera no vio que
tuviese ventanas, pero es que ni siquiera entraba luz por debajo de la puerta.
Más serio para él, y sólo notable dentro, la atmósfera era irrespirable. La
falta de aireación podía deberse al hermetismo, pero eso no explicaba el olor.
Allí apestaba de verdad; mucho peor que un cubo de basura, que un matadero
llenos de restos dejados a las moscas. Era un olor picante, rancio, empalagoso, con un toque oxidado. Y no
parecía tener un foco concreto; un rincón, esquina o pared. No, venía de todas
partes por igual. Y, lo que era peor, de debajo de él.
Antonio había tenido la suerte de
conseguir mantener la cara apartada del suelo. Entre la peste y las ganas de
vomitar se estaba asfixiando; pero habría sido peor besar eso.
Lo notaba bajo las manos, el pecho y las
piernas. Era lo que olía así, con un tacto extraño y una constitución aún más
rara. Era muy fino, y granulado, como
una capa superficial de barro mezclado con arena. Y, aunque reseco, parecía
muy… fresco. Como si tuviese un origen vivo. ¿Pero cuál? ¿Escamas, mierda, una
costra arrancada justo antes de cicatrizar? Sólo se podía imaginar. Y cada idea
era peor, así que puso sus fuerzas en separarse de esa porquería.
Se frotó con fuerza las manos antes de
plegarlas sobre su pecho; quedándose de pie, inmóvil, esperando. Pasados varios
minutos, cuando sus piernas empezaban a flaquear, olvidó sus escrúpulos y se
tapó la boca, escondiendo su respiración. Allí había algo. Pero qué. ¿Qué clase
de animal podría vivir en un sitio así? En completa oscuridad, casi sin oxígeno
y donde se fosilizaban sus heces. No tenía ni idea de a qué se enfrentaba, cómo
combatirle, cómo llegaría hasta él. Quizás, si se quedaba como una estatua, no
le encontraría. Sólo tendría que esperar, aunque acabase con agujetas el resto
de su vida y vomitando hasta que le diesen las uvas.
Despacio, muy despacio, Antonio se agachó
hasta casi sentarse. El tiempo pasaba, y cuanto más mejor. Cerró los ojos,
inútiles allí, y agudizó el oído, intentando detectar algo. Una respiración,
pasos, bocas salivando, un pedo. Pero nada. No conseguía detectarlo. Hasta
podía ser, se dijo, una broma pesada; dejarlo allí pensando en un monstruo que
no existía.
Bueno, no iba a volverse loco, eso estaba
seguro; aunque no se atrevía a poner a prueba esa posibilidad. Una hora no era
tanto tiempo. Prefería esperar y aguantar.
Los minutos pasaban. Le dolían los
talones, le temblaban las rodillas y sentía punzadas en los muslos. Temía
perder la estabilidad y caer de bruces. La buena noticia era que empezaba tolerar la atmósfera viciada, si bien a costa
de jadear tras sus manos como el mono que no dice maldades. Era lo peor; saber
que no podía estar así eternamente. O cedía al dolor o sus músculos se
agarrotarían. Empezaba a notar el entumecimiento, junto a un cosquilleo tenue
pero molesto que subía por su cuerpo, haciéndose palpable desde el estómago al
cuello, la nuca, la punta de la oreja derecha…
Apretando los dientes para no reírse,
Antonio se rascó la oreja un poco. Con el índice derecho recorrió la formación
de cartílago hasta su ápice, donde se concentraba la sensación.
Antonio se tambaleó, a punto de caer.
Aquello era imposible.
Con una separación de apenas milímetros,
la sensación de la oreja se le transmitía al dedo. Al principio ni lo notó,
pero luego el hormigueo se le metió bajo la uña, parado en la oreja. Ahora lo sentía en el
dedo… y a la altura de los tobillos, el
estómago, la espalda y el pecho.
El chico chilló y se levantó de golpe
mientras agitaba las piernas con violencia, rascándose todo el cuerpo. Acababa
de entender qué pasaba; ni monstruos viscosos ni fieras sanguinarias. Era muy
distinto y mucho peor.
Lo de aquella tumba era muy pequeño,
minúsculo, y no estaba solo. Sin luz no podía verlos, su tamaño hacía imposible
oírlos, pero habían estado allí todo el tiempo, trepando por él sin que los
notara. A saber cuántos tenía encima.
