domingo, 29 de julio de 2018


LA LARGA ESPERA -1º PARTE

El 86. Un número sencillo formado por palos rojos sobre una pantalla. Al menos, ya quedaba menos. Sólo tres. Después de casi media hora esperando.
    Javier Hidalgo se retiró a la esquina de la carnicería, a la silla liberada hacía un minuto escaso por una ancianita rechoncha de pelo gris (rígido de laca) que arrastraba un carrito de la compra gastado. Una más entre un millón; reconocible para sus hijos y nietos. Para él, otro número que le retenía. Necesitaba sentarse, descansar de la espera.
     Por fin le llegó el turno. Una pechuga de pollo, dos filetes de cadera, algo de embutido y 250 gramos de salchichón, chorizo, salami, jamón de York y medio queso de bola. En total, menos de diecisiete euros y casi cuarenta y cinco minutos de espera. Tras pagar, fue hasta su vieja Vespa, le quitó los dos candados de las ruedas (una vez vio uno partido limpiamente en dos alrededor de una farola; un cadáver abandonado para humillar a su dueño) y volvió a casa. De momento, la tortura había acabado.
     Desde que se licenció en diseño informático, la vida de Javier se reducía a dos cosas: aburrirse y esperar. Pasaba los días como recadero de sus padres, manteniendo limpia su habitación, los pasillos, la cocina y la galería. Mantenía llenas la nevera y la panera. Y, por supuesto, imprimía y repartía unos cuantos currículos aquí y allá; papel suave y barato perfecto para anotar direcciones, hacer crucigramas y limpiarse el culo.
     El resto de su vida seguía el giro de las agujas de los relojes a través de colas interminables. Colas en la carnicería, la verdulería y la panadería. Colas para sacar cita en el médico o el dentista. Colas para solicitar ofertas de trabajo en el INEM, buscando trabajos inalcanzables: carecía de experiencia en trabajos que, de promedio, requerían, como mínimo, medio cerebro:
     »Buenos días joven; hoy se solicitan cinco encargados de mantenimiento con cinco años de experiencia, tres repartidores y un dependiente con dos y váyase usted con viento fresco a tomar por culo. Adiós.
     Estaba prisionero de grandes números digitales, que lo retenían con minúsculos grilletes de papel a los que se aferraba como a una bendición. Sin dinero para gastar, se dedicaba (sin quererlo) a derrochar el tiempo.
     Su único consuelo lo encontraba al final del día, tumbado de espaldas y descalzo sobre la cama, con el móvil en la oreja y su novia Lorena al otro lado de la línea.
     —Hola, Javi. ¿Has tenido suerte hoy?
     —No —respondía a la pregunta habitual; no cansado o resignado, sino con una sonrisa seca en la boca—. Hoy sólo he tenido el culo pegado en siete asientos.
     Se la imaginaba, poniendo una mueca mientras reía. La distancia y las energías puestas en encontrar cómo subsistir habían limitado su relación a aquellas llamadas y a salidas algunas tardes—noches de los fines de semana. Al principio esto aterraba a Javier; que la poca solvencia y la distancia supusiese una divisoria entre ellos; una línea primero, una grieta después y un cañón al final. Por suerte, no era así. Lorena conocía su situación; estaba viviéndola en aquellos mismos momentos. Quizás las enfermeras estuviesen más solicitadas que los programadores, pero con tanta oferta, su demanda podía quedar demasiado cubierta. Lorena, al menos, se las apañaba dejándose caer por clínicas de distinta índole y cuidando a algún anciano (y, esperaba, sin rebajarse al cliché de llevar cofia y uniforme blanco sobre un conjunto de lencería).

Después de dos meses (reducidos a una semana de camarero en una terraza y un par de trabajos temporales descargando camiones) a Javier le tocó el que prometía ser un día entero en una mañana: comprar el pan, luego el periódico, luego pedirle al médico cita para su madre (convenientemente apuntada en un papel), acercarse en autobús a sellar el paro y, si le sobraba tiempo (lo único que tenía, en realidad) cortarse el pelo.
