lunes, 9 de noviembre de 2015

SED DE SANGRE -3º PARTE

Las cosas iban mal. Antonio resolló; le dolían los codos, las rodillas, el pecho; demasiado para moverse, defenderse. Además, ese no era un almacén normal.
     Su característica más evidente era la oscuridad total, en contraste con su celda anterior. Ya desde fuera no vio que tuviese ventanas, pero es que ni siquiera entraba luz por debajo de la puerta. Más serio para él, y sólo notable dentro, la atmósfera era irrespirable. La falta de aireación podía deberse al hermetismo, pero eso no explicaba el olor. Allí apestaba de verdad; mucho peor que un cubo de basura, que un matadero llenos de restos dejados a las moscas. Era un olor picante, rancio,  empalagoso, con un toque oxidado. Y no parecía tener un foco concreto; un rincón, esquina o pared. No, venía de todas partes por igual. Y, lo que era peor, de debajo de él.
     Antonio había tenido la suerte de conseguir mantener la cara apartada del suelo. Entre la peste y las ganas de vomitar se estaba asfixiando; pero habría sido peor besar eso.
     Lo notaba bajo las manos, el pecho y las piernas. Era lo que olía así, con un tacto extraño y una constitución aún más rara. Era  muy fino, y granulado, como una capa superficial de barro mezclado con arena. Y, aunque reseco, parecía muy… fresco. Como si tuviese un origen vivo. ¿Pero cuál? ¿Escamas, mierda, una costra arrancada justo antes de cicatrizar? Sólo se podía imaginar. Y cada idea era peor, así que puso sus fuerzas en separarse de esa porquería.
     Se frotó con fuerza las manos antes de plegarlas sobre su pecho; quedándose de pie, inmóvil, esperando. Pasados varios minutos, cuando sus piernas empezaban a flaquear, olvidó sus escrúpulos y se tapó la boca, escondiendo su respiración. Allí había algo. Pero qué. ¿Qué clase de animal podría vivir en un sitio así? En completa oscuridad, casi sin oxígeno y donde se fosilizaban sus heces. No tenía ni idea de a qué se enfrentaba, cómo combatirle, cómo llegaría hasta él. Quizás, si se quedaba como una estatua, no le encontraría. Sólo tendría que esperar, aunque acabase con agujetas el resto de su vida y vomitando hasta que le diesen las uvas.
     Despacio, muy despacio, Antonio se agachó hasta casi sentarse. El tiempo pasaba, y cuanto más mejor. Cerró los ojos, inútiles allí, y agudizó el oído, intentando detectar algo. Una respiración, pasos, bocas salivando, un pedo. Pero nada. No conseguía detectarlo. Hasta podía ser, se dijo, una broma pesada; dejarlo allí pensando en un monstruo que no existía.
      Bueno, no iba a volverse loco, eso estaba seguro; aunque no se atrevía a poner a prueba esa posibilidad. Una hora no era tanto tiempo. Prefería esperar y aguantar.
     Los minutos pasaban. Le dolían los talones, le temblaban las rodillas y sentía punzadas en los muslos. Temía perder la estabilidad y caer de bruces. La buena noticia era que empezaba  tolerar la atmósfera viciada, si bien a costa de jadear tras sus manos como el mono que no dice maldades. Era lo peor; saber que no podía estar así eternamente. O cedía al dolor o sus músculos se agarrotarían. Empezaba a notar el entumecimiento, junto a un cosquilleo tenue pero molesto que subía por su cuerpo, haciéndose palpable desde el estómago al cuello, la nuca, la punta de la oreja derecha…
     Apretando los dientes para no reírse, Antonio se rascó la oreja un poco. Con el índice derecho recorrió la formación de cartílago hasta su ápice, donde se concentraba la sensación.
      Antonio se tambaleó, a punto de caer. Aquello era imposible.
     Con una separación de apenas milímetros, la sensación de la oreja se le transmitía al dedo. Al principio ni lo notó, pero luego el hormigueo se le metió bajo la uña,  parado en la oreja. Ahora lo sentía en el dedo… y  a la altura de los tobillos, el estómago, la espalda y el pecho.
     El chico chilló y se levantó de golpe mientras agitaba las piernas con violencia, rascándose todo el cuerpo. Acababa de entender qué pasaba; ni monstruos viscosos ni fieras sanguinarias. Era muy distinto y mucho peor.
