lunes, 16 de enero de 2017

CÓMO EL NIÑO SAMUEL RODRÍGUEZ SE CONVIRTIÓ EN HÉROE -PARTE 1

Debían de ser las once cuando Bruto empezó a ladrar como un loco, despertando a los de dentro de la cabaña.
     —Abuelo… —Samuel Rodríguez apartó la sábana vieja y agujereada que usaba para taparse y agarró la linterna que tenía al lado, sobre su mesita. Le seguía pareciendo mejor opción que las velas—. Abuelo, ¿pasa algo fuera?
     Ya oía los pasos de Roberto Rodríguez pasar frente a su puerta, vestido a la carrera con sus pantalones de pana, su chaleco de lana y sus botas para salir con su bastón, su propia linterna y su más de metro noventa y seis de estatura, listo para afrontar el peligro.
     —Espera aquí —le ordenó mientras giraba la enorme llave de bronce de la vieja puerta de madera—. Voy a ver qué pasa.
     Samuel corrió a la ventana a su izquierda, deseando no perderse nada. Al otro lado del cristal mugriento veía el haz de la linterna agitarse como un banderín en la mano de su abuelo, que corría, bordeando su pequeña y vieja propiedad por la izquierda, siguiendo las voces de su guardián. Samuel lo siguió hasta el hueco de la cocina, donde terminaban las ventanas a ese lado.
     En la parte trasera, Bruto ladró con más fuerza y su abuelo chilló varias veces, poniendo a Samuel los pelos de punta. Retrocedió hasta el salón y se refugió en un sillón, sosteniendo su propia linterna como un talismán protector.
     El grito también sirvió para callar al mastín. El niño de nueve años pudo así oír el crujido de pasos volviendo a la puerta. El anciano, de barba rala y mechones finos de algodón en torno a la cabeza, entró con el ceño fruncido.
     —Abuelo, ¿qué ha pasado? —preguntó su nieto, acudiendo a su encuentro.
     —Nada, Samu —contestó, pasándole su manaza sobre su abundante pelo negro—. Se han llevado unas gallinas, y creo que un conejo. Lo peor es que ahora hay que reforzar los corrales.
     —¿Quién ha sido, abuelo? –—quiso saber Samuel, antes de ser inevitablemente devuelto a la cama.
     —Podrían ser zorros… —respondió Roberto, dudando—… pero, si quieres mi opinión, es más fácil que sean lobos.
     Samuel tragó saliva ruidosamente mientras le escuchaba.

Era su segundo día en aquel páramo, receta con vistos de rito de iniciación que se repetía cada año: sus padres le llevaban a pasar unos días de verano con su abuelo pastor; cansado, viudo y casi ermitaño; a una cabaña de piedras blancas y argamasa en la que la luz procedía del carbón, la leña y las pilas. Para estar más fresco, ayudar al anciano y recordarle así que su familia le quería. Para que probase la vida de antaño…
     —Para que no te pases todo el verano con el culo pegado frente a la tele —solía concluir su padre.
     Era, en cualquier caso, un cambio agradable. A Samuel le gustaba pasar unos días así con su abuelo, lejos del calor y el ruido que le acosaba en la ciudad; de los deberes y el tráfico, sin tener que pensar en nada. Allí, en medio de la nada olvidada por el asfalto, los coches y los móviles; rodeado de hierba reseca por el sol y el viento sobre romas colinas bajas y los caminos se intuían, haciendo fácil perderse. Samuel ayudaba a Roberto y su mastín a pasear el rebaño, casi cincuenta ovejas enterradas en sus pellejos, demasiado tontas para orientarse y miedosas para quedarse solas; fáciles de extraviarse por el paisaje sin referencias hasta desgañitarse balando. Luego, cuando volvía agotado a la cabaña a comer de una olla caliente de lentejas o fabada mientras su abuelo viajaba al pasado contando recuerdos, pasaba lo que quedaba de día con los demás animales.
      El redil que guardaba a las ovejas era una extensión de la valla derecha, hecha con las mismas piedras que la casa, con una sencilla barrera de tablas como puerta. Detrás de la casa, los conejos y gallinas pululaban dentro de un puñado de marcos de madera llenos de paja con paredes de alambre. En el centro, Bruto podía meterse en dos cajones viejos para fruta a los que estaba unido por su cadena, y que le hacían de casa.
