lunes, 6 de febrero de 2017

LA CABEZA DE TORO – PARTE 2

—Papá, que… ¿qué es lo qué…?
     Félix levantó su desganada vista del plato de lentejas que Charo había insistido en ponerle para comer, pese a lo mucho que había insistido en que había perdido el apetito. Ella, igual de desganada después de que lo que empezó como un día divertido acabase rozando la tragedia, le miró compasiva, animándole a responder… sin decir más de lo necesario. 
     —Pues… —Miró al techo; no quería estar mirándola hasta tener algo que decir—. Parece que ese hombre se ha… —Hizo gira su índice derecho en torno a su cabeza—. Se le ha ido un poco la olla. Por eso ha…
     —Pero… ¿no era el niño su hijo? Entonces, ¿por qué le ha hecho…?
     —No tiene explicación, cariño; sólo que… se ha vuelto loco.
     Luz suspiró, como dando a entender que la respuesta le valía. Por algo,  más allá de la conmoción puntual, las lentejas nunca habían sido de sus platos favoritos.
     —¿Y el niño? ¿Está… bien?
     —Sí, cariño, está bien…
     Félix rozó el plato con la cuchara, sin terminar de creer sus propias palabras.
     Después de que algunos gritos desde el borde de la piscina revelasen qué pasaba, la oportuna intervención de tres adultos (incluyendo dos que saltaron a la piscina vestidos) logró que el enajenado padre soltase al niño. Después, mientras Alfonso pedía una ambulancia, Sara, la residente del 5-10, consiguió con un masaje cardíaco que el niño escupiese algo de agua, aunque estaba demasiado débil para poder garantizar que se repondría. El resto de la mañana transcurrió muy deprisa: mientras la ambulancia se lo llevaba en camilla, su padre, sin que hiciese falta reducirle, apartado de todos, tembloroso y cabizbajo con una toalla sobre los hombros, se fue con la policía para que le tomasen declaración. Su visión mientras se iba había impresionado a Félix; sus ojos, grandes y castaños, no reflejaban malicia, ni locura, sino verdadero pánico. El desconcierto del que sale de una pesadilla y sólo para encontrarse que había sido real.
     La comida acabó pronto en el 3-04. Tras otras cinco cucharadas de su plato, Luz pidió levantarse. Sus padres le dieron el visto bueno, a condición de que cogiese una manzana de postre. Dejaba atrás a un hombre abatido y a una mujer que, al menos, encontraba un salvavidas para su propia inquietud en intentar llenar con potitos la boca de su hijo.
     —¿Estás bien? —preguntó Charo, mientras Adrián se tragaba su última cucharada.
     —¿Eh? Sí, claro.
     —Apenas has tocado el plato.
     —No tengo hambre; ya te lo he dicho —insistió, cogiendo la servilleta para limpiarse la comisura.
     Charo rebufó mientras sacaba otra cucharada del bote.
     —No sé por qué te pones así. No has tenido nada que ver…
     —Ya.
     —Entonces…
     La miró, sin poder disimular cómo se sentía.
     —Es Luz. Lo ha visto todo, y se nota que la ha asustado.
     Charo dejó de alimentar a Adrián un momento. Asintió.
     —Sí, es verdad.
     —Es tan joven… Me preocupa que vaya a necesitar ayuda por…
     —¡Venga ya, hombre! —protestó ella, arrepintiéndose cuando Adrián se puso a hacer pucheros—. Lo dices como si se hubiese traumatizado.
     —¿Y no lo está?
     —No, que va —aseguró, mientras calmaba al bebé—. Simplemente le ha impresionado. Como no ha entendido de qué iba…
     Félix no añadió nada, suponiendo que, de todos modos, tendría razón.
     —Bueno, si me dejas… —Hizo atrás su silla, dispuesto a dejar la mesa.
     —Otro que se va. —Charo se cruzó de brazos—. ¿Tan mal me han salido hoy?
     El chascarrillo consiguió que Félix se riese.
     —Tú cocinas mejor que Arguiñano —aseguró—. Pero, ahora mismo… no tengo apetito. Si eso, mételas en la nevera y las caliento mañana o a la noche, y ya me las como.
     Ella se mordió el labio inferior, reconociendo para sí que sabía lo que sentía, antes de volver con Adrián.
     Félix fue al salón a ver un poco la tele, esperando que la modorra o una desgracia menos cercana salid del noticiario le sacasen de la cabeza el mal trago. Mientras se dejaba caer en el sofá, miró a la estatua.
