CÓMO EL NIÑO SAMUEL RODRÍGUEZ SE CONVIRTIÓ EN HÉROE -PARTE FINAL
Al principio, Samuel se sentó en el salón
gris, mirando los últimos rescoldos chispear entre las cenizas. Cuando empezó a
amodorrarse, fue a su habitación, tumbándose descalzo sin ni siquiera apartar
la sábana. Se durmió sin llegar a soñar; un golpe fuera le abrió los ojos en
vilo, propulsándole con el corazón desbocado.
—¿Abu…?
No. Su abuelo se había ido. Bruto también.
Estaba solo en la casa.
Samuel bajó los pies, quedando sentado.
Estaba totalmente a salvo; era imposible que los lobos atravesasen las paredes
de la casa. Aunque no podía decirse lo mismo de los animales, que se habían
quedado sin su guardián, protegidos sólo por los alambres de púas.
Un pensamiento nubló el cerebro de nueve
años, encogiendo sus pies de miedo. Estando él dentro, podían atacar sin
oposición, matar a las ovejas y animales que quisiesen. Él podría estar seguro,
limitados a oír los balidos aterrados, la madera crujiendo y los aullidos
ansiosos, hasta que Roberto volviese con su escolta. Mientras no se les
ocurriese saltar contra las ventanas…
Un golpe de madera le erizó el vello.
Aunque fuese pleno día, Samuel recuperó su linterna y se acercó a las ventanas.
No había nadie en el páramo. Su abuelo, desde luego, no había vuelto.
Sí se había levantado viento; podía ver
mecerse las hierbas cortas, así como la destartalada puerta de la valla, que
había quedado mal cerrada. Eso era todo.
El chico miró a la tentadora llave; sólo
tenía que salir y comprobar que todo iba bien, sin otra arma que su fuente de
luz.
Tragó saliva y rozó la llave de bronce
cuando lo recordó: había otra arma en la casa.
Una silla de la mesa y tenía la escopeta,
grande, pesada y aparatosa, entre sus manos. Estaba cargada; había visto a
Roberto operarla suficientes veces esa mañana para aprender como comprobarlo.
Agarrando un puñado de cartuchos y metiéndoselos en el bolsillo derecho del
pantalón, Samuel giró la llave y salió.
Sí, era sólo eso, una puerta mal cerrada.
Bruto y los nervios habrían tirado demasiado de la atención del anciano. Nada
detrás, nada con las ovejas. Sólo la barrera que lo separaba del exterior.
Antes de cerrarla, Samuel dejó que se
abriese del todo, pisando su línea de cierre. Aquel era un escenario lunar,
donde ver vida era raro hasta a plena tarde. La débil luz solar llegaba hasta
donde las nubes dejaban, sin otro movimiento que el del viento.
Y sin embargo, allí estaban; escondidos,
esperando a la noche para volver, matar y huir. Hasta que no quedasen conejos
ni gallinas, las ovejas se pisoteasen entre ellas y tuviesen que recurrir a
presas más gustosas. Se los imaginó, invisibles pero mirándole, la saliva
desbordando de sus fauces.
Samuel agarró el borde superior de la
puerta con una mano temblorosa, listo para cerrarla, cuando recordó lo que dijo
su abuelo.
Tú
te quedaras vigilando la casa. Necesito que seas todavía más valiente. Más
valiente
Samuel, usando los cañones de bastón, dejó
a la puerta cerrarse sola a su espalda. Tenía que ser valiente, y eso nunca lo
conseguiría escondiéndose allí, temblando de miedo a la espera de que llegasen
los lobos. No, había visto muchas películas de hombres valientes; soldados,
caballeros, superhéroes, y sabía qué hacer.
Encendió la linterna. Comprobó que llevaba
municiones. Y salió a cazar a los lobos. Sabía dónde buscarlos.
Samuel inició su marcha heroica sintiendo
un incómodo vaivén en su pecho, parándose cada vez que daba un paso con la
escopeta para oír. Algún valido. El soplido omnipresente en todas partes. Un
crujido en la hierba.