     —Es para que no se acerque a los otros. Les asustaría —justificaba su abuelo—. Y además, no estoy seguro de que prefiera el pienso a merendárselos.
     Pensarlo le hacía gracia. Había un pueblo al otro lado de aquellos valles, a casi hora y media andando, que parecía una maqueta sobredimensionada de la edad media, con casas de piedra de una sola planta, una iglesia con un paraguas por campanario y que Samuel no creía que siguiese saliendo en los mapas.
     Y es que eso era todo allí; el pueblo, la casa, su profesión: una reliquia. Un recuerdo para Samuel de la suerte que tenía de que Dios le hubiese dejado nacer en ese tiempo y con su familia.
     Lección que, sin embargo, no calaría tanto en el chico como la opinión de su abuelo.
      —¿Aquí hay lobos? —le preguntaría la mañana siguiente, mientras desayunaban.
      —Antes había —contó Roberto, con la leche deslizándose por las cerdas de su barba—. Venían de día y de noche, se colaban en los rediles y mataban a las ovejas. A los animales pequeños, además, se los llevaban. Y a veces, también —añadió—, entraban en las casas mientras los padres dormían y se comían a los hijos en las camas. No les daba tiempo de gritar.
     Esa mañana, Roberto ofreció a su nieto una visión detallada de cómo era antes. De los lobos, bestias peludas de orejas erguidas, ojos rojos como la sangre y que escupían espuma; corriendo sin parar hasta encontrar algo indefenso para destrozarlo con sus colmillos. Cómo mataban a una media de dos ovejas al día, condenando a la gente del valle al hambre y al miedo; incluyendo un par de pastores y cazadores que no volvieron a sus casas.
     Y cómo, siendo todavía un niño, su padre y el resto de pastores se juntaron y recorrieron en grupo con sus escopetas y sus mastines todas las rutas, colinas y madrigueras; ahuyentándolos para que se pusiesen a tiro y abatiéndolos hasta no dejar ni uno.
     —Desde entonces, pudimos vivir bien —aseguró el anciano pastor.
     —¿Y cómo han podido volver?
     —Porque hay gente muy tonta, Samu —aseguró—. Se creen que los animales son buenos y hay que dejarles en paz, sin importar que se coman a la personas. Traen lobos de otros países y los sueltan aquí en secreto.
     Esa noche, en la cama, aunque cansado de ayudar Samuel, fue incapaz de descansar en paz.
     Tuvo un sueño. Se veía a sí mismo en el páramo, rodeado de lomas idénticas en una de las sendas socavadas por pezuñas. Era de día, pero no había sol. Mirase donde mirase, no había nadie. Estaba perdido.
     —¿Hola? —llamaba, comprobando con vergüenza que bajaba inconscientemente la voz—. ¿Abuelo? ¡Quien sea!
     Su llamada recibió una respuesta; un aullido largo salido de la distancia, no sabía de qué dirección. Samuel miraba a uno y otro lado, intentando localizar a su autor mientras se iniciaban media docena de réplicas.
     Entonces aparecía, saltando desde detrás de una colina. Un animal parecido a un perro pero mucho más grande, al menos el doble de grande que Bruto; de pelo negro, ojos ardientes y colmillos como cuchillos de los que caían espumarajos. El lobo se le acercó trotando, sin correr, jadeando de forma acelerada y continua. Parecía que se ría de él, diciéndole que no iba a poder hacer nada para salvarse.
     Samuel le dio la espalda y empezó a correr, oyendo el resuello burlón y la hierba crujir bajo sus patas, acercándose; sin quedar atrás sin importar lo mucho que corriese o cambiase de camino. Estaba perdido desde que llegó.
     Entonces empezaron los gruñidos, y más monstruos negros subían por las elevaciones, cortándole el paso. Samuel se apartaba de ellos, desviándose a la izquierda cada vez que veía a uno, sólo para encontrarse al siguiente; trazando un gigantesco círculo hasta que no tuvo más espacio libre para huir.
     Se agachó, tapándose la cabeza con los brazos.
     —¡Por favor, ayuda! —chilló, mientras las lágrimas le empapaban la cara.