     Tenía subidos los brazos, bajo la boca.
     Volvió a levantarse entre refunfuños, contrariado por la desobediencia de Luz. Y se lo había prometido…
     Sin embargo, su disgusto se deshizo como una figura de arena. Era una niña; todavía podía permitirse transgredir ciertas normas… unas pocas veces.
     Además, hoy es mejor darle cierto margen.
     Se puso tras el minotauro y subió los tiradores, devolviéndole a su posición normal. Después hablaría con Luz; no tanto para recordarle que hiciese caso como para asegurarse de que estaba bien. Sin embargo, el día pasó y, aunque tuvo tiempo de sobra para hacerlo, simplemente, no encontró las ganas.

Para José Luis García Corvillo, del 3-05, había sido un día de perros. Después de una larga (y normalmente) jodida semana contestando llamadas y rellenando papeleo en la oficina, se decía que lo mínimo que merecía era tener el domingo en paz. Y, fíjate por donde, mientras su familia jugaba y él aprovechaba para descansar, un tarado había decidido intenta ahogar a su hijo delante de media urbanización.
     El efecto en su hija pequeña, Marta, de tres años, apenas se había sentido; por algo aún era muy pequeña para entender qué había pasado. Pero Alicia, la mayor, ¡ah, era otra historia! La chiquilla de nueve años era, encima, amiga del niño, como muchos otros de los que se reunían las tardes de colegio o de cumpleaños en ese mismo patio. Temblorosa y llorosa, ajena a lo que le decía para apaciguarla, se limitó a asentir con conformismo cuando aseguró que Ismael se pondría bien.
     Aquel loco hijo de puta, ¡así lo violen en la cárcel!
     Por su culpa había perdido todo el día intentando sacar a su familia del shock, sin conseguirlo, y encima mañana tenía que madrugar, y se sentía demasiado excitado para dormirse. Su última esperanza, una infusión de tila, resultó tan vacía como su caja. Con la suave respiración de Marina al lado, se limitaba a cerrar los ojos, tumbado de lado, esperando perder la consciencia…
     Algo le espabiló; un ruido dentro del apartamento, le pareció que en el salón. Un golpe que hizo temblar algo, como si alguien hubiese tropezado con la mesa, sacudiendo su centro de cerámica.
     José Luis bajó de la cama conteniendo una exhalación, consiguiendo no despertar su mujer. Era lo que le faltaba: un ladrón en la casa.
     Disimulando su respiración con los labios apretados, descalzo y en calzoncillos, se acercó al resquicio de su puerta, intentando oír algo concluyente; pasos, voces, una mano abriendo un cajón y revolviéndolo por dentro. No sería la primera vez que un vecino se ponía ruidoso, y como llamase a la policía en plena noche por la casa vacía, o a una hija manifestando un trauma en forma de sonambulismo…
     Lo oyó, entonces; el largo y lento chirriar de una mano deslizándose sobre una superficie del tipo cristal de una ventana o armario, como el de su estudio. Instintivamente, se refugió tras el umbral. Aquello era premeditado. Tendría que llamar a…
     Mientras las palabras se agrupaban en su mente, apretó con fuerza la mandíbula, casi saltándose los incisivos. Había dejado el móvil cargándose en el comedor, y Marina tendría el suyo en el bolso. Y, si como pensaba, el ladrón estaba en el estudio, tendría que pasar frente a él y cruzar todo el pasillo a oscuras hasta el comedor, meter el pin y marcar el número…
     El rumor en la habitación adyacente se hizo más pesado, como si se acercase. Marina, tumbada boca arriba, se contrajo. José Luis se mordió el nudillo derecho; no podía dejar que despertase, que se viese inmiscuida en eso. Debía hacerlo él solo, protegerlas, a ella y a las niñas…
     Y entonces se le ocurrió. Parecía que rebuscaba en su escritorio, puesto al fondo y de espaldas a la puerta. Se asomó lo bastante para apreciar que la puerta estaba entreabierta. Si pasaba, no le vería.
     Tapándose con una mano boca y nariz, cruzó el frío pasillo sobre la punta de los dedos, hasta la siguiente puerta a su izquierda, casi resbalando al cuarto paso. El ronronear de la nevera le recibió; más calmado, alcanzó la encimera del fondo y abrió el cajón superior, hurgándolo hasta reconocer el mango de madera de un cuchillo para cortar jamón.
    El júbilo que sintió al terminar con su indefensión acabó cuando oyó la puerta del estudio crujir al abrirse. Los pasos pasaron al pasillo.

