CÓMO EL NIÑO SAMUEL RODRÍGUEZ SE CONVIRTIÓ EN HÉROE -PARTE 1
Debían de ser las once cuando Bruto empezó a ladrar como un loco, despertando a los de
dentro de la cabaña.
—Abuelo… —Samuel Rodríguez apartó la
sábana vieja y agujereada que usaba para taparse y agarró la linterna que tenía
al lado, sobre su mesita. Le seguía pareciendo mejor opción que las velas—.
Abuelo, ¿pasa algo fuera?
Ya oía los pasos de Roberto Rodríguez
pasar frente a su puerta, vestido a la carrera con sus pantalones de pana, su
chaleco de lana y sus botas para salir con su bastón, su propia linterna y su
más de metro noventa y seis de estatura, listo para afrontar el peligro.
—Espera aquí —le ordenó mientras giraba la
enorme llave de bronce de la vieja puerta de madera—. Voy a ver qué pasa.
Samuel corrió a la ventana a su izquierda,
deseando no perderse nada. Al otro lado del cristal mugriento veía el haz de la
linterna agitarse como un banderín en la mano de su abuelo, que corría,
bordeando su pequeña y vieja propiedad por la izquierda, siguiendo las voces de
su guardián. Samuel lo siguió hasta el hueco de la cocina, donde terminaban las
ventanas a ese lado.
En la parte trasera, Bruto ladró con más
fuerza y su abuelo chilló varias veces, poniendo a Samuel los pelos de punta.
Retrocedió hasta el salón y se refugió en un sillón, sosteniendo su propia linterna
como un talismán protector.
El grito también sirvió para callar al mastín.
El niño de nueve años pudo así oír el crujido de pasos volviendo a la puerta.
El anciano, de barba rala y mechones finos de algodón en torno a la cabeza, entró
con el ceño fruncido.
—Abuelo, ¿qué ha pasado? —preguntó su
nieto, acudiendo a su encuentro.
—Nada, Samu —contestó, pasándole su manaza
sobre su abundante pelo negro—. Se han llevado unas gallinas, y creo que un
conejo. Lo peor es que ahora hay que reforzar los corrales.
—¿Quién ha sido, abuelo? –—quiso saber
Samuel, antes de ser inevitablemente devuelto a la cama.
—Podrían ser zorros… —respondió Roberto, dudando—…
pero, si quieres mi opinión, es más fácil que sean lobos.
Samuel tragó saliva ruidosamente mientras le
escuchaba.
Era su
segundo día en aquel páramo, receta con vistos de rito de iniciación que se
repetía cada año: sus padres le llevaban a pasar unos días de verano con su
abuelo pastor; cansado, viudo y casi ermitaño; a una cabaña de piedras blancas
y argamasa en la que la luz procedía del carbón, la leña y las pilas. Para
estar más fresco, ayudar al anciano y recordarle así que su familia le quería.
Para que probase la vida de antaño…
—Para que no te pases todo el verano con
el culo pegado frente a la tele —solía concluir su padre.
Era, en cualquier caso, un cambio
agradable. A Samuel le gustaba pasar unos días así con su abuelo, lejos del
calor y el ruido que le acosaba en la ciudad; de los deberes y el tráfico, sin
tener que pensar en nada. Allí, en medio de la nada olvidada por el asfalto,
los coches y los móviles; rodeado de hierba reseca por el sol y el viento sobre
romas colinas bajas y los caminos se intuían, haciendo fácil perderse. Samuel
ayudaba a Roberto y su mastín a pasear el rebaño, casi cincuenta ovejas
enterradas en sus pellejos, demasiado tontas para orientarse y miedosas para
quedarse solas; fáciles de extraviarse por el paisaje sin referencias hasta
desgañitarse balando. Luego, cuando volvía agotado a la cabaña a comer de una
olla caliente de lentejas o fabada mientras su abuelo viajaba al pasado
contando recuerdos, pasaba lo que quedaba de día con los demás animales.
El
redil que guardaba a las ovejas era una extensión de la valla derecha, hecha
con las mismas piedras que la casa, con una sencilla barrera de tablas como
puerta. Detrás de la casa, los conejos y gallinas pululaban dentro de un puñado
de marcos de madera llenos de paja con paredes de alambre. En el centro, Bruto
podía meterse en dos cajones viejos para fruta a los que estaba unido por su
cadena, y que le hacían de casa.
