lunes, 29 de febrero de 2016

NINGÚN TESTIGO

     Lucas Gómez era el último pasajero que quedaba cuando la vio. Siendo un jueves a las nueve menos veinte de la tarde, el TRAM lo recogió lleno y se fue vaciando en su trayecto, aunque no se esperaba que acabase tan vacío.
      El chico de diecinueve años leía una novela de Therry Pratcher en la Línea 2 del TRAM, de camino a la parada donde haría trasbordo en la 4. Atravesó Alicante hacia la penúltima estación sin fijarse en quien subía y bajaba, limitándose a mantener sus gafas sobre el arco nasal. Cuando sólo quedaba una parada, se dio cuenta: estaba solo con la chica, de melena castaña con raya en medio hasta el cuello y chaqueta azul, agarrada a un asidero de espaldas a la puerta. Lucas no lo entendía, habiendo sitio más que de sobra. Supuso que había gente dispuesta a hacer ejercicio de cualquier modo. Además, por cómo se asomaba al cristal, debía de estar muy concentrada en algo.
     Una voz femenina anunció la parada. Lucas devolvió el libró a su mochila y se la colgó al hombro mientras se levantaba. Entraban en el iluminado andén. De camino a la puerta la analizó de arriba abajo. A lo mejor era guapa…
     —Oh, mierd….
     Casi se cayó de espaldas, llamando la atención de los dos únicos pasajeros que esperaban fuera.
      La chica, sujetando la barra, no movía ni un musculo. En el suelo, un charco de líquido oscuro rodeaba sus pies, bajando desde un orificio profundo en su espalda. Mientras, un pitido en la chaqueta anunciaba que la muerta acababa de recibir un mensaje.

     El inspector Lorenzo Juanpere llegó a la parada del autobús 24 en la Plaza de Toros a las doce y media del sábado. Los agentes municipales ya habían rodeado el transporte con un cordón de cintas blanca, encomendando a los pasajeros, veinte al menos; más de la mitad mujeres de más de cuarenta con carritos de la compra destino al mercado, a esperarle. Lorenzo las oía despotricar desde fuera, cargando contra el pobre infeliz a cargo de vigilar los testigos.
     Testigos. Le hizo gracia. ¿Cuánta gente habría subido y bajado desde San Vicente hasta allí? Alguien debía haber visto algo porque, si no, sentía lástima de los de la científica. Un autobús público, tapizado por cien huellas sobre las que billetes arrugados crecían como flores no era mejor que un basurero.
     Se acercó con la identificación en alto.
     —Que sepamos, sólo lo ha tocado el que se dio cuenta —le explicó el agente, de unos cuarenta años y afeitado, animándole a subir. La puerta trasera se abrió—. Por lo demás, lo hemos dejado como estaba.
      —¿Seguro? —El inspector le siguió a bordo.
      —Al menos eso dicen los pasajeros —zanjó.
      Lorenzo lo había visto desde fuera, el penúltimo asiento de ventanilla de la derecha. Un hombre con chaqueta verde, escaso pelo moreno y piel arrugada y tostada con la cabeza apoyada sobre el pecho. Tenía toda la pinta de  estar dormido, lo que explicaba la confusión.
      Sobre el fondo oscuro de la chaqueta, al principio costaba ver la mancha en el pecho, sobre el trozo a la vista de su camisa beige. Una puñalada evidente.
     —¿Quién estaba con él? —preguntó el detective, dirigiéndose a la multitud crispada.
     —Yo. —Un chico joven y delgado con camiseta de la selección salió de entre las señoras; seguramente tan ansioso como ellas de acabar con eso y largarse.
     —¿En qué parada te subiste? —preguntó Lorenzo.
      —En la del cruce con la Gran Vía.
      —¿Puede verificarlo?
      La pregunta iba dirigida al conductor; este, al darse por aludido, se dispuso a dejar su asiento.
     —¿Tiene billete? —intentó atajar Lorenzo.
     —Uso bono bus. —El chico sacó su cartera y se lo enseñó. Inútil, sin una máquina para verificarlo.
