LA CABEZA DE TORO –
PARTE FINAL
La cena transcurrió en silencio; ninguno de los dos adultos tenía ganas de hablar.
Habían podido enterarse de unas pocas cosas cuando, por cuarta vez esa semana,
la policía se presentó en Villa Solera; y aunque no dieron nombres ni muchos
detalles, si supieron que esta vez había sido una mujer la que había cogido en
brazos a su hijo de cuatro años mientras su marido se afeitaba, lo había
llevado hasta el balcón… y el resto, como decían al final de las novelas épicas,
era historia.
La buena noticia fue que las autoridades
terminaron de limpiar deprisa, por lo que Luz, en su habitación en ese momento
ojeando sus deberes para las vacaciones, no había oído ni el pequeño cuerpo estallar
ni los gritos de pánico que lo siguieron desde el balcón. Sí se enteró, minutos
después, de que la policía y la ambulancia volvían con sus sirenas, siendo atrapada
por su madre como un balón de baloncesto.
—Mamá, ¿por qué está la poli…?
—No pasa nada, cariño —mintió deliberadamente—. Vuelve a tu cuarto; ya te decimos cuándo
puedes salir.
Aunque refunfuñó y protestó, Charo no dejó
que la sangre del suelo manchase sus ojos, ignorando incluso los llantos de
Adrián, seguramente despertado por el mismo jaleo.
Casi hora y media después, la niña pudo asomarse
a la calle, comprobando decepcionada que no había nada que ver. Quizás por eso,
y sabiendo que sus padres no querrían sacar el tema, todos cenaron callados.
—¿Y la estatua? —preguntó ella por fin, a falta de cuatro trozos
para acabar su tortilla—. ¿Dónde la habéis metido? No está en el salón.
—La hemos bajado al trastero, en el garaje —explicó su madre, mientras pinchaba un pedazo
de tomate de su ensalada—. Cuando Jesús ha venido, nos ha ayudado a llevarla, para que no se
estropee.
—¿Cómo puede estropearse? Es de metal.
—Pues mira… —Félix se metió por fuerza en la conversación;
ahora que podía sacar el tema—. ¿Te acuerdas de lo que te dije de no tocarla? Lo de la espalda,
digo.
—Sí… Sí, claro —asintió con vehemencia.
Félix se limpió la barbilla con su
servilleta de papel, preparándose para la regañina inminente.
—Pues bien, he visto… que me has desobedecido.
Charo alternaba una mirada severa entre él
y Luz, que se había quedado boquiabierta e inmóvil.
—¿Qué dices, papá?
—Me la he encontrado con los brazos subidos,
varias veces. Ayer, después de lo de la piscina… y después por la noche. Hasta he
oído cómo los subía.
La niña, con la mandíbula inferior colgando,
negó con la cabeza.
—Yo no la toqué; sólo la hice una vez, de
verdad…
—No me mientas, Luz.
—¡No es mentira!
El grito rebotó en su hermano que,
sobresaltado, se puso a berrear.
—Cariño, si me dices la verdad… no me enfadaré.
—Es la verdad; yo no la he tocado.
—Pues, no creo que los haya subido sola…
Félix sonrió, intentando adquirir autoridad cuando,
en realidad, se sentía nervioso. Conocía bien a Luz; Cuando la pillaban en una
mentira era incapaz de mantener la cabeza alta, conteniendo la risa nerviosa y
esforzándose por no sonrojarse. Ahora, en cambio, le miraba a la cara, pálida
como recién maquillada e indignada. No la indignación del falso culpable
intentando escurrir el bulto, sino del que sí está siendo acusado sin base. Lo
que, desde luego, no le ayudaba a resolver qué pasaba con la figura.
—Lo digo en serio… —Su mentón empezó a temblar, mientras las
lágrimas se condensaban en sus ojos.
—Y esta mañana… —continuó él, dispuesto a hacer que se cayese su
máscara—. Cuando he llegado, después de trabajar, me la
he encontrado igual.
—No he sido yo. He estado todo el día con la
abuela. La mamá…
—Luz, ya vale…
—Jo… —protestó.
—Félix, es verdad —intervino Charo, mirándole con una larga
expresión de desengaño—. La he dejado antes de irme a trabajar. Y, antes de irnos, la vi.
Estaba normal, con los brazos bajados.
—Pues, cuando… yo llegué…
Aturdido por efecto de una herida de
muerte en pleno pecho, Félix trató de razonar, buscando desesperado el modo de
salir de lo que, ahora veía, era un foso que se había cavado solo.
Luz gruñó y se hizo atrás, arrastrando la
silla. Una lágrima brillante caía por su cara.
—Cielo, ¿adónde…? —se apresuró a preguntarle Charo, comprobado
que el chirrido no reactivaría al pequeño.
—Me voy un rato… —se limitó a responderle—. A mi habitación.
—Espera, tomate el pos…
—Luego; ahora no quiero —dijo tajante; contrastando de un modo muy
gracioso con su voz de niña.
Lo siguiente que sus padres oyeron fue la
puerta de su dormitorio cerrarse de un portazo.
—Félix, creo… que deberías pedirle perdón.
Él gruñó, mordisqueando el borde de un
pedazo de tortilla.
—Tú también lo oíste; ayer por la noche…
—Lo he pensado… su dormitorio está delante del
nuestro. Si lo hubiese hecho ella, al salir te la habrías cruzado.
Félix se dispuso a replicar, sin
conseguirlo; dejando su boca abierta como la madriguera de un conejo.
—Y esta mañana… ella ni siquiera estaba.
Charo se levantó, sacó a Adrián de su
sillita y se lo llevó; a dejarlo en la cuna o a consolar a su hija, ya lo vería
después. Él se quedó solo en la mesa, con una cena que le parecía fría… y
notando que se le habían ido las ganas de continuarla.
