domingo, 14 de febrero de 2016

LA LOCURA DE LAS PUERTAS

     Era seguramente la pregunta más trascendental de su existencia. No cuál era el significado de la vida, ni la verdad sobre el amor, ni otra de esas chorradas que dejan años sin dormir durante años los sabios. Era algo más simple, elemental y, lo peor, diario:
     ¿Qué chalado va a tocarme hoy?
     Le consolaba que fuesen visitas tan rápidas y cortas como frustrantes (casi tanto como lo habían sido por el momento el trabajo y las relaciones, racha que esperaba cambiar desde ya). Además, ese turno prometía ser sencillo: dos paquetes en San Juan, uno en Mutxamel y sólo (gracias a Dios) seis en Alicante; librándose de ir hasta San Vicente, Agost o más allá. Y ese día en concreto no cambiaría una mañana ordenando el almacén por nada del mundo.
     Y, como esperaba mientras metía la escasa mercancía en la furgoneta de mensajería Speed M, la mañana fue tranquila; frustrante, pero tranquila: en San Juan, el anciano barbudo y arrugado que le recibió en un bajo recibió su paquete sobre marrón; no como Ramona Alenda, de la urbanización a la que iba dirigida una caja de cartón. Con suerte, podría hacer la entrega al día siguiente después de una llamada rápida y una cita express.  El paso por Mutxamel fue por el estilo, amargándole el dulce otra ausencia en la dirección de entrega, una panadería. Según ladró el dependiente, el destinatario de la caja (piezas de moto, pensaba) había tenido que ir a un recado.
     —¿Y me lo puede firmar usted? —pidió, esperando no tener que pasarse a la vuelta. .
     —No, lo siento. —Se encogió de hombros—. Tiene que hacerlo él para que esté bien.
     Que considerado.
      Ya sólo quedaba la peor parte: Alicante. Una sucia ratonera de calles sombrías entre torres megalíticas donde el tráfico te dejaba sordo y la gente andaba sin verte, como fantasmas; donde se vivía demasiado rápido para algo tan simple como atender a un mensajero.
     Por suerte para Pedro Cava, ya era como una extracción de sangre. La peor fue la primera, en un edificio de oficinas en Catedrático Soler donde una recepcionista le mandó a una secretaria, que lo rebotó a un ayudante que comunicó que el destinatario del sobre no estaba,  pero que no tenía problema en dárselo a la vuelta.
     —Muchísimas gracias, señor —le agradeció Pedro de corazón.
     Martina García y José Zarco, en La Montañeta e inmediaciones, sí estaban presentes para recoger sus sobres y, en el caso del hombre, pagar contra reembolso. Rodrigo Grau no estaba en su dirección de Alfonso el Sabio ni le contestó al llamar. Después de doce inútiles minutos para aparcar, Pedro deseó que el mensaje de correo no entregado le saturase el teléfono. De allí fue frente al mercado, donde Ana Camy se excusó por estar trabajando (acordaron que su compañero se pasaría por la tarde) y, por fin, en una callejuela de Ciudad Jardín donde se las vio negras para aparcar, no encontró a nadie en el domicilio de Olga Jareño. La futura dueña del, a su juicio, un libro muy grueso, debía de estar en clase. Después de que contestase el mensaje de teléfono “apagado o fuera de cobertura”, le envió el mensaje de entrega pendiente.
     Mientras volvía a la furgoneta comprobó su reloj: sólo eran las nueve y veinte y además de haber cubierto el servicio, le quedaba tiempo de sobra para volver a pasarse por Mutxamel antes de volver a San Juan. Tiempo de sobra para posibles imprevistos y toda una mañana por delante, para trabajar… y organizar.
     Se dio un manotazo en la frente, intentando grabárselo en la cabeza No podía olvidarlo. Tenía que preparar la comida, recoger la casa y organizar la cena, además de rezar para haber acertado con el regalo. Era el cumpleaños de Almudena, y las cosas no podían seguir como hasta ahora. Desde hacía algo más de dos meses, coincidiendo curiosamente con su comienzo en ese trabajo, su relación había iniciado una verdadera glaciación; el distanciamiento amenazaba con separar algo más que sus camas y el riesgo a un choque le hacía pensar en lo callado que estaría su apartamento estando él solo. Pero si el día acababa bien (una buena cena, una botella de vino un poco caro y un buen revolcón, o al menos eso esperaba), su única preocupación sería encontrar una profesión más segura.
     Repasó la lista de entregas en la parte trasera de la furgoneta, y echó un vistazo a los estantes confiando en que todo siguiese como debía. Lo que encontró le dilató las pupilas, provocándole un acelerón cardiaco al comprobar que era real.
      A la derecha del fondo vacío, entre el paquete de la panadería y el sobre del Mercado Central, había otro envío: una caja de cartón pequeña y precintada con la dirección en un pedazo de cartel pegado en la derecha.
     Pedro admitió al quinto parpadeo que estaba allí. No sólo no se acordaba de haberlo visto en sus seis paradas anteriores ni de haberlo metido en la furgoneta; con la lista de entregas delante, cada una con una X azul sobre su casilla correspondiente, no salía por ningún lado.
     Pues vale. Cojonudo masculló.
     Se subió y lo cogió, pegando la etiqueta frente a sus ojos con la esperanza de ver en la hoja una dirección que se le hubiese pasado por tonto; confirmando las quejas de su novia sobre su trabajo.
      Nº 4, C/ LAS PUERTAS, ALICANTE.
     Frunció el ceño. En dos meses llevando de un lado a otro papel dentro de papel, cerámica envuelta en cartón y vete tú a saber qué a los desconocidos tras la puerta 1, 2 ó 3, nunca se había encontrado señas así: no aparecían remitente ni destinatario, ni la empresa que había enviado la mercancía. Qué cojones, en esos dos meses había recorrido Alicante de cabo a rabo y no le venía a la cabeza ninguna Calle Las Puertas. Aunque, con todo lo que había olvidado poner, el remitente había tenido el detalle de dejarle referencias.
     ENTRE  ECONOMISTA FINADO VERDÚ Y CURA JUAN MIGUEL EVANGELISTA
     Otras dos calles de las que no tenía ni idea, y ni Finado Verdú ni Cura Evangelista caminaban sobre las líneas de la lista.
     Sin saber adónde ir (perdió su mapa callejero hacía dos días y no se le ocurrió reponerlo), Pedro agarró el paquete, lo sentó a su lado como copiloto y sacó el móvil.
     Mensajería Speed M, ¿en qué puedo…?
     ¿Loli? —No podía remediarlo, era incapaz de reconocer por la voz a las tres recepcionistas de la compañía por el móvil—. Soy yo, Pedro. Escuch…
     ¿Qué pasa, hay algún problema?
     eso iba decirte. Escucha, he acabado la ronda y… al ir a volver, me he encontrado un paquete muy raro.
     Entonces no habrás terminado la ronda, ¿no?
     Pedro se mordió la lengua, pensando en la sonrisita que debía estar cruzando la cara de su compañera.
     Mira, la cosa es esta: ni me acuerdo de haberlo cargado ni de haberlo visto…
     Pedro…  ¿Dices que se ha materializado…?
     Ni sale en la lista de entregas.
     Bueno, eso puede ser porque a Mari se le haya pasado.
     No tiene remitente ni destinatario; sólo dirección de entrega.
     Vaya… la verdad es que sí, es raro.
     Es raro. Si la tuviese delante le haría tragarse la lista.
     Bueno, hay que verlo… Pero te aseguro que ningún paquete que llegue a nuestro almacén va a la furgoneta sin comprobar antes… eso.
     Pedro suspiró, abrumado por la esclarecedora explicación.
     De modo que, si dice donde entregarlo…
     Esa es otra; no me suena la calle que pone. ¿Podrías, con el ordenador…?
     Un momento algo menos de un minuto de silencio después, roto por una silla al arrastrarse y un cajón al abrirse y revolverse—: El ordenador queda descartado; lo siento.
     ¿Y eso?
     Algún imbécil lo usó para abrir un correo. Nos han colado un virus.
