lunes, 1 de febrero de 2016

EL HOMBRE QUE MATÓ AL DIABLO

      La noticia ocupó sin excepciones los noticiarios apenas minutos después de suceder. La conmoción era general, revivida por viejos fantasmas:
     —… tiroteado de camino a una reunión en D.C. por un asaltante por identificar en torno a las doce de este mediodía.
     El autor fue un hombre de veintipocos años, cuerpo famélico y piel oscura. Surgió como un fantasma en el borde de la 395 y tiroteó al único ocupante del asiento trasero del vehículo oficial, de sesenta y tres años. Se internó en la autopista, ajeno a los conductores que pasaban y a los gritos de los escoltas. Armado con una simple Glock de 9 milímetros, mataría al chófer y alcanzaría tres veces a Coulbert en el pecho antes de ser reducido de dos disparos, en el brazo y la pierna izquierda.
     —Pensé que sería mejor dejarlo vivo… para interrogarlo —justificaría el tirador, violando la premisa protocolaria de disparar a matar.
     Mientras Coulbert era trasladado a un hospital de Arlington para ser operado de urgencia, su agresor fue estabilizado en una ambulancia y llevado directamente a un centro federal para ser interrogado.
      —Muy bien. —El agente Isaac Standen lo miraba con recelo. Intuía qué era y por qué lo había hecho—. ¿Podría identificarse?
     El hombre le miró con ojos castaños inyectados en sangre, tensos y llenos de odio. Su piel ajada, pelo hasta la nuca, barba larga y ropa andrajosa le daban al principio aspecto de mendigo. Pero él intuía lo que era.
      Hasta que le oyó hablar:
     —Me llamó Wayne Murthag. Tengo treinta y un años —respondió en perfecto inglés—. Vivo en el 47 de Carroll Street, en Brooklyn. Trabajaba en el Earl´s All Repairments de Manhattan.
     Standen se quedó mirándole sin dar crédito. Afirmaba ser americano. Y en su mismo idioma.
     Echó un vistazo rápido al cristal semiplateado; la señal para hacer comprobaciones.
     El hombre, Wayne, no se dio cuenta. Se limitaba a mantener la cabeza baja hacia la mesa, agitando los dedos de su brazo escayolado y murmurando para sí. ¿Rezando?
     —De acuerdo. —Standen, en pie, se cruzó de brazos—. Dime, Wayne, ¿tienes idea de por qué estás aquí?
     —Desde luego —contestó, mirándole con calma—. Por cierto, ¿sabe si ha muerto?
      Standen tragó saliva. Por un momento, las pupilas de Murthag se habían dilatado. Estaba ansioso por saberlo.
     —¿Quién, Wayne? ¿Quién ha muerto?
     Era el momento clave. Estaba a punto de conseguir la confesión.
      —El Diablo —contestó, añadiendo—: Al que he disparado.
      Standen sintió un espasmo en los músculos de su espalda. Había sido entrenado para no mostrar sus emociones, para mantener la cabeza fría en cualquier situación. Esa respuesta, sin embargo, le rompía los esquemas.
     —¿Cómo… que al Diablo, Wayne?
     —Sé por qué estoy aquí. —Su tono decayó un poco, dotando a su rostro de un aire más sombrío—. He matado al Diablo. Iba en ese coche.  Parece un hombre, pero es el Diablo. Lo he tiroteado. ¿Está muerto?
     Standen suspiró, sin disimular tanto como quería. Esperaba a un terrorista, no a un chalado.
     —Por el momento, parece que vivirá. —Mentía. Le habían notificado que Coulbert había fallecido un minuto después de las doce y veintisiete; cinco minutos después de entrar en quirófano.
      Esperaba su reacción. Furia, mirar al vacío mientras maldecía entre dientes, rezando el perdón por su fracaso. Para su sorpresa, se volvió violentamente, arrastrando las patas de la silla.
     Standen levantó los brazos; el sospechoso no estaba esposado porque no se consideraba que fuese peligroso por sus heridas. Pero no se había levantado. Sus labios y ojos temblaban, a punto de llorar.
     —Entonces, tienen que soltarme —rogó. No era una amenaza ni una orden, sino un ruego urgente—. Tengo que acabar con él o seguirá haciéndolo; se los llevará a todos a…
      Murthag se agitó tan violentamente que cayó de la silla; Standen, una vez seguro de que no era un truco, lo levantó del suelo y le ayudó a sentarse.
     —Cálmate —le dijo—. ¿Por qué… no me dices que es eso que va…?
      —Se llevará a la gente al infierno, para que sus demonios la torturen; como hicieron conmigo.
     Standen se detuvo un momento. Esperaba alguna especie de delirio religioso, pero aquella declaración se salía de las habituales declaraciones de paraíso y martirio.
     —¿Dónde dices que has estado… Wayne? —preguntó, entrecerrando los ojos.
     —En el infierno. Hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo.
     El espejo tembló sutilmente después de dos golpes suaves.
     —Bueno, Wayne, enseguida vengo —se excusó Standen—. Si necesitas algo…
     —Tranquilo, señor. Esperaré —aseguró, alzando la cabeza y sonriendo como un niño obediente.