Sintiendo de pronto la necesidad de
respirar aire fresco, se levantó también y fue al salón, que sin aquel arcaico
adorno parecía mucho más amplio. Abrió el balcón y salió.
El frescor nocturno revitalizó sus
pulmones. Era verdad, desde arriba hasta aquella ciudad de edificios de
ladrillo sin brillo y ensuciada por basura, grafitis y luz artificial, parecía
bonita. ¿Quedaría alguien para verlo? Viendo el ritmo que llevaban los residentes,
en menos de una semana los carteles de venta en los apartamentos podían parecer
gaviotas anidadas en un acantilado. Y pensar que Alfonso de las Casas, su
vecino, manifestó su entusiasmo porque hubiese ocupado el último…
Como una falla. Después de acabarla, la queman y la echan abajo.
Sonrió para sí mismo con orgullo; sin tener ni
idea de qué parte de su cabeza había sido la ingeniosa. Pero sí sabía que los
gritos que oyó subían de la calle.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¡No, papá…!
Le llegó el lejano estallido de un cuerpo
cayendo al suelo, seguido de estampidos como latigazos.
—¡No, por fa!
No,
no puede ser…
Le siguió algo parecido a un huevo al romperse, justo cuando miró abajo.
Lo que vio le dejó helado; parecía una repetición, un negativo de esa tarde.
Sobre los pocos restos que podían quedar
de la última víctima, otro infante, esta vez le pareció que niña (por lo que le
pareció una corta melena y una falda rosa), tumbada boca arriba, miraba al
cielo con ojos perdidos y muertos. Tenía un triciclo de plástico tirado al lado
y una almohada de sangre rodeándole la cabeza.
—Pero… ¿Qué…? Oh, Dios… ¡Oh, Dios mío, no!
Junto a ella, su parca particular, que le había
golpeado su cabeza contra la acera hasta abrirla: un hombre de en torno a
treinta años, de pelo castaño peinado de lado, vestido con camisa de manga
corta y vaqueros que, mirándose las manos como si acabase de descubrirlas, se
dejó caer a su lado, derrotado;
sollozando y sujetándose la cara.
Y Félix, que no perdía detalle mientras
otras luces se encendían y más ventanas se abrían, repasaba mentalmente sus
mensajes: los gritos asustados, los golpes mortales, el llanto cargado de
remordimiento.
Dios. No lo había visto, pero, ¿por qué
demonios tenía que oírlo?
La locura acababa de traspasar las paredes
de Villa Solera. De momento, eso sí, esperaba que sus víctimas siguiesen
limitándose a destruir a sus propios hijos. Un pensamiento egoísta, quizás,
pero sin alternativas mejores.
Esa
misma noche, ajeno a que la porción de acera donde casi fue aplastado había
encontrado otro ocupante, Jesús García Devesa, después de repasar una vieja
agenda de sus días de universitario, consultó su reloj, dudando sobre si sería
hora o no para molestar a los dos números que había encontrado. Cuando
finalmente se decidió a llamar a un viejo profesor entendido en arte
relacionado con mitología y religiones antiguas, su descripción del viejo ídolo
acabó en un nombre. Tras darle las gracias, Jesús fue hasta una sencilla
enciclopedia Larousse de su dormitorio. Allí, en el largo catálogo de la letra
M, lo encontró, acompañada, como toda revelación profunda, de un espanto que le
sacudió el corazón.
No sabía
dónde había oído, aunque seguramente fue en una película, que la noche es más
oscura justo antes de salir el sol. Él, en cualquier caso, no encontraba la
diferencia.
Se
acostó al poco del incidente, en torno a las once menos cuarto, después de
hablar con un policía sobre lo que había visto (u oído). Fue una noche
particularmente pesada; notaba como si tuviese un mango de metal bajo el cráneo
y su espina dorsal bailase la polca contra su espalda. Daba vueltas junto a
Charo, que parecía que había logrado dormirse, intentando imitarla. Si lo
consiguió, cosa que creía que hizo, no fue mucho tiempo. De lo que si se dio
cuenta, gracias a Dios, fue que al recobrar la consciencia, lo último que
recordaba había sido un sueño.
No sabía qué hora sería; primeros momentos
del alba seguramente, a juzgar por el tono gris iridiscente, parecido a
neblina, que cubría el apartamento. Se despertó con ganas de orinar, dejando la
cama con todavía más urgencia que la noche anterior. Ya aliviado, volvió despacio
al pasillo, con la intención de no despertar a nadie. Aún debían quedarle al
menos quince minutos antes de levantarse…
Un murmullo, procedente de su izquierda,
le llamó la atención. Hizo un alto, viendo la puerta de la habitación del bebé entreabrirse
sola, en el pasillo sin aire. Dentro, algo se movía.
Félix se quedó inmóvil, sin entender quién
podría ser ni cómo habría entrado, cuando la puerta se abrió del todo y aquello
salió al pasillo, deslizándose sobre el suelo. Sólo necesitó un vistazo para
saber que no podía calificarlo como ser humano; de hecho, ni siquiera pudo
asociarlo con nada conocido capaz de existir.
Poco a poco, sus ojos reconocieron al
intruso como una quimérica amalgama de todo lo que había odiado en su vida; todo
lo que le gustaría destrozar formando un cuerpo con detalles insignificantes.