Ninguna figura oscura esperándole
emboscada.
El chico tragaba saliva sin parar, con un
pie tirando en sentido contrario. Se acordaba bien del sitio y estaba cerca de
casa, pero el miedo a perderse seguía superándole.
Los cartuchos gastados contra el conejo
marcaban la tercera colina de la derecha. A los seis metros de ella corrió,
coronándola antes de que la cobardía le ganase el pulso.
Alcanzó la cabaña. Intentó levantar la
escopeta, comprobando azorado que necesitaría las dos manos para operarla.
Frustrado, avanzó hasta situarse a dos metros y medio de la entrada, momento en
que bajó los cañones y encendió la linterna. Enfocó el haz trémulo al umbral y
las ventanas. Nada que se moviese, al menos cuando traspasó la oscuridad.
Con su corazón retumbando y arrastrando la
escopeta, Samuel Rodríguez llegó a dos pasos de la puerta, sin atreverse a
traspasarla. Dentro, sólo desolación. Al contrario que en casa de su abuelo, ni
siquiera había muebles o señal de que alguna vez los hubiese; sólo un hueco a
la izquierda que podría ser de una chimenea, con travesaños desprendidos y
montones de piedras derrumbadas por todas partes. Nada que se moviese, ni
bichos correteando sobre su suelo desnudo, ni telarañas ondeando en los
rincones.
Samuel retrocedió cuando una voz, una especie
de ovación, cobró fuerza dónde no había visto nada. Retrocedió deprisa,
trazando un sendero con los cañones en el blando suelo mientras miraba en todas
direcciones. Una caricia intangible en su oreja derecha delató al viento,
colándose por las ventanas y el techo para escapar por el hueco interior,
convertido en un mugido desproporcionado.
Tranquilo, convencido ahora de que estaba
solo (aunque dándose un margen de dos minutos para calmarse), abandonó la
cabaña, rodeándola por la izquierda. Su abuelo no había registrado allí,
convencido de que era imposible que hubiese nada.
La vio, en una loma que no llegaría a los
tres metros, bajando a veinte metros de él, en medio de terreno llano. Una
cueva pequeña, lo bastante grande para que pasase un adulto agachado, con una
forma como de boca bostezando, expulsando un aliento que también imitaba voces.
Samuel trotó hacia ella; la pendiente
acababa a los siete pasos.
Entonces lo oyó sobre él, junto a la
cabaña; ahora sin dudas. Un gruñido.
El niño giró el cuello en un acto reflejo,
preparado para lo peor; con el sudor empapando sus sienes y sus brazos
agarrotados.
Parpadeó, desconcertado. Estaba allí,
tumbado junto al costado izquierdo del refugio, fuera de vista desde la fachada
frontal. Se estaba irguiendo. Pero no era negro, ni gigantesco, ni parecía
feroz.
Su cuerpo era blanco, con grandes manchas
marrones. Sus orejas colgaban y su fino rabo estaba erguido. No parecía un
lobo, sino un perro; un sabueso.
Y, sin embargo, no podía ser otro. Bajó
hasta su nivel, con la cabeza gacha y el pelaje erizado, gruñendo. Sus ojos
negros le miraban con ferocidad. Su barbilla estaba manchada de rojo, teñida
con una barba de sangre seca.
Era él. No debía dejarse engañar. ¿Acaso
no decían que el perro era el primo del lobo?
Samuel soltó la linterna, ganando la
fuerza suficiente para poder levantar la escopeta. Apuntó sus cañones al
animal.
—Prepárate, maldito —dijo, intentando
sonar como un vaquero de una película que vio hacía dos meses.
El lobo levantó el cuello y ladró dos
veces, con tanta fuerza que Samuel retrocedió, sintiéndose golpeado por una
ráfaga de viento que le obligó a bajar el arma. El perro ladró tres veces más.
