LA LOCURA DE LAS PUERTAS
Era seguramente la pregunta más trascendental de su existencia. No cuál
era el significado de la vida, ni la verdad sobre el amor, ni otra de esas chorradas
que dejan años sin dormir durante años los sabios. Era algo más simple,
elemental y, lo peor, diario:
¿Qué chalado va a tocarme hoy?
Le consolaba que fuesen visitas tan rápidas y cortas como frustrantes
(casi tanto como lo habían sido por el momento el trabajo y las relaciones, racha
que esperaba cambiar desde ya). Además, ese turno prometía ser sencillo: dos
paquetes en San Juan, uno en Mutxamel y sólo (gracias a Dios) seis en Alicante;
librándose de ir hasta San Vicente, Agost o más allá. Y ese día en concreto no
cambiaría una mañana ordenando el almacén por nada del mundo.
Y, como esperaba mientras metía la escasa mercancía en la furgoneta de
mensajería Speed M, la mañana fue
tranquila; frustrante, pero tranquila: en San Juan, el anciano barbudo y
arrugado que le recibió en un bajo recibió su paquete sobre marrón; no como
Ramona Alenda, de la urbanización a la que iba dirigida una caja de cartón. Con
suerte, podría hacer la entrega al día siguiente después de una llamada rápida
y una cita express. El paso por Mutxamel fue por el estilo,
amargándole el dulce otra ausencia en la dirección de entrega, una panadería.
Según ladró el dependiente, el destinatario de la caja (piezas de moto,
pensaba) había tenido que ir a un recado.
—¿Y me lo puede firmar usted? —pidió,
esperando no tener que pasarse a la vuelta. .
—No, lo siento. —Se encogió de hombros—.
Tiene que hacerlo él para que esté bien.
Que
considerado.
Ya sólo quedaba la peor parte: Alicante.
Una sucia ratonera de calles sombrías entre torres megalíticas donde el tráfico
te dejaba sordo y la gente andaba sin verte, como fantasmas; donde se vivía
demasiado rápido para algo tan simple como atender a un mensajero.
Por suerte para Pedro Cava, ya era como una extracción de sangre. La
peor fue la primera, en un edificio de oficinas en Catedrático Soler donde una
recepcionista le mandó a una secretaria, que lo rebotó a un ayudante que
comunicó que el destinatario del sobre no estaba, pero que no tenía problema en dárselo a la
vuelta.
—Muchísimas gracias, señor —le agradeció Pedro
de corazón.
Martina García y José Zarco, en La Montañeta e inmediaciones, sí estaban
presentes para recoger sus sobres y, en el caso del hombre, pagar contra
reembolso. Rodrigo Grau no estaba en su dirección de Alfonso el Sabio ni le
contestó al llamar. Después de doce inútiles minutos para aparcar, Pedro deseó
que el mensaje de correo no entregado le saturase el teléfono. De allí fue
frente al mercado, donde Ana Camy se excusó por estar trabajando (acordaron que
su compañero se pasaría por la tarde) y, por fin, en una callejuela de Ciudad
Jardín donde se las vio negras para aparcar, no encontró a nadie en el
domicilio de Olga Jareño. La futura dueña del, a su juicio, un libro muy grueso,
debía de estar en clase. Después de que contestase el mensaje de teléfono
“apagado o fuera de cobertura”, le envió el mensaje de entrega pendiente.
Mientras volvía a la furgoneta comprobó su reloj: sólo eran las nueve y
veinte y además de haber cubierto el servicio, le quedaba tiempo de sobra para
volver a pasarse por Mutxamel antes de volver a San Juan. Tiempo de sobra para
posibles imprevistos y toda una mañana por delante, para trabajar… y organizar.
Se dio un manotazo en la frente, intentando grabárselo en la cabeza No
podía olvidarlo. Tenía que preparar la comida, recoger la casa y organizar la cena,
además de rezar para haber acertado con el regalo. Era el cumpleaños de
Almudena, y las cosas no podían seguir como hasta ahora. Desde hacía algo más
de dos meses, coincidiendo curiosamente con su comienzo en ese trabajo, su
relación había iniciado una verdadera glaciación; el distanciamiento amenazaba
con separar algo más que sus camas y el riesgo a un choque le hacía pensar en
lo callado que estaría su apartamento estando él solo. Pero si el día acababa
bien (una buena cena, una botella de vino un poco caro y un buen revolcón, o al
menos eso esperaba), su única preocupación sería encontrar una profesión más
segura.
Repasó la lista de entregas en la parte trasera de la furgoneta, y echó
un vistazo a los estantes confiando en que todo siguiese como debía. Lo que encontró
le dilató las pupilas, provocándole un acelerón cardiaco al comprobar que era
real.
A la derecha del fondo vacío, entre el paquete de la panadería y el
sobre del Mercado Central, había otro envío: una caja de cartón pequeña y
precintada con la dirección en un pedazo de cartel pegado en la derecha.
Pedro admitió al quinto parpadeo que estaba allí. No sólo no se acordaba
de haberlo visto en sus seis paradas anteriores ni de haberlo metido en la
furgoneta; con la lista de entregas delante, cada una con una X azul sobre su
casilla correspondiente, no salía por ningún lado.
—Pues vale. Cojonudo —masculló.
Se subió y lo cogió, pegando la etiqueta frente a sus ojos con la
esperanza de ver en la hoja una dirección que se le hubiese pasado por tonto;
confirmando las quejas de su novia sobre su trabajo.
Nº 4, C/ LAS PUERTAS, ALICANTE.
Frunció el ceño. En dos meses llevando de un lado a otro papel dentro de
papel, cerámica envuelta en cartón y vete tú a saber qué a los desconocidos
tras la puerta 1, 2 ó 3, nunca se había encontrado señas así: no aparecían
remitente ni destinatario, ni la empresa que había enviado la mercancía. Qué
cojones, en esos dos meses había recorrido Alicante de cabo a rabo y no le
venía a la cabeza ninguna Calle Las Puertas. Aunque, con todo lo que había
olvidado poner, el remitente había tenido el detalle de dejarle referencias.
ENTRE ECONOMISTA FINADO VERDÚ Y
CURA JUAN MIGUEL EVANGELISTA
Otras dos calles de las que no tenía ni idea, y ni Finado Verdú ni Cura
Evangelista caminaban sobre las líneas de la lista.
Sin saber adónde ir (perdió su mapa callejero hacía dos días y no se le
ocurrió reponerlo), Pedro agarró el paquete, lo sentó a su lado como copiloto y
sacó el móvil.
—Mensajería Speed M, ¿en
qué puedo…?
—¿Loli? —No podía remediarlo, era
incapaz de reconocer por la voz a las tres recepcionistas de la compañía por el
móvil—. Soy yo, Pedro. Escuch…
—¿Qué pasa, hay algún
problema?
—Sí —eso
iba decirte—.
Escucha, he acabado la ronda y… al ir a volver, me he encontrado un paquete muy
raro.
—Entonces no habrás
terminado la ronda, ¿no?
Pedro se mordió la lengua, pensando en la sonrisita que debía estar
cruzando la cara de su compañera.
—Mira, la cosa es esta:
ni me acuerdo de haberlo cargado ni de haberlo visto…
—Pedro… ¿Dices que se ha materializado…?
—Ni sale en la lista de
entregas.
—Bueno, eso puede ser
porque a Mari se le haya pasado.
—No tiene remitente ni
destinatario; sólo dirección de entrega.
—Vaya… la verdad es que sí,
es raro.
Es raro. Si la tuviese delante
le haría tragarse la lista.
—Bueno, hay que verlo…
Pero te aseguro que ningún paquete que llegue a nuestro almacén va a la
furgoneta sin comprobar antes… eso.
Pedro suspiró, abrumado por la esclarecedora explicación.
—De modo que, si dice
donde entregarlo…
—Esa es otra; no me
suena la calle que pone. ¿Podrías, con el ordenador…?
—Un momento —algo menos de un minuto
de silencio después, roto por una silla al arrastrarse y un cajón al abrirse y
revolverse—:
El ordenador queda descartado; lo siento.
—¿Y eso?