     Lo de aquella tumba era muy pequeño, minúsculo, y no estaba solo. Sin luz no podía verlos, su tamaño hacía imposible oírlos, pero habían estado allí todo el tiempo, trepando por él sin que los notara. A saber cuántos tenía encima.
     Antonio botaba como un saltador de juguete, pisando con fuerza para aplastarlos, pero estaba cansado; no podría mantener su ritmo demasiado. Jadeando, paró poco a poco.
      Entonces lo sintió, junto al ardor de castigados pies.
     Se habían colado en sus pies; allí le picarían, morderían, horadarían o harían lo que fuese que hasta derribarle. Y entonces…
     Cogió todo el aire que pudo, parándose para intentar sentir donde eran más. Seguían en la espalda, en la cintura y debajo de las rodillas. Y habían llegado a más sitios. Notaba un roce creciente sobre la nalga izquierda y también abriéndose paso entre su espesa e intrincada mata de vello púbico, en dirección a la piel.
      Joder. Ahí no, Dios, ahí no…
     Los minutos se volvieron penosos; Antonio se mantenía temblando sobre un solo pie, tapando los posibles accesos a su cuerpo. Una hora no podía ser tan larga, y había pasado bastante rato. No debía faltar mucho. Pronto, si aquel cabrón sádico y degenerado cumplía su palabra, la puerta se abriría. Mientras, no le quedaba otra. Saltaba, se rascaba, los mantenía lejos.
     Y entonces, las baterías bajaron al mínimo. El movimiento mantenía su cuerpo desnudo caliente, sus aterradas exhalaciones sacaban aire para sus pulmones. Pero ya no aguantaba más. Sus patadas perdían fuerza, sus manotazos parecían una imitación patética de una gallina intentando volar.
      Debía hacer algo; no podía parar pero tampoco seguir; encontrar un equilibrio…
     Apenas detuvo los pies tres segundos. Fue repentino, abrupto e incontrolable.
     El ataque total cubrió por completo sus pies, subiendo hasta los tobillos. Y seguía.
     Antonio suspiró, apretando los dientes. Levantó el pie derecho, arrancándolo de la masa principal, creyendo oír a los atacantes caer al abismo que era el suelo, gritando con voces inaudibles. Se dispuso a aplastarlos, pero sólo dio una patada. Y se precipitó con ella.
     Tuvo la desgracia de aterrizar de espaldas; el dolor fue terrible, como si se le hubiesen roto todas las vertebras. Por lo menos, además de seguir pudiendo moverse, parecía haber caído en una zona libre; al menos durante unos segundos.
     En un instante, le habían rodeado otra vez. Trazaron su contorno a la perfección, palpándolo antes de subir para darse un festín.
     El chico intentó darse la vuelta, girar sobre sí mismo, aplastarles, alejarse. Pero estaba derrotado.
     La masa lo engulló por completo; pies, piernas, genitales, caderas, culo, vientre, pecho, brazos, muñecas, manos, dedos, hombros, cuello. Entre ellos distinguió algo más, como lenguas viscosas que se pegaba despacio a él, dejando un rastro líquido a su paso. Estaban entre sus pectorales, en el costado derecho y el tobillo izquierdo.
     Era insoportable. Antonio gritó; su último error. Acababa de ofrecer otro punto de entrada a su cuerpo. No tuvo tiempo de cerrar los dientes y juntar lo labios. Se atragantó, tosiendo para echarlos mientras le pinchaban la lengua. No lo consiguió.
     Por fin, todo acabó.
     Antonio quedó inmóvil, incapaz de moverse bajo el peso de los que eran cien millones de cuerpos con una millonésima parte del suyo. Tenía los ojos abiertos, pero no podía ver; no era ya la oscuridad. Los habían bloqueado, como sus orejas y narices, dejándole sordo y medio asfixiado
      El paso final fue la pérdida del cuerpo. No lo podía mover, ni sentir; hasta que llegó el dolor. Fue como ser pinchado a la vez por millones de agujas diminutas. La sensación fue larga y suave al principio. Pero duraba. Minutos, decenas de minutos. Y, mientras se prolongaba se sentía como un globo al deshincharse por muchos sitios a la vez.
     Lo único que quería Antonio era que parase. Pero no podía hacer nada; ni tan sencillo como chillar. O morir.

