lunes, 16 de noviembre de 2015

EL GRITO DEL MOSQUITO

     —Si cariño, acabo de salir. Ahora mismo voy a verlo.
     Héctor Marín Soto paró un momento, cambiándose el teléfono de mano para sacar las llaves del Opel gris de segunda mano de su bolsillo derecho.
     —Sí, le he dicho que no es definitivo. De todos modos, voy a ver qué tal es. Cuando esté ya te…
     Se inclinó despacio para pasar al asiento delantero, evitando el arrebato verbal que escupía el teléfono.
     —Cami, Cami, espera… Sé que vienes en una semana. Pero vamos a tener mucho tiempo. Así que tranquila.
     La pausa siguiente duró un suspiro; la disculpa posterior, tan familiar que le pareció ensayada, le calmó los nervios. Lo menos conveniente era acabar la conversación a gritos por las dos bandas.
     —Vale. Y procura calmarte… Sí, yo también tengo ganas de verte. Sí… Te quiero.
     El pitido del teléfono al colgar apagó la pantalla. Y Héctor, con el olor a aceite frito y sudor reseco hormigueando en cada hilo de su camisa blanca, volvió a iluminarla. En su mano se formó la imagen de una chica joven  y guapa, sonriendo a la cámara mientras posaba delante de una fuente. Llevaba una gorra azul de la que caían rizos oscuros y desiguales, y una camisa blanca bajo la que se adivinaba una silueta no atlética pero sí hermosa.
     Al menos, de momento…
     Héctor guardó el teléfono, apoyando las manos sobre el volante y mirando al cielo más allá del parabrisas antes de encender el motor. Esa era la razón de que estuviese allí, de lo que hacía y de a dónde iba.
     La chica, su novia Camila, estaba en esos momentos en Albacete, visitando a sus padres. La foto era reciente; apenas hacía una semana que se la mandó. En ella seguía viéndose como el día que la conocía. Ya habían pasado tres meses desde que se lo dijo. 
     El Opel dio marcha atrás, haciendo brincar al móvil sobre el asiento del copiloto, sobre un pequeño folleto blanco con una sencilla leyenda: MONTEBELLA- EL LUGAR DE REPOSO IDEAL PARA LA GENTE IDEAL.

     —Tío, no sabes la suerte que tienes. Por ser tú, te lo podemos dejar barato. Cerca  de Torrevieja y del trabajo y, además, es un sitio bonito.
     Las palabras de Curro, el día que le contó la necesidad derivaba de la feliz noticia, resonaban en su cabeza. Héctor sonreía al hacerlo. Tenía razón; era un tío con suerte.
     Héctor no había tenido mucha suerte en la vida. Su padre era camionero, se pasaba mucho tiempo fuera, yendo y viniendo de arriba a abajo y viceversa, con la cabina lucieno su nombre y el de su hermana Helena y el remolque cargado de frutas, ropa o cajas en las que se escondían putas; nunca se había interesado por la mercancía. Su madre, una sencilla ama de casa con una habilidad especial para los accidentes, lo que la llevó a la tumba desde una escalera cuando él tenía doce años. Desde entonces, la vida fue dura, limitada por el dinero: de abundante pasó a ser aire, perdiéndose como las burbujas que salen de alguien incapaz de salir de debajo del aguas.
    A Curro, en cambio, la cosa le fue rodada. Sus padres tenían un restaurante que iba como un tiro en San Miguel, tan bien que pudieron ampliarse al sector inmobiliario. Veinte años después, el joven Francisco podía ganarse la vida como vendedor de Mercedes.
     A su modo, la historia inspiradora de películas de chico rico y el chico pobre amigos; unidos por el destino en las aulas de un colegio público al otro lado de las salinas desde los tres a los once años, lo bastante compenetrados (frase impensable para definir su relación por aquel entonces) para seguir en contacto, aunque siguiesen siendo personas muy distintas. Uno tenía empleo estable, el otro se ganaba la vida a destajo. Uno aún vivía en el hogar familiar, el otro se había independizado. Uno era tímido, el otro activo. Por ello, su mayor diferencia podía ser como se relacionaban con las mujeres: Curro había tenido pocas novias en mucho tiempo, puede que no chicas excepcionales pero rebosantes de eso que algunos llaman belleza interior. Héctor, en cambio, se podía permitir el lujo de cambiar de chica cada semana; siendo tan popular se cansaba de ellas rápido. Hasta que llegó Camila… y cometió el error del que no podría sólo pasar.
     Curro acudió a su rescate como el ángel Clarence de Qué bello es vivir, mientras Héctor se pasaba desde entonces sus ratos libres en su apartamento con las manos en torno a la cabeza, preguntando a Dios qué hacer y qué camino sería el correcto. Un día que quedaron para tomar café, uno de los últimos periodos de paz que le esperaban en seis meses, Curro le dijo algo interesante:
     —¿Sabes? Mi padre tiene un… un bloque de pisos, cerca de la Marquesa. Son… de una urbanización que iba a hacer. No pudo completarlo todo, pero ese, al menos, quedó terminado y tiene gente. Y, como todo está parado ahora pues… los precios están tirados.
      Héctor recordó que, por primera vez en su vida, miró a un hombre como si le atrajese.
     —¿Y dónde es?
     —Pues… —Curro le dio un largo sorbo  a su descafeinado con leche—. Hizo hasta folletos para anunciarlo. Los buscaré; sé que aún nos quedan…
     Héctor giró a la derecha en la salida, dejando atrás la 943. Unos metros más allá, la carretera de asfalto se convertía en surco color azúcar glass en el suelo cubierto de maleza. Le parecía que lo veía al fondo; el monolito blanco sobre el llano al borde de las salinas. El lugar perfecto para que una joven familia recién formada diese sus primeros pasos en el mundo
     Al menos, era domingo por la mañana; su jornada había acabado hasta el día siguiente y tenía todo el día para planear qué hacer. Héctor aceleró. Una curiosa anécdota ocurrida en El Floral (cafetería-restaurante-mala imitación americana donde trabajaba), le vino a la cabeza.
     Mientras se ocupaba de los pedidos junto a un compañero llamado Ricardo, comunicó la buena noticia del cambio de casa. Y, mientras todos volvían a sus puestos antes de que el señor Gutiérrez lo pidiese de un modo no del todo amable, oyó a Chimo, un camarero, comentar algo a otro llamado Juan:
     —Pobre. Veremos si está tan contento cuando sepa que se va al Mosquitero.

