VIAJE A LAS PROFUNDIDADES DEL NEGRO ABISMO
Hacía frío de verdad esa noche. Ignacio se subió la cremallera del
abrigo cuando notó que sus botas se hundían en la arena, para luego frotarse
las manos. Los arbustos y el suelo habían quedado atrás. Frente a él, el mar se
mecía, tranquilo e indiferente. Eso era bueno. Era una noche perfecta.
Continuó su camino, viendo crecer la figura del embarcadero contra el
negro infinito. Más allá, las luces de la ciudad incendiaban el cielo, haciéndole
sin quererlo en paseo más fácil. Como en todo. La ciudad nunca le ayudaba
queriendo.
Era el templo del progreso, el santuario donde lo moderno, lo nuevo y donde lo fabuloso, grande y ruidoso
se concentraba; atrayendo a la gente como las bombillas con los bichos.
Ignacio era sencillo, modesto, lo que se podía llamar anticuado. Un
esclavo de día y una sombra de la memoria de noche. Y él lo entendía. A todo el
mundo le gustaban las cosas fáciles y él no era una excepción. ¿Por qué
cansarte si puedes trabajar sentado? ¿Por qué usar las manos largas horas
manejando piezas pequeñas, delicadas y puntiagudas cuando puedes acariciar un
teclado? Él ganaba suficiente vendiendo electrodomésticos para que aquello
fuese un simple hobby. Así lo llamaban, eso días.
—No —se dijo en voz alta—. No es eso.
Era una tradición, su deber con el pasado. Una forma de homenaje, más
aparatoso, pero también más agradable que ir a dejar flores cada semana en un
cementerio.
Lo vio a veinte metros; le habría animado, si no estuviese helado hasta
los pulmones, que se llenaban con el olor a salmuera del viento. Ignacio
carraspeó y escupió sobre la arena antes de dejarla por el cemento.
Se giró hacia el mar, sonriendo.
Allí estaba su legado, en el triste vertedero de los desposeídos.
El espigón, en mitad de la playa, era sólo un pedazo grande de hormigón
que se prolongaba hacia el agua, cubierto de amarraderos de hierro oxidados a
los que se sujetaban las barcas con lacerantes cabos. Por eso prefería ir
andando; podía dejar el coche en las afueras y el autobús le dejaría a cien metros de la playa
en quince minutos. Pero tendría que pasar por el puerto deportivo, una serie de
elegantes y sofisticadas pasarelas de madera que daban a las lujosas
embarcaciones pequeñas; al menos el
doble de grandes que la suya y unas cien veces más caras. Juguetes caros
exhibidos para el público mientras sus dueños, cansados de navegarlos, se
relajaban conduciendo coches a toda pastilla
o empinando el codo en los bares.
Ignacio odiaba ver esos barcos; la prueba del cambio de los tiempos.
Antes el mar era de todos, especialmente de los que vivían de él. Ahora
navegarlo parecía cada vez más un lujo. Él mismo la amarraba allí, antes de que
se volviese demasiado caro. Y de que le dijeran:
—Verá señor, su barca —le dijo un responsable, evitando mirarle, —resulta…
poco estética.
Le tocó irse a la vieja roca de pescadores abandonada. Una pena. El viejo
bote fue la más valiosa posesión de su abuelo, comprado con esfuerzo y
gobernado para comer. Y ahora valía menos que la leña de una hoguera. Seguía amarrándolo
con una cuerda porque sabía que nadie iba a cortarlo.
Ignacio se acarició la crecida barba negra, intentando sensibilizar sus
dedos, y atrajo el cabo. La barca blanca y desconchada con el borde ribeteado
de azul conservaba dentro los dos remos blancos, la bolsa con la caña y la
nevera portátil con los cebos. Sonrió. En semejante escondite, lo único que valía
algo estaba a salvo.
Deshizo el nudo y saltó a su interior. El agua sólo cubría allí medio
metro, pero lo que le asustaba era que estaría helada como un muerto. Tras
estabilizarse cogió un remo y lo usó para guiarse a través de la corriente
hasta la boya que marcaba los cincuenta metros desde la costa. Sólo tenía que
echar los cebos y esperar. Lubina, dorada, a veces un lenguado y, si tenía
suerte, algunos calamares. Una excusa para hablar, cerveza en mano, con sus
amigos.
Ignacio profundizaba en las aguas con los ojos en el cielo, lo bastante
oscuro para poder ver las estrellas. En la era de la publicidad, las
constelaciones le parecían anuncios de neón de otra galaxia, un reclamo para la
gente de la tierra. Y él, sin poder resistirse, las seguía, soñando.