     Noé ventiló sus pulmones mientras enrollaba la manguera de plástico verde y la dejaba en el pasillo conector de los tres corrales destapados; ahora mojados sólo por agua.
     Notando su cuerpo empezar a sudar por el trabajado a destajo, sacó su teléfono móvil. Ni un aviso, y había acabado en el tiempo estimado. Faltaban apenas cinco minutos para terminar, así que podía dar un paseo tranquilo hasta el almacén.
     De vuelta al patio posterior, miró a la caseta. Retirar las maderas no le corría prisa,  el coche había vuelto a la cochera y el jabalí a su corral. De su presa sólo quedaban una caja torácica ensangrentada y un fétido paquete de vísceras  a las que esperaban quince minutos en la chimenea y un cubo de basura.
     Noé recuperó la linterna tubular que había dejado en la esquina y respiró hondo aquel aire delicioso. Luego, al llegar, tuvo que contenerlo; hacía tiempo que se había acostumbrado, pero el vaho nunca era agradable. Encendió la linterna y enfocó al interior. El absurdo definitivo, encender una linterna de día para ver un cuarto al que nunca llegaba el sol. Tras él, un par de moscas madrugadoras se colaron zumbando.
     Fue los restos de comidas pasadas que se endurecían  formando costras oscuras y finas. Después de todo, allí ningún animal pasaría hambre si podía evitarlo, por poco ortodoxo que fuese el sistema. La primera impresión le hizo ser cauto. Dudaba de que los hubiese evitado y se hubiese arrinconado para ofrecer la resistencia que no había presentado, pero cosas más raras había visto.
     Traspasó el umbral, moviendo la luz hacia el fondo.
     Oyó algo suave, parecido a una mano o pie arrastrándose, un poco a la izquierda. Iluminó allí, sonriendo al encontrarle. Sin embargo, su estado le quitó el gozo. Se mirase como se mirase, no era agradable. Merecido quizás, pero también indeseable.
     Noé entró con decisión, sin dejar de enfocarle. Quemar algo tan grande sí iba a ser un problema.
    Tembló un poco. Estaba vivo. Un milagro del cielo o un castigo del demonio, que aquel crío, canijo y cansado, hubiese sobrevivido así…
      —Bueno chaval, —No estaba seguro de que sus palabras le llegaran—. Has pasado. Ahora, como voy a sacarte. No será un viaje cómodo, aunque viéndote…
     Después se colocó la linterna bajo el brazo y empezó a desenrollar la bolsa.
 
     Para Fátima, el turno de urgencias en el ambulatorio tenía un solo nombre: incordio. Era sábado por la mañana y las calles estaban vacías. Algún coche ocasional se veía alejándose del centro de salud, que incluía el ala para urgencias. Un grupo de marchosos que volvían derrotados, un madrugador que iba a comprarse el pan y el Marca o, los más o menos afortunados, algunos padres yendo con sus hijos al parque, al campo o al Cartucho.
     Por eso odiaba los fines de semana. Había demasiada poca actividad. Todo el mundo dormía, tuviese sueño o no, y eso era aburrido. Le gustaba su trabajo, se sentía bien ayudando a la gente y, habiendo dejado de vivir con sus padres hacía años, necesitaba cuantos más ingresos mejor. Pero la idea de perder el día para nada era agobiante, viendo el reloj necesitaba dos segundos para avanzar uno en el silencio de la sala de espera.
     Contemplando el que iba a ser al menos otra media hora un pueblo fantasma; luego dio una larga calada al cigarro. Todavía no el tocaba descanso, pero no pintaba nada y no la iban a echar de menos. Así, si alguien llegaba corriendo, quejándose y sangrando, lo vería venir.  A veces pasaba.
      Su alto en el camino paró, soltó el cigarro y lo aplastó, a envolviéndose en la camisa blanca del uniforme. Empezaba a refrescar, y fumar no le ayudaba a entrar en calor. Por lo menos, aún era joven. Tenía tiempo de obsesionarse en dejar el vicio.
     Fátima  se volvió con un suspiro resignado en dirección a la entrada principal. Entonces oyó un claxon tocado durante unos pocos segundos, amplificado por el vacío de la calle;  seis veces en total entre siete y ocho segundos. Un sonido intencionado que buscaba atraer la atención de alguien; Fátima lo supo porque, cuando empezaba  doblar la esquina, la recibió el chirrido de ruedas pasando de cero a noventa en un gesto claro de huida. Tras el sobresalto, vio un todoterreno blanco o algo por el estilo furgoneta a cuatro calles de distancia, antes de doblar una esquina a la derecha. Un borracho con poca paciencia, o un gamberro queriendo fastidiar a los durmientes. No podía saberse. 