     MONTEBELLA-EL LUGAR DE REPOSO IDEAL PARA LA GENTE IDEAL.
     Parado delante de la entrada, sin haberla cruzado aún, Héctor se dio cuenta de que no tenía ni pizca de idea de dónde le venía el nombre a un edificio único con las salinas de fondo. Pero, menos aún, podía imaginarse de dónde cojones sacaron un eslogan tan poco acorde con la realidad. Llegó a mirar dos veces al asiento del copiloto, comprobando la imagen en el folleto. Era el mismo sitio, desde luego, pero desde que se tomó la instantánea había estado sometido a una larga huelga de limpieza.
     El bloque, de seis plantas y doce apartamentos cada una, estaba rodeado por una verja de cemento gris mate, lijado hasta eliminar todo trazo de grietas o poros en su superficie y rematada en lo alto de sus dos metros y medio por puntas de acero doradas con forma de flecha. Ahora, en cambio, se le había caído todo el maquillaje: la pared lucía aquí y allá hundimientos y grietas, además de que los artistas grafiteros traducir su nombre como COTO PÚBLICO-VEDA ABIERTA. Lo más irónico era que ningún roto alcanzaba las firmas de colores y las escenas, que incluían un murciélago y una pareja que hacía el amor. Los adornos sobre el muro tenían tantos desconchados que se habían vuelto negros, sensación de dejadez que se contagiaba a la hilera de cipreses al otro lado. Debían haberlos podado hacía poco, y muy bien. Más que el trabajo de un jardinero con tijeras parecía obra de un verdugo con un hacha.  
     El propio edificio, también de cemento, tenía balcones y seis ventanales amplios por fachada. Quizás los más afortunados eran los que podían ver el mar, ya que por donde él venía sólo había carretera y la flora del saladar, bajita e hinchada donde crecía algo.
     A los lados del camino, sobre al menos un kilómetro, el terreno había sido arrasado; dejando como cicatrices las huellas de las excavadoras sobre la obra ni siquiera empezada. Eso sí, desde el otro lado de los cristales sin brillo y los estandartes de camisetas, pantalones y ropa interior por los balcones quedaba intimidad, como se deducía por las cortinas, de aspecto grueso y gastado.
     A Héctor le causaron la impresión de que a los residentes de Montebella no les gustaba la compañía. Que alguien pidiese ver sus hogares en ese palacio gris, blanqueado por la sal y las cagadas de pájaro...
     ¿Problemas para llenarlo? Héctor se sintió como la victima de una broma pesada. Aquello no era una urbanización ni un bloque de lujo. Parecía una pieza sobrante de una barriada trasladado allí para dejar sitio al paso de camiones de limpieza. Lejos de los caminos principales, sin mantenimiento… La siguiente pregunta, inevitable.
     ¿Qué clase de gente viviría allí?
      Héctor giró a la izquierda nada más entrar y aparcó. Había bastante espacio, aunque el parking era pequeño y ya tenía ocupantes; un Opel azul marino, un Peugeot negro y un Renault dorado. Todos en buen estado, sólo manchados un poco por el polvo pálido y arañazos en los costados.
     Héctor se aseguró de no dejar su coche puerta con puerta con nadie.
     Fuera, el sol de julio golpeaba con fuerza el mediodía. El sudor se condensaba en su frente y axilas. Fue hacia entrada.
     —Tu piso es el 3-2. La llave el tiene el portero. Toca el timbre para entrar y dile que vienes de mi parte. Ya está avisado.
    Héctor se alisó la camisa, se frotó el sudor de la frente y se alisó el pelo con las manos; preguntándose sí merecía la pena esforzarse en dar una primera impresión buena.
     —Buenas tar…
     —Hola— bramó una voz desde la derecha—. El señor Marín, ¿verdad?
     Héctor retrocedió a su izquierda hasta rozar con la espalda los buzones, sintiendo las sienes palpitarle en la cabeza. Odiaba las sorpresas, de todo tipo.
     Enfrente había un ventanal, iluminado por una luz azulada interior. Una sombra sugiriendo que una persona muy grande se había puesto en movimiento.
     Cuando el portero salió a recibirle, Héctor notó la decepción adueñarse de él. Se esperaba, por alguna razón, encontrarse con alguien parecido a Fernando Tejero o Nacho Guerreros; un hombre de cuarenta y muchos, delgado y con uniforme azul de rostro poco atractivo, pelo revuelto y una barba apurada con maquinilla, de aspecto más bien ridículo.
     Vestido con camiseta blanca con el primer botón desabrochado y pantalones vaqueros, lo más fácil que podía decirse de él es que estaba gordo. No era simple obesidad; tenía el estómago colgando y un collarín de grasa definido en torno al cuello, pero sus brazos y sus piernas eran robustos y bien proporcionados, como si la flacidez en su cuerpo se ciñese a lo que había entre cintura y garganta. De unos treinta años, tenía una fina mata de pelo oscuro poco a poco devorada por sus entradas; y su cara, de forma ahuevada, terminaba en una boca pequeña de mentón saliente y labios gruesos adornada con una barba de alfileres, prueba de que se afeitaba no a diario pero sí a menudo. Sus gafas, con montura anticuada del color del tabaco quemado, creaban el efecto de que sus ojos eran saltones.
     En resumen, alguien que, si decidiese ponerse en forma, no quedaría mejor que como estaba.
     —Sí. —Héctor le tendió la mano—. Héctor Marín Soto.
     —Encantado. —La sacudió con fuerza mientras hablaba con voz suave, articulando las palabras de un modo que le pareció lentísimo—. Yo soy Román Ferret.
     Mitad Rompetechos y mitad Pepe  Leches, pensó Héctor sin quererlo, provocándose una sonrisa que abortó rascándose el mentón. Miró Román, temiendo haberle ofendido. Sin embargo, este sonreía ampliamente, lo que le sirvió para enterarse de que le faltaban dientes, por lo menos el último incisivo y el canino izquierdos.
     —Me alegro de conocerte —aseguró mientras se daba la vuelta—. El señor Francisco me ha hablado de tí. Vienes a ver el apartamento… y si te gusta, puede que lo alquiles.
     —Si, señor Fe…
     —Román —le corrigió, agarrando el marco de la portería.
     —Sí, Román.
     El hombre rió al pisar sus dominios. Medio minuto después, salió con tres llaves colgadas de una anilla sin llavero.
     —Supongo que pasarás unos días con nosotros… a ver qué te parece.
     —Sí… -admitió, bajando un momento la vista.
     —Sí, darle cuerda al futuro inquilino. Lo que tiene ser amigo del dueño,  ¿verdad?
      Héctor no respondió, limitándose dejando al rubor de su cara hablar por él, mientras Román recortaba la distancia.
     —Ten —dijo, pasándoselas—. Espero que te guste la comunidad.
     —Gracias. —Héctor se las guardó, sonriendo forzosamente.
     —Hay dos ascensores, uno a cada lado. Para tu piso… creo que el izquierdo es más rápido.
     —Gracias, Román. Yo también espero…
     —Y enhorabuena.
     Héctor había empezado a volverse cuando recibió la felicitación. Al principio no supo como encararla.
      —¿Por…?
     —Francisco…,—sonrió—, me dijo por qué buscas piso.
     —Ah, ya… —Héctor fingió que aquel bache en su vida le ; lo mismo que esa flagrante violación de su intimidad—. Muchas gracias.
       Gracias Curro, pensó.
     Román asintió; instantes después sintió sus pies volver a la portería. Él le imitó en sentido contrario, deseando conocer cuanto antes el que casi seguro sería su nuevo hogar.
     —¡Ah! —Oyó una palmada que le pareció una mano contra una frente—. Casi se me olvida.
     Héctor se volvió, preguntándose si el portero, por alguna razón, pretendía matarle de un susto.
     —Espere un momento, tengo que darte algo.
      Román volvió a la portería, donde Héctor vio su gruesa figura agacharse junto a la pared izquierda. Cuando salió, acunaba algo alargado.
     —Ten, el... regalo de bienvenida. En unos sitios es una tarta, en otros una fiesta… Aquí es esto.
     Román le tendió el presente con la mano derecha. Era un tubo metálico, cilíndrico y brillante, con amplias letras negras grabadas sobre su superficie: MATAMOSQUITOS.
     Un bote de insecticida
     —¿Y esto? —Lo sopesó, como esperando alguna sorpresa.
     —El señor Francisco… Sé que tiene el piso preparado. Pero de esto no sé si queda. Y, como hace falta, siempre tengo.
     —Sí, pero, ¿por qué? —insistió Héctor.
     Román le miró fijamente a los ojos.
     —¿Sabes, Héctor Marín, cómo llaman a este edificio?
     —El mosquitero.
     Lo dijo sin pensar siquiera sus palabras, recordando esa mañana.  Román asintió, cerrando los ojos con solemnidad.
     —Pues entonces, ¿para qué preguntas?
     El portero volvió a su puesto; parecía ansioso por volver, y Héctor sintió unas ganas locas de saber qué haría allí. ¿Se hincharía a base de bombones y se la machacaría con revistas hasta quedarse manco? Ni idea. Y, la verdad, no parecía mal tío.
     Subió un corto tramo de doce escalones con una rampa al lado y giró a la izquierda. Ahí estaba el ascensor.
      La puerta principal se abrió. Se volvió. Los tres recién llegados se detuvieron delante de la portería. El hombre, de unos cuarenta años, con el cuerpo reseco y la piel morena, con camisa azul y vaqueros desgastados, se había inclinado sobre el ventanal.
     —Eh, Román, ¿crees que podrás ver lo de las luces del pasillo?
     Hablaba con naturalidad, pero su actitud parecía agresiva. Aunque, si el encargado era tan timorato como parecía…
     Tras él su mujer, de edad similar y unos cuarenta kilos más sin llegar a obesa, llevaba falda rosa de mercadillo que casi rozaba el suelo y un bodi negro que estrujaba sus pechos caídos. Tenía el pelo ondulado y moreno recogido en forma de repollo y miraba a su marido con los ojos entrecerrados. No tenía pinta de ser muy feliz.
     Sólo llegó a verle la hija, de unos nueve años, bajita, delgada, con el pelo castaño hasta la nuca y con una diadema  rosa. Llevaba pantalones cortos y una camiseta blanca sin mangas, lo que le hizo pensar que no venían precisamente de la playa. Mientras Román le arreglaba la papeleta, la niña, que se entretenía moviendo los pies y mordiéndose el índice derecho, se volvió, cruzando sus ojos con Héctor.
     Éste decidió seguir. No le acababa de gustar esa mirada; era como si hubiese visto a través de él, como si no estuviese. O como si a la chiquilla, que parecía un poco tarada, no le importase que la viesen.
      Cuando la puerta del ascensor se cerró, se sintió libre por un momento; simplemente por volver a estar solo. Un miedo palpable hizo su sudor se espesase. ¿Podría ser la lamentable estampa que dejaba tres pisos más abajo una fotocopia de su futuro más inmediato?
     El tercer piso, de paredes blancas y suelo oscuro, parecía más de un pasillo de hospital que de unos pisos. Las puertas de madera eran robustas. Cuando la llave giró en la cerradura de la 3-2 un sonido llamó su atención, a su izquierda. Un hombre de cuerpo grueso y desaliñado pelo negro con camiseta de tirantes azul y pantalón corto, parado a dos puertas en el lado opuesto. La llave colgada de su puerta.
     —Buenas —saludó, levantando el bote de espray.
     El hombre sonrió e inclinó la cabeza; luego volvió a abrir su casa, recuperando su expresión agria inicial.
     El peor temor de Héctor se confirmaba, antes incluso de poner un pie en el piso: a los vecinos no les gustaba. Y peor, empezaba a pensar que ellos no iban a gustarle a él.
    