     ¡Jo…! a sorpresa enmascaró la satisfacción de pensar que, posiblemente, el algún imbécil seria en realidad alguna.
     Bien, ¿y el sitio?
      Le dio el nombre de las tres calles.
     Umh, que raro… No sale en…
     Lo que te decía.
     ¡Ah, espera! Oyó una hoja de papel al pasar. Finado Verdú y Cura Evangelista… Aquí esta. Avenida Baronía de Polop, detrás del instituto Virgen del Remedio.

     La primera y única alegría de Pedro fue que no tuvo que ir muy lejos para encontrar aparcamiento, justo a la derecha de la dirección. Por lo menos, además de quedar cerca, su casi vacía furgoneta quedaba bien a la vista, por si tenía que correr hacia ella. Sin embargo, mientras dejaba atrás el vehículo cerrado con el paquete bajo el brazo, no pudo evitar sentirse inquieto, y no por estar al tanto de lo que se decía que podía pasar cerca de allí.
     La calle, flanqueada por las vías del tranvía, estaba desierta y en completo silencio. El instituto, vacío como era de esperar a mediados de junio, resultaba tétrico; rodeado de muros de cemento y vallas de metal, parecía una cárcel abandonada y sin vida. A su alrededor, donde debería haber coches con la radio a todo volumen, ancianos sentados en bancos o sillas plegables y niños escapando de sus padres o persiguiendo una pelota, no había nada; como si la vida fuese incapaz de empezar antes de las diez. Al pasar junto a los bloques de viviendas de seis pisos bajo las bandadas de aviones, vio todas las ventanas cerradas, los comercios con la persiana echada y las sombras de la calle arrastrarse desde los árboles. Le hacía sentirse rechazado; un insecto despreciado por peatones distraídos y, al mismo tiempo, que le observaban.
     Una serie de suspiros le calmó, cosa que no redujo el calor. Frente a él, la calle Las Puertas; visión que le sobrecogió más que nada visto esa mañana.
     Vaya… dijo en voz alta mientras hacia la cabeza atrás, trepando por sus cuatro pisos con los ojos.
     Lo más curiosos era, desde luego, calificarla de calle, especialmente viendo a sus vecinos. A derecha e izquierda, dos bloques de apartamentos, modernos pero ya desgastados constituían las calles Finado Verdú y Cura Evangelista; rectángulos blancos recorridos por grietas con balcones de ladrillo rojo cubiertos por toldos y colada secándose al viento. Pedro imaginó que las calles serian el pasillo que dejaban los edificios para que sus ocupantes pasasen. Si fuesen más anchos…
     A primera vista quedaba claro que quien urbanizó aquello llevaba más de dos copas de más.
     Encajado a la fuerza entre los dos edificios más modernos, dejando menos de treinta centímetros (que había que tenerlos muy cuadrados para llamarla calle) estaba el único ocupante del terreno de Las puertas.
      Era de aspecto antiguo, alargado, con una fachada desvencijada color arena tachonada en sus tres pisos por ventanas pequeñas y sin balcones y rematado por un tejado de tejas negras. Parecía un convento o una vieja escuela; un inmueble de otra época con una doble puerta maciza en su centro. Sin embargo, la puerta no estaba en mitad del lado largo sino en el centro del corto, de cara a él.  En contraste con el resto, era moderna, de acero pintado de negro con el plafón cubierto de cristal antigolpes. El tipo de sitio que uno espera ver convertido con los años en hotel o en cuartel y no en un bloque de residencias.
     Pedro se acercó al anacrónico portal y miró el rellano. Como toda vivienda moderna debía tener un timbre electrónico. Lo encontró a la izquierda, justo encima de un correo atornillado para la publicidad. Número 4…
     Su mano paró a dos centímetros del tablero, a punto de tocarlo. Pedro acercó, preguntándose si merecía la pena tocarlo.
     El tablero estaba vacío; sobre de rectángulos que marcaban los números sólo había un hueco recortado en el metal. Ningún timbre le serviría para entrar.
     Suspirando, sintiéndose vez más como un idiota, retrocedió. ¿Y ahora qué? Repasó el papel y los seis lados de la caja; ningún número de teléfono ni más comentario que la ubicación. ¿Una nota de aviso sobre la visita? Si no podía entrar tendría que dejarla en el buzón común o meterla por debajo de la puerta, donde cualquiera que pasase podría pisarla o usarla para sonarse los mocos; posibilidad que no le haría quedar demasiado bien en la compañía. Sería casi como dejar el paquete allí mismo y largarse sin firma.
    También podía, claro, encestarlo por una de las ventanas; sólo de pensarlo levantó la caja sobre su cabeza, provocando en su interior un cascabeleo de piezas sueltas. ¿Qué sería, una maqueta para montar?
     Pedro negó y se centró en pensar una solución. Se acercó al portal, agarró el tirador con la mano derecha…
     Abrió la puerta sin esfuerzo; un peso pluma de aspecto maciza. Al otro lado había un largo pasillo a oscuras, iluminado por la calle.
     Tanto misterio sobre el sitio cuando cualquiera podía entrar sin tener ni que llamar… Apretando la mandíbula mientras tarareaba una cancioncilla calmante, penetró en el edificio, dejando la puerta cerrarse sin delicadeza.
     El eco del cierre coincidió con su entrada en las tinieblas; una transición tan violenta que le paralizó por completo durante casi un minuto. No era sólo la falta de luz de un sitio cerrado; era noche cerrada a las once y veinte de una mañana de julio. Pedro podía ver porque la penumbra sin ventanas estaba iluminada por lámparas de gas de aspecto anticuado con campanas de cristal redondas en la pared izquierda, separadas entre sí por algo más de metro y medio. La única luz allí; sobre las paredes de un gris poroso no vio interruptores. Tampoco vio ascensor, ni escalera para cambiar de piso.
     Mientras se tranquilizaba, Pedro decidió que el sitio era demasiado raro para él y, después de todo, si la entrega no estaba en la lista, pasar de ella no podía ser culpa suya. Todavía con el paquete, se volvió.
     Una pared pintada de gris se levantaba frente a él; de la puerta que le había metido allí ni rastro. Pedro exhaló ruidosamente, casi dejando caer la entrega. Se agachó para dejarlo junto a la carpeta y se puso a palparla con las manos abiertas, arriba y abajo. Era real e incuestionable; estaba allí pero la puerta no. Le dio la espalda un segundo, antes de darle con el puño derecho. Su mano crujió, pero fue el dolor lo que le convenció definitivamente de que no alucinaba.
     No era, desde luego, un recibidor corriente. El pasillo, de algo menos de un metro de ancho, debía extenderse una longitud total de al menos veinte metros… que, a juzgar por la negrura cada vez mayor del fondo, podrían ser también cincuenta o cien. Si había una salida al otro lado, no podía verla.
     Sí podía ver, gracias a las lámparas, que cada una tenía delante, en la pared opuesta, una puerta cerrada. Se acercó a la primera. Pintada de negro, seguramente de roble o nogal, con un viejo picaporte de hierro labrado y un número de bronce en el centro sin mirilla: el 1. Al mirar adelante vio más puertas, todas iguales, perdiéndose en la distancia. De las dos siguientes extrajo los números 2 y 3.
     Por lo menos, parecía que iba a poder hacer la entrega; luego ya vería cómo salía.
     Recuperó el paquete y cruzó el pasillo sin dejar de mirar al frente, evitando que las sombras que sacaban de él las lámparas pusilánimes le distrajesen.
     Ya frente a la puerta 4, empezó llamando con los nudillos. No tenían timbres. ¿Tendrían al menos electricidad? El primer minuto se convirtió en dos; el ligero paquete se volvió pesado mientras sus brazos se cansaban y, cuando se quedó sin paciencia, volvió a llamar. O los residentes dormían o estaba vacío.
     ¡Eh! gritó a pleno pulmón. ¿Hay alguien? Tengo que entregar… un paquete…
       Su propia voz le pilló por sorpresa; sintiendo el dolor abrirse bajo su nuez. Volvió a llamar… y luego, recordando el picaporte, lo bajó con la mano izquierda mientras hacía adelante el cuerpo.
