SED DE SANGRE-2º PARTE
Fuera hacía frío; sus alientos formaban tales humaredas que parecía que los tres fumasen. Pero era un frío agradable. El sol hacía el rocío visible durante esas
primeras horas.
Pedro y Antonio eran casi
arrastrados mientras se esforzaban tanto por seguirle el paso como por seguir
de pie, con el metal hincándose. La escena difícilmente podría ser más grotesca;
a Antonio le sugirió una imagen pornográfica para pervertidos. Pero, ahora
mismo, un zumbado medio desnudo cubierto de cuero no le daría ni la mitad de
miedo que el mono, guantes y botas sucios de aquel trabajador.
La dirección era clara; iban a
la izquierda de la caseta central. Pegada al contrachapado, aún estaba la
carretilla, llena de herramientas. Quizás, pensaba, les llevaría a un estanque
de aguas pútridas para ahogarles o que les despedazasen pirañas, caimanes o algo
por el estilo. Pero no; siguió en línea recta, pasando por el hueco entre la
valla de reja y la pared de chapa, con los dos casi gateando.
Lo oyeron cuando faltaba poco
para llegar; los gimoteos de alguien intentando llorar. Luego la vieron.
La apartada estructura estaba en
la esquina trasera del recinto, fuera de la vista del público. Era un murete de
medio metro, agrietado y de color anaranjado; algo mejor conservado que la
pared que rodeaba el Centro. Constaba de tres recintos cuadrados de tres por
tres; Antonio lo dedujo porque, incrustadas en el muro, había tres puertas de
reja oxidadas con tres barrotes casi tan anchos como sus brazos. Sin embargo,
sólo una, situada más a la izquierda, estaba a la vista; las otras dos estaban tapadas
con plástico negro; por lo visto varias bolsas de basura rasgadas. La razón,
seguramente, evitar que sus ocupantes se sintieran nerviosos al ver que alguien
pasaba por delante.
Su destino era la puerta normal,
ya que frente a ella se paró, sin dejarles fijarse en las sombras que se
colaban tras las improvisadas cortinas; pero si recibieron el sonido de uñas
contra el suelo y de narices olfateando, seguidos de algún jadeo ansioso.
El encargado emitió un silbido
agudo, casi inaudible, que puso orden: se hizo un silencio casi total tras los
plásticos.
¿Qué les esperaba? Había llegado la hora de salir de dudas.
El hombre abrió la puerta y se
dispuso a entrar, tirando aún de ello. Sin embargo, lo que fuese que les
esperaba no estaba allí dentro.
Soltó las cadenas y cerró tras
él con un portazo que les hizo temblar, habiéndoles dejado a un palmo de la
entrada. Luego las recuperó y empezó a pasarlas entre los barrotes, arrastrando
a los chicos a la puerta. Se dio por satisfecho cuando quedó tejida una maraña
tan espesa que dos chavales canijos y trémulos no podrían deshacerla. Pedro y
Antonio se inclinaban como penitentes, casi de rodillas, con apenas un
centímetro de espacio delante y atrás.
—Bonito, ¿verdad? —Expuso con su brazo una breve panorámica—. Este sitio está reservado para… casos difíciles; los que tienen que estar
solos sí o sí una temporada y no pueden saltar. Casi nadie lo conoce; las
visitas no llegan tan lejos y, la verdad, casi nunca se usa. De hecho, yo ni
siquiera tenía pensado usarlo hasta ahora.
Subiendo la cara, vieron entre
los barrotes. Dentro, el suelo estaba cubierto de grandes losas descoloridas
por su prolongada exposición a la intemperie; lo bastante diferentes a los
corrales principales para confirmar su desuso. En el centro, donde se apreciaba
un desnivel convergente, había un pequeño desagüe circular de metal.
Jesús estaba tras él, en el
suelo; con la correa al cuello y la cadena a modo de lazo que serpenteaba en
torno a sus tobillos y muñecas, manteniéndole en una postura fetal. Era,
además, su única ropa: lo había dejado totalmente desnudo.
Al mirarles, vieron su cara
cubierta de lágrimas. Él hacía esos sonidos al intentar gritar, pero una vuelta
de la cadena se lo impedía. Comprobaron, además, que le había quitado los
vendajes, dejando la herida de la pierna al aire.
—¿Qué…? —Los nervios volvieron al ceñudo Pedro, que intentó mirar a los ojos del hombre—. ¿Qué estás haciendo? Por qué haces esto y… y… ¿Qué coño le vas a hacer
a…?
—Oye, ¿lo de que
por qué lo hago va en serio?
Pedro enmudeció; luego el hombre
rió sonoramente.
—¿Sabes? Tienes razón; ni me he presentado. ¿Dónde tendré la cabeza…? —Se llevó una mano a la frente, parodiando la vergüenza real antes de clavar
sus ojos castaños, ensombrecidos por el odio, en sus rehenes—. Me llamó Noé y estoy a cargo de este centro. Antes vivía aquí con mi tío,
el anterior encargado. Él fue quien me enseñó el oficio.
Entrelazó un momento las manos
mientras Jesús, pese al frío, empezaba a sudar.
—Bueno… supongo que esto ya lo sabréis, pero conseguí el puesto la semana
pasada porque él… murió. Se lo comieron unos cuantos perros que unos… Una panda
de criajos soltaron adrede para armar barullo. Él intentó calmarles, se le
tiraron todos encima y… lo dejaron como uno de esos muñecos que usan para
probar coches. Pero supongo que eso lo sabréis mejor que yo, ¿no?
Pedro y Antonio intercambiaron
una mirada. Ahora todo era racional y, lo que era peor, no podían evitar pensar que merecido.
—No… —Antonio
intentó hablar, aunque la sequedad de su
garganta y el temblor de su voz se lo complicaron—. Nosotros… Oye, de verdad…
Noé cerró los ojos, levantó la
mano derecha para indicar que se lo ahorrase.
—Calla. Lo sé, lo sé. —Entreabrió los ojos—. Era una broma, no teníais mala intención, no sabías que lo matarían,
vuestra vida es una mierda y no merecéis perdón pero sí. Por favor, no me
apetece oír excusas. Y tranquilos, no os culpo. Un animal asustado no distingue
a amigos de enemigos. Y además, ¿por qué iba
a haceros nada? Eso no cambiaría… lo que ha pasado.
La emoción iluminó la cara de Antonio, que
abrió ojos y boca.
—Gracias —consiguió
articular.
—Pero… —Noé
levantó un índice condicionante—. Hay una cosa que me parece justo… enseñaros. Después de todo, si llamo a
la policía… Unos chicos tan monos y simpáticos … Puede os manden a la cárcel
para que os peguen y os jodan; aunque me parece más fácil que os metan dos
meses en un correccional, vuestros padres os dejen sin tele ni salir de por
vida y san se acabó. Por no mencionar… —Se cruzó de brazos—…que no creo que reteneros les parezca… algo habitual.
Antonio notó su momentánea alegría
aplastada por su pulso, en aumento con cada palabra que oía. A su lado Pedro
respiraba agitado.
—Veréis, chavales… ¿Sabéis lo
que es… que unos perros te coman vivo? —Se inclinó sobre ellos con cara interrogante—. ¿Que te claven los dientes hasta sangrar, te sacudan y que a final te
arranquen la carne a mordiscos? Yo trabajo con eso, y con animales más
peligrosos, y sé que duele muchísimo. Imaginaos lo que debe de doler morir de
eso, lo que le pasó a mi tío por culpa… de vuestra
bromita —puntualizó.