Antonio botaba como un saltador de
juguete, pisando con fuerza para aplastarlos, pero estaba cansado; no podría
mantener su ritmo demasiado. Jadeando, paró poco a poco.
Entonces lo sintió, junto al ardor de
castigados pies.
Se habían colado en sus pies; allí le
picarían, morderían, horadarían o harían lo que fuese que hasta derribarle. Y entonces…
Cogió todo el aire que pudo, parándose
para intentar sentir donde eran más. Seguían en la espalda, en la cintura y
debajo de las rodillas. Y habían llegado a más sitios. Notaba un roce creciente
sobre la nalga izquierda y también abriéndose paso entre su espesa e intrincada
mata de vello púbico, en dirección a la piel.
Joder. Ahí no, Dios, ahí no…
Los minutos se volvieron penosos; Antonio
se mantenía temblando sobre un solo pie, tapando los posibles accesos a su
cuerpo. Una hora no podía ser tan larga, y había pasado bastante rato. No debía
faltar mucho. Pronto, si aquel cabrón sádico y degenerado cumplía su palabra,
la puerta se abriría. Mientras, no le quedaba otra. Saltaba, se rascaba, los
mantenía lejos.
Y entonces, las baterías bajaron al
mínimo. El movimiento mantenía su cuerpo desnudo caliente, sus aterradas
exhalaciones sacaban aire para sus pulmones. Pero ya no aguantaba más. Sus
patadas perdían fuerza, sus manotazos parecían una imitación patética de una
gallina intentando volar.
Debía hacer algo; no podía parar pero
tampoco seguir; encontrar un equilibrio…
Apenas detuvo los pies tres segundos. Fue
repentino, abrupto e incontrolable.
El ataque total cubrió por completo sus
pies, subiendo hasta los tobillos. Y seguía.
Antonio suspiró, apretando los dientes.
Levantó el pie derecho, arrancándolo de la masa principal, creyendo oír a los
atacantes caer al abismo que era el suelo, gritando con voces inaudibles. Se
dispuso a aplastarlos, pero sólo dio una patada. Y se precipitó con ella.
Tuvo la desgracia de aterrizar de
espaldas; el dolor fue terrible, como si se le hubiesen roto todas las
vertebras. Por lo menos, además de seguir pudiendo moverse, parecía haber caído
en una zona libre; al menos durante unos segundos.
En un instante, le habían rodeado otra
vez. Trazaron su contorno a la perfección, palpándolo antes de subir para darse
un festín.
El chico intentó darse la vuelta, girar
sobre sí mismo, aplastarles, alejarse. Pero estaba derrotado.
La masa lo engulló por completo; pies,
piernas, genitales, caderas, culo, vientre, pecho, brazos, muñecas, manos,
dedos, hombros, cuello. Entre ellos distinguió algo más, como lenguas viscosas
que se pegaba despacio a él, dejando un rastro líquido a su paso. Estaban entre
sus pectorales, en el costado derecho y el tobillo izquierdo.
Era insoportable. Antonio gritó; su último
error. Acababa de ofrecer otro punto de entrada a su cuerpo. No tuvo tiempo de
cerrar los dientes y juntar lo labios. Se atragantó, tosiendo para echarlos
mientras le pinchaban la lengua. No lo consiguió.
Por
fin, todo acabó.
Antonio quedó inmóvil, incapaz de moverse
bajo el peso de los que eran cien millones de cuerpos con una millonésima parte
del suyo. Tenía los ojos abiertos, pero no podía ver; no era ya la oscuridad.
Los habían bloqueado, como sus orejas y narices, dejándole sordo y medio
asfixiado
El paso final fue la pérdida del cuerpo.
No lo podía mover, ni sentir; hasta que llegó el dolor. Fue como ser pinchado a
la vez por millones de agujas diminutas. La sensación fue larga y suave al
principio. Pero duraba. Minutos, decenas de minutos. Y, mientras se prolongaba
se sentía como un globo al deshincharse por muchos sitios a la vez.
Lo único que quería Antonio era que
parase. Pero no podía hacer nada; ni tan sencillo como chillar. O morir.
Noé ventiló sus pulmones mientras
enrollaba la manguera de plástico verde y la dejaba en el pasillo conector de
los tres corrales destapados; ahora mojados sólo por agua.
