lunes, 8 de febrero de 2016

LA MELODÍA DE LA LOCURA

     —Por favor señor Hernández, sólo una semana más. Ya casi lo tengo, de verdad.
     Los argumentos pretendían parecer calmados, confiados; una vieja táctica para contagiar a los oyentes. Sin embargo, en ese caso concreto, el orador era tan mal dialogante que no conseguía transmitir confianza a ninguno de sus cuatro oyentes. De hecho, más bien les hacía pensar que aquel desgraciado estaba asustado, muy asustado. Y, la verdad, ellos sabían bien que no le faltaban motivos.
      Uno de ellos, el que había estado en todo momento sentado en la mesa, se levantó. Lo hizo despacio, tranquilo. Él sí que sabía mantener la calma; por algo era experto en quitársela a otros.
     —Señor Hernández… —El hombre sentado al otro lado de la mesa, un jovenzuelo apodado el mosca con un mohicano moreno con pinta de escoba vieja sobre la cabeza se estremeció, haciendo ademán de imitarle. Una mano poderosa reaccionó, apoyándose en su hombro hasta convencerle de seguir en su sitio.
     —¿Sabes, Josu? —El hombre recién levantado empezó a caminar, seguido por los ojos de sus tres acompañantes, en pie hacía mucho más tiempo. Eres un buen chico, y me fio de ti. Por eso… te fié.
      Hubo alguna risilla entre las sombras, apoyando aquel chiste tan malo.
     —Sin embargo… —Se acercó más, levantando las manos para que viese lo que llevaba. Empiezo a pensar que, a lo mejor, no debí hacerlo. Seiscientos euros, Josu, y ya llevas siete días. ¿Necesitas tanto tiempo para reunir seiscientos euros?
     Separó las dos piezas con un sutil movimiento de dedos. Los ojos de Josu brillaron más al verla que el propio filo.
     P-p-por favor…
      Tartamudeo; muy buena señal. Si no se había cagado ya encima, le debía faltar poco. El dueño de la navaja volvió a sentarse, ahora en el borde de la mesa. Al apoyar su culo, las cuatro manos que mantenían a su cliente se apretaron. Se la paseó por las narices como si luciese un anillo de un millón de euros. Los ojos de Josu la siguieron como a una cobra.
     —Entiéndelo Josu, de verdad. Si te dejo irte sin escarmiento, la gente pensará que me he vuelto blando. Me perderán el respeto, pensarán que pueden pagar fuera del plazo y… —Resolló—. El negocio a tomar por culo. ¿Entiendes?
     —Desde luego —Le caía tanto sudor por la frente que parecía que las luces del techo lo estuviesen derritiendo-. Por eso, señor… le pagaré. Quiero pagarle.
      Hernández sonrió. Ese era el secreto de la navaja. El miedo era grande pero dosificado. Cualquiera se bloquea al ver una pistola, pensando que ya ha acabado, como una sobredosis; que va a morir, así, en el acto. Pero con la navaja… si hay final, es doloroso; si no, sólo dolor. Y, además del dolor, está la incertidumbre. ¿Qué será, será? Un dedo menos. Una cara menos guapa…
     —Y, si te creo… ¿Cuándo sería? —Retiró la hoja un momento, para dejarle pensar.
     —Pues… Josu quiso apoyar sus manos en la mesa; él indicó a sus hombres que le dejasen. Así pensaría mejor. Creo que en… cinco días, seis como mucho. Tengo cosas que vender…
     Hernández se rió. Hizo gracia a todos menos a al negociante.
     —Tío, si te diese tanto tiempo… me saldría más barato empezar a mandar gente a Marruecos o Colombia para venderte por partes. Bajó la cara; quería que le viese, que le oliese el aliento. Lo siento, pero, como mucho, te puedo dar… tres días.
     —¡Tres días…! Josu se calmó tan pronto miró a los tres matones entre las sombras que le rodeaban. Sabes que así sólo tendría…
     Un gesto de cabeza bastó. Una mano tiró hacia atrás la pequeña cabeza del tirillas quejumbroso mientras  otras dos le estiraban la mano derecha sobre la mesa, inmovilizando su cinco dedos.
     —Muy bien Josu, si no puedes… tendrás que dejarme otro aval.
     Bajó la hoja sobre el meñique, sin cortar. De momento sólo quería que sintiese el filo sobre el dedo.
     —P… por favor, haré lo que sea.
      Aunque para un observador no avezado podía dar la sensación de que Martín Hernández Molina estaba iracundo, en realidad estaba más fresco que una lechuga. De hecho, se sentía feliz. Había llegado a la parte que distingue a los buenos empresarios de los mediocres: la negociación.
