EXORCISMOS S.A. - 1º PARTE
El mensaje se coló en Internet hacía cosa de dos mes, en forma de publicidad encubierta. No era como el virus de la policía, disfrazado de videojuego o cómo
un anuncio de viagra o de una página de sexo fácil; era un directorio oculto
que, al pulsar el ratón cuando el cursor desaparecía sobre el costado de la
página, te redireccionaba. El destino carecía de contenidos, lista de
servicios, ni siquiera un número de contacto. No aparecían responsables,
diseñadores o fechas de inauguración, sólo el nombre:
EXORCISMOS
S.A
LE
AYUDAMOS A SALIR DEL INFIERNO
También era extraño dónde podía
encontrarse; no en cualquier página o blog, sino en páginas de temáticas determinadas:
foros de autoayuda y, lo más curioso, foros policiales, de investigación
privada y de venta de material y entrenamiento de autodefensa. También parecía
que se entregaba en correos electrónicos particulares, como publicidad encubierta.
Sin contenido, la página era un misterio,
generando un torrente de rumores en Internet. Román Elcid, periodista de
investigación, tuvo una charla al respecto con José Tebano, jefe de la brigada
de Investigación Tecnológica en Alicante, por si era algún acceso encubierto de
páginas de contenido ilegal.
—Que es un tipo de virus es casi seguro, ningún
administrador de los sitios web donde aparece lo ha contratado ni recibido
dinero por anunciarlo. Lo que sea… —Se encogió de hombros—. Un acceso oculto a
material pedófilo o a contenidos de la Deep Web, todavía lo investigamos. Haré
declaraciones cuando tenga algo que decir.
Los posibles destinatarios brillaban por
su ausencia; si alguien había conseguido saber de qué iba, se lo tenía bien callado.
Román recurrió entonces a representantes eclesiásticos, responsables de páginas
de temática cristiana, y hasta a entendidos en ocultismo, pensando que ni el
nombre ni el eslogan estaban elegidos al azar. De nuevo, se estrelló contra un
callejón sin salida. Un portavoz del obispado renegó vivamente de la página,
asegurando que era una mofa contra las creencias de su fe y que tomaría medidas
para su cierre y procesar a los responsables llegado el momento.
El misterio crecía bajo la alfombra, cada
día un poco más. Román pidió permiso para indagar un poco más. La idea de la
exclusiva era tentadora. Por desgracia, sus directores eran prudentes.
—Nadie sabe de qué va esto. Es mejor
esperar a que la policía diga algo. Si mientras, tienes suerte y te enteras de
algo por tu cuenta, pues muy bien, adelante. Si no, pasa de momento.
El carpetazo le parecería la prueba de que
todos los tontos tienen suerte. A la mañana siguiente, mientras buscaba
información sobre un concejal que se había comprobado que asignaba licencias
públicas a dedo, María, la encargada del correo, lo llamó a su puesto.
—¿Qué quieres? —preguntó de forma hosca,
todavía quemado por la negativa.
Ella le miró entornando los ojos, su forma
de decir que ni se le ocurriese pagarlo con ella.
—Acabo de recibir este mensaje. Me parece…
que puede interesarte.
Román se inclinó sobre su hombro para ver
mejor.
Exorcismos
S.A.
Podemos contarle lo que quiere saber. Envíen a uno de sus reporteros
mañana al mediodía acompañado, de un cámara al menos. Que empiece a grabar al
llegar al destino.
Terminaba en una dirección. La del remitente,
en cambio, consistía en un galimatías de letras al azar, imposible de
identificar.
Cuando acabó de leer, Román, con ojos
brillantes, giró la cabeza y le plantó un beso en la mejilla.
—Muchas gracias, Mari. No sabes qué favor
me has hecho.
Imprimió el mensaje y fue con él al
despacho del director. Podía ser una broma; un chalado que había oído hablar
del tema y quería sus quince minutos (¿o eran segundos?) de fama. Pero ya tenía
algo, y que hubiese ido a parar precisamente a su editorial era mucho más que
suerte.