—Algún imbécil lo usó
para abrir un correo. Nos han colado un virus.
—¡Jo…! —a sorpresa enmascaró la
satisfacción de pensar que, posiblemente, el algún imbécil seria en realidad
alguna.
—Bien, ¿y el sitio?
Le dio el nombre de las tres calles.
—Umh, que raro… No sale
en…
—Lo que te decía.
—¡Ah, espera! —Oyó una hoja de papel
al pasar—. Finado Verdú y Cura
Evangelista… Aquí esta. Avenida Baronía de Polop, detrás del instituto Virgen
del Remedio.
La primera y única alegría de Pedro fue que no tuvo que ir muy lejos
para encontrar aparcamiento, justo a la derecha de la dirección. Por lo menos,
además de quedar cerca, su casi vacía furgoneta quedaba bien a la vista, por si
tenía que correr hacia ella. Sin embargo, mientras dejaba atrás el vehículo
cerrado con el paquete bajo el brazo, no pudo evitar sentirse inquieto, y no
por estar al tanto de lo que se decía que podía pasar cerca de allí.
La calle, flanqueada por las vías del tranvía, estaba desierta y en
completo silencio. El instituto, vacío como era de esperar a mediados de junio,
resultaba tétrico; rodeado de muros de cemento y vallas de metal, parecía una
cárcel abandonada y sin vida. A su alrededor, donde debería haber coches con la
radio a todo volumen, ancianos sentados en bancos o sillas plegables y niños
escapando de sus padres o persiguiendo una pelota, no había nada; como si la
vida fuese incapaz de empezar antes de las diez. Al pasar junto a los bloques
de viviendas de seis pisos bajo las bandadas de aviones, vio todas las ventanas
cerradas, los comercios con la persiana echada y las sombras de la calle arrastrarse
desde los árboles. Le hacía sentirse rechazado; un insecto despreciado por
peatones distraídos y, al mismo tiempo, que le observaban.
Una serie de suspiros le calmó, cosa que no redujo el calor. Frente a
él, la calle Las Puertas; visión que le sobrecogió más que nada visto esa
mañana.
—Vaya… —dijo en voz alta mientras
hacia la cabeza atrás, trepando por sus cuatro pisos con los ojos.
Lo más curiosos era, desde luego, calificarla de calle, especialmente
viendo a sus vecinos. A derecha e izquierda, dos bloques de apartamentos,
modernos pero ya desgastados constituían las calles Finado Verdú y Cura
Evangelista; rectángulos blancos recorridos por grietas con balcones de
ladrillo rojo cubiertos por toldos y colada secándose al viento. Pedro imaginó
que las calles serian el pasillo que dejaban los edificios para que sus
ocupantes pasasen. Si fuesen más anchos…
A primera vista quedaba claro que quien urbanizó aquello llevaba más de
dos copas de más.
Encajado a la fuerza entre los dos edificios más modernos, dejando menos
de treinta centímetros (que había que tenerlos muy cuadrados para llamarla
calle) estaba el único ocupante del terreno de Las puertas.
Era de aspecto antiguo, alargado,
con una fachada desvencijada color arena tachonada en sus tres pisos por
ventanas pequeñas y sin balcones y rematado por un tejado de tejas negras. Parecía
un convento o una vieja escuela; un inmueble de otra época con una doble puerta
maciza en su centro. Sin embargo, la puerta no estaba en mitad del lado largo sino
en el centro del corto, de cara a él. En
contraste con el resto, era moderna, de acero pintado de negro con el plafón
cubierto de cristal antigolpes. El tipo de sitio que uno espera ver convertido
con los años en hotel o en cuartel y no en un bloque de residencias.
Pedro se acercó al anacrónico portal y miró el rellano. Como toda
vivienda moderna debía tener un timbre electrónico. Lo encontró a la izquierda,
justo encima de un correo atornillado para la publicidad. Número 4…
Su mano paró a dos centímetros del tablero, a punto de tocarlo. Pedro
acercó, preguntándose si merecía la pena tocarlo.
El tablero estaba vacío; sobre de rectángulos que marcaban los números
sólo había un hueco recortado en el metal. Ningún timbre le serviría para
entrar.
Suspirando, sintiéndose vez más como un idiota, retrocedió. ¿Y ahora
qué? Repasó el papel y los seis lados de la caja; ningún número de teléfono ni
más comentario que la ubicación. ¿Una nota de aviso sobre la visita? Si no
podía entrar tendría que dejarla en el buzón común o meterla por debajo de la
puerta, donde cualquiera que pasase podría pisarla o usarla para sonarse los
mocos; posibilidad que no le haría quedar demasiado bien en la compañía. Sería
casi como dejar el paquete allí mismo y largarse sin firma.
También podía, claro, encestarlo por una de las ventanas; sólo de
pensarlo levantó la caja sobre su cabeza, provocando en su interior un
cascabeleo de piezas sueltas. ¿Qué sería, una maqueta para montar?
Pedro negó y se centró en pensar una solución. Se acercó al portal,
agarró el tirador con la mano derecha…
Abrió la puerta sin esfuerzo; un peso pluma de aspecto maciza. Al otro
lado había un largo pasillo a oscuras, iluminado por la calle.
Tanto misterio sobre el sitio
cuando cualquiera podía entrar sin tener ni que llamar… Apretando la mandíbula
mientras tarareaba una cancioncilla calmante, penetró en el edificio, dejando
la puerta cerrarse sin delicadeza.
El eco del cierre coincidió con su entrada en las tinieblas; una
transición tan violenta que le paralizó por completo durante casi un minuto. No
era sólo la falta de luz de un sitio cerrado; era noche cerrada a las once y
veinte de una mañana de julio. Pedro podía ver porque la penumbra sin ventanas estaba
iluminada por lámparas de gas de aspecto anticuado con campanas de cristal
redondas en la pared izquierda, separadas entre sí por algo más de metro y
medio. La única luz allí; sobre las paredes de un gris poroso no vio
interruptores. Tampoco vio ascensor, ni escalera para cambiar de piso.
Mientras se tranquilizaba, Pedro decidió que el sitio era demasiado raro
para él y, después de todo, si la entrega no estaba en la lista, pasar de ella
no podía ser culpa suya. Todavía con el paquete, se volvió.
Una pared pintada de gris se levantaba frente a él; de la puerta que le
había metido allí ni rastro. Pedro exhaló ruidosamente, casi dejando caer la
entrega. Se agachó para dejarlo junto a la carpeta y se puso a palparla con las
manos abiertas, arriba y abajo. Era real e incuestionable; estaba allí pero la puerta
no. Le dio la espalda un segundo, antes de darle con el puño derecho. Su mano
crujió, pero fue el dolor lo que le convenció definitivamente de que no
alucinaba.
No era, desde luego, un recibidor corriente. El pasillo, de algo menos
de un metro de ancho, debía extenderse una longitud total de al menos veinte
metros… que, a juzgar por la negrura cada vez mayor del fondo, podrían ser
también cincuenta o cien. Si había una salida al otro lado, no podía verla.
Sí podía ver, gracias a las lámparas, que cada una tenía delante, en la
pared opuesta, una puerta cerrada. Se acercó a la primera. Pintada de negro,
seguramente de roble o nogal, con un viejo picaporte de hierro labrado y un
número de bronce en el centro sin mirilla: el 1. Al mirar adelante vio más
puertas, todas iguales, perdiéndose en la distancia. De las dos siguientes
extrajo los números 2 y 3.
Por lo menos, parecía que iba a poder hacer la entrega; luego ya vería
cómo salía.
Recuperó el paquete y cruzó el pasillo sin dejar de mirar al frente,
evitando que las sombras que sacaban de él las lámparas pusilánimes le
distrajesen.
Ya frente a la puerta 4, empezó llamando con los nudillos. No tenían timbres.
¿Tendrían al menos electricidad? El primer minuto se convirtió en dos; el
ligero paquete se volvió pesado mientras sus brazos se cansaban y, cuando se
quedó sin paciencia, volvió a llamar. O los residentes dormían o estaba vacío.