     —Muy bien. Te escucho.
      Apartó la navaja del dedo, pero la mantuvo en su campo visual. Ahora la cosa era simple: dependiendo de lo bien que lo hiciese (o sea, de que no metiese demasiado la pata) podría salir ileso, casi ileso o jodidamente poco ileso.
     —Bu… bueno, somos amigos….
     Martín suspiró. Claro, eso era algo a considerar. Para él, había dos clases de personas: los amigos y los que te joden. Y si le dejas a alguien dinero y luego no puede devolverlo, ¿se le puede llamar amigo?
     —Así que… ¿qué te parece si te hago algunos trabajos… y, así, me lo descuentas de la deuda? Como soy tu amigo, puedes fiarte…
      Pago en especie. No estaba mal.
      —Pues mira, sí. Podrías —se agachó frente a él—, ir al puerto. Necesito que alguien se encargue de… vender allí.
     —¿Y si me pilla la bofia? preguntó Josu.
       Ya estaba poniéndole pegas a la oferta. Muy mal.
     —Puedes estar en el talego el tiempo que haga falta, sin problemas ni recargos… mientras no pierdas la mercancía.
     Josu le miró con terror y súplica en sus ojos temblorosos. Martín le respondió con unos ojos muy abiertos, apacibles y decididos. Ya estaba dicho: todo o nada.
     —Muy… muy bien. Lo haré. Gracias… por aceptar.
     Una sonrisa y se bajó de la mesa. Sus dos hombres retrocedieron y el chico se levantó.
     —¿Hoy qué es, viernes? —El empresario se volvió, paseando la navaja sobre el borde de sus uñas. Empieza mañana.
     Josu el mosca, sonrió, tendiéndole la mano en señal de gratitud.
     —Muchas gracias, Maqui, no te arre…
     Un viento silencioso recorrió el cuartucho como un tornado, cambiando la tranquilidad en los hombres por cuerpos tensos y miradas nerviosas mientras su jefe perdía definitivamente el buen talante. Sus ojos se contrajeron con furia sanguinaria y apretaba su boca como un perro loco de hambre. De todos los errores posibles que podía cometer, Josu había metido la pata hasta partírsela.
      Sin darle opción a replicar o suplicar, Martin Hernández se lanzó a por él. El mosca cayó en plancha al suelo. Su atacante le agarró por el pelo y le dio la vuelta a su cabeza a la vez que le cruzaba la garganta de lado a lado con su herramienta.
      El suelo de hormigón se tiñó de rojo mientras una serie de gorjeos de muerte caían de la garganta del moroso. Unos segundos después dejó de sacudirse y el empleado más próximo se movió un poco a la derecha para no mancharse las zapatillas con el charco en coagulación.
     —Vale. Martín se levantó, quitándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. Richi, Miqui, cogedle y llevarle a La Colonia. Dejadle por ahí
     La Colonia, el territorio de Martín Hernández, donde cualquiera que lo necesitase podía pedirle un préstamo, siempre que, por supuesto, se comprometiese a devolverlo. Y a sus pies, el mejor modo de recordarlo. Allí no tardarían mucho en dar con él.
     —Y Rafa… Se dirigió al último, aún junto a la mesa. Limpia esto un poco. No quiero que se llene de moscas.
     Eran las diez y ya era noche cerrada, pero también era verano y sus hombres sabían obedecerle.
     —Cuando acabes, cierra. Yo… Martín se masajeó la frente. Necesito irme a mi casa. Dios, estoy molido.
      Martín se despidió de sus hombres de confianza y cruzó la destartalada nave rodeada de todo tipo de chatarra. Gozaba de cuartel general y negocio visible en uno, amén de ser lo bastante remoto e insonorizado para que nadie le oyese cuando tocaba discutir con un cliente difícil.
      Una pena lo de Josu. No era mal chico. Su único error, que su subconsciente le traicionase delante de él.
      Maqui, de Maqui Navaja, como le apodaban “algunos” en el barrio. Lo odiaba. Por un lado, le parecía de chiste que le llamasen como al protagonista de unas historietas de hacía treinta años. Él no era tan viejo. Y además, le parecía de mal gusto hacer un chiste con la parte más desagradable de su trabajo.
     Lo peor, desde luego, era que con algo de tiempo Josu le podría haber pagado todo más los intereses acumulados. Y ahora había perdido seiscientos euros para nada. ¿Algo bueno de la escabechina? ¡Por supuesto!