—Charo. ¡Eh, Charo! Despierta…
     Le costó, en el sueño profundo, reaccionar a los susurros de su marido, necesitando algunas sacudidas en el hombro para despertarla.
     —Félix, ¿qué…?
     Le puso una mano sobre la boca y le arrimó la suya a la oreja.
     —Silencio. Creo… que he oído algo.
     Ella asintió y se incorporó en la cama, despacio. Era verdad; también lo oía. Un gemir ligero y progresivo, como de bisagras desgastadas doblándose demasiado despacio.
     Se volvió hacia la mesita, buscando el móvil.
     —Voy a llamar a…
     —No; espera aquí. —Félix apartó por completo la sábana y bajó—. Tú prepara el teléfono. Voy a ver lo que es. Si pasa algo, te daré un grito.
     —No, espera. —Le agarró por el antebrazo—. Si alguien ha entrado puede…
     —… hacernos daño, a nosotros y a los pequeños —terminó la frase por ella, separándose de su mano en dirección a la puerta—. Por eso venga, prepárate.
     —Vale… —Charo no estaba muy convencida con su resolución—. Pero ten cuidado.
     —Tranquila. —Fue  lo último que dijo Félix antes de salir del dormitorio.

Olvidando su cautela anterior, José Luis irrumpió en el pasillo, cuchillo en mano. A su espalda quedaban el comedor y la puerta de entrada, a su izquierda el servicio y al fondo, los dormitorios… y el intruso.
     Expiró, temiendo por momentos que pudiese oír su escandaloso corazón. Cuatro cuartos con las puertas abiertas y nadie en el pasillo; asumiendo que hubiese salido del estudio, debía estar en un dormitorio, esperando para emboscarle… o dispuesto para cebarse con su mujer o una de sus hijas.
     Por un segundo, quiso retroceder y volver al plan inicial de llamar a la policía; hacer el ridículo no le preocupaba ahora tanto como luchar con aquel cuchillo que resbalaba en su mano. Casi había doblado noventa grados cuando otro sonido, este muy nítido, pareció inundar el apartamento.
     El llanto de un niño llorando; pequeño, como Marta, en su habitación del fondo.
     Escupiendo el miedo con un gruñido, mientras su corazón latía todavía más rápido, José Luis se dejó de cautelas. Agarró el mango de madera con fuerza y avanzó.
     Algo se le echó encima al pasar frente al estudio, supuestamente vacío, agarrándole y llevándole con él. José Luis chilló, agitando brazos y piernas como una marioneta colgando de un ventilador, intentando en vano que le soltase. Era grande y muy fuerte; lo llevó como un fardo momentos antes de dejarle caer al suelo. Luego se le puso encima, un cuerpo enorme y negro como la misma noche que apretaba su cara y su pecho con fuerza, intentando ahogarle, aplastarle; matarle. Lo que, seguramente, luego haría con su familia.
     Furioso, comprobando por el dolor en su puño que había mantenido el cuchillo cogido, consiguió mover el brazo hacia y lanzar una puñalada. Debió de fallar, ya que no produjo efecto en su contrincante, que además de mantenerlo inmovilizado, se reía sin para como un loco.
     Con la visión ensombrecida por el pánico y la asfixia, José Luis se entejó al pánico. Empezó a lanzar adelante el cuchillo una y otra vez, perdiendo la cuenta de puñaladas en cuestión de segundos…
     Pasado un angustioso minuto, todo acabó. José Luis, de pie con el cuchillo en la mano y sudoroso, comprobó que su enemigo había desaparecido, sin emitir ni una sola expresión de dolor. Aunque, y esto lo agradeció, aquella risa, aguda y ensordecedora como una clase entera asistiendo a un circo, había acabado.

Félix alcanzó el umbral del salón casi un minuto después de acabado el sonido. Se mantuvo con la mano derecha apoyada en el dintel, esperando otro sonido; un golpe, un paso, una respiración… Sus ojos, mientras, intentaban encontrar movimiento entre el sofá, el sillón o la tele. Pero no vio nada; de haber alguien, habría salido al balcón.
     Cuando se cansó de la tensa espera, entró con el brazo derecho estirado, accionando el interruptor de la luz.

José Luis, confundido y entre jadeos aterrados, miró a su alrededor, intentando localizar al ladrón. Seguía en penumbra, iluminado sólo por las farolas de la calle que entraban por una ventana, sin saber ni en qué habitación estaba. Apretando los puños notó, entonces, que el mango de madera estaba húmedo. Se lo acercó a la cara, percibiendo su olor. Sangre. Al menos, el cabrón estaba herido.