—¡Eh! —gritó a pleno pulmón—. ¿Hay alguien? Tengo
que entregar… un paquete…
Su propia voz le pilló por sorpresa; sintiendo el dolor abrirse bajo su
nuez. Volvió a llamar… y luego, recordando el picaporte, lo bajó con la mano
izquierda mientras hacía adelante el cuerpo.
Como esperaba, entró sin ningún problema, seguro de que si no le hubiese
pasado lo mismo antes, se habría caído adelante sobre el paquete. Pedro terminó
de entrar mientras la puerta se cerraba.
Ya dentro, mientras lo estudiaba, Pedro decidió que el recibidor no era
tan raro. En cambio, ese apartamento no tenía ni pies ni cabeza.
Estaba en un pequeño salón con el centro ocupado casi por completo por
una mesa redonda cubierta con un mantel de encaje y rodeada por cuatro sillas.
Sobre ella, tres velas blancas sobre un candelabro de plata ardían, junto a otras
en pebeteros puestos en un par de cómodas con armarios de puertas de cristal,
llenas con juegos de vajillas, copas de cristal y cubertería de plata. Las
paredes blancas a la vista parecían de cocina; sólo faltaban fogones,
fregadero, electrodomésticos…
A la izquierda había un pasillo de paredes también blancas que doblaba a
la izquierda, formando un codo; lo mismo que en la pared derecha. Suponía que
habría más habitaciones; desde las dos direcciones llegaba por igual más luz
anaranjada de velas.
Pero por la derecha llegaba algo más. Amortiguados por un fondo que
parecía muy lejos, eran estallidos muy tenues, que le hacían pensar en
chapoteos o lametones. En alguna parte alguien debía estar bañando a un bebé,
así que por fuerza también tendría que haber alguien para recoger el paquete.
—¡Buenas…! —Se sintió cohibido de
gritar allí de repente—.
Buenos días —dijo
al corredor derecho—.
Soy de mensajería Speed M. Le… Vengo a dejar un paquete…
Mientras hablaba lo dejó sobre la mesa y se sacó la carpeta con la lista
de entregas de debajo del brazo.
—Si no es mucha
molestia, necesito que venga…
Las remotas salpicaduras pararon. Cuando separó la capucha que unía el
boli de la carpeta, notó un violento espasmo sacudirle todo el brazo; comprobó
espantado que temblaba. Su boca confirmó que su subconsciente intentaba decirle
que algo iba mal.
Chasquidos débiles y óseos, no sabría cuántos, se oyeron al fondo del
pasillo, animándole a dar dos pasos atrás mientras su piel se erizaba.
—¿Hola? —No sabía por qué
preguntaba; su voz salió aguda y ridícula.
El sonido, producido por un roce sobre las baldosas grises del suelo, se
repetía cada pocos segundos; volviéndose más fuerte. Se acercaba. Y al hacerlo,
Pedro creyó reconocer también una respiración profunda.
Se movió con la mandíbula apretada, poniendo la mesa entre él y el
umbral, ahora que le parecía saber qué era, sintiéndose tonto por tardar tanto
en reconocerlo; un riesgo constante en su trabajo que prefería evitar porque
era superior a él.
No le gustaban los perros; le bastaba recordar a Brutus, un gruñón Pastor belga llamado que compartió su vida hasta
que tuvo siete años, y en su sustituto, un Yorkshire consentido y celoso
llamado Tristón. Y se acordaba del
pelo tapándole como un adhesivo asfixiante, los arañazos con sus uñas
quitinosas y toscas, los gruñidos jugando que enmascaraban la el peligro de un
mordisco…
El perro debía estar a punto de doblar la esquina y, sin verlo, Pedro podía
estar seguro de que era de una raza muy grande y adiestrado para recibir con
entusiasmo a los intrusos.
Mientras retrocedía chocó contra el mueble de la pared, haciendo
traquetear los vasos y platos de dentro. El avance lento y deliberado se detuvo.
Se inició un gruñido seco y prolongado que ganaba intensidad como las ondas de
un terremoto.
Pedro estuvo inmóvil de pies a
cabeza mientras duró, sintiéndose aliviado. Hasta que sonó el ladrido. El
perro, eso sí, de momento no se tiró a por él. Sólo volvió a avanzar…
Rodeó la mesa, sobrevolando con los ojos el inútil paquete que le había
metido en ese follón hasta ver la puerta 4: cerrada plácidamente, iluminada por
las velas, tan lejos ahora…
Pedro paró al tocar la superficie pulida de un dintel. Pensó en el acto en
un armario en el que no se había fijado al entrar; bueno, al menos era algo.
Dobló la cabeza, encontrando una puerta de madera con manivela de hierro
negro, idéntica a la de delante.
Le puso encima las dos manos y las bajó, abriendo sin dificultad.
Mientras, oía tras él el comedor entero temblando; los objetos saltaban
en sus estantes a cada paso del animal, mucho más grande de lo que podía
imaginar.
El perro debía estar al caer cuando Pedro atravesó la puerta. Dos
pensamientos contradictorios, casi divertidos, coincidieron en su cabeza. Se
había dejado la lista con todos los pedidos detrás, e iba listo el que pensase
que iba a volver a por ella. Pero al menos, técnicamente, había entregado el
último pedido.
La puerta se cerró tras él, dejándole en una oscuridad más profunda que
la del corredor. El miedo a haber entrado en una ratonera volvió, antes de
darse cuenta de que tenía espacio delante y volvía a estar en silencio. De
momento, estaba a salvo.
Tenía algo macizo a mano
izquierda; el tacto familiar de la madera confirmó que sí era un armario.
Asomándose lentamente a su lado, vio un cuarto cuadrado gris ceniciento, que sería
la mitad del grande que el comedor. Estaba en un dormitorio lo que no sabía era
si seguía en el número 4 de la calle Las Puertas.
A su derecha había un nuevo corredor a lo desconocido; este sí sin
ninguna luz que lo iluminase. Delante tenía, pasada una llena de viejas fotos
enmarcadas y figurillas de cerámica, otra puerta, la ruta lógica. Pero se sentía
incapaz de no ver lo que había a la izquierda. Distinguió una cama cubierta por
la sábana blanca...
Pedro tomó aire y se apretó contra el armario, conteniendo una
exclamación.
La cama, con somier antiguo de madera, se levantaba unos diez
centímetros del suelo con dos mesitas a los lados con velas encima. A la
izquierda de la pared, entre ella y el armario, había otra puerta.
Pero sus ojos estaban en la cama. La sábana estaba enrollada a los pies
de un cuerpo pálido con la columna vertebral marcada y una retorcida maraña de
pelo negro sobre la cabeza. La mujer (supuso que era mujer), no lo había
descubierto. No sabía si dormía; no la oía respirar.
Acorralado contra el mueble, Pedro enfrió su cabeza lo bastante para
sopesar sus opciones: la segunda puerta lo complicaba todo, claro que para
llegar a ella había que pasar junto a la cama…
Un eco abrupto y apagado de viento expulsado por una caverna, le golpeó
la nuca. Se arrinconó por instinto en esa esquina entre sombras, mirando a su
derecha, al origen del sonido. El pasillo oscuro.
Reconoció en la negrura una forma blanquecina tomar forma, movida por el
sonido de pies descalzos y el jadeo de su respiración inminente.
El hombre llegó al umbral, con Pedro tan retraído junto al armario que se
había puesto casi de rodillas.
Era enorme y pálido, un fantasma capaz de brillar en la oscuridad; tan
lampiño como un lechón neonato. Un corto flequillo le caía sobre la cara,
tapándole los ojos pero no la boca, abierta con expresión idiota. Iba casi desnudo,
con una especie de toalla blanca en torno a la cintura. Miraba a la cama,
respirando más deprisa por momentos.
El hombre entró en el dormitorio, pasando frente a Pedro. Con una mano
sobre la nariz, el repartidor le vio pasar.
Que no me vea. Que no me vea…
Su pulso subió al ver cómo, mientras pasaba frente al armario, la toalla
se desenrollaba hasta caer al suelo. El colchón gimió bajo su peso, acompañado de
una risilla. Y el sonido de besos.