Un nuevo gruñido escapó de la cueva,
atrayendo la mirada de Samuel. Lentamente, caminando despacio, un segundo lobo
se materializó desde la oscuridad. Samuel se mordió el labio inferior; este sí
que se parecía a los de su sueño. Grande, casi tanto como Bruto, pelo negro en
forma de greñas canosas y colganderas, hocico largo, cola frondosa. Lo único
que rompía el parecido eran sus ojos, no rojos y sanguinarios, sino grandes y
negros. Le miraba.
Un verdadero lobo, como el que describió
su abuelo. De saber un poco más de cánidos, sin embargo, le habría parecido un
bretón negro.
El recién llegado se puso a ladrar
también, hundiendo sus uñas en el suelo de su madriguera. Samuel se preparó para
apuntar. Un rasgar a su izquierda le recordó que tenía más problemas.
Se giró con fuerza, disparando el primer
gatillo, sin ver ni pensar. El estallido le lanzó hacia atrás, aterrizando de
culo sobre las hierbas resecas y piedras del páramo. Sí pudo ver que el
lobo-sabueso lo esquivó sin problemas, saltando ágilmente a la izquierda, a más
de medio metro de donde los perdigones levantaron tierra.
El animal atacado volvió a la carga; los
gruñidos confirmaban que el de la cueva acudía en su ayuda.
Samuel miró hacia la caverna, a su
izquierda, donde los dos animales se habían unido, ladrando a escasos tres
metros de distancia. Apuntó con cuidado la enorme escopeta y apretó los dos
gatillos.
—¡Ay! —El retroceso le incrustó la culata
en el hombro, con tanta fuerza que temió romper su hombro infantil. Además, de
cerca, la explosión del cartucho era peor, privándole de oír durante varios
minutos, que le parecieron eternos.
El disparo había salido bajo, provocando
una lluvia de tierra frente a los hocicos de los lobos, que retrocedieron,
asustados, sin dejar de gruñir.
Samuel aprovechó su duda momentánea para
recargar, bajando el cañón para sacar los cartuchos usados. Al llevarse la mano
al bolsillo derecho y palparlo, sintió su corazón hundírsele hasta el vientre.
Con las prisas, sólo había cogido cuatro
cartuchos. Sólo podría hacer cuatro disparos más.
Recargó y cerró la recámara. Al mirar al
frente, comprobó que los lobos se acercaban; el negro por delante, mientras el
tricolor trotaba hacia la derecha. Una maniobra envolvente. Y, además, estaban
demasiado cerca para apuntarles bien con el largo tubo.
Retrocedió
hasta el principio de la cuesta. El lobo negro dejó de gruñir y cargó entre
gruñidos, mientras su camarada corría también.
Samuel levantó la escopeta con tanto
ímpetu que apretó el gatillo derecho cuando apuntaba al aire. No daría a nada
salvo, quizás, a un pájaro con un mal día, además de que el retroceso volvió a
sentarlo.
El lobo negro se le tiró encima.
—¡Para! —ordenó, interponiendo la escopeta
entre él y las mandíbulas dentadas—. ¡Vete!
El lobo dudó un momento; luego se le tiró encima.
Las mandíbulas arañaron la superficie limpia de los cañones, mientras sus duras
uñas recorrían el pecho del niño, manchando de tierra oscura su camiseta y oprimiéndole
el corazón.
Samuel exhaló, sintiendo que se asfixiaba,
que le iba a reventar la caja torácica. Unos gruñidos sobre él, sin embargo, le
recordaron que le faltaba poco para llevarse un mordisco fatal en la nuca.
El niño acertó a deslizar hacia abajo la
escopeta. Si conseguía meterle el cañón en la boca al monstruo…
Ya fuese que había comprendido que aquella
extremidad no tenía hueso, o que el acero le había mellado los dientes, el lobo
negro empezó a bajar hacia la culata de madera, o la tierna mano en torno al
gatillo.
—Déjame…
Samuel se echó al suelo, consiguiendo el
ángulo que necesitaba para darle una patada con todas sus fuerzas en el pecho.
Esto lo detuvo un momento, aunque no retrocedió ni soltó el arma, más
confundido que dolorido. Samuel agitó la pierna, sintiéndola como si hubiese
pateado una pared.