     Dibujó en su cara una sonrisa maliciosa, antes de empezar a buscar al desgraciado. La tortilla había girado; ahora era él el arrinconado, temblando a la espera de que le rematase. Pero se detuvo; rodilla acababa de dar contra algo. Bajó la vista, reconociendo la esquina de un colchón. Y, sobre él, alguien inerte.
     Se detuvo, sintiendo repentinos pinchazos de pánico perforarle el pecho, cuando, al mirar a su alrededor para saber dónde estaba, reconoció algo: a su derecha, sobre un estante, una muñeca de pelo amarillo y sonriente rostro moreno de plástico le miraba con frialdad junto a una fila de libros de cuentos.
     Sobrecogido, bajó la mano hacia el durmiente. Cuando notó una calidez pegajosa adherirse a sus dedos, por fin, encendió la luz.
     Sus gritos rompieron el sueño, no sólo en su apartamento sino en tono el piso, impidiéndole, de paso, oír un extraño eco, parecido a risas, enganchado a sus oídos.

Félix buscó visitas no invitadas en la sala sin éxito, pero sí localizando en minutos el elemento discordante, y la explicación del chirrido.
     Cruzado de brazos, se situó tras la estatua. Bajó los brazos sin hacer ni una pizca del escándalo que armaba al subirlos.
     No entendía a qué jugaba Luz; podía entender que hubiese encontrado algún interés en el arcaico mecanismo (no quería pensar que fuese morbo por desobedecerle) pero, ¿le valía la pena jugar a eso casi a las once y media de la noche, sabiendo que a la mañana siguiente se enterarían?
     Félix decidió que al día siguiente, cuando volviese del trabajo, hablaría con su hija. Se estaba frotando el mentón, ensayando mentalmente las palabras que usaría, cuando su apartamento fue sacudido por un grito.
     —Félix, ¿qué pasa?  
     Sus pasos precedieron la salida precipitada de Charo al pasillo; segundos después se le unió Luz, con los ojos entrecerrados y la boca curvada hacia abajo, fingiendo estar recién despertada. Félix tuvo ganas de zanjar las cosas en aquel momento, pero lo prioritario era saber el origen del grito. Era fuerte, masculino y cercano, como si…
     —Charo —la buscó al entenderlo—. Es de otro piso.
     —Voy a llamar a la poli.
     Él corrió a la puerta mientras ella volvía al dormitorio. Simultáneamente, Adrián se puso a llorar.
     Fuera, todas las puertas se abrían y los somnolientos y desconcertados propietarios se asomaban para saber qué pasaba. Félix vio a Alfonso, unas puertas a su izquierda, y a Francisco García a la izquierda del corredor. En cuestión de segundos, sólo seguía cerrado el 3-05.
     -¿Sabe… alguien qué pasa? —preguntó alguien en mitad de un bostezo.
     Los gritos aterrados de hombre fueron cortados en seco por una voz femenina, revestida de asombro y horror.
     —¡Por Dios, José Luis, ¿qué has hecho?!
    
Eran en torno a las doce y media cuando Félix, después de arreglar cuatro cisternas de inodoro y cambiar una cañería de desagüe, decidió volver. Cansado, con los párpados pesados pese a los dos cafés que se había tomado en el desayuno, encaminó con cuidado su furgoneta Ford hacia Villa Solera, residencia que, después de aquel sábado, había perdido para él casi todo de su atractivo.
     ¿Acaso los residentes estaban todos locos, como en una comedia, pero en plan psicópata? Parecía que hubiesen esperado a que se mudasen para perder la cabeza, y cómo. Primero, el tío que casi ahoga a su hijo por la mañana y luego el que acuchilló a su hija de nueve años hasta matarla por la noche.
     Cuando la mujer dejó de gritar (y él de llorar) la policía llegó por fin y, mientras dos agentes nacionales se ocupaban de la señora, otros dos se llevaban a aquel chalado esposado.
     Sí, chalado. No se merecía otro nombre. Porque cuando lo sacaron, vestido sólo con una camiseta interior, pantalones de pijama y deportivas, todavía salpicado de sangre coagulándose desde la frente a los codos, Félix sacó de él aquello por lo que muchos periodistas matarían a su madre: un primer plano de su cara.