     Fuera, Doug Valens, su supervisor, y Ted Mann, su compañero, le esperaban. 
     —Decidme que sabemos dónde lo entrenaron —pidió Standen, mirándoles sucesivamente—. ¿Afganistán, Libia?
     —¿Ha pedido un abogado? —preguntó con seriedad Valens.
     Standen negó. Valens miró a Mann; este asintió y levantó un par de hojas sobre una carpeta.
     —Lo hemos comprobado —dijo, subiéndose las gafas al puente de la nariz—. Dice la verdad.
     Standen se quedó boquiabierto, apoyándose en el lado visible del espejo.
      —Cuenta.
     —Wayne Norris Murthag, nacido en Nueva York en 1978; hijo de Edmund y Nina Murthag; actualmente residentes en Cleveland, Ohio. Tiene una hermana, Leyla, casada y madre de dos niños, que reside también en Nueva York. También hemos preguntado en su trabajo.
     —¿Y?
     —Lo perdió, después de estar más de dos meses sin dar señales de vida. Desapareció, sin más.
       Dos meses. ¿Suficiente para un entrenamiento rápido?
      Standen miró a través del cristal. Quizás lo había juzgado mal.
     Intercambió una mirada con Valens antes de devolver su atención a Murthag, que intentaba rascarse el brazo derecho con la escayola.
     —Muy bien. Voy a ver si me entero de qué agujero ha salido.

      Wayne Murthag había salido del agujero en el que había caído hacía apenas semana y media. ¿Cómo cayó en él?
     Era marzo a las ocho y veinte, una preciosa mañana de primavera cuando un taxi le dejó en la 36 con Lexington, desde donde sólo tenía que recorrer media calle para llegar al trabajo. Los árboles se mecían al ritmo de una suave brisa, mientras las ventanas del edificio de enfrente, aunque abiertas, parecían tener sólo sueño tras sus cristales.
     No había ningún motivo especial para fijarse en la furgoneta negra que subía por la Tercera Avenida.
     Murthag acababa de rebasar las escaleras de un bajo; pensándolo bien después debió de salir de allí.
     Alguien le asaltó por detrás.
      —¡Eh, ¿qué co…?!
     Algo duro y pesado le golpeó en su nuca, tirándolo de bruces al suelo. Brazos poderosos tiraron de su pelo y la espalda de su camisa; delante alguien pisó un acelerador a fondo. Las ruedas chirriaron sobre el asfalto como queriendo arrancarlo.
     Le levantaron la cabeza lo justo para separarla del suelo. En ese momento se hizo la oscuridad. También, de repente, le costaba respirar.
     —¡So…!
     Algo le rodeó la cabeza, apretándole tanto la base del cráneo que sintió que iba a partirse. En ese momento lo entendió: le habían puesto una bolsa (de plástico; seguramente de basura) en la cabeza, y le habían amordazado.
     Lo llevaron con la cabeza por delante y el cuerpo colgando de sus cuatro extremidades. Wayne agitó la cabeza, intentando respira y ver, asustado. Iba hacia la carretera, al vehículo que se acercaba.
     Unos frenos chirriaron  y una puerta lateral crujió al abrirse. Murthag voló unos centímetros durante unos segundos, aterrizando sobre el pecho, que sintió aplastarse con un crujido de hojas secas. Se inclinó en un intento por protegerse, quedándose sin aire. Sus manos y pies fueron unidos en contra de su voluntad; una cuerda los rodeó mientras se retiraba la que le estrangulaba la boca.
     Un secuestro, entendió. Iban a llevárselo a algún sótano, seguramente en Brooklyn o el Bronx, a esposarle a una silla con una botella de plástico para mear después de sacarle quién era, dónde vivían sus padres y anunciarle que, si no pagaban por él, moriría.
     Murthag se rió, sin poder evitarlo. Iba a morir por nada. Sus padres eran dueños de una pequeña granja de producción de biofuel en otro estado; su hermana era enfermera. Valía más como cuerpo para estudiantes de medicina que como rehén.
     —Hola, Abbadi —oyó una voz dulce y melosa al otro lado del plástico.
     Wayne tardó unos minutos en entender que se referían a él.
     —Esto es un error; me llamo…
     —Sh, calma. —Una mano empujó su hombro hacia abajo—. Ya tendrás tiempo de hablar.
      Gimió de dolor tras el pinchazo en el hombro. Al empezar a sentir un hormigueo en los párpados supo que le habían sedado.
     —Bienvenido al infierno.
     Luego cayó fulminado.

      —¡Uff, qué cabrón! Creo que el bebé necesita un pañal nuevo.
     Fue lo primero que oyó después de… ¿cuánto? Intentó moverse; estaba sentado con las manos inmovilizadas y la odiosa bolsa… No, ahora era un saco de tela, aunque hacía exactamente lo mismo: impedirle ver y dificultarle respirar. Al tensarse comprobó, avergonzado, que su cintura se había vuelto pegajosa y fría.
     —Bueno, pues yo no pienso cambiarlo —dijo una segunda voz.
     —Escucha. —Recibió un tortazo contra su oreja izquierda—. Si necesitas cambiar el agua al canario, quiero que lo digas, ¿entendido? No hace falta que lo pringues todo.