—Muy
bien, ya estamos.
La dirección era de un chalet modesto en
las afueras de un pueblo del extrarradio; una casa blanca pequeña de un solo
piso rodeada de falsas pimientas y eucaliptos, que daban al patio un aspecto
sombrío. Una valla de bloques de cemento la convertía en una isla rodeada de
descampados resecos y llenos de hierba. Una sombra en medio de un desierto.
Román acercó el coche hasta la entrada,
una puerta doble de reja pintada de negro.
—Empieza a grabar ya, por si acaso.
Su acompañante, Rafa Hernández, cogió la
cámara del suelo del coche y la apuntó a través del parabrisas. Román paró el
coche y se bajó.
—Oye, ten cuidado —le avisó su amigo—. A
saber lo que vas a encontrar.
—Quién sabe. —Se encogió de hombros—.
Puede que pidiese la cámara por eso, como gesto de buena voluntad.
A la derecha había un interfono. Lo pulsó
durante unos segundos; el timbre silenció a los pájaros. La estática se abrió
al otro lado, sin preguntar siquiera quién era.
—Buenos días, yo… Vengo por el mensa…
Alguien salió por la puerta principal, en
el lado derecho de la casa. El residente fue hacia Román con pasos macilentos y
tranquilos, sin llegar a mirarle, como si no esperase la visita.
Román frunció los labios, más nervioso
cuanto más cerca lo tenía. De unos cincuenta años, no era muy alto pero sí muy
grueso, con su protuberante barriga embutida en una camiseta interior de
tirantes, bermudas azul oscuro y chanclas negras. La ropa del que pasa mucho
tiempo en su casa, y eso que todavía faltaba una semana para agosto.
Su cara no era mejor, todo un poema de los
que hacen llorar. El pelo había crecido en mechones color café surcados por
canas, con una barba abundante y blanca colgándole hasta el cuello. En medio, bajo
una frente arrugada, los ojos castaños parecían expresar amargura. Un retrato
de una vida dura.
Mientras llegaba, se sacó del bolsillo
derecho un juego de llaves. Abrió sólo unos centímetros, lo justo para deslizar
la mano izquierda y pasarle un sobre blanco. Parecía casero, sin ninguna marca;
ni siquiera estaba cerrado. Dentro había una nota cuidadosamente doblada.
Nuestras
condiciones le parecerán extrañas, pero son innegociables: llegaré mañana por
la mañana con sus respuestas. Hasta entonces, permanezca aquí.
Su corazón tronó en su cabeza, mientras su
piel se enfriaba con cada línea.
Tendrá
comida, alojamiento y libertad de movimiento bajo cierta vigilancia. Antón le
cuidará bien. Sólo deberá mantenerse en la casa durante veinticuatro horas.
Puede conservar su móvil, pero mejor no intente usarlo. Su cámara podrá
recogerle con quien crea conveniente mañana a las 10:00. En caso contrario,
podrá usar las imágenes como prueba de su retención.
P.D: Puede entregar esta nota como prueba adicional; sólo pedimos que no
lo comunique a ninguna autoridad hasta pasado el plazo fijado.
¿Un secuestro? Nunca había visto uno
anunciado así, ofreciendo un alojamiento de cuatro estrellas. Rafa tendría que explicar
muchas cosas, por no hablar de que estaba muerto de miedo. Pero su deber era
informar, contar la verdad aunque significase jugarse el tipo.
Levantó la mano con la nota. Señaló con la
cabeza hacia el coche.
—¿Puedo ir… a decírselo?
Su casero (o carcelero) cerró los ojos; un
modo impersonal de darle la razón. Tampoco le importó esperar de plantón casi
cinco minutos, lo que tardó en convencer a Rafa.
—Joder, debes estar chalado. ¿Quieres
quedarte aquí por…?
—Oye, está todo arreglado. Lo has grabado,
¿no?
—Sí, pero…
—Es un trato. Y si pasa algo, sabes dónde
estoy.
Rafa se mordió el labio inferior, mientras
le miraba.