     —Sí, cari. Es muy grande, con mucha luz. Te encantará.
     Héctor, estirado sobre el sofá rojo del apartamento, miraba por la ventana del balcón cómo el día se extinguía.
     —Tener… pues tiene lo básico. Una cama, un sofá, cuarto de baño… Y nevera, aunque igual eso luego Curro nos lo reclama.
     El móvil se quejó con tanta fuerza que lo apartó de su oreja.
     —Si, tendremos que traérnoslo todo… Bueno, apuraré el tiempo de prueba. Total, no he pasado ni una noche aquí. Sí. Te quiero. Adiós.
     Cuando se cortó la comunicación, Héctor dejó que el teléfono se escurriese de su mano al suelo. Maldita sea, sabía que eso alteraba hormonalmente a las mujeres. ¿Pero era normal que hablasen tanto? Ella no era así antes…
     Héctor se sentía cansado. Tras un primer vistazo y comer a base de ensalada y filete, había dado un garbeo; esencialmente comprobando la distancia de allí a la ciudad y su trabajo. Había que admitirlo, veinte minutos a menos de cien engañan. En la ida le pareció el doble…
     El resto del día fue perder el tiempo. La verdad es que el sitio era ideal; muy silencioso, al menos de día. Tuvo ganas de visitar a alguno de sus vecinos, antes de que le odiasen por traer con su mudanza una temporada de noches en vela. Pero se contuvo; no quería interrumpir a nadie. Ni tropezar con nada que preferiría no ver. Pero ya fuese el calor o el mazazo a su bien planeada existencia, se sentía derrotado, exhausto; cosa que no le jodía tanto como saber que debería estar en Torrevieja con sus amigos, disfrutando de las últimas cenas para su actual soltería…
     Héctor sacudió la cabeza. Soltero estaba, no habían hablado de eso. Ni de nada…
     Se fue a la cama refunfuñando. Al día siguiente entraba a las ocho y media, y el trayecto se prometía tedioso. Apartó las sábanas y se dejó caer en camiseta de tirantes y calzoncillos, abrazando a la almohada como si fuese a ponerle con ella los cuernos a Camila. Al menos, no pasaría calor; las ventanas estaban abiertas y el aire fresco entraba.

      Se despertó notando su cuerpo caliente pero sin sudar, y sin nada en su cabeza. Su reloj, sobre una pequeña  mesita con tres cajones junto a la cama, marcaba las cuatro y dos minutos.
     Héctor se giró, algo iba mal. Estaba durmiendo bien, no tenía ganas de ir al baño aún… y no oía nada, ya fuesen las carreteras a los lejos o los vecinos. La alarma no había  sonado aún, pero estaba seguro de que algo le había despertado.
     Le rozó la oreja como un susurro de amor, un zumbido casi inaudible que se perdió en la habitación como una risa burlona. El pequeño vampiro se reía de la presa, antes de que sintiese sus mordiscos.
     Héctor gruñó, se tumbó boca arriba y cerró los ojos. No sentía picor, puede que ni le hubiese picado aún. Había entrado por la ventana volvería a salir por allí si sabía lo que le convenía. Sí no, esperaría a que se durmiese.
      Podía cerrarla, levantarse y echar espay, pero era más fácil volver a dormirse. Y cuando le faltaba poco volvió a oírlo. Pasó a su lado, una vibración que sólo pretendía quitarle el sueño. Héctor se esforzó en ignorarlo, pero volvió, casi un minuto después. Y otra vez. Y otra.
     De un manotazo al interruptor junto a la cama se hizo la luz, quemándole los ojos. Pudo verlos al abrirlos.
     Danzaban como golondrinas contra el blanco cielo del techo, al menos siete puntos negros que fingían estar en silencio. La gran paradoja del mosquito: es un chupador de sangre que deja como tarjeta de visita una molesta mancha roja picante. Y, sin embargo, quizás lo peor de los mosquitos es ese zumbido, como diciendo al durmiente estamos aquí y no puedes impedirlo. Un zumbido que ahora que los podía ver, no oía. Porque, ¿hay mayor contradicción que la de un vampiro sigiloso que despierta con sonido a su presa?
      Héctor se levantó; el suelo estaba tan recalentado por el verano que sus pies descalzos no lo sintieron. El ballet aéreo le abrió paso hacia el salón. Era hora de estrenar su regalo de bienvenida.
     Héctor empujó la ventana, impidiendo que llegasen refuerzos y cortándoles de paso la ruta de escape. De allí pasó al salón. No le sorprendió encontrárselo infestado, parecían más que en el dormitorio. Hasta vio a uno posarse sobre la pared de la recepción.
      Agitó el cilindro, lo destapó y saturó el aire con su olor a limón. Del salón, volvió al dormitorio. Ahora, libre de parásitos ruidosos, volvió a la cama, a la oscuridad y al silencio, con su particular pistola al alcance de la mano.
     Pasados apenas unos minutos, Héctor entendió que esa noche no podría disfrutar del silencio. Empezaron a llegar voces desde alguna parte; no entendía lo que decían, aunque eran fuertes y altas, como acompañadas de micrófonos. Parecían dos, una que hablaba y otra que replicaba…
     Héctor suspiró con desgana. La tele de alguien. ¿Quién?
     Tabiques de papel. Lo que faltaba.
       ¿Causaría eso la amargura que le pareció ver en los inquilinos? Otro sonido se sumó a la charla, este procedente de arriba, del 4-1 o el 4-2. Una mujer gemía repetidas veces, primero de modo contenido, intentando ser discreta, Luego…
     Si Héctor no tuvo una erección, animada por los brincos del somier, fue sólo por estar demasiado cansado.
     Se echó la almohada sobre la cabeza y la apretó, intento quedarse un poco sordo.

     —Buenas tardes señor Marín. —Román se asomó por su ventana—. Vaya, hoy tienes mala cara.
     Héctor sintió una vergüenza imprevista, que añadió algo de colorete a su rostro. El sueño le llegó tarde y en exceso, tanto que no oyó la alarma… al principio. Sólo eso y una suerte prodigiosa cogiendo semáforos le permitieron llegar puntual al Floral, ahorrándole una buena bronca. Por desgracia, el vapor de la freidora, el crepitar de la parrilla y los gritos de clientes y empleados transmitiéndole pedidos no le sentaron nada bien. Había tenido sueño cada hora de ese día, acabando la jornada con dolor de cabeza.
      La cara sebosa del portero otra vez le hizo sentirse demasiado grosero. Con el retraso tuvo que salir a la carrera, casi saltando por la ventana del Opel. Si Román le había saludado y había pasado de él, no tenía ni idea. Y, siendo el lunes un día de jornada intensiva, prefirió comer allí; no volviendo a verle el pelo hasta el final del día.
     —Buenas tardes… Román —acertó; la jaqueca parecía una hélice batiéndole el cerebro—. Perdón, es que… joder, tengo un dolor de cabeza que…
      —Sí. Y mucho sueño, parece.
      Los ojos de Héctor dejaron de aletear un momento, mirando al encargado. Román se había inclinado tanto que asomaba la cabeza como una tortuga. ¿Qué le habría delatado, la imposibilidad de mantener los ojos abiertos?
     —Una mala noche, ¿verdad? —Lo preguntó con una media sonrisa en la cara.
     —Sí, la ver…
     —¿Tienes algo para el dolor de cabeza aquí?¿Aspirinas, paracetamol…?
     Héctor ahogó un bostezo, sintiendo el vuelco de su corazón. No, no tenía ni tiritas. Y lo, precisamente, era que lo había pensado. Quería pasarse por su apartamento al acabar a traerse algunas cosas, pequeñas pero esenciales. El portátil para ver cómo era la conexión lejos de la civilización, ropa de repuesto, algunos medicamentos… Todo planeado el día anterior, antes de saber que iba a pasarse la noche en vela. Sí, se le ocurrió para en una farmacia, pero la autoimpuesta de llegar a casa, ducharse y dormir lo no dormido la otra noche le pudo.
     Mientras negaba, Román retrocedió y se levantó. Abrió algo dentro de la portería que le sonó a un botiquín. Cuando volvió, le tendió un blíster vacío, salvo por una única pastilla de Ibuprofeno.
     —Tenga —le indicó—. N trago de agua después de cenar; es mano de santo.
     —Muchas gracias. —Héctor se lo guardó en el bolsillo—. Me has salvado, Román.
     —Bueno… —Levantó una mano con humildad—. La primera noche casi todos la pasan mal. Luego se acostumbran. Y sólo la mitad de los apartamentos tiene residentes permanentes.
     —¿Y eso?
      Román cerró los ojos y asintió
     —El mosquitero. ¿Llegaste a estrenar el regalo?
     Desde luego. Héctor dejó de sonreír y asintió despacio.
     —¿Quieres saber por qué hay tantos mosquitos? —Román se contestó a sí mismo, sin esperar a Héctor—. Al principio esto iba ser mucho más grande, y esto era pura ciénaga; un pedacito suelto de la albufera sin uso. Lo secaron y construyeron esto. Pero luego, cuando tocaba hacer el resto, no lo hicieron. Esto se quedó solo… y rodeado de charcas de mosquitos.
     —Sí —confirmó Héctor—. Me he dado cuenta. Anoche…
     —Hablaron de solucionarlo —continuó con entusiasmo—. Echar pesticidas o algo así. Pero al final… —Román negó—. Por eso, aunque se anunció como Jauja, aquí no viene ni Dios. Sólo unos pocos que no llegan a ricos, que se pensaron que era una ganga… y dieron con el canto en la boca.
     Héctor no agregó nada. Le creía; se sintió igual cuando pasó del papel a la realidad. Eso facilitaba entender que todos fuesen tan gruñones.
     —Una cosa más; yo siempre tengo botes de insecticida aquí. Pero, en realidad, es mejor… que te los compres tú.
     —Ya, claro —asintió Héctor, pensando en la gracia que le hacía el coste adicional.
     —Sé que es una putada, sobre todo en verano. Hace calor, se abren ventanas…
     —Sí, a eso me refería.
     —Pero… —Román se encogió de hombros—. Hay que vivir, donde sea. Para cualquier otra cosa...
     —Estas tú. —La observación le arrancó una sonrisa—. ¿Te he dado ya las gracias por la pasti?