     Parpadeaba mucho, seguramente intentando aliviar el escozor de sus ojos, y sacudía mucho los labios, luciendo surcos grabados por las lágrimas desde las mejillas al cuello. Sus manos, abiertas y rígidas en todo momento, se mantenían lejos del cuerpo, como evitando mancharse con la sangre de la niña.
     No, aquel hombre no era un cabrón, ni un monstruo, y no se atrevería tampoco a llamarle loco. No sólo lo veía arrepentido en serio sino, igual que aquella mañana, confundido. No sabía lo que había pasado y, a saberlo, no quería creérselo.
     Por un momento, la imagen le hizo pisar el acelerador, casi saltándose un semáforo. Quería volver con su familia cuanto antes.

En su apartamento del cuarto piso de Villa Solera, Víctor Fernández bostezó, desperezándose cuan largo era antes de levantarse. Se sentía bien; aún notaba cierto vaivén en sus tripas y más tensión en el cráneo que cuando estaba en plena forma, pero el ardor en la garganta había parado y no creía que volviese la diarrea.
     Los nervios, había decidido hacía ya un rato, eran los que le habían puesto en aquel estado, ya que no era gripe, una bajada de tensión u otro malestar conocido de antes. Los nervios, acompañados por el asco y la falta de sueño del domingo, le habían dejado hecho un cromo. Que Lorenzo casi ahogase a Ismael, y aquel hombre del tercero matase a su hija…
     Iba hacia la cocina con andares pesados, con intención de prepararse un café con leche. Con todo, y después de una llamada a la tienda, aquel imprevisto le había servido para tener la mañana libre, lo que, para que mentir, le venía de perlas. Con él en casa, Encarni pudo irse al trabajo tranquilamente sin tener que llevarse a Santi con sus abuelos a eso de las ocho y media (cosa que el niño, recién estrenadas sus vacaciones de verano, agradecía).
     Ahora, de hecho, el silencio en el salón y en su habitación decían a Víctor que su hijo de ocho años seguiría durmiendo, si nada lo impedía, hasta las doce de la mañana. O más.
     Sacó el cartón de leche de la nevera y metió un vaso en el microondas, mientras sacaba de una alacena los paquetes de Nescafé. Mientras esperaba que pitase, sacó también un paquete de galletas María y los dejó sobre la mesa, antes de sacar de un cajón una pequeña radio a pilas. Con suerte, aún habría noticias en alguna sintonía.
     Víctor detuvo su dedo sobre el botón de encendido cuando creyó oír un ruido haciendo eco en el pasillo, cloqueante y agudo, parecido a las risas de los niños.
     El hombre tensó espalda y brazos; podría ser la tele, lo que significaba que su hijo se había levantado, o la de un vecino, con el volumen muy alto. Si no le hubiese parecido tan puro, sin contaminación estática…
     Tras su momento de pausa, se dispuso a empezar de una vez su día. Volvió a mirar la radio cuando las risas volvieron, ahora tan cerca de su oído que le dolieron. Se irguió con tanta violencia que su espalda crujió, haciéndole mucho daño. Giró el cuello a los lados, como negando aquel imposible: estaba sólo en la diminuta cocina; era imposible que alguien se le acercase tanto, y menos si eran varios. Pensó en un efecto de su dolencia, algo más que un trauma psicosomático. No creía que fuese tan viejo como para empezar a chochear…
     Oyó otro ruido infantil, pero este individual… y carente de júbilo. Una serie de gemidos, como de un niño dormido agitándose cuando sus padres van a despertarle, intentando seguir acostado. Estos, ahora sin duda, salían por la puerta cerrada de la habitación de Santi.
     —-¿Santi? —Olvidando su anterior consideración por el descanso del chico, volvió al pasillo—. Hijo, ¿estás bien?
     Los gemidos se hicieron tan fuertes como si la puerta estuviese abierta y él estuviese dentro. Segundos después, se convirtieron en gritos. No hubo en ellos ninguna palabra, ni llamada de socorro; simplemente, su hijo gritó.
     Una pesadilla, decidió Víctor; un residuo del dichoso domingo que le había descolocado la mente tanto como a él el cuerpo. Un problema que había que cortar de raíz.
     Llegó a la habitación de Santi en dos pasos, abriéndola sin llamar y encendiendo la luz.
     —Santi, ¿qué…?
      Se quedó sin palabras al ver el cuarto. Todavía con la persiana bajada, era el clásico ejemplo del desorden infantil: camiones y coches de juguete, una pelota de goma y un robot transformable tirados junto a sus deportivas frente al armario y una pila de libros de texto y papeles intercalados bajo su ropa en un escritorio con la silla echada atrás. La cama estaba deshecha, con la sábana echada a los pies.