     El conductor, pobre hombre, se encogió de hombros. Era aquel, desde luego, el último candidato que querría para un reconocimiento. ¿Cuántas caras vería en su trabajo a la semana? ¿Al día? ¿Cuántas personas habían hecho el trasiego esa mañana? ¿Era posible, o simplemente racional, pedirle que reconociese a un desconocido en concreto?
     —Vale. —Lorenzo se cruzó de brazos—. Y, al subir, había sitio y te sentaste.
     —No; yo me senté en la siguiente parada —dijo—. El de al lado se levantó y yo me senté.
     —¿Recuerdas quién era?
     —Creo que una mujer —dijo, rascándose la nuca—. Podría ser mora; me parece que llevaba un pañuelo en el pelo. No estoy seguro. 
     Por supuesto.
     —Y… ¿cómo te diste cuenta de que estaba muero?
     —Pues, estaba oyendo música con el móvil, fui a quitarme el auricular de la oreja y, sin darme cuenta, le roce con el hombro —contó—. Quise pedir perdón y…
     Lorenzo asintió. Lo demás era historia; historia que para su desgracia le tocaba terminar.
     —Muy bien, ¿sigue abordo alguien que se hubiese subido en la primera parada, en San Vicente?
     Un trio de mujeres, dos con el pelo teñido en exceso, se desgajaron del colectivo.
      —¿Alguna vio cuando se subió la víctima? —preguntaría tres veces por separado.
     Tres negaciones sucesivas; estuvieron ocupadas hablando para fijarse en otra cosa.
     —Me parece, —añadiría la tercera—. Que se subió después de la universidad; puede que en la Colonia. Me acuerdo porque me fijé en ese sitio si había asientos libres.
     —¿Y vio a la víctima?
     La mujer negó. Sólo vio un culo que no era el suyo ocupando el sitio.
     Una maravilla de occidente. Un homicidio a pleno día, entre dos docenas de presentes, y ningún testigo. No le extrañaba que los magos se hiciesen ricos.
     Lorenzo dejó a los testigos, dirigiéndose a cadáver con el agente detrás.
     —¿Cree, —susurró mientras Lorenzo se inclinaba—, que puede tener relación con…?
      Lorenzo se detuvo un momento, manteniendo la espalda erguida. Era bueno que lo supiese.
     —Por el momento, sólo se parecen en que las dos víctimas usaban transporte público, y en el mismo trayecto. Ahora bien, si investigando encontrásemos alguna relación…
      Lorenzo cacheó el cuerpo, encontrado su cartera en el bolsillo de sus vaqueros.
     —Bueno, podemos empezar identificándole. —Y añadió, mirando dentro—: Bueno, a falta de futuras averiguaciones… Me parece que no ha sido para robarle.
 
     Arnau Toraño abrió sin miedo la puerta de su casa el primer sábado de octubre. Siendo las once y diez, no le preocupaba despertar a nadie. Inquietar, desde luego; se preguntarían porqué había vuelto tan temprano y, lo que menos quería, que le viesen haciendo pucheros como si tuviese dos años.
     —¿Arnau? —le recibió la voz desconcertada de su madre—. ¿Eres tú? ¿Ha pasado…?
      No esperó a que le vieran; se metió en su habitación, encendió las luces y se echó en la cama. Sus padres sabían que, en esos momentos, querría estar sólo. Ya daría explicaciones cuando se calmase.
      Sin embargo, en una violación tácita de las leyes domésticas, oyó unos golpes en su puerta.
     —¿Arnau? —volvió a preguntar su madre tímidamente—. ¿Puedo pasar?
     El chico de veinte años no contestó, esperando que captase la indirecta. No tardaron en oírse los pasos en el pasillo y los murmullos en el salón. Le dejaban en paz para desahogarse.
     No recordaba cuando se había sentido tan ridículo en su vida; ni siquiera en una excursión en primaria que se le cayó encima una botella de agua, creando la impresión de que se había meado encima.