El
lobo negro volvió a gruñir, cerrando los dientes. El niño reaccionó apretando
los dos gatillos.
El golpe fue tan brutal que pensó que le
había arrancado el brazo; tuvo que soltarla, dejando que volase hasta aterrizar
a su lado. Esperó tumbado unos segundos, pensando que, ahora sí, se había
quedado sordo, hasta que unos gemidos lastimeros le animaron. Había herido al
lobo, le…
Se incorporó. El lobo negro retrocedía,
lamiéndose el hocico sin parar. A un metro y medio agachó la cabeza, cubriéndola
con las patas.
Samuel miró en torno a él; no veía
sangre, ni pelo arrancado por el disparo. El ruido, decidió, debía haberle
asustado, o conmocionado. La vibración de los cañones al expulsar los
perdigones, con las fauces cerradas a su alrededor, también debieron contribuir
a sacudirle.
Mientras sus tímpanos dejaban de temblar,
Samuel oyó jadeos intercalados con patas arañando el suelo. El lobo tricolor
acudió junto a su compañero, girando el cráneo para estudiarlo con curiosidad,
valorando los daños.
La prórroga que Samuel necesitaba; se
metió la mano derecha en el bolsillo y sacó los dos últimos cartuchos antes de
echar el mismo brazo a la escopeta, que extendió sobre su cuerpo como una
manta. Sus manos abrían la recámara para recargar a ciegas, viendo al lobo
tricolor separarse de su compañero, gruñendo mientras le miraba con sus ojos
negros furiosos.
Consiguió levantarla y apuntar delante en
el momento en que corría hacia él, ladrando. Sabía que le iba a doler, pero no
tenía opción. Apretó el gatillo derecho con cuidado. La culata se le hincó en
el estómago, sacudiéndole de arriba a abajo, sensación que visualizó como un
estallido de sus vísceras y la rotura de sus vértebras. Pero dio en el blanco.
El disparo le acertó en el vientre,
mientras iniciaba el salto. El pelo blanco estalló en una lluvia de confeti
rojo, que Samuel sabía eran gotas de sangre y trozos de carne, entre los que
voló algún trozo arrugado de intestino. El lobo herido lanzó un único gemido
antes de desplomarse de lado, con las patas extendidas y los ojos cerrados. El
agujero casi lo había partido en dos, aunque seguía entero por la piel y los
músculos de su espalda.
Tras el cadáver y el charco de sangre, el
lobo negro se levantó, mirando a Samuel mientras hacía rápidos aspavientos,
parecidos a un tic en el cuello, hacia su congénere caído. Decidió, sabiamente,
que ya había tenido suficiente. Volvió hacia la cueva.
Pero Samuel no le iba dejar escapar.
Aunque todavía sentía la tripa traspasada por el último disparo de, consiguió
levantarse, levantarla y apuntar. Disparó, doblando las rodillas para no ser
aplastado, justo a tiempo, cuando empezó a correr.
El segundo cartucho le acertó en la pata
derecha, partiendo el hueso y haciéndola girar en el aire en medio de una nube
de sangre y astillas blancas. Sin embargo, la visión de la mutilación no asustó
tanto a Samuel, desorbitando sus ojos y tensando sus dedos, como lo que sí
quedó grabado para siempre en su memoria: el gemido de dolor del animal, un
largo murmullo parecido a un aullido, seguido de agudos ladridos de dolor. Un
sonido que le remitió a un niño llorando.
El perro, sin embargo, se repuso al daño y
la herida; en equilibrio sobre sus tres patas consiguió arrastrarse primero y
meterse en la gruta. No hacía falta seguir su rastro de sangre para seguirle.
Respirando sin tregua, Samuel se
incorporó, sujetando aún la escopeta. Se había quedado sin balas, pero las
fieras estaban derrotadas. No creía que el lobo cojo fuese a sobrevivir mucho
tiempo, pero si se recuperaba volvería en busca de venganza. Los malos siempre
lo hacían. Y, si esperaba a que su abuelo volviese con los refuerzos, perdería
mucho tiempo. Podría escabullirse y encontrar otro escondite en las colinas del
páramo.
