EL GRITO DEL MOSQUITO
—Si cariño, acabo de salir. Ahora mismo voy a verlo.
Héctor Marín Soto paró un momento, cambiándose el teléfono de mano para sacar
las llaves del Opel gris de segunda mano de su bolsillo derecho.
—Sí, le he dicho que no es definitivo. De todos modos, voy a ver qué tal
es. Cuando esté ya te…
Se inclinó despacio para pasar al asiento delantero, evitando el
arrebato verbal que escupía el teléfono.
—Cami, Cami, espera… Sé que vienes en una semana. Pero vamos a tener
mucho tiempo. Así que tranquila.
La pausa siguiente duró un suspiro; la disculpa posterior, tan familiar
que le pareció ensayada, le calmó los nervios. Lo menos conveniente era acabar
la conversación a gritos por las dos bandas.
—Vale. Y procura calmarte… Sí, yo también tengo ganas de verte. Sí… Te
quiero.
El pitido del teléfono al colgar apagó la pantalla. Y Héctor, con el olor
a aceite frito y sudor reseco hormigueando en cada hilo de su camisa blanca, volvió
a iluminarla. En su mano se formó la imagen de una chica joven y guapa, sonriendo a la cámara mientras
posaba delante de una fuente. Llevaba una gorra azul de la que caían rizos
oscuros y desiguales, y una camisa blanca bajo la que se adivinaba una silueta
no atlética pero sí hermosa.
Al menos, de momento…
Héctor guardó el teléfono, apoyando las manos sobre el volante y mirando
al cielo más allá del parabrisas antes de encender el motor. Esa era la razón
de que estuviese allí, de lo que hacía y de a dónde iba.
La chica, su novia Camila, estaba en esos momentos en Albacete,
visitando a sus padres. La foto era reciente; apenas hacía una semana que se la
mandó. En ella seguía viéndose como el día que la conocía. Ya habían pasado tres
meses desde que se lo dijo.
El Opel dio marcha atrás, haciendo brincar al móvil sobre el asiento del
copiloto, sobre un pequeño folleto blanco con una sencilla leyenda: MONTEBELLA-
EL LUGAR DE REPOSO IDEAL PARA LA GENTE IDEAL.
—Tío, no sabes la suerte que tienes. Por ser tú, te lo podemos dejar
barato. Cerca de Torrevieja y del trabajo
y, además, es un sitio bonito.
Las palabras de Curro, el día que le contó la necesidad derivaba de la
feliz noticia, resonaban en su cabeza. Héctor sonreía al hacerlo. Tenía razón;
era un tío con suerte.
Héctor no había tenido mucha suerte en la vida. Su padre era camionero,
se pasaba mucho tiempo fuera, yendo y viniendo de arriba a abajo y viceversa,
con la cabina lucieno su nombre y el de su hermana Helena y el remolque cargado
de frutas, ropa o cajas en las que se escondían putas; nunca se había
interesado por la mercancía. Su madre, una sencilla ama de casa con una
habilidad especial para los accidentes, lo que la llevó a la tumba desde una escalera
cuando él tenía doce años. Desde entonces, la vida fue dura, limitada por el
dinero: de abundante pasó a ser aire, perdiéndose como las burbujas que salen
de alguien incapaz de salir de debajo del aguas.
A Curro, en cambio, la cosa le fue rodada. Sus padres tenían un
restaurante que iba como un tiro en San Miguel, tan bien que pudieron ampliarse
al sector inmobiliario. Veinte años después, el joven Francisco podía ganarse
la vida como vendedor de Mercedes.
A su modo, la historia inspiradora de películas de chico rico y el chico
pobre amigos; unidos por el destino en las aulas de un colegio público al otro
lado de las salinas desde los tres a los once años, lo bastante compenetrados
(frase impensable para definir su relación por aquel entonces) para seguir en
contacto, aunque siguiesen siendo personas muy distintas. Uno tenía empleo
estable, el otro se ganaba la vida a destajo. Uno aún vivía en el hogar
familiar, el otro se había independizado. Uno era tímido, el otro activo. Por
ello, su mayor diferencia podía ser como se relacionaban con las mujeres: Curro
había tenido pocas novias en mucho tiempo, puede que no chicas excepcionales
pero rebosantes de eso que algunos llaman belleza
interior. Héctor, en cambio, se podía permitir el lujo de cambiar de chica
cada semana; siendo tan popular se cansaba de ellas rápido. Hasta que llegó
Camila… y cometió el error del que no podría sólo pasar.
Curro acudió a su rescate como el ángel Clarence de Qué bello es vivir, mientras Héctor se pasaba desde entonces sus
ratos libres en su apartamento con las manos en torno a la cabeza, preguntando
a Dios qué hacer y qué camino sería el correcto. Un día que quedaron para tomar
café, uno de los últimos periodos de paz que le esperaban en seis meses, Curro
le dijo algo interesante:
—¿Sabes? Mi padre tiene un… un bloque de pisos, cerca de la Marquesa.
Son… de una urbanización que iba a hacer. No pudo completarlo todo, pero ese,
al menos, quedó terminado y tiene gente. Y, como todo está parado ahora pues…
los precios están tirados.
Héctor recordó que, por primera vez en su vida, miró a un hombre como si
le atrajese.
—¿Y dónde es?
—Pues… —Curro le dio un largo sorbo
a su descafeinado con leche—. Hizo hasta folletos para anunciarlo. Los
buscaré; sé que aún nos quedan…
Héctor giró a la derecha en la salida, dejando atrás la 943. Unos metros
más allá, la carretera de asfalto se convertía en surco color azúcar glass en
el suelo cubierto de maleza. Le parecía que lo veía al fondo; el monolito
blanco sobre el llano al borde de las salinas. El lugar perfecto para que una
joven familia recién formada diese sus primeros pasos en el mundo
Al menos, era domingo por la mañana; su jornada había acabado hasta el
día siguiente y tenía todo el día para planear qué hacer. Héctor aceleró. Una
curiosa anécdota ocurrida en El Floral
(cafetería-restaurante-mala imitación americana donde trabajaba), le vino a la
cabeza.
Mientras se ocupaba de los pedidos junto a un compañero llamado Ricardo,
comunicó la buena noticia del cambio de casa. Y, mientras todos volvían a sus
puestos antes de que el señor Gutiérrez lo pidiese de un modo no del todo
amable, oyó a Chimo, un camarero, comentar algo a otro llamado Juan:
—Pobre. Veremos si está tan contento cuando sepa que se va al Mosquitero.
MONTEBELLA-EL LUGAR DE REPOSO IDEAL PARA LA GENTE IDEAL.
Parado delante de la entrada, sin haberla cruzado aún, Héctor se dio
cuenta de que no tenía ni pizca de idea de dónde le venía el nombre a un edificio
único con las salinas de fondo. Pero, menos aún, podía imaginarse de dónde
cojones sacaron un eslogan tan poco acorde con la realidad. Llegó a mirar dos
veces al asiento del copiloto, comprobando la imagen en el folleto. Era el
mismo sitio, desde luego, pero desde que se tomó la instantánea había estado
sometido a una larga huelga de limpieza.
El bloque, de seis plantas y doce apartamentos cada una, estaba rodeado
por una verja de cemento gris mate, lijado hasta eliminar todo trazo de grietas
o poros en su superficie y rematada en lo alto de sus dos metros y medio por
puntas de acero doradas con forma de flecha. Ahora, en cambio, se le había
caído todo el maquillaje: la pared lucía aquí y allá hundimientos y grietas, además
de que los artistas grafiteros traducir su nombre como COTO PÚBLICO-VEDA ABIERTA.
Lo más irónico era que ningún roto alcanzaba las firmas de colores y las
escenas, que incluían un murciélago y una pareja que hacía el amor. Los adornos
sobre el muro tenían tantos desconchados que se habían vuelto negros, sensación
de dejadez que se contagiaba a la hilera de cipreses al otro lado. Debían
haberlos podado hacía poco, y muy bien. Más que el trabajo de un jardinero con
tijeras parecía obra de un verdugo con un hacha.
El propio edificio, también de cemento, tenía balcones y seis ventanales
amplios por fachada. Quizás los más afortunados eran los que podían ver el mar,
ya que por donde él venía sólo había carretera y la flora del saladar, bajita e
hinchada donde crecía algo.
A los lados del camino, sobre al menos un kilómetro, el terreno había
sido arrasado; dejando como cicatrices las huellas de las excavadoras sobre la
obra ni siquiera empezada. Eso sí, desde el otro lado de los cristales sin
brillo y los estandartes de camisetas, pantalones y ropa interior por los
balcones quedaba intimidad, como se deducía por las cortinas, de aspecto grueso
y gastado.
A Héctor le causaron la impresión de que a los residentes de Montebella no les gustaba la compañía.
Que alguien pidiese ver sus hogares en ese palacio gris, blanqueado por la sal
y las cagadas de pájaro...