     De nuevo las filas, unas largas y rápidas, otras cortas pero duras. Desde su entrada en el país de los parados, había intentado pasar el tiempo en las colas de varias maneras. Una de ellas era leer. Había demasiado ruido y, normalmente, pocos asientos. Jugar con el móvil. La batería se gastaba demasiado rápido.  Escuchar música en un MP3. Se arriesgaba a perder su sitio en la cola. Como en un banquete de buitres, el puesto en la mesa lo determinaba cuánta hambre tenía el comensal.
     Pero al final, había encontrado un pasatiempo que daba resultado: echarle un ojo a sus compañeros de fatigas. No a sus conversaciones o diatribas sobre la salud, eso era personal (y según comprobó, a veces muy asqueroso) sino simplemente a la gente.
     La panadería, por ejemplo. Todo el mundo de pie, la mayoría de más de cincuenta. Había dos mujeres canosas con carrito, un hombre moreno con chaqueta vaquera, una anciana y dos hombres mayores más, todos ellos ofreciéndole la espalda en panorámica. Aparte de él, las únicas notas de juventud las ponía la panadera, de unos treinta y bien conservada pese a tener sus kilitos, y una niña, la nieta, supuso, de una mujer de pelo color fuego, contoneando nerviosa su falda al lado del carrito como un metrónomo.
     Otra joven víctima del tiempo, se dijo. Prepárate para sufrir.
     El quiosco, por algún motivo, estaba también inusualmente atestado. Un repartidor de gusanitos y de prensa, cuatro jubilados listos para hacerse con su periódico, un par de cuarentonas desesperadas por atrapar entre sus uñas pintadas el último número de Hola y un chico, no mucho mayor que él, que sólo quería unos chicles. Apartados de ellos, oculta entre los estantes llenos de revistas, una niñita se movía de un lado a otro, desentendida de los asuntos de los mayores. Que su madre, padre o abuela no le echase ni un vistazo era tranquilizador; demostraba que aquel era un sitio de confianza.
     Siguiente parada. Aquí las colas tenían más categoría. Se sacaban de un rollo de números, anunciada por un pitido bajo un cartel. Y, como sabían que iban a retener a mucha gente sin hacer nada, habían dispuesto una treintena o más de asientos donde matar el rato resolviendo la ecuación: veinte personas por delante, a razón de dos minutos y medio por persona hacen un total de… veinticinco minutos. ¿Respuesta correcta? ¡Pues no! Como toda ecuación, estaba sujeta a anomalías. La sencilla cita o trámite podía alargarse en tres, cuatro minutos según el paciente; uno de cada tres o cada dos, sin contar la suerte poco ocasional de que uno perdía la paciencia y se iba (sin tener el detalle de ceder su número).
      Echado en su asiento, sintiendo sus piernas cansadas, desgastadas y prematuramente envejecidas, Javier bostezó. Ver aquellos rostros macilentos, cubiertos por gafas de sol o mirando al vacío le hacía sentirse ingresado en un geriátrico. Mientras los veinte que le precedían se reducían, los que iban tras él (envidiándole u odiándole sin conocerle) no paraban de aumentar; debían ser ya cincuenta sin contar acompañantes. Los asientos vacíos empezaron a escasear y algunos hacían la cola en pie. Lo más desazonador era la impresión de que la juventud se agotaba en la sala de espera. Ya fuesen ancianas octogenarias, jubilados petanqueros o mamás cuarentonas, pocos había que no externalizasen el cansancio y el aburrimiento de su edad. Ya estuviesen sentados o en pie, mirando a las musarañas o consultando el teléfono, quietos, casi sin respirar, la sala tenía la vitalidad de un museo de cera.
       A simple vista, sólo había tres fuentes de movimiento; todas ellas muy jóvenes: en una esquina, tras un hombre de mirada severa, una chica con blusa negra, a juego con su larga melena, charlaba animadamente con su móvil. Dos asientos a su derecha, un bebé de dos años o así hacía cabriolas frente a su sonriente (y joven) madre. Y en el extremo opuesto (irónicamente, cerca del dispensador de números) una madre, esta con más años, movía adelante y atrás un carrito del que subía una risita gorgoteante, mientras ella se limitaba a resoplar para apartarse de la frente un mechón rebelde. Una mancha de existencia en el muerto panorama de la vida.