En sí, recordaba a una serpiente; reptiles
que, no sabía por qué, era incapaz de ver sin sentir la piel tirante y unas
ganas locas de echar a correr. Su tronco de reptil, estaba adornado con gruesas
franjas verdes y blancas. Los colores del Elche Club de Fútbol (tradicionales
rivales de su equipo, el Hércules)… y algo más. Una vez, hacía ya casi veinte
años, durante un partido en el Rico Pérez, Félix aprendió que para la hinchada
el fútbol siempre es más que simple entretenimiento. A la salida, después de un
ajustado empate y entre las pullas, insultos y consignas habituales, uno de
aquellos imbéciles le estampó una botella de cerveza en la cabeza, haciéndole
una marca en el cuero cabelludo que conservaba bajo el pelo, y que quiso
cruzarle la cara con el mismo cristal roto; lo que habría hecho si dos amigos suyos
no hubiesen reaccionado a tiempo, reteniéndole mientras un policía local se
acercaba a poner orden. Pero si aquel uniforme parecía de broma, la cola
resultaba cruel, a un nivel muy íntimo.
A modo de cascabel, de aspecto metálico y macizo, colgaba un extraño
adorno, una esfera con una púa perpendicular, cruzándola de lado a lado. Una
bola del mundo atravesada por un destornillador, el logotipo de Globarator.
Con un nombre tan estúpido, le costaba
creer ahora que, durante un tiempo, aquella empresa pequeña (por no decir de
medio pelo) se posicionase como su principal competidora. Su poca categoría y
calidad, sin embargo, no les impidió oler al intruso en su territorio,
ofreciéndole unirse a sus filas de forma pacífica. Y, cuando él lo rechazó,
disfrutando con la libertad de ser su propio jefe, intentaron quitarle de en
medio. Nada de sicarios ni bombas lapa, por supuesto; su estilo era más
ponzoñoso: cosas como rajarle las ruedas a la furgoneta o visitar a clientes
suyos dejándoles propaganda… en papel y verbal. Tuvo que llegar al extremo de
pedir dinero a sus padres y a sus suegros para soportar la guerra. Cuando
Globalator por fin desapareció y no volvió (se fueron a otro sitio o quebraron)
se sintió como no lo haría hasta el nacimiento de Luz.
Pero lo peor era la cabeza, que sí era
humana, y la cara le miraba, viéndole con ojos humanos y desvelando una sonrisa
bajo labios humanos.
Lo peor no fue reconocer en ella retazos
de alguien, sino, más bien, percibir, alternadas como en un tiovivo, distintas partes
de varias personas que sí reconocía. Como la sonrisa del payaso de su clase,
rondándole como un buitre a la espera de intercambiar una hostia por un
castigo; o el del instituto, que prefería dejarle notitas insultantes. Los ojos
feroces de su primera novia, una loca que amenazó con castrarle si la dejaba, dando
paso a los ojos fríos de su profesor de matemáticas, hombre amargado que, a su
modo, encontraba placer jodiendo a los que tenían la desgracia de pasar por su
clase. Incluso le pareció percibir al tío Rubén; un hermano de su padre que,
cuando se quedaba solo para cuidarle, decidía gozar de la paz del desentendido.
Le encerraba en un cuarto con un vaso de agua y dos juguetes, o le mandaba
“ayudarle” a limpiar la casa… Tarea obligatoria, si no quería que le sacudiese
la espalda con una mano envuelta en una camisa. Si dejaba algo de marca, muy
tenue eso sí, se justificaba diciendo que Félix se había caído jugando en la
cocina. Y, si se atrevía a intentar rebatirlo, le doblaba la ración la
siguiente vez que tocaba cuidarle. Un hombre al que odió, sobre todo, porque le
hizo odiarse a sí mismo; no sólo por las muchas veces que le hizo sentirse
débil, indefenso e ignorado, sino porque cuando por fin murió, contagiado del
ambiente pesaroso de su ignorante familia, también lloró, añorándole como si
hubiese sido el mejor hombre del mundo.
En aquel momento, la cosa empezó a reírse
de él; su cara y cabeza habían quedado estáticas, pero cada carcajada sacudía el
cuerpo como un poste de portería golpeado por un balón. Era una risa extraña; sin
emoción o éxtasis, sólo el quedo “ja, ja, ja” de algunos juguetes infantiles. Y
que, por motivos que Félix no entendía, le hería, y mucho.
Sin poder contenerse, se lanzó sobre la
criatura, empujando su fea faz cambiante con las dos manos. Su cuerpo de gusano
se tendió como la paralela de una autopista, sin interrumpir su sesión de
risoterapia.
Félix, cada vez más furioso por la
insultante ovación recibida de aquellos símbolos de odio, se puso sobre él a horcajadas,
llevando las manos hacia su cuello. Luego no hizo nada, salvo quizás parpadear,
antes de formar con sus dedos un collar. Fue aquel instante de duda lo cambió
todo.
Cuando abrió los párpados, seguía en la
misma postura, arrodillado sobre un cuerpo que se disponía a estrangular. Pero
el odio, poco a poco, se disipó, y Félix se sintió confundido, y asustado. El
escenario había cambiado, como el objeto de su ira.
Las primeras luces diurnas aplastadas por
una persiana le dejaban reconocer el rosa, que lo llenaba todo. Sus rodillas reposaban
sobre la superficie mullida de un colchón. Y, bajo él, su hija Luz, boca arriba
y con la cabeza doblada, sonreía por efecto de algún sueño agradable. La niña
se dobló para cambiar de postura, cuatro tensos segundos en los que su padre
temió que abriese los ojos.
Y, mientras la durmiente seguía en
inocente silencio, Félix exhaló un largo y silencioso suspiro, a medida que
bajaba las manos. ¿Qué había pasado? Iba a matar a un monstruo sólo para
aparecer sobre su niña, para estrangularla sin motivo…
Su espalda se tensó al percibir sonido en
el dormitorio; uno que, por cómo se mantuvo Luz indiferente, le pareció que
sólo podía oír él. La risa que la criatura usó para provocarle seguía allí, más
alta pero con una intensidad muy diferente. Ya no era un sonido solitario e
impersonal sino colectiva; una amalgama de muchas voces, voces de niños. Y
reían de felicidad.