Pedro cerró los ojos, esperando a estar lo bastante centrado para
moverse seguro. Hacer de voyeur no le
atraía, pero para salir de allí tendría que llegar a la puerta. Sólo le parecía
posible aprovechando que el amante estaba distraído. No podía, desde luego,
volver por la puerta del perro, algo le decía que si intentaba razonar con él,
dos veces su tamaño en interrumpiendo un momento tan íntimo…
Pedro se asomó. El hombre recostado sobre su lado derecho, exhibiéndole
su espalda desde la nuca a las nalgas. Estas se sacudían intensamente, con la
cara demasiado ocupada besuqueando esa nuca y coronilla peludas y enmarañadas.
Pedro sintió un reflujo ácido recorrerle la garganta.
Por lo menos, ni le veía ni le prestaba atención. Podía hacerlo.
Se separó del armario. Ahora estaba expuesto. Fue de lado, deslizando con
cuidado un pie y luego otro, mirando siempre a la cama. Se tensó al pisar la
toalla; el zapato no le libró de pensar que podía contagiarle como la lepra. Al
pasar por la cómoda apenas respiraba, hasta le pareció dejar de oír su corazón
cuando le pareció oír moverse la colección de adornos tras él. Al amante no le
importó, o no se dio cuenta.
Tres pasos más, la cómoda atrás, a punto de perderles de vista.
Se paró con los gemidos. El hombre estaba
quieto. Abrazado a la mujer, rodó para darle la vuelta. Hora del coito cara a
cara.
Pillado con la guardia baja, Pedro esperó a que empezasen los gritos y
los golpes.
La mujer le vio, el hombre seguía en la misma posición. Sus ojos se
encontraron con los de ella. Eran sólo dos agujeros negros como el pasillo. Su
boca, una dentadura completa paralizada en una sonrisa sin labios. La carne
momificada era ocre y arrugada. Un cuerpo inerte entregado a un amor sin vida.
Pedro quiso suspirar, liberarse de la tensión; pero si lo hacía podía gritar
y correr, salir de allí, que era lo que quería.
Su mano bajó el tirador; n le importó el ruido que hizo al cerrar de
portazo.
De la oscuridad casi total pasó a un anaranjado mediodía.
Pedro, jadeando, apoyó las manos sobre las rodillas. Lo primero que
sintió, aparte del la luz, fue el olor; una mezcla de aromas dulzones,
intensos, penetrantes llenaba la sala.
Como imaginó, era un comedor, con la cena servida; la esencia de la vida
durante la noche. Era alargado, con una mesa de madera rectangular de al menos
tres metros con doce sillas respectivas rozando casi las paredes. No había más
muebles; en vez de eso vio en las paredes cuadros sala, relacionados de forma
directa o no con la gastronomía: un mortero junto a una aceitera y una botella
de vino, escena de caza con perros, un cerdo colgando del gancho con un
cuchillo en el cuello, víctima de la matanza… A Pedro le recordó a la escena
del monstruo sin ojos de El Laberinto del
Fauno.
Dios, esto es cada vez más raro.
La luz venía de dos lámparas colgantes con cuatro velas encerradas en
flores de cristal al final de finos zarcillos de cobre.
Frente a él, en la esquina entre paredes, otra puerta cerrada. Mismo
color oscuro, misma manija de hierro. A la izquierda, detrás del sillón
señorial que presidía la mesa, otro pasillo abierto y luminoso y, más
importante, otra puerta en la esquina opuesta.
Pedro suspiró. Seguía sin entender de qué iba todo, pero empezaba a
entender la tónica general: cada cuarto tenía una o más puertas que cruzar y un
pasillo que parecía que guardaba una sorpresa desagradable.
Este al menos era fácil. Tenía la puerta delante.
Un gruñido agresivo y silbante retumbó desde el pasillo; las trompetas
anunciaban la llegada del rey. Un inestable taconeo empezó a repicar sobre las
baldosas en su dirección.
Pedro gimió, apretando los puños.
¿Ahora qué?
Tomó aire, decidido a llegar a…
Un impacto, mudo pero muy doloroso, se le
clavó a la altura del estómago. Apretó sus manos con fuerza, gruñendo. ¿Cómo no
lo había visto? La mesa bloqueaba el camino en línea recta a la puerta.
La mesa; lo había olido pero no había prestado atención. Estaba cubierta
de platos, fuentes y bandejas sobre los que los complejos platos refulgían con
docenas de ingredientes. Su olor suculento invitaba a tomar un bocado, una
breve recarga de energía para…
Un zumbido parecido al de una mosca le distrajo lo bastante para ver lo
que tenía delante. Se le cortó por completo el apetito mientras otros olores,
más intensos y volubles, entraban por su nariz. Soltó con asco la mesa y se tapó
la boca, ahora para no vomitar.
El sonido de tacones trastabillando estaba más cerca, seguido de otro gruñido
porcino. Unos pasos más y el comensal le encontraría. Era imposible rodear la
mesa, tendría que pasar por encima, tocando los platos y su contenido, tirar
alguno al suelo… o por abajo.
Con una idea útil por fin, se dejó caer y gateó como un niño hasta
quedar totalmente bajo la mesa.
Al fondo, las piernas del residente de la habitación se hicieron
visibles. Pedro entornó los ojos primero y gateó unos centímetros para
asegurarse de que veía eso.
De color rosa vivo, esos muslos rellenos de grasa eran, fácilmente, el
doble de anchos que su propia cabeza. Debía de ser muy bajito, lo que le hizo
temer que pudiese verle ahí debajo. Sin embargo, su carne se estrechaba
abruptamente a la altura de los talones, terminados en pies minúsculos con
pequeños zapatos de tacón…
Pedro parpadeó varias veces mientras masticaba con insistencia su labio
inferior. No estaba seguro de si aquello eran zapatos, o iba descalzo, o eran
pezuñas.
Dos pasos más unidos a dos gruñidos, un jadeo y el estallido de una
ventosidad, y llegó hasta la cabecera. Se subió en la silla y se inclinó sobre
la mesa. Parecía que iba a cenar solo.
Lanzó un chillido agudo y estridente, una mezcla entre grito de agonía
de un jabalí herido y una manada de monos excitados; tan fuerte que Pedro se
tapó los oídos, sintiendo su cabeza estallar. Hora de empezar.
Se inclinó sobre la mesa y empezó a masticar. Lo hacía de forma ruidosa
y chapoteante (con la boca abierta, seguro). Le costaba tragar; debía llenarse
tanto la boca que le bloqueaba la tráquea; anunciándolo cada vez que lo
conseguía con un eructo. Así un plato y el siguiente, sin reducir su voracidad
o su apetito.
Al otro lado de la mesa, Pedro veía varias migas de aspecto basto caer
por los dos lados. Mientras llovía, visionó una cara de luna ancha y pálida,
con una papada más grande que un anillo de Saturno dejando caer platos enteros
mientras se pintaba con salsas y jugos. Y, aunque le revolvió las tripas, lo
que hizo en realidad fue asustarle.
Estaba con algo menos humano que el perro del 4 y peor que el necrófilo
de la sala anterior. Y estaban separados por apenas cuatro metros…
Pedro contuvo la respiración cuando aquel verdadero cerdo lanzó otro
gemido, acompañado de gas disparado por los dos extremos de su cuerpo. Luego oyó
su taconeo sobre su improvisado techo, su mascar a boca llena y cómo seguía
moviéndose, arrastrando vajilla y cubiertos. Se había subido a la mesa y la
recorría a cuatro patas; comiendo sin cubiertos, si no lo había estado hecho
así desde el principio…
Pedro sintió una punzada de dolor en el pecho, al darse cuenta de que el
repiqueteo, aunque muy poco a poco, se acercaba. Tarde o temprano lo tendría
encima.
Era, por fin, su oportunidad. Mientras se acercaba por arriba, él podía huir
por abajo.
Un jaleo metálico sacudió el suelo sobre los bufidos, eructos y pedos de
arriba; un plato plano de plata cubierto de una salsa oscura había rebotado a
su derecha. A la izquierda, unos centímetros más cerca, una bandeja y otro
plato cayeron junto a una delicada copa de cristal que estalló. Como imaginaba,
iba a arrasarlo todo.