Notando su cuerpo empezar a sudar por el
trabajado a destajo, sacó su teléfono móvil. Ni un aviso, y había acabado en el
tiempo estimado. Faltaban apenas cinco minutos para terminar, así que podía dar
un paseo tranquilo hasta el almacén.
De vuelta al patio posterior, miró a la
caseta. Retirar las maderas no le corría prisa,
el coche había vuelto a la cochera y el jabalí a su corral. De su presa
sólo quedaban una caja torácica ensangrentada y un fétido paquete de
vísceras a las que esperaban quince
minutos en la chimenea y un cubo de basura.
Noé recuperó la linterna tubular que había
dejado en la esquina y respiró hondo aquel aire delicioso. Luego, al llegar,
tuvo que contenerlo; hacía tiempo que se había acostumbrado, pero el vaho nunca
era agradable. Encendió la linterna y enfocó al interior. El absurdo definitivo,
encender una linterna de día para ver un cuarto al que nunca llegaba el sol.
Tras él, un par de moscas madrugadoras se colaron zumbando.
Fue los restos de comidas pasadas que se
endurecían formando costras oscuras y
finas. Después de todo, allí ningún animal pasaría hambre si podía evitarlo,
por poco ortodoxo que fuese el sistema. La primera impresión le hizo ser cauto.
Dudaba de que los hubiese evitado y se hubiese arrinconado para ofrecer la
resistencia que no había presentado, pero cosas más raras había visto.
Traspasó el umbral, moviendo la luz hacia
el fondo.
Oyó algo suave, parecido a una mano o pie
arrastrándose, un poco a la izquierda. Iluminó allí, sonriendo al encontrarle.
Sin embargo, su estado le quitó el gozo. Se mirase como se mirase, no era
agradable. Merecido quizás, pero también indeseable.
Noé entró con decisión, sin dejar de
enfocarle. Quemar algo tan grande sí iba a ser un problema.
Tembló un poco. Estaba vivo. Un milagro del
cielo o un castigo del demonio, que aquel crío, canijo y cansado, hubiese
sobrevivido así…
—Bueno chaval, —No estaba seguro de que sus palabras le llegaran—. Has
pasado. Ahora, como voy a sacarte. No será un viaje cómodo, aunque viéndote…
Después se colocó la linterna bajo el
brazo y empezó a desenrollar la bolsa.
Para Fátima, el turno de urgencias en el
ambulatorio tenía un solo nombre: incordio. Era sábado por la mañana y las
calles estaban vacías. Algún coche ocasional se veía alejándose del centro de
salud, que incluía el ala para urgencias. Un grupo de marchosos que volvían
derrotados, un madrugador que iba a comprarse el pan y el Marca o, los más o
menos afortunados, algunos padres yendo con sus hijos al parque, al campo o al
Cartucho.
Por eso odiaba los fines de semana. Había
demasiada poca actividad. Todo el mundo dormía, tuviese sueño o no, y eso era
aburrido. Le gustaba su trabajo, se sentía bien ayudando a la gente y, habiendo
dejado de vivir con sus padres hacía años, necesitaba cuantos más ingresos mejor.
Pero la idea de perder el día para nada era agobiante, viendo el reloj
necesitaba dos segundos para avanzar uno en el silencio de la sala de espera.
Contemplando el que iba a ser al menos
otra media hora un pueblo fantasma; luego dio una larga calada al cigarro.
Todavía no el tocaba descanso, pero no pintaba nada y no la iban a echar de
menos. Así, si alguien llegaba corriendo, quejándose y sangrando, lo vería
venir. A veces pasaba.
Su alto en el camino paró, soltó el
cigarro y lo aplastó, a envolviéndose en la camisa blanca del uniforme.
Empezaba a refrescar, y fumar no le ayudaba a entrar en calor. Por lo menos,
aún era joven. Tenía tiempo de obsesionarse en dejar el vicio.
Fátima
se volvió con un suspiro resignado en dirección a la entrada principal.
Entonces oyó un claxon tocado durante unos pocos segundos, amplificado por el
vacío de la calle; seis veces en total
entre siete y ocho segundos. Un sonido intencionado que buscaba atraer la atención
de alguien; Fátima lo supo porque, cuando empezaba doblar la esquina, la recibió el chirrido de
ruedas pasando de cero a noventa en un gesto claro de huida. Tras el
sobresalto, vio un todoterreno blanco o algo por el estilo furgoneta a cuatro
calles de distancia, antes de doblar una esquina a la derecha. Un borracho con
poca paciencia, o un gamberro queriendo fastidiar a los durmientes. No podía
saberse.