     El dueño de la habitación no estaba sobre el colchón, cubierto de arrugas que confluían en su centro, donde un agujero del ancho de un tronco de roble se había abierto. A Víctor le dio un vuelco el corazón.
     —¿Santi? —Su voz sonó llena de dudas, sin disimular su miedo—. ¿Dónde…?
     —¡Aaah!
     Víctor se sobresaltó, notando una punzada en su pecho. Aquel grito histérico con la voz de Santi subía por el agujero en el colchón.
     —¡Santi! —Se inclinó sobre el pozo abierto—. ¿Qué ha pasado, qué…?
     Le respondió otro grito. La estrecha apertura, de paredes blancas, lisas y aspecto más sólido que la tela de la que estaba hecha, se hundía en la tierra hasta una profundidad imposible, haciéndole extrañarse de que no se hubiese notado en el piso de abajo. En el centro, cayendo cada vez más, un pequeño torso se agitaba, con las manos tendidas hacia arriba y gimiendo de terror. Víctor no llegó a verle la cara, pero reconoció su pelo castaño veteado de rubio.
     —Mierda, ¡no!
     Sin pensarlo, se dejó caer hacia adelante, inclinándose hasta el pecho con los brazos extendidos. No estaba muy lejos; no debía de haberse hundido más de medio metro. Sus dedos se rozaron.
     —Ya casi…
     —¡Ah!
     Con el nuevo grito, el cuerpo de Santi pareció volverse de plomo. Víctor lo sintió caer en seco, tirando de él hasta chocar con el jergón, que notó tan duro como un bloque de mármol. Bufó, dolorido, pero sin soltar.
     —Tranqui… No te voy a soltar. Espe…
     —¡Ah!
     Era como si colgase de una cornisa sin puntos de apoyo; su padre sólo podía arrugar la cara por el esfuerzo, bajando más los brazos y presionando más con las piernas para poder tirar.
     —Ya... casi… ¡ya!
     Con el último grito de Santi, Víctor salió despedido hacia atrás, rebotando contra el armario. Por un segundo, mientras cerraba los ojos en respuesta al dolor que le dejó el golpe en la espalda, le pareció que el eco del grito asustado del niño cambiaba, reemplazado por el de docenas, cientos, de risas infantiles.
     Poco a poco, respirando pesadamente, volvió a ver. Vio la luz del techo encendida, la habitación desordenada, la cama deshecha, con su colchón entero y liso como siempre.
     Y a su ocupante sobre ella.
     —Santi…
     Se le acercó sonriendo, feliz de haberle rescatado, aunque no entendiese muy bien qué había pasado. Muy despacio, estiró la mano, acariciando la mejilla del niño dormido.
     La sonrisa dejó su rostro al darse cuenta de que, en realidad, el niño no estaba dormido.

Félix salió de la avenida Novelda, pasando a la calle Adolfo Suarez, no tardando en ser ensombrecido bajo la mole de Villa Solera. Sin embargo, su entusiasmo por llegar a casa fue dando paso progresivo a una serie de inseguros espasmos en las manos que le obligaron a reducir la velocidad, al entender que no iba a poder pasar frente a la puerta para aparcar.
     Las luces de una ambulancia y dos coches de policía ocupaban el vado del garaje y el carril de calle. Dos agentes vigilaban frente a los vehículos, a la vez que por la puerta principal salía una camilla tapada por una sábana, empujada por tres técnicos, con fuerza pero sin mucha urgencia. La sábana cubría un bulto no muy grande.
     —No jodas… —masculló en voz alta.
     Acercó un poco más la furgoneta, deteniéndola cuando uno de los policías lo indicó.
     —Buenos días. —Se asomó por la ventanilla—. Perdone, vivo aquí. Agente… ¿qué ha…?
     El policía se le acercó, miró hacia atrás… y al devolverle la atención, se mordisqueaba el labio inferior.
     —Parece, señor… que un hombre ha asfixiado a su hijo mientras dormía. Él… mismo nos ha llamado. Si se espera un poco, no tardaremos en irnos.
     Félix asintió, con desánimo en la voz cuando le dio las gracias.
     Cinco minutos después el hombre salió, esposado y custodiado por otros dos policías. Félix no supo, en aquel momento, que fue lo que más le aterró, poniéndole el vello de punta y encogiéndole los testículos; si ver en él el mismo miedo sin sentido que los otros dos fratricidas, o reconocerlo como uno de los alegres vecinos con los que estuvo charlando y bebiendo cerveza el día anterior sobre esa hora. Víctor, uno de los que consideró por un momento breve un amigo.