—Te falta un tornillo, Elcid. La gente
puede irse. Ese hombre puede cambiar de cara… Y todo por un troyanito de
mierda…
Román se limitó a pasarle la nota. Rafa aceptó
la derrota.
—Intentaré traerme a alguien, pero si no
sales a la hora, llamaré a la poli. Ah, y si el jefe te echa por payaso, es tu
problema.
—Gracia, tío.
Le dio la mano a través de la ventanilla y
luego esperó hasta que desapareció por el camino de tierra. Una despedida corta
pero emotiva; comprendió lo que había hecho cuando estuvo solo.
El hombre, supuso que Antón, abrió la
puerta para que pasase y señaló a la casa. Román fue hacia ella directamente;
un paseo podía poner a Antón de mal humor. Mientras caminaba, hundiéndose bajo
las sombras de los árboles, sentía que le seguía, a una distancia corta y constante,
sin dejar de vigilarle.
Las baldosas granates, el gotelé blanco,
las viejas cortinas con visillos, dejaban poco a la imaginación: aquel era o
fue un hogar familiar consolidado. La distribución de los muebles y la
decoración sobria evidenciaban una ocupación prolongada. A la izquierda quedaba
el salón; un sofá y un sillón a juego junto a una chimenea frente a un
televisor,con un DVD y una reliquia en forma de VHS conectados debajo. A su
lado, en la pared, la puerta a un cuarto accesorio; supuso que un trastero. A
la derecha estaba la cocina, una barra de mármol que encerraba al frigorífico,
la vitrocerámica, el lavavajillas y la lavadora; todos electrodomésticos en
buen estado pero de no menos de diez años. Y en medio, en la pared frente a la
entrada, un arco que daba a un pasillo, donde debían estar el servicio y los
dormitorios.
La decoración, además de modesta, era
deprimente. Un jarrón aquí, un payaso de cerámica allá, predominado el blanco
apagado; un tono triste de anticuario y funeraria. El color procedía de
fotografías enmarcadas; al menos una por mueble o repisa sin importar dónde
mirase. Docenas de ojos impresos unidos a los de su vigilante.
Al fijarse en la más cercana, sobre una
mesita, comprobó que el tema principal era un niño. De en torno a diez años,
delgado y bronceado, pelo castaño y desordenado, ancha sonrisa. Vistiendo
uniforme de fútbol, posando en un puente, subido a un burro. En algunas
aparecía con un hombre robusto, que reconoció aunque ahora no se pareciesen ni
en la mirada.
Román sintió en ese momento un vuelco en
el corazón.
La puerta se cerró tras él, la llave cerrando le devolvió a la realidad.
—¿Podré salir? —preguntó, alargando la
mano hacia su única salida.
Antón le miró secamente, un gesto con
muchas interpretaciones pero sólo un significado: desde Mala idea hasta Mucho cuidado.
Le adelantó, agitando el dedo para que le siguiese al pasillo.
Las cuatro puertas estaban abiertas. La
primera, pasado el portal, era el servicio. La de la derecha era un dormitorio
con una vieja cama de matrimonio y un armario. Debía ser la habitación de
Antón. Su guía iba en sentido contrario, pasando de largo una puerta abierta en
mitad del pasillo, hacia la que ocupaba el extremo. El cuarto de invitados.
De camino, Román ojeo en el cuarto
ignorado. Pudo ver la ventana abierta para airearse, una cama pequeña con una
colcha colorida y un oso de peluche sobre la almohada, una mesa cubierta por
torres de libros de texto y comics y un balón de fútbol en una esquina, junto a
un baúl de mimbre.
Suspiró con pena. Como imaginó, no era un
dormitorio. Era un santuario.
Antón gruñó para recordarle que no se
entretuviese, antes de apartarse. Al pasar a su lado, captó su mirada crispada.
La habitación de Román era agradable,
destacando como detalle cruel un ventanal hacia la entrada principal, una
panorámica de la salida hacia la libertad. Dentro de un día, si cumplían su
palabra.