Como tantos otros niños, de pequeño quiso ser astronauta, o piloto; o cualquier
cosa que le diese alas para estar donde nadie había estado y ver lo que nadie
había visto. Y, puestos a decir la verdad, si no le hubiesen acostumbrado desde
pequeño, preferiría estar mil veces en el espacio que en el mar. Una caída
desde diez mil metros acaba rápido, casi sin dolor; y te deja dejar el mundo de manera emocionante. Hundirse en
las negras aguas de debajo él; en cambio, le causaba pavor. Una masa negra que
te traga hasta lo más hondo, sin poder ver ni respirar, llenándote de agua
hasta ahogarte. Gritando para intentar respirar y moviendo los brazos para
intentar huir de las tinieblas de las profundidades quedándote ciego antes de
morir...
Por desgracia, sus sueños eran caros y exigían mucha preparación. Y como
suele pasar, la realidad no da para tanto. El tiempo pasó, había crecido y
seguía viviendo pegado al suelo. Y aunque seguía soñando con el cielo y visitando
el mar, el miedo nunca se iba definitivamente.
Ignacio siguió remando, mirando la inmensidad azul moteada con estrellas
como esperando una señal.
Y la señal llegó.
Hubo un único estallido, que pudo oír, y un estallido blanco como de
castillo de fuegos artificiales se encendió hasta cegarle.
—¡Agh!
Cuando sus ojos se recuperaron y pudo apartar el brazo, encontró un resplandor
amarillento que se extendía por todo el cielo; no un reflejo lumínico de la
ciudad sino una mancha que se extendía sobre las estrellas hasta taparlas con
su brillo. Ignacio lo asoció deprisa a varias cosas; al Carro Mayor desbocado y
en llamas, incendiando a su paso el
resto del cielo.
Pero fue una luz breve. En segundos se condensó sobre el pescador,
formando una esfera casi perfecta que bajó a velocidad fugaz. Una estrella caída,
y entendió que era eso.
Un meteorito.
Lo siguió en su caída, perdiendo velocidad y brillo mientras se dirigía…
a la playa donde había estado. Aterrizó, pero no con una explosión de arena,
sino posándose de forma suave, casi grácil.
—La leche.
Ignacio se olvidó de por qué estaba allí y remó
con todas sus fuerzas en sentido contrario, ahora mirando a la orilla. No
parecía que la vegetación donde nacían las dunas estuviese quemada o ardiendo,
ni había ninguna luz. Pero había algo.
Lo veía.
Siguió, ignorando el dolor del cansancio en sus brazos cansados y
pulmones; hasta que un banco de arena lo paró. Ignacio lo ignoró y saltó al
agua, apretando los dientes y ahogando un chillido al mojarse, por suerte, sólo
hasta la rodillas. Corrió hasta salir como el fantasma de un ahogado, dejando un rastro de huellas profundas en la
arena. Al coronar la primera duna lo vio, sin terminar de creérselo.
En el centro del mini desierto salpicado de
hierba puntiaguda y botellas de plástico chafadas había un cohete.
Era cilíndrico acabado en punta, como un supositorio gigante, levantado
sobre un trípode triangular a medio metro del suelo; metálico y completamente
gris menos donde se abrían cuatro gigantescas ventanas circulares como ojos negros.
Lo único que le extrañó, por no decir decepcionó, era su tamaño. Mediría como
mucho tres metros y era tan ancho como una furgoneta.
Como un modelo portátil; quizás tipo de
cápsula de escape, un bote salvavidas del espacio exterior.
Ignacio se palpó los bolsillos de los pantalones, antes de hacer lo
mismo con los de la camisa. Al sentirlos llenos sólo con las llaves del coche,
la casa y la cartera, bufó.
—Mierda.
Iba allí a estar tranquilo. Para eso no le hacía falta el móvil.
Un chasquido repentino le hizo olvidarse de su disgusto. Una porción
alargada de la porción inferior se desplegó sobre el suelo, extendiéndose
frente a una apertura rectangular y oscura.
Una pasarela para llegar a una puerta abierta.
La policía, emergencias, Miguel Ángel el
del bar… Va, sin móvil da igual.
El proceso, en tres segundos, dejó a Ignacio paralizado por la curiosidad.
Y el miedo. Si iba tripulado y se disponían
a tomar tierra, se lo encontrarían de frente. Él estaba solo y expuesto.