     Su nombre, Gala Puello; una desconocida en su vida hasta que empezó química hacía dos años. Pasaron el primer curso sin dirigirse la palabra, aunque él no lograba dejar de mirarla. Le gustaba; su figura esbelta sin llegar a delgada, su pelo rizado color miel, la mirada inocente de sus ojos castaños. Una chica mona. Y él, chico tímido de diccionario que aún no había tenido novia, debía limitarse a mirar y a soñar; por más que le diese la impresión de que los vistazos eran mutuos. En segundo, empezaron el curso coincidiendo en un trabajo y lo acabaron siendo amigos.
     Ahora tocaba evolucionar o extinguirse.
     —Me gustas mucho —confesó ella el miércoles, mientras almorzaban sobre el césped de la universidad.
     Arnau enrojeció, asfixiándose casi con un trago de agua.
     —Yo… —Se maldijo; aquel no era momento para dudar—. A mi también me gustas.
     Terminó el día acompañándola a la parada del autobús, cogidos de la mano. Fue el inicio. ¿De qué? Esperaba saberlo el domingo por la mañana, después de acordar una cita formal el sábado. 
     Había quedado con ella en la parada de autobús de Federico Soto para ir de allí a cenar algo, pasear por el puerto; quizás ir a bailar…
     Procuró prepararse. Llevaba una camisa blanca y pantalones negros; elegancia que solía reservar para bodas, bautizos o funerales. Pensó, también, que quedaría bien si le compraba algo; aunque pensaría que era un panoli si la esperaba con un ramo de flores y una caja de bombones. Un frasco pequeño de perfume de una tienda en la acera de enfrente, convenientemente envuelto, bastaría (esperaba). Llegó con mucho tiempo de sobra; estaba allí a las nueve menos cuarto cuando habían quedado para un cuarto de hora después. Por eso no sucumbió a la desesperante tentación de consultar la hora hasta mucho después.
     Gala vivía en Agost. Un tío suyo en San Vicente la acercaría y de allí iría a encontrarse con él. Habría podido ir a recogerla en el Renault de su madre, pero ella prefería ir y volver por su cuenta.
      —Es mi modo de seguir independiente.
      El problema es que no especificó si bajaría en el 24 o en el TRAM; por eso él eligió una posición desde donde controlar la llegada del autocar azul y el ascenso de los que dejaban el metro.
     A su alrededor anochecía. Cuando por fin miró, ya eran las nueve y diez.
     No pasa nada, se dijo. Hay retrasos, paradas imprevistas, paros cardiacos…
     Se quedó esperando frente al paso de peatones, por si la veía llegar. Quince minutos después, un 24 pasó hacia la parada del centro comercial. En la ventanilla trasera reconoció como a Gala a una chica que parecía medio dormida, vestida con una chaqueta distintiva blanca con rallas negras.
     Corrió para recibirla, con el corazón sacudido por una mezcla entre actividad física y nervios; repasando mentalmente por última vez lo que le diría. Llegó mientras las puertas se abrían, dejando a tres pasajeros. La chica no era una de ellos. Con una mueca de decepción, vio al 24 alejarse por Maisonave hacia la Plaza de la Estrella. La chica había vuelto el rostro en dirección contraria.
     No era Gala, después de todo.
     Volvió a su puesto de vigilancia, jurando no volver a dejarse llevar por el entusiasmo. A las diez menos veinte la llamó. Recibió tono pero no respuesta. Al séptimo timbrazo se cansó. Y media hora después, harto de estar en la calle mirando con ojos ansiosos las escaleras y los autobuses, de esperarla, se cambió de acera y abordó el mismo el 24, de vuelta a la Avenida de los Jarales. La segunda vez que usaba el bono de su madre.
     En su habitación tiró sobre la mesa el inútil regalo y esperó media hora antes de salir. Tenía hambre, una necesidad más fuerte que su rechazo a volver a pasar frente a sus padres. Estos, por suerte, se mantuvieron al margen.
      —Hijo. ¿Qué… —preguntó su padre al ver encendida la luz de la cocina—… tal te ha…?
     —Mañana hablamos. Buenas noches —contestó mientras terminaba de prepararse un bocadillo que se tomó allí mismo.