     Como esperaba, entró sin ningún problema, seguro de que si no le hubiese pasado lo mismo antes, se habría caído adelante sobre el paquete. Pedro terminó de entrar mientras la puerta se cerraba.
      Ya dentro, mientras lo estudiaba, Pedro decidió que el recibidor no era tan raro. En cambio, ese apartamento no tenía ni pies ni cabeza.
     Estaba en un pequeño salón con el centro ocupado casi por completo por una mesa redonda cubierta con un mantel de encaje y rodeada por cuatro sillas. Sobre ella, tres velas blancas sobre un candelabro de plata ardían, junto a otras en pebeteros puestos en un par de cómodas con armarios de puertas de cristal, llenas con juegos de vajillas, copas de cristal y cubertería de plata. Las paredes blancas a la vista parecían de cocina; sólo faltaban fogones, fregadero, electrodomésticos…
     A la izquierda había un pasillo de paredes también blancas que doblaba a la izquierda, formando un codo; lo mismo que en la pared derecha. Suponía que habría más habitaciones; desde las dos direcciones llegaba por igual más luz anaranjada de velas.
    Pero por la derecha llegaba algo más. Amortiguados por un fondo que parecía muy lejos, eran estallidos muy tenues, que le hacían pensar en chapoteos o lametones. En alguna parte alguien debía estar bañando a un bebé, así que por fuerza también tendría que haber alguien para recoger el paquete.
     ¡Buenas…! Se sintió cohibido de gritar allí de repente. Buenos días dijo al corredor derecho. Soy de mensajería Speed M. Le… Vengo a dejar un paquete…
     Mientras hablaba lo dejó sobre la mesa y se sacó la carpeta con la lista de entregas de debajo del brazo.
     Si no es mucha molestia, necesito que venga…
     Las remotas salpicaduras pararon. Cuando separó la capucha que unía el boli de la carpeta, notó un violento espasmo sacudirle todo el brazo; comprobó espantado que temblaba. Su boca confirmó que su subconsciente intentaba decirle que algo iba mal.
     Chasquidos débiles y óseos, no sabría cuántos, se oyeron al fondo del pasillo, animándole a dar dos pasos atrás mientras su piel se erizaba.
     ¿Hola? —No sabía por qué preguntaba; su voz salió aguda y ridícula.
     El sonido, producido por un roce sobre las baldosas grises del suelo, se repetía cada pocos segundos; volviéndose más fuerte. Se acercaba. Y al hacerlo, Pedro creyó reconocer también una respiración profunda.
     Se movió con la mandíbula apretada, poniendo la mesa entre él y el umbral, ahora que le parecía saber qué era, sintiéndose tonto por tardar tanto en reconocerlo; un riesgo constante en su trabajo que prefería evitar porque era superior a él.
     No le gustaban los perros; le bastaba recordar a Brutus, un gruñón Pastor belga llamado que compartió su vida hasta que tuvo siete años, y en su sustituto, un Yorkshire consentido y celoso llamado Tristón. Y se acordaba del pelo tapándole como un adhesivo asfixiante, los arañazos con sus uñas quitinosas y toscas, los gruñidos jugando que enmascaraban la el peligro de un mordisco…
     El perro debía estar a punto de doblar la esquina y, sin verlo, Pedro podía estar seguro de que era de una raza muy grande y adiestrado para recibir con entusiasmo a los intrusos.
     Mientras retrocedía chocó contra el mueble de la pared, haciendo traquetear los vasos y platos de dentro. El avance lento y deliberado se detuvo. Se inició un gruñido seco y prolongado que ganaba intensidad como las ondas de un terremoto.
      Pedro estuvo inmóvil de pies a cabeza mientras duró, sintiéndose aliviado. Hasta que sonó el ladrido. El perro, eso sí, de momento no se tiró a por él. Sólo volvió a avanzar…
     Rodeó la mesa, sobrevolando con los ojos el inútil paquete que le había metido en ese follón hasta ver la puerta 4: cerrada plácidamente, iluminada por las velas, tan lejos ahora…
      Pedro paró al tocar la superficie pulida de un dintel. Pensó en el acto en un armario en el que no se había fijado al entrar; bueno, al menos era algo.
     Dobló la cabeza, encontrando una puerta de madera con manivela de hierro negro, idéntica a la de delante.
     Le puso encima las dos manos y las bajó, abriendo sin dificultad.
     Mientras, oía tras él el comedor entero temblando; los objetos saltaban en sus estantes a cada paso del animal, mucho más grande de lo que podía imaginar.
     El perro debía estar al caer cuando Pedro atravesó la puerta. Dos pensamientos contradictorios, casi divertidos, coincidieron en su cabeza. Se había dejado la lista con todos los pedidos detrás, e iba listo el que pensase que iba a volver a por ella. Pero al menos, técnicamente, había entregado el último pedido.

     La puerta se cerró tras él, dejándole en una oscuridad más profunda que la del corredor. El miedo a haber entrado en una ratonera volvió, antes de darse cuenta de que tenía espacio delante y volvía a estar en silencio. De momento, estaba a salvo.
     Tenía algo macizo a mano izquierda; el tacto familiar de la madera confirmó que sí era un armario. Asomándose lentamente a su lado, vio un cuarto cuadrado gris ceniciento, que sería la mitad del grande que el comedor. Estaba en un dormitorio lo que no sabía era si seguía en el número 4 de la calle Las Puertas.
     A su derecha había un nuevo corredor a lo desconocido; este sí sin ninguna luz que lo iluminase. Delante tenía, pasada una llena de viejas fotos enmarcadas y figurillas de cerámica, otra puerta, la ruta lógica. Pero se sentía incapaz de no ver lo que había a la izquierda. Distinguió una cama cubierta por la sábana blanca...
     Pedro tomó aire y se apretó contra el armario, conteniendo una exclamación.
     La cama, con somier antiguo de madera, se levantaba unos diez centímetros del suelo con dos mesitas a los lados con velas encima. A la izquierda de la pared, entre ella y el armario, había otra puerta.
     Pero sus ojos estaban en la cama. La sábana estaba enrollada a los pies de un cuerpo pálido con la columna vertebral marcada y una retorcida maraña de pelo negro sobre la cabeza. La mujer (supuso que era mujer), no lo había descubierto. No sabía si dormía; no la oía respirar.
     Acorralado contra el mueble, Pedro enfrió su cabeza lo bastante para sopesar sus opciones: la segunda puerta lo complicaba todo, claro que para llegar a ella había que pasar junto a la cama…
     Un eco abrupto y apagado de viento expulsado por una caverna, le golpeó la nuca. Se arrinconó por instinto en esa esquina entre sombras, mirando a su derecha, al origen del sonido. El pasillo oscuro.
     Reconoció en la negrura una forma blanquecina tomar forma, movida por el sonido de pies descalzos y el jadeo de su respiración inminente.
     El hombre llegó al umbral, con Pedro tan retraído junto al armario que se había puesto casi de rodillas.
     Era enorme y pálido, un fantasma capaz de brillar en la oscuridad; tan lampiño como un lechón neonato. Un corto flequillo le caía sobre la cara, tapándole los ojos pero no la boca, abierta con expresión idiota. Iba casi desnudo, con una especie de toalla blanca en torno a la cintura. Miraba a la cama, respirando más deprisa por momentos.
     El hombre entró en el dormitorio, pasando frente a Pedro. Con una mano sobre la nariz, el repartidor le vio pasar.
     Que no me vea. Que no me vea…
     Su pulso subió al ver cómo, mientras pasaba frente al armario, la toalla se desenrollaba hasta caer al suelo. El colchón gimió bajo su peso, acompañado de una risilla. Y el sonido de besos.