Si saltaba al otro lado de la duna le verían igual; sin tener que andar mucho. Iba
a ser el primer hombre en tener contacto con ellos. Y, si se parecían a los de
la s películas, podía ser lo último que pasaría en su vida.
Esperó con el corazón en un puño a que pasara algo mientras el frío le
laceraba las piernas. Los minutos pasaban, su corazón recobraba la calma. Y
nada. Sólo la puerta seguía abierta, hecho
con una única explicación posible. Al entenderlo, la alegría le distorsionó la
cara.
Le estaba invitando. El cohete quería que él se subiese, que viajasen juntos a algún sitio más allá de las
estrellas. Su fantasía infantil hecha realidad; un lujo al alcance de pocos, ya
fuesen profesionales o millonarios. Más exclusivo, precisamente, que los
amarraderos en el puerto.
Ignacio corrió. La arena era más profunda y consistente; se hundía hasta
las pantorrillas y las sacaba recubiertas de partículas, pero no paró hasta
llegar a la escalerilla de subida.
Cuando le quedaban treinta centímetros lo notó. Hacía calor, mucho
calor, en torno al cohete; posiblemente un efecto de su entrada en la atmósfera.
El vaho de su boca se esfumaba y su cuerpo recobraba la sensibilidad.
Dudó. La superficie debía estar ardiendo. Pero él iba a estar dentro, y
ni siquiera había plantas chamuscadas cerca.
¿Venga, a qué esperas?
Con cuidado, extendió su bota izquierda
hasta el primer peldaño. Ni notó ni pasó nada. El soporte era sólido. Aquello dejó
atrás el resto de consideraciones. Ignacio subió sus seis peldaños en tres
pasos, llegando al rellano. El cuarto paso cruzó el umbral, sumiéndose en
tinieblas. Y se hizo la luz.
Era sorprendente, increíble. E imposible. El interior era blanco por
completo, de un tono tan nuclear que no pensaba que existiese en el mundo. Y, a
la vez, era muy simple; nada que ver con los sofisticados puestos de mandos de
las películas.
No había pantallas, puertas, ni paneles de mandos. Parecía que sólo
había la sala en la que estaba. En el centro había un asiento de respaldo
rectangular tan alto como él que, mientras se acercaba respirando más despacio,
comprobó que parecía que salía del suelo. Era de un material parecido a un
plástico duro, en contraste con la constitución metálica de fuera.
Ignacio se puso frente al trono, comprobando que sólo tenía dos
reposabrazos y un cinturón de seguridad; una simple cinta negra con un enganche
metálico no muy diferente al de un coche. Y, en torno a aquel cerebro de la
nave, los ojos. Las cuatro grandes, gigantescas ventanas que Ignacio vio desde
fuera, colocadas formando un cinturón. Una estaba en el suelo justo a sus pies,
seguramente para poder ver lo que pasaba fuera desde cualquier ángulo.
En ese momento comprobó lo más raro: estaba de pie. El cohete había
aterrizado erguido, en vertical, pero por dentro estaba tendido, como si la
nave estuviese volcada.
Ignacio, incapaz de entenderlo, se acogió a la opción más sencilla:
Bueno, ¿y a mí qué?
Si era imposible, estaría soñando, y si era un sueño, lo disfrutaría y
luego se despertaría. Bordeó el colosal ojo de buey y, con manos temblorosas de
impaciencia, cogió las dos partes del cinturón. Puede que no despegase; él no
sabía hacerlo al menos, pero podía imaginar lo que era estar en un cohete auténtico.
Se sentó y lo abrochó alrededor de su cintura. Las piezas hicieron clic,
y todo empezó.
Una aguda sirena aulló allí dentro, tan fuerte que su pasajero casi tuvo
que taparse los oídos; lo que no le habría ahorrado el gemido de la compuerta volviendo
a subir, sellándole.
El cohete inició el despegue sólo, temblando mientras su popa escupía un
chorro de fuego que lo propulsó al cielo nocturno.
Ignacio, pillado por sorpresa por el proceso, sólo pudo cerrar sus manos
con todas sus fuerzas, intentando reducir los estertores espasmódicos. Y,
cuando dejó el suelo, notó su propio cuerpo inclinarse inclinaba, ahora sí en
vertical. Notaba la poderosa gravedad intentando retenerle, tirando de cada una
de sus células. El cohete reaccionó con más potencia; Ignacio lo supo porque
oyó el rugido de sus motores invisibles; primero despacio, luego temblando como
un flan, sin parar.