     Le había engañado. Le había dicho lo que quería, deseaba oír, y le había plantado. Seguramente, ahora estaría en algún apartamento contándolo y riendo con algunas amigas o, peor, un novio. Arnau aplastaba el teléfono, deseando tenerla delante para oír su excusa, mandarla al diablo, agarrarla por el cuello y apretar…
     Arnau lloraría esa noche casi una hora más. Lo haría también al día siguiente, pero por razones muy distintas, después de leer el periódico. Al final Gala, su chica, no le había dado esquinazo. La pobre no había podido llegar porque alguien la había matado.
     Según el periódico, la chica de diecinueve años era la sexta víctima confirmada desde septiembre de un asesino en serie que atacaba en el tranvía y la línea 24; el trayecto entre San Vicente y Alicante. Todas sus victimas eran diferentes, sin relación conocida. Todas apuñaladas, por la espalda o en el pecho; siempre con más o menos gente y, sin embargo, ningún testigo. Las dos primeras, una universitaria en el TRAM y un cincuentón que trabajaba en el puerto en el autobús, murieron en el trayecto de ida. La tercera, una profesora de cuarenta y tres años, fue apuñalada por la espalda mientras volvía de comprar ropa en El Corte Inglés. El cuarto, un chico de veinticinco, bajaba el sábado por la noche en el TRAM para reunirse con unos amigos en el barrio. La quinta, una anciana de San Antón, también en el tranvía, iba a ver a su esposo al hospital, ingresado por una rotura de cadera. Las victimas solían descubrirse cuando se quedaban solas al final o alguien las rozaba.
     Y Arnau entendió, arrugando el periódico por los bordes, que no se había equivocado con la chica de la chaqueta. Gala había acudido a la cita, aunque para entonces ya no existía. Plantado, sí; por una muerta. Se había enamorado de una chica que acudía puntual cuando alguien la mató. Y él le deseó la muerte sobre la cama mientras la encontraban así en la estación.
      Salió a dar una vuelta. Necesitaba despejarse. Y pensar. Y, aunque Arnau podría haber podido rehacer su vida sin problemas, tomó otra determinación.

      Nunca había necesitado el transporte público. Desde pequeño, sus padres iban en coche a todas partes y, ahora que él mismo tenía carnet, o tomaba uno de sus coches prestado o se iba en bici a la universidad (además de ser gratis y no tener problemas de aparcamiento, le ahorraba el gimnasio).
      Sin embargo, desde el último un mes, aprovechando el parón de clases en diciembre para preparar los exámenes del primer semestre, se había vuelto un verdadero experto en el trayecto San Vicente-Alicante. Conservando el bono de su madre, subía a la universidad para coger el autobús y volvía en el TRAM, o a la inversa. Lo bueno de la universidad era que concentraba los medios de transporte a sus puertas. Otras veces, simplemente, se quedaba sentado en el 24 o la Línea 2, haciendo la ida y la vuelta sin pisar la acera.
     Y es que a Arnau no le importaba el viaje. No montaba para ir a ninguna parte. Lo que a él le importaban eran los pasajeros.
      En aquellos dos meses, el que ya era conocido como Apuñalador de Alicante había dejado otras tres víctimas: un abogado de cuarenta y siete años, una peluquera de veinticinco y un chico de diecisiete que iba a practicar judo a un gimnasio.
      —Todavía no se ha encontrado ningún vínculo entre las víctimas —repetían los noticiarios después de cada nuevo crimen—. La investigación sigue.
     —Se desconocen por completo las motivaciones de este asesino. Tampoco sigue un patrón de ataque concreto. Todos los ataques parecen aleatorios —expuso el Comisario Jefe de Alicante, antes de concluir—: Recomendamos a los usuarios del transporte público extremar las precauciones.
     La ola de asesinatos no disuadió a los pasajeros, que tampoco se habían vuelto más cautos. Subían y se desperdigaban, buscando asientos o huecos libres. Después se ponían a oír música, leer, teclear mensajes en sus teléfonos, charlar y mirar por la ventana.
