lunes, 31 de octubre de 2016


EN LA TIERRA DEL DOLOR - PARTE FINAL

Fuese cual fuese la combinación posible del género humano, se encontraba allí. Hombres y mujeres, altos y bajos, jóvenes, adultos y viejos. Cuerpos altos y finos o bajos y gruesos de cabezas peladas, cespitosas, enmarañadas o tentaculares teñidas del gris de aquel fulgor, que no lograba camuflar la extremada diversidad racial. Muchos eran blancos, europeos occidentales, como se les quisiese llamar: su piel sólo cambiaba en la cabeza, cubierta de pelos castaños, negros, rojos, rubios y blancos. Entre ellos sobresalían africanos de cuerpos tersos y extremidades largas, con su pelo corto y rizado o largo y lacio; los esbeltos asiáticos delatados por sus ojos finos, casi cerrados en sus caras congestionadas por la angustia; diferenciados de los imperturbables amerindios por sus pequeñas narices y piel más pálida. Incluso creyó reconocer a algún polinesio, de cuerpo ancho y rostro cubierto de tatuajes tribales.
     Tatuajes. Fue otra cosa que le llamó la atención de la gente; todos, sin excepción, estaban desnudos, exponiéndose sin ningún pudor. Los dibujos sobre la piel, ya fuesen nombres o iniciales en brazos y piernas o dibujos en hombros y cara, se mantenían en su sitio, reducidos a oscuros borrones no muy distintos a las matas de pelo pectoral masculino y púbico en ambos sexos.
     Un vistazo a su vecino más cercano, un hombre joven y enjuto a medio metro a su derecha le reveló que los cautivos de aquella costa llevaban también otro tipo de marcas: sobre el pecho y entre los pectorales, recorriéndole como un eje geométrico, se apreciaba la línea de una operación a corazón abierto y una pequeña marca en forma de coma sobre la ceja izquierda. Por lo visto, las cicatrices también se conservaban allí; las cicatrices y las…
     Al mirar más detenidamente a cada persona, Raimundo apreciaba detalles que hacían agradecer su impasible insensibilidad momentánea; el simple temblor que tuvo por instinto, en otras circunstancias, habría cubierto su frente de sudor frio y su piel de pelos erizados como agujas.
     Lo primero en llamarle la atención de la joven de pelo largo y pálido una hilera más atrás fue que, a diferencia de los rostros inmaculados por doquier, estaba manchado; maquillado por oscuras acumulaciones de mugre en labios, nariz y frente. La atención minuciosa le hizo entender que no eran manchas, suciedad ni maquillaje.
     Lo supo antes incluso de bajar por su busto, viendo los pechos desgarrados y los brazos destrozados.
     Un poco más allá había un hombre joven de aspecto saludable e indiferente, si no le faltasen los dos brazos al final, no de limpios muñones, sino de heridas aún abiertas pero que no sangraban. Más de uno había, de hecho, con el estómago abierto por lo que parecían profundas puñaladas; en la dirección opuesta un hombre (cosa que supo viéndole el sexo) grueso y entrado en años tenía el cráneo machacado, un engrudo de hueso y carne que hacían insignificantes las largas heridas en su pecho, aunque peor era encontrar, aquí y allá, individuos, sencillamente, sin cabeza; limpiamente cercenada de sus hombros y esperando como los demás sobre las olas. Como la habían visto, sentido o sabido, era un misterio.
     Y lo peor no era ver de pie a gente que no podía vivir, sino ver entre ellos niños y niñas también desnudos y asomándose al mar oscuro. Niños con sus grandes ojos apretados y sus labios temblando, una reminiscencia de cuando lloraban por cualquier berrinche, ahora convertido en la máxima expresión de angustia genuina. Y, aún más abajo, acurrucados entre las empalizadas de piernas adultas, bebés se arrastraban sobre sus atrofiados brazos, como una cruel parodia de focas preparándose para un chapuzón, parándose en el borde con labios que succionaban sin llegar a derramar una sola gota de saliva.
     Y eran tantos, tantas personas. Más que espigas de trigo en un campo, como si aquello fuese una cosecha humana; más de lo imaginable en un sitio cerrado como aquel; ahora estaba seguro de que estaba cerrado, sin dejar ni poder ver el cielo. Algunos, meros fantasmas, esperaban.
     ¿Esperando… qué?