El cuidador fue hasta Jesús y le propinó
una violenta patada en el estómago. Mientras enrojecía, llorando con más ganas,
Noé se inclinó sobre su cuello y le soltó el collar, retirando la cadena hasta
liberarlo por completo. Jesús pudo aferrarse la tripa sin ataduras.
—Bueno, en seguida vuelvo. —Volvió a colocarse la correa sobre el hombro—. No os mováis si queréis ver el show.
Se despidió con otra carcajada. Al llegar
al otro lado del cuadrado vieron otra puerta, en el lado izquierdo de esa
pared, antes de la esquina. Esta daba a un pequeño paseo frente a los cipreses,
que comunicaba los tres recintos. Vieron la cabeza de Noé yendo a la izquierda,
hasta donde debía estar la puerta central. Oyeron que corría su cerrojo, como
las bisagras chirriaron y él entraba. En el acto extendió las manos al suelo,
como para contener algo, y sus labios empezaron a emitir silbidos y
onomatopeyas de calma.
—Tranquilizaos. Ya vais a
desayunar.
Pronunció esas inocentes palabras de forma
alta y clara, poniendo a Antonio en alerta.
—Jesús… —le
llamó todo lo alto que pudo—. Tío, ¿estás bien?
Sin respuesta; seguía intentando
reponerse. Noé le había pegado para asegurarse de que no intentara nada
mientras iba a…
El hombre regresó sin dejar de sonreír.
Pero, en vez de volver a entrar, empujó la puerta para abrirla.
—Ahí lo tenéis —indicó—. Todo vuestro.
Jesús apoyó las dos manos contra el suelo
antes de poner la rodilla derecha. Consiguió arrodillarse tras un gemido; por
desgracia aún le quedaba mucho para levantarse y había dejado de estar solo.
Entró primero uno; luego otro y otro más;
cuatro en total. Dieron una pequeña vuelta al perímetro emparedado, llenándolo
con los chasquidos de sus uñas, ignorándole al principio.
Entonces Jesús cobró consciencia de
ellos, y de lo que le podían hacer. Justo delante suyo, su primo y Pedro los
veían también, boquiabiertos, pálidos y sobre todo en silencio. No querían
atraerlos.
Tras la primera ronda formaron un corro
improvisado alrededor de Jesús.
El que iba en cabeza quedó a la derecha de
Pedro y Antonio. Era un Dóberman casi tan alto como un adulto, de torso robusto y
patas musculosas, de pelaje precioso y brillante y orejas erguidas. Un ejemplar
que hacía pensar qué motivos habrían llevado a su abandono y reclusión allí. Su
acompañante y congénere, segundo en entrar y parado a su izquierda, era del
tipo que podía llamarse hermano feo;
más paticorto y de piel más flácida, aparentando ser más viejo, obeso y en peor
forma. El tercer ejemplar detrás de Jesús, a la izquierda, era un Rottweiler;
tan impresionante a su modo como los Dóberman, algo más bajo pero igual de
grande y fuerte. Su gigantesca cabeza tenía una expresión perdida que le habría
dado un aspecto simpático y tontorrón si no fuera por su forma de mirar al
chico herido. A su derecha, el último perro; el único mestizo, parecido a un
pastor alemán de pelo demasiado largo y negro y rostro lobuno. Llamaba también
la atención porque tenía porciones de pelo levantado a lo largo del lomo y las
patas delanteras, como si hubiese sufrido mordiscos profundos.
Cuatro perros poderosos, tolerándose
mientras compartían su hostilidad hacia el humano a su merced, desterrando el
concepto de mejor amigo del hombre.
Olisquearon alternativamente el aire
antes de empezar a gruñir, inclinando las patas como preparándose para un
salto. Quizás habían reconocido algún olor de Jesús, que asociaban a malas
experiencias. Este, debatiéndose entre la inmovilidad absoluta y su dolor creciente,
tuvo que arrastrar su pierna destrozada para quedar erguido y levantar los dos
brazos. Parecía estar rindiéndose, diciendo que no era una amenaza.
Los perros no pillaron el mensaje.
Jesús perdió pie y cayó bruscamente,
derrotado por su herida. El Dóberman líder ladró. Noé parecía encantado.
El perro corrió a por él, mordiéndole el
desigual corte. Parecía un homenaje al cepo que le mutiló, con dientes reales.
Jesús gritó con la fuerza de un lobo aullando, intentando agarrarle del lomo,
tirar para que le soltase; olvidándose del resto.
Los
otros tres chuchos actuaron. El Rottweiler se levantó, apoyándose en su espalda
para intentar morder la nuca. Cuando lo logró se dejó caer, arrastrando a Jesús
al suelo. Quedó tendido, momento en que se inició una versión perruna del
desmembramiento con caballos. Estiró el brazo izquierdo intentando coger la
gigantesca cabeza del perro, pero el mestizo le aplastó la mano, dando
violentos tirones que se tradujeron en una sucesión de chasquidos. Sólo le
quedó libre la pierna derecha, lanzando patadas en el aire en un intento inútil
de golpear a las bestias. El segundo Dóberman lo remedió tirándose a por ella;
hincándole los dientes en el tobillo.
—¡Jesús!
Antonio sabía que su grito servía de poco;
de hecho dudaba de que alguien lo hubiese oído entre los gritos de agonía y los
gruñidos que la desgarraban.
El primer Dóberman retrocedió con un
sonido de desgarro, cubriendo el suelo de sangre. Su compañero empezó a tirar
también por su lado, retirando un cinturón de piel en torno a las piernas.
Los alaridos de Jesús ya tenía la fuerza
de un caza, a la vez que el Rottweiler desprendía un pedazo negro de cuero
cabelludo, que se deslizó en un charco de sangre y saliva de perro. Mientras,
el mestizo fue dejando un rastro descendente de marcas de dientes por el brazo
izquierdo y los Dóberman se decidieron por una felación carnívora. La cintura
de Jesús estalló en rojo, mientras el morro alargado llegaba al hombro.
Los chicos dejaron de ver a Jesús; solo
veían cuatro cuerpos grandes y peludos sobre él. Lo único que veían de Jesús
era la mano derecha, cubierta por un manchurrón largo y translucido de baba
salpicada de rojo. Se irguió hacia el cielo y empezó a cerrarse y abrirse de
forma mecánica, espasmódica, desesperada; queriendo agarrar lo que fuera y
tirar para salir de aquel infierno entre dientes. Su movimiento y sus gritos
cada vez más débiles eran la única prueba de que seguía vivo. Hasta que lo
gritos se convirtieron en un largo chillido; la mano se cerró y quedó inmóvil e
inerte, incapaz de hacer nada. Así fue como supieron que aunque el banquete
continuaba, el plato principal había dejado de luchar.
—No… —musitó Antonio, bajando impotente los ojos al suelo—. No…
Sin otra resistencia que la dureza de la
piel, los perros se dedicaron a lo suyo con más orden. Mientras el mestizo
repelaba el antebrazo a consciencia, el Dóberman líder seguía abriendo la
pierna hasta dejar a la vista la tibia; ajeno a su congénere, que metía su
hocico en el sangrante agujero que habían abierto en la cadera. Por su parte,
el Rottweiler arrancó un buen pedazo de piel del cuello.