     Arnau empezó a pasar días enteros subiendo y bajando, pensando en Gala, a la que no llegó a conocer tanto como quería, y sin estar seguro de lo que buscaba. Por el momento, se aprendía de memoria la mecánica del servicio.
     Tanto el tranvía como el autobús llegaban y salían de sus destinos llenos. La carga podía variar en el trayecto, pero al principio y al final eran constantes. También presentaba, como era lógico, picos de volumen por la mañana, al mediodía y a la salida del trabajo, una amalgama de estudiantes, paseantes, jubilados y gente que iba al trabajo y a comprar componían el escaso pasaje de en medio.
     Arnau, con el paso de los días, comprobó que era capaz de reconocer a viajeros habituales. Había, por ejemplo, un anciano esbelto de cara arrugada, traje marrón y mirada melancólica que siempre bajaba en el autobús a las cuatro y volvía sobre las seis. Un hombre joven con traje elegante se bajaba en la última parada del TRAM a las nueve y las cuatro, sin que estuviese muy seguro de donde subía. Una mujer madura de rostro agradable iba a Alicante a las nueve y no volvía a Sn Vicente hasta pasadas doce horas; en uno u otro.
     Una idea empezó a cuajar en su mente, mientras buscaba un recuerdo reconocible en el desfile de máscaras que cambiaba con cada alto en el camino. Una coincidencia entre los dos transportes, alguien que pudiese reconocer pero, al mismo tiempo, no siguiese un patrón fijo. Alguien descolocado.
     Había, desde luego, gente que subía a lo que podía, como un nigeriano alto y con gafas que se subía en la parada de la Colonia en sentido Alicante sobre las once, se bajaba en Virgen del Remedio y ya no volvía. Un apurado joven con gafas, siempre sudoroso, que se subía sobre las tres y media a uno u otro frente al centro de salud, dependiendo de cuál llegase antes. Y el chico del gorro de lana.
     Arnau se fijó en él por primera vez a la tercera semana de trasiego; un martes en el trayecto de ida en el TRAM. Se bajó en la penúltima parada, el Mercado. No era demasiado llamativo, resultando familiar a base de verse. No tendría más de veintitrés años, era de estatura mediana y moderadamente corpulento, con ragos delicada en contraste, casi de chica; confusión favorecida por su pelo castaño largo y lacio, que le llegaba hasta el cuello; sobresaliendo de debajo de un gorro de lana negro, tipo tuque. Estaba frente a la puerta de su vagón, mirando a través del cristal.
     ¿Cuándo lo vio por primera vez? Había sido en algún momento de la semana pasada… El sábado. Sí, a eso de las siete, en el autobús. Se acordaba, precisamente, porque le confundió con una chica, que iba a comprar algo al FNAC o a irse de juerga…No, fue sido antes. El jueves, en la vuelta del tranvía, en torno al mediodía… o el lunes por la mañana, en el 24. Se acordaba por el gorro; aunque se acercaba el invierno todavía no hacía tanto frio.
     ¿Cuándo y dónde se subía? Cuando lo vio en el tranvía, lo había cogido en la parada de Luceros. No se subió allí, y en La Goteta ya iba. Debía camuflarse con los otros pasajeros. ¿Viviría entonces en Alicante? No. El lunes subió al autobús cerca de su casa, y esa vez estaba seguro de que iba procedía de San Vicente.
     Arnau tragó saliva, sintiendo su corazón acelerar. Por primera vez, había identificado a un pasajero que no sabía ubicar.
      Dio un respingo involuntario, sin saber por qué hasta salir de sus pensamientos, de vuelta a la realidad. El chico le estaba mirando a los ojos, sonriendo con los labios alargados, hasta dejar a la vista todos sus dientes.