Entonces lo vio.
En esa misma dirección, detrás del
edificio, estaba el parking del centro de salud; ocupado casi exclusivamente
por residentes necesitados de aparcamiento fácil. Y, acomodados en una franja
de arcén al lado de la rampa para ambulancias, había dos contenedores para
basura doméstica (dos viejos ejemplares color verde oscuro y de tapa manual
sobre ruedas). Era fácil oír les tiraban dentro una bolsa, especialmente a
primeras horas de la mañana o últimas de la tarde. En aquel momento a Fátima se
le ocurrió que el fugitivo podía haber dejado algo allí, armando barullo para
atraer testigos. ¿Una bomba? Allí era muy poco probable.
Sintió un escalofrió recorrerle la
espalda. Acababa de verlo, detrás del segundo contenedor; una bolsa de basura
de las más grandes que, aunque no estaba segura, parecía que se movía.
Se puso en alerta. ¿Uno de esos casos de
abandono de un recién nacido poco ortodoxo?
La enfermera hasta llegar frente a la
bolsa. No se había equivocado; era enorme, con su interior ocupado por un bulto
tan grande… como un cuerpo en posición fetal. Que, además, se movía.
—Hostia —exclamó, boquiabierta—. Que hijo de puta.
Se tiró al nudo, clavándole al plástico
las uñas, antes de seguir con más calma. Si no se concentraba no lo abriría, y
lo que estuviese dentro podía asfixiarse pronto. Seguramente era un perro
grande, abandonado; puede que de pelea, herido y ensangrentado, desechado para
morir solo. Aquello suponía un peligro; el animal podía revolverse contra ella
al volver a ver el sol. Pero a Fátima no le importó, eso no era tan horrible
como morir así y, si salía herida, estaba cerca de donde podían curarla.
Respirando en profundidad para calmarse,
deshizo el corto y grueso lazo negro.
Lo que pasó a continuación supuso el final del descanso esa mañana para
todos los residentes de la calle y un buen número de profesionales. Fátima
lanzó un grito de horror brutal que dejaba en paños menores a una sirena
antiaérea, haciendo vibrar cristales antes de sufrir un desmayo que le costó
una pequeña fractura en la cabeza.
—¿Qué es...? —José Antonio Genaro, médico del puesto permanente de urgencias, abandonó su
despacho, reconociendo aquella alarma como una mujer gritando a viva voz.
El sonido paró. Unos pasos igualmente
urgentes llegaron desde el pasillo que los unía al edificio central. Miguel, el
segundo enfermero de urgencias, llegó sin aliento.
—Miguel. —El doctor, hombre robusto de cincuenta años, pelo castaño claro y cabeza
cuadrada con gafas de fina montura, le miró—. ¿Sabes qué pasa?
—No lo sé. —Su subordinado, con la mitad de años y de su grosor, aventuró una repuesta—. Puede…
me ha parecido Fátima. Estaba fuera.
Era verdad, se había ido a fumar. Pero,
¿qué podía provocar esa reacción?
—Vamos a echar una ojeada.
El enfermero le siguió a través de la
puerta automática.
—Fátima, ¿dónde estás? ¿Qué ha pasado? ¡Fátima!
Miguel comprobó también que no estaba a
simple vista, por lo que corrió a la vuelta.
—¡Doctor! —gritó apenas pasado
el ángulo—¡Mira aquí!
Genaro le siguió. Cuando alcanzó la
esquina, Miguel estaba socorriendo a su compañera desplomada.
—Fátima… —Miguel se había arrodillado y la incorporaba por los
hombros—. ¿Qué es lo que…?
Miguel dejó de hablar al mirar a los
contenedores. El doctor Genaro se acercándose a él.
—¡Joder! —Hizo amago de retroceder agachado, lo que habría hecho si no la sujetase. —¡Dios!
¿Qué coño es eso?
El médico los alcanzó, mirando en esa
dirección. Jadeaba, no estaba acostumbrado a correr; pero lo que vio le dejó
definitivamente sin aire.
Estaba sentado, con el costado izquierdo
apoyado contra el contenedor y rodeándose las piernas con los brazos,
meciéndose adelante y atrás. Si se sabía que era humano era porque reconoció la
cabeza, los brazos y la forma del cuerpo.