     El bocadillo de lomo que se agenció en el trabajo le ahorró la cena. A las diez menos cinco Héctor volvía a la cama, deshecha, arrugada y con un olor suave a sudor.
     Con las ventanas abiertas hasta ese momento, el recién duchado Héctor las cerró para volver a perfumar el piso a limón; sólo dos ráfagas para asegurarse de dormir sin compañía. Aunque la pastilla actuaba rápido y el ambiente era tolerable, las condiciones de su segunda noche no parecían halagüeñas.
     Justo antes de entrar en la ducha lo oyó; en el fondo derecho del pasillo. Dos portazos consecutivos y tremendos seguidos de pasos, perdiéndose en la distancia… hasta que una pieza sólida, de cerámica o de cristal, se estrelló contra el suelo.
     —¡Jodeeeer! ¡Me cago en… la puta! Dios, ¿ahora a  recoger esta mierd…?
     Al autor de los gritos no le importaba ser oído. Su forma de hablar delataba una buena cogorza. Un lunes.
     Toda una vida en apartamentos le habían enseñado a Héctor dos cosas de los vecinos: había que respetar su intimidad y tener cuidado con sus manías. Los borrachos podían ser muy ruidosos y muy violentos. Y aquel hombre… ¿Quién sería, el que fingió sonreír el día antes o alguien de más arriba? La gente allí era demasiado poco discreta para saber quién llevaba la voz cantante. Pedirles que, por favor, pensasen en los demás, podía ser muy desagradable.
      Por suerte, si hubo algo más que no quería oír, la ducha se ocupó de ahogarlo. Para cuando cerró el grifo y se envolvió en una toalla, lo único que oía era otra cosa.
     Un bebé llorando, hambriento del pecho de mamá, pidiendo con urgencia que le limpiasen, aburrido de estar tumbado en un corral… y lo oía, debajo de él, seguro. Le hizo gracia. ¿Serían visiones del futuro, como Nicholas Cage en Next? ¿El destino le advertía de lo mal que lo iba a pasar? Bueno, le serviría de preparatoria y, además,  tenía su lado bueno: cuando todo empezase, no estarían solos. Camila tendría otras madres con las que hablar y el bebé… más bebés con los que jugar. No creía que a ella le hiciese feliz pasarse el día charrando a la espera de los berridos, pero…
     Cuando se tumbó, no se oía ni un mosquito zumbando. El reloj marcaba las diez y diez.
    
     Héctor resopló, sintiéndose engañado. ¿Por qué cuando las cosas que van bien parece que van a ir demasiado bien duran tan poco?
     Las diez y quince, a punto de dormirse. Un portazo, algo más suave que el del borracho. Fuera, más o menos como enfrente…
     —¡Cariño, ya he llegado!
     Se sintió aliviado, boca arriba. Al menos duraría poco. Lo que no entendía era, ¿por qué cada vez que alguien era ruidoso se tenía que enterar?
     —¿Está ya la cena?
     Pasos, seguramente hacia la cocina.
     —Hola cielo.
     Silencio seguido de un sonido húmedo, quizás un beso.
     —¿Y eso?
     El marido estaba sorprendido. Gratamente. El siguiente sonido fue una palmada, seguramente en el trasero de la señora. Una forma de agradecerle el trabajo. Héctor sonrió.
     —¿Llamas a eso cena?
     El tono de él cambió.
     —Cariño, yo…
      Héctor dejó de sonreír cuando ella habló, antes de que otra palmada la callase.
     —¿Crees que me trabajo para que la cena esté fría? No, fría no. ¡Quemada!
     —Yo…
     A la voz femenina temblorosa y dubitativa se sumó otro factor. Lágrimas.
     —… no sabía que…
     Con la tercera palmada, Héctor se incorporó como cuando su padre le llamaba para ir al colegio. Sentía que debía levantarse, ver qué pasaba… Que carajo, sabía qué pasaba. Pero sus instintos le decían que, de momento, se limitase escuchar.
     —¿No sabías…?
     —Pensé que… llegarías antes.
     —Así que la culpa es mía. ¿No?
     —No, no. Mira, en un momento te preparo…
     —Sí, más te vale. Pero mira que eres… —Una silla ocupada por un culo arañó el suelo—. Si es que no se te puede dejar sola.
      El sonido del extractor absorbió todos los demás durante varios minutos. Después, no oyó nada más. Héctor, rendido, se dobló hacia la derecha.
     Conocía aquella situación, la había conocido de antemano pero nunca con tanto detalle. El edificio le brindaba una nueva y valiosa lección: algunos vecinos eran unos cabrones; tanto que se traían a casa los problemas del trabajo.

      Fue a la media hora, tras una breve tregua de verdadero sueño. Una agitación; al principio la atribuyó a un mosquito, pero venía de arriba, a la izquierda. ¿El 4-3? Bueno, no le importaba.
     Una cama gimió, un par de bocas chasquearon como castañuelas. Otra sesión de amor.
     Genial, otra vez a montárselo.
     Héctor se puso la almohada a modo de cascos, rezando sin palabras para enterarse lo menos posible del sexo nocturno ajeno. La verdad, cuando no se está en el tema, apreciar los detalles no mola tanto; en especial cuando eran tan ruidosos como aquellos. Cada beso lo oía como…
     —No cielo, por favor. Hoy estoy cansada. 
    Reprimió la risa. Era tan de cajón…
     Pero el besucón no se dio por aludido.
     —Venga, déjalo…
     Una cama gimió al hundirse, seguida de una sacudida. Empezaba el show…
     —Para. Te lo digo en serio, para.
     Era un juego que todos acababan conociendo. Algunas chicas se hacen las estrechas porque saben que así sus novios las desean más; eso les excita. Si se hacen de rogar, si les obligan a esforzarse, ellos las tratarán mejor. Gozan más…
     —Por favor, déjame…
     Héctor había pasado pro eso mañas de una vez; si la tía era inusualmente atractiva se empezaba besuqueando, luego se acariciaban, presionaban, se recorrían con la lengua como un polo… Coño, a Camila eso le encantaba antes de que la…
     —Para.
      La orden fue tajante. La cama empezó a chirriar, acompañada de la respiración entrecortada del componente masculino de la escena. Ella empezó a gemir… y Héctor, de repente, sintió mucho interés por la situación, pero por motivos muy distintos.
      —Para…
     Eso debía ser normal, ya lo habían hecho ayer. La mujer se resiste entre jadeos, deseando seguir…
—Déjame… para…
     Se cuelan algunos gritos anunciando la llegada del orgasmo, como ahora, con la cama trotando. Joder, les había oído la otra noche.
     —¡Para…!
     Con el grito el sueño se alejó de Héctor como un cuervo alzando el vuelo. Se concentró en oír.
     Él había hecho el amor lo bastante para saber que no era como eso. No era como ese grito. No era un grito que pide más, de quien goza con la experiencia. Era otra cosa.
    La cama se balanceó un par de veces más y paró. Él seguía respirando aceleradamente, y parecía que reía por lo bajo. Ella, en cambio, guardaba silencio; pero su respiración vibraba como los malditos mosquitos.
     —Te quiero —dijo él.
     Silencio parcial. No hubo respuesta.
     —¿Me oyes? —insistió, rodando sobre una cama, volviendo a besarla—. Te quiero.
     —Sí… —Por fin la voz de ella—. Yo también te quiero.
     Más besos, arrumacos, un llanto que se perdía en los labios del otro. Luego no oyó más.
     Héctor suspiró y giró también sobre su cama, feliz de haber despertado, de haber dejado atrás la pesadilla. Al final sí que era como pensaba, sólo un juego: eran jóvenes, una pareja; seguramente hacían el amor con frecuencia, practicaban posturas y hablaban. Como ahora.
     Era eso. Solo hacían el amor, disfrutando juntos y por igual.
     ¿Era eso?
     Por Dios, es sólo eso. Tiene que ser sólo eso.
     Se lo repitió, perdiendo la cuenta hasta dormirse. La noche no tuvo más incidentes.

     —Buenos días, señor Mar…
     —Coño, Román, a estas alturas llámame Héctor.
     —Como quieras, Héctor. —Sonrió, afable—. ¿Has pasado mejor la noche?
     Si supieses…
     —Pues sí. Esta noche no me ha molestado ningún mosquito —pero no nadie—. Ah, y muchas gracias por la pastilla. Creo me ayudó a dormir.
     El encargado cerró los ojos con deferencia.
     —Ya será menos.
     —Pero dormir con las ventanas cerradas…
     —Sí, se hace jodido.
     Román retrocedió en su asiento.
      —Yo preferiría aplastarlos —confesó—. Es más rápido que el espray.
     Héctor se acercó para oírle mejor.
     —¿Y qué, la cosa cambia en algo?
     Podía perder unos minutos de cháchara. Iba bien de tiempo y no pensaba que su suerte con el tráfico cambiase de un día a otro.
     —¿Sabes que los mosquitos gritan al morir?
      Román lo frotándose la frente como para espantar una mosca. Héctor le miró estupefacto.
     —¿Cómo?
     —Los mosquitos… —Román volvió a mirarle—.  Si los matas con insecticida, tardan en morir. Y mientras mueren gritan.
     Héctor le miró sin decir  nada, esperando que el portero se riese y dijese que se estaba quedando con él. Hasta que entendió que lo decía en serio.
—¿Y eso cómo puede ser? No tienen boca…
—Pero tienen alas —terció Román, juntando las manos sobre la mesa—. ¿Sabes? Cuando están agonizando, con el gas asfixiándoles, el sonido que hacen cambia. No es como cuando te zumban en la oreja, que es como una moto pasando a toda pastilla. No, se ponen a zumabr y no paran; es algo mantenido. Primero es como un motor, rum, rum, —sus gruesas mejillas se agitaron para emitir la onomatopeya; dándole un aspecto cómico que habría hecho reír a Héctor si no fuese por su solemnidad—, pero, a medida que se mueren, se va haciendo más fuerte, sin parar; y suena más agudo, como una uña arañando un cristal. Y al final… ¡Pum!
      Román golpeó la mesa con las manos al unísono, sobresaltando a Héctor.
     —Hacen un último zumbido y mueren. —Los ojos de Román brillaban y su rostro había enrojecido, como si contar esa historia le supusiese un esfuerzo.
     Héctor le miraba con una mezcla de sorpresa y repugnancia, como si asustarle hubiese sido su intención desde el principio.
      —Es muy suave, pero que no para hasta el final. Es desagradable, pero por suerte, dura poco.
     —Sí. Una charla interesante -Héctor sacó pecho, en un intento de reafirmarse frente a aquel asalto—. Bueno, Román, me voy, que llego tarde al trabajo. La próxima vez que eche espray, lo comp…
      —Pero es bueno, ¿sabes? —añadió Román, como pretendiendo retenerle—. Porque sabes que ese sonidito bajo y desagradable va a acabar. Pero hay otros sonidos, bajos y desagradables pero que oyes… y sabes que puede que duren poco… pero que no puedes controlar. Esto sabes que sólo pasa si hechas espray y hay mosquitos. Pero oros ruidos están cerca, pero no podemos llegar a ellos.
     Héctor abría la puerta cuando se detuvo, girando la cabeza para mirar hacia Román.
      —¿Hay alguna otra cosa… con la que tengas problemas, Héctor?
     —N… no. —Negó con la cabeza.
     —Me alegro. Buen día.
     Román se volvió, haciendo más visible el interior de la recepción para Héctor. Este, sin contenerse, echó un vistazo. No había mucho sobre la mesa: un vaso de café, una libreta y una maceta con una planta mustia; un cuadro de luces y otro de llaves en la pared…
     Colgada de la pared izquierda había una foto, sujeta por una chincheta metálica. Era una toma frontal de un chico joven, de entre dieciséis y veinte años, de pelo castaño oscuro, gafas de montura metálica y rostro ovalado, sonriendo. Héctor no pudo pasar por alto el parecido con Román. ¿Sería su hijo? No se había fijado en si llevaba anillo, aunque podía ser divorciado. Lo cierto es que la mujer que le quisiese debía ser muy, muy mujer… ¿Sería  porno light, un amor platónico con el que masturbarse por la noche?
      Mientras abría la puerta el ascensor llegó a la planta baja.. Una pareja bajó. Tendrían un poco menos de veinte años; el llevaba camisa y pantalones, pelo castaño claro peinado y mandíbula cuadrada. Ella, con camisa roja y vaqueros, tenía la cabeza en forma de pela, una melena corta rojiza y ojos grandes y castaños. Su piel era muy pálida. Sonreía con viveza.
     —Buenos días, Román— saludaron al llegar a la recepción.
      —Miriam, Alex…
     Román alzó una mano en señal de saludo. Héctor salió. Antes comprobó que ella, aún sonriente, lo besaba por debajo de la barbilla, cosa que, por la cara, le gustaba.
     Al llegar al Opel, sintió una profunda desazón. ¿Le habría Román eso con segundas? ¿Acaso… era consciente de los sonidos que inundaban el Mosquitero por la noche? Y si era así, ¿qué le había insinuado? ¿Una advertencia… o una amenaza?
    Mientras hacía marcha atrás, la puerta se abrió. La pareja feliz salió cogidos de la mano. Se movieron hacia el aparcamiento, sin fijarse en que esperó a perderlos.
     Héctor pensaba. ¿Sus vecinos de enfrente? ¿O los de arriba? Parecían tan bien…
     Héctor comprobó su pulsera. Los más de diez minutos del trayecto sobrantes se habían reducido a cinco y bajando. Lo más raro fue que no le importó.

     Era la maldición de los insectos. El lunes fueron los mosquitos lo que le mantuvo errando por la cocina. Ese día, descansado y capaz físicamente, era la mosca detrás de la oreja que le había pegado el conserje. No podía quitárselo de la cabeza.  
    Ruidos cerca que no podemos controlar.
     Eso le costó tomar mal dos pedidos, un resbalón peligrosamente cerca de la freidora y una buena bronca del señor Gutiérrez. Por suerte, los martes sólo tenía jornada parcial. A las seis pudo solucionar las tareas pendientes. Trasladó a Montebella su portátil, el cargador del móvil, ropa para el resto de la semana, medicamentos, un bote de insecticida (lo compró hacía tiempo, cuando encontró una cucaracha en la cocina) y más comida para la nevera. Decidió que el jueves, si nada cambiaba, hablaría con Curro. A esas alturas ya empezaba a creare una opinión personal sobre el sitio. Aislado y lleno de mosquitos, pero no del todo mal. Gente rara, pero que no tocaba las narices. Y un portero simpático, aunque algo loco.
     Cenó huevos y patatas fritas y se puso, después de varios días, a ver la tele, a la espera de que alguna noticia deportiva le levantase el ánimo. Con el día aun coleando en el horizonte, pudo ver a un mosquito pasar volando en silencio por delante de él. Al menos, a esa hora lo podía afrontar, y estaba preparado. Además, podría comprobar si Román tenía razón sobre sus gritos.
     Mientras una mujer rubia y atractiva que superaba los cuarenta explicaba que la mañana siguiente sería cálida y despejada en toda la Comunidad Valenciana, Héctor lo oyó, debajo de él.
     El bebé empezaba a llorar.
     —Bua… bua…
      Gritos fuertes pero no demasiado altos; mezcla tosca de maullido del gato y aullido de perro hambriento; sonido con el que, muy a su pesar, se tendría que familiarizar.
     El bebé lloró y lloró durante casi un minuto. Héctor agarró el mando, dispuesto a silenciarlo subiendo el volumen cuando oyó una puerta abrirse.
     —Vamos, vamos, ya vale. Mamá ya está aquí.
     Una voz femenina, no madura pero tampoco jovencita. Entre veinticinco y treinta años, decidió.
     La edad a la que la gente normal tiene hijos, pensó con amargura.
     —Tienes hambre, ¿verdad cariño?
     Menos mal, ya no tenía que quedarse sordo durante los anuncios. El bebé ronroneó, satisfecho de que le hiciesen caso; seguramente mientras su madre lo levantaba en brazos y se sacaba la teta. Imagen que, en ese contexto, prefirió sacarse de la cabeza.
     Pasó un anunció de coches, seguido del de una página web de contactos laborales. Héctor se adelantó, dispuesto a no perder detalles.
     Entonces lo oyó.
     —Joder. ¡Qué haces! ¡¿Por qué vomitas?!
      Parce que la criaturita no había tenido una buena digestión.
     —Vomitando la leche… ¿Qué, no te gusta lo que te da tu madre, eh?
     Se oyó un golpe, no sonoro como una palmada contra una superficie tersa sino seco como un cuerpo inerte al dar contra algo duro. Y el llanto volvió, sólo que había cambiado; tanto que Héctor agarró el mando y pulsó el botón del volumen en sentido descendente.
     Era más fuerte y más seguido; no como los berridos de hambre o frío. Estos eran breves, intensos y seguidos, como el latido de un corazón excitado en respuesta al miedo. O al dolor.
     —Te da asco la leche de tu madre ¿No te gusta lo que sale de mí, eh? ¿Pues sabes que tú saliste de aquí también?
     La voz ofendida se coló entre los gritos.
     —Oh, deja de llorar —pidió con desdén.
     La ignoró, ya fuese porque no la entendiese o porque le dolía demasiado para aliviarse sólo con palabras.
     —Deja de llorar, ¿me oyes?
     Otro golpe, este más suave. Fue como si le hubiesen subido el volumen; ya no parecía ni una voz humana. La alarma prevenía del desastre, suplicando que llegase ayuda, rápido.
     —¡Mocoso de mierda, deja de llorar! ¡Cállate de una vez!
      El grito, furioso, colérico, empequeñeció los sollozos. Pareció que todo el edificio tembló. Héctor se puso en pie de un salto.
     —Deja de llorar… ¡Que dejes de llorar te digo!
      Y entonces, otro cambio. El niño seguía llorando, podía oírlo, pero el grito se había perdido, absorbido por algo. El bebé quería expulsarlo, se notaba en como luchaba. Era algo como si le estuviesen tapando la boca con algo, grande y suave…
      El agónico concierto empezó a menguar. Y Héctor, movido por un miedo que no había experimentado hasta entonces, corrió hacia la puerta. Agarró el picaporte y empezó a girar las llaves mientras el bebé se quedaba sin ganas de llorar, cada vez más débil… más débil… más débil…
     —Cielo. ¿Cariño, estás bien?
     Ya no había gritos, sólo pucheros. De otro tipo.
     —Oh, cielo. ¿Por qué haces enfadar a mamá? Sabes que tienes que ser bueno.
     Se oyó un gemido, como una afirmación.
     —Venga, a limpiarte. Enseguida viene papá y tenemos que estar guapos para recibirlo. ¿Verdad?
     Pasos bajo él se perdieron por un pasillo. Héctor dejó su mano resbalar sobre el picaporte, sin llegar a abrirlo. Se rió.
     Una simple rabieta de madre primeriza; seguramente como las tuvo con él su madre, y como las vería él en ese apartamento o donde quiera que viviese en seis meses. No era nada. Sólo parecía…
     ¿Parecía?
     Era una situación ridícula, y sabía por qué. Su corazón iba a mil, le costaba respirar y, pese al calor, tenía el pelo de brazos y nuca erizado. La última vez que sintió algo parecido fue a los trece años, viendo una película en el cine, en la que un asesino enmascarado surgía sin parar de la nada, cuchillo en mano, desde detrás de cada puerta y cada ventana.
     Y sí, le asustaba; daba un salto en la butaca, tomaba aire, y cogía más palomitas. ¿La diferencia? Entonces era un simple reflejo. No le daba importancia a reaccionar así.

     El olor del mata-mosquitos llenaba el dormitorio; el calor había subido tanto en tan poco tiempo que Héctor volvió a abrir la ventana después de descargar generosamente el aerosol. Por lo menos, con la noche parecía volver la calma. El tráfico se iba en la distancia, en algún apartamento una radio emitía información deportiva. Y, en la misma planta, alguien roncaba despacio, como animándole a imitarle.
     Eran las tres y diez cuando la naturaleza llamó a su puerta y Héctor tuvo que dejar la cama. Por suerte, las visitas al servicio son rápidas. Con el depósito otra vez vacío, volvió a acostarse. El spray se había diluido del todo; tuvo ganas de cerrar otra vez la ventana. De momento no se oía ningún mosquito.
     Héctor se estiró con los ojos cerrados. Entonces le interrumpió el chirrido, largo y tenue. Levantó la espalda, buscándolo. Era parecido al de los mosquitos, pero…
     —¿Papá…?
     Suspiró aliviado. Era una puerta al abrirse, unas bisagras muy mal engrasadas. Una puerta tras él, en el apartamento de al lado.
     —Papá…
     Era la voz de una niña de no más de ocho años siendo visitada por su padre. Habría vuelto tarde del trabajo y quería arroparla.
     ¿Arroparla? ¿A LAS TRES DE LA MAÑANA?
     Héctor abrió de improviso los ojos, cuando volvió a oír hablar a la pequeña, cada vez con mayor nitidez.
     —Papa, por favor. Otra vez no…
     Lo imposible se hacía realidad. La niña hablaba a su padre con voz partida y temblorosa. Casi llorando.
     —Papá, no…
     Una sacudida, como de algo lanzándose contra  una cama. El grifo de las lágrimas se abrió.
     —No, por favor…
      Y el sonido empezó como el de la otra noche, pero mucho más cerca, mucho más claro; pegado a su cabeza. Las patas de la cama arrastradas, el adulto gimiendo, resoplando. Y la niña lloraba, de miedo y dolor.
     —No, papá, por favor… por favor…
     Héctor quedó sentado en la cama, con los ojos abiertos, mirando hacia la ventana. Quería hacer algo, ¿pero qué? Se había quedado en blanco; su cuerpo quería moverse, pero no encontraba voluntad para hacerlo.
     —Por favor, por favor… ¡Para!
     Las dos voces se sincronizaron en un grito final; después se entremezclaron otros dos sonidos húmedos, uno producido por labios, otro por la boca. Segundos después la puerta volvió a gemir, la cerradura encajó y se acabó el oír.
     Héctor volvió a acostarse. Temblaba y sus ojos estaban abiertos, pensando, sintiendo lo que acababa de pasar.
     Aquello… era tan terrible, y peor aún, tan rápido. Había cavado antes de que se decidiese a levantarse; o hasta a chillar. Por eso, se repetía, debió ser una pesadilla.
     ¡Sí! Una pesadilla. Un proceso rápido e irreal que nos interrumpe el sueño.
     Sollozos intermitente escapaba de su garganta; quien lo encontrase ahora pensaría que estaba colocado, loco o escuchando un chiste en sueños; al menos antes de ver el charco de lágrimas que se formaba bajo su cabeza. Ni siquiera se movió al oír el zumbido alejándose de su oído, anunciando que, ahora sí, había entrado un mosquito.
     Que se quedase. No importaba.
     Héctor giró sobre la almohada, cerrando los ojos con fuerza. Quería dormir, desconectar del mundo; cualquier cosa para olvidar aquello, al menos durante el resto de horas oscuras.
     Pero, media hora después, comprobó que había dejado su huella; volviendo su mente como un disco en blanco, que grababa lo primero en entrar y no paraba de reproducirlo.
     La alarma del reloj y las primeras luces lo pillaron dormido, cubierto de sudor y respirando con pesadez; recordando las mismas palabras que le habían despertado esa noche hasta siete veces.
     No, papá, por favor… por favor.

     —Bue… Vaya, hoy estas peor que nunca, ¿sabes?
      Héctor intentó sonreír a Román, consciente más que nunca de que tenía razón. Lo más irónico, bajo su camisa planchada impecable y sus pantalones limpios, parecía un soldado perdido una semana en la selva. Estaba hecho un pincel, cubierto de restos de barniz.
     —¿Problemas para dormir?
     El obeso portero se inclinaba sobre su brazo derecho, mirándole con curiosidad.
     —Sí. Se me olvidó echar espray… y los mosquitos me dieron la noche.
     Y no era del todo falso. Sentía picores, en el dorso del brazo derecho, tras la nuca y cerca del talón izquierdo. Pero lo que le privó del justo descanso fue otra cosa.
     —Bueno, la próxima vez, baja un momento y veré de ayudarte— le aseguró.
     —Sí, gra…
     —Y si pasase cualquier otra cosa… Que te moleste, dentro o fuera, en el pasillo, o si algún vecino se pusiese a hacer el cabra… Lo mismo. No te preocupes, no digo de quien da la queja. Eso me lo guardo para mí.
     —Vale… Gracias, Román. Hasta la tarde.
     De camino al Opel, rascándose la nuca, Héctor se sintió más que cansado. Se sentía perdido, confundido por el portero. Estaba allí todo el día, conocería a todos los vecinos mejor que él, que no le había visto el pelo a casi nadie. Parecía que sabía más cosas de las que decía…
     Por suerte o por desgracia, volvía a tocarle jornada completa. Tenía todo el día para poner sus pensamientos en orden. Aunque, y era indiscutible, el pisito empezaba a afectar a su trabajo.

     Tenía su mérito; aquellos apartamentos había conseguido lo que, hasta hacía unos años pensaba imposible: tenía miedo de irse a dormir, de pasar la noche en la cama solo. Y lo peor, por más digno que fuera, es que no era un miedo que pudiese ahuyentar encendiendo alguna luz.
     Cuando iba entrar, un carrito rojo se disponía a salir. Héctor mantuvo la puerta abierta.
     —Muchas gracias, caballero.
      —De nada.
      Se quedó mirandolos. Una mujer joven, pelo moreno recogido en una tranza, sonriente, sepecto cansado. Un bebé rollizo de unos cuatro meses, destapado, mriando a los lados con curiosidad.
     Sin morados, arañazos, heridas…
     Entró corriendo, saludó a Roman y fue derecho al ascensor.
     Casi las diez. Hacía ya rato que el olor a limón se había ido. Las ventanas estaban cerradas y su cabeza, sobre la almohada. Esa vez estaba preparado, pero no haría  nada hasta estar seguro. Y cerró los ojos esperando, por fin, pasar una noche tranquila

     Las tres menos cuatro. El calor le dio sed. Y luego tuvo que desechar el exceso de líquido. 
     Héctor tiró de la cadena y volvió a tumbarse, cruzándose de brazos  sobre el pecho como un muerto. Varios temores le rondaban la cabeza. ¿Habría pasado ya algo? ¿Iba a pasar ahora? ¿Le pillaría despierto?
     Unos minutos después empezó; el chirrido largo y tenue. No un mosquito; una puerta al abrirse. Cerca de él.
     Héctor abrió los ojos, dirigiendo las manos a la mesita. Unido a la pared por su cargador como un neonato, el móvil dejó de hacerle compañía al reloj. Fue cuestión de pulsar dos teclas; el número ya estaba listo. Sólo hacía falta llamar. La respuesta fue casi inmediata.
     —Emergencias, ¿dígame?
     —Buen… Llamo de Montebella, el Mosqui…Dio la dirección a la carrera—. Oigo ruido en la habitación de al lado, la 3-1. Creo… que un hombre está haciéndole daño a una niña…
     —Enseguida enviamos a alguien. ¿Desde dónde llama?
     —Hay portero, por si necesitan entrar. Por favor, no tarden.
     La comunicación se cortó y Héctor soltó el teléfono, apartando la mano conque había intentado amortiguar el chivatazo. Las palabras volaban desde la otra habitación.
     —Papá… por favor…
     Héctor saltó en dirección al salón, al balcón. Salió, mirando al camino de acceso, la carretera sumida en tinieblas rotas por algún coche. Quería verlos llegar, que lo hiciesen cuanto antes…
     Sabía, también, que al lado estaría empezando, que sería rápido y que seguramente la ayuda llegaría tarde. Pero,  aun así, tampoco quería volver a oírlo otra vez.
     Tardaron unos tres minutos; un coche iluminado sólo por sus faros. Dos agentes bajaron y fueron hacia la puerta. Luego desaparecieron, engullidos por el edificio. Unos minutos después, el ascensor se abrió. Alguien llamó a la puerta vecina.
     Cinco minutos después, tres hombres salieron hacia el coche, uno de ellos con los brazos a la espalda. Sus acompañantes le abrieron la puerta trasera del coche recién llegado. Mientras se iba, un enjambre de cabezas se asomó desde el Mosquitero. Una anciana en el sexto piso. Una pareja de mediana edad en el segundo. Dos jóvenes novios en el cuarto. Y mientras la curiosidad afloraba, hubo un residente que volvió a la cama.
      Su única esperanza, dormir tranquilo, aunque supiese que al otro lado de la pared hacia la que apoyaba la cabeza, una puerta se cerró, dejando a dos mujeres llorando. Entendía por qué lloraba la más joven, ¿pero por qué la imitaba su madre, abrazándola tiernamente con brazos angustiados?