     Ya en su casa, dio gracias de que Charo aún no hubiese vuelto; la forma que parecía tener sus vecinos de tratar a sus hijos le habría amargado bastante la mudanza. Sí vio en cambio, y con asombro, que el minotauro había vuelto a llevarse las manos bajo la boca.   
     No podría echarle la bronca a Luz hasta que ella y su hermanito volviesen de casa de la madre de Charo, donde pasaban las mañanas mientras los dos trabajaban. Aquello, de paso, le recordó que debería poner a su mujer al tanto de lo que su hija hacía, para prevenir más desobediencias por sorpresa como aquella.
    
Eran casi las ocho y cuarto cuando Félix terminó la tarde, casi extrañado de que la calle le recibiese tranquila y vacía de vehículos. Más le sorprendió ser recibido por risas adultas nada más abrir la puerta; de Charo y de un hombre… al que, un minuto después de olvidar la tensión que llevaba arrastrando como un traje de novia desde aquel puto domingo, reconoció.
     —Ah, por fin has llegado, ¿eh?
     Cuando llegó al salón, Jesús García Devesa ya se había levantado del sillón, dejando sobre la mesita su vaso de Coca-Cola y dándole la mano con efusividad.
     —Jo, qué sorpresa. ¿Tú por aquí?
     —Sí, no tenía nada que hacer, y como Charo me dijo que me pasase algún día a ver el apartamento… Bueno, ¿fue bien la mudanza?
     —Bueno, sí…
     —¿Pero? —Arqueó una ceja, comprendiendo que algo iba mal.
     —Bueno, ha… habido problemas en la urbanización estos días…
     —Ah, eso. Sí. —Giró la cabeza hacia Charo—. Ya me ha contado ella… algo.
     —Ha sido una mierda —confesó, acercándose a su mujer para darle un beso—. Es como si todos se hubiesen vuelto locos de repente. Y claro, si estuviésemos solos podría dar igual, pero con los niños…
     —Sí, es verdad. He visto a Luz; la verdad es que parece bien, pero…
     —Es curiosa y lista. Parece que no, pero se entera de lo que pasa… Sabe más de lo que parece.
     Jesús, cabizbajo, retrocedió de vuelta al sillón. En ese momento, sacudió el cuello hacia la estatua.
     —También dice… que queríais preguntarme sobre algo —añadió—. La verdad, es alucinante.
     Por fin algo que quería oír. Félix se dejó caer junto a Charo en el sofá, olvidando por el momento el dolor de sus pies, enlatados en los zapatos, para escucharle.
     —¿Tienes idea de qué es? Nos interesa… para saber si es valioso y… —sonrió—. Ya sabes.
     —Claro. —Jesús dio un trago a su vaso, volvió a mirarla y juntó las manos bajo su mentón—. Si te digo la verdad, no tengo ni idea de lo que puede ser —reconoció-. Casi todo lo que yo conozco es arte moderno y… la verdad, esto está a siglos luz del cubismo o el neorromanticismo.
    —Ya… —El entusiasmo de Félix decayó por momentos.
     —Desde luego, es muy antiguo; eso se ve a la legua, y sin ser arqueólogo —Jesús le dirigió una mirada feroz cuando se rio del comentario—. Podría ser romano, o puede que egipcio. Sé que los egipcios eran muy aficionados a dioses con cabezas de animales. No sé si el toro…
     —Lo que yo he pensado… —intervino Charo, inclinándose para verle bien—. Es que podría ser griego. Sé que hay un monstruo…
     —Sí, el minotauro. Pero para sus figuras los griegos solían preferir el mármol, no el metal.
     —Por cierto… —Félix se levantó, recordando la singularidad del ídolo—. Tiene una especie de mecanismo en la espalda. Mira lo que pasa… al accionarlo.
     Jesús, absorto como si asistiese al movimiento final de un ejercicio de gimnasia rítmica, se mantuvo sin mover ni un músculo mientras la estatua subía sus manos vacías hasta la boca.
     —Vaya… —Esperó a que volviese a bajarlos para retomar la palabra—. Visto así… es como si rezara.
     —Sí; yo dije lo mismo —observó Charo, señalándolo con el índice.
     —Debe de ser algo religioso, sí. Un dios de alguna religión antigua; puede que hasta de alguna secta perdida del cristianismo.