     Arnau dejó de mirarlo; no quería buscarle las cosquillas a nadie. Pero, a la vez…
     El chico del gorro empezó a andar, alejándose de la puerta hacia el fondo del vagón, donde estaba Arnau. Él dejó de mirarle definitivamente, intentando disimular, pero su cuerpo le traicionaba: respiraba tan deprisa que su nariz se cerraba, sus manos se cerraban con espasmos…
     No, el chico del gorro no iba hacia él, sino a un espacio entre asientos. Allí había un hombre altísimo, tan alto como un jugador de baloncesto, que charlaba por teléfono, dándole la espalda.
     El tranvía se paró. Una barahúnda de pasajeros de todas las edades y colores entró, rellenando el vagón y tapando al chico. Entre el pitido de bonos en los detectores y gente echando monedas en la máquina de billetes, Arnau se levantó. Veía la cabeza del hombre; había dejado de hablar y ahora miraba por la ventana, con la cabeza baja. Pero no veía al chico; el gorro de lana era otra coronilla en el mar de cabezas.
     El TRAM se puso en marcha hacia Luceros. Arnau miró también al exterior.
     Estaba allí, de pie en mitad del andén, mirándole. Sus ojos le siguieron mientras el tranvía se iba, sonriendo cada vez más satisfecho. Y justo antes de quedar atrás, de despidió de Arnau con la mano.
      Este volvió a mirar adelante; había empezado a sudar y sus manos se habían agarrotado. El hombre alto seguía parado de espaldas a la puerta.
      El tren llegó a la última parada. Arnau se había levantado dos minutos antes en dirección a la puerta más lejos de su asiento. Quería salir rápido, antes de que los pasajeros se amontonasen. Salió el primero
     Antes de subir las escaleras mecánicas, miró una última vez al TRAM. Los pasajeros hacia San Vicente ya subían. Sólo uno de los que había llegado seguía dentro, sin mover ni un músculo.

     Arnau oía los latidos de su corazón sincronizados con la señal del teléfono fijo. Una ventaja del periodo de exámenes era estar en casa mientras sus padres trabajaban; haciendo lo que debía sin contestar preguntas.
     —Cuerpo nacional de policía, dígame —contestó una voz grave, sin atisbos de cordialidad.
     —Ya sé quién es el asesino —contestó apurado, sin especificar.
     —¿Ah, sí? —Escepticismo. Arnau apretó los dientes; disgustado por la reacción, aunque la entendía—. ¿Y podrías decirnos quién es?
     —Es…
     Su corazón, acelerado por la frustración, fue aún más deprisa, hasta provocarle dolor en el pecho.
     No lo sabía. No sabía quién era.
     —Es… un chico, joven. No muy alto, pelo castaño…
     Su oyente gimió, como disimulando que se reía.
     —¿Sabe su nombre? ¿Dónde vive? ¿A qué se dedica?
     Apretó la mano en torno al auricular, cada vez más resbaladizo de sudor.
     —No. Sólo le he visto la cara.
     —Muy bien, señor. ¿Y cómo sabe que era él?
     —Le he visto esta tarde en el tranvía, cuando ha asesinado…
     —Le ha visto. ¿A él y a cuanta gente más?
      Arnau iba a contestar cuando su lengua se bloqueó. Su cerebro estaba en blanco. Ninguna palabra le trepaba a la boca.
     —¿Hola? —–Unos golpecitos—. ¿Sigue…?
     Arnau colgó, dando la charla por perdida.
      Había sido hábil saliendo de la estación antes del descubrimiento del cadáver; tener que contestar a las preguntas de la policía habría sido muy engorroso. La llamada, sin embargo, no había sido mejor.
     ¿Qué tenía que decir él a la policía? Seguramente varios chalados o paranoicos habían llamado ya para decir lo mismo; sin nombre ni dirección sólo ofrecía una cara que podía ser la de cien mil chicos.
      Arnau acabó el jueves furioso, empezando el vienes todavía más cabreado. La nueva víctima del Apuñalador era noticia y, como en el resto, parecía que la única persona en el mundo con ojos era él.
     No había habido ningún testigo.
     Muy bien, decidió Arnau.
     Había perdido mucho tiempo, y en condiciones normales la idea de ir a los exámenes de química sin haber estudiado le daría todavía más miedo que haber mirado a los ojos de un homicida.  