Ignacio gritó. Una vez fue a un parque de atracciones, probando su enorme
montaña rusa y la caída libre. La sensación era parecida, pero al revés. Respiró
hasta límite; sus aletas se aplastaron y su pecho hundió sus pulmones mientras
sentía su cara derretirse, como si se la fuesen a arrancar...
Venga, por Dios, acaba de una…
No tuvo tiempo de rezar; todo fue muy rápido; dos minutos, tres como
mucho.
La nave acabó parando y su piloto
atormentado notaba cómo recuperaba la estabilidad de su cuerpo, atravesado el
campo gravitacional terrestre. La sala fue recuperando la horizontal y la
cápsula pareció parar por completo.
Ignacio, sin saber muy bien qué hacer, se desabrochó el cinturón y se levantó.
La luz blanca que lo había iluminado todo desde su entrada se apagó.
Aquel cambio en la iluminación, aparentemente aleatorio, le desconcertó
y sobresaltó unos segundos, hasta percatarse de que no estaba del todo a
oscuras. Un resplandor, ni blanco ni amarillo, se filtraba desde fuera, a
través de las ventanas. Una luz que reconoció, habiéndola visto toda su vida. La
luz de las estrellas.
Lo había hecho. Estaba en el espacio.
El pescador dio un salto de alegría de camino a las luminosas aperturas,
deseando ver el exterior. Y, tras ese único y poderoso salto, se detuvo en
seco. Su respiración, desbocada, adquirió aún más ritmo; su corazón galopaba en
el pecho con una emoción muy distinta de su euforia inicial y su sonrisa empezó
a invertirse hasta borrar todo rastro de triunfo. Libre ya de los nervios y
temor iniciales, había comprendido la realidad de su situación.
Si había un modo de tripular la nave, ni estaba a la vista ni él sabía
cómo. El cohete se encendió solo y le llevó hasta allí, por lo que no tenía ni
idea de dónde estaba ni de cuánto tiempo duraría el viaje. Ni si podría volver.
No había comida allí; demonios,
ni siquiera váter. Y, ahora que lo pensaba, no parecía que el oxígeno allí
dentro fuese eterno.
Se llevó las manos a las sienes, cerrando los ojos.
No jodas.
Electrocutado por escalofríos intermitentes, Ignacio entendió que estaba
perdido; irónicamente, de un modo no muy diferente a estar solo con su barca a
la deriva y sin remos. Donde estaba nadie le encontraría, le echaría de menos
ni iría a buscarle. El tiempo pasaría, cada vez más cansado y nervioso, más
débil y rezando para no volverse loco antes de morir en sus momentos finales. Sólo
podía intentar disfrutar la vivencia mientras pudiese. Luego…
¿Luego? Ya veré. Ya pensaré algo cuando…
me toque salir de aquí…
Animado por sus propias palabras, siguió hasta el ojo de buey a su
izquierda, ansioso.
El brillo le iluminó lo bastante para ver su reflejo en el cristal, una
cara bobalicona y sonriente como la de un niño viendo una cabalgata de reyes. Y
lo que vio más allá no ayudó a animarle.
Se imaginaba un brillante e infinito mosaico de luces extendiéndose
hasta donde llegase la vista, adornado por algún planeta y, con suerte, por un
brillante cometa iluminando la noche eterna a su paso. Y, sin embargo, lo que
vio fue una serie de orbes parecidos a globos aerostáticos pero completamente
esféricos; gigantescos pese a estar a miles de kilómetros, de los que salía la
luz como de farolillos de feria. Y, lo más decepcionante de todo, no eran
millones sino doce como mucho, separados entre sí por una distancia
equidistante que Ignacio no sabía calcular.
Como un político cumpliendo
promesas después de unas elecciones.
Lo más llamativo fue ver que no estaba solo. Entre ellos distinguió
pequeños vehículos como el suyo circulando en filas adelante y atrás a la vera
de las estrellas, que los iluminaban.
Porque, como el suyo, todos tenían la luz apagada.
Era imposible. Acababa de constatar no sólo la existencia de vida fuera
de la Tierra, sino que ésta se movía por la galaxia como un atasco en hora
punta. Quiénes serían los trágicos y agobiados conductores, ni idea. Su
aspecto, inimaginable. Y qué había enviado esos vehículos a buscarlos al azar
le pareció como ganar un premio de lotería muy gordo, aunque sin las mismas
ganas. Y lo más curioso, ¿por qué todos iban a oscuras?