     Entonces lo vio.
     En esa misma dirección, detrás del edificio, estaba el parking del centro de salud; ocupado casi exclusivamente por residentes necesitados de aparcamiento fácil. Y, acomodados en una franja de arcén al lado de la rampa para ambulancias, había dos contenedores para basura doméstica (dos viejos ejemplares color verde oscuro y de tapa manual sobre ruedas). Era fácil oír les tiraban dentro una bolsa, especialmente a primeras horas de la mañana o últimas de la tarde. En aquel momento a Fátima se le ocurrió que el fugitivo podía haber dejado algo allí, armando barullo para atraer testigos. ¿Una bomba? Allí era muy poco probable.
     Sintió un escalofrió recorrerle la espalda. Acababa de verlo, detrás del segundo contenedor; una bolsa de basura de las más grandes que, aunque no estaba segura, parecía que se movía.
      Se puso en alerta. ¿Uno de esos casos de abandono de un recién nacido poco ortodoxo?
     La enfermera hasta llegar frente a la bolsa. No se había equivocado; era enorme, con su interior ocupado por un bulto tan grande… como un cuerpo en posición fetal. Que, además, se movía.
     Hostia —exclamó, boquiabierta—. Que hijo de puta.
     Se tiró al nudo, clavándole al plástico las uñas, antes de seguir con más calma. Si no se concentraba no lo abriría, y lo que estuviese dentro podía asfixiarse pronto. Seguramente era un perro grande, abandonado; puede que de pelea, herido y ensangrentado, desechado para morir solo. Aquello suponía un peligro; el animal podía revolverse contra ella al volver a ver el sol. Pero a Fátima no le importó, eso no era tan horrible como morir así y, si salía herida, estaba cerca de donde podían curarla.
     Respirando en profundidad para calmarse, deshizo el corto y grueso lazo negro.
     Lo que pasó a continuación  supuso el final del descanso esa mañana para todos los residentes de la calle y un buen número de profesionales. Fátima lanzó un grito de horror brutal que dejaba en paños menores a una sirena antiaérea, haciendo vibrar cristales antes de sufrir un desmayo que le costó una pequeña fractura en la cabeza.
      —¿Qué es...? José Antonio Genaro, médico del puesto permanente de urgencias, abandonó su despacho, reconociendo aquella alarma como una mujer gritando a viva voz.
      El sonido paró. Unos pasos igualmente urgentes llegaron desde el pasillo que los unía al edificio central. Miguel, el segundo enfermero de urgencias, llegó sin aliento.
     —Miguel. —El doctor, hombre robusto de cincuenta años, pelo castaño claro y cabeza cuadrada con gafas de fina montura, le miró. ¿Sabes qué pasa?
      —No lo sé. Su subordinado, con la mitad de años y de su grosor, aventuró una repuesta. Puede… me ha parecido Fátima. Estaba fuera.
    Era verdad, se había ido a fumar. Pero, ¿qué podía provocar esa reacción?
      Vamos a echar una ojeada.
     El enfermero le siguió a través de la puerta automática.
     —Fátima, ¿dónde estás? ¿Qué ha pasado? ¡Fátima!
     Miguel comprobó también que no estaba a simple vista, por lo que corrió a la vuelta.
     —¡Doctor! —gritó apenas pasado el ángulo—¡Mira  aquí!
     Genaro le siguió. Cuando alcanzó la esquina, Miguel estaba socorriendo a su compañera desplomada.
     —Fátima… Miguel se había arrodillado y la incorporaba por los hombros. ¿Qué es lo que…?
     Miguel dejó de hablar al mirar a los contenedores. El doctor Genaro se acercándose a él.
      —¡Joder! Hizo amago de retroceder agachado, lo que habría hecho si no la sujetase. ¡Dios! ¿Qué coño es eso?
     El médico los alcanzó, mirando en esa dirección. Jadeaba, no estaba acostumbrado a correr; pero lo que vio le dejó definitivamente sin aire.
     Estaba sentado, con el costado izquierdo apoyado contra el contenedor y rodeándose las piernas con los brazos, meciéndose adelante y atrás. Si se sabía que era humano era porque reconoció la cabeza, los brazos y la forma del cuerpo.