Entonces abrió los párpados
definitivamente, saliendo del sueño. Estaba tumbado sobre su cama, medio
cubierto por la sábana. A su lado, Charo dormitaba de espaldas a él. Con la puerta entreabierta,
la poca luz exterior dotaba al dormitorio del mismo color ceniza de la
ensoñación… pero nada más. Estaba en su apartamento con su mujer, su hija y su
hijo dormían y no había nada más con ellos.
A su derecha, el despertador de la mesita indicaba
que todavía faltaban quince minutos para empezar el martes. Pero prefirió
saltárselos. Estando despierto, esperaba, sería dueño de sus actos por completo.
Eran las
dos y veinte y volvían a estar los cuatro a la mesa. Charo alternaba entre el
puré de patatas de su plato y el bote de potitos de Adrián. Luz tomaba cortos
sorbos de su sopa de estrellas, intentando hacer el mínimo ruido posible, con
el rostro rígido y la vista hundida en su plato. Aunque era un nuevo día, su
anterior berrinche seguía fresco, y su padre, que tomaba fragmentos no muy
grandes de un filete de lomo adobado, se sentía incapaz de mirarla a la cara.
Le había pedido perdón, sí, prometiéndole además que el sábado le compraría un
helado, pero para los niños no hay mayor muestra de desprecio que el dudar de
su palabra. Luz lo superaría, aunque la flor del rencor mantendría raíces en su
cabeza durante una temporada.
En realidad, lo que lo avergonzaba eran
remordimientos de otra clase. Aquel sueño… ¿Qué era, qué podía significar?
¿Odiaría a la niña sin saberlo y deseaba su muerte? La idea le revolvía el
estómago; más con lo que estaban viviendo. Todos aquellos padres, amantes de
sus niños, que de pronto los mataban por las buenas. ¿Era una advertencia para
que no se dejase influir? O una profecía, un atisbo de lo que pasaría si
seguían allí…
Se apartó de esas ideas y de su falta de
apetito cuando el móvil de Charo sonó sobre la encimera.
—Vaya… —Al ir a levantarse, la cuchara del potito, en
su mano, se derramó sobre el babero de Adrián, que se apresuró a extenderlo
como una capa de masilla.
—Ya voy yo —se le
adelantó Félix, interceptando una mirada cargada de súplica.
Vio el número antes de contestar. Era
Jesús.
—Hola, Jesús. Soy Félix.
—¿Félix? Buenas. ¿Os pillo en mal momento?
—Bueno, estamos comiendo… —Bajó el tono, intentando no sonar tan
desganado como se sentía—. Pero si es rápido…
—Perfecto. Es sobre vuestra estatua. Creo… que
ya sé qué es.
—¿De verdad? —Entusiasmado, tapó el teléfono para decírselo a
Charo—. Es para hablar de la estatua. Ya sabe qué
es.
Ella asintió; sus ojos brillaron mientras sonreía,
triunfal.
—¿Crees… que podemos hablar en algún sitio en
paz? Tengo que contarte… algunas cosas chocantes.
—Claro. —Félix consiguió mantener el asombro fuera de
su cara—. Ahora vuelvo.
Le devolvió la palabra a Jesús cuando
llegó al sofá del salón.
—Bien, dijisteis que era del norte de África…
de Túnez en concreto, ¿no?
—Sí. Eso al menos dijo su dueño.
—Vale… Entonces sí. Tu estatua es un ídolo de
un dios.
Félix asintió para sí. En realidad, de
momento, no era nada que no hubiese intuido solo.
—¿Y… cómo se llama?
—Es un dios fenicio. Su nombre es Baal. Pero la
versión cartaginesa, la que tienes, se llama Moloch.
Moloch. No supo al principio por qué, pero
algo de aquel nombre le resultaba siniestro. Aunque, en aquel momento, le llamó
más la atención otra palabra empleada por Jesús.
—Cartaginés… ¿eso es del período romano, no?
—En realidad, de mucho antes. Esa estatua es
anterior a Cristo. Y, a falta de que lo confirme un experto, su valor podría
ser incalculable.
Félix se recostó contra el respaldo,
conteniendo las ganas de reír. Por fin una buena noticia. Y, desde luego, tanto
Jesús como Jeni tenían merecido su pellizco.
—¿Y… de qué era ese dios, exactamente? —Espero
que, para mí, de los billetes de quinientos, se dijo.
—Era el dios… que protegía la ciudad de
Cartago. Lo asociaban con el fuego y la purificación. Se suponía… que
garantizaba la seguridad de la ciudad y sus gentes y las lluvias de cada año.
Siempre, eso sí, que se le hiciese el sacrificio adecuado. Esta es la parte...
que prefiero que no oiga Charo.
—Como digas… —Félix perdió su repentino buen humor, al notar
como Jesús, siempre jocoso, se ponía serio—. Y el sacrificio era…
—Niños. Niños primogénitos. Los padres tenían
que estar presentes, y tenían prohibido llorar. De hecho… los cartagineses
creyeron que una derrota contra un gobernante de Siracusa, en Sicilia, que les
sitió, fue porque Moloch no recibió suficientes ofrendas. Después de aquello…
sacrificaron a más de trescientos.
Félix exhaló largamente; de golpe, se sentía como si hubiese encajado un
directo en el estómago.
—Pero, entonces… Esa cosa que hacía la estatua,
lo de rezar…
—Sí, eso… —Oyó una risilla amortiguada al otro lado de la
línea—. No te lo vas a creer.
—Venga, dilo; no seas tan capullo de dejarme en
ascuas.
Hubo un momento de silencio, como si Jesús
tragase saliva, recobrando la compostura.