¿Problemas para llenarlo? Héctor se sintió como la victima de una broma
pesada. Aquello no era una urbanización ni un bloque de lujo. Parecía una pieza
sobrante de una barriada trasladado allí para dejar sitio al paso de camiones
de limpieza. Lejos de los caminos principales, sin mantenimiento… La siguiente pregunta,
inevitable.
¿Qué clase de gente viviría allí?
Héctor giró a la izquierda nada más entrar y aparcó. Había bastante
espacio, aunque el parking era pequeño y ya tenía ocupantes; un Opel azul
marino, un Peugeot negro y un Renault dorado. Todos en buen estado, sólo
manchados un poco por el polvo pálido y arañazos en los costados.
Héctor se aseguró de no dejar su coche puerta con puerta con nadie.
Fuera, el sol de julio golpeaba con fuerza el mediodía. El sudor se condensaba
en su frente y axilas. Fue hacia entrada.
—Tu piso es el 3-2. La llave el tiene el portero. Toca el timbre para
entrar y dile que vienes de mi parte. Ya está avisado.
Héctor se alisó la camisa, se frotó el sudor de la frente y se alisó el
pelo con las manos; preguntándose sí merecía la pena esforzarse en dar una
primera impresión buena.
—Buenas tar…
—Hola— bramó una voz desde la derecha—. El señor Marín, ¿verdad?
Héctor retrocedió a su izquierda hasta
rozar con la espalda los buzones, sintiendo las sienes palpitarle en la cabeza.
Odiaba las sorpresas, de todo tipo.
Enfrente había un ventanal, iluminado por una luz azulada interior. Una
sombra sugiriendo que una persona muy grande se había puesto en movimiento.
Cuando el portero salió a recibirle, Héctor notó la decepción adueñarse
de él. Se esperaba, por alguna razón, encontrarse con alguien parecido a
Fernando Tejero o Nacho Guerreros; un hombre de cuarenta y muchos, delgado y
con uniforme azul de rostro poco atractivo, pelo revuelto y una barba apurada
con maquinilla, de aspecto más bien ridículo.
Vestido con camiseta blanca con el primer botón desabrochado y
pantalones vaqueros, lo más fácil que podía decirse de él es que estaba gordo.
No era simple obesidad; tenía el estómago colgando y un collarín de grasa definido
en torno al cuello, pero sus brazos y sus piernas eran robustos y bien
proporcionados, como si la flacidez en su cuerpo se ciñese a lo que había entre
cintura y garganta. De unos treinta años, tenía una fina mata de pelo oscuro
poco a poco devorada por sus entradas; y su cara, de forma ahuevada, terminaba
en una boca pequeña de mentón saliente y labios gruesos adornada con una barba
de alfileres, prueba de que se afeitaba no a diario pero sí a menudo. Sus gafas,
con montura anticuada del color del tabaco quemado, creaban el efecto de que
sus ojos eran saltones.
En resumen, alguien que, si decidiese ponerse en forma, no quedaría
mejor que como estaba.
—Sí. —Héctor le tendió la mano—. Héctor Marín Soto.
—Encantado. —La sacudió con fuerza mientras hablaba con voz suave,
articulando las palabras de un modo que le pareció lentísimo—. Yo soy Román
Ferret.
Mitad Rompetechos y mitad Pepe Leches,
pensó Héctor sin quererlo, provocándose una sonrisa que abortó rascándose el
mentón. Miró Román, temiendo haberle ofendido. Sin embargo, este sonreía
ampliamente, lo que le sirvió para enterarse de que le faltaban dientes, por lo
menos el último incisivo y el canino izquierdos.
—Me alegro de conocerte —aseguró mientras se daba la vuelta—. El señor
Francisco me ha hablado de tí. Vienes a ver el apartamento… y si te gusta,
puede que lo alquiles.
—Si, señor Fe…
—Román —le corrigió, agarrando el marco de la portería.
—Sí, Román.
El hombre rió al pisar sus dominios. Medio minuto después, salió con
tres llaves colgadas de una anilla sin llavero.
—Supongo que pasarás unos días con nosotros… a ver qué te parece.
—Sí… -admitió, bajando un momento la vista.
—Sí, darle cuerda al futuro inquilino. Lo que tiene ser amigo del
dueño, ¿verdad?
Héctor no respondió, limitándose dejando al rubor de su cara hablar por
él, mientras Román recortaba la distancia.
—Ten —dijo, pasándoselas—. Espero que te guste la comunidad.
—Gracias. —Héctor se las guardó, sonriendo forzosamente.
—Hay dos ascensores, uno a cada lado. Para tu piso… creo que el
izquierdo es más rápido.
—Gracias, Román. Yo también espero…
—Y enhorabuena.
Héctor había empezado a volverse cuando recibió la felicitación. Al
principio no supo como encararla.
—¿Por…?
—Francisco…,—sonrió—, me dijo por qué buscas piso.
—Ah, ya… —Héctor fingió que aquel bache en su vida le ; lo mismo que esa
flagrante violación de su intimidad—. Muchas gracias.
Gracias Curro, pensó.
Román asintió; instantes después sintió sus pies volver a la portería.
Él le imitó en sentido contrario, deseando conocer cuanto antes el que casi
seguro sería su nuevo hogar.
—¡Ah! —Oyó una palmada que le pareció una mano contra una frente—. Casi
se me olvida.
Héctor se volvió, preguntándose si el portero, por alguna razón,
pretendía matarle de un susto.
—Espere un momento, tengo que darte algo.
Román volvió a la portería, donde Héctor vio su gruesa figura agacharse
junto a la pared izquierda. Cuando salió, acunaba algo alargado.
—Ten, el... regalo de bienvenida. En unos sitios es una tarta, en otros
una fiesta… Aquí es esto.
Román le tendió el presente con la mano derecha. Era un tubo metálico,
cilíndrico y brillante, con amplias letras negras grabadas sobre su superficie:
MATAMOSQUITOS.
Un bote de insecticida
—¿Y esto? —Lo sopesó, como esperando alguna sorpresa.
—El señor Francisco… Sé que tiene el piso preparado. Pero de esto no sé
si queda. Y, como hace falta, siempre tengo.
—Sí, pero, ¿por qué? —insistió Héctor.
Román le miró fijamente a los ojos.
—¿Sabes, Héctor Marín, cómo llaman a este edificio?
—El mosquitero.
Lo dijo sin pensar siquiera sus palabras, recordando esa mañana. Román asintió, cerrando los ojos con
solemnidad.
—Pues entonces, ¿para qué preguntas?
El portero volvió a su puesto; parecía ansioso por volver, y Héctor
sintió unas ganas locas de saber qué haría allí. ¿Se hincharía a base de
bombones y se la machacaría con revistas hasta quedarse manco? Ni idea. Y, la
verdad, no parecía mal tío.
Subió un corto tramo de doce escalones con una rampa al lado y giró a la
izquierda. Ahí estaba el ascensor.
La puerta principal se abrió. Se volvió. Los tres recién llegados se
detuvieron delante de la portería. El hombre, de unos cuarenta años, con el
cuerpo reseco y la piel morena, con camisa azul y vaqueros desgastados, se había
inclinado sobre el ventanal.
—Eh, Román, ¿crees que podrás ver lo de las luces del pasillo?
Hablaba con naturalidad, pero su actitud parecía agresiva. Aunque, si el
encargado era tan timorato como parecía…
Tras él su mujer, de edad similar y unos cuarenta kilos más sin llegar a
obesa, llevaba falda rosa de mercadillo que casi rozaba el suelo y un bodi
negro que estrujaba sus pechos caídos. Tenía el pelo ondulado y moreno recogido
en forma de repollo y miraba a su marido con los ojos entrecerrados. No tenía
pinta de ser muy feliz.
Sólo llegó a verle la hija, de unos nueve años, bajita, delgada, con el
pelo castaño hasta la nuca y con una diadema
rosa. Llevaba pantalones cortos y una camiseta blanca sin mangas, lo que
le hizo pensar que no venían precisamente de la playa. Mientras Román le
arreglaba la papeleta, la niña, que se entretenía moviendo los pies y
mordiéndose el índice derecho, se volvió, cruzando sus ojos con Héctor.
Éste decidió seguir. No le acababa de gustar esa mirada; era como si
hubiese visto a través de él, como si no estuviese. O como si a la chiquilla, que
parecía un poco tarada, no le importase que la viesen.
Cuando la puerta del ascensor se cerró, se sintió libre por un momento;
simplemente por volver a estar solo. Un miedo palpable hizo su sudor se
espesase. ¿Podría ser la lamentable estampa que dejaba tres pisos más abajo una
fotocopia de su futuro más inmediato?
El tercer piso, de paredes blancas y suelo oscuro, parecía más de un
pasillo de hospital que de unos pisos. Las puertas de madera eran robustas.