     Tenía que volver a verlo, sacarle una foto y llevársela a la policía, aunque seguramente no le creyesen, conseguirlo dependiese del azar y fuese muy peligroso. Le había visto despedirse. Y como, luego, se llevaba la mano derecha de derecha a izquierda sobre el cuello con la punta del índice.
      Él también le buscaba. Y en esa cacería, Arnau iba a estar solo e indefenso.
      O él o yo.

     El sábado era perfecto para salir. Sus padres pensaban que se había pasado el resto de la semana estudiando y ahora tocaba desconectar. Luego, cuando viesen sus notas les cambiaría la cara, aunque Arnau no creía que eso llegase a quitarle el sueño.
      Empezó subiendo en bicicleta hasta San Vicente sobre las nueve, hasta el centro de salud de donde salía el tranvía. Llevaba el móvil en el bolsillo derecho de la chaqueta, a mano en todo momento para obtener lo que buscaba y poder bajarse enseguida. No iba a quedarse con alguien capaz de obrar el milagro de matar a alguien delante de veinte personas sin que viesen nada.
     Para ir a Alicante se quedó junto a la puerta del último vagón, desde donde podía ver a todo el que subía. Fue una media hora muy larga, sintiendo su boca secarse y su pulso brincar con cada parada. Poco a poco, las veinte mujeres con carrito dieron paso a madres con hijos y hombres delgados con aspecto de parados. Un total de unos cuarenta se mantuvo hasta la estación. Muchos le miraban cuando se ponía de puntillas y pegaba la cara al cristal, pero le daba igual. Que pensasen lo que quisiesen.
     De la parada de Luceros a la estación de autobuses. Estaba dispuesto a saber dónde subía ese tío.
     La vuelta en autobús le erizó los poros más que la ida. Desde su asiento en el fondo comprobó que, siendo temprano, no subían más de tres personas en cada parada, manteniéndose siempre casi vacío. Si aquel tío era letal en medio de la multitud, no quería encontrárselo a solas.
     Arnau hacía ademán de levantarse en cada parada, solicitada o no. Hubo dos que se saltó, incluyendo la de su casa, hasta llegar a San Vicente, a otro centro de salud más antiguo, donde el 24 acababa su ruta. Demasiado lejos para volver en metro.
      Se bajó, volvió a subir, a pasar el Bonobús y a sentarse en el mismo sitio.
     —Creo que me he equivocado de parada —se excusó al conductor cuando se quedó mirándole.
     Pasaron cinco minutos antes de que volviese a ponerse en marcha.
     Era un vaso más lleno a cada minuto, nadie bajaba y cada vez subían más. Una chica joven con una bolsa de deporte, una mora con pañuelo en el pelo y dos niños, tres ancianas con carritos, dos hombres y tres mujeres, cada uno con su propio destino. Arnau tuvo la suerte de ir sentado desde el principio; a la altura del centro comercial, donde se cruzaba con el tranvía, ya no cabía nadie. Los asientos estaban ocupados, los pasajeros pululaban a la espera de su oportunidad de ocuparlos y una gruesa mujer de pelo caoba teñido lo apretaba contra el rincón.
      Arnau comprendió su error en ese momento.
      Se había relajado, vagando por la horda hasta perderse. Si había subido ya, no lo había visto. Si estaba allí, no lo sabía. Se tenía huir, no podría correr.
     Se inclinó apretando el teléfono en la mano; algunos pensarían que acomodándose. En realidad quería ver mejor. No era un interés mutuo; nadie le miraba, demasiado distraídos con sus teléfonos, charlas, libros o el vacío. Por cada pasajero que bajaba, subían dos. A la altura de los Jarales el conductor pasó de largo a tres personas que levantaban los brazos indignados. No había plazas para más.
     Por suerte, a partir de ese momento subían menos y bajaban muchos. Alguno lo hicieron en la parroquia de los Ángeles para rezar, otros en el cruce de Gran Vía y el Mercado para comprar y los demás aquí y allá para seguir sus vidas.
     Arnau, sudado y con la ropa arrugada, fue el último en moverse hacia la salida.