—Es para que no se acerque a los otros.
Les asustaría —justificaba su abuelo—. Y además, no estoy seguro de que
prefiera el pienso a merendárselos.
Pensarlo le hacía gracia. Había un pueblo
al otro lado de aquellos valles, a casi hora y media andando, que parecía una
maqueta sobredimensionada de la edad media, con casas de piedra de una sola
planta, una iglesia con un paraguas por campanario y que Samuel no creía que siguiese
saliendo en los mapas.
Y es que eso era todo allí; el pueblo, la
casa, su profesión: una reliquia. Un recuerdo para Samuel de la suerte que
tenía de que Dios le hubiese dejado nacer en ese tiempo y con su familia.
Lección que, sin embargo, no calaría tanto
en el chico como la opinión de su abuelo.
—¿Aquí hay lobos? —le preguntaría la
mañana siguiente, mientras desayunaban.
—Antes había —contó Roberto, con la leche
deslizándose por las cerdas de su barba—. Venían de día y de noche, se colaban
en los rediles y mataban a las ovejas. A los animales pequeños, además, se los
llevaban. Y a veces, también —añadió—, entraban en las casas mientras los
padres dormían y se comían a los hijos en las camas. No les daba tiempo de
gritar.
Esa mañana, Roberto ofreció a su nieto una
visión detallada de cómo era antes. De los lobos, bestias peludas de orejas
erguidas, ojos rojos como la sangre y que escupían espuma; corriendo sin parar
hasta encontrar algo indefenso para destrozarlo con sus colmillos. Cómo mataban
a una media de dos ovejas al día, condenando a la gente del valle al hambre y
al miedo; incluyendo un par de pastores y cazadores que no volvieron a sus
casas.
Y cómo, siendo todavía un niño, su padre y
el resto de pastores se juntaron y recorrieron en grupo con sus escopetas y sus
mastines todas las rutas, colinas y madrigueras; ahuyentándolos para que se
pusiesen a tiro y abatiéndolos hasta no dejar ni uno.
—Desde entonces, pudimos vivir bien
—aseguró el anciano pastor.
—¿Y cómo han podido volver?
—Porque hay gente muy tonta, Samu —aseguró—.
Se creen que los animales son buenos y hay que dejarles en paz, sin importar
que se coman a la personas. Traen lobos de otros países y los sueltan aquí en
secreto.
Esa noche, en la cama, aunque cansado de
ayudar Samuel, fue incapaz de descansar en paz.
Tuvo un sueño. Se veía a sí mismo en el
páramo, rodeado de lomas idénticas en una de las sendas socavadas por pezuñas.
Era de día, pero no había sol. Mirase donde mirase, no había nadie. Estaba
perdido.
—¿Hola? —llamaba, comprobando con
vergüenza que bajaba inconscientemente la voz—. ¿Abuelo? ¡Quien sea!
Su llamada recibió una respuesta; un
aullido largo salido de la distancia, no sabía de qué dirección. Samuel miraba
a uno y otro lado, intentando localizar a su autor mientras se iniciaban media
docena de réplicas.
Entonces aparecía, saltando desde detrás
de una colina. Un animal parecido a un perro pero mucho más grande, al menos el
doble de grande que Bruto; de pelo negro, ojos ardientes y colmillos como
cuchillos de los que caían espumarajos. El lobo se le acercó trotando, sin
correr, jadeando de forma acelerada y continua. Parecía que se ría de él,
diciéndole que no iba a poder hacer nada para salvarse.
Samuel le dio la espalda y empezó a
correr, oyendo el resuello burlón y la hierba crujir bajo sus patas,
acercándose; sin quedar atrás sin importar lo mucho que corriese o cambiase de
camino. Estaba perdido desde que llegó.
Entonces empezaron los gruñidos, y más
monstruos negros subían por las elevaciones, cortándole el paso. Samuel se
apartaba de ellos, desviándose a la izquierda cada vez que veía a uno, sólo
para encontrarse al siguiente; trazando un gigantesco círculo hasta que no tuvo
más espacio libre para huir.
Se agachó, tapándose la cabeza con los
brazos.
—¡Por favor, ayuda! —chilló, mientras las
lágrimas le empapaban la cara.