Ignacio suspiró mientras estudiaba la experiencia, haciendo eco en el interior
vacío del cohete. Luego, el silencio de la nada infinita.
Un golpeteo mecánico, débil pero claro, se inició; Ignacio, pillado por
sorpresa, se dio la vuelta. Seguía estando sólo en la nave, pero el sonido seguía.
Parecía una uña rozando una chapa, un dedo tanteando si una cavidad tenía
algo. Con los ojos cerrados retrocedió, intentando ubicarlo. Estaba sobre su
cabeza. En el techo, fuera de la nave, en el vacío estelar.
Ignacio miraba allí, retrocediendo hacia la ventana. Nada.
El ruido seguía, ganando volumen; desplazándose a la derecha. Ignacio se
movió también, hasta el otro cristal, mientras el ritmo bajaba hacia el costado
de la nave.
El hombre se quedó pegado al cristal, esperando ver al autor.
Venga. ¿Qué pasa, eres tímido?
Se sentía tan emocionado como al subir, expectante, temiendo tener que
esperar varios minutos. La idea de una espera larga le hizo bajar la guardia;
cuando se asomó desde su lado le asustó.
—¡Ay, Dios! —gritó mientras retrocedía,
tropezando con el borde de la ventana en el suelo y casi cayendo. Ignacio no
miraba por donde pisaba; sólo tenía ojos para la ventana.
Tardó casi cinco segundos en empezar comprenderlo. No podía ser lo que
hacía el martilleo. Sí hacía un sonido al moverse, una especie de silbido, pero no tenia dedos ni
apéndices con que tocar.
Al principio pensó en un fantasma; una masa amplia azul intenso de
aspecto etéreo que se hinchaba y desinflaba al ritmo de una respiración
mientras subía en el vacío. Luego vio aquel ojo, una esfera violeta en su
centro mientras seguía su camino. Al alejarse, vio los cuatro larguísimos y finos que se enrollaban formando espirales,
acabados en pequeños discos de los que asomaban uñas vestigiales.
Cuando se animó a volver a acercarse pensó que algo, como la falta de
aire, le hacía ver cosas; cosas imposibles. Como una medusa gigante en el
espacio, o algo vivo muy parecido.
—No puede ser; aquí pasa algo…
Pegó la cara al cristal para ver mejor, borrando con las manos el vaho de
su aliento. La criatura gelatinosa se alejaba cada vez más, lanzado brillos
iridiscentes al reflejar la luz de las estrellas hinchadas. Cuando debía tener
el tamaño de un ratón vio un segundo espécimen,
idéntico pero de color más rosado, unírsele. Iniciaron juntos un descenso en
paralelo, hacia una caravana de cohetes.
La respiración de Ignacio volvió a acelerar mientras las dos criaturas quedaban
suspendidas sobre las naves. Empezaron a bajar sus tentáculos, enrollándolos en
torno a dos transportes sucesivos, casi el doble de grandes que ellos, y los arrastraron,
superando sus motores. En apenas unos minutos, las campanas gelatinosas se
expandieron sobre ellos, engulléndolos. Las estelas de fuego se apagaron y las
naves, idénticas a las suyas, quedaron
enquistadas en sus vientres.
Ignacio retrocedió hasta el sillón. Su situación había cambiado. Allí
fuera había vida, vida peligrosa, capaz de engullir su transporte con él dentro.
Y estaba indefenso y tan expuesto como en la playa; sólo podía rezar para que
la deriva los mantuviese lejos o que se comiesen a otro.
—Ahora qué —empezó a repetir
mentalmente, antes de decirlo en voz alta—. Qué, qué, qué…
Estuvo dando vueltas hasta que le dolieron los pies; entonces, agobiado,
se arrodilló para rezar.
—Padre nuestro…
Un impacto le interrumpió. Separó
las manos y abrió los ojos, temiendo haberse estrellado contra algo. Pero no,
no había sido tan fuerte, y tenía algo de intencionado...
No era un golpe sino varios; el sonido que ya conocía, aunque cambiado.
Ahora no golpeaba el metal. Ahora era el cristal; el cristal que tenía
detrás.
Ignacio contuvo el aliento mientras se volvía despacio, preparado para
lo que fuese. La mala iluminación le puso difícil reconocerlo; cosa que hizo
poco a poco.
Era algo pequeño, comparado con la medusa, aunque parecía tan alto como
él, aunque su delgadez extrema hacía difícil concretar su tamaño. De color
marrón cacao, acababa en picos puntiagudos que lo alargaban.
Un crustáceo, como los cangrejos,
especuló Ignacio.