—¿Sabes cómo hacían el sacrificio? Colocaban al
niño sobre las manos de la estatua y encendían un fuego debajo; supongo… que
para eso es el hueco que forma bajo la cintura.
—Ajá… —Félix asintió, sin saber muy bien si quería
saber adónde conducía aquello.
—Pues bien, ese fuego ponía en marcha… No sé
qué mecanismo interno; no sé si se conocen los detalles. Pero la cosa es que
levantaba los brazos y llevaba al niño a la boca hasta tragárselo… Y una vez
dentro de la estatua, se asaba… hasta quemarse.
El aliento quedó atrapado en la boca de
Félix; en cualquier otra situación habría intentado replicar con sarcasmo. Pero
sobre ese tema, no se le ocurría ninguna gracia. Hasta…
—De hecho, se supone… que las estatuas más
grandes tenían una especie de cajoncito en el culo para sacar las cenizas, que
metían en urna y dejaban en el templo.
Niños, estatuas grandes…
—Eh, un momento. Has dicho que esa estatua… se
comía a los niños. La nuestra no es tan grande; no creo que ni mi puño le quepa
en la boca.
Jesús amagó un resoplido, como dando a
entender que no le interrumpiese.
—Bueno, sobre eso… Encontré algo que habla
sobre… cuchillos. Sobre niños pasados a cuchillo. Hay distintas versiones de la
historia y seguro que más de una será un bulo. Pero puede… que algunos
sacrificios se hiciesen degollando a las víctimas. Y luego, al subir los
brazos, la estatua se bebiese la sangre, saciando la sed de sangre del Dios.
—Vaya. Sí que es algo…
—Sí, por eso he pensado que a Charo no le gust…
—Muchas gracias por todo, Jesús. Ya hablamos.
Félix colgó, quedándose el móvil en la
mano mientras pensaba cómo suavizarle la noticia a Charo. Iba a volver al salón
cuando, con el teléfono en la mano, se le ocurrió…
Salió al balcón, cerrando la puerta tras
él. Accedió a la memoria, sin estar seguro de si lo encontraría. Pero allí
estaba. Marcó y esperó; el tono sonó tres veces antes de recibir respuesta.
—¿Diga?
—Hola, Jeni. —Bajó la voz, no tanto para parecer agradable como para no
parecer ansioso—. ¿Qué tal?
—Bueno, estoy aquí, comiendo con mi chica, y…
¿Os van bien los muebles? ¿Hay alguna pega?
—No, todo está bien; muchas gra…
—Entonces, ¿para qué puñetas me llamas? —gruñó.
Félix se mordió el interior de las
mejillas, conservando su calma… antes de hacer perder a Jeni la suya.
—Escucha, puede que esto no me importe, pero…
quiero preguntarte algo.
—Tú dirás…
—Bien. —Al tomar se sintió vigorizado, preparándose
para recibir el alud que iba a provocar—. Quería preguntarte por la foto…
—¿Qué foto?
—El sábado, cuando mirábamos en la furgoneta,
en el armar…
Oyó un bufido, como cuando en una película
alguien con la boca llena de líquido se sorprende y escupe. Jeni tosió, antes
de responder.
—Eso… es sólo asunto mío. No te importa. Adiós.
—Esp…
Jeni colgó, dejando a Félix con la
palabra en la boca.
Podía esperar a otra ocasión para intentar
salir de dudas, pero se arriesgaba a tener una verdadera bronca con Charo por
usar su móvil sin permiso. Después de que la segunda llamada sonara y sonara
sin tener respuesta, se resignó a que, si quería resultados, debía ser más
cargante que su receptor.
—Oye, te he dicho…
—Sí, sé que no me importa, pero escucha —Debía ser tajante; aquello era un duelo donde
debía fulminarle antes de que hiciese lo propio—. Charo no se va a enterar, te lo juro. —Se inclinó sobre la barandilla—. Aparte… es por algo sobre la estatua.
Oyó un largo resoplido, pasos y una puerta
al cerrarse.
—¿Me juras… Puedo estar seguro de que no se lo
dirás a Charo?
Félix se lo dijo de todos los modos
posibles. Jeni suspiró y se mantuvo en silencio. Luego, por fin, habló.
—Dime, qué quieres saber.
—Es sólo… Pude ver un poco. ¿Quién era ese
niño… y por qué no queríais que lo viésemos?
—Eres un puto cotilla —le recriminó Jeni, provocándole un escalofrío.
Durante casi un minuto, temió perderlo en cualquier momento—. Se llamaba Marcel. Era… el hijo del tío de
Charo, Aurelio.
—Su hijo… —Félix lo repitió despacio—. Tu hermano entonc…
—No. No era mi hermano.
—¿Qué…? —Félix lo entendía menos cada vez.
—Yo… —Jeni volvió a tomar aire; al volver a hablar,
su voz se había vuelto rasposa—. No era hijo de su tío. A mí… me adoptaron.
Félix se alegró de tener compañía en el
piso; había abierto tanto la boca que debía parecer que le había dado un ictus.
Casi dos décadas de rumores sobre paternidad habían sido echadas por tierra.
—Vale —dijo al fin—. Supongo que ni Charo ni nad…
—Ellos… Margaret, su tía, desp… después de
tener a Marcel no pudo volver a tener hijos, así que me adoptaron a mí. Era
pequeño pero… no lo bastante para no enterarme.
—Y ese herm… anastro, Marcel…
—Murió.
Félix tragó saliva, pese a que se esperaba
esa respuesta.
—¿Cómo fue? En esa foto tendría…
—Fue a los siete años —precisó
Jeni—. Y no sé cómo.
—¿Qué? —Félix parpadeó, sin terminar de creerse qué
había oído eso.