Samuel tomó aire. No había ido tan lejos
para huir ahora. Cogió la escopeta por el cañón, amagando un grito al notar el metal
caliente bajo su mano, obligándole a esperar unos segundos. Luego fue hasta la
linterna que había soltado, rebasó los restos destrozados del perro muerto y,
con su garrote a rastras, la encendió, enfocándola a la cueva.
No era, en realidad, pequeña. Él podía
entrar perfectamente de pie si agachaba la cabeza. Paseó el haz por las
paredes; tierra apelmazada sujeta por raíces milenarias. Todavía no veía el
fondo, ni oía nada. Pero la sangre estaba allí para guiarle.
Sintiendo una serie de punzadas en el
pecho, se arrodilló lo justo para meterse en la oscuridad. No tardó mucho en
encontrar las pruebas del crimen. Las gotas que dejaba el muñón del recién
tullido pasaban sobre manchas más grandes y secas y alguna pluma de gallina
cubierta de polvo.
Unos pasos más adelante lo escuchó, un sonido
estremecedor. No eran los aullidos de dolor del lobo sufriendo, ni ladridos
desafiantes. Aquello era un llanto, estridente y continuó; no de una voz sino
de muchas. De algo que gemía en grupo al final de la cueva.
El niño siguió adelante, arrugando la
nariz al detectar la el aroma a orina y excrementos viejos y nuevos arrugados
contra las paredes. No muy lejos, a unos diez pasos, el canal terminaba en una
pared de la que sobresalían rocas grandes.
Allí, en el centro, entre plumas de
gallina mascadas y trozos de pellejo arrancados, el lobo negro descansaba tumbado
sobre sus tres patas, jadeando. Y no estaba solo.
A la derecha, enseñándole una bolsa de
pelo en otro tiempo hinchada y ahora vacía y flácida, otro cánido; este marrón
y de orejas hacia atrás, parecido a un galgo que hubiese descuidado mucho su
dieta, lamía la barbilla y el hocico de su compañero. Samuel, al enfocarla,
recibió una mirada, entre rencorosa y triste, de sus ojos grises. Para saber
que era hembra le bastó ver junto a su vientre a media docena de formas peludas
y grisáceas que se apelotonaban contra ella.
El lobo herido gruñó, enseñando los
dientes, pero tuvo que volver a bajar la cabeza.
Otros gruñidos, de la izquierda, movieron
los ojos de Samuel, que casi soltó la linterna, rozando el techo con la cabeza
al hacerse atrás. Un enorme lobo gris con forma de Gran Danés, de morro chato y
orejas caídas, se había levantado. Samuel apretó la mano instintivamente en
torno a la escopeta, cuando se incorporó, dio tres pasos hacia él… y se
desplomó.
Era muy viejo. Su pelaje estaba lleno de
calvas. Cojeaba de la pata izquierda delantera y la derecha trasera. Siguió
enseñado los dientes, lo único que podía hacer para amenazarle.
Samuel negó con furia, apretando los
dientes. No, era mentira, todo mentira. Los perros no matan a otros animales,
no los roban para comérselos en cuevas. Viven con la gente en casas, no en
manadas que se comunican con gruñidos y aullidos. Aquello eran lobos; su abuelo
había dicho que tenían que ser lobos
La loba se acurrucó, atrayendo a sus plañideras
crías hacia ella con el morro. El viejo y el herido intentaron levantarse,
situarse frente a ella, pero no les quedaban fuerzas.
Samuel empezó a jadear; sintiéndose
asfixiado por la estrechez de la cueva. ¿Qué le diría a su abuelo, qué pasaría
si veía eso, lo que había hecho? Qué le diría a sus padres… ¿Y qué pasaría si
los dejaban allí, que la nueva generación de asaltadores de granjas creciese?
Samuel espiró un par de veces,
sosegándose. Decidió lo que hacer.
Sujetó la escopeta, levantándola con el
cañón hasta dejar la culata en alto. El haz de la linterna avanzó, pasando
sobre los lobos, que siguieron gimiendo y gruñendo hasta que todo quedó en
tinieblas.