     Murthag asintió, más por miedo que por conformidad.
      El golpe le sacó definitivamente del sopor. Su garganta estaba reseca, con restos de sabor a bilis; tenía el estómago revuelto y le dolía la cabeza. Como si hubiese estado un día entero sin comer. Dios, ¿cuánto tiempo había pasado?
     ¿Y dónde estaba? Se movía, pero no parecía un coche. Sentía que se agitaba arriba y abajo, con demasiada suavidad; así durante horas. Sería estúpido intentar calcular cuánto.
      Llegaron al destino en medio de un terremoto, que acabó con él arrastrado por lo que parecía una rampa descendente y arrojado a la parte trasera de una especie de carro. Un motor rugió y fue trasladado, entre baches y curvas, hasta su destino final.
     Cuando por fin le quitaron el saco, estaba en unas duchas. Se parecían a las del vestuario del instituto; sólo que enormes, con los azulejos grises, y oscuras. La única luz entraba por un  ventanuco estrecho en lo alto de una pared de casi tres metros. Y era tan poca porque, además, tenía rejas.
      Frente a él, un hombre con camiseta negra y pasamontañas abrió una manguera a presión, rociándole como si estuviese en llamas.
       Murthag recordó cómo quiso gritar; estaba helada y era tan fuerte que incrustó sus vértebras contra los grifos de la pared. Lo bueno fue que retiró toda la porquería sobre su cuerpo.
      En el suelo se volvió, ofreciéndole la espalda en un intento de que no le partiese en dos. Cuando por fin paró, oyó pasos chapoteando que se acercaban.
      Una silla de cuatro patas repicó tras él. Tiraron de él para levantarle y sentarle. Luego le esposaron otra vez.
      —Eh, ¿de qué va esto? ¿Qué quieren?
      No hubo respuestas. Eran al menos dos; le frotaron el cuerpo con cepillos de cerdas duras impregnados de algún jabón; lo comprobó porque entre los dolorosos pases sobre su piel vio crecer una espuma blanca, que le abrasó los ojos con la siguiente rociada de manguera, tan fuerte que tiró la silla al suelo con él sentado.
     Le soltaron y le levantaron. Le secaron por encima con toallas y luego, allí mismo, le vistieron como a un muñeco y se esperaron unos minutos a que terminase de secarse. Murthag, conmocionado y asustado, les dejó hacer, confiando en acabar cuanto antes.
    
     —¿Te vistieron?
     —Sí. Con un mono.
     —Un mono… —repitió Standen. Una idea tomaba forma en su cabeza.
     —Sí, como los de los granjeros; sólo que más fino. De color naranja brillante.
      Standen apretó el puño, sintiendo un botón accionarse en su pecho, acelerando su corazón.

      Volvieron a sentarlo en la silla empapada, que le provocó escalofríos a través de la ropa. Intentó alejarlos lanzando un par de manotazos, aprovechando que tenía las manos libres, pero volvieron a inmovilizarlo en minutos. Otras dos personas entraron. Le parecieron mujeres, enfermeras con mascarillas de quirófano; impresión que se perdió al ver sus camisetas negras.
       —Oíd, ¿quiere alguien decirme de una…?
      Nadie dijo nada, limitándose a rodearle, a ponerse tras él. Una maquinilla eléctrica vibró sobre su nuca.
      Empezó a agitar la cabeza, al entender lo que iban a hacerle. No sabía a qué venía el tratamiento de higiene intensiva, pero cada vez estaba más preocupado. Tuvo que pararse cuando le pusieron algo frío y duro en el cuello, adivinando qué era cuando empezó a subir por su garganta; sin espuma ni gel, sólo con la suavidad del pelo mojado.
       En menos de cinco minutos, su pelo y barba no deseada formaba un círculo en torno a sus pies. Un vistazo le hizo pensar en una montaña de moscas muertas.
       —¿Han dicho algo de las pelotas? —preguntó la mujer de la navaja con una voz grave y gutural, claramente para disimular la verdadera.
      Murthag, calvo como un modelo anatómico, se quedó inmóvil, pensando lo que significaba. No hubo más palabras; supuso que su compañera negó con la  cabeza. Se fueron por donde vinieron.
      Soltaron sus esposas para llevarlo entre dos poderosos brazos hasta una sala no mucho más grande que un despacho, sin ventanas, iluminada sólo por un flexo enfocado hacia abajo sobre una larga mesa rectangular. Aunque tenía espacio para muchas sillas sólo había dos; a ambos lados y en línea recta respecto a la entrada.
      Le llevaron hasta la del fondo, volviendo a esposarle de manos y tobillos. Se fueron, cerrando la puerta y dejándole con la luz. Solo. Eso creyó.
      —Bienvenido, amigo.
      Murthag dio un respingo. Miró hacia la derecha; donde debía estar la esquina. Oyó los pasos, vio una silueta adaptarse a la lumbre de la lámpara. El hombre (eso creyó que era al principio) había estado sentado en la esquina. No llegó a verlo porque levantó el flexo, enfocándoselo a la cara, cegándole.
      —¿Sabes dónde estás?