     Por fin faltaban tres números para ser reclamado; Javier se levantó, tras él oyó un trasero usurpar su puesto antes de tener tiempo de despegar su sombra. Tras un hombre calvo que hablaba con una enfermera detectó, sin embargo, un nuevo movimiento en la sala, acercándose por la derecha.
      Una niña, de entre siete y nueve años, salía a la luz tras las ciclópeas efigies de los adultos. No demasiado alta, llevaba un vestido con volante azul oscuro con rayas blancas, al estilo marinero. Llevaba el pelo castaño oscuro con raya en medio recogido en dos coletas, que le daban pinta de Pipi Calzaslargas formal. Javier quedó impresionado por su forma de andar, alegre y desenfadada, casi trotando, como si aquello fuese un soleado prado primaveral; tanto como la aparente indiferencia del resto de presentes, que parecían ignorarla.
     El timbre sonó, sacándola por completo de su cabeza.
     —Buenos días —empezó a forcejear con su cartera, para sacar la tarjeta sanitaria de su madre—. Quisiera pedir cita médica para…
     La oficina del INEM suponía el arte de hacer cola en su máxima expresión. Allí había una docena de mesas para uno solo de los cuatro posibles motivos de visita, identificados por letras (M en su caso). Al mismo tiempo, había menos asientos, pero estos eran más largos, pintados de blanco, sobre los que los pacientes solicitantes podían esperar preparando sus papeles, leyendo ofertas (cosa mucho más fácil de hacer por Internet o consultando las máquinas de allí, en opinión de Javier bastante inútiles) o, en su caso, ojeando a la gente.
     Pintada en su totalidad de blanco, resultaba más aséptica, más desinfectada que la sala de espera del centro de salud. Tras sus mesas, la media docena de funcionarios puestos allí para atenderles tecleaba mecánicamente a la espera de recibir un nuevo tributo; ya fuese un hombre adulto con barba, una mujer entrada en carnes con gafas o una chica joven con el pelo recogido hacia atrás, su labor les otorgaba la fría indiferencia de máquinas. A su modo, los parados no eran muy distintos; la gama humana en toda su diversidad reducida a labios firmes, cabeza levantada, mirada perdida, brazos cruzados. No importaba si eran un hombre negro de cabeza rapada y ropa arrugada, una chica famélica con extensiones color zanahoria y uñas púrpura o, la mayoría de las caras que llenaban la sala, hombres y mujeres morenos o castaños de expresión ceñuda y vestidos con vaqueros. ¿Sería la inquietud sobre lo que vendría después? Volver a casa; la casa del abuelo, de alquiler, el hueco de un portal.
     Aquella idea siempre le daba a Alejandro ganas de cerrar los ojos, de borrar aquel lugar de su existencia. La miseria tenía el honor de ser de las pocas cosas que igualan a todo el mundo.
     Y sobre ellos, el amo tiránico: el marcador que anunciaba las llamadas. Por efecto de algún maleficio, de alguna fuerza superior, parecía acelerar un par de veces, dándoles esperanzas para luego pararse, detener el tiempo, dejándolo pasar antes de permitir un nuevo avance. Pasito a pasito.
     Su martirio, en la esquina del banco junto a la puerta, duró treinta y cinco minutos exactos, momento en el que fue requerido por la mesa 12. Mientras acudía al encuentro de un hombre de pelo corto, cara cuadrada y gafas, comprobó que, al contrario que en su anterior parada, la quietud en el INEM era total. Los pocos niños que había (sólo vio uno, en realidad, de en torno a tres años) estaban sentados junto a sus padres; imágenes a las que parecían haberles quitado el volumen. Casi como si la gente allí se supiese condenada.