Cuando la llave giró en la cerradura de la 3-2 un sonido llamó su atención, a
su izquierda. Un hombre de cuerpo grueso y desaliñado pelo negro con camiseta
de tirantes azul y pantalón corto, parado a dos puertas en el lado opuesto. La
llave colgada de su puerta.
—Buenas —saludó, levantando el bote de espray.
El hombre sonrió e inclinó la cabeza; luego volvió a abrir su casa,
recuperando su expresión agria inicial.
El peor temor de Héctor se confirmaba, antes incluso de poner un pie en
el piso: a los vecinos no les gustaba. Y peor, empezaba a pensar que ellos no
iban a gustarle a él.
—Sí, cari. Es muy grande, con mucha luz. Te encantará.
Héctor, estirado sobre el sofá rojo del apartamento, miraba por la
ventana del balcón cómo el día se extinguía.
—Tener… pues tiene lo básico. Una cama, un sofá, cuarto de baño… Y
nevera, aunque igual eso luego Curro nos lo reclama.
El móvil se quejó con tanta fuerza que lo apartó de su oreja.
—Si, tendremos que traérnoslo todo… Bueno, apuraré el tiempo de prueba.
Total, no he pasado ni una noche aquí. Sí. Te quiero. Adiós.
Cuando se cortó la comunicación, Héctor dejó que el teléfono se
escurriese de su mano al suelo. Maldita sea, sabía que eso alteraba
hormonalmente a las mujeres. ¿Pero era normal que hablasen tanto? Ella no era
así antes…
Héctor se sentía cansado. Tras un primer vistazo y comer a base de
ensalada y filete, había dado un garbeo; esencialmente comprobando la distancia
de allí a la ciudad y su trabajo. Había que admitirlo, veinte minutos a menos
de cien engañan. En la ida le pareció el doble…
El resto del día fue perder el tiempo. La verdad es que el sitio era
ideal; muy silencioso, al menos de día. Tuvo ganas de visitar a alguno de sus
vecinos, antes de que le odiasen por traer con su mudanza una temporada de
noches en vela. Pero se contuvo; no quería interrumpir a nadie. Ni tropezar con
nada que preferiría no ver. Pero ya fuese el calor o el mazazo a su bien
planeada existencia, se sentía derrotado, exhausto; cosa que no le jodía tanto
como saber que debería estar en Torrevieja con sus amigos, disfrutando de las
últimas cenas para su actual soltería…
Héctor sacudió la cabeza. Soltero estaba, no habían hablado de eso. Ni
de nada…
Se fue a la cama refunfuñando. Al día siguiente entraba a las ocho y
media, y el trayecto se prometía tedioso. Apartó las sábanas y se dejó caer en
camiseta de tirantes y calzoncillos, abrazando a la almohada como si fuese a
ponerle con ella los cuernos a Camila. Al menos, no pasaría calor; las ventanas
estaban abiertas y el aire fresco entraba.
Se despertó notando su cuerpo caliente pero sin sudar, y sin nada en su
cabeza. Su reloj, sobre una pequeña
mesita con tres cajones junto a la cama, marcaba las cuatro y dos
minutos.
Héctor se giró, algo iba mal. Estaba durmiendo bien, no tenía ganas de
ir al baño aún… y no oía nada, ya fuesen las carreteras a los lejos o los
vecinos. La alarma no había sonado aún,
pero estaba seguro de que algo le había despertado.
Le rozó la oreja como un susurro de amor, un zumbido casi inaudible que
se perdió en la habitación como una risa burlona. El pequeño vampiro se reía de
la presa, antes de que sintiese sus mordiscos.
Héctor gruñó, se tumbó boca arriba y cerró los ojos. No sentía picor, puede
que ni le hubiese picado aún. Había entrado por la ventana volvería a salir por
allí si sabía lo que le convenía. Sí no, esperaría a que se durmiese.
Podía cerrarla, levantarse y echar espay, pero era más fácil volver a
dormirse. Y cuando le faltaba poco volvió a oírlo. Pasó a su lado, una
vibración que sólo pretendía quitarle el sueño. Héctor se esforzó en ignorarlo,
pero volvió, casi un minuto después. Y otra vez. Y otra.
De un manotazo al interruptor junto a la cama se hizo la luz, quemándole
los ojos. Pudo verlos al abrirlos.
Danzaban como golondrinas contra el blanco cielo del techo, al menos siete
puntos negros que fingían estar en silencio. La gran paradoja del mosquito: es
un chupador de sangre que deja como tarjeta de visita una molesta mancha roja picante.
Y, sin embargo, quizás lo peor de los mosquitos es ese zumbido, como diciendo
al durmiente estamos aquí y no puedes
impedirlo. Un zumbido que ahora que los podía ver, no oía. Porque, ¿hay
mayor contradicción que la de un vampiro sigiloso que despierta con sonido a su
presa?
Héctor se levantó; el suelo estaba tan recalentado por el verano que sus
pies descalzos no lo sintieron. El ballet aéreo le abrió paso hacia el salón.
Era hora de estrenar su regalo de bienvenida.
Héctor empujó la ventana, impidiendo que llegasen refuerzos y
cortándoles de paso la ruta de escape. De allí pasó al salón. No le sorprendió encontrárselo
infestado, parecían más que en el dormitorio. Hasta vio a uno posarse sobre la
pared de la recepción.
Agitó el cilindro, lo destapó y saturó
el aire con su olor a limón. Del salón, volvió al dormitorio. Ahora, libre de
parásitos ruidosos, volvió a la cama, a la oscuridad y al silencio, con su
particular pistola al alcance de la mano.
Pasados apenas unos minutos, Héctor entendió que esa noche no podría
disfrutar del silencio. Empezaron a llegar voces desde alguna parte; no
entendía lo que decían, aunque eran fuertes y altas, como acompañadas de
micrófonos. Parecían dos, una que hablaba y otra que replicaba…
Héctor suspiró con desgana. La tele de alguien. ¿Quién?
Tabiques de papel. Lo que faltaba.
¿Causaría eso la amargura que le pareció ver en los inquilinos? Otro
sonido se sumó a la charla, este procedente de arriba, del 4-1 o el 4-2. Una
mujer gemía repetidas veces, primero de modo contenido, intentando ser discreta,
Luego…
Si Héctor no tuvo una erección, animada por los brincos del somier, fue sólo por estar demasiado
cansado.
Se echó la almohada sobre la cabeza y la apretó, intento quedarse un
poco sordo.
—Buenas tardes señor Marín. —Román se asomó por su ventana—. Vaya, hoy
tienes mala cara.
Héctor sintió una vergüenza imprevista, que añadió algo de colorete a su
rostro. El sueño le llegó tarde y en exceso, tanto que no oyó la alarma… al
principio. Sólo eso y una suerte prodigiosa cogiendo semáforos le permitieron llegar
puntual al Floral, ahorrándole una
buena bronca. Por desgracia, el vapor de la freidora, el crepitar de la
parrilla y los gritos de clientes y empleados transmitiéndole pedidos no le
sentaron nada bien. Había tenido sueño cada hora de ese día, acabando la
jornada con dolor de cabeza.
La cara sebosa del portero otra vez le hizo sentirse demasiado grosero.
Con el retraso tuvo que salir a la carrera, casi saltando por la ventana del
Opel. Si Román le había saludado y había pasado de él, no tenía ni idea. Y,
siendo el lunes un día de jornada intensiva, prefirió comer allí; no volviendo
a verle el pelo hasta el final del día.
—Buenas tardes… Román —acertó; la jaqueca parecía una hélice batiéndole
el cerebro—. Perdón, es que… joder, tengo un dolor de cabeza que…
—Sí. Y mucho sueño, parece.
Los ojos de Héctor dejaron de aletear un momento, mirando al encargado.
Román se había inclinado tanto que asomaba la cabeza como una tortuga. ¿Qué le
habría delatado, la imposibilidad de mantener los ojos abiertos?
—Una mala noche, ¿verdad? —Lo preguntó con una media sonrisa en la cara.
—Sí, la ver…
—¿Tienes algo para el dolor de cabeza aquí?¿Aspirinas, paracetamol…?
Héctor ahogó un bostezo, sintiendo el vuelco de su corazón. No, no tenía
ni tiritas. Y lo, precisamente, era que lo había pensado. Quería pasarse por su
apartamento al acabar a traerse algunas cosas, pequeñas pero esenciales. El
portátil para ver cómo era la conexión lejos de la civilización, ropa de repuesto,
algunos medicamentos… Todo planeado el día anterior, antes de saber que iba a
pasarse la noche en vela. Sí, se le ocurrió para en una farmacia, pero la autoimpuesta
de llegar a casa, ducharse y dormir lo no dormido la otra noche le pudo.
Mientras negaba, Román retrocedió y se levantó. Abrió algo dentro de la
portería que le sonó a un botiquín. Cuando volvió, le tendió un blíster vacío,
salvo por una única pastilla de Ibuprofeno.
—Tenga —le indicó—. N trago de agua después de cenar; es mano de santo.