     Como consciente de los testigos, hizo un ademán de levantarse, ladeándose un poco ala derecha como para que lo viesen mejor.
     Debía ser muy joven, y más bien delgado. Algunos mechones de pelo castaño apelmazado asomaban de la parte superior de su cabeza. Pero el resto de su cuerpo, en toda su extensión, era violáceo pálido e imposible.
     Por imposible que fuese, era un muñeco de cuentas gigante.
      De la cabeza a los pies, se notaban las pequeñas, diminutas esferas no mayores que la uña de un menique del pie que cubrían cada hueco, cada milímetro de su superficie. Dio un par de pasos, que provocaron suaves chasquidos, que a Genaro le recordaron a embalaje de burbujas. Su pie dejó una huella ensangrentada, con minúsculos charcos como los de granos al reventar.
     La certeza de que estaba vivo era lo que lo hacía atroz. Porque, al mirarle más despacio y a la luz, Genaro comprobó que las bolitas se movían, prendidas de su punto de sujeción. Y, entre los milimétricos huecos que dejaban, discurría un torrente de partículas negras que, si no fuesen muchas, ni se distinguirían.
     Era imposible.
     Era un chico joven cubierto de garrapatas; enormes hembras y más pequeños machos, por lo menos varios cientos. Tapaban la cara, el pelo los genitales… Se sabía que era varón por el esmerado engarce a lo largo del corto pene.
     Y había más. Las pulgas pululaban entre ellas, buscando resquicios para morder. Y, en algunas partes como el centro del pecho, el costado derecho o el tobillo izquierdo, se veía algo como morcillas cubiertas de babas; sanguijuelas hinchándose hasta no poder moverse. Incluso, mirando con un detalle milimétrico, se distinguían puntitos blancos sobre los pocos mechones de pelo a la vista; piojos aportando su color a aquel mosaico vivo de parásitos.
     En ese momento lenta, muy lentamente, se abrió un orificio en la parte inferior de la perlada cara. En contraste con el perfecto círculo de la boca estaban los dientes; la única superficie a la que los hematófagos no podían adherirse; y la garganta negra, a la que no llegaba el ojo humano.
      Una sierpe de leyenda salió de su guarida buscando a la virgen sacrificada. Una lengua, seguramente ancha y con forma de punta de flecha, rosada y blandengue como todas las lenguas, si pudiese verse. Porque, como toda parte visible del cuerpo de aquel chico, su superficie era correosa y granulada. Estaba enteramente enterrada por las cuentas vivientes de las garrapatas.

     —¡Doctor!
     —¿Inspector? El hombre delgado de la bata blanca, de pelo moreno y rizado, frenó—. Conmigo, rápido.
     El hombre fornido de pelo castaño peinado de lado, vestido con camisa y pantalones vaqueros, seguido de un policía joven con uniforme reflectante, le dio al médico un apretón de manos antes de unirse en su desesperado caminar.
     —Hemos venido en al recibir el aviso.
     —Se lo agradezco. Yo… Nosotros no sabíamos muy bien cómo tratar esto.
     El inspector se paró en seco
     —Un momento doctor. ¿Qué quiere decir…?    
     El doctor asintió un par de segundos, indicándole con la cabeza que le pondría al día mientras andaban.
     —Verá, este paciente… Hará como cuarenta minutos, recibimos un aviso de urgencia del centro de salud municipal. Ellos…, no se veían capaces de tratar un caso así
     Los tres alcanzaron un ascensor amarillo con capacidad para camillas. El médico pulsó el botón de la segunda planta. El cartel de la salida anunciaba CUIDADOS INTENSIVOS.
     Es un adolescente varón de entre trece y dieciocho años y creemos que de pelo castaño… Al haber sido encontrado allí, creemos que puede ser uno de sus vecinos.
     —Sí. El inspector asintió; acababa de recordar una denuncia de esa misma mañana. Íbamos a iniciar la búsqueda de dos chicos, Jesús Terrones Rico, de dieciocho años y su primo, Anotnio Figueras Terrones, de quince. Salieron ayer por la noche y no volvieron a casa. Sus padres… estaban preocupados.
     El doctor asintió.
      Vamos.
     Los policías lo siguieron por un pasillo blanco y brillante, hacia un destino remoto y concreto.