Como consciente de los testigos, hizo un
ademán de levantarse, ladeándose un poco ala derecha como para que lo viesen
mejor.
Debía ser muy joven, y más bien delgado.
Algunos mechones de pelo castaño apelmazado asomaban de la parte superior de su
cabeza. Pero el resto de su cuerpo, en toda su extensión, era violáceo pálido e
imposible.
Por imposible que fuese, era un muñeco de
cuentas gigante.
De la cabeza a los pies, se notaban las
pequeñas, diminutas esferas no mayores que la uña de un menique del pie que
cubrían cada hueco, cada milímetro de su superficie. Dio un par de pasos, que
provocaron suaves chasquidos, que a Genaro le recordaron a embalaje de
burbujas. Su pie dejó una huella ensangrentada, con minúsculos charcos como los
de granos al reventar.
La certeza de que estaba vivo era lo que
lo hacía atroz. Porque, al mirarle más despacio y a la luz, Genaro comprobó que
las bolitas se movían, prendidas de su punto de sujeción. Y, entre los
milimétricos huecos que dejaban, discurría un torrente de partículas negras
que, si no fuesen muchas, ni se distinguirían.
Era imposible.
Era un chico joven cubierto de garrapatas;
enormes hembras y más pequeños machos, por lo menos varios cientos. Tapaban la
cara, el pelo los genitales… Se sabía que era varón por el esmerado engarce a
lo largo del corto pene.
Y había más. Las pulgas pululaban entre
ellas, buscando resquicios para morder. Y, en algunas partes como el centro del
pecho, el costado derecho o el tobillo izquierdo, se veía algo como morcillas
cubiertas de babas; sanguijuelas hinchándose hasta no poder moverse. Incluso,
mirando con un detalle milimétrico, se distinguían puntitos blancos sobre los
pocos mechones de pelo a la vista; piojos aportando su color a aquel mosaico
vivo de parásitos.
En ese momento lenta, muy lentamente, se
abrió un orificio en la parte inferior de la perlada cara. En contraste con el
perfecto círculo de la boca estaban los dientes; la única superficie a la que
los hematófagos no podían adherirse; y la garganta negra, a la que no llegaba
el ojo humano.
Una sierpe de leyenda salió de su guarida
buscando a la virgen sacrificada. Una lengua, seguramente ancha y con forma de
punta de flecha, rosada y blandengue como todas las lenguas, si pudiese verse.
Porque, como toda parte visible del cuerpo de aquel chico, su superficie era
correosa y granulada. Estaba enteramente enterrada por las cuentas vivientes de
las garrapatas.
—¡Doctor!
—¿Inspector? —El hombre delgado de la bata blanca, de pelo moreno y rizado, frenó—. Conmigo,
rápido.
El hombre fornido de pelo castaño peinado
de lado, vestido con camisa y pantalones vaqueros, seguido de un policía joven
con uniforme reflectante, le dio al médico un apretón de manos antes de unirse
en su desesperado caminar.
—Hemos venido en al recibir el aviso.
—Se lo agradezco. Yo… Nosotros no sabíamos muy bien cómo tratar esto.
El inspector se paró en seco
—Un momento doctor. ¿Qué quiere decir…?
El doctor asintió un par de segundos,
indicándole con la cabeza que le pondría al día mientras andaban.
—Verá, este paciente… Hará como cuarenta minutos, recibimos un aviso de
urgencia del centro de salud municipal. Ellos…, no se veían capaces de tratar
un caso así
Los tres alcanzaron un ascensor amarillo
con capacidad para camillas. El médico pulsó el botón de la segunda planta. El
cartel de la salida anunciaba CUIDADOS INTENSIVOS.
—Es un adolescente varón de
entre trece y dieciocho años y creemos que de pelo castaño… Al haber sido
encontrado allí, creemos que puede ser uno de sus vecinos.
—Sí. —El
inspector asintió; acababa de recordar una denuncia de esa misma mañana—. Íbamos a
iniciar la búsqueda de dos chicos, Jesús Terrones Rico, de dieciocho años y su
primo, Anotnio Figueras Terrones, de quince. Salieron ayer por la noche y no
volvieron a casa. Sus padres… estaban preocupados.
El doctor asintió.
—Vamos.
Los policías lo siguieron por un pasillo
blanco y brillante, hacia un destino remoto y concreto.
—Un momento. —El inspector acababa de darse cuenta de algo—. ¿Cómo que… creemos que de pelo castaño?