Empezó a gatear sobre sus codos como un soldado en una pista de
obstáculos, arrugando la nariz al sentir el olor que expulsaba condensarse en
el aire.
Debía tenerlo a menos de medio metro cuando paró de repente. Con el
corazón apretado, Pedro reconoció los resoplidos de una nariz. Olisqueaba el
aire, como si hubiese detectado un olor extraño, ajeno a la comida o que no
hubiese probado antes.
Esperó quieto con el codo derecho dispuesto a seguir adelante. Otro
plato, este lleno a más de la mitad cayó, como el siguiente, más lleno aún, por
el otro lado.
O se estaba quedando sin hambre o no estaba a la altura de su paladar,
pero seguía acercándose, y tirando…
Cerró los ojos antes de centrarlos en el suelo, en las baldosas rojizas
cubiertas por una fina capa de polvo mientras a su alrededor salpicaban salsas
espesas, vegetales descompuestos, carne dorada o sangrante de…
La tormenta pasó de largo por fin. Se olvidó de la cautela y se arrastró
con la rapidez de una serpiente hasta salir de la mesa, momento en que se
levantó. A su espalda, apreció el cambio producido: ahora el comedor estaba callado.
Ya no quedaba nada que tragar o tirar.
Su insoportable chillido volvió a castigarle los tímpanos. El mensajero
corrió y atravesó la puerta cuando sus piececillos rebotaron a la carrera sobre
el suelo
—¿Quién eres? ¿Quién...
está ahí?
Había vuelto a saltar a un mundo diferente, sin el jaleo y la luz que
dejaba atrás sala. Y, como novedad, se le negaba la opción de recobrarse con
calma.
—¿Quién eres?
Le recibía una voz femenina, nerviosa por su violenta entrada.
Acompasando su respiración para hacer menos ruido, Pedro miró a la
izquierda, al origen de la voz. Volvía a estar en un dormitorio, pequeño y oscuro,
aunque este sin mueble a la vista; incomprensiblemente visible en la falta de
luz. Sí vio a su lado, por primera vez, una pared entera, sin puerta ni
pasillo.
Se sobresaltó al ver otra cama, ancha, de matrimonio, con su ocupante
sentada sobre su arrugada sábana.
La mujer, cabizbaja y con los brazos colgando frente a ella, tenía un pelambre
blanco y tremendo cayéndole por encima, como si fuese una novia espectral llorando
por haber sido plantada siglos atrás. Pero aunque cabizbaja, no parecía llorar
ni estar triste. Más bien parecía que esperaba…
—Ho… hola —dijo al fin Pedro,
dando un paso al frente. Supo entonces que su aspecto anciano le había hecho
bajar la guardia.
Con un enloquecido chillido, la mujer se irguió de un salto, lanzando atrás
la capa pelo para que Pedro viese su cuerpo completamente desnudo, haciéndole
ahogar un gemido en su garganta seca.
Sin ser tan vieja como aparentaba (no serian más de cincuenta y cinco
años), su cuerpo era una amalgama informe de lorzas superpuestas de palidez
engañosa, dejando un entramado enfermizo de venillas azules debajo. Sus pechos,
en contraste con su cuerpo graso, se veían agotados, vacíos y arrugados como
botas de vino, rematados por dos pezones con aspecto de capullos de flor
marchitados.
Y, debajo de su espectacular melena blanca, la cara. De aspecto fuerte
con el mentón marcado que se suele representar en brujas, pero cubierta de
marcas rojizas y arrugas profundas equiparables a la momia del anterior
dormitorio, con la que compartía un rasgo concreto: los ojos. Si los de aquella
eran negros, agujeros vivos en un rostro muerto, los de ella eran ojos muertos
en un rostro vivo, cubiertos por una película lechosa del color de su pelo. Una
vieja ciega y demente que, en vez de compasión, echaba atrás; sobre todo al
sonreír. De las encías rojas asomaban dientes retorcidos y amarillos como
estacones.
Pedro retrocedió, apartándose lo más posible de ella, consciente de que
de poco serviría: en unos minutos la tendría encima, arañándole, forcejeando y
luchando…
La mujer salió despedida hacia atrás con un violento chasquido metálico,
postrada otra vez entre gritos. Entonces reparó en los finos hilos negros
enrollados en torno a sus muñecas, que se perdían bajo el cabezal de la cama.
Estaba a salvo, estaba inmovilizada… La mujer volvió a levantarse y a
cargar. Esta vez sus pies descalzos de uñas largas llegaron al final del
colchón, el límite de sus ataduras, y empezó a arañar el aire frente a ella con
garras de águila; intentando llegar a Pedro, inmóvil a escasos cinco
centímetros de ella. El espacio que dejaba la cama para moverse era menos de lo
que pensaba.
Debieron pasar dos minutos de inmovilidad total cuando, por fin, la
mujer se cansó y se dio por vencida.
—Perdón —dijo, retrocediendo a
su posición inicial—.
Pero… llevo tanto tiempo…
Mantenía la cabeza erguida, sus ojos ciegos en él, como si le viese.
—No sabes… lo que te he
esperado…
La bajó un momento; Pedro comprobó que había empezado a trazar círculos
con sus índices. Olvidó por un momento su brusco recibimiento; ahora que
parecía haberse calmado podía intentar hablar conseguir ayuda, o una
explicación. A lo mejor debería empezar por soltarla…
—Escucha, yo…
—Sí, ya lo sé. Qué quieres y a por qué has venido.
Y, apartándose el pelo, expuso su desnudez mientras se tendía en el
colchón con las piernas abiertas. No había dudas sobre sus intenciones. Pedro
se quedó boquiabierto.
—Bueno… aquí lo tienes.
Adelante, ven.
¿Qué era, una especie de prueba moral enfermiza? ¿Ver si se atrevía a
hacerle el amor a esa mujer, a engañar a su novia?
Dos formas oscuras se alzaban a los lados de la cama, contra la pared
del fondo; al segundo vistazo comprobó que eran puertas.
Podía intentar llegar a ellas y salir, aunque tendría que pasarle al
lado.
—¿A qué esperas? Vamos,
empieza —le animó con su sonrisa
de cadáver.
Pedro se relamió los resecos labios, sin estar muy seguro de qué decir.
—¿Qué te pasa? ¿Soy tan
guapa que te has quedado de piedra?
Tenía razón en lo último sólo en el final de la frase.
—Escuche, señora…
Se rió, incorporándose.
—¿Qué dices? No soy tan
vieja… ni tan dura como parezco. —Empezó a enrollar un hilo invisible entre los dedos
de la mano derecha—.
Vamos, cielo, te trataré bien.
—Yo… —Se rascó la nuca,
encontrando por fin las palabras—. Oiga, yo… no he venido para esto.
Volvió a reír.
-Ya claro, ¿crees que me chupo el dedo? Para qué ibas a venir hasta aquí
si… —Como dándose cuenta de
algo, se llevó los mismos dedos a la boca—. Claro que, si quieres, puedo chupar otra cosa…
Pedro resolló, sintiéndose a cada segundo más incómodo. Y asqueado.
—Mire, estoy aquí aquí
por accidente. Ni siquiera sé dónde estoy.
—Ya, claro…
—Hablo en serio.
Sus palabras hicieron efecto al fin. La mujer bajó las manos. El
desconcierto dobló su cara demacrada.
—No hablas en serio…
—Lo siento, pero sí.
—Venga, vamos. —Pedro reconoció en su
voz la frustración creciente—.
¿Tú sabes lo que soy…?
—Óyeme tú. No sé muy
bien lo que pasa, pero… lo seguro es que no voy a acostarme con usted.
Su rostro se crispó durante un segundo; luego volvió a sonreír. Debía
pensar que era broma.
—Ah, que gracioso.
Claro, te asusta ser demasiado poco hombre para mí, ¿verdad?
Se tumbó por completo de espaldas, las piernas completamente abiertas;
Pedro comprobó que su vello púbico también era blanco.
—No te preocupes, seré
delicada. Además… puedo empezar sola… para que tengas menos de lo que ocuparte…
Se chupó el índice y el corazón pretendiendo ser sensual. Luego los fue
bajando por su cuerpo…
Cuando empezó a tocarse, lanzó un largo gemido que, lejos de atraerle,
obligó a Pedro a dejar de mirar.