     En realidad, no le corría prisa. Seiscientos euros para él eran calderilla. Y así, de paso, dejaba claro que más valía a sus deudores darle garantías. Tarde o temprano siempre le tocaba algo así. No se le iban a caer los anillos por aplicar la penalización por impago. Pero mejor degollar a alguien que debe tres cifras que a alguien que debe cinco. Eso sí que sería una pérdida.
     Ya en su Mercedes azul oscuro, Martín se puso en marcha hacia su casa, a tiempo de darse una ducha, acostar a sus hijos y, si tenía suerte, ponerse cariñoso un rato con su señora.

     —Esta pieza no la quiero para nada, menos a lo mejor fundida. Martín dejó caer con fuerza el embellecedor de moto al suelo. Venga tío, ¿me dices que sólo traes eso?
     Su posible vendedor, hombre moreno de unos veinticinco años, rostro descuidado y cara de sonámbulo, se agachó visiblemente ofuscado, y levantó un par de bolsas de basura de aspecto pesado.
     Martín sonrió.
     Bueno, esto ya es otra cosa.
     Cinco tubos de escape en cada uno, al menos dos de furgoneta. Estado más o menos pasable. Catalizadores nuevos.
     —Me cago en tu madre, Juan, si tienes lo bueno ¿por qué no me lo das a la primera? masculló, golpeando la mesa. ¿Qué pasa, te gusta que pierda el tiempo?
     —Hay que sacar lo que se pueda, señor Hernández.
     —Sí, sí.
     Martín apartó a un lado la decena de piezas.
     —Tienes suerte. Por todo esto te puedo dar… —Se rascó la frente unos segundos. Mil quinientos. Trescientos la pieza.
     —¿Sólo eso? Juan abrió la boca, mirándole con cara de niño enrabietado. No me joda, por lo menos son mil.
     —Una cosa es precio de mercado y otra de adquisición; te lo tengo dicho. Se agachó para sacar la caja del cajón inferior de su escritorio. Mira, como eres tú, te lo compro por cuatrocientos. Pero ni un euro más. Si no te gusta dio una palmada al escritorio que sacudió los tubos de metal—, puerta y adiós.
     Juan se mordía el labio inferior, sacudiéndose como si pisase brasas.
     —¿Y bien? insistió Martín dos minutos después.
     —Bueno, vale.
     Martín extendió su sonrisa. Contó los cuatro mil en billetes de cien y cincuenta y le pasó el fajo al entregado recolector. Simultáneamente se rascó la oreja, al sentir una curiosa vibración sobre ella.
     —Vuelve cuando tengas más le animó, despidiéndole con la mano en alto.
     Juan se alejó contando el dinero y murmurando algo. Al pasar junto a la mesa del fondo, sin embargo, Martín sintió un estremecimiento recorrerle la espalda. Juan tomó aire con fuerza y salió, cerrando la puerta tras él.
     Martín entreabrió los labios, sintiéndose con ganas de aplaudir hasta con las orejas. Aquel pardillo le había puesto en bandeja la mejor compra hecha en mucho tiempo. Cada uno podría salirle fácil por mil quinientos.
     Era lo triste de aquel trabajo. No se podía ganar siendo justo. Y él, hombre honrado pero tremendamente injusto, había crecido lo bastante para poder extenderse otros campos de negocio.
      Lo peor, que a veces dejaba restos. Como ayer. Le preocupaba que Rafa se hubiese dejado algún rastro delator, que Juan se hubiese distraído por eso. Y, había que admitirlo, un fuerte rebufo a lejía flotaba en el aire, forzándole a dejar abierta la ventana tras él y a acompañarla con un ventilador. No era algo absurdo; su oficina estaba cerrada, mal ventilada y hacía calor. Pero aun así, siempre existía el riesgo de que algún chatarrero con olfato de sabueso pudiese distinguir una simple limpieza en profundidad de un ligero derramamiento de sangre.
     Por suerte, no habían tenido problemas de ese tipo de momento. Porque,  y eso lo sabían hasta los chinos, lo solucionaba de un modo sencillo: igual que con los morosos. Los colocaría sobre la mesa y los aplastaría como a una…
     Volvió a notar un ligero temblor en su oreja derecha, un movimiento ajeno a su cuerpo acompañado de picor. Martín frunció el ceño y se rascó. El temblor paró, convirtiéndose en un zumbido. Instantes después, su autor, una mancha negra, se puso a pasearse delante de él sobre la mesa.