Aunque delgadas, sus patas, cuatro en total, eran gruesas y parecían
rígidas y articuladas acabadas en muñones gruesos y macizos; el derecho de los
cuales daba aquellos golpecitos.
Verlo no le habría causado tanta impresión a Ignacio con la noche que
llevaba hasta que se dio cuenta de que tenía cabeza. Y cara. Era pequeña,
horizontal y deformada; toda boca, con dientes como agujas de palmera que
brillaban por efecto de una saliva espesa y traslúcida.
No tenía ojos, pero Ignacio sabía que le veía. Sabía que estaba allí.
Fascinado a la vez que inquieto, sabiendo que el cohete le protegía, Ignacio
tardó unos segundos en darse cuenta de que el sonido se reproducía. Una vuelta
panorámica del resto de ventanas le reveló otra cosa igual en cada ojo de buey,
imitando al primero en su intento de tocarle.
Y había más. El sonido de la uña contra los cuatro cristales se
entremezcló con el que hacían otras contra el metal por toda la nave. Eran
muchos.
Pero están fuera. No pueden
cogerme, se dijo.
Algo sonó como un hueso partiéndose, justo frente a sus narices. A la
altura de la uña se estaba formando algo, una fina raya en forma de relámpago sobre
el cristal de varios centímetros. Raya que, coincidiendo con una mayor
salivación de la cosa, empezó a extenderse por todo el círculo, formando una
telaraña en miniatura. La criatura continuó pegando, de modo casi frenético.
Ignacio se había quedado de piedra, escuchando sólo su corazón. Dudando
de que su fuerza la agrandase, volvió hasta el cristal y le dio dos puñetazos.
—¡Largo! —exigió—. ¡Déjame en paz!
El monstruo se alejó como un pez asustado al otro lado de un acuario,
dejándole ver que tenía alas. Dos prolongaciones membranosas a medio camino
entre una mariposa y un murciélago se extendieron desde su espalda,
manteniéndole a flote a medio metro de la ventana, como el gato que sabe dónde
está el ratón.
Ignacio retrocedió, pensando lo que podía hacer ahora…
No, no puede…
Aquel fue sin embargo, como todos sus intentos de conservar la
esperanza, un ruego inútil.
El monstruo chasqueó una vez los dientes, extendiéndolo por toda la nave
a medida que sus congéneres respondían. Luego se alejó unos metros agitando las
alas, tomó impulso y se lanzó contra la ventana.
Ignacio vio, estupefacto, a su repentino salvador pasar frente a sus
ojos. Era una criatura alargada y esbelta como una cinta del color del hierro
oxidado; con su larga espina dorsal mantenida a flote por dos extensiones laterales
parecidas a aletas. La cabeza, una gigantesca calavera achatada de ojos hinchados
y opacos, nariz aplastada y una gran boca tan alta como larga de la que
emergían docenas de dientes finos como agujas y tan largos como sus brazos,
dispuestos en varias hileras.
El nuevo monstruo engulló al pequeño crustáceo volador y se alejó dando
vueltas hacia otra hilera de naves. El monstruoso se lanzó hacia uno de los
delicados ingenios y se lo tragó de golpe, se volvió con un veloz viraje y
repitió plato, antes de seguir en línea
recta.
Hacia él. Ignacio casi podía verse reflejado en los enormes globos color
gris turquesa, que crecían demasiado.
La nave se sacudió en ese momento, tirándole de espaldas. Ignacio gruñó,
frotándose los riñones mientras se giraban, quedando sobre el hueco del suelo. Se encontró una gigantesca sima oscura rodeada
de estalactitas y estalagmitas lacerantes.
Ya no pudo reaccionar, ni siquiera para asustarse. Ignacio esperó a que
el monstruo le aplastase con la nave.
La boca retrocedió de improviso, de vuelta al abismo, rodeada de figuras
que la rodeaban como moscas. Al parecer el enjambre de crustáceos alados había
decidido que él daba para más. Una docena al menos había rodeado a la serpiente infernal,
que se retorcía formando nudos, intentando quitárselos de encima. Mientras, con
veloces pasadas, sus púas arrancaban la carne rojiza, lanzando purpúreas gotitas
que brillaban como las estrellas que conocía.
Por fin un respiro. Mientras se mataban entre ellos le dejarían en paz.
Y, cuando acabasen, seguro que estaban tan llenos o muertos que le olvidaban.
Pero Ignacio recordó algo.