El médico llegó a una puerta doble de
madera color rojo con dos grandes ventanas circulares. Un quirófano. Allí
aminoró.
—Verá, señor, el chico… no me
pregunte cómo, ha llegado… cubierto de parásitos hematófagos de los pies a la
cabeza.
El rostro de los dos agentes se desdibujó;
no tanto por lo repugnante como por problemas entendiendo la verborrea técnica.
El doctor se detuvo frente a una pequeña
puerta blanca de una sola hoja.
—Dicho de otra forma… estaba cubierto de bichos le chupan sangre.
Garrapatas, piojos, sanguijuelas… como escamas de lagarto. Por eso, suponiendo
que ayer estaba perfectamente… dudamos que haya podido pasar algo así de forma
natural. Por eso pensamos que puede ser constitutivo de delito.
El médico entró en la sala. Los policías
le siguieron con lentitud; sus rostros eran aprensivos.
Entraron en un largo pasillo menos
iluminado. A la derecha, otro muro blanco y rugoso. Y a la izquierda, ventanas
para poder ver las salas. El medico se pegó a la primera . Obviamente, no tenían planeada ninguna
intervención así para ese día.
—¿Y… cómo está? —preguntó el detective, doblando la cabeza para poder mirarle a la cara.
El medico bajó la cabeza. Una mala señal.
—Hemos tenido que llamar a un veterinario, para pedir un pesticida casi
inofensivo para las personas. Eso ha eliminado a la mayoría, pero… Dios, han
entrado por todas y cada una de las cavidades de su cuerpo hasta saturarlas,
así que hay que intervenir. Aparte, le estamos dando calmantes para el dolor,
salino para contrarrestar la deshidratación y, por supuesto, le practicamos
transfusiones del A positivo hasta que… lo consideremos fuera de peligro.
Un dato útil, sabían su tipo de sangre.
—¿Le están tratando ahora mismo, entonces? —quiso saber el inspector.
—Compruébelo. —El médico extendió la mano—. Lo tiene delante.
Detective y agente miraron el cristal al
unísono lado. Su expresión parecía calcada.
Estaba tumbado en una camilla, conectado a
tres goteros. Otro médico, de verde quirófano, y dos enfermeras con mascarillas
intentaban aplicarle vendajes al ocupante de la camilla.
Quince años. Aquel desgraciado parecía
haber envejecido toda su vida de golpe. Completamente desnudo, con parte de la
cara y la zona genital cubierta de vendas balsámicas, había que tener
imaginación para pensar que podía estar vivo.
Resultaba una mezcla imposible de delgadez
extrema y obesidad alérgica; producto conjunto de la pérdida de sangre y los
millares de picaduras sufridas. Sobre los huesos marcados, la piel se había
vuelto rojo intenso, cubierta de grandes, enormes protuberancias endurecidas de
color grisáceo, parecidas a las verrugas de un sapo pero más extendidas,
dándole un aspecto burbujeante. La cabeza, casi calva, parecía hidrocefálica.
—¿ Dice
que le picaron en todo? —preguntó el inspector, deseando equivocarse en lo que
pensaba.
—En todo
—contestó el doctor, sin dejar sitio a la imaginación.
Tenia vendadas las orejas y la nariz, pero se
podían ver los ojos, grandes, saltones y opacos, como petrificados; y la boca,
con los labios hinchados formando un corazón oblongo que se abrió, rebelando
una lengua oscura con pinta de cuerda deshilachada. Parecía que intentaba
gritar de dolor y angustia; sentimiento contagiosos.
Se notaba en los ojos temblorosos de los
sanitarios y en sus mascarillas, latiendo con su respiración a un ritmo que
debían compartir con sus corazones.
Desde sus inicios, el detective sabía que
tarde o temprano vería algo que le harían replantearse su vida. Pero aquello...
Sentía ganas de sacar su arma y pegarle un tiro. No sería tan grave como la
certeza de que se consideraría homicidio justificado. Eutanasia.
—¿Cree que
se recuperará?
El
médico se encogió de hombros.
—No puedo asegurarlo. Ha perdido mucha sangre.
Delante de ellos, la cosa emitió otro
aullido lastimero, queriendo gritar. Mientras, tras ellos, el joven agente que
le acompañaba no aguantó más. Se dio la vuelta, vomitando todo lo que llevaba
comido desde hacía un día sobre el suelo inmaculado.
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