     —Lo siento —se disculpó, mientras se ganaba una mirada disgustada del conductor—. Me he dormido.
      Era mentira, aunque estaba cansado de verdad. Continuó a bordo sólo hasta Federico Soto, para volver en tranvía. Pocos se subieron en esa vuelta, y ya pasaban de las once y cinco. Poco más podía hacerse esa mañana.
      Una mañana perdida, se lamentó para sí.
     Cuando llegó al final de las escaleras, la línea 2 estaba a punto de salir. Tuvo que correr para apretar el botón de la puerta y descontar otro viaje a su maltratado bono.
     Mucha gente volvía de comprar. Los asientos estaban ocupados, con bolsas a los pies o contra los cristales. Unos pocos estaban de pie, junto a la máquina de pagar.
     Arnau, cansado, guardó su teléfono y se retiró al fondo. A su izquierda, una mujer miraba por la ventana mientras su hijo zarandeando un robot de juguete, imitaba el sonido de explosiones con la boca. A su derecha, una canción de heavy metal fue sustituida por una llamada en la mano de un chico.
     —El Mercado.
      El pasillo estaba más lleno. Una chica que hablaba animadamente por teléfono se le puso delante. La gente frente a las maquinas partía el vagón en dos, impidiéndole ver el fondo.
     —Marq-Castillo.
      Un chico sacó emocionado el contenido de una bolsa de plástico. Otros más al fondo reían. Una mujer de pie jugaba con su móvil.
     —La Goteta –Plaza Mar 2. —Las paradas eran anunciadas por una grabación femenina indiferente.
     Los que estaban de pie se movían para hacer sitio. El espacio se convertía en un lujo. Arnau oyó un pitido a su izquierda. Una chica rubia con gafas de sol contestaba a un mensaje de móvil. Se pasó la mano por la frente para quitar el sudor.
     Un pitido en su propio bolsillo le animó a sacar otra vez el móvil. ¿Un mensaje de su madre? Arnau gruñó, al comprobar que era sólo un anuncio que le surgiría cambiarse de compañía.
     Cuando volvió a mirar al vagón allí estaba, en el centro del pasillo. Se movía atravesando un corredor imaginar que los pasajeros parecían abrirle. Sus ojos brillaban con gozo mientras mantenía la sonrisa con un tic en las comisuras. Arnau se dio cuenta también, por primera vez, de que llevaba guantes, y en ese momento se metía la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta.
      Arnau retrocedió lo que pudo, acabando encajonado entre un joven latino y la chica. Bajó la vista a la pantalla de su móvil y empezó a teclear…
       Se paró; era inútil. La policía, su madre; podría decirles sus ultimas palabras. No llegarían a tiempo. Él ni creía que pudiese terminar de marcarlo: su aterrado pulgar pulsaba tres botones a la vez con cada movimiento.
       No podría apartar a la gente para llegar al freno de emergencia. Su garganta estaba demasiado seca para gritar; a lo mucho podría silbar, y no creía que nadie lo oyese.
     Intentó tocarle el hombro al chico latino. En ese momento, Arnau comprendió el secreto de aquel asesino.
     El joven miraba furioso la pantalla de su móvil; aunque todavía funcionaba estaba rota. La chica se había dado la vuelta, riendo mientras intentaba leer algo en privado.
     Mirase donde mirase veía manos sujetando teléfonos, aunque sólo dos, de pie y más allá, hablaban; aislados y aislando a los demás. Nadie imaginaba que podía cometerse un asesinato, que un anciano encorvado con un bastón podía ser arrollado o que podían explotar
      Nadie sabría, de hecho, que se iba a cometer un asesinato.
      Arnau se dejó caer al suelo, empequeñeciendo entre zapatos de tacón y deportivas. Desde abajo le vio llegar, elevado sobre él con su sonrisa.
     —Bulevar del Pla —anunció la voz del TRAM.

      Las puertas se abrieron y el trasiego siguió; unos bajaban, otros subían y la mayoría permanecía dentro, hacia otra parada o el final del trayecto.

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