—Sólo sé, me acuerdo… que un día, domingo, me
quedé dormido hasta muy por la mañana. Y cuando desperté… Margaret lloraba y
Aurelio no estaba. Me dijeron que le había pasado algo a Marcel y…
Jeni se interrumpió; aquello le conmovía,
aunque no tanto como para ponerse a llorar aún.
—¿Y alguna vez…?
—Nunca me dijeron nada —le leyó el pensamiento—. Aunque, muchas veces, oía a Aurelio llorar
en su dormitorio, con Margaret. Hablaban; yo intentaba enterarme, pero…
—Sí, sí, lo entiendo.
—Oye, ¿qué… —Félix se sorprendió de que Jeni tomó la
delantera en el interrogatorio—… qué has querido decir… con lo de la estatua?
Félix sintió frío. Estaba, simplemente,
pillado.
—Pues, te diré que… que han pasado cosas…
Al otro lado de la línea, Jeni se rio.
—No pensarás que está maldita o algo así, ¿no?
Porque, si lo estuviese, no os la habría dado.
—Bueno, tampoco parecía que te gustase mucho…
Félix se arrepintió al momento del
comentario; sin embargo, la respuesta de Jeni le conmocionó:
—Pues es precisamente por eso. Fue al poco de
conseguirla cuando pasó lo de…
Feliz tuvo que apretar la mano para
sujetar el móvil.
—Creo que desde entonces la miraban mal, como
si pensasen que tuvo algo que ver con lo de Marcel —Jeni bufó—. Qué tontería. Echarle la culpa a una…
—Sí, muy bien Jeni. Gracias por todo y perdón
por molestarte.
—De nada. Y acuérdate que me has pro…
Félix colgó, sin darse cuenta que ni se
había despedido; y fue derecho al registro de llamadas para borrar aquel largo
coloquio. Notando el sudor frío clavarse en su frente, empezó a resoplar,
hinchando sus labios a medida que un pensamiento, absurdo pero del que estaba
seguro, tomaba cuerpo en su cabeza. El domingo en la piscina, y por la noche,
la mañana y la tarde del martes, el hombre en la calle…
Se llevó una mano a la frente, presionando
sobre sus sienes como si aplastase a dos serpientes dispuestas a morderle. Era
verdad: cada vez que un padre había querido matar a su hijo, la estatua había
subido las manos, haciéndoles creer que rezaba.
Y yo
le echaba la culpa a Luz…
Félix
volvió pronto del trabajo esa tarde. Comprobó su reloj, las ocho y diez;
seguramente Charo todavía no habría vuelto del trabajo, dándole tiempo de sobra
para comprobar en paz lo que le reconcomía.
Encontró sitio para aparcar justo enfrente
de la urbanización y se bajó del coche con algo que había llevado todo el
camino de vuelta como copiloto: su compañero para derribar paredes y abrir suelos.
Con el grueso mazo de hierro pegado al
cuerpo, intentando disimularlo, fue directo al ascensor con las llaves en la
mano derecha pero, en vez de subir al tercer piso, las metió en la cerradura
del aparcamiento.
Al encenderse los tubos del techo, vio el
sitio para el Citroën de los Margena-Oblitas vacío, dándole unos veinte minutos
de margen. Fue derecho al almacén del 3-04, metió las llaves en la cerradura y abrió,
pero antes de entrar aferró el mazo como un talismán, tomando aire con fuerza;
preparado para lo que iba a hacer. Era una locura; una tontería tan grande como
culpar a un gato negro de un accidente de circulación o atribuir la miopía, la
calvicie y la halitosis a haber roto un espejo. Pero se encontraba viviendo una
locura. ¿Tenía sentido que cuatro padres y una madre quisiesen matar a sus
hijos de repente para arrepentirse al segundo?
El mazo colgó en su mano derecha, mientras
la izquierda apartaba la puerta y pulsaba el interruptor.
Parpadeó y la imagen no cambió; por tanto,
no alucinaba. Gimió mientras se llevaba la mano izquierda a la cara y la bajaba
desde la frente, borrando el sudor, las arrugas y la duda como un dibujo
erótico a tiza de una pizarra escolar.
—No me jodas, no puede…
Pero lo era, y haberse asegurado de que lo
era sólo contribuía a hacerlo más demoledor.
La estatua, Moloch, tenía los brazos
subidos.
Con un gemido, blandió el gran martillo
con las dos manos, asegurándose de dejar la puerta entornada después de entrar.
Se acercó despacio, amenazador, como esperando una respuesta, un desafío en él…
Moloch, una estatua de bronce con cabeza de toro que persistía en saciar su sed
infinita de sangre de niño.
—Muy bien… —Estaba solo; era tan consciente de eso como de
su propia cordura—. Sé que si me respondes… estaría loco. Sólo eres una estatua, un pedazo
de bronce de mil y pico años de antigüedad… pero, aun así, parece que eres más.
Nada; ningún sonido ajeno a él salvo el
crepitar de los tubos de luz. La estatua, con su boca abierta y su mirada
perdida, continuó inmutable.
—Has sido tú, ¿verdad? Esa gente que mataba a
sus hijos, que se volvían locos. Todo empezó cuando te trajimos. Cada vez que
subías las manos… Tú solo, como ahora, que te he pillado.
Ninguna novedad. Félix, por momentos, se
convencía más de que estaba haciendo una estupidez.
—Y el sueño de hoy, ¿tiene algo que ver con
todo esto? ¿No? Luz, también quieres que muera, que le haga daño. ¿Por eso me
has hecho ver eso? ¿Eh?
Entonces lo oyó; primero se asustó y se
volvió, pensando que alguien habría bajado y le había pillado en su monólogo.