      Murthag parpadeaba como si diese palmas, cegado. Al final cerró los ojos con todas sus fuerzas.
      —No, señor. Ni sé de qu…
      —Esto es el infierno —le aclaró.
      —Claro —asintió Murthag, sonriendo; olvidando por un segundo su situación. Esperaba algo grave, no absurdo.
     Su respuesta tuvo un eco, que le erizó el pelo que le quedaba en el cuerpo.
       —Estás animado. Bien. Me lo pasaré mejor.
      La luz se apartó un poco, aliviándole. El hombre se había inclinado, dejándole distinguir su sonrisa, una línea blanca que destacaba en la oscuridad.
      —¿Y sabes quién soy yo?
       —No —negó con la cabeza. Ya no le quedaban ganas de reírse—. No tengo ni idea.
      —Soy un demonio. Encargado de castigar a todos los cabrones que creen que pueden insultar a Dios y al mundo.
       Murthag asintió. No creía que ganase nada haciéndole la contra.
       —Mi jefe es el mismísimo Diablo. Si le da la gana, borrará este mundo y a todos los mierdas que lo ensucian, como tú, del planeta. Pero, como eso acabaría con la diversión, de momento vamos a ir de uno en uno.
      Volvió a cegarle con la luz.
     —Di tu nombre, para empezar.
     —Murthag. Wayne No…
      Una especie de soplido esputó gotas de saliva sobre su cara. Murthag se dio cuenta, al cabo de unos minutos, de que se reía.
      —¿Te crees que soy idiota?
     Murthag esperó unos segundos antes de hablar, apretando al máximo los párpados.
     —No entiendo.
     —Ese no es tu nombre.
     —Sí lo es. Wayne Norris Murthag.
      Un violento golpe mandó la lámpara al suelo; sin embargo, siguió encendida.
      —Bueno —dijo el demonio lánguidamente—. La verdad es que sin barba cambias mucho. E imitas muy bien el acento.
      La voz ganó volumen, se le acercaba por la derecha.
       —Pero ya te lo he dicho. Soy un demonio. Y no puedes engañarme.
      Una presencia enorme se precipitó sobre Murthag; su aliento olía con fuerza a tabaco. Siendo él mismo fumador, le pareció perfume de rosas. Lo peor, seguir sin  poder verle.
      —No te lo repetiré. Pero como puede que el trayecto te haya ablandado el coco, te daré una pista: Abbadi.
      Murthag recordó el nombre, lo oyó en la furgoneta. Se concentró, intentando encontrarle significado. Sin éxito.
     —Lo siento. Sigo sin…
       Un puñetazo le alcanzó la mandíbula, haciéndole ver las estrellas y caer al suelo. Movió la cabeza mareado, intentando recuperarse, respirando por la boca.
     —Así que quieres jugar. ¿Eh?
     El demonio le pisó las costillas.
     —Di tu nombre.
     —Wayne…
      Una patada en los riñones. Murthag gritó; un grito tan largo que perdió la voz. Aunque seguía habiendo luz, allí cerrar los ojos no era muy diferente a tenerlos abiertos.
      —Tu nombre.
      —Wayne…
      La misma respuesta; no podía dar otra. La siguiente patada fue en las costillas. Le dejó sin respiración. La espalda. Sintió la columna hundirse, transmitiendo dolor por todos sus nervios. El estómago. El sabor a sangre mezclada con bilis volvió a llenarle la boca. Los testículos. Dolor profundo…
     —Por fa…
     —¿Cómo te llamas?
     —No… sé…
       La sien. El cerebro rebotó en su cráneo; pensó que el dolor era de las neuronas al romperse.
      —Otra oportunidad. Te dejo que lo pienses.
      Wayne lo hizo.
     —Abbadi.
     —Ah, muy bien. ¿Qué más?
     —No lo sé.
       Más dolor, en la nuca, el pecho, el bajo vientre.
     —Bueno, hemos progresado. Te dejaré un rato para que tu cerebro vuelva a su sitio.
       Así lo hizo. Wayne se quedó tirado, con la luz cercana pero inalcanzable como el sol. El dolor de la piel, apretada por los grilletes,  era tan distinto a los golpes...
       Cuando la puerta volvió a abrirse, levantaron su silla. ¿Para volver a tirarle?
      —Bueno, mi querido puto amigo árabe… —empezó el demonio.
      —¿Árabe? —preguntó, desconcertado.
      —Ya que en tu país el agua es un lujo, quizás esto te refresque las ideas.
      Le puso algo en la cabeza. Tela, como una funda de almohada.
      Árabe. Murthag pensó apuradamente. Aquel nombre por el que insistía en llamarle… Le sonaba.
     —¡Espera! —gritó—. ¡Ya lo sé! Sé lo que pasa…
     —¿Ah, sí? —supuso que su captor esperaba una respuesta.
     —Es un error. El nombre no es Abbadi. Es Ahmadi.
     —¿Cómo?
     —Ahmadi. Mi abuelo.
    
     —¿Tu abuelo? —Standen miró al espejo.
     Ascendencia árabe.