—Muchas gracias. —Héctor se lo guardó en el bolsillo—. Me has salvado,
Román.
—Bueno… —Levantó una mano con humildad—. La primera noche casi todos la
pasan mal. Luego se acostumbran. Y sólo la mitad de los apartamentos tiene
residentes permanentes.
—¿Y eso?
Román cerró los ojos y asintió
—El mosquitero. ¿Llegaste a estrenar el regalo?
Desde luego. Héctor dejó de sonreír y asintió despacio.
—¿Quieres saber por qué hay tantos mosquitos? —Román se contestó a sí
mismo, sin esperar a Héctor—. Al principio esto iba ser mucho más grande, y esto
era pura ciénaga; un pedacito suelto de la albufera sin uso. Lo secaron y
construyeron esto. Pero luego, cuando tocaba hacer el resto, no lo hicieron.
Esto se quedó solo… y rodeado de charcas de mosquitos.
—Sí —confirmó Héctor—. Me he dado cuenta. Anoche…
—Hablaron de solucionarlo —continuó con entusiasmo—. Echar pesticidas o
algo así. Pero al final… —Román negó—. Por eso, aunque se anunció como Jauja,
aquí no viene ni Dios. Sólo unos pocos que no llegan a ricos, que se pensaron
que era una ganga… y dieron con el canto en la boca.
Héctor no agregó nada. Le creía; se sintió igual cuando pasó del papel a
la realidad. Eso facilitaba entender que todos fuesen tan gruñones.
—Una cosa más; yo siempre tengo botes de insecticida aquí. Pero, en
realidad, es mejor… que te los compres tú.
—Ya, claro —asintió Héctor, pensando en la gracia que le hacía el coste
adicional.
—Sé que es una putada, sobre todo en verano. Hace calor, se abren
ventanas…
—Sí, a eso me refería.
—Pero… —Román se encogió de hombros—. Hay que vivir, donde sea. Para
cualquier otra cosa...
—Estas tú. —La observación le arrancó una sonrisa—. ¿Te he dado ya las
gracias por la pasti?
El bocadillo de lomo que se agenció en el trabajo le ahorró la cena. A
las diez menos cinco Héctor volvía a la cama, deshecha, arrugada y con un olor suave
a sudor.
Con las ventanas abiertas hasta ese momento, el recién duchado Héctor
las cerró para volver a perfumar el piso a limón; sólo dos ráfagas para
asegurarse de dormir sin compañía. Aunque la pastilla actuaba rápido y el
ambiente era tolerable, las condiciones de su segunda noche no parecían
halagüeñas.
Justo antes de entrar en la ducha lo oyó; en el fondo derecho del pasillo.
Dos portazos consecutivos y tremendos seguidos de pasos, perdiéndose en la
distancia… hasta que una pieza sólida, de cerámica o de cristal, se estrelló
contra el suelo.
—¡Jodeeeer! ¡Me cago en… la puta! Dios, ¿ahora a recoger esta mierd…?
Al autor de los gritos no le importaba ser oído. Su forma de hablar
delataba una buena cogorza. Un lunes.
Toda una vida en apartamentos le habían enseñado a Héctor dos cosas de
los vecinos: había que respetar su intimidad y tener cuidado con sus manías. Los
borrachos podían ser muy ruidosos y muy violentos. Y aquel hombre… ¿Quién sería,
el que fingió sonreír el día antes o alguien de más arriba? La gente allí era
demasiado poco discreta para saber quién llevaba la voz cantante. Pedirles que,
por favor, pensasen en los demás, podía ser muy desagradable.
Por suerte, si hubo algo más que no quería oír, la ducha se ocupó de
ahogarlo. Para cuando cerró el grifo y se envolvió en una toalla, lo único que
oía era otra cosa.
Un bebé llorando, hambriento del pecho de mamá, pidiendo con urgencia
que le limpiasen, aburrido de estar tumbado en un corral… y lo oía, debajo de
él, seguro. Le hizo gracia. ¿Serían visiones del futuro, como Nicholas Cage en Next? ¿El destino le advertía de lo mal
que lo iba a pasar? Bueno, le serviría de preparatoria y, además, tenía su lado bueno: cuando todo empezase, no
estarían solos. Camila tendría otras madres con las que hablar y el bebé… más
bebés con los que jugar. No creía que a ella le hiciese feliz pasarse el día
charrando a la espera de los berridos, pero…
Cuando se tumbó, no se oía ni un mosquito zumbando. El reloj marcaba las
diez y diez.
Héctor resopló, sintiéndose engañado. ¿Por qué cuando las cosas que van
bien parece que van a ir demasiado bien duran tan poco?
Las diez y quince, a punto de dormirse. Un portazo, algo más suave que
el del borracho. Fuera, más o menos como enfrente…
—¡Cariño, ya he llegado!
Se sintió aliviado, boca arriba. Al menos duraría poco. Lo que no
entendía era, ¿por qué cada vez que alguien era ruidoso se tenía que enterar?
—¿Está ya la cena?
Pasos, seguramente hacia la cocina.
—Hola cielo.
Silencio seguido de un sonido húmedo, quizás un beso.
—¿Y eso?
El marido estaba sorprendido. Gratamente. El siguiente sonido fue una
palmada, seguramente en el trasero de la señora. Una forma de agradecerle el
trabajo. Héctor sonrió.
—¿Llamas a eso cena?
El tono de él cambió.
—Cariño, yo…
Héctor dejó de sonreír cuando ella habló, antes de que otra palmada la callase.
—¿Crees que me trabajo para que la cena esté fría? No, fría no.
¡Quemada!
—Yo…
A la voz femenina temblorosa y dubitativa se sumó otro factor. Lágrimas.
—… no sabía que…
Con la tercera palmada, Héctor se incorporó como cuando su padre le
llamaba para ir al colegio. Sentía que debía levantarse, ver qué pasaba… Que
carajo, sabía qué pasaba. Pero sus instintos le decían que, de momento, se
limitase escuchar.
—¿No sabías…?
—Pensé que… llegarías antes.
—Así que la culpa es mía. ¿No?
—No, no. Mira, en un momento te
preparo…
—Sí, más te vale. Pero mira que eres… —Una silla ocupada por un culo
arañó el suelo—. Si es que no se te puede dejar sola.
El sonido del extractor absorbió todos los demás durante varios minutos.
Después, no oyó nada más. Héctor, rendido, se dobló hacia la derecha.
Conocía aquella situación, la había conocido de antemano pero nunca con
tanto detalle. El edificio le brindaba una nueva y valiosa lección: algunos
vecinos eran unos cabrones; tanto que se traían a casa los problemas del
trabajo.
Fue a la media hora, tras una breve tregua de verdadero sueño. Una
agitación; al principio la atribuyó a un mosquito, pero venía de arriba, a la
izquierda. ¿El 4-3? Bueno, no le importaba.
Una cama gimió, un par de bocas chasquearon como castañuelas. Otra
sesión de amor.
Genial, otra vez a montárselo.
Héctor se puso la almohada a modo de cascos, rezando sin palabras para
enterarse lo menos posible del sexo nocturno ajeno. La verdad, cuando no se
está en el tema, apreciar los detalles no mola tanto; en especial cuando eran
tan ruidosos como aquellos. Cada beso lo oía como…
—No cielo, por favor. Hoy estoy cansada.
Reprimió la risa. Era tan de cajón…
Pero el besucón no se dio por aludido.
—Venga, déjalo…
Una cama gimió al hundirse, seguida de una sacudida. Empezaba el show…
—Para. Te lo digo en serio, para.
Era un juego que todos acababan conociendo. Algunas chicas se hacen las
estrechas porque saben que así sus novios las desean más; eso les excita. Si se
hacen de rogar, si les obligan a esforzarse, ellos las tratarán mejor. Gozan
más…
—Por favor, déjame…
Héctor había pasado pro eso mañas de una vez; si la tía era inusualmente
atractiva se empezaba besuqueando, luego se acariciaban, presionaban, se recorrían
con la lengua como un polo… Coño, a Camila eso le encantaba antes de que la…
—Para.
La orden fue tajante. La cama empezó a chirriar, acompañada de la
respiración entrecortada del componente masculino de la escena. Ella empezó a
gemir… y Héctor, de repente, sintió mucho interés por la situación, pero por
motivos muy distintos.
—Para…
Eso debía ser normal, ya lo habían hecho ayer. La mujer se resiste entre
jadeos, deseando seguir…
—Déjame… para…
Se cuelan algunos gritos anunciando la llegada del orgasmo, como ahora,
con la cama trotando. Joder, les había oído la otra noche.
—¡Para…!
Con el grito el sueño se alejó de Héctor como un cuervo alzando el
vuelo. Se concentró en oír.
Él había hecho el amor lo bastante para saber que no era como eso. No
era como ese grito. No era un grito que pide más, de quien goza con la
experiencia. Era otra cosa.