—¡Samuel!
—Roberto volvió corriendo de la parte trasera, todavía con Bruto; con las manos
extendidas en señal de desconcierto—. No… no está.
Eusebio y Joaquín, el hijo del panadero,
negaron con la cabeza. En ese momento, Eusebio miró hacia atrás.
—¡Eh! —gritó, señalando al Camino de los
Pastores—. Mira.
Roberto alcanzó la puerta abierta de la
valla; tras él la puerta de la cabaña de abrió y el resto de hombres que le
acompañaban salió.
Samuel llegaba dando bandazos. Arrastraba
la escopeta en la mano derecha y llevaba una linterna en la izquierda.
—¡Oh, Dios!
Roberto cedió a Joaquín la correa de Bruto
y corrió hacia su nieto.
—Samu, ¿Qué…? —Se detuvo, a falta de un
metro—. ¿Qué puñetas has hecho?
El niño levantó la cabeza, cansado. Como
su ropa, estaba sucio de tierra y sudor.
—Salí… a buscar a los lobos —dijo, apático.
Sus rodillas se doblaron, desplomándolo.
Roberto se lanzó para sujetarle.
—Mira que eres burro —le recriminó, sin
poder contener las lágrimas—. Te dije que te quedases en casa.
—Yo… —dijo, cerrando los ojos—. Los
encontré.
—¿Cómo? —Roberto se apartó lo justo para
verlo; mirándole como si tuviese dos cabezas.
—Los… —Samuel amagó un parpadeo, sin
llegar a abrir los ojos—… he matado a todos. Con la escopeta.
Roberto bajó la vista al arma. La culata
estaba manchada de sangre y pelos.
El anciano sonrió.
—Muy bien hecho, hijo. ¡Muy bien! Has sido
muy valiente.
Samuel, sin embargo, apartó la vista y
cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas. La imagen convenció a su
abuelo de que había pasado mucho miedo.
—Así fue
de valiente vuestro hijo —concluiría Roberto el relato por enésima vez esa
Navidad, invitado por su hijo y su nuera a pasar unos días en su chalet.
—Lo que no me explico es que le dejases la
escopeta a mano —le reprendió Carmen.
—No lo hizo —le defendió Samuel,
secamente—. La robé. —Bajó la vista—. De su armario.
—Bueno, lo importante es que no te
hicieses daño —opinó Juan José.
—Y
que, desde entonces, nada ha vuelto a matarme animales —añadió Roberto,
llevándose un pedazo de pollo asado a la boca.
Samuel, sin embargo, apenas comía. Desde
que empezó la historia, se había mantenido cabizbajo, rozando la carne con el
tenedor.
—¿Y dónde estaban? —quiso saber Juanjo.
—Eso sí que no lo sé —admitió Roberto—. No
llegué a verlos.
—Fue muy lejos. —A Samuel se le trabó la
voz—. Muy lejos de la casa, metiéndome entre muchas subidas. Allí estaban
todos.
Sus padres le miraron desconcertados.
Esperaban que hablase de su hazaña con orgullo, no con aprensión.
—Habría ido a verlos, pero estaba muy
cansado y no quiso enseñármelo. —Roberto le puso una mano en el hombro—. Nos
bastó su palabra. La del pequeño héroe.
Roberto sonrió. Samuel, en ese momento,
hizo atrás su silla y corrió a su habitación, tapándose los ojos. Algo que,
para consternación de sus padres, hacía cada vez más a menudo.
—¡Samu! —le llamó su abuelo, antes de
volverse hacia Carmen—¿Qué le pasa?
—Últimamente tiene pesadillas —–dijo—. Se
despierta llorando.
El anciano asintió.
—No me extraña. Tener que luchar por la
vida tan joven... —Roberto negó con la cabeza—. Tenéis que estar muy orgullosos
de él.
En su habitación, Samuel lloraba. Samuel
era un héroe; pensaba que le gustaría. Pero no era sí; él no quería. Y, desde ese día deseaba, más que nada, no
haberse convertido nunca en héroe.
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