     Raimundo dio un respingo al ver, entre los estoicos plañideros, movimientos de otro tipo.
     Primero oyó pasos, luego golpes; sobre su hombro derecho. Se giró despacio, sólo porque ya no era tan ágil. La curiosidad había sustituido por completo al miedo como motor de sus acciones.
     A unos pasos de la primera fila, dos personas desnudas peleaban a puñetazos; uno, el más joven, era tan delgado que parecía un esqueleto vestido de músculos, con brazos de pura fibra y dientes apretados en un supuesto gesto de odio. Su contrincante, una cabeza más alto y con el doble de edad y anchura, le miraba con aparente asombro y la boca inclinada mientras encajaba los golpes. Por cada dos golpes del joven, él propinaba un único puñetazo más lento y contundente en la cabeza, como un palo de golf contra una bola. Para asombro del testigo, ninguno parecía hacer nada para defenderse, limitándose a dar y recibir con un entusiasmo demencial, casi como sí…
     Raimundo tragó saliva, o lo habría hecho si no tuviese la boca tan seca.
     Como queriendo sentir dolor.
     Dándoles la espalda, mientras prorrumpían gritos destacados sobre el debilitado murmullo general, vio que, sobre el borde del agua, no todos estaban quietos. Sentados o a cuatro patas, con los pies o las manos colgando, se inclinaban para acariciar la superficie del agua, mojándolos  y luego sacándolos, para verla escurrirse entre sus dedos. Simultáneamente, comprobó que a su alrededor otras personas avanzaban hasta el borde del agua y se metían hasta los tobillos en el límite de roca o se agachaban para chapotear con la curiosidad de niños del desierto al ver por primera vez el mar. Ningún, sin embargo, llegaba a zambullirse o a dejarse cubrir más por ella. Aquella frontera ya estaba marcada.
     Raimundo se preguntó si la poca cordura que le transmitía el sitio estaría cayendo ante sus ojos, cada vez más convencido de que cualquier movimiento sería fatal. Siguió mirando de un lado a otro, buscando una explicación… o salida. Así se fijó en aquel saliente en el lado derecho de la ensenada.
     Eran dos, un hombre y una mujer, supuso; echados sobre el suelo, ella de espaldas, el hombre sobre ella. Las dos cabezas cubiertas de pelo enfocadas hacia él, moviéndose al unísono. Estaban…
     Con un gruñido que quería ser de asco, Raimundo apartó la vista, sintiéndose incómodo. ¿Quién…. cómo se podía pensar en eso… y hacerlo en un sitio así, a la vista de todos?
     Giró la cabeza en sentido contrario, encontrando más cerca todavía una escena similar. Ambos estaban de pie; el de delante parecía una anciana de pelo pálido abultado, cuerpo flácido y cara de derrota. El hombre, detrás, le sujetaba los hombros mientras embestía, en un gesto tan carente de pasión que era difícil saber si lo que quería era herirla, y eso que la señora, por cómo actuaba, o no lo sentía o no le importaba mucho.
     Raimundo agitó la lengua, pensando en escupir hacia el agua cuando, casi en el vértice izquierdo de la roca, vio una figura alta y delgada inclinarse. Al levantarse llevaba algo en las manos; uno de aquellos bebés de cabeza pelada y miembros cortos agolpados como lemmings sobre el pequeño abismo. Sosteniéndolo frente a su pecho, parecía sopesarlo, dudando sobre qué hacer con él.
     Raimundo reprimió un grito cuando el adulto lo dejó caer agitándose al agua. No hubo gritos ni llantos; nada que destacase ni recibiese más atención. El bebé se hundió en las aguas negras como un ancla.
     Sintiéndose de pronto más que desnudo, frágil y expuesto,
plegó sobre su pecho los dos brazos, formando una X y doblando las rodillas hacia el suelo, notando los dos puños hundirse en su pecho, más blando que de costumbre.
     El barco…
     El símil del ancla le devolvió aquel recuerdo; él yendo al puerto para alquilar una pequeña motora, lo bastante grande sin embargo para llevar a su pequeña familia a pasear No era un verdadero lobo de mar, claro, pero no tampoco era la primera vez que lo hacía.