La gula y la ferocidad pudo con ellos,
mientras quedaba menos que morder y desollar. Los dos de delante y los dos de
detrás empezaron a tirar del cadáver como si fuese una muñeca de trapo entre
dos niñas egoístas.
—Ya vale. ¡Dejadle en paz! ¡Cabrones!
Las palabras salieron al fin, Antonio ya
no podía soportarlo. Aunque muerto, seguía siendo su primo. Aquello ya era
bastante terrible como que tratasen sus restos así.
Su intervención provocó una respuesta; el Dóberman
voraz soltó un momento el descarnado tobillo izquierdo y se volvió hacia él,
mirándole a los ojos y con la saliva cayendo de sus mandíbulas entreabiertas.
Luego se lanzó contra él.
El eco del golpe a la portezuela llegó
igual a Antonio y al sobresaltado Pedro, que lo veía todo como hipnotizado,
retrocediendo lo que sus cortas ataduras dejaron. El perro ladraba, erguido a apenas
quince centímetros de ellos; su cabeza pasaba perfectamente sobre la puerta y
sus patas arañaban el metal como si fuese a agarrarlo y saltar. Hasta podían
oler su aliento rancio con cada ladrido.
Una risa hizo entender a Antonio por qué
les había atados así. Noé no sólo quería que lo viesen, también quería que si
intentaban intervenir quedasen lo bastante cerca para sentir las bocas de los
perros, llegando a mancharse con sus salivazos pero siempre a salvo. Desde
luego, ninguno de los dos se iba a acercarse al Dóberman, por más estuviesen
furiosos por Jesús.
Dos minutos de ladridos después, el perro
les dio la espalda; era más fácil seguir con la comida ya servida. Mientras, la
sangre resultante se escurría por el desagüe.
—Bueno, chicos, ya vale. ¡Ya vale! —Noé entró, sacudiendo las manos y hablando con dulzura—. Hay que compartirlo.
Para asombro de los dos chicos, que
pensaban que se abalanzarían sobre aquel estúpido segundo plato, los cuatro
perros dejaron de reñir y retrocedieron. El mestizo y el segundo Dóberman hasta
se sentaron, seguramente por tener el estómago demasiado lleno.
Su maestro hizo una señal y los cuatro le
siguieron, saliendo tras él en una cola que respetaba su orden inicial, aunque
con andares más tambaleantes y pesado. Una parada a medio camino, el sonido de
la puerta abriéndose y unas pocas palabras de ánimo y aprobación indicaban que
volvían a estar en su sitio.
Mientras el hombre los dejaba para
seguir hasta el tercer redil, los chicos pudieron ver lo que había quedado. El
estremecimiento que compartieron fue parejo a la repugnancia que provocó
arcadas en Antonio y que Pedro escupiese un chorro de bilis.
Lo más triste era que, por su postura,
estaba literalmente hecho un Cristo. Jesús estaba de lado, con la cabeza hacia
la izquierda y los brazos y las piernas extendidos fuera del cuerpo, como si
tomase el sol. La mayor parte de sus pies habían desaparecido, arrancados a
medio camino de los talones. Le habían castrado y desollado casi toda la
cintura, quedando embadurnado de sangre. Por encima, su torso despellejado
tenía un color más rosado; con sólo unas pocas líneas de agujeros de dientes,
en contraste con los brazos, reducidos casi a los de un esqueleto manco. La
mano izquierda había desaparecido junto a lo que pudiese llamarse muñón. No
había carne donde empezaba, sólo hueso astillado.
Lo más perturbador era la cabeza. Mascada
más que mordida, aplastada y deforme como un chicle de fresa usado, había
perdido los labios y la punta de la lengua, como dejaba ver la sonrisa
cadavérica de su boca muy abierta. El lado derecho parecía aplastado por un
mazo; de forma que oreja, ojo y nariz se habían unido en un pegote de carne,
mientras las marcas de mordiscos recorrían el lado izquierdo, al que habían
arrancado la oreja y buena parte del cuero cabelludo.
Lo peor era el ojo izquierdo, sin párpado
y brillante, lubricado por la abundante capa de lágrimas y babas caídas sobre
él. Temblaba inquieto dentro de su órbita, realizando fútiles giros a todos
lados, buscando una salida. Quedó enfocado a la entrada, mirando a Antonio
atentamente, suplicando. El chico reprimió un grito.
Su primo seguía vivo; lo había estado en
todo momento mientras lo despedazaban vivo. Y ahora, desollado, destrozado y
desangrándose; aunque su pecho no se moviese, su nariz no respirase y su boca
se secase por completo, seguía vivo, pidiéndole ayuda con su ojo brillante.
La puerta volvió a abrirse, trayendo el
jolgorio de muchos caminantes ansiosos. Noé, se quedó atrás para no importunar
a los nuevos comensales.
Un sarnoso y desigual ejército irrumpió en
el cuadrado; el resto de la jauría, una docena, veintena o más de la más
variopinta colección de chuchos imaginables, abandonados por amos que los
consideraban faltos de valor. Un bulldog de piernas achatadas con cabeza y cola
de pitbull, un pequinés de rostro chato y estirado de cuerpo patilargo y
lampiño, un pastor alemán de orejas caídas y pelo rasurado, e incluso lo que
parecía un famélico galgo al que le faltaba la oreja derecha.
—Disculpad —pidió Noé, mirando a sus pies y luego a los encadenados—. Pobres. No les he dado de comer desde… ayer por la tarde. Ni a los otros.
Por eso están tan nerviosos. Claro que era para asegurarme de que… no les
faltase apetito.
Se rio abiertamente de su propia gracia,
antes de volver a sus criaturas.
—Que os aproveche.
Un curioso ejemplar, de patas largas pero
cuerpo pequeño y pelo liso y blanco que le caía en mechones hasta el suelo, fue
el primero en llegar a Jesús. Olisqueó el lado izquierdo de la cabeza,
seguramente atraído por la sangre que salía de donde debía estar la oreja, y
empezó a lamer la sien con fruición. El ojo se contrajo, despavorido.
Minutos después, la horda entera; grandes
y pequeños, rodearon la abundante ración.
Antonio se estaba mareando, viendo como lo
que hacía poco tiempo era su primo mayor, lo más parecido que había tenido a un
hermano, era sepultado por la manada. Y lo peor, lo que le hizo apartar la
vista para no desmayarse, fue el sonido.
Ya no gruñían, sacudían ni peleaban por un
mejor bocado; sólo comía. Podía oír los dientes atravesar la carne y tirar,
arrancando con un sonido de golpe mojado trozos de músculo que luego
masticaban; los chasquidos húmedos al destrozarla, picarla en pedazos lo
bastante pequeños para tragarlos enteros. Y el crujido de los huesos, astillándose
bajo la presión de los molares, fuertes incluso en la boca más pequeña, llena
de carne rosa, sangre roja y oscuro y suculento tuétano.
Antonio no quería ver, pero se coló en su
retina un perro pequeño, largo y de color canela que tenía algo de teckel,
estirando lo más que podía una tira de carne reluciente, alejándose del grupo
hasta conseguir arrancarla del cuerpo; proceso que le recordó al pelado de
plátano. Una vez conseguido la comió despacio, como un hombre chupando regaliz.
Vio a un perro curioso, parecido a un schnauzer de color negro, amplia cabeza y
complexión anchísima rosigando a consciencia algo rosa y blanco que sobresalía
de la multitud; algo que parecía el destrozado apéndice de una de las piernas.