     —Puede… —Félix se rascó el mentón—. Empieza a sonar interesante.
     Jesús dio otro trago.
     —Haremos una cosa —propuso—. ¿Tenéis algún sitio donde meterlo? Un armario, o algo así…
     —Sí, claro. —Félix miró a Charo, recordando el almacén en el garaje.
     —Pues metedlo allí. Tengo que hablar con unas personas, que sabrán qué es. Pero mientras, que no esté aquí, no lo estropee la luz, alguien lo robe o algo así. Si es tan antiguo como parece…
      —Entendido. —Félix fue hasta él, dispuesto a cogerlo por su base—. ¿Te importaría… echarnos una mano?
     Entre los dos y Charo para equilibrarla y abrir puertas, consiguieron llevarla sin muchos problemas hasta el ascensor. Una vez dentro, Félix hizo girar la llave para propietarios que les llevó al garaje, y sólo tuvieron que cruzar los escasos seis metros hasta la pared con la puerta metálica con el 3-04 grabado. Dentro, nada que hubiesen considerado aún lo bastante útil y entero para conservarse, habiendo estando sólo una estantería metálica de tres baldas incluida que ni habían estrenado.
     Dejaron la estatua al fondo, mirando con sus ojos opacos a la puerta, a la espera de que volviesen a interrumpir su largo sueño.
     —Bueno… —Jesús consultó su reloj al acabar—. Se me hace tarde.
     La pareja llevó el ascensor a la planta baja y le acompañándole hasta la puerta principal.
     —Un piso muy bonito, la verdad. Tendré que pasarme más a menudo, para verlo con más calma.
     —Y para admirar a mi señora, ¿verdad?
     —Bueno, si incluyes más bebida en el lote…
     Los dos hombres rieron con complicidad, conservando las sonrisas después de que Charo, con el ceño fruncido, los callase de sendos puñetazos en sus hombros.
     —¿Para… cuando crees que sabrás lo que es?
     —Pues… —Jesús se cruzó de brazos durante unos segundos, mirando al suelo—. Depende de si esa gente está disponible. Con suerte, puede que para mañana, a última hora.
     —Muy bien. Muchas gracias por todo.
     —De nada, a vosotros.
     Les dio la mano a ambos, rematando con un beso en cada mejilla a Charo. Luego empujó la puerta.
     —Y por cierto… —Se volvió  hacia ellos, sujetándola con la mano—. Si queréis venderla y resulta que es algo valioso… espero una comisión.
     Los dos se rieron al unísono, a la vez que le asesinaban con la mirada.
     Jesús llegó a la calzada, brillante bajo la luz amarilla de las farolas. Fuera, el cielo era ya del azul oscuro de la noche. Se dio otra vez la vuelta, agitando la mano para despedirse definitivamente. Le imitaron, Félix con la mano derecha sobre el hombro de Charo, como posando para una foto. Todavía agitaban las manos con una sonrisa de oreja a oreja cuando Jesús dio un respingo hacia atrás y miró arriba. Petrificados, sólo vieron una sombra dirigirse a toda velocidad al punto exacto donde había estado.
     El impacto sacudió los cristales de la puerta, aunque les costó reconocer el meteorito, más allá de que había reventado, cubriendo el suelo de pulpa rojiza.
     —Dios…
     Félix apartó a Charo, que se había llevado las a manos la boca, y se lanzó hacia la manija.
     —¡Tío, ¿estás…?!
     La pregunta sobraba; lo entendió cuando sus ojos coincidieron. Jesús no tenía un rasguño, nada salvo algunas salpicaduras rojas que habían alcanzado sus zapatos y la pernera de sus vaqueros. Eso sí, tenía los ojos desorbitados, jadeaba y el sudor le había cubierto la frente.
     —Ssss…Sí. Creo…
     Miraba incrédulo al suelo, a los restos de aquella tomatina; una tomatina humana. Y, según pudo comprobar, muy pequeña.
    —Félix… —Cuando empezó a ponerle forma al estropicio, el pelo corto y moreno, la ropa arrugada, Jesús intentó mirar a su amigo—. ¿Esto… es…?
    No tuvo ocasión de responder; un grito sobre ellos les distrajo. Al mirar arriba, asomada al balcón del quinto piso, vieron una cabeza de pelo encrespado agarrada temblorosa a la barandilla. Gritó varias veces más, agitando la cabeza y negando con vehemencia. Luego empezó la lluvia, aunque sólo cayó una lágrima salada, que se perdió en la enormidad de aquel mar rojo.

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