     Pedro cerró los ojos, esperando a estar lo bastante centrado para moverse seguro. Hacer de voyeur no le atraía, pero para salir de allí tendría que llegar a la puerta. Sólo le parecía posible aprovechando que el amante estaba distraído. No podía, desde luego, volver por la puerta del perro, algo le decía que si intentaba razonar con él, dos veces su tamaño en interrumpiendo un momento tan íntimo…
     Pedro se asomó. El hombre recostado sobre su lado derecho, exhibiéndole su espalda desde la nuca a las nalgas. Estas se sacudían intensamente, con la cara demasiado ocupada besuqueando esa nuca y coronilla peludas y enmarañadas. Pedro sintió un reflujo ácido recorrerle la garganta.
     Por lo menos, ni le veía ni le prestaba atención. Podía hacerlo.
     Se separó del armario. Ahora estaba expuesto. Fue de lado, deslizando con cuidado un pie y luego otro, mirando siempre a la cama. Se tensó al pisar la toalla; el zapato no le libró de pensar que podía contagiarle como la lepra. Al pasar por la cómoda apenas respiraba, hasta le pareció dejar de oír su corazón cuando le pareció oír moverse la colección de adornos tras él. Al amante no le importó, o no se dio cuenta.
     Tres pasos más, la cómoda atrás, a punto de perderles de vista.
    Se paró con los gemidos. El hombre estaba quieto. Abrazado a la mujer, rodó para darle la vuelta. Hora del coito cara a cara.
     Pillado con la guardia baja, Pedro esperó a que empezasen los gritos y los golpes.
     La mujer le vio, el hombre seguía en la misma posición. Sus ojos se encontraron con los de ella. Eran sólo dos agujeros negros como el pasillo. Su boca, una dentadura completa paralizada en una sonrisa sin labios. La carne momificada era ocre y arrugada. Un cuerpo inerte entregado a un amor sin vida.
     Pedro quiso suspirar, liberarse de la tensión; pero si lo hacía podía gritar y correr, salir de allí, que era lo que quería.
     Su mano bajó el tirador; n le importó el ruido que hizo al cerrar de portazo.

     De la oscuridad casi total pasó a un anaranjado mediodía.
     Pedro, jadeando, apoyó las manos sobre las rodillas. Lo primero que sintió, aparte del la luz, fue el olor; una mezcla de aromas dulzones, intensos, penetrantes llenaba la sala.
     Como imaginó, era un comedor, con la cena servida; la esencia de la vida durante la noche. Era alargado, con una mesa de madera rectangular de al menos tres metros con doce sillas respectivas rozando casi las paredes. No había más muebles; en vez de eso vio en las paredes cuadros sala, relacionados de forma directa o no con la gastronomía: un mortero junto a una aceitera y una botella de vino, escena de caza con perros, un cerdo colgando del gancho con un cuchillo en el cuello, víctima de la matanza… A Pedro le recordó a la escena del monstruo sin ojos de El Laberinto del Fauno.
      Dios, esto es cada vez más raro.
     La luz venía de dos lámparas colgantes con cuatro velas encerradas en flores de cristal al final de finos zarcillos de cobre.
     Frente a él, en la esquina entre paredes, otra puerta cerrada. Mismo color oscuro, misma manija de hierro. A la izquierda, detrás del sillón señorial que presidía la mesa, otro pasillo abierto y luminoso y, más importante, otra puerta en la esquina opuesta.
     Pedro suspiró. Seguía sin entender de qué iba todo, pero empezaba a entender la tónica general: cada cuarto tenía una o más puertas que cruzar y un pasillo que parecía que guardaba una sorpresa desagradable.
     Este al menos era fácil. Tenía la puerta delante.
     Un gruñido agresivo y silbante retumbó desde el pasillo; las trompetas anunciaban la llegada del rey. Un inestable taconeo empezó a repicar sobre las baldosas en su dirección.
      Pedro gimió, apretando los puños.
      ¿Ahora qué?
     Tomó aire, decidido a llegar a…
     Un impacto, mudo pero muy doloroso, se le clavó a la altura del estómago. Apretó sus manos con fuerza, gruñendo. ¿Cómo no lo había visto? La mesa bloqueaba el camino en línea recta a la puerta.
     La mesa; lo había olido pero no había prestado atención. Estaba cubierta de platos, fuentes y bandejas sobre los que los complejos platos refulgían con docenas de ingredientes. Su olor suculento invitaba a tomar un bocado, una breve recarga de energía para…
     Un zumbido parecido al de una mosca le distrajo lo bastante para ver lo que tenía delante. Se le cortó por completo el apetito mientras otros olores, más intensos y volubles, entraban por su nariz. Soltó con asco la mesa y se tapó la boca, ahora para no vomitar.
     El sonido de tacones trastabillando estaba más cerca, seguido de otro gruñido porcino. Unos pasos más y el comensal le encontraría. Era imposible rodear la mesa, tendría que pasar por encima, tocando los platos y su contenido, tirar alguno al suelo… o por abajo.
     Con una idea útil por fin, se dejó caer y gateó como un niño hasta quedar totalmente bajo la mesa.
     Al fondo, las piernas del residente de la habitación se hicieron visibles. Pedro entornó los ojos primero y gateó unos centímetros para asegurarse de que veía eso.
     De color rosa vivo, esos muslos rellenos de grasa eran, fácilmente, el doble de anchos que su propia cabeza. Debía de ser muy bajito, lo que le hizo temer que pudiese verle ahí debajo. Sin embargo, su carne se estrechaba abruptamente a la altura de los talones, terminados en pies minúsculos con pequeños zapatos de tacón…
     Pedro parpadeó varias veces mientras masticaba con insistencia su labio inferior. No estaba seguro de si aquello eran zapatos, o iba descalzo, o eran pezuñas.
     Dos pasos más unidos a dos gruñidos, un jadeo y el estallido de una ventosidad, y llegó hasta la cabecera. Se subió en la silla y se inclinó sobre la mesa. Parecía que iba a cenar solo.
     Lanzó un chillido agudo y estridente, una mezcla entre grito de agonía de un jabalí herido y una manada de monos excitados; tan fuerte que Pedro se tapó los oídos, sintiendo su cabeza estallar. Hora de empezar.
     Se inclinó sobre la mesa y empezó a masticar. Lo hacía de forma ruidosa y chapoteante (con la boca abierta, seguro). Le costaba tragar; debía llenarse tanto la boca que le bloqueaba la tráquea; anunciándolo cada vez que lo conseguía con un eructo. Así un plato y el siguiente, sin reducir su voracidad o su apetito.
     Al otro lado de la mesa, Pedro veía varias migas de aspecto basto caer por los dos lados. Mientras llovía, visionó una cara de luna ancha y pálida, con una papada más grande que un anillo de Saturno dejando caer platos enteros mientras se pintaba con salsas y jugos. Y, aunque le revolvió las tripas, lo que hizo en realidad fue asustarle.
     Estaba con algo menos humano que el perro del 4 y peor que el necrófilo de la sala anterior. Y estaban separados por apenas cuatro metros…
     Pedro contuvo la respiración cuando aquel verdadero cerdo lanzó otro gemido, acompañado de gas disparado por los dos extremos de su cuerpo. Luego oyó su taconeo sobre su improvisado techo, su mascar a boca llena y cómo seguía moviéndose, arrastrando vajilla y cubiertos. Se había subido a la mesa y la recorría a cuatro patas; comiendo sin cubiertos, si no lo había estado hecho así desde el principio…
     Pedro sintió una punzada de dolor en el pecho, al darse cuenta de que el repiqueteo, aunque muy poco a poco, se acercaba. Tarde o temprano lo tendría encima.
     Era, por fin, su oportunidad. Mientras se acercaba por arriba, él podía huir por abajo.
     Un jaleo metálico sacudió el suelo sobre los bufidos, eructos y pedos de arriba; un plato plano de plata cubierto de una salsa oscura había rebotado a su derecha. A la izquierda, unos centímetros más cerca, una bandeja y otro plato cayeron junto a una delicada copa de cristal que estalló. Como imaginaba, iba a arrasarlo todo.
     Empezó a gatear sobre sus codos como un soldado en una pista de obstáculos, arrugando la nariz al sentir el olor que expulsaba condensarse en el aire.