—Por favor… —Sonó como un niño
suplicando—.
Ya está.
Acababa de darse cuenta de que no podía hacer allí nada más. Pasó frente
a la cama mirando a la pared. La mujer, entre gemidos, comprendió que iba en
serio. Dejó de tocarse y fijó sus ojos de escarcha en él.
—¿Me estás dejando, de
verdad?
Pedro no contestó, siguiendo sin mirarla. Ella rió otra vez, ahora de
modo sardónico, indignada.
—¿Tienes miedo, maricón?
Pedro siguió, un paso tras otro.
—¿Te lo puedes creer?
¿Una mujer de mi altura, totalmente a tu alcance… y te largas? ¡Ja! —La risa subió de volumen
hasta volverse histérica—.
¡Pues vete, marica asqueroso! ¡No me haces falta! ¡Debería agarrarte por ese
pelo de niña, sacarte los ojos y luego cortártela a…!
Sin más prisa esta vez que los nervios, la sensación de que sus insultos
podían atraer algo peor, Pedro bajó el tirador y miró atrás por última vez.
—¡Yo, la mujer más
deseada en kilómetros, el coño más caliente de todo el país, la…!
Lo que encontró se parecía mucho a lo que imaginaba: la mujer sentada
sobre sus muslos, con los dientes apretados y sus ojos ciegos perdidos en la
nada. Derrota y rencor en uno.
Pedro sintió que era engullido por una galaxia; cientos de minúsculos
puntos de luz atrapados contra un fondo negro le esperaban en el siguiente
cuarto. La conmoción le obligó a parar y respirar. Los gritos de la vieja se
habían quedado en la sala anterior, aunque todavía resonaban en sus oídos;
contribuyendo a que se sintiese perdido, hundiéndose, hasta darse cuenta de que
pisaba suelo firme.
Pese a su abundancia, las estrellas de los muros eran tan pequeñas que
el cuarto era algo más oscuro que el anterior. Se disponían de acuerdo con las
paredes, sin ninguna en el techo, el suelo, ni en tres espacios rectangulares y
altos que vio en torno a él…
Dos pasos más y Pedro vio que derecha e izquierda los huecos no tenían
puertas; nuevos vínculos oscuros con peligros secretos. Delante, enmarcada por
las lucecillas, estaba la siguiente puerta.
Mientras se habituaba al efecto, distinguió las luces parecían agrupadas
en pares, lo que le animó a acercarse a la derecha, momento en que vio que
parecían encajadas en formas más claras, como lunares en las alas de una
mariposa.
Sintió una nueva subida cardíaca al darse cuenta de que eran ojos
mirándole.
Los particulares portavelas eran máscaras; Antifaces, caretas, máscaras
venecianas, máscaras de todo tipo, todas de colores claros difuminados en las
paredes azul noche, sujetas de algún modo escondido tras ellas. Con mucho
tiempo y trabajo les habían colocado dos minúsculas velas en las cuencas, para
que no perdiesen detalle… y, de paso, dando a Pedro tiempo de adaptar sus ojos
a ellas y al cuarto donde estaba.
La sala, como la anterior, estaba casi vacía; sin muebles o estanterías
porque estropearían el efecto nocturno de las luces. Pero no estaba vacía.
Totalmente cuadrada, era más o menos el doble de grande que el
dormitorio y tenía el suelo cubierto por una alfombra granate decorada con
arabescos dorados. Desparramados sobre ella, se veían objetos volcados sin
ningún orden, aquí y allá, entre él y la puerta.
Pedro se agachó a verlos, temiendo que fuesen una trampa, como minas
antipersona. Acuclillado, al reconocer sus formas estuvo tentado de coger uno, pero
algo en su cabeza lo rechazó como la comida caída en el comedor.
Coches de juguete. Patos de plástico. Cubos de madera. Juguetes.
Era un cuarto de juegos infantil, muy desordenado pero nada más.
Pedro miró primero al pasillo a su derecha y luego al izquierdo, antes
de cerrar los ojos y aguzar el oído. No oía nada. No parecía que hubiese nada
allá, acercándose o esperando. El silencio era total.
El camino volvía a ser lineal, volvió a andar con la cabeza baja. A sus
pies sólo había juguetes, pero no quería
romperlos, pisarlos ni que le tocaran. Como dos rompehielos, sus pies surcaban
el mar de fibras despejando icebergs de madera y plástico. Un muñeco soldado, una sillita minúscula, un oso de
peluche.
Así cruzó media alfombra sin darse cuenta. Pedro dejó de mirar al suelo,
esperando no haberse desviado mucho.
Una suave corriente le rozó la sien derecha, haciéndole un daño parecido
a una quemazón; acompañado de un silbido que se fue convirtiendo en gemido.
Dio un paso atrás, olvidando sus
precauciones previas al detectar movimiento.
Retrocedió. Sólo había aire, ondeándolo adelante y atrás como un péndulo
mientras perdía velocidad.
Pedro lo siguió, asimilando qué era lo que había caído del techo, casi
estampándose contra su cabeza. Una cuchilla, se dijo instintivamente; un arma
medieval al final de un brazo articulado para cortarle la cabeza… No, no era
eso. No colgaba de metal o de cadenas, sino de una cuerda trenzada de aspecto
carcomido; y no era de metal, sino de madera...
Un columpio casero.
Risas infantiles y nerviosas le llegaron desde atrás, obligándole a
volverse. Oyó claramente pasos corriendo, alejándose por los pasillos. Las
velas temblaron en las máscaras.
Por supuesto, era un cuarto infantil, y debía haber niños; niños
aburridos, maliciosos jugando al escondite, obligándole a jugar, o a herirle en
el proceso.
Lentamente, Pedro le dio la espalda al corredor, mirando al péndulo inmóvil.
Se llevó dos dedos a la sien, sintiendo el dolor seco, sin sangre. Nada grave.
Cuando consiguió avanzar, algo le decía que varios ojos pequeños le
seguían.
Un gemido de bisagras viejas volvió a pararle, encogiéndose de hombros a
la espera de ser golpeado. Se mantuvo tenso con el corazón haciéndole eco en la
cabeza, con el gemido continuando y sin pasar nada. Cuando se cansó de esperar,
Pedro miró atrás, a la esquina derecha.
Algo se movía, en un vaivén cíclico. Un viejo caballito de madera,
seguramente echando de menos las posaderas de un jinete tanto como el columpio.
Pedro suspiró, relajándose y sintiéndose aliviado y burlado.
Delante suyo se produjo un murmullo, acompañado de varios golpes suaves.
Se volvió a tiempo de ver algo pequeño deslizándose por la alfombra a sus pies.
El mensajero saltó atrás, aplastando algo y no cayéndose por poco
mientras levantaba las manos para protegerse. No hizo falta; se paró antes de
tocarle.
Una pelota de plástico azul y roja, moderna pero muy gastada.
Por detrás volvieron las risas de los niños.
Pedro bajó la cabeza para que esos ojos brillantes no viesen su miedo.
Cuando iba a salir, el eco de un bebé llorando salió de un pasillo. De cual, ni
lo sabia ni le importaba.
Pedro contuvo la respiración un segundo, antes de soltar una exhalación violenta.
Sentía sus pulmones, su pecho y su piel sudorosa arder.
Estaba en un sitio con un armario a su izquierda y una cómoda con fotos
delante; familiar pero a la vez diferente. Debía ser el orden en aquel
laberinto; primero una sala, luego un
dormitorio; una ligera transición de una pesadilla a la siguiente.
Una idea repentina hizo chirriar sus dientes. ¿Era aquello, de verdad,
una sucesión de habitaciones interconectadas, o estaba yendo en círculos, perdiéndose
más en aquella oscuridad y sus dementes…
Aspiró varias veces antes de limpiarse el sudor de la frente. Luego se
asomó desde el armario.
Ya sabía que le esperaba una cama. Al ver
a su ocupante, de espaldas a él, pálida y a medio cubrir por una sábana
traslúcida, sintió una punzada fría en el pecho que le erizó nuca y brazos.