     Cuando ya giraba hacia las mesas a la izquierda, una niña estuvo a punto de tropezar con él. Se detuvo un momento, inclinándose para verla, incapaz de entender cómo no la había visto antes. La pequeña, de unos ocho años, estiró el cuello hacia arriba, imitándole.
     Bastante delgada, iba vestida con un traje de tirantes rojo con volante, adornado con puntos blancos. El pelo, color rubio ceniza, le caía en dos coletas sobre los hombros, enmarcando un ancho rostro con forma de pera invertida. Unos pequeños ojos azules almendrados, una minúscula nariz respingona adornada con unas pocas pecas y unos labios finos tan oscuros que parecían repasados a lápiz dieron paso a una sonrisa muy larga; una especie de disculpa de la chiquilla por el casi atropello. La imagen animada de una muñeca de porcelana.
     Alejandro quiso hablar, disculparse, pero no tuvo ocasión. La niña soltó una risita y se fue corriendo al bosque de gente a la espera. Sin más distracciones, sólo le quedó sentarse frente a la mesa 12.
     —Buenos días. ¿Qué desea?
     Mientras el funcionario le sonreía, Alejandro desplegó frente a él el contenido de una pequeña carpeta.
     —Venía a renovar mi cartilla –dijo—. Y ver si hubiese alguna oferta…
     El hombre le miró secamente; por un momento se le borró la sonrisa. Javier no necesitó decir más.
     Por último, la peluquería; de todas sus paradas la única en la que tuvo suerte: era la única con cita previa. Javier llamó nada más salir de la oficina y, veinticinco minutos después, a la una y diez, se mantenía rígido mientras una navaja acariciaba su nuca. A su alrededor, pedazos de pelo llovían como testimonio de su juventud gastada. El joven retoño era ahora todo un árbol. Y, con la llegada del otoño, las hojas muertas caían deslizándose por su arrugada corteza.

      El jueves por la mañana, la visita matutina fue a un supermercado, a por unas cuantas cosas que su madre olvidó poner en su última lista de la compra. En una vuelta a la infancia, Javier sentía ganas de gemir, patear y chillarle a su madre, pero se limitó a tragarse su frustración y obedecer.
     Llegó pronto, a eso de las diez y diez, lo que no le libró de esperar. Tenía el 75 y el marcador de la vez iba por el 52. Mucho tiempo entre jubiladas con carritos de la compra y media docena de mujeres con los suyos ocupados por bebés. Y, por si fuese poco, en aquel laberinto de cuerpos no había ninguna silla. Un alto en su vida donde meditó sobre todo lo que podía hacerse con ese tiempo gastado: diseñar una página web, escribir un libro, aprender mandarín.
     La cola había alcanzado el 68; cuarenta minutos después y al borde del síncope, Javier, con la lista arrugada en la mano, esperaba tras una mujer que no decidía qué tipo de mortadela quería. Fue en ese momento cuando, en la quietud de la fila sin fin, la vio.
     Una niña de uno ocho años pululaba entre las mujeres de la cola. Al principio se prendió de la parte trasera de la falda de una anciana de pelo azulado, que Javier supuso sería su abuela, pero a los pocos segundos la dejó, brincando hasta una mujer morena de unos cuarenta años.
     Javier no daba crédito, tanto por la insolencia de la criatura, que no paraba de plantarse frente a sus mayores y a mirarlos como si estuviese en una exposición de estatuas, como por la aparente indiferencia de estos. ¿Y su madre, o su abuela? ¿Cómo podía pasar de aquel modo?
     El joven gruñó con desdén; la fila había avanzado hasta el 72. Ya faltaba poco. Fue en aquel momento cuando la niña se le acercó.
     Su primer impulso fue un escalofrío, que le hizo cruzar los brazos sobre el pecho y encogerse. El segundo, en medio de jadeos azorados, fue de desconcierto. Algo le había asustado de esa niña, aunque no imaginaba…
     Lo entendió cuando estaba a dos pasos (o saltos) de él. Había reconocido su forma de moverse.