      —Sí. Se llamaba Moha Ahmadi. Era jordano. Vino aquí sin nada allá por mil… el final de la guerra, creo. Empezó en la construcción y acabó siendo dueño de una lavandería en Brooklyn. Mi abuela era clienta suya, de hecho. Mi madre heredó el negocio. Luego conoció a mi padre y llevaron el negocio hasta que tuve la mayoría de edad.
       —¿Tu abuela era americana?
      Murthag asintió.
      —Se llamaba Margaret. Margaret Fels.
     —¿Y por qué no siguieron con el negocio?
     —Querían cambiar de aires y, además… ni yo ni mi hermana quisimos seguir con el negocio.
      —Ajá. Entiendo.
     —Por cierto… —Murthag levantó la mano como un niño en clase—. Tengo hambre. ¿Podría… comer algo?
      —Por supuesto —asintió Standen, sacando su teléfono—. ¿Te apetece algo en concreto, Wayne?
      —Una hamburguesa con queso. Las eché tanto de menos… —Se frotó el estómago con la mano derecha, con la mirada perdida en la mesa—. Pensé que moriría sin volver a probarlas.
      —¿De algún sitio en concreto, McDonald, Burger King?
      Murthag le dio el nombre de un pequeño restaurante en Manhattan. Standen dio las instrucciones.
       —¿Y qué te dijo cuando le dijiste eso?

       El demonio se rió.
      —Bueno… He oído de todo. Pero esto…
      Murthag oyó un suave ondular, como de agua agitándose.
       —¿Te crees que eres americano? Esto es nuevo.
      Un torrente frío le cayó sobre la cara. El líquido traspasó el tejido; una sensación insignificante en comparación con la de su cara encharcándose. El agua le entró por los orificios nasales, llenándole también la boca cuando la abrió.
     Tosió. Escupió. El agua entraba como salía.
       —Por favor…
      —Moha Ahmadi. ¿Un cómplice? ¿Te ayuda?
      —No. Es…
      Más agua. Volvió a ahogarse.
      —Quiero que me digas la verdad. ¿A qué has venido a Nueva York? ¿Cuál es tu misión?
      —¿Misión? —Estaba claro que aquel tipo tenía ideas propias sobre él. Para seguirle la corriente tenía que enterarse de qué—. Yo… soy técnico. Reparo…
      —Sí. Y montas también, ¿no?
      El agua siguió ahogándole. Intentó hablar, pero no pudo.
      —¿Cuánto tiempo llevas en América? ¿Eh?
       Le ahogó hasta que perdió el sentido.
      Sólo eran considerados para llevarle al servicio: lo desataban y lo llevaban frente  un urinario cada vez que lo pedía, sin discutir.
      —No queremos que nos pringues el suelo.
     Recibió otra paliza esa tarde.
      —Bueno, por hoy ya está. Mañana ya veremos.
     Murthag fue llevado a su celda; la más rara que hubiese visto nunca. Rara e incómoda.
     Estaba totalmente cubierta de azulejos color crema, incluido el catre sin colchón o almohada, deslucidos por la mugre. Apenas abarcaba dos metros cuadrados y medio, sin más mobiliario que un cubo de metal enorme en un rincón, para un uso evidente. No había ventanas ni otro acceso o medio de ventilación que los barrotes a su alrededor.
      —Que duermas bien.
       Dejaron encendido un foco, que a Murthag le pareció del mismo tipo que los de las torres de las cárceles. Le hacía lo mismo que el maldito flexo.
      —¡Eh! —llamó, apretando con fuerza los párpados—. ¿Puede alguien apagar la luz?
     Nadie le respondió. Ni siquiera parecía que hubiese nadie presente, vigilándole; como si no tuviesen miedo de que intentase escapar, o suicidarse. Lo atribuyó a que estarían viéndole por cámara.
      Rozó uno de los barrotes, retrocediendo violentamente mientras se chupaba el dedo.
     —Oh, joder…
      Le había dado un calambre.
      Electrificados. Baja potencia. Doloroso, no letal.
      Se tendió en el catre. Era demasiado corto; tuvo que doblar las rodillas y encoger la cintura para caber.
     No durmió nada esa primera noche, ni le dieron nada de comer. Supo que había llegado el nuevo día porque el foco se apagó, devolviéndole la bendita oscuridad. Le dolían la cabeza y los ojos por el cansancio, y la espalda y las articulaciones por las largas horas doblado sobre la dura superficie. Tenía la boca reseca, y el olor de su propia orina le mareaba.
     —Bueno, pues buenos días, capullo —le llegó la voz jovial del demonio—. ¿Listo para seguir jugando?

      Llamaron a la puerta. Mann le pasó una bolsa de papel, con el premio por colaborador de Murthag.
       —Gracias.
       La forma de comer de Murthag habría parecido asquerosa a Standen en otras circunstancias. Sin embargo, le pareció conmovedora.
       Desenvolvió la hamburguesa con queso y arrancó un pequeño trozo con los incisivos, que trituró ruidosamente con la boca abierta, sin soltar la comida salvo para echar un trago al vaso de cuarto de litro de soda que lo acompañaba.
      —¿Pasaste mucha hambre, Wayne? —preguntó Standen, reconociendo el miedo a perderlo.
      —En realidad no —reconoció—. Los primeros días. Luego me daban unas gachas que no sabían a nada y carne.