     Sí, estaba rememorándolo, volviendo a vivirlo, como el director de la película de su vida. Les había dejado en el hotel y había salido, diciendo que iba a por tabaco. Iba a ser una sorpresa. Había alquilado un coche, un Ferrari rojo, para poder moverse rápido de un lado a otro con Rebeca y Edgar mientras Carlos hacía lo propio con un Toyota. Recordó ir conduciendo en segunda, paralelo al mar y ganando velocidad al ver sobre las aguas los muelles deportivos, frente al club náutico. Y que, en aquel momento, aceleró por la colorida calle, llena de turistas…
     Y lo que siguió. El violento estallido en la parte trasera del vehículo, que lo hizo volar junto a su conductor, golpeando contra el borde del paseo marítimo, atravesando el ladrillo como si fuese cartón y cayendo de cabeza al profundo y frío azul cristalino del mar…
     Sus ojos se abrieron; sus pupilas dilatadas. Por fin volvía a oír los trémulos latidos de su corazón, insuflando de vida su cabeza.
     No… no puede…
     Era verdad, aquello no podía ser. No para él al menos, estaba seguro. Recordaba algo más, algo que vio después del accidente, lo último que recordaba…
     Raimundo sintió como si su consciencia cayese por un pozo más negro que esas aguas, abandonando realidad de aquel cuerpo perdido mientras visionaba esa última imagen: el techo blanco surcado de tubos de luz, pasando velozmente sobre él; la sábana blanca tapando su cara mientras un dispositivo ruidoso y truculento le complicaba ver; una gran mascara de plástico sobre su nariz y su boca de la que salían varios cables.
     No… puede… ser…
     Su boca se abrió formulando por fin sus palabras, repitiéndolas mentalmente al no estar seguro de haberlas pronunciado.
     —No puedo estar muerto.
     Bajo por un momento las manos de la cabeza, mirando a sus acompañantes con otros ojos. De pronto, el imposible gentío tenía lógica. ¿Dónde había habido más gente que en las crónicas necrológicas de todos los tiempos? No eran simplemente hombres y mujeres, jóvenes o viejos, blancos, africanos o asiáticos. Eran los legionarios romanos y los pueblos barbaros a los que conquistaron, los soldados moros y cristianos de la Reconquista, los soldados de las Guerras Mundiales, la peste, la gripe española y  las epidemias tercermundista, las victimas de asesinato, los ancianos… Todo el que alguna vez vivió, reducido al destino final de la humanidad.
     La muerte. Ahora entendía como algunos andaban sin cabeza. ¿Víctimas de la Revolución Francesa quizás? O que se mantuviesen impertérritos sin brazos. ¿Un accidente de tráfico, un obús, un coche bomba en Madrid o Bogotá?
     Y aquel vacío, aquella falta de emociones… Un atributo para los vivos, para hacer que merezca la pena la vida. Sin vida, ¿para qué les hacía falta? Sólo conservaban sus cuerpos, tal y como los dejaron, junto a lo que llevasen puesto en ellos.
     Esa impresión inicial, sin embargo, dio paso deprisa a un profundo desconcierto. ¿Era eso de verdad la muerte? Tan diferente a todo lo que hubiese imaginado, a su peor pesadilla. No había sido un cristiano comulgado perfecto, eso seguro, pero no se imaginaba que el purgatorio fuese así. Pensó que, de algún modo, aparecería ante San Pedro y comparecería de su vida terrenal para luego, ya juzgado, cruzar las puertas de oro suspendidas sobre las nubes.  O, en su defecto, se hundiría en el infierno para sufrir por los siglos de los siglos, rodeados de humo, llamas y azufre. Un lugar, por lo menos, más luminoso que aquel.
     ¿Se habría equivocado, entonces, la religión sobre la otra vida? Sí, se iba a otro lugar al morir, pero como ninguno de los que describían. El cielo, el paraíso mahometano, la reencarnación… ¿tendría razón alguna?
     Un movimiento le distrajo de sus cavilaciones, especialmente significativo. Fue delante suyo, al otro lado de las aguas bajo la luz plateada.
     Perfilándose por la amplia entrada de la otra orilla, revelada como una caverna por la que salía el resplandor salía una, figura oscura se acercaba, deslizándose sobre las aguas. Al acercarse se veía que era humana, altísima (mediría por lo menos dos metros) y tan delgada como algunos de los que allí parecían haber muerto de inanición. También se apreciaba que parecía ir sentado sobre una especie de plataforma flotante, movida por sus brazos, asombrosamente largos, que se agitaban lentamente como patas de pato.