Pero seguía solo; no había nadie fuera, y aquel sonido era demasiado concreto:
niños riéndose, incontables voces infantiles expresando satisfacción, iguales a
las que recordaba de su pesadilla… y que, aunque parecían salir de todas
partes, fue capaz de ubicar a través de la abierta boca de toro.
Félix bufó, no necesitaba más; dudaba de
que aquel fuese el mejor sistema para acabar con el problema, pero no se le
ocurría otro. Con precisión calculada, hizo atrás el mazo y lanzó la cabeza de
hierro contra el cuerpo de bronce. Quería que el negro puño borrase la silueta
de aquel demonio para siempre, aplastándolo como una lata vacía hasta dejarle
irreconocible…
El primer golpe alcanzó el estómago de
Moloch, produciendo un efecto diametralmente opuesto al que esperaba. Pensaba
que, aunque hueco, sería sólido y duro; que rebotaría un par de veces antes de
que la mayor resistencia del hierro la mellase, implosionándola como una
envoltura de bocadillo bajo la presión de una mano. En vez de eso, destrozó el
plano abdomen de bronce como una ventana, del que se desgajaron grandes pedazos
que repicaron con un tintineo metálico contra el suelo de cemento.
Del negro y desproporcionado ombligo
resultante, de diámetro algo mayor que una cabeza adulta, una vaharada de hedor
salió propulsada hacia Félix, envolviéndole y rondándole como una nube de
mosquitos. Pillado por sorpresa y sin poder contenerse, soltó el mazo y se puso
de rodillas, parpadeando porque le escocían los ojos y respirando por una línea
entre sus labios, aplastándose la nariz con el brazo derecho. Era asqueroso,
una mezcla asfixiante de podredumbre, óxido y cerrado, como un pedazo de carne
muerta dejada demasiado tiempo en una depuradora con goteras. Qué podía
producirlo, sin embargo, ni podía imaginarlo.
Instintivamente, miró al hueco, pensando en
encontrar su origen: un cadáver comprimido emparedado en el bronce, una rata que
se escurrió por la boca de Moloch. Sólo vio negrura, una gruta profunda y
hermética. Y, en el centro de aquel sepulcro, distinguió algo que se movía.
Félix dio un respingo, irguiéndose sin
levantarse; dándose cuenta de algo que le erizó la piel: la masa de risas
infantiles seguía coreando, ahora con más fuerza.
Procedían, directamente, del agujero en la
estatua.
—Muchas gracias, señor (Muchas gracias, señor).
Se levantó de un brinco, alejándose de
aquella emanación cáustica hacia la puerta. Sin darse cuenta pisó el mazo, dio un
traspié e impactando sobre ella espaldas, terminando de cerrarla.
Las risas habían parado, sustituidas por
esa voz; no en su cabeza, no en la distancia. Era aguda, musical y sin género;
de niño o niña de cuatro o cinco años, acompañada por un eco de muchas voces
iguales, arrastradas tras ella como un susurro.
—Qu… qué…
—Estamos aquí (Estamos aquí).
Otra vez las risas; a Félix le pareció que
rodeaban el agujero como un anillo de llamas.
—¿Qué eres?
—Somos (Somos)… niños (Niños).
Muchos, tantos (Muchos, tantos)… que
ya ni sabemos cuántos (Que ya ni sabemos
cuántos).
Superado su temor inicial, ahora que
empezaba a encontrarle sentido al eco, Félix se apartó de la puerta, respirando
con más calma… y sin perder de vista el borde del orificio.
—Nosotros
no pudimos vivir. (Nosotros no pudimos
vivir). Pero a cambio, podemos existir, jugar y disfrutar (Pero a cambio, podemos existir, jugar y
disfrutar)… por toda la eternidad (Por
toda la eternidad).
—Entonces… —Sintiéndose ahora más suicida que
estúpido, se atrevió a preguntar—. Tú, vosotros… ¿Lo habéis hecho todo…?
—Sí, claro (Sí, claro).
—¿Por…?
—Nos aburrimos (Nos aburrimos) —se adelantaron a su respuesta—. Demasiado tiempo
juntos, siempre los mismos (Demasiado
tiempo juntos, siempre los mismos). Por eso buscamos nuevos amigos (Por eso buscamos nuevos amigos). Por eso
les damos nuestro don (Por eso les damos
nuestro don). Después de entrar, están siempre con nosotros, siempre
jugando, siempre pasándolo bien (Después
de entrar, están siempre con nosotros, siempre jugando, siempre pasándolo bien).
Y volvieron a reír; una risita alegre que
empezaba a castigar su cerebro.
—Los padres… les habéis hecho…
—Es así como se hace, siempre lo hemos
hecho así (Es así como se hace, siempre
lo hemos hecho así). Los padres (Los
padres)… fingen querer a sus hijos (Fingen
querer a sus hijos). Pero (Pero)…
no se resisten a la hora (No se resisten
a la hora)… de hacerles daño (De
hacerles daño).
Félix sintió una arcada por algo más que
por el olor a cadáver, olvidándola al recordar algo que habían dicho.
—Y por… ¿Por qué me habéis… dado las
gracias?
Más risas, precediendo a su respuesta.
—Hemos estado aquí mucho tiempo (Hemos estado aquí mucho tiempo)…
Confinados, atrapados, cada vez más (Confinados,
atrapados, cada vez más)… pero sin poder movernos (Pero sin poder movernos). Atrayendo a nuevos amigos (Atrayendo a nuevos amigos)… a estar con
nosotros (a estar con nosotros).
Otra pausa, durante la que, al otro lado
del bronce, Félix volvió a ver algo deslizarse.
—Pero ahora… (Pero ahora) Has abierto una puerta para que podamos salir (Has abierto una puerta para que podamos
salir). Ya no tendremos que influir en otros desde lejos para traer nuevos
amigos (Ya no tendremos que influir en
otros desde lejos para traer nuevos amigos). En vez de eso (En vez de eso)… iremos a por ellos (Iremos a por ellos)… en persona (En persona).