     Una moscarda, posiblemente el más odioso y repugnante insecto en el mundo. Martín, no podía evitarlo, odiaba a las moscas. Eran basureras como él, pero él sacaba fortunas de restos muy concretos y valiosos,  y ellas se comían la porquería que nada sus cabales podía oler siquiera sin vomitar. Y, lo que era peor, era un insecto oscuro y peludo.
     Como buen profesional, Martín aprendió a clasificar a cada mosca por el tipo de porquería que le gustaba. A las verdes, del color de las botellas de cerveza, les gustaba la mierda, hablando en plata. A las azules, color vaquero viejo, les gustaba la basura en general, lamiendo las sobras que rezumaban de las bolsas. Las de culo amarillo se dedican a dar por culo, sin más.
     Pero las moscardas eran las peores. Eran carroñeras, las que cubrían los cuerpos de los animales muertos en las cunetas y los parques y los llenaban de gusanos hambrientos. Eran, a su modo, mensajeras de la muerte, sinónimo de que hay o ha habido un cadáver. Un insecto demasiado delator para sentirse cómodo con él.
     Levantó calculadamente la mano hasta alcanzar la altura mínima para desplomarla con la fuerza de una avalancha. Pero como temía, falló miserablemente, dándole un guantazo a su indefenso escritorio, haciéndose un daño abrasador en la palma hasta la muñeca y haciendo caer tres de sus nuevas adquisiciones.
     Martín resopló, aferrándose el miembro que él mismo había lesionado mientras veía al bicho gordo y feo revolotear ruidosamente frente a él. Mira, te he esquivado, parecían decirle sus cabriolas, antes de desaparecer tras él. El sonido paró. O se había salido por la ventana o estaba posada.
     El chatarrero, más tranquilo, puso las manos sobre la mesa y suspiró. Después de todo, las cosas seguían como siempre. En ese momento sintió un leve cosquilleo sobre la nuca, seguido del vibrar de las alas. Un sonido breve, como la ráfaga de una metralleta enana, que entraba en sus oídos en ráfagas con dos o tres segundos de intervalo. Como si fuese una especie de melodía que no le tranquilizaba o animaba. De hecho, le ponía nervioso.
      Otro motivo de que odiase las moscas era que, siendo tan pequeñas, eran muy ruidosas, faceta que conoció durante sus primeros años.
      Después de unas horas en silencio en su despacho a veces, de repente, un zumbido, que parecía eléctrico, ajeno al ordenador, el ventilador u otro aparato eléctrico presente.
      Mierda, un micro.
      Movido por la paranoia se levantaba y registraba cada palmo y rincón de la sala, bajo los muebles y las piezas, buscando agujeros en las paredes o algo pegado al fondo de un cajón. Y luego, cuando acababa, cansado y frustrado, preguntándose si fue real, allí estaba.
     Le pasó unas cuatro veces, antes de ser del todo capaz de reconocer el zumbido.
     Se llevó la mano a la nuca, despacio, no para intentar matarla sino para que le dejase en paz. Las alas le ventilaron los dedos, como si hubiese esperado hasta el último momento para volar. Sacudió la mano en un ciego intento de librarse de ella, y volvió a sentirla, en el lóbulo de la nariz. Su nuevo pendiente retomó el ritmo, como si le susurrase un código.
      Martín se la sacudió de un manotazo y volvió a volar, proclamando su despegue con sus ruidosas alas. La puerta de su oficina se abrió.
     —Jefe. —Era Rafa, asomándose desde el resquicio. Vienen dos. Dicen que quieren vender dos motores de moto.
      Lo que necesitaba, una venta para salir. Un poco de aire le vendría bien y, con suerte, así su asqueroso amiguito tendría tiempo de largarse.
     A la entrada del hangar en miniatura donde sus hombres desmontaban vehículos en un intento de rescatar una pieza trasplantable de sus cadáveres contrachapados, le esperaban dos hombres; uno maduro, de barba corta y unos cuarenta y cinco años acompañado de otro más joven: su hijo, su yerno o un amigo de la vida. Los dos vestían camisa y pantalones y tenían los típicos rasgos de los magrebíes.
     —¿Qué se les ofrece, caballeros? Martín fue al grano; sabía a qué iban y lo que él quería de ellos.
      El mayor hizo un gesto a su compañero. Vio tras ellos una furgoneta blanca con las puertas traseras abiertas y, a los pies del joven, dos bultos macizos torpemente cubiertos por una tela sucia. El joven levantó el primero, que Martín indicó con la cabeza que colocase en un pequeño y mugriento banco de madera que empleaba como expositor de las posibles compras.
     Mientras lo movía, volvió a notar el cosquilleo a la altura del oído, con más fuerza. Mientras la mosca zumbaba insolentemente, sintió una quemazón suave, como si hubiese conseguido abrir brecha en su piel con sus patas rasposas.