     Debía tenerlo a menos de medio metro cuando paró de repente. Con el corazón apretado, Pedro reconoció los resoplidos de una nariz. Olisqueaba el aire, como si hubiese detectado un olor extraño, ajeno a la comida o que no hubiese probado antes.
     Esperó quieto con el codo derecho dispuesto a seguir adelante. Otro plato, este lleno a más de la mitad cayó, como el siguiente, más lleno aún, por el otro lado.
     O se estaba quedando sin hambre o no estaba a la altura de su paladar, pero seguía acercándose, y tirando…
     Cerró los ojos antes de centrarlos en el suelo, en las baldosas rojizas cubiertas por una fina capa de polvo mientras a su alrededor salpicaban salsas espesas, vegetales descompuestos, carne dorada o sangrante de…
     La tormenta pasó de largo por fin. Se olvidó de la cautela y se arrastró con la rapidez de una serpiente hasta salir de la mesa, momento en que se levantó. A su espalda, apreció el cambio producido: ahora el comedor estaba callado. Ya no quedaba nada que tragar o tirar.
     Su insoportable chillido volvió a castigarle los tímpanos. El mensajero corrió y atravesó la puerta cuando sus piececillos rebotaron a la carrera sobre el suelo

     ¿Quién eres? ¿Quién... está ahí?
     Había vuelto a saltar a un mundo diferente, sin el jaleo y la luz que dejaba atrás sala. Y, como novedad, se le negaba la opción de recobrarse con calma.
     ¿Quién eres?
     Le recibía una voz femenina, nerviosa por su violenta entrada.
     Acompasando su respiración para hacer menos ruido, Pedro miró a la izquierda, al origen de la voz. Volvía a estar en un dormitorio, pequeño y oscuro, aunque este sin mueble a la vista; incomprensiblemente visible en la falta de luz. Sí vio a su lado, por primera vez, una pared entera, sin puerta ni pasillo.
     Se sobresaltó al ver otra cama, ancha, de matrimonio, con su ocupante sentada sobre su arrugada sábana.
     La mujer, cabizbaja y con los brazos colgando frente a ella, tenía un pelambre blanco y tremendo cayéndole por encima, como si fuese una novia espectral llorando por haber sido plantada siglos atrás. Pero aunque cabizbaja, no parecía llorar ni estar triste. Más bien parecía que esperaba…
     Ho… hola dijo al fin Pedro, dando un paso al frente. Supo entonces que su aspecto anciano le había hecho bajar la guardia.
     Con un enloquecido chillido, la mujer se irguió de un salto, lanzando atrás la capa pelo para que Pedro viese su cuerpo completamente desnudo, haciéndole ahogar un gemido en su garganta seca.
     Sin ser tan vieja como aparentaba (no serian más de cincuenta y cinco años), su cuerpo era una amalgama informe de lorzas superpuestas de palidez engañosa, dejando un entramado enfermizo de venillas azules debajo. Sus pechos, en contraste con su cuerpo graso, se veían agotados, vacíos y arrugados como botas de vino, rematados por dos pezones con aspecto de capullos de flor marchitados.
     Y, debajo de su espectacular melena blanca, la cara. De aspecto fuerte con el mentón marcado que se suele representar en brujas, pero cubierta de marcas rojizas y arrugas profundas equiparables a la momia del anterior dormitorio, con la que compartía un rasgo concreto: los ojos. Si los de aquella eran negros, agujeros vivos en un rostro muerto, los de ella eran ojos muertos en un rostro vivo, cubiertos por una película lechosa del color de su pelo. Una vieja ciega y demente que, en vez de compasión, echaba atrás; sobre todo al sonreír. De las encías rojas asomaban dientes retorcidos y amarillos como estacones.  
     Pedro retrocedió, apartándose lo más posible de ella, consciente de que de poco serviría: en unos minutos la tendría encima, arañándole, forcejeando y luchando…
     La mujer salió despedida hacia atrás con un violento chasquido metálico, postrada otra vez entre gritos. Entonces reparó en los finos hilos negros enrollados en torno a sus muñecas, que se perdían bajo el cabezal de la cama.
     Estaba a salvo, estaba inmovilizada… La mujer volvió a levantarse y a cargar. Esta vez sus pies descalzos de uñas largas llegaron al final del colchón, el límite de sus ataduras, y empezó a arañar el aire frente a ella con garras de águila; intentando llegar a Pedro, inmóvil a escasos cinco centímetros de ella. El espacio que dejaba la cama para moverse era menos de lo que pensaba.
     Debieron pasar dos minutos de inmovilidad total cuando, por fin, la mujer se cansó y se dio por vencida.
     Perdón dijo, retrocediendo a su posición inicial. Pero… llevo tanto tiempo…
     Mantenía la cabeza erguida, sus ojos ciegos en él, como si le viese.
     No sabes… lo que te he esperado…
     La bajó un momento; Pedro comprobó que había empezado a trazar círculos con sus índices. Olvidó por un momento su brusco recibimiento; ahora que parecía haberse calmado podía intentar hablar conseguir ayuda, o una explicación. A lo mejor debería empezar por soltarla…
     Escucha, yo…
     Sí, ya lo sé. Qué quieres y a por qué has venido.
     Y, apartándose el pelo, expuso su desnudez mientras se tendía en el colchón con las piernas abiertas. No había dudas sobre sus intenciones. Pedro se quedó boquiabierto.
     Bueno… aquí lo tienes. Adelante, ven.
     ¿Qué era, una especie de prueba moral enfermiza? ¿Ver si se atrevía a hacerle el amor a esa mujer, a engañar a su novia?
     Dos formas oscuras se alzaban a los lados de la cama, contra la pared del fondo; al segundo vistazo comprobó que eran puertas.
     Podía intentar llegar a ellas y salir, aunque tendría que pasarle al lado.
     ¿A qué esperas? Vamos, empieza le animó con su sonrisa de cadáver.
     Pedro se relamió los resecos labios, sin estar muy seguro de qué decir.
     ¿Qué te pasa? ¿Soy tan guapa que te has quedado de piedra?
     Tenía razón en lo último sólo en el final de la frase.
      Escuche, señora…
      Se rió, incorporándose.
     ¿Qué dices? No soy tan vieja… ni tan dura como parezco. Empezó a enrollar un hilo invisible entre los dedos de la mano derecha. Vamos, cielo, te trataré bien.
     Yo… Se rascó la nuca, encontrando por fin las palabras. Oiga, yo… no he venido para esto.
     Volvió a reír.
     -Ya claro, ¿crees que me chupo el dedo? Para qué ibas a venir hasta aquí si… —Como dándose cuenta de algo, se llevó los mismos dedos a la boca. Claro que, si quieres, puedo chupar otra cosa…
     Pedro resolló, sintiéndose a cada segundo más incómodo. Y asqueado.
     Mire, estoy aquí aquí por accidente. Ni siquiera sé dónde estoy.
     Ya, claro…
     Hablo en serio.
     Sus palabras hicieron efecto al fin. La mujer bajó las manos. El desconcierto dobló su cara demacrada.
     No hablas en serio…
     Lo siento, pero sí.
     Venga, vamos. Pedro reconoció en su voz la frustración creciente. ¿Tú sabes lo que soy…?
     Óyeme tú. No sé muy bien lo que pasa, pero… lo seguro es que no voy a acostarme con usted.
     Su rostro se crispó durante un segundo; luego volvió a sonreír. Debía pensar que era broma.
     Ah, que gracioso. Claro, te asusta ser demasiado poco hombre para mí, ¿verdad?
     Se tumbó por completo de espaldas, las piernas completamente abiertas; Pedro comprobó que su vello púbico también era blanco.  
     No te preocupes, seré delicada. Además… puedo empezar sola… para que tengas menos de lo que ocuparte…
     Se chupó el índice y el corazón pretendiendo ser sensual. Luego los fue bajando por su cuerpo…
     Cuando empezó a tocarse, lanzó un largo gemido que, lejos de atraerle, obligó a Pedro a dejar de mirar.