     Y los lobos se acercaban, resollando con tanta fuerza que parecían carcajadas; creando en torno a él un cerco negro que le rodeó de sombras. Entonces los ladridos empezaban a rebotar contra sus tímpanos; no sabía si en una pelea por quién mordía primero o intentando volverle loco.
     Samuel despertó entonces, empapado en sudor y comprobando que el jaleo le había seguido a la realidad. Bruto ladraba fuera. Minutos después se calmó y oyó la puerta abrirse y a su abuelo volver a su cama, refunfuñando.
     El niño se acurrucó bajo la manta. Había sido un sueño. Seguía en la casa, protegido por su abuelo, el mastín y las paredes de roca. Pero saber que allá fuera, en la oscuridad, los monstruos de su sueño se agazapaban en las sombras y se colaban en el terreno para matar, no le tranquilizaba. No se sintió a salvo hasta que clareó.

La noche pasada fueron dos gallinas y un conejo. Eso reducía el corral a once aves y siete conejos. Samuel se pasó la mañana con Roberto, clavando clavos y trazando una red de hilos de alambre de espino frente a las puertas.
     —Así no podrán atravesarla sin cortarse —observó Roberto.
     Esa noche, sin embargo, el asedio se repitió, con la novedad de que Samuel oyó a su abuelo maldecir a gritos en la noche.
     El cuarto día amaneció con el descubrimiento de que las defensas habían sido eficaces. Por eso, los lobos, tras dejar atrás al encadenado Bruto, se habían colado en el redil escalando el hueco dejado por una piedra caída, y matado a una oveja. Una grande; tanto que no pudieron llevársela. Por lo tanto, se dieron allí mismo un atracón y dejaron los restos para que los encontrasen.
     —Mira. Mira bien lo que hacen.
     Roberto no tuvo reparos en enseñar al niño el animal caído sobre su costado derecho, la lana gris manchada de sangre, el mullido vientre rasgado dejando a la vista los retorcidos intestinos.
     Samuel vomitó; luego un cachete de su abuelo lo mantuvo firme.
     —Ven conmigo —le encomió—. Van a ver esos pulgosos lo que es bueno.
     Samuel lo siguió hasta su habitación, al viejo armario labrado de madera oscura. De la balda más alta, sobre ropa, sábanas y zapatos, Roberto bajó algo; una escopeta de caza de cañones largos y dos gatillos, más una caja de cartuchos rojos.
     —Abuelo. ¿Qué vas a…?
     —Ahora necesito que seas valiente, Samu —pidió, antes de añadir—: Vamos a ver si les encontramos.
     —¿Yo también? —Samuel se señaló, dando un respingo.
     —Tú llevarás a Bruto.
     No fue una buena decisión; el pesado perro pesaría fácilmente cuatro veces lo que él. Sin embargo, Samuel tiraba con las dos manos de la gruesa cadena en torno al collar de cuero con todas sus fuerzas.
     Roberto empezó repasando el perímetro del redil y la parte trasera. Sí, allí estaba; la hierba aplastada, los arañazos grabados en el suelo, alguna gota de sangre perdida.
     —Bien. Si hay un rastro, Bruto lo encontrará.
     Siguiendo las indicaciones de su abuelo, Samuel arrimó al perrazo al suelo. Este bajó la cabeza con desinterés y olisqueó un par de veces.
     El cambio en él fue casi inmediato. Primero gruñó; luego ladró dos veces.
     —Muy bien chico. ¡Ahora busca!
     Bruto embistió; Samuel se las apañó para perseguirle sin caerse. Se alejó por el terreno llano, conocido como el Camino de los Pastores; lo más parecido a una carretera entre las lomas. Allí, entre hierba arrancada y excrementos de oveja, el rastro se perdió deprisa. A los pocos metros, Bruto dejó de tirar, mirando a un lado y a otro con confusión.
     —Me parece que se ha perdido —indicó Samuel, aferrando el asidero de cuero de la cadena.
     —Entonces nos toca buscar a nosotros. —Roberto comprobó que la escopeta estaba cargada—. Voy delante, Samu. No te separes de mí.
     El anciano, con vitalidad restituida por su energía de cazador, se dirigió a la primera de las colinas, alzadas sobre ellos como monumentos desmoronados. Una bajada escarpada al otro lado y hierba más verde. Nada más. Tampoco en las otras cinco, a la izquierda del camino.