Era ella, seguro; el cadáver profanado que encontró al escapar del
perro. Eso significaba que las puertas se interconectaban de algún modo, devolviéndole
a…
Su cuerpo se agarrotó al comprender: su enorme y callado amante debía
seguir allí.
Pedro repasó la habitación. A su derecha, junto a la cómoda, el hueco
negro del corredor; a la izquierda de la cama otro, al otro una puerta, frente
a él…
Un gemido en la cama le hizo mirar, demasiado agobiado para asustarse.
La figura femenina giró sobre su espalda, quedando acostada boca arriba.
Suspiró aliviado. Una mujer joven, y viva; tenía el pelo negro suelto en
una melena sedosa, rasgos femeninos marcados y piel color nácar. Su desnudez se
entreveía bajo la sábana. Sólo dormía; se veía su nariz temblar.
El sonido de algo cayendo al suelo rompió su pacífico encanto de sirena.
Venía de cerca, del corredor junto a la cama…
—Has vuelto a hacerlo,
¿verdad?
Una voz masculina acusadora, colérica.
—¿Me oyes? ¿Me oyes,
mala puta?
Pedro se sobrecogió. Flexionó un poco su costado derecho, listo para
desplazarse lejos…
Hubo una explosión enfrente suyo; dobló las piernas y se dejó caer con las manos sobre la cabeza. Un disparo, de
una escopeta de perdigones. En la pasillo sin luz oyó algo caer y deshacerse en trozos arenosos…
Ahora se acercaban pesadas botas. También oyó algo que sonó como una
recámara de escopeta al abrirse.
—Has vuelto a engañarme,
¿verdad, zorra? —El
arma recargó—.
A follarte a otro en nuestra cama.
La mujer, por respuesta, lanzó un tenue gemido y encogió durante unos
segundos las muñecas. Seguía dormida.
Pedro se arrastró, más movido por la tremenda furia de los insultos que
por saber que aquel hombre que se acercaba iba armado… y de saber lo que haría
con su escopeta si le encontraba.
Sin tiempo para levantarse y correr, se arrastró hasta meterse bajo el somier de
madera.
Las pisadas aminoraron al llegar al dormitorio. Pedro vio dos pies colosales
(por lo menos un 44), al final de pantalones caqui. Debía llevar la escopeta
sujeta a la altura del pecho.
—No te quedes callada
ahora. ¿Lo has hecho, verdad?
La furiosa voz del hombre hizo temblar el suelo bajo Pedro. Desde encima
del colchón, silencio.
—No te hagas la dormida.
¡Contesta!
Otro suave gemido.
El hombre lanzó un gemido. Una explosión ensordeció a Pedro, que se
cubrió la cara con los codos. Varios pedazos de cristal y madera cayeron de la
cómoda.
El hombre recargó.
—Crees que puedes
hacerme esto… Traer a otros a mi casa, y follártelos en mi cama, tú, tú… ¡Mi
mujer!
Otro disparó seguido de recarga; tras los pies de Pedro un trozo de
escayola se desprendió del techo.
—Debería enseñarte lo
que es bueno. ¡Debería volarte la cabeza ahora mismo mientras te haces la virgen
desnuda en mi cama!
Pedro notó su pulso y sudoración aumentar. Imaginaba a aquel salvaje
furioso apuntando a la joven desnuda, pulsando el gatillo y reventando el
colchón. La sangre le empaparía no se ahogaba en la suya propia, roto por los
balines.
Se mordió el labio inferior y se tapó la boca con la mano izquierda.
Una sacudida metálica. Esperó el disparo.
—Pero sigue aquí,
¿verdad? —volvió
a preguntar, seguramente ajeno a que la mujer no le escuchaba—. No os ha dado tiempo
a terminar y lo has metido por aquí, ¿no?
Su palabras no tranquilizaron al escondido.
El hombre giró sobre sus talones y apretó el gatillo. La lluvia de
astillas hizo pensar a Pedro que había hecho un buen boquete al armario.
Separó los dedos para dejar salir su aliento. Mientras se limitase a
destrozar el dormitorio…
—De modo… que el mierda
este que cree que puede joderme está aún aquí…
Volvió a volverse y a disparar. La madera partiéndose le hizo comprender
que había agujereado la puerta por la que había entrado. Pedro pensó qué se
vería al otro lado de la nueva mirilla.
—Y, ¿sabes qué? —preguntó—. Creo que voy a
buscarle, a buscarle y a encontrarle…
Un destello enfrente atrajo a Pedro.
—…y, cuando lo haga…
Sus ojos se estremecieron, dilatados al reconocer lo que bajaba.
—… haré que chupe esto…
como tú debes de haberle chupado la…
Pedro dejó de oírle desfogarse; todos sus sentidos pendientes del largo
tubo negro que se asomaba por el borde de la cama. La escopeta bajaba, y
parecía que los tobillos también.
Pedro pegó la cara al suelo, pensando que se mimetizaría mejor y que el
brillo de sus ojos podía verse.
—A ver, dónde puede
estar…
Un paso, sonido que antes le sobrecogía, ahora le alivió. El cañón volvía
a subir. El hombre se acercaba a la puerta agujereada y al otro pasillo.
—Estás por aquí.
¿Verdad, cabrón?
Se apoyó en el marco, gritando a la oscuridad.
—¡Espera, hijo de puta!
Cuando te pille vas a saber lo que es joder.
El loco disparó a la oscuridad, dejando caer el cartucho rojo humeante
antes de sustituirlo. Se fue por el pasillo, vociferando.
Pedro no perdió el tiempo, giró noventa grados como una tortuga panza
arriba y se arrastró fuera de la cama, pasando sobre la escayola destrozada
hasta levantarse, a los pies de la cama.
A su derecha, la Bella Durmiente se encogió como si tuviese frío. Pedro,
olvidando un momento que debía salir pitando, se fijó en que sí resultaba muy
sensual. Puede, pensó, que si él fuese su novio también fuese un poco celoso…
aunque sin llegar al extremo de la escopeta.
Mientras los pasos se alejaban, miró a la puerta rota. Pese a la
distancia, Pedro se sintió atrapado por aquel vacío, como si le succionase un
sumidero. Lo que vio le cautivó.
La luz de las velas había desaparecido, sustituida por la oscuridad de
la noche cerrada, veteada ocasionalmente por el paso de ligeras columnas
vaporosas, como humo o nubes…
Apretó los nudillos, consciente de que no se había movido de la planta
baja, que supiese. Pero, aun así, no había visto ninguna ventana en ninguna
habitación por las que había pasado, aunque desde fuera el edificio se veían
muchas.
—Te oigo —canturreó la voz desde
la oscuridad.
Pedro se volvió en el acto, mirando al corredor. El jaleo había parado.
—Bueno, si me ahorras el
buscarte…
Los pasos se reanudaron, de vuelta al dormitorio.
Pedro se volvió; la nueva puerta parecía deformarse como una sonrisa que
se alegraba de recibirlo.
—Sé dónde estás… no
puedes esconderte.
Se lanzó hacia la manija, bajándola.
—¡Ah, te tengo!
No llegó a oír la explosión.
Sintiendo sus articulaciones doloridas y su estomago revuelto, Pedro
jadeaba. Había vuelto a escapar. Pero, ¿cuánto más podría seguir…?
Cuando miró al frente se sintió pequeño, desprotegido y expuesto. Había
algo en esa habitación, algo diferente…
Tenía delante, al final de un suelo de baldosas oscuras, una pared gris
y picada sobre la que brillaba una pequeña lámpara de gas.
Pedro miró a izquierda y derecha, respirando cada vez más rápido.
Delante había más luces, y detrás una pared cubierta de puertas de madera con
números.
Volvía a estar en el recibidor.
Eufórico, queriendo saltar y gritar como un niño celebrando un gol, analizó
la puerta que le había devuelto allí. La 7. De manera que sí se había desplazado
por los apartamentos…
El corredor le seguía pareciéndole igual de largo. ¿Cuántos habría en
total?
Pedro volvió a mirar a los lados. La oscuridad se comía las lucecillas, viendo
que al fondo era tan compacta como una
roca cerrando una cueva. No veía ninguna salida, pero al menos sabía de dónde venía.