Antón cerró la habitación cuando entró él ,
retirándose a sus propios asuntos. Aunque el portazo le sobresaltó, Román
comprobó que lo había hecho para darle intimidad.
El periodista pasó la mañana ojeando una
enciclopedia de arte, dormitando sobre la cama y visitó el servicio dos veces.
Al comprobar su teléfono vio que había perdido la conexión y la cobertura, cosa
que allí sólo podía significar que había inhibidores. En torno a la una, Antón,
tan silencioso que no supo si había estado dentro o fuera hasta que oyó un
extractor en marcha, le visitó. Hora de comer; pechuga de pollo a la plancha
con patatas a lo pobre, cerveza y agua. Una velada exquisita pese a la falta de
comunicación, tras la que Román volvió a su refugio.
No estaba tan mal. El único problema era
que oía ruidos.
Primero lo notó a media mañana, un momento
que se acercó a la ventana. Entre el susurro de las hojas y el canto de las
tórtolas, le pareció oír unos golpes amortiguados, producidos dentro de la
casa. No les prestó mucha atención al principio; tampoco duraron mucho tiempo.
Pero volvió a oírlos al mediodía cuando fue al servicio, y otra vez, un par de veces,
mientras comía. Cuando acabaron y se retiró, su espinazo se erizó: le pareció
que esa vez habían estado acompañados de gemidos de dolor, como sólo los
produce algo que sufre.
Miró a Antón, ocupado con la fregaza. O
no los oía o los ignoraba. De hecho, el hombre sólo se entretuvo para dirigirle
una de sus miradas severas. Román se abstuvo de preguntar al respecto y, sin más
que hacer, dejó pasar el tiempo en su bonita celda.
Después de acostarse temprano, la
naturaleza le llamó en plena noche. Según su móvil, eran la once y veinticinco.
Sin embargo, contuvo su vejiga, pasando a un segundo plano la necesidad cuando
abrió la puerta.
Una luz cruzaba el arco desde el salón. El
color azulado del televisor, característico de la noche avanzada, sin bombillas
que le hagan sombra. El volumen estaba bajo, seguramente para no molestarle.
¿Una afición casera de Antón? Varios sonidos orales, entre el hipido y el ronquido,
confirmaron que el anfitrión estaba viéndolo.
Román se pegó al marco derecho, espiando
desde el pasillo. Allí estaba; la peluda cabeza sobresaliendo del sillón. La
imagen era nítida pero de mala calidad, delatando su origen como de una cinta de
video casero. En ese momento, mostraba una cama cubierta por una colcha
granate. Se debió grabar en otro sitio; el cabezal y las paredes eran
diferentes. El audio, lleno de interferencias acústicas, era confuso; parecían
entremezclarse de fondo una risa adulta profunda con llantos agudos de…
Antón dio un respingo cuando una cara
saltó a primer plano. Un chico joven, castaño, piel bronceada, desfigurada por
los ojos entrecerrados y los labios apretados. Dos rastros de lágrimas le
bajaban por las mejillas. Román entrecerró los ojos, asombrado, al reconocer al
chico de las fotos.
Mientras lloraba, el niño salió despedido
hacia atrás, rebotando sobre la cama con una carcajada de fondo. Iba desnudo,
vestido sólo con calzoncillos blancos. Antón emitió un extraño resoplido. Al
mismo tiempo Román vio que acariciaba o tocaba sobre su cintura… Torció con
asco la boca, al imaginar de qué iba todo.
El objetivo se acercó; el niño se arrastró
hacia atrás tratando de huir. Un brazo musculoso se alargó, atrapándole por el
tobillo y arrastrándolo hacia sí. El niño chilló, diciendo algo así como que le
dejaran en paz. El cámara volvió a reírse.
Antón no dejaba de hacer aquella mezcla
entre sorbo y silbido, cada vez más parecido a una risa, mientras su brazo se
movía con más energía. Román cerró los ojos, preso de la pena y el asco;
emociones que creía olvidadas, de tanto que llevaba sin pensar en ellas.
Desde que murió su hermana.
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