Vio a un par de perros grandes, una especie de San Bernardo con color de
Labrador y otro parecido a un Bobtail completamente gris levantando la cabeza
llena de carne para tragársela, lejos del alcance de los más pequeños, algunos
saltando para alcanzarla. Y, quizás la peor, una especie de chihuahua
extremadamente gordo de color negro y cara, vientre y patas amarillentas, dejó
también el grupo con algo en la boca. Era grande, casi tanto como él; se notaba
que le costaba llevarlo, y dejaba atrás un rastro pegajoso y oscuro. El
perrillo tuvo la puntería de ponerse a comer delante de Antonio. Era un
pectoral, o el pedazo de uno. Lo reconoció por el bulto arrugado del pezón, que
el can empezó a lamer como una cereza en lo alto de una tarta, antes de empezar
a masticarlo.
Antonio no aguantó más y el ácido de su
estómago resbaló por sus comisuras.
Diez minutos, quizás un cuarto de hora
después, los perros, salpicados de carmesí desde las orejas al rabo, acabaron
su peculiar tomatina, chupando la sangre encharcada que se deslizaba lentamente
a las cloacas.
—Jo, chicos, se nota que
teníais hambre. —Concluido el festín, Noé abrió la puerta—. No habéis dejado casi nada.
Mientras, indicaba con las manos que
saliesen, cosa que la manada hizo diligentemente.
Era verdad. Casi se lo habían comido
entero. Una masa oscura de pelo aplastado, un charco de sangre que
menguaba y lo que parecían un par de
ristras largas y grises de los intestinos delgado y grueso de las escapaba un
olor repugnante que se mezclaba con el de sangre, del que los cautivos querían
apartarse pero no podían. Ni cuerpo, ni huesos que probasen que un joven
llamado Jesús Terrones Rico había muerto allí. De él, pronto quedaría sólo la
mierda de los perros.
—De acuerdo. —Noé volvió de guardar a sus animales, pisando la sangre sin tapujos pero
evitando lo poco que quedaba de carne—. ¿Qué os ha parecido?
Boquiabierto, Pedro se limitaba a mirar al
infinito. Antonio, cada vez con más problemas para respirar, se mantuvo en pie
agarrando los barrotes.
—¿Sabéis? Si en vez de perros fuesen hienas… si que no habrían dejado nada.
Las hienas se comen casi todo de su presa; lo leí una vez. Huesos, órganos,
pezuñas… Hasta los cuernos. —Suspiró—. Una pena. Si tuviese
hienas no tendría que fregar ahora, ni tirar eso a la basura.
—Hijo… —acertó a mascullar Antonio—. Hijo de puta.
El insulto le hizo gracia. Se quedó tras
la reja, cruzado de brazos.
—¿Sabéis por qué lo he hecho?
—dijo con frialdad, conservando la sonrisa—. Él, siendo el mayor, no tuvo huevos o cabeza para pararlo. La gente así
acaba mal. Le he ahorrado sufrimientos. Y, todo hay que decirlo, ha servido de
buen alimento.
Pedro, apretando los ojos al máximo, se
dejó caer. Antonio le imitó, conservando sus fuerzas.
—Tío. —Noé juntó las manos y miró al cielo—. Estés donde estés, espero que puedas descansar en paz.
Seguidamente clavó su atención en ellos,
ya sin reír.
—Y ahora… —Abrió la puerta, arrastrándolos hacia ese patio maldito—. Cual de los dos será…
Estuvo mirándoles sucesivamente, esta vez
moviendo sólo sus ojos. Antonio, cada vez más débil, pensaba que iba a mearse
encima cada vez que los dos grandes círculos castaños le miraban; no con
rencor, sino con burla. Y, aunque no lo admitiría ni bajo juramento, sintió un
gran alivio cuando se quedó mirando a Pedro. Pareció ver algo en él. Dio dos
pasos, a lo que el chico respondió levantando despacio la cabeza y mirándole.
Noé le escrutó detenidamente; por fin asintió.
—Bueno, muchacho… —dijo sin mirarle—. Me parece… que te toca.
Pedro hizo ademán de hablar, pero ningún
sonido salió de entre sus labios entreabiertos. Mientras, Noé se agachó y, con
la misma facilidad con que entretejió su telaraña de cadenas, la deshizo.
Era el poder supremo, el de Dios sobre el
destino. Podían intentar rebelarse y luchar, pero sabían que perderían. Acababa
de soltarles; podrían correr y huir, pero el hambre y el cansancio los
entumecían.
Cuando Noé recuperó las cadenas, Pedro seguía
inmóvil y Antonio, movido por su propio y nuevo deseo de venganza, se apoyaba a
cuatro patas, listo para levantarse. Quería tirársele encima, aporrearle la
cara, sacarle los ojos, retorcerle los huevos. Que gritase, suplicase, sangrase
y muriese. Pero sólo aceleró las cosas, estando de pie cuando tiró de las dos
cadenas.
—Supongo que esto lo habréis
deducido solos, pero el castigo que vais a recibir es individual, uno a no —anunció a los reos, que ya ni se molestaban en mirar por donde iban, limitándose
a andar —. Así que os sugiero que no os resistáis. Reservaos para lo que os espera.
El sol empezaba a posicionarse en el
cielo. El rosado matinal pasaba al azul claro. Un destello alcanzó los ojos de
Antonio, que vio adonde se dirigían. Noé paró, por lo que Pedro también pudo
hacerlo. Tragó saliva como pudo; estaban frente a la puerta cerrada de la gran
caseta prefabricada.
—Ahora, si no os importa
esperar, tengo que preparar algo antes de empezar el juego —anunció—. Sed
buenos y no os mováis.
Los derribó de un tirón; las agujas de
metal en el cuello les hizo gemir sobre la grava. Luego, como imitando a un
vaquero de un rodeo americano, hizo girar las cadenas, enredándolas a su
alrededor como si fuesen momias hechas con papel de váter. Algo que no
inmovilizaría ni a un niño, pero sí a dos chicos doloridos y desorientados.
Apenas se habían recobrado del tirón y ya
veían su espalda alejarse, metiéndose la mano izquierda en uno de los bolsillos
del mono. Iba a la cochera.
—Joder —musitó
Pedro, que a la luz había adquirido un tono pálido de cadáver—. Hay que aprovechar. No hay otra.
Le animaba saber que era el siguiente. Con
la fuerza del miedo consiguió apoyar los pies, pero no fue capaz de levantarse;
no con Antonio pegado a él. Intentó imitarle, localizando el extremo de la
correa e intentando cogerlo para apartar la cadena. Pero no tenían tiempo ni
para eso.
El rugido del todoterreno fue seguido de
su retroceso; por suerte demasiado lejos para preocuparles. De color gris
blanquecino, estaba en perfecto estado salvo por algunas saltaduras y arañazos
en la pintura del capó, con los costados y las ruedas marrones por el barro. La
puerta del copiloto se abrió y Noé, saltando por los asientos, volvió junto a
ellos.
Antonio y Pedro habían conseguido
levantarse y empezar a deshacer el enredo de cadenas. Pero estaban
sentenciados.
Vieron que quedaba enfocado hacia ellos.
Y delante del remolque; un cilindro blanco con ruedas tan grueso como ellos de
pie.
—Bonito, ¿verdad? —anunció, mirándoles con prepotencia mientras se acercaba—. Se usa cuando hay que recoger algo, ya sea grande… o pequeño.
Metió la mano derecha en el otro bolsillo,
sacando un juego de llaves.
—Umh, ya estás de pie —dijo a Pedro—. Deseando empezar y acabar. Me gusta.
Agarró la cadena y lo atrajo, yendo con él
hasta la puerta. Mientras Pedro se debatía, medio a ciegas por su forma de
apretar los párpados, Noé metió una pequeña llave por el ojo del candado. El
pequeño cierre cayó al suelo. Noé dio un paso atrás y tiró de las dos puertas,
abriéndola de par en par. Antonio, recordando la noche pasada, intentó ver qué
había dentro, pero el hombre y su amigo estaban en medio.
Noé cogió a Pedro por el cuello con las
dos manos; parecía que le iba a estrangular, pero en realidad le soltó la
correa.
—¿Sabes lo que es esto? —Señaló al oscuro interior; pero Pedro estaba más preocupado por resollar
mientras se frotaba su castigada garganta—. Mi tío cogía animales grandes con problemas para moverse y los metía
aquí, para que tuviesen espacio para correr. Si además eran de los que ven de
noche, a veces les ponía obstáculos, como un… laberinto, para que se orientasen
antes de soltarlos. Hasta les colocaba comida en el suelo para que se guiasen
por el olfato.
Antonio tragó la poca saliva que le
quedaba. Ya imaginaba para qué eran las maderas que vio.
—Este juego es sencillo, chico. —Agarró a Pedro por la solapa de su chaqueta, acercándoselo para hablarle a
la cara—. Hay una puerta; normal, de una sola hoja, al otro lado de la caseta. Si
llegas hasta allí y sales, tú ganas. Serás libre.
Seguidamente le agarró y lo lanzó a la
oscuridad. Antonio le oyó caer, pero no pudo verle.
—Yo de ti empezaría a moverme
—recomendó
Noé, antes de empezar a volver al coche—. Porque no vas a estar solo.
Se
movía sin correr pero con prisa. Antonio vio a su amigo echado en el
suelo, como dudando si moverse. Tenía delante un pasillo de madera formado por
dos tablas levantadas, con la anchura justa para que pasase.
El roce de las ruedas desviaron su
atención. El coche retrocedió un poco, momento en que Noé se bajó y fue a la
parte trasera. Al remolque.
Antonio oyó el chasquido de la pieza al
acoplarse.
El todoterreno se movió, llevando el
compartimento de acero sobre seis ruedas hacia la puerta abierta. No tardó en
comprobar que estaba ocupado.
Oyó un largo chillido, seguido de una
sacudida que hizo temblar todo el remolque. Aunque el motor en marcha
dificultaba identificar de qué eran esos gritos, Antonio reconoció un cavernoso
componente gutural.
El coche giró un poco, encarando la puerta
del remolque hacia la puerta; bloqueando de paso salida a Pedro. Noé apagó el
motor y bajó. El agudo gemido se repitió; Antonio pudo oírlo claramente; hasta
le resultó familiar…
No, joder. No creo que…
Se alejó a rastras, antes de que el miedo
le frenase por completo. Noé cerró las puertas hasta que rozaron sus paredes y
levantó una rejilla circular, de tres veces el diámetro de una tapa de
alcantarilla. El ocupante sólo podía salir en una dirección.
De allí, fue a por Antonio.
—Vamos —le dijo, recuperando la correa.
—¿Do… adonde? -acertó a
preguntar mientras se ponían en marcha.
—¿Dónde va a ser? A la parte
de atrás, a ver si tu amigo llega.
Empezaron a rodear la construcción por el
lado izquierdo, pegados a la caseta.
—Y… Pedro…
Noé hizo “ja”. Un muy mal indicio.
—Créeme, —dijo mirando al frente—, espero que tu amigo esté en forma. Es un ejemplar magnifico y se ha
tirado toda la noche ahí. Tendrá hambre y estará cabreado; como los perros.
Pero dos veces más grande y más bestia.
La caída terminó de cubrirle la ropa de
polvo. Como el resto de zonas destinadas a animales, el suelo de la caseta era
de pura tierra, sólo que endurecida, compactada y casi carente de grava. Al
menos el polvo en suspensión no llegó a entrarle en los ojos.
Parpadeando tres veces con dificultad,
Pedro Pérez Sanz se apoyó con sus manos, analizando el escenario de delante. La
luz que entraba tras él se perdía en las tinieblas. No lo parecía, pero por
dentro era muy grande. Casi podía pasar sin las gafas; no quería que su miopía
se desvelase; siempre lo había considerado una debilidad. Pero allí, donde no
se veía nada, no importaba.
Se concentró al máximo en su alrededor.
Distinguió a los lados y al fondo las paredes más burdas posibles: eran
tablones y paneles de madera gruesa y apenas tratada; no muy distintos a los de
la construcción. En realidad, ni siquiera formaban una pared: los habían
clavados en el suelo como obstáculos contra los que tropezar si no se los veía,
dejando huecos más anchos por los que pasar. No era muy difícil, hasta que
recordó su situación.
El motor le devolvió a la realidad. Pedro
se levantó y avanzó en línea recta, aprovechando la luz de la entrada. No tardó
en parar; a apenas dos palmos en el verdadero interior se topó con dos tablones
de al menos dos metros puesto como empalizada. Su separación era demasiado fina
para cualquier cosa mayor que una rata. A la izquierda había otra madera; ésta
un panel más grande, que le obligó a retroceder. A la derecha, en cambio, el
camino seguía, o eso parecía.
Pedro extendió la mano, siguiendo la
madera hasta donde llegara. Entonces se hizo aún más oscuro.
Ese desgraciado había colocado el
todoterreno bloqueando la entrada, obligándole a avanzar. Pedro sonrió; el
cabrón tenía imaginación. Apartó la vista del culo del coche cuando lo oyó:
algo parecido a un grito.
Forzando la vista, miró al vehículo. Lo
había apagado, dejándole oír otra vez esa mezcla extraña de miedo y furia. En
vez del maletero vio algo circular con cinco o seis barras de metal
atravesándolo verticalmente.
Pedro exhaló, preguntándose qué iba a
soltar Noé tras él. Pudo ver al encargado verlo en el costado izquierdo,
manejando algo; seguramente el cierre de aquella jaula.
Los barrotes subieron y quedaron fijos,
dejando vía libre para su ocupante. Su cuerpo grande y pesado descendió con un
pequeño salto, que hizo temblar su transporte. Su gran volumen le dejó
reconocer algo, como las cerdas largas y gruesas de su cuerpo, y la cola que
movía de lado a lado.
Tras un momento de incertidumbre, le
miró, o miró hacia él; lo mismo daba. Lo reconoció por completo. Pedro quiso
gritar.
Era un jabalí, un cerdo salvaje enorme y
negro; lo que no le impedía ver las patas fuertes acabadas en pezuñas; el
hocico chato que olisqueaba el aire con ronquidos hasta cierto punto simpáticos
y, en especial, sus dientes; dos navajas que brotaban de la mandíbula inferior,
doblándose hacia su morro como cimitarras.
El animal, no lo dudaba, los hundiría en
su carne si le alcanzaba.
El cerdo abrió la boca y chilló; el
insufrible sonido de antes, que castigó tanto sus oídos que se los tapó. Ese
animal estaba asustado; aterrado de hecho, y seguramente tendría hambre. Era un
jabalí; como todo cerdo, comía de todo, y estaba tan atrapado como él. Sólo
podía ir adelante…
Pedro se puso en marcha, entrecerrando los
ojos y pidiendo que viesen lo mejor que les dejasen las dioptrías y la
penumbra. Encontró otros dos tablones, que fue siguiendo, uno, dos y otro más,
transversal.
Fue redireccionado a la izquierda, con la
mano izquierda extendida y la derecha leyendo la pared. La bestia berreó otra
vez; dos coces contra el suelo le indicaron movimiento.
Madera, espacio, madera, espacio… Al menos
cinco tablones antes de llegar al otro extremo; más o menos a la mitad una
astilla se le hincó en el índice, pero no se distrajo, mordiéndose el labio
inferior para no chillar. Oía al cerdo, se acercaba. No sabía mucho de
jabalíes; sabía que salían de noche, pero no creía que viesen bien en la
oscuridad…
Pedro aceleró y su mano izquierda se
estampó contra la chapa. A su derecha había un hueco por el que cabía sin
problemas; lo malo fue que hizo vibrar la superficie como un gong, delatando su
posición. Otro gemido tras él, luego un cuerpo robusto se estrelló contra los
tablones. Lo tenía detrás.
Lanzando su mano a la derecha hasta arañar
con sus yemas la madera, Pedro embistió, parando a los pocos pasos por miedo a
chocar con algo. Extendió otra vez las manos, tocando más madera, esta amplia y
lisa; parecía que pintada o barnizada. Volvió a ir a la derecha, invirtiendo la
función de sus manos. Mientras avanzaba sintió que la barrera era distinta. El
espacio ya no superaba los milímetros. Los tablones habían sido alineados a
consciencia para no ofrecer rutas alternativas.
Corriendo sin ver, notaba la separación
aumentar poco a poco; un centímetro, cinco, quince. Un hueco por el que cabía
su mano entera. Sonrió, al pensar que el Centro de Recuperación de Fauna
Silvestre debía tener pocos fondos para invertir en madera.
Su mano cruzó otro espacio de al menos
veinte centímetros antes de encontrarse con el contrachapado. La derecha evitó
el choque; la izquierda no le engañaba: había otro tablero a su lado. No podía
seguir por allí.
Con su corazón y su nariz yendo cada vez
más deprisa, retrocedió un poco, volviendo al hueco anterior. Era estrecho para
pasar limpiamente; tendría que apretarse.
El eco de la respiración del jabalí llegó del pasillo que acababa de dejar.
Pedro tomó aire y apretó su cuerpo contra
la madera izquierda. Le pareció que retrocedía, pero no iba a perder tiempo en
tumbarla. Poniéndose de costado, pasó su hombro y su espalda rozando la otra
tabla. Su brazo derecho había pasado al otro lado; arrastrando su cuerpo con el
pie, Pedro se fue escurriendo. Por un momento temió atascarse, pero tras un tirón
pasó por completo.
El proceso le descolocó la chaqueta, que
le colgaba por las mangas. Se desprendió de ella; no tenía tiempo para eso y,
cuanto menos lastre, antes llegaría. Era, hasta cierto punto, una putada; le
tenía cariño. La gente decía que molaba.
La dejó caer delante del hueco y cargó con
las manos por delante al frente. Tres pasos después dio con otro tablón; éste,
curiosamente, parecía solitario, como una lápida; podía pasar por su derecha y…
Sí, también por la izquierda, aunque al poco encontró otra tabla. Sin llegar a
entenderlo retrocedió un poco, mirando con sus ojos entornados a los lados.
Distinguía las formas esbeltas saliendo del suelo, perfectamente
individualizadas y con espacios.
Un bufido frustrado salió entre sus dientes.
Joder, que hijo de puta.
Se acabaron los trayectos lineales por
pasillos. De forma un tanto aleatoria, ahora sólo podía seguirse en línea
recta, aunque eso sí, evitando chocar con los tablones, dispuestos ahora como
minas terrestres. Ya no había una ruta; tendría que abrirse camino entre los
espacios. Si pudiese hacerlo con calma no tendría problemas, pero…
Otro gruñido, desesperado, ansioso y
cercano. En su propia carrera, mezcla de persecución y huida hacia lo
desconocido, el jabalí se había estrellado contra el mismo hueco que acababa de
cruzar. Su hocico se arrugó un poco contra el suelo, rastreando el olor de la
chaqueta mientras su cuerpo se moldeaba
la puerta. Por como chilló debía haberse atascado, iniciando un violento sacudir
entre chillidos que dobló los tablones como palillos. Dos golpes más con su
musculoso cuello y ya tenía espacio para pasar.
Pedro, contagiado por su propio pánico,
avanzó como un zombi, trastabillando con las manos estiradas. Aprovechó el
hueco entre dos maderas delante, antes de dar un doloroso puñetazo con la zurda
al canto de una tabla. Ralentizándose, sacudiendo la mano en un intento de
aliviarse, analizó la situación. Las formaciones continuas ya habían
desaparecido por completo; sólo había tablas sueltas, de pie o de lado, dificultando
ver lo que tenía delante. Así podía avanzar pero no correr; chocaría contra
alguna y se haría daño o caería.
Mientras dudaba, el furioso resuello se
acercaba. El jabalí había llegado al confuso laberinto de palos, con dos
diferencias: era más fuerte y más proclive a dejarse llevar por el miedo. Para
él las colisiones no eran tan graves; aunque le harían daño, arañando sus
costados y clavándole astillas finas, asustándole; enfadándole aún más.
Debía que correr y encontrar la puerta.
Pedro siguió con un trote ligero. Durante
dos metros y medio no hubo problemas; sólo rozó con el hombro derecho una
madera. Entonces vio una delante de él que esquivó con reflejos, desplazando su
siguiente paso a la izquierda sólo para que su mano derecha estuviese a
centímetros de estamparse contra una lámina que no había visto. Dejó de
moverse, aprovechando el impulso de su cuerpo para agarrar el borde irregular e
impulsarse adelante. Pasó.
Su hombro se estrelló contra una tabla
frontal. Fue un impacto severo, le dolía a horrores. Resollando, trastabilló un
poco, consiguiendo conservar el equilibrio. No podía parar, aun sabiendo que,
con la camiseta puesta, debía haberse la piel. Poca cosa, y sería peor si no
seguía.
El jabalí pisaba con fuerza antes de
cargar, lanzando un pequeño gruñido de dolor o satisfacción con cada un nuevo
obstáculo destrozado.
Ya faltaba poco; la oscura pared trasera
de la nave era cada vez más grande y ya casi no había tablas. Respirando por la
boca, Pedro aceleró, colándose entre las últimas maderas. Podía ver la última
línea; tablas simples, todas de cara, con una separación máxima de diez
centímetros.
Aceleró con los dientes apretados,
corriendo de verdad antes de embestir.
Fue como lanzar una pelota contra una
pared. La madera absorbió su golpe, antes de reflejar la energía cinética
recibida. Pedro se sacudió, pero no cayó; se había enganchado. El brazo
izquierdo palpando la libertad al otro lado de la hilera. Y peor, el golpe se
lo había llevado por completo en el pecho, constreñido por la tabla a su
derecha; un dolor perforador que le quitaba el aliento.
—No, ahora no…
Tenía detrás los suspiros y pasos del
cerdo.
Sacudió su brazo libre, empujando el
tablón. Era duro y estaba bien afianzada en el suelo.
—Venga, no he llegado
aquí para… Aaaaah.
Casi ni se movía, y se estaba despellejando a sí mismo. Estiró el
brazo derecho, consiguiendo unirlo al izquierdo e imitó a Sansón, consiguió la
separación mínima para liberarse.
Sintiendo que caía, fue hacia el
contrachapado. Curiosamente, delante había otra hilera de maderas; estas tablas
enteras de madera marrón de dos metros por uno y medio, formando una segunda
pared delante de la verdadera. Pedro supuso que eran para aportar resistencia a
la estructura principal hasta que lo distinguió, más o menos en el centro.
Color gris sucio, más alta y fina que las tablas; enmarcado por un resplandor
que salía de debajo de ella.
Al menos, aquel pirado había tenido del
detalle de ponerle algo fácil.
Ver la salida le hizo sonreír como un niño
feliz, forzando sus piernas como al final de una maratón. Le quedaban menos de
tres metros.
El jabalí eligió ese momento para embestir
chillando la barrera que acababa de pasar. El primer golpe no logró abrirle
camino; lo supo porque hubo un segundo, algo más suave. El animal parecía haber
dejado la táctica del ariete.
Pedro ni se molestó en darse la vuelta
para verlo. Pero lo oía; el aire agitado al salir de su morro, a medio metro de
dónde se atascó. Se oía como un lijado; comprendió que eran sus dientes,
rozando el obstáculo. Luego gritó y cargó; al menos un tablón cayó. Ahora sólo
la distancia los separaba.
Incapaz de contener la risa mientras el
sudor se le metía en los ojos, Pedro encontró la cerradura; una manivela
cubierta de plástico negro. Aspirando aire, puso sobre ella su mano derecha.
Saboreó el momento. Había ganado.
Miró atrás, preguntándose qué cara se le
quedaría al jabalí al ver que se quedaba sin cena. Sólo acertó a ver una enorme
masa cubierta de sombras en la que destacaban sus dos grandes ojos acuosos que
parecían resplandecer; no sabía si de frustración. Le consolaba saber que no
sería muy distinta a la cara que pondría el cerdo
de fuera
Sonrió enseñando todos sus dientes, y le
dedicándole un corte de manga con la mano izquierda.
—Jódete, cerdo asqueroso.
Bajó la manivela, deseando sentir el aire
fresco. La puerta no se abrió.
Su sonrisa se congeló, mientras los
torrentes de sudor formaban cataratas a sus pies.
Se volvió hacia la puerta. La volvió a
bajar; la empujó hacia delante y atrás. Su única salida estaba cerrada con
llave.
—¡No! Cabrón ¡he ganado!
¡Abre!
Fuera, Noé suspiró, bajando la vista al
suelo.
—Vaya nena. Pensé que lo
aceptarías.
Sentado a sus pies, aún encadenado,
Antonio miraba a la puerta sin dar crédito.
—¡Por favor! ¡Ábreme!
Pedro golpeaba la puerta con tanta fuerza
que parecía que fuese a desencajar la pared entera.
—Di… ¡Dijiste que si llegaba…!
Noé suspiró otra vez, como el padre que
confiesa a sus hijos que los Reyes Magos no existen.
—Sí, eso dije —admitió, sacando el llavero del bolsillo—. De hecho, sólo necesitaría meter una de estas llaves en la cerradura y abrir…
Por un momento, Pedro asintió sonriendo,
aprovechando que no podía verle
—Pero no, me parece que mejor
no.
Inclinando la boca como una sonrisa de
payaso triste, las devolvió a su sitio.
—¡No me…!
Los mamporros de Pedro pararon; sólo se
oían sus jadeos. Y otra cosa; varios ronquidos seguidos de un chillido.
—¡Joder, ya viene!¡Ayuda! ¡No
me dejes así…!
Poco a poco las exigencias y amenazas
perdieron intensidad, dando paso a sollozos. Antonio quería levantarse, hacer
algo. Pero el collar se lo impedía.
Dentro, el jabalí volvió a gruñir.
—¡Lárgate, bicho asqueroso!
¡Lárgate! ¡Vete! ¡Vete!...
Un último golpe con las dos manos retumbó
por toda la pared. Noé, sin embargo, parecía más preocupado por la suciedad
acumulada bajo sus uñas, sujetando el guante bajo el brazo.
—¿Por qué? ¿Por qué no
haces…?
Las suplicas de Antonio fueron contestadas
con un rictus forzado que le heló la sangre.
—Por favor, si fuese por mí
le dejaría salir —aseguró, antes de añadir—: Pero supongo que no has olvidado por qué hago esto.
Fue la pregunta que acabó con todas las
preguntas. Antonio, con el labio inferior temblando, volvió su cabeza hacia la
puerta, consciente de lo que iba pasar
ahora.
Pedro lanzó un largo grito, antes de que
la pared se llevase otro golpe; este no dado por manos humanas. El grito paró,
sustituido por un gemido de dolor cortado por el grito de euforia de la bestia.
Otro golpe, y otro sacudieron el contrachapado, intercalados con gemidos de
satisfacción y de dolor.
—Madre mía. —Noé volvió a ponerse el guante—.No sabría decir si se lo está comiendo… o se lo está follando.
Era un chiste con fundamento, viendo el
alboroto. Los meneos, poco a poco, se suavizaron; igual que los gemidos. Luego,
lo único que rompía el silencio fue el mascar húmedo de una boca llena. Antonio
miraba absorto la puerta, como hipnotizado por la sangre que empezó a colarse
por debajo de ella, formando un desigual y dentado charquito.
Noé dio una palmada.
—Bueno, otra cosa hecha.
Dio un tirón a la cadena, poniendo en pie
al chico, aún absorbido por el líquido rojo.
—Dime, ¿sabes por qué he
dejado morir a ese? —le preguntó desde detrás.
Antonio sabía que la respuesta era
venganza, pero negó con la cabeza. Noé buscó algo el bolsillo de su camisa,
debajo del mono.
—Pues por esto.
Esta vez no necesitó tirar de la cadena;
Antonio ya se giraba, lenta y quedamente, a ver qué era. No pudo evitar la
sorpresa al ver las gafas de sol de Pedro.
—Hay algo de lo que estoy
seguro —mirándole fijamente—. Ese era el jefe. O el inductor, mejor dicho. El que os decía qué hacer y
el que lo montó todo, ¿verdad?
Asintió. Ya no le importaba hablar bien de
los muertos.
—Lo sé. Reconozco al macho
alfa cuando lo veo.
El encargado se desplazó hacia la
izquierda, sujetándolas entre su índice y su pulgar. Apretándolos, consiguió
que uno de los cristales se saliese de la montura. Lo levantó, mirándolo con
detenimiento.
—¿Y sabes otra cosa? Tu amigo
era miope.
Antonio abrió los ojos, no tanto porque le
sorprendiese como porque no sabía a qué venía.
—Lo pensé anoche. Me parecía
muy raro que llevase gafas de sol. —Le acercó la lente, como queriendo que la viese mejor—. Por la forma del cristal, debe de estar graduadas. Por eso entrecerraba
tanto los ojos.
El hombre tomó aire.
—Verás, lo metí ahí… para
saber si era capaz de llegar al otro lado sin darse de hostias con todo lo que
había dentro. No te engañes; el jabalí iba a matarlo. Sólo quería darle
emoción.
Noé hizo la cabeza atrás, como para
despejarla. Tras ellos, las aves de la pajarera silbaron.
—¿Y… por qué? Si querías
matarle… ¿por qué has hecho ese juego?
—¿Juego?
Noé soltó el cristal y las gafas y las
pisó bajo su bota derecha.
—Creo… que llevaba gafas
oscuras para disimular que era miope. No le gustaba, como si fuese malo. Mi tío
también era miope, ¿sabes? Y no se avergonzaba; no hizo nunca lo que él. Ni
vosotros. Querías haceros los valientes, los fuertes… lo que no sois. O erais.
Noé empezó a caminar cabizbajo hacia la
pajarera. Antonio se dejó llevar, hasta donde el remolque bloqueaba la caseta.
—¿Era eso para vosotros? ¿Un juego? —Levantó la cabeza de golpe, mirándole con expresión ausente—. ¿Jugar a ver quién vive y quién muere?
Antonio deseó que el frescor húmedo que
sintió en su ingle fuese sudor. Hubiese querido decir algo, cualquier cosa.
Pero no encontró fuerzas para hablar.
—¿Sabes? No me gusta… la
gente falsa. —Se inclinó
sobre Antonio; este, intimidado, casi cayó de rodillas—. Ni los que juegan con las vidas. No hay nada más precioso que la vida,
cualquiera que sea. Todo lo que nace debe de vivir… y acabar muriendo; a veces
porque otro lo mata. Se puede matar casi por cualquier motivo. Pero por jugar…
Dime, ¿te ha parecido divertido?
Fue sincero. Negó.
—¿Te parece que tus amigos,
en esa situación, eran mejores que los animales que los han matado? ¿O a los
que mataron? ¿O que mi tío; un pobre viejo solo, por ser trabajador?
Antonio negó otra vez; no serviría de nada
hacer lo contrario, y su vida dependía de no cabrearle.
—De acuerdo. —El encargado dio otro paso—. Van dos de tres. Ahora… tú.
Antonio tragó saliva; ya no controlaba el
temblor de sus piernas; ni fingía que no tenía miedo.
—Señor… —Empezó a llorar—. Por favor. Yo… lo siento mucho. ¡Lo siento! Haré lo que sea. Pero no…
Noé volvió a sentarle por medio de su
eficiente collar.
—No insistas, chico; ya lo he
dicho antes. Los tres seréis castigados; cada uno de un modo.
Si se meó al final jamás lo sabría; el
sudor que lo cubría no le dejaba distinguir fluidos.
—Pero tranquilo, —añadió—, sé muy bien
cómo eres.
Un atisbo de esperanza lo calmó unos
segundos, intentando entender qué quería decir.
—Tú eres… Bueno, eras el más joven. El más inexperto. Y el más cobarde. La
nenita del grupo. Lo sé; he visto cómo mirabas, las caras que ponías. Seguro
que sólo querías demostrarles que podías seguirles el rollo. Eso no cambia lo
que habéis hecho… Pero sé que para los mocosos como tú la popularidad es como
comer.
Antonio hubiese asentido, su hubiese
pensado que eso le ayudaría
—Y también sé que aunque lo
disimulas bien… —Noé le miró a los ojos—. Te asusta la sangre. Intentas mirarla como si nada, pero al verla te erizas
y sudas.
Inmovilidad. Silencio. Nada que pudiese
ofenderle.
—Pues… ¿sabes qué? Todos
tenemos dentro sangre. Todos los demás han sangrado. Y ahora, te toca sangrar a
ti —sentenció—. Pero te
voy a dar dos buenas noticias: no vas a ver cómo sangras, ni a ver tu sangre. Y
segundo, puede que, a diferencia de tus amiguitos, tú… —le señaló con el índice derecho—…. puede que vivas para contarlo.
Aquello puso fin al breve coloquio. Con el
sol ya alto en el cielo, Noé empezó a arrastrar la correa. Antonio hacía atrás
la cabeza e intentaba sujetar el metal mientras sollozaba; intentando suplicar
con sus cuerdas vocales resecas y maltratadas.
Mientras hundía los pies en el blando
suelo cubierto de grava, vio que iban al edificio principal; a una primera
puerta que identificó como su celda de la otra noche. ¿Iba a volver a
encerrarle? No, pasó de largo, hacia la derecha. Vio otra puerta trasera muy
parecida, por lo que dedujo que su interior sería parecido; amplio, de cemento,
sin posibilidad de escapar. Pero tampoco iban allí.
Con paso firme, rodearon la casa por su
lado oriental, cuando Noé se detuvo, al poco de doblar la esquina, con la vista
en sus manos; buscando una llave del manojo de su bolsillo.
Era un cuarto accesorio; un rectángulo que
no llegaría a los siete metros de largo, como un bulto canceroso brotando de la
pared de la casa, con una puerta de metal.
—Bueno, hemos llegado. —Noé metió la llave en la cerradura y abrió la puerta, antes de mirarle como
un niño dispuesto a zamparse un pastel—. ¿Estás preparado?
Era una pregunta de cortesía; desde luego su opinión era lo que menos
importaba.
—¿Quieres saber lo que vamos
a hacer? —preguntó Noé, sosteniendo la cadena pero sin tirar aún—. Como tus amigos lo han dejado todo hecho un estropicio y tengo que volver
a llevar a los animales a su sitio, además de ver si tengo que salir… Cálculo
que en una hora estaré libre. Y volveré. Si para entonces sigues con vida… yo
mismo te sacaré de aquí.
Noé tiró de Antonio una última vez,
atrayéndolo. El encargado no tuvo problemas en desabrochar la correa de su
cuello y cogerlo por los hombros, con la clara intención de arrojarlo a su
final de un empujón.
—¿Sabes una cosa? Hay una
cosa que soy el primero en admitir: a su manera, mi tío era bastante raro. Le
encantaban los animales, eso lo sabe todo el mundo. Pero hay algo que no todos
saben: le gustaban todos los
animales.
Le dio a Antonio un puñetazo en el
estomago, poniéndolo de rodillas. Luego le dio la vuelta en el suelo.
Mientras el chico intentaba respirar y no
vomitar, Noé le sacó las zapatillas y le fue arrancando progresivamente los
calcetines, los vaqueros y los calzoncillos. Luego le separo los brazos,
aplastándole el derecho bajo el pie para poder abrirle la chaqueta y
liberándole para sacarla. Con la camiseta fue menos sutil; se la arrancó de un
tirón.
Antonio, sobre el polvo y las
piedrecillas, había quedado tan desnudo como Jesús.
—Personalmente, nunca
entenderé por qué hizo esto y, la verdad, tampoco sé por qué la conservó.
Supongo… que es como un monumento a su
memoria. —Tras su
meditación se rio, agachándose y ayudando a Antonio a volver a levantarse—. Bueno, en cualquier caso, me vas a venir bien. Me vas a ahorrar una
visita a la carnicería.
Entonces lo empujó con tanta fuerza que salió
despedido de cabeza al cuarto oscuro. Antonio sólo tuvo tiempo de emitir un
gritito antes de rodar sobre el suelo. Dejó de girar a la vez que Noé cerró,
echó la llave y fue a limpiar lo que quedaba de su primo y Pedro.
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