Empezó a ir a la derecha, dejando atrás las puertas 14, 15, 16… Era como
si la oscuridad le siguiese. Parecía que el final del pasillo avanzaba, como
huyendo de él. Al mirar a la derecha, vio que iba por la 26.
Resopló, frustrado, y apoyó en la pared para descansar un momento, durante
el cual miró a la lamparita que tenía enfrente.
Tenía un pequeño recoveco debajo, con algo dentro que brillaba. Y había
otro rincón debajo de la anterior, y en la siguiente y siguientes también.
Pedro se frotó el mentón, preguntándose cómo no los había visto antes.
Se acercó a ver qué era. Sólo se sintió más confundido.
Tres gruesos anillos de oro reposaban sobre un soporte dentro del
pequeño cuadrado, reflejando la escasa luz de lámpara que entraba. Allí debía
entrar poca gente, por lo que no era tan raro que se dejasen joyas así a la
vista. Unos pasos hacia la derecha había una serie de anillos y aros enlazados,
seguido de dos cadenas de oro y un collar de perlas, sujetos a un modelo de…
Pedro tragó saliva antes de perder el aliento, a medida que entendía lo
que veía. Debía de ser sólo una reproducción muy conseguida…
No lo era. Las joyas colgaban de un cuello color canela, con los extremos
superior e inferior cortados limpiamente. Retrocedió unos pasos, comprobando
que los anillos, que le parecieron unidos a una especie de almohadilla, atravesaban
una oreja; así que el fino falo de los anillos debía ser…
Notando sus poros (que creía ya secos) sudar, Pedro se alejó de la
pared, sintiendo sus piernas inestables y su cabeza nublada. No olía nada, pero
se estaba mareando, y la idea de perder el sentido allí era suficiente para sentir
escalofríos violentos como de gripe.
Iba al fondo, con pasos inseguros que ganaban
fuerza poco a poco…
Había alcanzado el 29 cuando oyó tras él una especie de estallido.
Miró atrás, preocupado por si el señor Marido Engañado le había seguido. Pero, pensándolo mejor, más bien
parecía algo de metal muy grande dando contra el suelo, como una estantería al
volcarse.
No vio nada raro; todas las puertas cerradas y las lucecitas se perdían
a lo lejos.
En ese momento precisamente la lámpara más lejana se apagó, no como si
le cortasen el grifo sino como si algo la arrancase y lanzase al fondo.
Instantes después la siguió la siguiente, algo más grande, más cerca de él, y
la siguiente…
Las pupilas de Pedro se dilataron. Su corazón bombeaba más sangre y
respiraba más deprisa. Con cada luz apagada, el pasillo se hacía más oscuro…
Hasta que lo entendió de otro modo.
La oscuridad se acercaba. Se llevaba las luces. E iba a por él.
Pedro, sintiéndose restablecido, apretó el paso segundos antes de
empezar a correr. Sus zapatillas deportivas resbalaban, amenazando tirarle al
suelo tres veces, cosa que evitó agitando los brazos. Detrás, la certeza de que con la oscuridad algo se
movía, apretando las pequeñas campanas de cristal hasta romperlas y arrancando
sus soportes metálicos. Y a la vez empezó a oír otra cosa, que no reconoció al
principio, que no sabía muy bien a qué asociar.
Entonces se acordó de los huecos en las paredes.
Ris-ras, ris-ras. Metal contra metal, de un cuchillo afilándose. Más
inspirador que vítores animándole a llegar a la meta.
Se lanzó pasillo, rebasando el 36, el 37, el 40… Pedro perdió la cuenta
de puertas casi al mismo tiempo que su arrojo. Su pecho ardía, obligándole a
resollar como una gaita mientras los calambres empezaban a pincharle las
pantorrillas. Pero siguió; no podía parar mientras el pasillo a su alrededor se
iba volviendo más gris y su cabeza adolecía el esfuerzo y la falta de oxígeno.
Había conseguido dejar distancia con la hoja afilándose, quizás suficiente para
pararse a respirar; no podía seguir sin reventar…
Sus pies rebotaron sobre el suelo mientras captaba como a su izquierda
el 47 daba paso al 48…
Delante, dos o tres puerta después, paró en seco, conmocionado por lo
que encontró.
La oscuridad se había disipado. Frente a él, otra pared gris. Y,
manchándola, la puerta maciza que le había metido de cabeza en aquella trampa. Con
suerte, ahora le sacaría de ella.
Parecía que su perseguidor también la había visto, porque el ritmo de su
entrechocar subió hasta parecer el
chillido de un murciélago, enfadado de que su nuevo trofeo fuese a escapar.
Pedro, pese al dolor que sentía desde la garganta a la ingle y la
tentación de volverse para escupirle a la cara, prefirió ir a lo seguro. Se
inclinó, embistió con la furia del toro ciego adelante y al dar el metal contra
su hombro, empujó.
Salió a una luz cegadora apuntada a sus ojos. Se tapó la cara con las
manos, pero no paró; dando traspiés sobre bordillos hasta oír un claxon en
alguna parte. Una mole se le echó encima por la izquierda.
Pedro consiguió hacerse lo bastante a la derecha para que sólo le rozase
el capó de aquel Renault que frenaba, y llegar a la acera de enfrente.
Allí, inclinado con las manos en las caderas, jadeó, tosió y escupió.
Estaba bañado en sudor y su interior seguía abrasado por el pánico. Pero lo
había hecho. Era suficiente para reír. Y con su sonrisa victoriosa se volvió
hacia atrás, a la calle Las Puertas
Delante, a la derecha del instituto Virgen del Remedio, sólo un había descampado
color arena cubierto de piedras y alguna mata raquítica. El terreno bajaba
hasta acabar en un muro de ladrillo firmado por grafitis de un metro, al otro lado
del cual se veía el cartel de una gasolinera de Repsol. Ni los bloques de
viviendas que formaban las estrechas calles Economista Finado Verdú y Cura Juan
Miguel Evangelista, ni el avejentado edificio con pinta de convento del que
había salido. La muerte, como todo cobrador de morosos, parecía que, tras
fallar en recobrar su precio, se limitaba a irse para volverlo a intentar.
Pedro comprobó su reloj. Las diez y veinte; más o menos la misma hora a
la que fue a entregar el paquete. Y había pasado allí dentro. Mucho tiempo ¿Un
sueño, una especie de alucinación?
Jadeando, se alejó tambaleándose hacia la calle de la furgoneta; al
menos ella no se había movido de allí. Tras comprobar que no había pedido las
llaves, la abrió y entró.
Quiso gritar. En el asiento del copiloto estaba la carpeta con la lista
de entregas y el bolígrafo azul, como si no hubiesen salido de allí nunca.
Pedro los recogió; notando entonces que debajo había otro papel.
La puerta blanca de Mensajería Speed M se abrió con un crujido hacia
adentro.
—Dios, chico, ¿qué te ha
pasado? Estas hecho unos zorros…
La buena noticia fue que Pili fue servicial y no pidió explicaciones.
Sí, los de la lista eran todos los pedidos registrados, y sí, habían sufrido la
infección de un virus esa mañana, aunque una visita de urgencia del técnico lo había
remediado. Pero no se acordaba de que la hubiese llamado preguntando por una
dirección. Y, ya con acceso a Internet, la búsqueda fue esclarecedora.
—No, no existe ninguna
de esas tres calles en Alicante. —Pili le miró con el ceño fruncido—. Pedro, ¿seguro que
estas…?
—Sí, tranquila. —Le enseñó la carpeta—. Voy a dejar esto y
luego… ya sigo.
Todavía tenía mucho que hacer en el almacén y con la furgoneta antes de
irse a su casa, darse una ducha y prepararse. Aún tenía que organizar un
cumpleaños.
Pero, antes de despachar con el encargado, asegurándose de que nadie le
veía, arrugó una pequeña nota de papel del tamaño de medio folio y lanzó la
bolita a la papelera del pasillo.
Nadie le prestó atención a aquel papel, sólo él conocía su contenido:
ENTREGA EFECTUADA, PAQUETE RECOGIDO. MUCHAS GRACIAS POR SU DILIGENCIA.
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