La cama se balanceó un par de veces más y paró. Él seguía respirando aceleradamente,
y parecía que reía por lo bajo. Ella, en cambio, guardaba silencio; pero su
respiración vibraba como los malditos mosquitos.
—Te quiero —dijo él.
Silencio parcial. No hubo respuesta.
—¿Me oyes? —insistió, rodando sobre una cama, volviendo a besarla—. Te
quiero.
—Sí… —Por fin la voz de ella—. Yo también te quiero.
Más besos, arrumacos, un llanto que se perdía en los labios del otro.
Luego no oyó más.
Héctor suspiró y giró también sobre su cama, feliz de haber despertado,
de haber dejado atrás la pesadilla. Al final sí que era como pensaba, sólo un
juego: eran jóvenes, una pareja; seguramente hacían el amor con frecuencia,
practicaban posturas y hablaban. Como ahora.
Era eso. Solo hacían el amor, disfrutando juntos y por igual.
¿Era eso?
Por Dios, es sólo eso. Tiene que
ser sólo eso.
Se lo repitió, perdiendo la cuenta hasta dormirse. La noche no tuvo más
incidentes.
—Buenos días, señor Mar…
—Coño, Román, a estas alturas llámame Héctor.
—Como quieras, Héctor. —Sonrió, afable—. ¿Has pasado mejor la noche?
Si supieses…
—Pues sí. Esta noche no me ha molestado ningún mosquito —pero no nadie—.
Ah, y muchas gracias por la pastilla. Creo me ayudó a dormir.
El encargado cerró los ojos con deferencia.
—Ya será menos.
—Pero dormir con las ventanas cerradas…
—Sí, se hace jodido.
Román retrocedió en su asiento.
—Yo preferiría aplastarlos —confesó—. Es más rápido que el espray.
Héctor se acercó para oírle mejor.
—¿Y qué, la cosa cambia en algo?
Podía perder unos minutos de cháchara. Iba bien de tiempo y no pensaba
que su suerte con el tráfico cambiase de un día a otro.
—¿Sabes que los mosquitos gritan al morir?
Román lo frotándose la frente como para espantar una mosca. Héctor le
miró estupefacto.
—¿Cómo?
—Los mosquitos… —Román volvió a mirarle—. Si los matas con insecticida, tardan en
morir. Y mientras mueren gritan.
Héctor le miró sin decir nada,
esperando que el portero se riese y dijese que se estaba quedando con él. Hasta
que entendió que lo decía en serio.
—¿Y eso cómo puede ser? No tienen boca…
—Pero tienen alas —terció Román,
juntando las manos sobre la mesa—. ¿Sabes? Cuando están agonizando, con el gas
asfixiándoles, el sonido que hacen cambia. No es como cuando te zumban en la
oreja, que es como una moto pasando a toda pastilla. No, se ponen a zumabr y no
paran; es algo mantenido. Primero es como un motor, rum, rum, —sus gruesas
mejillas se agitaron para emitir la onomatopeya; dándole un aspecto cómico que
habría hecho reír a Héctor si no fuese por su solemnidad—, pero, a medida que
se mueren, se va haciendo más fuerte, sin parar; y suena más agudo, como una
uña arañando un cristal. Y al final… ¡Pum!
Román golpeó la mesa con las manos al unísono, sobresaltando a Héctor.
—Hacen un último zumbido y mueren. —Los ojos de Román brillaban y su
rostro había enrojecido, como si contar esa historia le supusiese un esfuerzo.
Héctor le miraba con una mezcla de sorpresa y repugnancia, como si asustarle
hubiese sido su intención desde el principio.
—Es muy suave, pero que no para hasta el final. Es desagradable, pero
por suerte, dura poco.
—Sí. Una charla interesante -Héctor sacó pecho, en un intento de
reafirmarse frente a aquel asalto—. Bueno, Román, me voy, que llego tarde al
trabajo. La próxima vez que eche espray, lo comp…
—Pero es bueno, ¿sabes? —añadió Román, como pretendiendo retenerle—. Porque
sabes que ese sonidito bajo y desagradable va a acabar. Pero hay otros sonidos,
bajos y desagradables pero que oyes… y sabes que puede que duren poco… pero que
no puedes controlar. Esto sabes que sólo pasa si hechas espray y hay mosquitos.
Pero oros ruidos están cerca, pero no podemos llegar a ellos.
Héctor abría la puerta cuando se detuvo, girando la cabeza para mirar
hacia Román.
—¿Hay alguna otra cosa… con la que tengas problemas, Héctor?
—N… no. —Negó con la cabeza.
—Me alegro. Buen día.
Román se volvió, haciendo más visible el interior de la recepción para
Héctor. Este, sin contenerse, echó un vistazo. No había mucho sobre la mesa: un
vaso de café, una libreta y una maceta con una planta mustia; un cuadro de
luces y otro de llaves en la pared…
Colgada de la pared izquierda había una foto, sujeta por una chincheta
metálica. Era una toma frontal de un chico joven, de entre dieciséis y veinte
años, de pelo castaño oscuro, gafas de montura metálica y rostro ovalado,
sonriendo. Héctor no pudo pasar por alto el parecido con Román. ¿Sería su hijo?
No se había fijado en si llevaba anillo, aunque podía ser divorciado. Lo cierto
es que la mujer que le quisiese debía ser muy, muy mujer… ¿Sería porno light, un amor platónico con el que
masturbarse por la noche?
Mientras abría la puerta el ascensor llegó a la planta baja.. Una pareja
bajó. Tendrían un poco menos de veinte años; el llevaba camisa y pantalones,
pelo castaño claro peinado y mandíbula cuadrada. Ella, con camisa roja y vaqueros,
tenía la cabeza en forma de pela, una melena corta rojiza y ojos grandes y
castaños. Su piel era muy pálida. Sonreía con viveza.
—Buenos días, Román— saludaron al llegar a la recepción.
—Miriam, Alex…
Román alzó una mano en señal de saludo. Héctor salió. Antes comprobó que
ella, aún sonriente, lo besaba por debajo de la barbilla, cosa que, por la
cara, le gustaba.
Al llegar al Opel, sintió una profunda desazón. ¿Le habría Román eso con
segundas? ¿Acaso… era consciente de los sonidos que inundaban el Mosquitero por
la noche? Y si era así, ¿qué le había insinuado? ¿Una advertencia… o una
amenaza?
Mientras hacía marcha atrás, la puerta se abrió. La pareja feliz salió cogidos
de la mano. Se movieron hacia el aparcamiento, sin fijarse en que esperó a
perderlos.
Héctor pensaba. ¿Sus vecinos de enfrente? ¿O los de arriba? Parecían tan
bien…
Héctor comprobó su pulsera. Los más de diez minutos del trayecto
sobrantes se habían reducido a cinco y bajando. Lo más raro fue que no le
importó.
Era la maldición de los insectos. El lunes fueron los mosquitos lo que
le mantuvo errando por la cocina. Ese día, descansado y capaz físicamente, era
la mosca detrás de la oreja que le había pegado el conserje. No podía
quitárselo de la cabeza.
Ruidos cerca que no podemos controlar.
Eso le costó tomar mal dos pedidos, un resbalón peligrosamente cerca de
la freidora y una buena bronca del señor Gutiérrez. Por suerte, los martes sólo
tenía jornada parcial. A las seis pudo solucionar las tareas pendientes.
Trasladó a Montebella su portátil, el cargador del móvil, ropa para el resto de
la semana, medicamentos, un bote de insecticida (lo compró hacía tiempo, cuando
encontró una cucaracha en la cocina) y más comida para la nevera. Decidió que
el jueves, si nada cambiaba, hablaría con Curro. A esas alturas ya empezaba a
creare una opinión personal sobre el sitio. Aislado y lleno de mosquitos, pero
no del todo mal. Gente rara, pero que no tocaba las narices. Y un portero
simpático, aunque algo loco.
Cenó huevos y patatas fritas y se puso, después de varios días, a ver la
tele, a la espera de que alguna noticia deportiva le levantase el ánimo. Con el
día aun coleando en el horizonte, pudo ver a un mosquito pasar volando en
silencio por delante de él. Al menos, a esa hora lo podía afrontar, y estaba
preparado. Además, podría comprobar si Román tenía razón sobre sus gritos.
Mientras una mujer rubia y atractiva que superaba los cuarenta explicaba
que la mañana siguiente sería cálida y despejada en toda la Comunidad
Valenciana, Héctor lo oyó, debajo de él.
El bebé empezaba a llorar.
—Bua… bua…
Gritos fuertes pero no demasiado altos; mezcla tosca de maullido del
gato y aullido de perro hambriento; sonido con el que, muy a su pesar, se
tendría que familiarizar.
El bebé lloró y lloró durante casi un minuto. Héctor agarró el mando,
dispuesto a silenciarlo subiendo el volumen cuando oyó una puerta abrirse.
—Vamos, vamos, ya vale. Mamá ya está aquí.
Una voz femenina, no madura pero tampoco jovencita. Entre veinticinco y treinta
años, decidió.