Y los lobos se acercaban, resollando con
tanta fuerza que parecían carcajadas; creando en torno a él un cerco negro que
le rodeó de sombras. Entonces los ladridos empezaban a rebotar contra sus
tímpanos; no sabía si en una pelea por quién mordía primero o intentando
volverle loco.
Samuel despertó entonces, empapado en
sudor y comprobando que el jaleo le había seguido a la realidad. Bruto ladraba
fuera. Minutos después se calmó y oyó la puerta abrirse y a su abuelo volver a
su cama, refunfuñando.
El niño se acurrucó bajo la manta. Había
sido un sueño. Seguía en la casa, protegido por su abuelo, el mastín y las
paredes de roca. Pero saber que allá fuera, en la oscuridad, los monstruos de
su sueño se agazapaban en las sombras y se colaban en el terreno para matar, no
le tranquilizaba. No se sintió a salvo hasta que clareó.
La noche
pasada fueron dos gallinas y un conejo. Eso reducía el corral a once aves y
siete conejos. Samuel se pasó la mañana con Roberto, clavando clavos y trazando
una red de hilos de alambre de espino frente a las puertas.
—Así no podrán atravesarla sin cortarse —observó
Roberto.
Esa noche, sin embargo, el asedio se
repitió, con la novedad de que Samuel oyó a su abuelo maldecir a gritos en la
noche.
El cuarto día amaneció con el
descubrimiento de que las defensas habían sido eficaces. Por eso, los lobos,
tras dejar atrás al encadenado Bruto, se habían colado en el redil escalando el
hueco dejado por una piedra caída, y matado a una oveja. Una grande; tanto que
no pudieron llevársela. Por lo tanto, se dieron allí mismo un atracón y dejaron
los restos para que los encontrasen.
—Mira. Mira bien lo que hacen.
Roberto no tuvo reparos en enseñar al niño
el animal caído sobre su costado derecho, la lana gris manchada de sangre, el
mullido vientre rasgado dejando a la vista los retorcidos intestinos.
Samuel vomitó; luego un cachete de su abuelo
lo mantuvo firme.
—Ven conmigo —le encomió—. Van a ver esos
pulgosos lo que es bueno.
Samuel lo siguió hasta su habitación, al
viejo armario labrado de madera oscura. De la balda más alta, sobre ropa,
sábanas y zapatos, Roberto bajó algo; una escopeta de caza de cañones largos y
dos gatillos, más una caja de cartuchos rojos.
—Abuelo. ¿Qué vas a…?
—Ahora necesito que seas valiente, Samu
—pidió, antes de añadir—: Vamos a ver si les encontramos.
—¿Yo también? —Samuel se señaló, dando un
respingo.
—Tú llevarás a Bruto.
No fue una buena decisión; el pesado perro
pesaría fácilmente cuatro veces lo que él. Sin embargo, Samuel tiraba con las
dos manos de la gruesa cadena en torno al collar de cuero con todas sus fuerzas.
Roberto empezó repasando el perímetro del
redil y la parte trasera. Sí, allí estaba; la hierba aplastada, los arañazos
grabados en el suelo, alguna gota de sangre perdida.
—Bien. Si hay un rastro, Bruto lo
encontrará.
Siguiendo las indicaciones de su abuelo,
Samuel arrimó al perrazo al suelo. Este bajó la cabeza con desinterés y
olisqueó un par de veces.
El cambio en él fue casi inmediato. Primero
gruñó; luego ladró dos veces.
—Muy bien chico. ¡Ahora busca!
Bruto embistió; Samuel se las apañó para
perseguirle sin caerse. Se alejó por el terreno llano, conocido como el Camino
de los Pastores; lo más parecido a una carretera entre las lomas. Allí, entre
hierba arrancada y excrementos de oveja, el rastro se perdió deprisa. A los
pocos metros, Bruto dejó de tirar, mirando a un lado y a otro con confusión.
—Me parece que se ha perdido —indicó
Samuel, aferrando el asidero de cuero de la cadena.
—Entonces nos toca buscar a nosotros.
—Roberto comprobó que la escopeta estaba cargada—. Voy delante, Samu. No te
separes de mí.
El anciano, con vitalidad restituida por su
energía de cazador, se dirigió a la primera de las colinas, alzadas sobre ellos
como monumentos desmoronados. Una bajada escarpada al otro lado y hierba más
verde. Nada más. Tampoco en las otras cinco, a la izquierda del camino.