     Por favor… Sonó como un niño suplicando. Ya está.
      Acababa de darse cuenta de que no podía hacer allí nada más. Pasó frente a la cama mirando a la pared. La mujer, entre gemidos, comprendió que iba en serio. Dejó de tocarse y fijó sus ojos de escarcha en él.
     ¿Me estás dejando, de verdad?
     Pedro no contestó, siguiendo sin mirarla. Ella rió otra vez, ahora de modo sardónico, indignada.
     ¿Tienes miedo, maricón?
     Pedro siguió, un paso tras otro.
     ¿Te lo puedes creer? ¿Una mujer de mi altura, totalmente a tu alcance… y te largas? ¡Ja! —La risa subió de volumen hasta volverse histérica. ¡Pues vete, marica asqueroso! ¡No me haces falta! ¡Debería agarrarte por ese pelo de niña, sacarte los ojos y luego cortártela a…!
     Sin más prisa esta vez que los nervios, la sensación de que sus insultos podían atraer algo peor, Pedro bajó el tirador y miró atrás por última vez.
     ¡Yo, la mujer más deseada en kilómetros, el coño más caliente de todo el país, la…!
      Lo que encontró se parecía mucho a lo que imaginaba: la mujer sentada sobre sus muslos, con los dientes apretados y sus ojos ciegos perdidos en la nada. Derrota y rencor en uno.

     Pedro sintió que era engullido por una galaxia; cientos de minúsculos puntos de luz atrapados contra un fondo negro le esperaban en el siguiente cuarto. La conmoción le obligó a parar y respirar. Los gritos de la vieja se habían quedado en la sala anterior, aunque todavía resonaban en sus oídos; contribuyendo a que se sintiese perdido, hundiéndose, hasta darse cuenta de que pisaba suelo firme.
     Pese a su abundancia, las estrellas de los muros eran tan pequeñas que el cuarto era algo más oscuro que el anterior. Se disponían de acuerdo con las paredes, sin ninguna en el techo, el suelo, ni en tres espacios rectangulares y altos que vio en torno a él…
     Dos pasos más y Pedro vio que derecha e izquierda los huecos no tenían puertas; nuevos vínculos oscuros con peligros secretos. Delante, enmarcada por las lucecillas, estaba la siguiente puerta.
      Mientras se habituaba al efecto, distinguió las luces parecían agrupadas en pares, lo que le animó a acercarse a la derecha, momento en que vio que parecían encajadas en formas más claras, como lunares en las alas de una mariposa.
     Sintió una nueva subida cardíaca al darse cuenta de que eran ojos mirándole.
     Los particulares portavelas eran máscaras; Antifaces, caretas, máscaras venecianas, máscaras de todo tipo, todas de colores claros difuminados en las paredes azul noche, sujetas de algún modo escondido tras ellas. Con mucho tiempo y trabajo les habían colocado dos minúsculas velas en las cuencas, para que no perdiesen detalle… y, de paso, dando a Pedro tiempo de adaptar sus ojos a ellas y al cuarto donde estaba.
     La sala, como la anterior, estaba casi vacía; sin muebles o estanterías porque estropearían el efecto nocturno de las luces. Pero no estaba vacía.
     Totalmente cuadrada, era más o menos el doble de grande que el dormitorio y tenía el suelo cubierto por una alfombra granate decorada con arabescos dorados. Desparramados sobre ella, se veían objetos volcados sin ningún orden, aquí y allá, entre él y la puerta.
     Pedro se agachó a verlos, temiendo que fuesen una trampa, como minas antipersona. Acuclillado, al reconocer sus formas estuvo tentado de coger uno, pero algo en su cabeza lo rechazó como la comida caída en el comedor.
     Coches de juguete. Patos de plástico. Cubos de madera. Juguetes.
     Era un cuarto de juegos infantil, muy desordenado pero nada más.
     Pedro miró primero al pasillo a su derecha y luego al izquierdo, antes de cerrar los ojos y aguzar el oído. No oía nada. No parecía que hubiese nada allá, acercándose o esperando. El silencio era total.
     El camino volvía a ser lineal, volvió a andar con la cabeza baja. A sus pies sólo había  juguetes, pero no quería romperlos, pisarlos ni que le tocaran. Como dos rompehielos, sus pies surcaban el mar de fibras despejando icebergs de madera y plástico. Un muñeco  soldado, una sillita minúscula, un oso de peluche.
     Así cruzó media alfombra sin darse cuenta. Pedro dejó de mirar al suelo, esperando no haberse desviado mucho.
     Una suave corriente le rozó la sien derecha, haciéndole un daño parecido a una quemazón; acompañado de un silbido que se fue convirtiendo en gemido.
     Dio un paso atrás, olvidando sus precauciones previas al detectar movimiento.
     Retrocedió. Sólo había aire, ondeándolo adelante y atrás como un péndulo mientras perdía velocidad.
     Pedro lo siguió, asimilando qué era lo que había caído del techo, casi estampándose contra su cabeza. Una cuchilla, se dijo instintivamente; un arma medieval al final de un brazo articulado para cortarle la cabeza… No, no era eso. No colgaba de metal o de cadenas, sino de una cuerda trenzada de aspecto carcomido; y no era de metal, sino de madera...
     Un columpio casero.
     Risas infantiles y nerviosas le llegaron desde atrás, obligándole a volverse. Oyó claramente pasos corriendo, alejándose por los pasillos. Las velas temblaron en las máscaras.
     Por supuesto, era un cuarto infantil, y debía haber niños; niños aburridos, maliciosos jugando al escondite, obligándole a jugar, o a herirle en el proceso.
     Lentamente, Pedro le dio la espalda al corredor, mirando al péndulo inmóvil. Se llevó dos dedos a la sien, sintiendo el dolor seco, sin sangre. Nada grave.
     Cuando consiguió avanzar, algo le decía que varios ojos pequeños le seguían.
     Un gemido de bisagras viejas volvió a pararle, encogiéndose de hombros a la espera de ser golpeado. Se mantuvo tenso con el corazón haciéndole eco en la cabeza, con el gemido continuando y sin pasar nada. Cuando se cansó de esperar, Pedro miró atrás, a la esquina derecha.
     Algo se movía, en un vaivén cíclico. Un viejo caballito de madera, seguramente echando de menos las posaderas de un jinete tanto como el columpio.
     Pedro suspiró, relajándose y sintiéndose aliviado y burlado.
     Delante suyo se produjo un murmullo, acompañado de varios golpes suaves. Se volvió a tiempo de ver algo pequeño deslizándose por la alfombra a sus pies.
     El mensajero saltó atrás, aplastando algo y no cayéndose por poco mientras levantaba las manos para protegerse. No hizo falta; se paró antes de tocarle.
     Una pelota de plástico azul y roja, moderna pero muy gastada.
     Por detrás volvieron las risas de los niños.
     Pedro bajó la cabeza para que esos ojos brillantes no viesen su miedo. Cuando iba a salir, el eco de un bebé llorando salió de un pasillo. De cual, ni lo sabia ni le importaba.

     Pedro contuvo la respiración un segundo, antes de soltar una exhalación violenta. Sentía sus pulmones, su pecho y su piel sudorosa arder.
     Estaba en un sitio con un armario a su izquierda y una cómoda con fotos delante; familiar pero a la vez diferente. Debía ser el orden en aquel laberinto; primero una sala, luego un  dormitorio; una ligera transición de una pesadilla a la siguiente.
     Una idea repentina hizo chirriar sus dientes. ¿Era aquello, de verdad, una sucesión de habitaciones interconectadas, o estaba yendo en círculos, perdiéndose más en aquella oscuridad y sus dementes…
     Aspiró varias veces antes de limpiarse el sudor de la frente. Luego se asomó desde el armario.
      Ya sabía que le esperaba una cama. Al ver a su ocupante, de espaldas a él, pálida y a medio cubrir por una sábana traslúcida, sintió una punzada fría en el pecho que le erizó nuca y brazos.