La edad a la que la gente normal tiene
hijos, pensó con amargura.
—Tienes hambre, ¿verdad cariño?
Menos mal, ya no tenía que quedarse sordo durante los anuncios. El bebé
ronroneó, satisfecho de que le hiciesen caso; seguramente mientras su madre lo
levantaba en brazos y se sacaba la teta. Imagen que, en ese contexto, prefirió sacarse
de la cabeza.
Pasó un anunció de coches, seguido del de una página web de contactos
laborales. Héctor se adelantó, dispuesto a no perder detalles.
Entonces lo oyó.
—Joder. ¡Qué haces! ¡¿Por qué vomitas?!
Parce que la criaturita no había tenido una buena digestión.
—Vomitando la leche… ¿Qué, no te gusta lo que te da tu madre, eh?
Se oyó un golpe, no sonoro como una palmada contra una superficie tersa
sino seco como un cuerpo inerte al dar contra algo duro. Y el llanto volvió, sólo
que había cambiado; tanto que Héctor agarró el mando y pulsó el botón del
volumen en sentido descendente.
Era más fuerte y más seguido; no como los berridos de hambre o frío.
Estos eran breves, intensos y seguidos, como el latido de un corazón excitado
en respuesta al miedo. O al dolor.
—Te da asco la leche de tu madre ¿No te gusta lo que sale de mí, eh?
¿Pues sabes que tú saliste de aquí también?
La voz ofendida se coló entre los gritos.
—Oh, deja de llorar —pidió con desdén.
La ignoró, ya fuese porque no la entendiese o porque le dolía demasiado
para aliviarse sólo con palabras.
—Deja de llorar, ¿me oyes?
Otro golpe, este más suave. Fue como si le hubiesen subido el volumen; ya
no parecía ni una voz humana. La alarma prevenía del desastre, suplicando que
llegase ayuda, rápido.
—¡Mocoso de mierda, deja de llorar! ¡Cállate de una vez!
El grito, furioso, colérico, empequeñeció los sollozos. Pareció que todo
el edificio tembló. Héctor se puso en pie de un salto.
—Deja de llorar… ¡Que dejes de llorar te digo!
Y entonces, otro cambio. El niño seguía llorando, podía oírlo, pero el
grito se había perdido, absorbido por algo. El bebé quería expulsarlo, se
notaba en como luchaba. Era algo como si le estuviesen tapando la boca con
algo, grande y suave…
El agónico concierto empezó a menguar. Y Héctor, movido por un miedo que
no había experimentado hasta entonces, corrió hacia la puerta. Agarró el
picaporte y empezó a girar las llaves mientras el bebé se quedaba sin ganas de
llorar, cada vez más débil… más débil… más débil…
—Cielo. ¿Cariño, estás bien?
Ya no había gritos, sólo pucheros. De otro tipo.
—Oh, cielo. ¿Por qué haces enfadar a mamá? Sabes que tienes que ser
bueno.
Se oyó un gemido, como una afirmación.
—Venga, a limpiarte. Enseguida viene papá y tenemos que estar guapos
para recibirlo. ¿Verdad?
Pasos bajo él se perdieron por un pasillo. Héctor dejó su mano resbalar
sobre el picaporte, sin llegar a abrirlo. Se rió.
Una simple rabieta de madre primeriza; seguramente como las tuvo con él
su madre, y como las vería él en ese apartamento o donde quiera que viviese en
seis meses. No era nada. Sólo parecía…
¿Parecía?
Era una situación ridícula, y sabía por qué. Su corazón iba a mil, le
costaba respirar y, pese al calor, tenía el pelo de brazos y nuca erizado. La
última vez que sintió algo parecido fue a los trece años, viendo una película
en el cine, en la que un asesino enmascarado surgía sin parar de la nada,
cuchillo en mano, desde detrás de cada puerta y cada ventana.
Y sí, le asustaba; daba un salto en la butaca, tomaba aire, y cogía más
palomitas. ¿La diferencia? Entonces era un simple reflejo. No le daba
importancia a reaccionar así.
El olor del mata-mosquitos llenaba el dormitorio; el calor había subido
tanto en tan poco tiempo que Héctor volvió a abrir la ventana después de
descargar generosamente el aerosol. Por lo menos, con la noche parecía volver
la calma. El tráfico se iba en la distancia, en algún apartamento una radio
emitía información deportiva. Y, en la misma planta, alguien roncaba despacio,
como animándole a imitarle.
Eran las tres y diez cuando la naturaleza llamó a su puerta y Héctor tuvo
que dejar la cama. Por suerte, las visitas al servicio son rápidas. Con el depósito
otra vez vacío, volvió a acostarse. El spray se había diluido del todo; tuvo
ganas de cerrar otra vez la ventana. De momento no se oía ningún mosquito.
Héctor se estiró con los ojos cerrados. Entonces le interrumpió el
chirrido, largo y tenue. Levantó la espalda, buscándolo. Era parecido al de los
mosquitos, pero…
—¿Papá…?
Suspiró aliviado. Era una puerta al abrirse, unas bisagras muy mal
engrasadas. Una puerta tras él, en el apartamento de al lado.
—Papá…
Era la voz de una niña de no más de ocho años siendo visitada por su
padre. Habría vuelto tarde del trabajo y quería arroparla.
¿Arroparla? ¿A LAS TRES DE LA MAÑANA?
Héctor abrió de improviso los ojos, cuando volvió a oír hablar a la
pequeña, cada vez con mayor nitidez.
—Papa, por favor. Otra vez no…
Lo imposible se hacía realidad. La niña hablaba a su padre con voz
partida y temblorosa. Casi llorando.
—Papá, no…
Una sacudida, como de algo lanzándose contra una cama. El grifo de las lágrimas se abrió.
—No, por favor…
Y el sonido empezó como el de la otra noche, pero mucho más cerca, mucho
más claro; pegado a su cabeza. Las patas de la cama arrastradas, el adulto
gimiendo, resoplando. Y la niña lloraba, de miedo y dolor.
—No,
papá, por favor… por favor…
Héctor quedó sentado en la cama, con los ojos abiertos, mirando hacia la
ventana. Quería hacer algo, ¿pero qué? Se había quedado en blanco; su cuerpo quería
moverse, pero no encontraba voluntad para hacerlo.
—Por
favor, por favor… ¡Para!
Las dos voces se sincronizaron en un grito final; después se
entremezclaron otros dos sonidos húmedos, uno producido por labios, otro por la
boca. Segundos después la puerta volvió a gemir, la cerradura encajó y se acabó
el oír.
Héctor volvió a acostarse. Temblaba y sus ojos estaban abiertos,
pensando, sintiendo lo que acababa de
pasar.
Aquello… era tan terrible, y peor aún, tan rápido. Había cavado antes de
que se decidiese a levantarse; o hasta a chillar. Por eso, se repetía, debió
ser una pesadilla.
¡Sí! Una pesadilla. Un proceso rápido e irreal que nos interrumpe el
sueño.
Sollozos intermitente escapaba de su garganta; quien lo encontrase ahora
pensaría que estaba colocado, loco o escuchando un chiste en sueños; al menos
antes de ver el charco de lágrimas que se formaba bajo su cabeza. Ni siquiera
se movió al oír el zumbido alejándose de su oído, anunciando que, ahora sí, había
entrado un mosquito.
Que se quedase. No importaba.
Héctor giró sobre la almohada, cerrando los ojos con fuerza. Quería
dormir, desconectar del mundo; cualquier cosa para olvidar aquello, al menos durante
el resto de horas oscuras.
Pero, media hora después, comprobó que había dejado su huella; volviendo
su mente como un disco en blanco, que grababa lo primero en entrar y no paraba
de reproducirlo.
La alarma del reloj y las primeras luces lo pillaron dormido, cubierto
de sudor y respirando con pesadez; recordando las mismas palabras que le habían
despertado esa noche hasta siete veces.
No, papá, por favor… por favor.
—Bue…
Vaya, hoy estas peor que nunca, ¿sabes?
Héctor intentó sonreír a Román, consciente más que nunca de que tenía
razón. Lo más irónico, bajo su camisa planchada impecable y sus pantalones
limpios, parecía un soldado perdido una semana en la selva. Estaba hecho un
pincel, cubierto de restos de barniz.
—¿Problemas
para dormir?
El obeso portero se inclinaba sobre su brazo derecho, mirándole con
curiosidad.
—Sí.
Se me olvidó echar espray… y los mosquitos me dieron la noche.
Y no era del todo falso. Sentía picores, en el dorso del brazo derecho, tras
la nuca y cerca del talón izquierdo. Pero lo que le privó del justo descanso
fue otra cosa.
—Bueno,
la próxima vez, baja un momento y veré de ayudarte— le aseguró.
—Sí,
gra…
—Y
si pasase cualquier otra cosa… Que te moleste, dentro o fuera, en el pasillo, o
si algún vecino se pusiese a hacer el cabra… Lo mismo. No te preocupes, no digo
de quien da la queja. Eso me lo guardo para mí.