     Con calma pero con decisión, penetró en la ensenada hasta la orilla, encallado con un sordo crujido. Así Raimundo vio con más detalle, al final de la tabla rectangular y negra de dos metros por uno, al asombroso barquero.
     Se había equivocado al pensar que iba sentado en la parte trasera del bote, porque él era la parte trasera del bote. Un torso esbelto, nudoso y anormalmente largo brotaba del borde de la plataforma, coronado por un ensanchamiento del que partían, como las grotescas alas de un ángel caído, dos prolongaciones con forma de guadaña pero muchísimo más anchas que se hundían en las aguas, permitiéndole avanzar como los remos de una barcaza. No era, como pensó, sus brazos, finos como palos de escoba y largos como mangueras contraincendios, plegados sobre su pecho como las garras de una mantis.
      Pero si el cuerpo sorprendía por aberrante, la cabeza que lo coronaba le habría helado la sangre si fuese capaz de seguir sintiendo miedo. Estrecha y puntiaguda como la de una gaviota, parecía a simple vista una máscara con capucha, como las vistas en bailes de disfraces renacentistas. Pero aquella nariz larga y puntiaguda se tensaba, revelando las venas sobre su superficie pálida, los dientes en la pequeña boca de debajo chirriaron y los dos ojos del extremo refulgieron con un tono dorado emocionado, mientras recorría de un lado a otro la hondonada.
     Impulsivamente, Raimundo dio un paso atrás, percibiendo por la agitación como de viento entre hojas que todo el mundo hacía lo mismo, percibiendo la amenaza procedente de aquel ente.
     La cabeza trazaba un arco de metrónomo, aspirando con fuerza como siguiendo un olor…
     De paró de improviso y el marchito brazo izquierdo se desplegó, con el índice señalando hacia una hora de reloj antes con respecto a Raimundo, que siguió su trayectoria.
     De entre el grupo de presentes, más apretado, una figura avanzó con cautela. Era un hombre como él, mayor pero no anciano, de vientre ancho pero tenso y profundas entradas en la cabeza.
     El barquero pareció sonreír, invitándole con varios ademanes del dedo a acercarse
     El hombre obedeció, cabizbajo suelo. Entonces, Raimundo comprobó que no estaba sólo; tras él, siguiéndole a escasa distancia, apareció otra figura, esta femenina, de pelo caoba abriéndose sobre su cabeza como una paloma aplastada  y pecho y abdomen arrugados por el sobrepeso.
     El hombre llegó a un paso de la barca, momento en que se detuvo. El barquero había empezado a replegar su brazo extendido y, al mismo tiempo, extendía el derecho con los cinco dedos estirados hacia él. Derechos a su cara.
     La victima escogida presenció el acercamiento con la cabeza a malas penas levantada y la boca torcida, asqueada, horrorizada, pero sin expresar aquellas reacciones obsoletas. La mano se puso sobre su cara; Raimundo pensó que ahora tiraría hasta arrancarle la piel o la cerraría, aplastando el cráneo como una mandarina madura. Pero no fue así.
      Los dedos se deslizaron hacia la boca del hombre, entrando en ella y hurgando como haría un dentista. El involuntario paciente, con los ojos muy abiertos, se dejó hacer, sin saber ni sentir muy bien lo que pasaba.
     Por fin, los dedos se doblaron y toda la cara del hombre se arrugó, cerrándole los ojos. La mano se retiró, de vuelta a su dueño, dejando tras de sí un rastro de saliva cayéndole de la boca.
     Le había arrancado algo, y Raimundo vio qué era cuando el esbelto puño se desplegó para que los ojos ardientes comprobasen su contenido: tres minúsculas piedras angulosas, relucientes como luciérnagas.
     El barquero, con un gesto que sugería una sonrisa, cerró otra vez la mano y la agitó, indicando al aún sorprendido hombre que avanzase sobre él. Este, tras parpadear algunas veces y mirar a su acompañante, obedeció. Caminó seis pasos sobre la barca, antes de pararse.
      Su compañera, en respuesta, aceleró hacia él para seguirlo; un atisbo de emoción en la cara del pasajero indicó que eso quería. Pero el barquero se dio cuenta y fue más rápido.
     Raimundo, aunque no perdía detalle, apenas pudo seguir la acción con los ojos. Fue demasiado rápido.