     Era ella, seguro; el cadáver profanado que encontró al escapar del perro. Eso significaba que las puertas se interconectaban de algún modo, devolviéndole a…
     Su cuerpo se agarrotó al comprender: su enorme y callado amante debía seguir allí.
     Pedro repasó la habitación. A su derecha, junto a la cómoda, el hueco negro del corredor; a la izquierda de la cama otro, al otro una puerta, frente a él…
     Un gemido en la cama le hizo mirar, demasiado agobiado para asustarse. La figura femenina giró sobre su espalda, quedando acostada boca arriba.
     Suspiró aliviado. Una mujer joven, y viva; tenía el pelo negro suelto en una melena sedosa, rasgos femeninos marcados y piel color nácar. Su desnudez se entreveía bajo la sábana. Sólo dormía; se veía su nariz temblar.
     El sonido de algo cayendo al suelo rompió su pacífico encanto de sirena. Venía de cerca, del corredor junto a la cama…
     Has vuelto a hacerlo, ¿verdad?
     Una voz masculina acusadora, colérica.
     ¿Me oyes? ¿Me oyes, mala puta?
     Pedro se sobrecogió. Flexionó un poco su costado derecho, listo para desplazarse lejos…
     Hubo una explosión enfrente suyo; dobló las piernas y se dejó caer  con las manos sobre la cabeza. Un disparo, de una escopeta de perdigones. En la pasillo sin luz oyó algo caer  y deshacerse en trozos arenosos…
     Ahora se acercaban pesadas botas. También oyó algo que sonó como una recámara de escopeta al abrirse.
     Has vuelto a engañarme, ¿verdad, zorra? El arma recargó. A follarte a otro en nuestra cama.
     La mujer, por respuesta, lanzó un tenue gemido y encogió durante unos segundos las muñecas. Seguía dormida.
     Pedro se arrastró, más movido por la tremenda furia de los insultos que por saber que aquel hombre que se acercaba iba armado… y de saber lo que haría con su escopeta si le encontraba.
     Sin tiempo para levantarse y correr,  se arrastró hasta meterse bajo el somier de madera.
     Las pisadas aminoraron al llegar al dormitorio. Pedro vio dos pies colosales (por lo menos un 44), al final de pantalones caqui. Debía llevar la escopeta sujeta a la altura del pecho.
     No te quedes callada ahora. ¿Lo has hecho, verdad?
     La furiosa voz del hombre hizo temblar el suelo bajo Pedro. Desde encima del colchón, silencio.
      No te hagas la dormida. ¡Contesta!
     Otro suave gemido.
     El hombre lanzó un gemido. Una explosión ensordeció a Pedro, que se cubrió la cara con los codos. Varios pedazos de cristal y madera cayeron de la cómoda.
     El hombre recargó.
     Crees que puedes hacerme esto… Traer a otros a mi casa, y follártelos en mi cama, tú, tú… ¡Mi mujer!
     Otro disparó seguido de recarga; tras los pies de Pedro un trozo de escayola se desprendió del techo.
     Debería enseñarte lo que es bueno. ¡Debería volarte la cabeza ahora mismo mientras te haces la virgen desnuda en mi cama!
     Pedro notó su pulso y sudoración aumentar. Imaginaba a aquel salvaje furioso apuntando a la joven desnuda, pulsando el gatillo y reventando el colchón. La sangre le empaparía no se ahogaba en la suya propia, roto por los balines.
     Se mordió el labio inferior y se tapó la boca con la mano izquierda.
     Una sacudida metálica. Esperó el disparo.
     Pero sigue aquí, ¿verdad? volvió a preguntar, seguramente ajeno a que la mujer no le escuchaba. No os ha dado tiempo a terminar y lo has metido por aquí, ¿no?
      Su palabras no tranquilizaron al escondido.
     El hombre giró sobre sus talones y apretó el gatillo. La lluvia de astillas hizo pensar a Pedro que había hecho un buen boquete al armario.
     Separó los dedos para dejar salir su aliento. Mientras se limitase a destrozar el dormitorio…
     De modo… que el mierda este que cree que puede joderme está aún aquí…
     Volvió a volverse y a disparar. La madera partiéndose le hizo comprender que había agujereado la puerta por la que había entrado. Pedro pensó qué se vería al otro lado de la nueva mirilla.
     Y, ¿sabes qué? preguntó—. Creo que voy a buscarle, a buscarle y a encontrarle…
     Un destello enfrente atrajo a Pedro.
     …y, cuando lo haga…
     Sus ojos se estremecieron, dilatados al reconocer lo que bajaba.
     … haré que chupe esto… como tú debes de haberle chupado la…
     Pedro dejó de oírle desfogarse; todos sus sentidos pendientes del largo tubo negro que se asomaba por el borde de la cama. La escopeta bajaba, y parecía que los tobillos también.
     Pedro pegó la cara al suelo, pensando que se mimetizaría mejor y que el brillo de sus ojos podía verse.
     A ver, dónde puede estar…
     Un paso, sonido que antes le sobrecogía, ahora le alivió. El cañón volvía a subir. El hombre se acercaba a la puerta agujereada y al otro pasillo.
     Estás por aquí. ¿Verdad, cabrón?
     Se apoyó en el marco, gritando a la oscuridad.
     ¡Espera, hijo de puta! Cuando te pille vas a saber lo que es joder.
     El loco disparó a la oscuridad, dejando caer el cartucho rojo humeante antes de sustituirlo. Se fue por el pasillo, vociferando.
      Pedro no perdió el tiempo, giró noventa grados como una tortuga panza arriba y se arrastró fuera de la cama, pasando sobre la escayola destrozada hasta levantarse, a los pies de la cama.
     A su derecha, la Bella Durmiente se encogió como si tuviese frío. Pedro, olvidando un momento que debía salir pitando, se fijó en que sí resultaba muy sensual. Puede, pensó, que si él fuese su novio también fuese un poco celoso… aunque sin llegar al extremo de la escopeta.
     Mientras los pasos se alejaban, miró a la puerta rota. Pese a la distancia, Pedro se sintió atrapado por aquel vacío, como si le succionase un sumidero. Lo que vio le cautivó.
     La luz de las velas había desaparecido, sustituida por la oscuridad de la noche cerrada, veteada ocasionalmente por el paso de ligeras columnas vaporosas, como humo o nubes…
     Apretó los nudillos, consciente de que no se había movido de la planta baja, que supiese. Pero, aun así, no había visto ninguna ventana en ninguna habitación por las que había pasado, aunque desde fuera el edificio se veían muchas.
      Te oigo canturreó la voz desde la oscuridad. 
     Pedro se volvió en el acto, mirando al corredor. El jaleo había parado.
     Bueno, si me ahorras el buscarte…
     Los pasos se reanudaron, de vuelta al dormitorio.
     Pedro se volvió; la nueva puerta parecía deformarse como una sonrisa que se alegraba de recibirlo.
     Sé dónde estás… no puedes esconderte.
     Se lanzó hacia la manija, bajándola.
     ¡Ah, te tengo!
     No llegó a oír la explosión.
    
     Sintiendo sus articulaciones doloridas y su estomago revuelto, Pedro jadeaba. Había vuelto a escapar. Pero, ¿cuánto más podría seguir…?
     Cuando miró al frente se sintió pequeño, desprotegido y expuesto. Había algo en esa habitación, algo diferente…
     Tenía delante, al final de un suelo de baldosas oscuras, una pared gris y picada sobre la que brillaba una pequeña lámpara de gas.
     Pedro miró a izquierda y derecha, respirando cada vez más rápido. Delante había más luces, y detrás una pared cubierta de puertas de madera con números.
     Volvía a estar en el recibidor.
     Eufórico, queriendo saltar y gritar como un niño celebrando un gol, analizó la puerta que le había devuelto allí. La 7. De manera que sí se había desplazado por los apartamentos…
     El corredor le seguía pareciéndole igual de largo. ¿Cuántos habría en total?
     Pedro volvió a mirar a los lados. La oscuridad se comía las lucecillas, viendo que al fondo era tan compacta como  una roca cerrando una cueva. No veía ninguna salida, pero al menos sabía de dónde venía.