Félix quiso replicar súbitamente, pero se
mantuvo quieto, y en tensión. Reconoció el siguiente movimiento del informe
cuerpo tras el hueco antes de verlo: un miembro extendiéndose hacia el
exterior.
Contuvo la respiración, esperándose
cualquier cosa: una pequeña pata peluda y sucia apelmazada por la suciedad; una
fría y coriácea garra de insecto acabada en afiladas púas; un miembro pálido y
leproso para el que la luz fuera tan desconocida como el concepto de Dios…
Sintió la presión comprimirle el pecho;
habría esperado de todo. Pero no eso.
Agarrada al borde inferior del agujero había
una mano de bebé, blanca y diminuta; tan delicada como esculpida en marfil y
brillante por efecto de una fina película rojiza, como recién salida de una
placenta.
Respirando a marchas forzadas, intentando
calmarse, Félix buscaba a tientas la manija tras él, sin perder detalle de la
extraña cesárea. A simple vista, diríase que era un bebé normal, engendrado de
forma imposible en el estéril vientre masculino de bronce; al menos si a la
mano la hubiese acompañado un estridente llanto de neonato.
Pero no recibió tregua; a la recién
restaurada calma siguió un miedo absoluto. La mano le siguió un insulto a su
razón: otra, igual a la anterior, se agarró al borde superior, ignorando el
grueso y afilado canto metálico. Y una tercera junto a la primera, una cuarta a
la derecha, otra más a la izquierda…
En cuestión de minutos, una decena de
manos infantiles rodeaban el hueco como una guirnalda de húmedas flores
descoloridas, y Félix no necesitaba ver lo que tenían al final para saber que
pertenecían a un único ser, ni qué se disponía a hacer.
Las pequeñas muñecas se contorsionaban,
cobrando fuerza para propulsar a su dueño al exterior.
Félix abrió la puerta y la cerró tras él de
un portazo, dejando atrás el mazo, las luces encendidas y un sonido de corcho saliendo
despedido con sólo una interpretación posible: la bestia encerrada había
saltado por la ventana que él le había abierto.
Cerró con llave y salió corriendo el
garaje, aprovechando la intimidad de los coches vacíos para recolocarse el pelo
y componer su mejor cara tranquila.
Félix
consiguió pasar en paz las dos horas siguientes, siendo su mayor logro que
Charo confundiese su forzada sonrisa y mirada ausente con simple cansancio. Luz
ya estaba más contenta, como si supiese
que su padre la creía, aunque no el motivo. Fue después de la cena, con la niña
recogiendo su plato y Charo palmeando a Adrián para que soltase los gases
cuando la muda voz de la responsabilidad le hizo dejarles un momento. Una bolsa
de basura bastante llena, aunque no del todo, fue su excusa.
—Huele demasiado; será algo que le echamos
ayer.
Con el contenedor cerrándose tras él,
volvió al ascensor y al garaje. No sabía lo que se encontraría, pero no podía
arriesgarse a dejar aquello libre; no
después de lo que había dicho.
Iremos
a por ellos… en persona.
Salió el ascensor como lo haría un buzo
con una jaula para tiburones. Llegó con pasos largos y silenciosos al
interruptor de la luz y lo aplastó.
Silencio y soledad; sólo los coches,
durmiendo con sus motores apagados, llenaban el subsuelo gris. Respirando
largamente, notando la presión de su pulso en brazos y sienes, Félix llegó
hasta su almacén. Tragó saliva, sintiéndose pegajoso y helado por su sudor,
mientras volvía a poner las llaves. Sólo la puerta le separaba de un horror
desconocido para el mundo; si era rápido podría recuperar el mazo y aplastarle
la cabeza; no sabía cómo sería ni si tendría, pero…
La luz interior le iluminó sin cegarle
gracias al paso por el garaje. La herramienta seguía tirada, como la estatua de
Moloch, con sus brazos aún subidos. Un rastro oscuro de sangre, tan negra como
la tinta pero todavía fresca, caía del borde inferior del orificio, demostrando
que lo que había visto fue real. Esta se extendía sobre el suelo como un
brochazo dado a ciegas, sin dejar pistas del sentido seguido por su autor… y
nada más.
A punto de llorar por los nervios, Félix
se agachó. No, era imposible que algo del tamaño que había intuido cupiese bajo
la estantería, y la mancha no llegaba al techo o tras la puerta o la estatua. Sencillamente, no estaba. Se había ido.
Tragando saliva con dificultad, agarró el
útil, apagó la luz, volvió a salir y cerró la puerta. En el silencio sólo roto
por su aliento, las luces del techo se apagaron, sumiéndole en apacibles
tinieblas parecidas a las de un sueño.
No estaba. ¿Dónde entonces? Había
respiraderos en el garaje, pero no había visto ninguno en el almacén, y aquello
no podría atravesar paredes. ¿O sí? De él, sólo sabía que ni siquiera debería
existir…
Yendo a tientas por el parking a oscuras,
inquieto, Félix llegó tambaleándose al ascensor. Estaba en alguna parte,
seguro. ¿Pero qué haría ahora? ¿Y a por qué nuevos amigos iría... en Villa
Solera… o fuera?
De vuelta en casa, dejó disimuladamente el
mazo en la entrada, besó a su mujer, a su hijo y a su hija y se metió en el
servicio. Mientras el agua caliente de la ducha empañaba los azulejos de suelo
y paredes, él lloraba, liberando su tensión… y sobre todo, su miedo.
¿Qué iba a pasar ahora? No lo sabía.
Quizás sería mejor no imaginarlo siquiera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario