lunes, 2 de enero de 2017

UN SITIO BONITO PARA MORIR

Su largo viaje terminó, como la tierra, coincidiendo con  la salida del sol. Ya oía el batir de las aguas.
     Había sido un infernal trayecto en solitario a través del desierto; primero de arbustos espinosos, luego de piedras macizas y de polvo al final. De día y de noche, sin sueño ni descanso, contemplado fríamente por los ojos rojo y blanco del cielo, alternándose para reírse de él. Todo sin una gota de agua. Hacía ya tiempo que no sudaba; a su cuerpo no le quedaba demasiado líquido para derrocharlo. Sus riñones se crispaban, sin depositó para depurar su sangre. La muerte se notaba en su lengua, un estropajo que arañaba su pastosa boca.
     Jadeando, doblando los pies por el dolor (varios días atrás sus sandalias se habían desprendido, hechas jirones) se dejó caer un momento, sintiendo la agonía. Al mirar adelante comprendió, sin derramar ni una lágrima. No podía permitírselo.
     El agua que veía era un veneno. No era un lago, ni un río. Era el océano.
     Gimió, arrastrándose despacio mientras reunía fuerzas para levantarse. Al menos, su instinto había acertado: había llegado al agua. Al menos, podría refrescar su piel.
     El suyo fue un paseo lento de condenado; el cruel dios rojo tuvo tiempo de coronar el cielo con su inmisericordia. Hundió la mano sobre su frente arrugada, intentando aliviar el picor que le producía la sal cristalizada.
     Parpadeó, sorprendido. Un escoyo había emergido en su camino, una barrera blanca salida de la tierra desnuda. Miró sobre ella. Su pulso despertó, moviendo su sangre como engrudo por las venas resecas.
     Al otro lado, a un metro del suelo, la arena precedía a la playa. Frente al agua crecía un jardín de flores extrañas y coloridas, protegiendo la piel de mujeres jóvenes y ancianos sobre toallas entre gritos de niños, pelotas hinchables que volaban y un ir y venir constante de solitarios o familias, todos con poca ropa.
     La playa era un destino turístico, lleno de gente. A dos metros de él, se levantaba la barraca de un chiringuito. Vasos, que traspiraban y cambiaban de manos antes de ser besados por bocas risueñas.
     Intentó correr hacia allí, quemándose los pies con la arena que cubría un camino de finas tablas de madera. A su derecha, una moderna ducha (con lavapiés incluidos) limpiaba con su breve lluvia a los que se iban.
     Llegó, hincando las manos en el mostrador de madera para frenarse.
     —Un… un vaso…
     Frente a él el camarero, un hombre joven y moreno con camiseta, se alejaba en sentido contrario con unas cervezas. Tonto de él, no debía de haberle oído.
     —Por… por favor… —Subió lo que pudo la voz, acompañada de la mano.
     —Sí, ya lo sé —le espetó violentamente, sin malgastar un momento en pararse para mirarle—. Y hay cola. Cuando estén los de delante servidos, iré con usted.
     Se inclinó sobre la barra, sometido al imperio de las normas. Exhaló con fuerza, sintiendo otra vez la presión del calor.
     Entonces se dio cuenta de qué atención había llamado. Todos los clientes, o al menos los más cercanos, le miraban, interrumpiendo sus charlas alegres y consumiciones. Los que todavía no tenía cristal en sus manos le miraba con el ceño fruncido, pensando que quería  pasar sobre ellos para colarse. Los que si tenían bebida le miraban de otro modo: ojos abiertos, bocas horizontales sin saber muy bien qué expresar mientras el cuerpo tomaba el testigo verbal: las mujeres se hacían hacia atrás y sus parejas (de tenerlas) les ponían la mano sobre el hombro.
     El camarero sirvió otras cuatro cervezas, tres Coca-Colas y un par de Fantas y se le plantó delante.
     —Muy bien. —Se puso con los brazos abiertos y la cabeza baja, para mirarle a los ojos… o para burlarse—. ¿Qué desea el señor?
     —Un vaso. Un vaso de agua, por favor.
     El camarero se rió, separándose de la barra.
     —Señor, aquí no servimos vasos de agua. Servimos botellitas de agua, a veinte céntimos.
     Parpadeó, sintiéndose estúpido. Veinte céntimos. La cantidad que ahora le separaba de la deshidratación le resultaba tan inalcanzable como veinte millones.
     —Y no… —Inclinó la cabeza, hundida por un momentáneo mareo—. ¿No tiene nada que sea gratis?
     Le miró durante un momento que le heló el corazón; su sonrisa le aterró. Se dio cuenta de que le había mirado, pero no le veía. El cuerpo marchitado, la camisa abierta por no tener botones, los pies llenos de ampollas. La desesperación. Lo único que a lo mejor veía eran los grandes agujeros en el fondo de sus bolsillos. Lo único que le importaba.
     —Pues, me temo que aquí gratis, como no se ponga debajo de una ducha con la boca abierta…
     Alguien se rió; se sentía demasiado nervioso para ver quién.
     —Bueno… —Se rascó un momento la nuca—. Y, claro está, el grifo del lavabo.
     Señaló con la cabeza unas puertas en el extremo opuesto del chiringuito, marcadas por los asexuados dibujos diferenciados por una falda.
     —Gracias. —Dio un paso atrás. Quería llegar antes de que las piernas le fallasen. 
     —Pero está cerrado con llave —añadió; parecía que había bajado la cara para que no se notase que reía—. Para usarlo hay que hacer una consumición, mínimo. Es sólo para clientes.
     —Por… por favor. —Volvió a agarrarse a la barra, sus piernas temblaban con pavor—. ¿Puede dejar…?.
     Apartó la cabeza, desentendiéndose mientras se ponía a pasar una bayeta por unos vasos.
     —Por favor —se volvió hacia su imprevisto público—. Tengo sed. Creo que me muero. Por favor…
     Dio un paso. Una chica de veintiochos años y cabellera rojiza se apartó como la haría de un perro gruñendo.
     —Eh, ya vale.
     El camarero se dirigió a la salida, luciendo sus anchos brazos adornados con tatuajes. El mensaje estaba claro.
     Salió como pudo; el sol se le echó encima como un ancla. Mientras se arrastraba, podía oír los suspiros de alivio y los vítores al héroe del momento.
     Por lo menos, le había dado una idea.
     Esperó unos segundos, a estar lo bastante recuperado para moverse. Fue dando tumbos hasta la ducha, dejándose caer frente a su base. El aterrizaje, esa vez, fue doloroso.
     Temiendo quedarse de un momento a otro definitivamente sin fuerzas, empujó el botón del lavapiés, echándose de espaldas sobre el plato de cerámica, reseco por el cruel sol. Recibió la lluvia con la boca abierta; el bálsamo para su cuerpo y cabeza fue inmediato. Pero su boca y garganta rechazaron el regalo, propulsándose adelante entre violentas toses, ahogándose en la amarga salmuera que ahora se esforzaba en escupir.
     Agua salada. La toma de las duchas debía estar conectada al mar para ahorrarse llevar hasta allí las obras y la factura de la compañía. La gente se limpiaría con el mismo caldo lleno de bichos que usaban de bañera.
     Consiguiendo levantarse, volvió a ponerse en marcha. El corto remojón le supuso un alivio, pero no duraría mucho. Para escapar del calor, debía beber. Sólo tenía una opción.
     Allá iba, un espantajo andrajoso cubierto de harapos hacia los medio desnudos por gusto, rodeados de pequeños iglús de plástico azules llenos de hielo. Apelar a la compasión, a la caridad. Había mucha bebida allí, y habría por fuerza algún corazón dispuesto a compartirla.
     Cuando llegó al borde, comprendió que la travesía sería difícil. Había muy poco espacio; sombrillas y toallas marcaban territorios como en una colonia de gaviotas, gritando a cualquiera que pisase donde no debía. Para alguien a quien ya costaba andar, era terrible.
     —¡Eh, aparta! —Una mujer con gafas de sol y bikini chilló indignada cuando dejó una pisada arenosa en su toalla.
     —Pe… perdón…
     —Aparte y siga —le exigió.
     Y se volvió, exponiendo su espalda al dios rojo para que se la tostase, sin darle siquiera la oportunidad de explicarse.
     Un hombre joven, musculoso y con gafas de sol, pasó por su lado, casi echándole al suelo con violencia.
     —Mira por dónde vas —le recriminó mientras se perdía en la multitud.
     Sintiendo su vista cada vez más borrosa y la cabeza más pesada, se acercó inclinado a una de las neveras, a los pies de una chica joven y una anciana, bajo una sombrilla.
     —Hola… —se atrevió a saludar.
     —Abuela. —La chica retrocedió, aterrada, hacia la mujer.
     —¿Qué quiere? —exigió saber la anciana.
     —Por favor… —rogó—. Algo de beber…
     Bajó las manos, casi rozando con la punta de los dedos la neverita.
     —Está borracho —le acusó la joven.
     ¿Borracho? ¿Acaso podía olerse alcohol en el aire? Sí, en el aliento de la gente tumbada.
     —No, por favor. Me muero de…
     —Déjenos en paz. —La anciana se levantó—. ¡Eh, Pepe! ¡Pepe!
     Tuvo que alejarse, fluir entre sombrillas. No necesitaba más problemas.
     Cerca, un hombre maduro bebía de una botella.
     —¿Me da un poco?
     —Largo, imbécil —lo rechazó de un manotazo.
     Nadie iba a darle nada. Una mujer con pamela, un adolescente que se bronceaba, un niño que tiró un polo medio derretido a la arena.
     Se lanzó a por él, limpiándolo como podía.
     —¿Qué hace? —Una mujer, suponía que su madre, surgió de la nada, agarrando al niño y enterrando los restos de una patada—. ¡Déjelo en paz! ¡Venga! Debería llamar a la…
     Dos metros después, encontró una nevera abandonada. Y abierta. Se dejó caer sobre ella, olvidando los pocos reparos morales que le dejaba su situación. No iba a morir por ser demasiado bueno para robar.
     Se vio reflejado en un charco desigual. Nada, menos el agua de meter manos, todavía con algunos restos flotantes de hielo. No era mucho, pero bastaría.
     Se incorporó, levantándola como si fuese un yunque. No se iba a rebajar a beber como un perro de un plato.
     La levantó sobre su boca abierta, dispuesto a llenarse mientras se la vaciaba encima. Una mano presionó hacia abajo, derramándola sobre sus pantalones polvorientos, sus pies desollados y la arena. Ni una gota rozó sus labios.
     Un puño se estampó contra su entrecejo, echándole hacia atrás.
     —¿Qué pasa, papá? —preguntó una voz infantil.
     —Nada, cariño. Un hombre malo que quería robarnos la neverita.
     Dobló el cuello hacia arriba; el sol estaba tras su atacante, convirtiéndole en una figura sombría de la que sólo destacaban sus puños gruesos, cerrados, amenazadores.
     —No… —se defendió. Ahora le dolía de verdad la cabeza—. Sólo quería beber.
     —¡Pues vete a un bar, capullo! —le espetó, recogiendo el recipiente vacío—. Ahora lárgate y que no te vuelva a ver. O te vas a enterar.
     Sí, tenía razón. Era mejor así. Había quedado claro que estaba excluido de la tierra del verano. Mientras se ponía a cuatro patas, otro tipo de gota cayó sobre la arena. Una era transparente; la poca agua que le quedaba expelida por sus poros, ofrecida al dios rojo. Otra era roja, bajándole por la frente.
     Se arrastró cuanto pudo, hundiéndose entre miradas indiferentes y comentarios de desagrado. Cuando por fin se levantó, yéndose por donde había llegado, no encontró oposición.
     Un hombre calvo de piel morena pasó con una bolsa de plástico. Un vendedor de latas. Un paria como él, sólo que este era bien aceptado. Su última posibilidad.
     —Oiga —le llamó, levantando la mano—. Venga, por fa…
     El hombre levantó su brillante cabeza, su sonrisa de negociador borrada. Anudó con prisas las asas de plástico y apretó el paso.
     Tonto de él, lo había espantado. Debió pensar que era un policía, aunque nunca había visto a un agente; por muy de incógnito que fuese, con sus pintas… Movió la mano, pidiendo que parase, sólo consiguiendo que corriese más entre las sombrillas. Le siguió durante unos pocos metros; una persecución absurda e inútil. Por cada paso largo y lento que daba, él daba seis sanos. Por cada vez que tomaba aire, el latero respiraba seis veces. Una acción, el mero acto de vivir, que empezaba a costarle.
     Había ido hasta allá sin ganar nada y gastando mucho. Su corazón palpitó con más fuerza, agitando el resto de su cuerpo. Su piel empezaba a pesarle, bajando sobre su cuerpo como goma, amenazando con desprenderse. Le faltaba poco para derretirse.
     Deshizo su camino lo más deprisa que pudo; era mejor probar suerte en la periferia. Dejó atrás la ducha y el chiringuito. Junto al camino de tablas, pasó, por fin.
     Dio un paso y cayó, levantando varios palmos de arena. Intentó moverse, dando a sus brazos la orden de alargarse. No le obedecieron, o mejor dicho, no lo bastante. Sólo se agitaron un poco adelante y atrás, enterrándole un poco más.
     Su visión se oscureció aún más, su respiración era más pesada e irregular. Su corazón parecía ahora una piedra rebotando en su caída por las paredes de un pozo, anunciando con su eco que se acercaba el final. Su vista, su tacto, su oído. Todo se perdía…
     Dobló el cuello, buscando el mar. No pudo verlo; el pequeño ejército en la costa lo tapaba. Gente que reía, disfrutaba, descansaba. Así comprendió el verdadero motivo que le llevó hasta allí, un paraíso de diversión y placer, descanso y colores. La crueldad del destino. Nunca tuvo la opción de sobrevivir.
     Al menos era un sitio bonito para morir. Lo que no podía decirse del modo en que iba a hacerlo.
     Cerró un momento los ojos, sintiendo la arena abombarse a su alrededor, el peso de su carne fundiéndose. Una llovizna le golpeó la espalda, haciéndole cosquillas. Ni siquiera pudo abrir los ojos.
     —Sergio, cariño, déjalo —amonestó una mujer en retirada a su hijo, que descargaba su pala de plástico sobre el desconocido tumbado—. No molestes al hombre.
     El niño obedeció, corriendo junto a la mujer cargada con una bolsa de gimnasia mientras su marido se adelantaba a por el coche. La mujer miró al desconocido con desdén.
     —Que vergüenza —dijo—. Vaya sitio para echarse a dormir. Y encima, lo permiten.

Aquel paraíso tenía expulsados, presentes dos veces por semana antes de la salida del sol: los que no iban allí por gusto. El equipo con chalecos brillantes y bolsas de basura lo recorría de arriba abajo con expresión disgustada, retirando los restos que lo afeaban antes de que llegasen las máquinas que aplanarían la arena revuelta.
     Carlos, después de sólo cuatro meses en ese empleo, había aprendido el por qué de los rostros ceñudos y malhumorados de sus compañeros. En su trabajo se hacía fácil odiar a la gente.
     Se suponía que la playa era de ellos y para ellos. ¿Cómo podían tratarla así? El mar dejaba a diario puñados de algas que podían respetar; aunque los ecologistas dijesen que los arribazones eran importantes para el medioambiente, la verdad era que el Mediterráneo estaba en su derecho: sin él, nadie iría allí. Otro pecado, con perdón, eran los pequeños descuidos; palos de helado enterrados por algún niño, servilletas y plásticos llevados por el viento, la anilla de una lata. Todos perdemos alguna vez algo pequeño.
     Pero aquella exposición diaria de latas vacías, comida a medias, ropa perdida, anzuelos enterrados, colillas apagadas y restos de bacanales (podría hacerse un traje de neopreno con los preservativos que llevaba encontrados) no valían el esfuerzo, sobre todo habiendo papeleras junto a todos los accesos. Carlos había tenido compañeros guarros, pero no se imaginaba a nadie viviendo así, por más que sacasen a veces en la tele a viejecitos con problemas mentales. Aquello le daba ganas de coger sus manos enguantadas y su palo con un garfio y jugar a ser el malo en una película de terror.  ¿Volverían esos cerdos sin el servicio de limpieza? Igual lo hacían porque creían que era un derecho, que por eso pagaban impuestos tan altos.
     Tuvo la suerte (relativa) de que le tocase la parte más cerca del paseo marítimo, lejos de la parada de los bañistas, pero dentro de su onda expansiva. Pasada la primera ducha se encontró la primera chapa de botella, su posible dueño a escasos centímetros y lo que parecía una cagada de perro cementada con arena. Muy bien.
     Pero lo que no se esperaba estaba unos pasos más adelante.
     —¡Eh, tíos! —llamó, queriendo compartir el hallazgo. Venid a ver esto.
     Sólo Alonso, el más veterano, corrió sobre la arena mientras lo levantaba por un extremo.
     No parecía gran cosa; o alguien se quería ahorrar una visita a Cáritas o se había cogido una muy gorda después de un ñaca-ñaca. Una camisa deshilachada, sin botones, unos pantalones cortos y unos calzoncillos sucios. Lo raro era lo apelmazados que estaban, como la arena a su alrededor. Se notaban los restos de una sustancia, pálida y densa, seca sobre la ropa y su alrededor. Algo que, al acercarse a olerla, le revolvió el estómago; una mezcla de suero de carne y animal muerto.
     Carlos decidió librarse de eso rápido.
     —Algún borracho, o colocado —opinó Alonso—. El líquido, vete a saber…
     Se encogió de hombros y se retiró.
     Carlos excavó un poco más en la arena. Como se temía, había más: pedazos grisáceos de algo que parecía escayola, astillados bajo un millón de indiferentes pasos. Con la mano levantó el trozo más grande, redondo por un extremo y tan destrozado que costaba imaginar lo que pudo ser.
     Algún muñeco, los fósiles sepultados del San Juan del año pasado.
     La madre de Dios, y todavía faltaba una semana para una fiesta universitaria programada. Temblaba sólo de imaginarse el día después…
     Aunque, pensándolo en profundidad, estaba en deuda con ellos. Sus malos hábitos le daban trabajo. Así que debía hacerlo bien.

     Carlos dejó la bolsa abierta en el suelo y se arrodilló, rompiendo el sustrato acartonado para no dejar ni un solo resto. Alguien descalzo podría cortarse el pie.

1 comentario:

  1. Me quedo con la duda de la procedencia del protagonista...

    ResponderEliminar