       —¿Carne? —las pupilas de Standen se dilataron.
      —Sí, carne cruda. Como si fuese un perro.
       Standen echó atrás la cabeza, como intentando facilitar su propio trago.
       —No estaba tan mal, la verdad. Era cerdo —matizó Murthag—. Siempre me lo recalcaban. Y yo, la verdad, no entendía por qué. Después de la hamburguesa, lo que más echaba de menos eran las costillas a la barbacoa.
     
       Aquel fue el inicio de su nuevo día a día, marcado por la luz encendida en su celda. No había reloj ni periódico; ningún modo de calcular el tiempo.
       —Habla —insistía el demonio cuando ya estaba en el suelo.
       —Di… dime… —suplicó por fin, la cuarta o quinta vez.
      —¿Cómo? —Sintió su enorme cuerpo inclinarse a su lado, seguramente para pegarle el oído a la oreja.
      —Dime… que quieres que di…
     —Ah, vaya. ¿Te he machacado tanto que necesitas que te lo cuente?
       —S…sí…
      Un largo resuello.
      —Muy bien. Dime dónde están tus amigos. Y qué queréis hacer.
       Murthag contuvo la respiración. Debía ser prudente, no sabiendo a qué se refería.
      Dio la primera dirección que le vino a la cabeza, en Brooklyn.
      —Pregúnteles a ellos; ellos le dirán…
      —Lo siento —se rió el demonio—. Pero no basta.
      Después de los primeros tres días le pasaban aspirinas para que descansase. También bajaron la intensidad del foco.
      —Duérmete, venga -—le encomiaba su enemigo—. No quiero que mueras antes de hablar.
       A partir de la cuarta vez pudo dormir; el cansancio y los calmantes ganaron el pulso al dolor y la incomodidad.
       Fue también cuando empezó a perder definitivamente la noción del tiempo. Dejaron de ser tan puntuales. No apagaban el foco y se lo llevaban, no. Lo dejaban tumbado, con los ojos cerrados e intentando descansar, con el olor a deshechos humanos compartiendo su encierro. A veces se retrasaban lo que parecían horas, otras veces parecían días enteros. Quizás era para dejarle reposar, que su cuerpo se recuperase antes de reventar; que los moratones viejos se curasen para dejar sitio a los nuevos.
      O, temía, pretendían asustarle. Romper su relación con el mundo, que no supiese cuánto viviría y cuándo volverían a por él. Que contase los segundos, acurrucado a la espera de que su reloj mental se quedase sin arena. Y, cuando no pasase nada y la luz siguiese encendida, se confiaría, relajándose y echándose para descansar, momento esperado por la pesadilla para hacerse realidad.
      Después del primer parón le desnudó y le hacía dar vueltas desnudo alrededor de la mesa antes de sentarlo en la silla. Murthag, cansado y sin fuerzas, no podía luchar ni correr. Sólo hacer caso. Se convirtió en una nueva rutina.
      Un tiempo después le hacía correr con la luz apagada; sus caderas golpeando los cantos y esquinas de la mesa levantaban gemidos de dolor.
      —Me lo dirás todo —decía el demonio antes de volver a pegarle—. Ya lo verás.
      Durante lo que debió ser una semana (siete veces) le ahogó con el saco mojado. Otro día, en cambio, le dio por meterle el pie en un cubo del que salía un cable.
      La corriente le abrasó el pie, tensándole la columna y acelerándole el corazón hasta casi reventarlo.
      —¡Confiesa!
      —Ya lo hice.
      —¡Ja! Miramos allí y no había nada.
      La corriente volvió a correr. Murthag gritó, sintiendo que ardía, que iba a estallar. Entonces paró.
      —Me lo dirás o morirás —decía el demonio, más furioso con cada fracaso—. Te lo prometo.
      Luego le ponía de rodillas y lo dejaba atado, con una bolsa en la cabeza, asfixiándole. Los brazos atrás. Las piernas dobladas. Cada día una postura nueva, más incómoda y durante más tiempo.  

     Standen, cruzado de brazos, hacía tamborilear sus dedos sobre sus bíceps; cada vez más nervioso, incómodo por estar con ese hombre. Estaba claro que no tenía ni idea de lo que decía, pero para él era muy coherente.
     —¿Cómo saliste del infierno, Wayne?
      Se volvió hacia él, con la boca llena de hamburguesa machacada y soda.
     —Bueno, en realidad… no me escapé. Ellos me soltaron.
      Standen parpadeó.
     —¿Ah, sí?
     —Ajá. Un día hubo una pelea entre el demonio que me torturaba y otro con un uniforme, que parecía su superior.
       —¿Uniforme? —Standen paró su mano.
       —Sí. Después de eso volvieron a dormirme. Cuando desperté estaba en casa.
       Standen asintió enérgicamente, deseando oír el resto.
      —Me desperté en mi cama, en Carroll Street, totalmente vestido. Supongo que lo hicieron adrede para hacerme creer que lo había soñado todo, que me había dormido o estuve enfermo y delirando.
      —¿Y cómo supiste que fue real?
       Murthag se pasó una mano en sentido descendente por la cabeza, hasta la barba.