     De vuelta al centro, un movimiento minúsculo en la distancia llamó la atención del niño.
     —Mira —señaló.
     El hombre apretó el paso; dos metros más adelante comprobaron que era un conejo. Samuel sonrió, sonrojándose a la vez por su error.
     Roberto, sin embargo, levantó la escopeta y disparó. Samuel casi soltó a Bruto, que se puso a ladrar, tapándose los oídos. Parecía que un auto de choque hubiese cargado contra él, traspasándole el cráneo. La hierba voló a escasos centímetros del animal silvestre, que corrió hacia la derecha.
     —¿Por qué le disparas? —preguntó Samuel, impresionado por la reacción.
     Roberto gruñó, disgustado por el fallo. Descargó los cartuchos gastados y los repuso.
     —Ese se come la hierba de las ovejas. Si no están en un corral, no son buenos —explicó.
     De ahí, el trío exploró las lomas de la derecha. Las dos primeras se perdían en la distancia. Al acercarse a la tercera, sin embargo, Roberto dio deprisa la vuelta.
     —¿Hay algo ahí?
     —No, aquí es imposible que estén.
     —¿Y eso?
     —Ve y mira —indicó a su nieto, señalando mientras le relevaba un momento a la sujeción de la correa.
     Samuel coronó la cima. Al principio del descenso, en una hondonada en la bajada, se veía una cabaña de piedras blancas, más pequeña que la de su abuelo e infinitamente más vieja; hasta el punto de estar en ruinas. No tenía puerta en el umbral, cristales en las ventanas ni tejado sobre ella.
     —Esta era de cazadores —le aclaró Roberto—. Los lobos son salvajes; nunca viven donde ha habido gente. Venga, vamos a seguir.
     Roberto dio un par de pasos cuesta abajo, dejándose llevar por Bruto. Entonces se dio cuenta de que bajaban solos.
     —Samu, ¿qué haces?
     Dobló el cuello sobre el hombro, mirando al niño. Samu se había quedado inmóvil, mientras el viento hacía ondular su corto flequillo. El abuelo Roberto decía que era imposible. Pero no lo sería sin comprobarlo.
     Dio un paso adelante, hacia las ruinas blancas, sintiendo su pelo erizarse. Le parecía oír algo parecido al jadeo de su pesadilla…
     Tres fuertes zancadas y un capón en la nuca le devolvieron a la realidad.
     —¡Au!
     —¡Venga! —exigió su abuelo, devolviéndole a Bruto—. Eso por no hacer caso.
     Dejaron aquel rincón apartado, no sin que antes Samuel mirase un momento atrás.
     Dedicaron una hora más a registrar las colinas, con Samuel mirando sin parar atrás, esperando el temido momento en que se perderían. Por suerte para él, no llegó; su abuelo debía ser de esos hombres con una brújula en la cabeza, al que la crueldad de la vida confinó en tierra y no en el mar, donde sacar mejor partido a su don.
     En torno a las doce, hombre, niño y mastín, cansados, volvieron a casa.
     —¿Qué haremos ahora? —preguntó Samuel mientras entraban, después de atar a Bruto.
     Roberto no le respondió hasta entrar en su dormitorio y salir con las manos vacías. La escopeta y los cartuchos habían vuelto al armario.
     —Tú nada —dijo, señalándole—. Primero vamos a comer, y yo me iré a reunir gente.
     —¿Gente? —Samuel arrugó la frente, como si no hubiese acabado de entender.
     —Sí. Tengo unos amigos que también son pastores; Ferrán García, Eusebio y Bernardo, que no viven muy lejos. Luego iré al pueblo, a hablar con unos cuantos más. Necesito un grupo para coger a los que están matándonos animales.
     —¿Y qué haré yo, entonces? —quiso saber Samuel.
     Roberto le sonrió como si fuese una pregunta tonta o de niño muy pequeño.
     —Pues necesito que seas todavía más valiente. Tú te quedas aquí, vigilando la casa —le anunció—. Yo me iré con Bruto, para que no me pase nada, y ya está. Eso sí, te dejo la llave. No la pierdas.
     Y así fue. Después de unas chuletas a la brasa con patatas, Roberto desencadenó a Bruto y se marchó por el Camino de los Pastores.

    

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