     —Un momento. El inspector acababa de darse cuenta de algo—. ¿Cómo que… creemos que de pelo castaño?
     El médico llegó a una puerta doble de madera color rojo con dos grandes ventanas circulares. Un quirófano. Allí aminoró.
     Verá, señor, el chico… no me pregunte cómo, ha llegado… cubierto de parásitos hematófagos de los pies a la cabeza.
     El rostro de los dos agentes se desdibujó; no tanto por lo repugnante como por problemas entendiendo la verborrea técnica.
     El doctor se detuvo frente a una pequeña puerta blanca de una sola hoja.
     —Dicho de otra forma… estaba cubierto de bichos le chupan sangre. Garrapatas, piojos, sanguijuelas… como escamas de lagarto. Por eso, suponiendo que ayer estaba perfectamente… dudamos que haya podido pasar algo así de forma natural. Por eso pensamos que puede ser constitutivo de delito.
     El médico entró en la sala. Los policías le siguieron con lentitud; sus rostros eran aprensivos.
     Entraron en un largo pasillo menos iluminado. A la derecha, otro muro blanco y rugoso. Y a la izquierda, ventanas para poder ver las salas. El medico se pegó a la primera  . Obviamente, no tenían planeada ninguna intervención así para ese día.
     —¿Y… cómo está? preguntó el detective, doblando la cabeza para poder mirarle a la cara.
     El medico bajó la cabeza. Una mala señal.
     —Hemos tenido que llamar a un veterinario, para pedir un pesticida casi inofensivo para las personas. Eso ha eliminado a la mayoría, pero… Dios, han entrado por todas y cada una de las cavidades de su cuerpo hasta saturarlas, así que hay que intervenir. Aparte, le estamos dando calmantes para el dolor, salino para contrarrestar la deshidratación y, por supuesto, le practicamos transfusiones del A positivo hasta que… lo consideremos fuera de peligro.
      Un dato útil,  sabían su tipo de sangre.
     —¿Le están tratando ahora mismo, entonces? quiso saber el inspector.
Compruébelo. El médico extendió la mano. Lo tiene delante.
     Detective y agente miraron el cristal al unísono lado. Su expresión parecía calcada.
     Estaba tumbado en una camilla, conectado a tres goteros. Otro médico, de verde quirófano, y dos enfermeras con mascarillas intentaban aplicarle vendajes al ocupante de la camilla.
     Quince años. Aquel desgraciado parecía haber envejecido toda su vida de golpe. Completamente desnudo, con parte de la cara y la zona genital cubierta de vendas balsámicas, había que tener imaginación para pensar que podía estar vivo.
     Resultaba una mezcla imposible de delgadez extrema y obesidad alérgica; producto conjunto de la pérdida de sangre y los millares de picaduras sufridas. Sobre los huesos marcados, la piel se había vuelto rojo intenso, cubierta de grandes, enormes protuberancias endurecidas de color grisáceo, parecidas a las verrugas de un sapo pero más extendidas, dándole un aspecto burbujeante. La cabeza, casi calva, parecía hidrocefálica.
—¿ Dice que le picaron en todo? —preguntó el inspector, deseando equivocarse en lo que pensaba.
—En todo —contestó el doctor, sin dejar sitio a la imaginación.
 Tenia vendadas las orejas y la nariz, pero se podían ver los ojos, grandes, saltones y opacos, como petrificados; y la boca, con los labios hinchados formando un corazón oblongo que se abrió, rebelando una lengua oscura con pinta de cuerda deshilachada. Parecía que intentaba gritar de dolor y angustia; sentimiento contagiosos.
     Se notaba en los ojos temblorosos de los sanitarios y en sus mascarillas, latiendo con su respiración a un ritmo que debían compartir con sus corazones.
     Desde sus inicios, el detective sabía que tarde o temprano vería algo que le harían replantearse su vida. Pero aquello... Sentía ganas de sacar su arma y pegarle un tiro. No sería tan grave como la certeza de que se consideraría homicidio justificado. Eutanasia.
     ¿Cree que se recuperará?
      El médico se encogió de hombros.
     —No puedo asegurarlo. Ha perdido mucha sangre.

     Delante de ellos, la cosa emitió otro aullido lastimero, queriendo gritar. Mientras, tras ellos, el joven agente que le acompañaba no aguantó más. Se dio la vuelta, vomitando todo lo que llevaba comido desde hacía un día sobre el suelo inmaculado.

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