      —Por esto —–respondió—. Siempre esperaban a que empezase a crecerme el pelo para afeitarme. Y yo siempre iba afeitado y con el pelo corto.
      —Muy bien. —No mentía. Lo comprobó al ver las fotos de su identificación.  
      —Y, aunque no me dejaron muchas cicatrices… —Murthag suspiró, inclinando el cuello—. No pudieron parar el tiempo.
      —Claro que no. Nadie puede.
      —Me refiero al calendario. —Murthag estiró el brazo derecho para rascarse la nuca-. Cuando lo comprobé, ya era junio. Llamé a mis padres, a mi hermana. No les sorprendió tanto; no es que me pase el día llamándoles, pero sí me preguntaron si había estado enfermo.
      —¿Hablaste con alguien más?
      —Sí. Llamé a mi novia.
      —¿Tienes novia, Wayne? —se interesó Standen.
      —Tenía —lamentó, con la mirada perdida en la mesa—.  Alice McCague.
      —¿Dónde vive?
      —En Manhattan. La 30 —especificó la dirección—. Ella… me acusó de haberla dejado de lado; de haber pasado de ella. Cuando intenté contárselo, dijo que no quería volver a verme.
        Murthag inclinó la cabeza, parecía a punto de echarse a llorar. Standen miró al espejo.
      —Entonces quise salir, comprobar que era verdad. Fui andando hasta mi trabajo. Mi jefe se quedó mirándome, sin creerse que fuese yo. Me dijo que me llamó media docena de veces, pero nadie contestó. Así que… —Se encogió de hombros—. Le dio mi trabajo a otro. La vida sigue.
         Por un momento, los grandes ojos castaños de Murthag atraparon los de Standen.
      —Eso me convenció. Había estado en el infierno de verdad. Y me habían jodido la vida. Así que… decidí hacer justicia.
      —Oye, Wayne, yo... —Standen señaló con el pulgar hacia atrás, a la puerta—. Necesito ir un momento al servicio —reconoció, riendo con vergüenza—. ¿Necesitas ir tú?
      —No, tranquilo agente. Vaya en paz.
      Y, como para demostrarle que podía aguantar, dio un largo y sonoro sorbo a su pajita.
      Standen se tomó unos minutos en el exterior antes de volver. Como Murthag, su vejiga resistía más que eso. Cuando volvió, sus ojos temblaban y sentía la corbata ahogarle. 
      —Bueno, ya he vuelto —anunció—.  ¿Entonces sabías quién era cuando disparaste?
      Murthag asintió.
     —¿William Coulbert, comandante del cuerpo de marines?
      Idéntica respuesta.
     —¿Y… cómo supiste —Standen se rascó la frente; seguía costándole aceptar todo lo que estaba oyendo— que el Diablo era ese hombre?
     —Porque… —Murthag se inclinó para dar otro sorbo—. Vi su símbolo.  
     —¿Qué? —Standen enarcó una ceja, arrugando su frente.
     —Su símbolo. El símbolo del diablo. Sus seguidores también lo llevan —dijo.
     —Ah, por supuesto —Se separó del espejo, trazando círculos con el índice sobre su sien derecha, intentando exprimir algunos recuerdos olvidados de la Biblia—. El numero; el 66…
     —No, señor; ni tampoco es la cruz invertida —negó educadamente—. Eso lo dicen para engañarnos. En el mundo real es otro.
      —Interesante. —Standen asintió; luego movió su silla para sentarse frente a él—. ¿Y ese símbolo, cómo lo viste?
      Murthag le miró; sus ojos brillaban.
      —Fue justo antes de que me soltasen.

     Sí, Wayne Murthag no olvidaría nunca ese momento; básicamente porque, para entonces, había olvidado casi todo lo demás. ¿Cuánto tiempo había pasado? En su celda no había día y noche. ¿Cuántas veces le habían pegado? ¿Cuántos puñetazos e insultos, cuantos huesos rotos y noches sin dormir pese a las pastillas?
     Sólo recordaba la celda, la habitación, y al demonio. Como de costumbre, estaba atado, desnudo y con una bolsa en la cabeza.
     —¿Sabes? La verdad es que eres alucinante —le aseguró con su habitual tono burlón—. No esperaba que durases tanto.
     —No. Ya te dije lo que…
     —¡Ja! No me has dicho una mierda.
     Y le dio un puñetazo en el estómago que amenazó con hacerle vomitar.
     —¿Sabes? Creo que voy a usar algo nuevo.
      Tumbó la silla de una patada, lo que a esas alturas no le supuso más dolor que un paseo en montaña rusa. Tirado de espaldas, le quitó la capucha. Un mechero destelló, haciendo brillar la punta de un cigarrillo.
      Murthag gimió de impotencia; Dios, después de tanto tiempo, llorando tantos días por una calada, pensaba que ya se habría desintoxicado del todo. Sin embargo, empezó a besuquear ansiosamente, quemándose los ojos con los rescoldos; un polluelo ciego pidiendo a grito que le metiesen el gusano en la boca.
      El pitillo empezó a bajar hacia él. Tardó sólo unos segundos en entender que su carcelero, como de costumbre, no pretendía ser amable.