     La aleta izquierda que usaba de remo emergió, dejando una suave lluvia de gotas en el aire, antes de detener su canto, de aspecto afilado como una guillotina, bajo el cuello de la mujer, que se detuvo en el acto, respirando ruidosamente y mirando con los ojos muy abiertos a su compañero, que la imitó con aprensión. A los pocos segundos, la mujer desistió y retrocedió, el remo volvió a bajar y la barca se despegó de la orilla, llevándose al único afortunado (o no) elegido sobre ella.
     Sin entender muy bien lo que había pasado, Raimundo los veía perderse. Después de arrancarle tres dientes postizos, de oro, aquel demonio se lo llevaba con él, sobre las aguas. A la luz.
     El viaje se le antojó eterno. Por fin, cuando las dos siluetas se fundieron en una única sombra contra el resplandor, lo entendió… y el terror afloró en su mente.
     Conocía aquella historia… aquel mito. ¿Cómo se llamaba? ¿Quién era el barquero al que había que pagar con monedas de oro para que llevase a los finados a la otra vida?
     Caronte.
     El nombre resonó como una alarma de incendios en su memoria, el más antiguo de los mitos sobre la vida tras la muerte. La del río a cruzar para ser juzgado, para ir al paraíso o al averno…
     La sombra empequeñeció como si se hundiese, hasta desaparecer. Se habían metido en la caverna.
     Por eso griegos y romanos ponían monedas de oro en la boca de sus muertos; para poder pagar aquel viaje, llevando aquel soborno al otro mundo con sus cuerpos.
     Raimundo se llevó las manos a la frente, añorando la caricia del sudor frío y dejándose caer hasta sentarse. Aunque no sentía cansancio, notaba que desfallecía.
     Por supuesto. Ninguno de ellos tenía oro, nada con lo que pagar al barquero. Sólo algún anciano afortunado, como aquel caso; como habría unos pocos centenares más como aquellos, mujeres en su mayoría, amortajadas para la ocasión con algún par de pendientes para que les alumbrasen en la tumba.
     El primero de aquellos estallidos prorrumpió de nuevo en el horizonte, precedido en menos de un minuto por el segundo. Y Raimundo no necesitó oír el tercero para saber… o imaginar lo que era en realidad aquel estruendo.
      Tres fuertes descargas, más truenos que golpes, como expelidos por un estrecho conducto, como una garganta… Tres fuertes y feroces ladridos emitidos por tres voraces fauces siempre hambrientas. ¿No decía también el mito que aquel camino estaba guardado por un perro de tres cabezas? El Cancerbero, un obstáculo más para los turistas en su viaje final… marcando su llegada con aquellos tres gritos como mazazos, los golpes del martillo de un juez, anunciando el veredicto antes del juicio.
     Aquellos, por lo menos, tenían esa suerte. Les esperaba algo más. A los demás, aquel limbo eterno, esperando olvidados en aquella orilla un viaje que nunca harían.
     La mujer dio la espalda a las aguas. No lloraba ni parecía triste, pero podía entender lo que pensaba. Podían recordar y saber, pero ni siquiera les quedaba el consuelo de sentir. Sufrían sin dolor. Por eso era por lo que todos, a su modo, lloraban.

     Raimundo se mantuvo en aquella posición mucho tiempo, pensando, planeando, buscando. ¿Qué? ¿El sentido de aquella tradición absurda hecha realidad? ¿De qué les servía a los señores de la otra vida el oro? No creía que para gastarlo, eso seguro. ¿Simple y llana avaricia? ¿O una especie de prueba de valía? Después de todo, la muerte se llevaba a ricos y pobres por igual, pero incluso el más pobre de los hombres es capaz de procurarse eso, un mínimo pedazo de metal amarillo para demostrar que consiguió ese mínimo valor en el mundo, que les preocupaba el porvenir de su existencia. Y ahora, allí, los más ricos lo dejaban atrás sin remisión, cuando esa ínfima cuota podría pagar su salvación diez millones de veces.
     Pensó, también, en la compañera del último viajero. El tiempo había pasado, pero el barquero no había vuelto. Sólo los pocos que pagaban parecían atraer su atención, y había que darles tiempo para llegar a la orilla. De ella ya sólo quedaba el recuerdo; hacía días que había vuelto entre las filas interminables de muertos, perdida para no volver.