Se volvió. El segundo monstruo de
gran boca iba hacia él. Las agujas dieron paso a la oscuridad de la garganta y al
sonido de los dientes arañando el fuselaje. Ya no había esperanza.
Un prolongado gemido, parecido a la canción de una ballena, llenó todo.
La bestia alargada soltó la nave y se fue con más prisa que con la que llegó.
Una serie de chasquidos se hicieron
escuchar debajo. Al asomarse, el enjambre y el segundo ser alargado se
habían ido, cosa que no le calmó.
No quería imaginarse qué les había ahuyentado.
El gemido se repitió con más y una sombra lo dejó ciego. El coloso lo
sacudió a su paso como haría a su paso un carguero con un pato de goma. Ignacio
salió despedido contra la pared derecha, haciendo crujir su hombro.
—Mierda…
Lo presionó con los dientes
apretados, esperando estabilizarse. Lo que se inició fue el caos.
Una luz roja en no sabía dónde empezó a encenderse intermitentemente, acompañada
de una sirena de alarma. Ignacio vio horrorizado la grieta cubría ahora toda la
ventana. Su rotura era inminente, como su salida al espacio sideral.
Se incorporó, sin perder los nervios. Antes de ponerse a buscar una
escapatoria, la escapatoria le encontró a él.
Una trampilla se abrió en el techo y una enorme forma ondulada se de
desplegó delante. Ignacio, incapaz de más sobresaltos, pensó a primera vista que
era un cuerpo, hasta ver la cabeza; grande, redonda y de cristal. Un traje de
astronauta. Una forma de prolongar su vida. O su agonía.
Sin perder más tiempo lo agarró, quitó el casco y se lo enfundó,
cerrándolo herméticamente. Pensó un momento en sí quitarse su ropa actuales,
incluyendo las botas, todavía húmedas y cubiertas de arena. Pero era mejor ir a
lo simple.
Cuando se ajustó la escafandra,
algo en el pesado equipo de la espalda se encendió. El traje pareció hincharse
e Ignacio comprobó que podía respirar. Justo a tiempo.
La ventana estalló y la atmósfera presurizada fue devuelta al vacío sin
gravedad.
Ignacio voló como una hoja, atravesando el ventanal entre cristales
rotos. Aquello le asustó, empañando su escafandra.
El traje, lo harán picadillo…
Ya fuera, el impulso inicial se
perdió. Fuera todo flotaba, incluido él. Seguía intacto.
Se alejó despacio, abandonando aquella cosa diabólica y traidora que le
había condenado a una muerte lenta en el olvido. Y mientras empequeñecía, una
ráfaga invisible de radiación estelar y éter le hizo dar vueltas sobre sí
mismo. Quedó enfocado en sentido opuesto, con su percepción del universo
cambiada.
Era una jungla, o al menos se regía por sus mismas leyes.
Oh, Dios…
Podía ver al gigante; tan grande como una ballena de mar, aunque más
parecido a una babosa negra o sanguijuela gigante, movido por aletas en forma
de remos en sus costados. De su vientre colgaban cientos de extremidades tubulares
dobladas en gancho, de consistencia gelatinosa. Ignacio lo vio bajar sobre otra
hilera de cohetes, recorriéndola en un segundo. Arrastró a la mayoría,
enganchados en sus anzuelos. Mientras se perdía en las oscuridad vio que, con
uno de ellos, se llevaba uno de los monstruos alargados que le habían atacado; muerte
no iba a lamentar.
Momentos después, otra abominación salió de las sombras. Tan negro como
una mancha de crudo, era un verdadero titán entre las esferas, grande como una
montaña y con su misma forma, estrechándose en su extremo en un tubo increíble.
Y al final, un agujero viscoso que bullía, una boca primitiva hambrienta dispuesta
a degustar, también, las indefensas naves. Ignacio vio seis protrusiones
larguísimas y finísimas cómo un asterisco rodeando el agujero. Dotadas de vida
propia, se estiraban hacia los insectos plateados, enganchándolos como si fuese
papel matamoscas, y replegándose hasta meterlos en la boca. Y no era sólo uno.
Otro ser igual empezó a alzarse desde abajo hacia otro enjambre de naves, y
otro más. Tan grandes y tan cerca.
Ignacio pensó que podían no ser distintos congéneres sino un mismo ser;
una hidra de muchas cabezas que así podía alimentar un cuerpo de su tamaño con
presas tan pequeñas y dispersas.