     Empezó a ir a la derecha, dejando atrás las puertas 14, 15, 16… Era como si la oscuridad le siguiese. Parecía que el final del pasillo avanzaba, como huyendo de él. Al mirar a la derecha, vio que iba por la 26.
     Resopló, frustrado, y apoyó en la pared para descansar un momento, durante el cual miró a la lamparita que tenía enfrente.
     Tenía un pequeño recoveco debajo, con algo dentro que brillaba. Y había otro rincón debajo de la anterior, y en la siguiente y siguientes también.
     Pedro se frotó el mentón, preguntándose cómo no los había visto antes. Se acercó a ver qué era. Sólo se sintió más confundido.
      Tres gruesos anillos de oro reposaban sobre un soporte dentro del pequeño cuadrado, reflejando la escasa luz de lámpara que entraba. Allí debía entrar poca gente, por lo que no era tan raro que se dejasen joyas así a la vista. Unos pasos hacia la derecha había una serie de anillos y aros enlazados, seguido de dos cadenas de oro y un collar de perlas, sujetos a un modelo de…
     Pedro tragó saliva antes de perder el aliento, a medida que entendía lo que veía. Debía de ser sólo una reproducción muy conseguida…
     No lo era. Las joyas colgaban de un cuello color canela, con los extremos superior e inferior cortados limpiamente. Retrocedió unos pasos, comprobando que los anillos, que le parecieron unidos a una especie de almohadilla, atravesaban una oreja; así que el fino falo de los anillos debía ser…
     Notando sus poros (que creía ya secos) sudar, Pedro se alejó de la pared, sintiendo sus piernas inestables y su cabeza nublada. No olía nada, pero se estaba mareando, y la idea de perder el sentido allí era suficiente para sentir escalofríos violentos como de gripe.
     Iba al fondo, con pasos inseguros que ganaban fuerza poco a poco…
     Había alcanzado el 29 cuando oyó tras él una especie de estallido.
       Miró atrás, preocupado por si el señor Marido Engañado le había seguido. Pero, pensándolo mejor, más bien parecía algo de metal muy grande dando contra el suelo, como una estantería al volcarse.
     No vio nada raro; todas las puertas cerradas y las lucecitas se perdían a lo lejos.
      En ese momento precisamente la lámpara más lejana se apagó, no como si le cortasen el grifo sino como si algo la arrancase y lanzase al fondo. Instantes después la siguió la siguiente, algo más grande, más cerca de él, y la siguiente…
     Las pupilas de Pedro se dilataron. Su corazón bombeaba más sangre y respiraba más deprisa. Con cada luz apagada, el pasillo se hacía más oscuro… Hasta que lo entendió de otro modo.
     La oscuridad se acercaba. Se llevaba las luces. E iba a por él.
     Pedro, sintiéndose restablecido, apretó el paso segundos antes de empezar a correr. Sus zapatillas deportivas resbalaban, amenazando tirarle al suelo tres veces, cosa que evitó agitando los brazos. Detrás,  la certeza de que con la oscuridad algo se movía, apretando las pequeñas campanas de cristal hasta romperlas y arrancando sus soportes metálicos. Y a la vez empezó a oír otra cosa, que no reconoció al principio, que no sabía muy bien a qué asociar.
      Entonces se acordó de los huecos en las paredes.
     Ris-ras, ris-ras. Metal contra metal, de un cuchillo afilándose. Más inspirador que vítores animándole a llegar a la meta.
     Se lanzó pasillo, rebasando el 36, el 37, el 40… Pedro perdió la cuenta de puertas casi al mismo tiempo que su arrojo. Su pecho ardía, obligándole a resollar como una gaita mientras los calambres empezaban a pincharle las pantorrillas. Pero siguió; no podía parar mientras el pasillo a su alrededor se iba volviendo más gris y su cabeza adolecía el esfuerzo y la falta de oxígeno. Había conseguido dejar distancia con la hoja afilándose, quizás suficiente para pararse a respirar; no podía seguir sin reventar…
     Sus pies rebotaron sobre el suelo mientras captaba como a su izquierda el 47 daba paso al 48…
      Delante, dos o tres puerta después, paró en seco, conmocionado por lo que encontró.
      La oscuridad se había disipado. Frente a él, otra pared gris. Y, manchándola, la puerta maciza que le había metido de cabeza en aquella trampa. Con suerte, ahora le sacaría de ella.
     Parecía que su perseguidor también la había visto, porque el ritmo de su entrechocar subió hasta parecer el chillido de un murciélago, enfadado de que su nuevo trofeo fuese a escapar.
     Pedro, pese al dolor que sentía desde la garganta a la ingle y la tentación de volverse para escupirle a la cara, prefirió ir a lo seguro. Se inclinó, embistió con la furia del toro ciego adelante y al dar el metal contra su hombro, empujó.

     Salió a una luz cegadora apuntada a sus ojos. Se tapó la cara con las manos, pero no paró; dando traspiés sobre bordillos hasta oír un claxon en alguna parte. Una mole se le echó encima por la izquierda.
     Pedro consiguió hacerse lo bastante a la derecha para que sólo le rozase el capó de aquel Renault que frenaba, y llegar a la acera de enfrente.
     Allí, inclinado con las manos en las caderas, jadeó, tosió y escupió. Estaba bañado en sudor y su interior seguía abrasado por el pánico. Pero lo había hecho. Era suficiente para reír. Y con su sonrisa victoriosa se volvió hacia atrás, a la calle Las Puertas
     Delante, a la derecha del instituto Virgen del Remedio, sólo un había descampado color arena cubierto de piedras y alguna mata raquítica. El terreno bajaba hasta acabar en un muro de ladrillo firmado por grafitis de un metro, al otro lado del cual se veía el cartel de una gasolinera de Repsol. Ni los bloques de viviendas que formaban las estrechas calles Economista Finado Verdú y Cura Juan Miguel Evangelista, ni el avejentado edificio con pinta de convento del que había salido. La muerte, como todo cobrador de morosos, parecía que, tras fallar en recobrar su precio, se limitaba a irse para volverlo a intentar.
     Pedro comprobó su reloj. Las diez y veinte; más o menos la misma hora a la que fue a entregar el paquete. Y había pasado allí dentro. Mucho tiempo ¿Un sueño, una especie de alucinación?
     Jadeando, se alejó tambaleándose hacia la calle de la furgoneta; al menos ella no se había movido de allí. Tras comprobar que no había pedido las llaves, la abrió y entró.
      Quiso gritar. En el asiento del copiloto estaba la carpeta con la lista de entregas y el bolígrafo azul, como si no hubiesen salido de allí nunca.
     Pedro los recogió; notando entonces que debajo había otro papel.

     La puerta blanca de Mensajería Speed M se abrió con un crujido hacia adentro.
     Dios, chico, ¿qué te ha pasado? Estas hecho unos zorros…
     La buena noticia fue que Pili fue servicial y no pidió explicaciones. Sí, los de la lista eran todos los pedidos registrados, y sí, habían sufrido la infección de un virus esa mañana, aunque una visita de urgencia del técnico lo había remediado. Pero no se acordaba de que la hubiese llamado preguntando por una dirección. Y, ya con acceso a Internet, la búsqueda fue esclarecedora.
     No, no existe ninguna de esas tres calles en Alicante. Pili le miró con el ceño fruncido. Pedro, ¿seguro que estas…?
     Sí, tranquila. Le enseñó la carpeta. Voy a dejar esto y luego… ya sigo.
     Todavía tenía mucho que hacer en el almacén y con la furgoneta antes de irse a su casa, darse una ducha y prepararse. Aún tenía que organizar un cumpleaños.
     Pero, antes de despachar con el encargado, asegurándose de que nadie le veía, arrugó una pequeña nota de papel del tamaño de medio folio y lanzó la bolita a la papelera del pasillo.
     Nadie le prestó atención a aquel papel, sólo él conocía su contenido:

     ENTREGA EFECTUADA, PAQUETE RECOGIDO. MUCHAS GRACIAS POR SU DILIGENCIA.

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