     La niña llevaba un vestido rojo con puntos blancos, con tirantes y volante. Su pelo era castaño oscuro y su tez muy morena, pero fue capaz de reconocer el peinado con raya en medio y las dos coletas. Igual que la frente amplia, los ojos almendrados, la naricita respingona y los labios finos, extendidos en una amplia sonrisa dedicada a él.
     Él ya había visto a esa niña parecida a una muñeca, aunque entonces era diferente. La misma que ahora se dirigía hacia él.
     Tras él, el marcador de los números sonó. Él no le prestó atención, retrocediendo hasta notar su espalda contra el cristal del mostrador.
     La niña pareció percibir su rechazo. Se detuvo frente a él sin dejar de reír. El marcador volvió a pitar.
     —¡Numero 75! –llamó el charcutero—. ¿Está aquí el 75?
     —¿Eh?
     Aturdido, sintiendo un poco de vergüenza, Javier se volvió, con el número colgando de sus dedos.
     —Sí, soy yo…
     Sin poder evitarlo, miró tras él. La niña no estaba. Recorrió con la mirada la cola que se perdía hacia el principio de la tienda. La quietud reinaba entre las señoras. Parecía que lo había imaginado, que había sido una ensoñación, un efecto secundario del cansancio.
     Mientras se volvía para afrontar al charcutero (un hombre grande que le miraba con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el delantal), sin embargo, fue capaz de detectar la cabecita morena que asomaba para tomar aire fuera del mar de mujeres.
     —Pe… perdón —–Javi se pasó el dorso de la mano por la frente al notar el sudor y empezó a leer la lista sobre el pedazo de papel arrugado.
     Con la lista en una bolsa transparente y un carro de plástico con un paquete de Coca-colas, pañuelos y un par de pizzas, Javier pasó a la cola de la caja registradora. Ocho cajas, sólo dos abiertas. Dos filas de reses esperando a que les llegase la hora.
     La espera fue más corta, aunque no necesitó consultar el reloj para saber que habían pasado sus buenos quince minutos antes de empezar a descargar sobre la cinta transportadora.
     Javier se sentía mal. Tenía las piernas agarrotadas y le dolía la espalda. Sólo quería volver a su casa. Y, sin embargo, se olvidó de todo eso al mirar por casualidad a la fila de al lado, irguiéndose con las mandíbulas apretadas.
     Estaba demasiado lejos para apreciar los detalles, pero se dio cuenta. Esta llevaba un vestidito verde, con estampado de flores blancas, era de piel anaranjada y pelo castaño. Pero lo demás ya lo había visto: su modo de moverse saltando con felicidad, el pelo recogido en dos coletas. Parecía ir de una persona a otra, como buscando algo que no acababa de encontrar.
      Se quedó quieto, dejando que los clientes de delante pagasen, preguntándose si estaría padeciendo alguna especie de alucinación que implicaba niñas. De momento, hasta que le llegase su turno en la cola, no perdió detalle de ella.
     Su forma de actuar era simple: iba con sus ridículos saltitos a lo largo de la cola haciendo altos momentáneos, en los que se quedaba mirando a algunas personas. Una anciana aquí, un hombre de aspecto hosco con dos barras de pan en el brazo… La mayoría de las veces se limitaba a mirarlas.
     Fue en la tercera parada, al lado de una mujer, cuando Javier se dio cuenta. La niña había estirado los brazos, agarrándose al brazo de la mujer. Esta hizo ademán de mirarla, antes de seguir con la atención en la cola. Después, la niña siguió su camino perdiéndose en la multitud.
     Javier volvió la vista al frente mientras su compra pitaba sobre el escáner y una cajera le daba el “muchas gracias” de rigor junto con su cambio. El joven se afanó en llenar su mochila y salir a la entrada del supermercado, todavía mirando a la fila.
     Ya no veía a la niña, pero, al menos, podía sacar en claro dos cosas de la experiencia: esas niñas, que parecían fotocopias y aparecían en las colas largas, querían algo de ciertas personas; por eso pululaban entre ellas para tocar a las elegidas. Y, según le pareció, aunque la ignorasen, el resto de la gente también podía verlas.

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