     El jueves amaneció prometiendo temperaturas más suaves. Desperezándose al son de la alarma, Héctor desayunó, se vistió y fue a trabajar. Hoy iba a ser un buen día; estaba descansado y relajado. Por fin habían dormido bien, tanto su cuerpo como su conciencia.
     Salió del ascensor izquierdo; mientras giraba a la derecha, preguntándose qué diría Román, lo percibió. No lo oyó ni lo vio, pero lo sintió. Algo se movió tras él, desde las escaleras.
     Héctor se giró, recibiendo una mano sobre su boca que empujó su cráneo contra la pared. El golpe en la base de la cabeza le dolió, aturdiéndole. Intentó gritar, pero el cabrón le había tapado la boca. Héctor habría luchado, pero mientras el aturdimiento inicial pasaba, sintió la frialdad en su cuello, la luz reflejada en la hoja.
     —¿Te esperabas verme, hijo puta? Le espetó una voz cansada, cargada de desprecio. Me han soltado esta mañana. Sin cargos. Digas lo que digas.
     Héctor consiguió centrar los ojos, estremeciéndose al reconocerlo. Era el hombre que vio el primer día. Enjuto, piel arrugada, pelo muy corto. Sus ojos chorreaban ira y enseñaba los dientes.
     —Sé que tú fuiste el que llamó ayer a la bofia. Lo que no sé es por qué…
     Héctor quiso llorar; la niña pequeña, retraída, que dio por retrasada. Dios, ¿era la misma que…?
     —…juro que esto no se queda así. ¿Oyes? Me voy a acordar, y tú…
     —¿Va todo bien por ahí?
     Pasos pesados y lentos se acercaban desde la recepción; Román acudía a ver qué pasaba.
      El hombre miró a Héctor a los ojos por última vez, le pasó la navaja por delante de la garganta y se lanzó al ascensor. Para cuando el obeso portero llegó, se había largado.
     Héctor sintió que su buen humor y las energías que tanto le habían costado recuperar caían de su cuerpo como un puñado de pelos. Se mantuvo con la espalda apretada contra la pared.
     —Joder, lo sabía. —Román se apresuró al verlo¡Héctor, ¿cómo estás? !
     Notó que lo sacudían por los hombros. Giró el rostro hacia su salvador, sintiendo la tentación de llorar, de abrazarle, de darle un beso. Pero no hizo nada. Ni siquiera consiguió hablar.
Ese… —Roman suspiró—, sabía que haría algo. Pero que os cruzarais… Ya ha sido casualidad.
     Héctor recobró la compostura, apartándose con la mandíbula apretada. Quería chillar, golpear  y sobre todo, ir tras él. Sabía adónde iba.
     —Héctor. La mano de Román le presionó el hombro derecho—. Sé lo que ha pasado, y lo que pasó anoche. Y esto… Podrás denunciarle, sí, pero es mejor que no. Sólo será peor.
     Héctor se volvió para mirarle. Tenía la boca apretada y los ojos abiertos por algo más que la rabia. Ahora era por la sorpresa. Y la indignación.
     —¿Cómo, qué…? —Aa punto estuvo de coger su fofo cuello—. ¡¿Cómo… me dices qué…?!
      Román bajó la cabeza y cubrió el amenazante puño derecho con su gran mano, bajándolo a una altura inofensiva.
     —¿Tienes un rato… para una pequeña charla?
     Héctor suspiró. Y asintió. El hecho de haber llegado puntual toda la semana ya era en sí un milagro. Además, se había ganado un alto en el camino. Y algunas respuestas.
     —Verás, Héctor, sé… lo de ese vecino. Lo de su familia.
     Dentro de las dependencias del encargado, Héctor ocupó una silla de madera, hasta entonces en una esquina, junto a la de Román. Luego se sirvió dos tazas de café. Le ofreció una a Héctor que, sin ganas, la aceptó.
     —¿De verdad? preguntó mientras sorbía el oscuro líquido, ignorando su amargor.
      El portero asintió.
     —Bueno… no seguro, pero lo imagino. Esa niña… He estado aquí desde que llegaron. He visto cómo… cambiaba con el tiempo. Cada vez más retraída, más asustada…
     Héctor sonrió con ironía.
     —Y decía… que la gente de aquí era buena.
      Román dio un trago, antes de dejar el vaso en la mesa.
     —Y no te mentí aseguró. Son de lo más normal. Tienen trabajos y familias, posición económica normal, problemas…
     Román hizo una pausa, buscando el término correcto.
     —Quiero decir… que no son lo que llamaríamos criminales. Pero, en cada piso de este edificio, detrás de cada puerta, la gente tiene sus…
     ¿Secretos? preguntó Héctor, abrasándose lo labios con el siguiente sorbo.
      Román imitó su risa artificial.
     —Yo lo llamaría, más bien…. pecados. Secretos es porque es una palabra menos fea. Lo mismo se podría decir de crimen…
     —¿Y tú sabes… los de todos?
     Román asintió, de forma fatigada.
     —Me paso aquí todos los días, viéndoles ir y venir. Y por las noches, a veces, cuando hay pocos mosquitos, les oigo.
     La taza empezó a temblar en manos de Héctor.
     —¿Y nunca… has hecho nada?
      Román negó con la cabeza.
     —Por qué.
     —¿Qué puedo hacer? —preguntó, encogiéndose de hombros. No estoy capacitado para hacer nada.
     —Venga ya. Podrías denunciar, como he hecho yo Héctor entendió una parte de la frase que le indignó. ¿Capacitado, dices? Joder. ¿Por qué, porque eres el conserje? ¿El padre de Curro te paga para que dejes a la gente…?
     Román le lanzó una mirada a Héctor indignada; furiosa; más que la suya. Bastó para callarle.
     —Denunciar. ¿Para qué? Hay crimen si hay pruebas, y no las hay. Las cosas pasan, muy deprisa y luego se perdonan y olvidan, aunque se repitan luego.
     Héctor sintió como si su corazón se volcase dentro de su pecho, vaciándose de sangre hasta la última gota.
     —Los vecinos…
      Román sonrió.
     —¿Esos? Se callarán como putas. Por un lado, no quieren problemas entre ellos. Algunos, como ese, son violentos; ya lo has visto. Y por otro, claro está… tienen miedo por lo suyo. Nadie es del todo inocente, y en una comunidad todos los secretos se conocen. Si alguien se va de la lengua… algo que no quieren que se sepa se sabrá, y saldrán perdiendo. Sólo hay paz… si todos se callan lo de todos.
     —Aunque… Héctor, sintiéndose cansado, se levantó; necesitaba estar de pie, volver a sentir las piernas. ¿Sea algo como…?
     Román suspiró, esta vez con pesar.
     —Lo de la niña, dices. —Lanzó un amargo ja. Esa niña y su madre se pasaron la noche llorando porque se llevaron al padre. Seguro que lo oíste.
     Héctor no replicó.
     Y cuando le vean llegar, ¿quieres saber qué harán? Se tirarán a su cuello y le abrazarán. ¿Y qué dirán si la policía se mete? Negarlo todo, dirán que la niña tuvo una pesadilla y el padre fue al cuarto a calmarla. Y si llegan a hacerle un reconocimiento… Le echarán la culpa a un profesor, un médico, un tío o no sabrán nada. Le protegerán. Aunque sea un cabrón y un monstruo.
     Héctor se dejó caer de vuelta a la silla. Sus piernas se habían vuelto débiles, sin fuerza. Pensaba que fallarían y caería.
      —¿Y cómo… cómo puede…?
      Román se encogió de hombros otra vez.
     —¿Quién sabe? Naturaleza humana, supongo; o idiotez, o se creen que la gente cambia mágicamente, como el sapo se convierte en príncipe… llámalo como quieras. Cada uno se ocupa de lo suyo y su familia y se aguanta, sin importar qué pase a otros. Y, aunque se cubran unos a otros de mierda, siguen siendo familia. Todo queda en familia. Los niños oyen y callan, los adultos se reconcilian… las heridas se curan, los recuerdos se quedan en el pasado y la gente cambia… o hace creer que ha cambiado. Igual, dio otro sorbo al café—, piensan que eso es lo peor que les puede pasar. Y lo aguantan así.
      —¿Y tú…? Héctor le señaló—. ¿Nunca has intentado…?
     El portero suspiró. Luego enseñó los dientes y se pasó la mano por el lado izquierdo de la cara, sin necesidad de decir qué quería que viera.
     —¿Sabes cómo me hice esto? —preguntó, a lo que Héctor negó. Yo he vivido en muchos sitios, ¿sabes? Y siempre había algo. Un borracho en tal piso que le daba palizas a su mujer cada vez que había bebido, día sí, día no. En otro, había uno que vendía droga en el apartamento de arriba. Te pasabas el día viendo a gente que daba miedo subiendo las escaleras, mirándote con ojos de ido. En otro, zumbado que tenía ataques cada pocos días. Se ponía a gritar, a romper cosas, a chillar a sus padres…
     Román dio un último trago a la taza y la dejó definitivamente.
     —Alguna vez, en mi casa, teníamos miedo de lo que podía pasar, pero nunca hicimos nada. Esperábamos a que se calmaran. Ni llamar a la policía ni nada. Nunca… menos una vez. ¿Sabes por qué fue?
     Héctor ni se movió. ¿Por qué hacerlo? La respuesta era evidente.
     Román apartó la vista hacia la pared. A la foto del chico colgada.
     —Ese era yo con diecisiete años… cuando pasó explicó, antes de volverse. Fue un jueves. Mi padre estaba fuera, trabajando. Mi madre había ido a cuidar a una prima enferma. Yo tenía un examen a la mañana siguiente. Estaba estudiando, pasando las doce… y no podía concentrarme. Había… unos chicos de fiesta en el piso de abajo. Con música a todo volumen.  
     Héctor parpadeó, sorprendido por lo trivial de la revelación.
     —Me acosté e intenté dormirme, pensando que ya pararían. Pero pasó la una, las dos… y no bajaron el volumen ni un poco. Así que al final me levanté, bajé y les pedí que lo bajasen un poco.
     Román cerró los ojos y se cubrió la cara con la mano derecha. Parecía que reprimía las lágrimas.
     —¿Y…? Héctor se arrepintió casi al momento.
     —Pues un tío medio borracho que era el doble de grande que yo me saltó dos dientes de un guantazo aseguró, lanzando una risita histérica—. Así que me volvía a casa, llamé a la policía… y vinieron. Cuando se dieron cuenta, cortaron la música y se largaron, pero no cogieron a nadie.
     —Vaya…
     —Por eso… añadió Román, más repuesto. Sé que meterse en camisa de once varas con esto lleva a nada bueno. Es terrible y hay que estar loco para aguantarlo, pero no se puede hacer nada.
     Héctor se mordió el labio inferior, sintiéndose como el niño enterado de la no-existencia de los Reyes Magos.
     —Piensa que es algo que se oye mucho pero dura poco. Como… Román se rascó la barbilla un momento. El grito de los mosquitos al morir.
     Héctor dio un último sorbo a la taza, llevándose a los labios nada más que una línea de solaje.
     —¿Has llegado a hablar… con Francisco al respecto? intervino Román.
     No. —La pregunta le pilló por sorpresa. Aún no. Pensaba hacerlo hoy.
     Román se sacó del bolsillo un móvil.
     —Vaya, se hace tarde. Siento… Se levantó. Haberte hecho perder tanto tiempo.
     —Para nada. Héctor le imitó y le dio la mano. Es agradable hablar… de vez en cuando.
     —Bueno, pues hasta luego —sedespidió Román cuando se separaron. Que pases un  buen día. Y… no olvides comentárselo. Cuanto antes.

     Ya fuera, con la puerta cerrándose a sus espaldas, Héctor miró hacia atrás, al edificio blanco de seis pisos frente a las salinas. Montebella. El mosquitero.
      Un sitio normal lleno de gente normal. Gente normal que guardaba secretos oscuros secretos en sus apartamentos; secretos para todos menos para sus vecinos. Aislado y lejos de cualquier intervención, creciendo y corrompiendo como un cáncer a buen precio.
     Y entre todos, los mosquitos. Lo peor del sitio o, a su manera, los más justos. Iban y venían sin importar adonde, picando a inocentes y culpables por igual. Para ellos, sólo eran fuentes de sangre. ¿O funcionarían de otro modo? ¿Transmitirían algo más que picaduras y gérmenes? ¿Podrían extender el mal del edificio de un apartamento a otro…?
     Héctor fue hacia el coche, negando con la cabeza, consciente de que no era momento para divagar. Ya había pasado el tiempo de llegar puntual al trabajo. Accionó las llaves del Opel, lo abrió… y se detuvo. ¿Qué más daba llegar un poco más tarde? Además, sólo sería un momento.
      Sacó el móvil de su bolsillo. Había tomado su decisión. Primero llamaría a Curro, luego a Camila y les transmitiría su veredicto a los dos.

     Tenía que salir de allí como fuera.

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