     ¿Quién sería? ¿Su mujer? Para eso, tendrían que haber muerto junto y llegado hasta allí juntos. ¿Una curiosa, que vio la ocasión de tener su momento de gloria? Él parecía conocerla… Quizás se conocieron allí, por casualidad, coincidiendo uno junto a otro como tantos otros allí. Quizás hubiesen logrado comunicarse, recordado juntos antes de caminar uno junto al otro… Raimundo aún no lo había hecho; no había comprobado si podía decir palabras, algo más que esos lamentos que nunca paraban.
     Quizás pudiese buscar a alguien que hablase su idioma, entablar conversación, iniciar la amistad. Un modo de no pasar la eternidad sólo entre la mayor de las multitudes…
     Apretó los dientes, frustrado. Aquello era imposible; sabía lo que le esperaba. La agonía silenciosa. En aquella tierra del dolor no había sentimientos ni emociones, sólo interminables lamentaciones, por más que se alejase, por más que cerrase los oídos. Ni había hambre, insomnio o frio, ninguna excusa para moverse, retroceder para buscar alivio. Sólo un vacío que nada podía llenar. Tarde o temprano se volvería sordo o loco, y entonces se perdería entre los demás, vagando a la espera de un final que no llegaría, sin hacer otra cosa que llorar también, llorar y lamentarse hasta olvidar quien era…
     Su familia. ¡Eso era! La espera podía ser su último consuelo. Esperar y esperar, con el paso de los años, a que se uniesen a él; Rebeca, primero, sus hijo después; sus nietos; quizá incluso a aquellas generaciones con las que sería imposible coincidir en su corto tiempo de vida… ¿Podría reconocerlos, los rostros envejecidos por el tiempo y desgastados por la memoria? ¿Recordarlos a pesar del cansancio y la locura? ¿Encontrarlos en aquella legión insondable? Si coincidían sería por mera suerte, claro que tenía todo el tiempo del mundo.
     La  espera ya se le hacía larga, esperando que llegasen cuanto antes para recuperar a su familia pronto…
     Gruñó, ahora con ira, agitando la cabeza mientras se golpeaba la frente, maldiciéndose por lo que acaba de hacer. ¿Cómo podía llegar a ese extremo? Acababa de desear la muerte a su familia…. Sólo para ahorrarse sufrir solo una existencia estática y vacía.
     No. Tiene que haber otra solución…
     Raimundo, cansado de contemplar el ondular de la eterna laguna Estigia, se levantó, caminando entre las almas en pena. A esperar. A que la solución llegara…

La solución, por fin, llegó, después de mucho tiempo; imposible saber cuánto. De forma totalmente casual, después de un mes o de diez años, mientras estaba en el ala derecha de la ensenada. Tan simple…
     Alguien tropezó, o fue empujado. O saltó. O simplemente cayó. Vio la sombría forma plateada rebasar el borde de caliza y caer al mar. Como ya sucediese una vez, se hundió como un plomo. No volvió a salir.
     Y, poco después, la escena se repitió; otra vez y una docena de veces más. Esta vez, el intervalo entre caídas fue corto, como si tomasen ejemplo de sus compañeros. Demasiado coincidentes para ser accidentes o casualidades.
     Poner fin a la propia existencia. En la vida, una solución habitual para abandonar los pesares, sin saber que se condenaban a una tortura infinitamente peor. Pero ahora no iban a morir por eso. Estaban muertos. ¿Qué les esperaría entones? ¿La nada? ¿El olvido infinito?
     Raimundo colocó los dos pies en el borde del escalón.
     El olvido. Como volver a dormir; una sensación que creía haber experimentado por última vez hacía eones y creía perdía. Hasta ahora. Una oscuridad sin la tortura de estar despierto en ella. El descanso definitivo.
     Raimundo levantó el pie derecho. Debajo, sólo las oscuras y silenciosas aguas. Sólo tenía que seguirle el izquierdo.
     Su respiración se volvió pesada, no quería mirar abajo. El menos de medio metro que se le antojaba el fondo de un rascacielos de ciento veinte pisos. Un paso del que no había vuelta atrás.
     Ahora, como en vida, le asaltaba la duda; en su forma más elemental e inesperada, al menos allí: el miedo.
      El miedo a la muerte.
     Raimundo pensaba, sopesaba y se debatía. Sólo era un paso.
     Y, por suerte para él, podía permitirse esperar. Tenía todo el tiempo del mundo para darlo.
    


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