—Vale…
Gracias, Román. Hasta la tarde.
De camino al Opel, rascándose la nuca, Héctor se sintió más que cansado.
Se sentía perdido, confundido por el portero. Estaba allí todo el día,
conocería a todos los vecinos mejor que él, que no le había visto el pelo a
casi nadie. Parecía que sabía más cosas de las que decía…
Por suerte o por desgracia, volvía a tocarle jornada completa. Tenía
todo el día para poner sus pensamientos en orden. Aunque, y era indiscutible, el
pisito empezaba a afectar a su trabajo.
Tenía su mérito; aquellos apartamentos había conseguido lo que, hasta
hacía unos años pensaba imposible: tenía miedo de irse a dormir, de pasar la noche
en la cama solo. Y lo peor, por más digno que fuera, es que no era un miedo que
pudiese ahuyentar encendiendo alguna luz.
Cuando iba entrar, un carrito rojo se disponía a salir. Héctor mantuvo
la puerta abierta.
—Muchas gracias, caballero.
—De nada.
Se quedó
mirandolos. Una mujer joven, pelo moreno recogido en una tranza, sonriente,
sepecto cansado. Un bebé rollizo de unos cuatro meses, destapado, mriando a los
lados con curiosidad.
Sin morados, arañazos, heridas…
Entró corriendo,
saludó a Roman y fue derecho al ascensor.
Casi las diez. Hacía ya rato que el olor a limón se había ido. Las
ventanas estaban cerradas y su cabeza, sobre la almohada. Esa vez estaba
preparado, pero no haría nada hasta
estar seguro. Y cerró los ojos esperando, por fin, pasar una noche tranquila
Las tres menos cuatro. El calor le dio sed. Y luego tuvo que desechar el
exceso de líquido.
Héctor tiró de la cadena y volvió a tumbarse, cruzándose de brazos sobre el pecho como un muerto. Varios temores
le rondaban la cabeza. ¿Habría pasado ya algo? ¿Iba a pasar ahora? ¿Le pillaría
despierto?
Unos minutos después empezó; el chirrido largo y tenue. No un mosquito;
una puerta al abrirse. Cerca de él.
Héctor abrió los ojos, dirigiendo las manos a la mesita. Unido a la
pared por su cargador como un neonato, el móvil dejó de hacerle compañía al
reloj. Fue cuestión de pulsar dos teclas; el número ya estaba listo. Sólo hacía
falta llamar. La respuesta fue casi inmediata.
—Emergencias,
¿dígame?
—Buen…
Llamo de Montebella, el Mosqui…—Dio la dirección a la carrera—. Oigo
ruido en la habitación de al lado, la 3-1. Creo… que un hombre está haciéndole
daño a una niña…
—Enseguida
enviamos a alguien. ¿Desde dónde llama?
—Hay
portero, por si necesitan entrar. Por favor, no tarden.
La comunicación se cortó y Héctor soltó el teléfono, apartando la mano
conque había intentado amortiguar el chivatazo. Las palabras volaban desde la
otra habitación.
—Papá…
por favor…
Héctor saltó en dirección al salón, al balcón. Salió, mirando al camino
de acceso, la carretera sumida en tinieblas rotas por algún coche. Quería
verlos llegar, que lo hiciesen cuanto antes…
Sabía, también, que al lado estaría
empezando, que sería rápido y que seguramente la ayuda llegaría tarde.
Pero, aun así, tampoco quería volver a
oírlo otra vez.
Tardaron unos tres minutos; un coche iluminado sólo por sus faros. Dos
agentes bajaron y fueron hacia la puerta. Luego desaparecieron, engullidos por
el edificio. Unos minutos después, el ascensor se abrió. Alguien llamó a la
puerta vecina.
Cinco minutos después, tres hombres salieron hacia el coche, uno de
ellos con los brazos a la espalda. Sus acompañantes le abrieron la puerta
trasera del coche recién llegado. Mientras se iba, un enjambre de cabezas se
asomó desde el Mosquitero. Una anciana en el sexto piso. Una pareja de mediana
edad en el segundo. Dos jóvenes novios en el cuarto. Y mientras la curiosidad afloraba,
hubo un residente que volvió a la cama.
Su única esperanza, dormir tranquilo, aunque supiese que al otro lado de
la pared hacia la que apoyaba la cabeza, una puerta se cerró, dejando a dos
mujeres llorando. Entendía por qué lloraba la más joven, ¿pero por qué la
imitaba su madre, abrazándola tiernamente con brazos angustiados?
El jueves amaneció prometiendo temperaturas más suaves. Desperezándose
al son de la alarma, Héctor desayunó, se vistió y fue a trabajar. Hoy iba a ser
un buen día; estaba descansado y relajado. Por fin habían dormido bien, tanto
su cuerpo como su conciencia.
Salió del ascensor izquierdo; mientras giraba a la derecha,
preguntándose qué diría Román, lo percibió. No lo oyó ni lo vio, pero lo
sintió. Algo se movió tras él, desde las escaleras.
Héctor se giró, recibiendo una mano sobre su boca que empujó su cráneo
contra la pared. El golpe en la base de la cabeza le dolió, aturdiéndole. Intentó
gritar, pero el cabrón le había tapado la boca. Héctor habría luchado, pero
mientras el aturdimiento inicial pasaba, sintió la frialdad en su cuello, la
luz reflejada en la hoja.
—¿Te
esperabas verme, hijo puta? Le espetó una voz cansada, cargada de
desprecio—.
Me han soltado esta mañana. Sin cargos. Digas lo que digas.
Héctor consiguió centrar los ojos, estremeciéndose al reconocerlo. Era
el hombre que vio el primer día. Enjuto, piel arrugada, pelo muy corto. Sus
ojos chorreaban ira y enseñaba los dientes.
—Sé
que tú fuiste el que llamó ayer a la bofia. Lo que no sé es por qué…
Héctor quiso llorar; la niña pequeña, retraída, que dio por retrasada.
Dios, ¿era la misma que…?
—…juro
que esto no se queda así. ¿Oyes? Me voy a acordar, y tú…
—¿Va
todo bien por ahí?
Pasos pesados y lentos se acercaban desde la recepción; Román acudía a
ver qué pasaba.
El hombre miró a Héctor a los ojos por última vez, le pasó la navaja por
delante de la garganta y se lanzó al ascensor. Para cuando el obeso portero
llegó, se había largado.
Héctor sintió que su buen humor y las energías que tanto le habían
costado recuperar caían de su cuerpo como un puñado de pelos. Se mantuvo con la
espalda apretada contra la pared.
—Joder,
lo sabía. —Román
se
apresuró al verlo—¡Héctor, ¿cómo estás? !
Notó que lo sacudían por los hombros. Giró el rostro hacia su salvador,
sintiendo la tentación de llorar, de abrazarle, de darle un beso. Pero no hizo
nada. Ni siquiera consiguió hablar.
—Ese… —Roman suspiró—, sabía que haría algo.
Pero que os cruzarais… Ya ha sido casualidad.
Héctor recobró la compostura, apartándose con la mandíbula apretada.
Quería chillar, golpear y sobre todo, ir
tras él. Sabía adónde iba.
—Héctor.
—La
mano de Román le presionó el hombro derecho—. Sé lo que ha pasado, y lo que pasó
anoche. Y esto… Podrás denunciarle, sí, pero es mejor que no. Sólo será peor.
Héctor se volvió para mirarle. Tenía la boca apretada y los ojos
abiertos por algo más que la rabia. Ahora era por la sorpresa. Y la
indignación.
—¿Cómo,
qué…? —Aa
punto estuvo de coger su fofo cuello—. ¡¿Cómo… me dices qué…?!
Román bajó la cabeza y cubrió el amenazante puño derecho con su gran
mano, bajándolo a una altura inofensiva.
—¿Tienes
un rato… para una pequeña charla?
Héctor suspiró. Y asintió. El hecho de haber llegado puntual toda la
semana ya era en sí un milagro. Además, se había ganado un alto en el camino. Y
algunas respuestas.
—Verás,
Héctor, sé… lo de ese vecino. Lo de su familia.
Dentro de las dependencias del encargado, Héctor ocupó una silla de
madera, hasta entonces en una esquina, junto a la de Román. Luego se sirvió dos
tazas de café. Le ofreció una a Héctor que, sin ganas, la aceptó.
—¿De
verdad? —preguntó
mientras sorbía el oscuro líquido, ignorando su amargor.
El portero asintió.
—Bueno…
no seguro, pero lo imagino. Esa niña… He estado aquí desde que llegaron. He
visto cómo… cambiaba con el tiempo. Cada vez más retraída, más asustada…
Héctor sonrió con ironía.
—Y
decía… que la gente de aquí era buena.
Román dio un trago, antes de dejar el vaso en la mesa.
—Y
no te mentí —aseguró—.