Ignacio, flotando a la deriva, cobró consciencia no sólo de su final,
sino de su insignificancia. Había pasado de pez en un océano infestado de
tiburones a una mancha de polvo. Cualquiera de esos monstruos sólo necesitaba
abrir la boca y tragar. Ya no tenía protección; ni siquiera podía moverse.
Salió de la nada, rápido como una flecha hacia él.
Su color cobrizo lo confundió con otro monstruo serpentiforme, con los
que compartía forma, pero mientras llegaba vio que era muy distinto. Su cuerpo
era aplanado y extendido con dos alas laterales que movía como un águila; con
una larguísima cola acabada en un aguijón de escorpión con dos puntas. A
Ignacio le pareció una raya hasta ver su boca: en vez de un agujero filtrador,
había una docena de cuchillas rezumantes, enfocadas a su cara.
Ignacio contuvo la espiración y su esfínter, cerró los ojos esperando el
mordisco. Notó la corriente que levantó; entonces miró. Había pasado de largo.
Sólo la larga cola seguía a su lado.
Habría chillado, aullado si pudiese, hasta que el aguijón le golpeó el
hombro a cien por hora.
Le hizo girar como una peonza a una velocidad imposible, evitando el
mareo sólo porque tenía los ojos cerrados, lo que no impidió a su estómago
subirle a la garganta. Cuando paró, y
abrió los ojos, vio que su sentencia de muerte ya había sido firmada.
El golpe había desgarrado el traje. El cristal de la escafandra había
saltado por los aires, con algunos pedazos color café todavía en el borde.
Había quedado desnudo en el espacio.
Curiosamente, la noticia del final le tranquilizó. Relajó los brazos,
como si se tumbase.
Ya está.
Ignacio sintió como el tejido se desprendía de su cuerpo. Al final, lo
vio. Si no estuviese conteniendo la respiración por última vez, habría abierto
la boca.
Una estrella en el horizonte, más lejos y brillante, con su brillo en
forma de cruz. Y por debajo, una esfera azul salpicado de verde, marrón y
blanco.
Sonrió. Por fin una escena familiar. El sol, la estrella de su mundo, le
ofrecía su calor y su luz como despedida, mientras la Tierra le recibía en la
tumba como en la cuna, con los brazos abiertos. Ignacio sintió que iba hacia
ella, atraído en caída libre.
Ya era inminente, la única duda era cómo. ¿Qué sería antes? ¿El frio
glaciar, sus gases abandonando su cuerpo en masa o su propio retorno a su
hogar, desintegrándole?
Daba igual. Por lo menos lo había hecho. Al menos, se iba habiendo visto
lo que nadie podía imaginar, secreto que le acompañaría al acabar la vida.
Y mientras su piel se convertía en hielo, su cuerpo ardió en un segundo,
convirtiéndole en polvo. Ignacio dejó de sentir. No sintió ni siquiera la
muerte. El miedo había acabado.
No existe vehículo más poderoso que la imaginación, capaz de trasladar a
su dueño a cualquier parte, especialmente cuando la escapatoria es inevitable.
El incendio en el cielo fue breve, su causa, desconocida; su
consecuencia, rápida. El proyectil en llamas, del tamaño de una mandarina y del
mismo color, cayó, acertando en su blanco en una muestra antinatural de
puntería.
Ignacio podía sentirse orgulloso; acababa de acceder a una categoría más
exclusiva que la de ser dueño de un barco recreativo; una estadística tan
ínfima que ni siquiera se registraba: la muerte por meteorito.
Ni siquiera lo sintió. Sus sentidos quedaron anonadados por la fantasía
que le hizo olvidar el calor que se incrustó en su pecho, fundiéndole las
costillas. Sus piernas se doblaron, dejándole caer lejos del dolor y la
superficie. Mientras su consciencia se apagaba llegó el frío, y con él se fueron
el dolor y la vida.
Mientras el agua fría y salada por su herida, Ignacio retuvo un vestigio
de consciencia, en la que sintió las suaves corrientes llevárselo. Su vida se paró
con su cuerpo; entonces se hundió. Los pececillos picotearon su carne en su bajada
más allá de la luz del sol, donde moraban peces extraños de sonrisas monstruosas
que perseguían las luces del abismo, llevadas por presas pequeñas e incautas a
las que engullir; más allá de donde ningún hombre ha estado allí donde la
presión aplasta y el frio y el ardor se mezclan en la forja del mundo.
Cuando su cuerpo tocó fondo, Ignacio lo logró. Había dejado atrás el
mundo, la tierra y la temida superficie del mar, en su viaje sin retorno a las
profundidades del negro abismo.
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