      —Ya que no hemos tenido suerte con el agua, a lo mejor consigo algo con el fuego.
      No le había dado la vuelta para insertársela en los labios. En su lugar, el ojo rojo de la punta miraba hipnótico su pupila derecha.
      —Tienes dos ojos, Abaddi —aseguró; le pareció ver su sonrisa blanca abrirse como la cola de un pavo real.
     Murthag empezó a negar insistentemente, haciendo el cuello todo lo atrás que pudo, rozando el suelo con la coronilla. Aquella mano, grande y nudosa, le agarró el mentón, apretándole la mandíbula.
      —Ultima oportunidad, futuro tuerto. ¿Cuál era tu misión?
      Unas cuantas cenizas prendidas se desprendieron sobre su nariz y su entrecejo, quemándole algunos pelos. Cerró los ojos para protegerlos.
       —Bueno, te lo advertí.
        El calor rozó su párpado derecho; fue capaz de ver el brillo rojo a su través.
     Murthag se estremeció con un estallido que sacudió la habitación. No abrió los ojos, sin embargo, hasta sentir el calor alejarse de su cara
       —¡Alto! —exigió una nueva voz desde detrás de la silla del demonio.
      Este gimió, hastiado.  
      —Señor, ¿no ve que estoy…?
      —Conmigo, sargento —exigió la voz con tono imperativo—. ¡Ahora!
      El demonio le dio una patada de despedida en la pierna derecha que aparte del dolor, consiguió girarle noventa grados.  
       Pudo ver más allá de la mesa. Una puerta se había abierto en la pared, bañando la sala con luz blanca y prístina. Pudo ver al recién llegado, con la cara oscurecida por el halo de luz tras él: parecía joven, no muy alto y con el pelo corto, vestido con pantalones largos y chaqueta. Le dio la espalda para salir, seguido por el demonio, que  antes de seguirle dejó caer la colilla y la aplastó con el tacón de su bota. Murthag comprobó que, en contraste, el demonio vestía camiseta interior de tirantes blanca y shorts color caqui.
       Entrecerraron la puerta, lo bastante para que pudiese verles más allá del aplastado gusano de fuego. Además, se movían mucho, como si estuviesen nerviosos, y hablaban más alto de lo que pensaban.
     —¿Qué coño quieres? Me has interrumpido —protestó la voz que tan bien conocía.
     —Tienes que parar. Es una orden.
     Oyó una risa; el demonio se llevó una mano a la boca.
     —Es una broma ¿no?
      No hubo respuesta. En su lugar, varias hojas de papel fueron pasadas. Vio al demonio inclinado.
     —No me jodas. No me…
     —Es correcto.
     Su torturador se llevó una mano a la boca.
      —Ese hombre… —Vio su dedo señalar al suelo—. Es Hassan al Abbadi. Es segur…
      —Es un error; está comprobado. Es americano.
      —¡Es un jodido árabe!
      —¿A ti te parece que es Abbadi? ¿Has visto el maldito historial?
      —No sé; sin barba todos me parecen iguales.
      —Su único vínculo es que el nombre de su abuelo se parece. Y lleva muerto hace más de quince años.
     Hubo un momento de silencio. Pasos, andando en círculos.
      —¿Y se enteran ahora?
      Una risa mezclada con un suspiro.
      —Eh, tenemos el sistema más eficaz del mundo, no el más rápido.
      —No me jodas —se quejó el demonio—. ¡Joder! —Puñetazo contra una pared—. Que…
      —Sí, la han cagado bien.
      —Puta CIA.
      A partir de ese momento hablaron en susurros. Pero los oídos de Murthag, afinados tras su largo cautiverio, seguían sin perder detalle.
      —¡Qué hacemos ahora? —dijo el demonio—. Después de todo…
      —¿Cuánto sabe? —preguntó el recién llegado.
      —Nada. Ha defendido su inocencia sin parar y…
      —¿Sabe quién eres? ¿Te ha visto la cara, el uniforme?
      No hubo respuesta.
      —Entonces lo devolvemos —volvió a hablar el líder.
      —¿Estás seguro? Lleva aquí mucho tiempo. Le puede haber aflojado algún…
      —No me importa. Sólo faltaba otro Abu Graib, y si llegasen a identificarlo, aquí…
     La charla acabó. Pasaron varios minutos, con Murthag viendo la apertura arrojar sobre él la esbelta sombra de la mesa. Por fin, la puerta se abrió del todo.
      —Dios, la puerta…
      Pasos pesados acercándose a él, botas parándose frente a su cara. Cerró los ojos, esperando una patada. En vez de eso, sintió un agudo pinchazo en el cuello.
      —Después de eso volví —aseguró, antes de apurar el contenido del vaso—.  Debieron pensar que no lo vi. Pero lo hice.
      Le describió a Standen el símbolo con detalle, que el demonio torturador llevaba grabado en el interior del antebrazo derecho y su superior, bordado en el brazo de una chaqueta verde caqui: un águila posada sobre el mundo, atravesado por un ancla como una parodia del corazón enamorado.
      —Busqué su símbolo. Luego liquidé a su líder.

     Standen, llegado por fin al final de la narración, simplemente, dejó colgar su mandíbula y asintió.

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