Son de lo más normal. Tienen trabajos y familias, posición económica normal,
problemas…
Román hizo una pausa, buscando el término correcto.
—Quiero
decir… que no son lo que llamaríamos criminales. Pero, en cada piso de este
edificio, detrás de cada puerta, la gente tiene sus…
¿Secretos?
—preguntó
Héctor, abrasándose lo labios con el siguiente sorbo.
Román imitó su risa artificial.
—Yo lo llamaría,
más bien…. pecados. Secretos es porque es una palabra menos fea.
Lo mismo se podría decir de crimen…
—¿Y
tú sabes… los de todos?
Román asintió, de forma fatigada.
—Me
paso aquí todos los días, viéndoles ir y venir. Y por las noches, a veces, cuando
hay pocos mosquitos, les oigo.
La taza empezó a temblar en manos de Héctor.
—¿Y
nunca… has hecho nada?
Román negó con la cabeza.
—Por
qué.
—¿Qué
puedo hacer? —preguntó,
encogiéndose de hombros—. No estoy capacitado para hacer nada.
—Venga ya. Podrías
denunciar, como he hecho yo —Héctor entendió una parte de la frase que
le indignó—.
¿Capacitado, dices? Joder. ¿Por qué, porque eres el conserje? ¿El padre de
Curro te paga para que dejes a la gente…?
Román le lanzó una mirada a Héctor indignada; furiosa; más que la suya. Bastó
para callarle.
—Denunciar.
¿Para qué? Hay crimen si hay pruebas, y no las hay. Las cosas pasan, muy
deprisa y luego se perdonan y olvidan, aunque se repitan luego.
Héctor sintió como si su corazón se volcase dentro de su pecho,
vaciándose de sangre hasta la última gota.
—Los
vecinos…
Román sonrió.
—¿Esos?
Se callarán como putas. Por un lado, no quieren problemas entre ellos. Algunos,
como ese, son violentos; ya lo has visto. Y por otro, claro está… tienen miedo
por lo suyo. Nadie es del todo inocente, y en una comunidad todos los secretos
se conocen. Si alguien se va de la lengua… algo que no quieren que se sepa se
sabrá, y saldrán perdiendo. Sólo hay paz… si todos se callan lo de todos.
—Aunque…
—Héctor,
sintiéndose cansado, se levantó; necesitaba estar de pie, volver a sentir las
piernas—.
¿Sea algo como…?
Román suspiró, esta vez con pesar.
—Lo
de la niña, dices. —Lanzó un amargo ja—.
Esa niña y su madre se pasaron la noche llorando porque se llevaron al padre.
Seguro que lo oíste.
Héctor no replicó.
—Y
cuando le vean llegar, ¿quieres saber qué harán? Se tirarán a su cuello y le
abrazarán. ¿Y qué dirán si la policía se mete? Negarlo todo, dirán que la niña
tuvo una pesadilla y el padre fue al cuarto a calmarla. Y si llegan a hacerle
un reconocimiento… Le echarán la culpa a un profesor, un médico, un tío o no
sabrán nada. Le protegerán. Aunque sea un cabrón y un monstruo.
Héctor se dejó caer de vuelta a la silla. Sus piernas se habían vuelto
débiles, sin fuerza. Pensaba que fallarían y caería.
—¿Y
cómo… cómo puede…?
Román se encogió de hombros otra vez.
—¿Quién
sabe? Naturaleza humana, supongo; o idiotez, o se creen que la gente cambia mágicamente,
como el sapo se convierte en príncipe… llámalo como quieras. Cada uno se ocupa
de lo suyo y su familia y se aguanta, sin importar qué pase a otros. Y, aunque
se cubran unos a otros de mierda, siguen siendo familia. Todo queda en familia.
Los niños oyen y callan, los adultos se reconcilian… las heridas se curan, los
recuerdos se quedan en el pasado y la gente cambia… o hace creer que ha
cambiado. Igual, —dio otro sorbo al café—, piensan
que eso es lo peor que les puede pasar. Y lo aguantan así.
—¿Y
tú…? —Héctor
le señaló—. ¿Nunca
has intentado…?
El portero suspiró. Luego enseñó los dientes y se pasó la mano por el
lado izquierdo de la cara, sin necesidad de decir qué quería que viera.
—¿Sabes
cómo me hice esto? —preguntó, a lo que Héctor negó—.
Yo he vivido en muchos sitios, ¿sabes? Y siempre había algo. Un borracho en tal
piso que le daba palizas a su mujer cada vez que había bebido, día sí, día no.
En otro, había uno que vendía droga en el apartamento de arriba. Te pasabas el
día viendo a gente que daba miedo subiendo las escaleras, mirándote con ojos de
ido. En otro, zumbado que tenía ataques cada pocos días. Se ponía a gritar, a
romper cosas, a chillar a sus padres…
Román dio un último trago a la taza y la dejó definitivamente.
—Alguna
vez, en mi casa, teníamos miedo de lo que podía pasar, pero nunca hicimos nada.
Esperábamos a que se calmaran. Ni llamar a la policía ni nada. Nunca… menos una
vez. ¿Sabes por qué fue?
Héctor ni se movió. ¿Por qué hacerlo? La respuesta era evidente.
Román apartó la vista hacia la pared. A la foto del chico colgada.
—Ese
era yo con diecisiete años… cuando pasó —explicó, antes de volverse—.
Fue un jueves. Mi padre estaba fuera, trabajando. Mi madre había ido a cuidar a
una prima enferma. Yo tenía un examen a la mañana siguiente. Estaba estudiando,
pasando las doce… y no podía concentrarme. Había… unos chicos de fiesta en el
piso de abajo. Con música a todo volumen.
Héctor parpadeó, sorprendido por lo trivial de la revelación.
—Me
acosté e intenté dormirme, pensando que ya pararían. Pero pasó la una, las dos…
y no bajaron el volumen ni un poco. Así que al final me levanté, bajé y les
pedí que lo bajasen un poco.
Román cerró los ojos y se cubrió la cara con la mano derecha. Parecía
que reprimía las lágrimas.
—¿Y…?
—Héctor
se arrepintió casi al momento.
—Pues
un tío medio borracho que era el doble de grande que yo me saltó dos dientes de
un guantazo —aseguró,
lanzando una risita histérica—. Así que me volvía a casa, llamé a la
policía… y vinieron. Cuando se dieron cuenta, cortaron la música y se largaron,
pero no cogieron a nadie.
—Vaya…
—Por
eso… —añadió
Román, más repuesto—. Sé que meterse en camisa de once varas
con esto lleva a nada bueno. Es terrible y hay que estar loco para aguantarlo,
pero no se puede hacer nada.
Héctor se mordió el labio inferior, sintiéndose como el niño enterado de
la no-existencia de los Reyes Magos.
—Piensa
que es algo que se oye mucho pero dura poco. Como… —Román
se rascó la barbilla un momento—. El grito de los mosquitos al morir.
Héctor dio un último sorbo a la taza, llevándose a los labios nada más
que una línea de solaje.
—¿Has
llegado a hablar… con Francisco al respecto? —intervino Román.
—No.
—La
pregunta le pilló por sorpresa—. Aún no. Pensaba hacerlo hoy.
Román se sacó del bolsillo un móvil.
—Vaya,
se hace tarde. Siento… —Se levantó—. Haberte hecho perder tanto
tiempo.
—Para
nada. —Héctor
le imitó y le dio la mano—. Es agradable hablar… de vez en cuando.
—Bueno,
pues hasta luego —sedespidió Román cuando se separaron—.
Que pases un buen día. Y… no olvides comentárselo.
Cuanto antes.
Ya fuera, con la puerta cerrándose a sus espaldas, Héctor miró hacia
atrás, al edificio blanco de seis pisos frente a las salinas. Montebella. El
mosquitero.
Un sitio normal lleno de gente normal. Gente normal que guardaba
secretos oscuros secretos en sus apartamentos; secretos para todos menos para
sus vecinos. Aislado y lejos de cualquier intervención, creciendo y
corrompiendo como un cáncer a buen precio.
Y entre todos, los mosquitos. Lo peor
del sitio o, a su manera, los más justos. Iban y venían sin importar adonde,
picando a inocentes y culpables por igual. Para ellos, sólo eran fuentes de
sangre. ¿O funcionarían de otro modo? ¿Transmitirían algo más que picaduras y
gérmenes? ¿Podrían extender el mal del edificio de un apartamento a otro…?
Héctor fue hacia el coche, negando con la cabeza, consciente de que no
era momento para divagar. Ya había pasado el tiempo de llegar puntual al
trabajo. Accionó las llaves del Opel, lo abrió… y se detuvo. ¿Qué más daba
llegar un poco más tarde? Además,
sólo sería un momento.
Sacó el móvil de su bolsillo. Había tomado su decisión. Primero llamaría
a Curro, luego a Camila y les transmitiría su veredicto a los dos.
Tenía que salir de allí como fuera.
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