De vuelta al centro, un movimiento
minúsculo en la distancia llamó la atención del niño.
—Mira —señaló.
El hombre apretó el paso; dos metros más
adelante comprobaron que era un conejo. Samuel sonrió, sonrojándose a la vez
por su error.
Roberto, sin embargo, levantó la escopeta
y disparó. Samuel casi soltó a Bruto, que se puso a ladrar, tapándose los
oídos. Parecía que un auto de choque hubiese cargado contra él, traspasándole
el cráneo. La hierba voló a escasos centímetros del animal silvestre, que
corrió hacia la derecha.
—¿Por qué le disparas? —preguntó Samuel,
impresionado por la reacción.
Roberto gruñó, disgustado por el fallo. Descargó
los cartuchos gastados y los repuso.
—Ese se come la hierba de las ovejas. Si
no están en un corral, no son buenos —explicó.
De ahí, el trío exploró las lomas de la
derecha. Las dos primeras se perdían en la distancia. Al acercarse a la tercera,
sin embargo, Roberto dio deprisa la vuelta.
—¿Hay algo ahí?
—No, aquí es imposible que estén.
—¿Y eso?
—Ve y mira —indicó a su nieto, señalando
mientras le relevaba un momento a la sujeción de la correa.
Samuel coronó la cima. Al principio del
descenso, en una hondonada en la bajada, se veía una cabaña de piedras blancas,
más pequeña que la de su abuelo e infinitamente más vieja; hasta el punto de
estar en ruinas. No tenía puerta en el umbral, cristales en las ventanas ni tejado
sobre ella.
—Esta era de cazadores —le aclaró
Roberto—. Los lobos son salvajes; nunca viven donde ha habido gente. Venga,
vamos a seguir.
Roberto dio un par de pasos cuesta abajo,
dejándose llevar por Bruto. Entonces se dio cuenta de que bajaban solos.
—Samu, ¿qué haces?
Dobló el cuello sobre el hombro, mirando
al niño. Samu se había quedado inmóvil, mientras el viento hacía ondular su
corto flequillo. El abuelo Roberto decía que era imposible. Pero no lo sería
sin comprobarlo.
Dio
un paso adelante, hacia las ruinas blancas, sintiendo su pelo erizarse. Le
parecía oír algo parecido al jadeo de su pesadilla…
Tres fuertes zancadas y un capón en la
nuca le devolvieron a la realidad.
—¡Au!
—¡Venga! —exigió su abuelo, devolviéndole
a Bruto—. Eso por no hacer caso.
Dejaron aquel rincón apartado, no sin que
antes Samuel mirase un momento atrás.
Dedicaron una hora más a registrar las
colinas, con Samuel mirando sin parar atrás, esperando el temido momento en que
se perderían. Por suerte para él, no llegó; su abuelo debía ser de esos hombres
con una brújula en la cabeza, al que la crueldad de la vida confinó en tierra y
no en el mar, donde sacar mejor partido a su don.
En torno a las doce, hombre, niño y
mastín, cansados, volvieron a casa.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Samuel
mientras entraban, después de atar a Bruto.
Roberto no le respondió hasta entrar en su
dormitorio y salir con las manos vacías. La escopeta y los cartuchos habían
vuelto al armario.
—Tú nada —dijo, señalándole—. Primero
vamos a comer, y yo me iré a reunir gente.
—¿Gente? —Samuel arrugó la frente, como si
no hubiese acabado de entender.
—Sí. Tengo unos amigos que también son pastores;
Ferrán García, Eusebio y Bernardo, que no viven muy lejos. Luego iré al pueblo,
a hablar con unos cuantos más. Necesito un grupo para coger a los que están
matándonos animales.
—¿Y qué haré yo, entonces? —quiso saber
Samuel.
Roberto le sonrió como si fuese una
pregunta tonta o de niño muy pequeño.
—Pues necesito que seas todavía más
valiente. Tú te quedas aquí, vigilando la casa —le anunció—. Yo me iré con
Bruto, para que no me pase nada, y ya está. Eso sí, te dejo la llave. No la
pierdas.
Y así fue. Después de unas chuletas a la
brasa con patatas, Roberto desencadenó a Bruto y se marchó por el Camino de los
Pastores.
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