      Martín arrugó la cara; un mal gesto que podía dar a entender que pasaba de aquello. Por suerte, nadie le vio, demasiado ocupados viendo al joven desenvolver la pieza. Un buen motor, desde luego. Cuatro tiempos, seis cilindros, en buen estado aunque oscurecido en algunas partes, quizás por pérdida de aceite.
     —¿Y el otro? preguntó, cruzándose de brazos en un intento por sobreponerse a los pinchazos.
     —Es igual —dijo el mayor con acento marroquí, antes de indicar a su compañero que lo subiese.
     Fingiendo que no le importaba que tener a un bicho comiéndoselo vivo, se inclinó para ojear el primero mientras le servían el segundo. Bujías, pistones, cilindros y cigüeñales en bastante buen estado y limpios; depósitos de combustible y aceite aparentemente bien. Igual la mugre era porque habían salido de algún basurero…
     —Parece bien musitó, pasando al siguiente.
     Fue un tic, que seguramente transmitió lo contrario de lo que sentía. El siguiente motor, algo más pequeño pero de las mismas características y lo que era mejor, con todas sus piezas relucientes como recién pulidas y ensambladas, activó en su cabeza el cartel de Comprar. Y en vez de eso apretó los dientes como si se sintiese lo bastante insultado para cortar un cuello. Y no era para menos; el zumbido había pasado de parecer unas maracas a una alarma para incendios; una nota única e ininterrumpida que duraba y duraba sin pausa.
     Martín se dio un manotazo en la oreja, consiguiendo que el insecto se callase.
     —Putas moscas dijo en voz alta, justificando su actitud sin parecer un bicho raro. Bien, a ver…
     La segunda revisión fue el doble de superficial y le costó la mitad de tiempo.
     Bueno, son buenas piezas. —Intentó no parecer sorprendido, lo que le podía salir caro. Con gusto las compraré. ¿Cuánto quie…?
     Se interrumpió al notar la melodía en su oreja izquierda.
     —Pues… Mientras se rascaba, el que llevaba la negociación se rascó el mentón. Habíamos pensado… quinientos por los dos.
     Martín se rió sonoramente, buscando seguir con su farol.
     —Señor, estos chismes tendré que revisarlos….
     —Están nuevos. Ha dicho que están bien…
     —Sí, lo están… —Martín puso otra mueca de asco; el puto bicho debía lamerle como un polo. Pero aun así…
     Se dio un papirotazo a sí mismo.
     —¿Le pasa algo, señor? —El hombre arqueó una ceja, intercambiando un vistazo con su compañero.
     —Nada, un picor…
     Aquellos dos empezaban a pensar mal. Y, aunque la alegoría le doliese como una patada en los huevos, empezaban a tener la mosca detrás de la oreja.
     —¿Qué les parece… trescientos por unidad? Es un… precio justo. Martín se rascó la nuca.
     Se miraron. El joven se encogió de hombros.
     —Vale.
     Un apretón de manos y una visita a su oficina acabaron con la transacción.
     —¿Estás bien, jefe? preguntó Rafa, dándole la espalda mientras veía desde la puerta a los dos moros irse.
     —Claro, como siempre. Martín se golpeó el hueco peludo que la camisa dejaba en su pecho. ¿Por qué lo preguntas?
     Rafa miró distraído al suelo, sin dejar el marco de la puerta.
     —No sé, has estado… Sueles mirar las cosas unas cuantas veces más antes de decir que sí. Y además, esos… Joder, podíamos haberlos cogido por doscientos. O menos, apretando a esos dos.
      Martín se rió.
     —Es material de puta madre, Rafa…
     —Por lo que sabemos, podrían ser chinas.
     —Lo mismo es. Nos sirven y Martín sacó un paquete de cigarros del primer cajón de su escritorioesos dos, si han conseguido piezas así… Si les hago una buena oferta, vuelven fijo. Y a saber con qué.
    Rafa asintió. Su cara delataba que no estaba por completo convencido, pero le daba igual.
     —Bueno, si viene alguien más… ya te aviso.
      Martin asintió. Con la puerta cerrada, se hundió en su asiento y borró su sonrisa forzada. Arrancó el cigarro del cartón, lo encendió con una mano trémula y se lo colgó en los labios. Había vuelto a callarse.
     Desde luego tenía huevos; seguirle hasta fuera, chincharle en mitad de una compra… y, en vez de largase a morrearle la boca a algún perro muerto, volvía. ¿Qué coño pasaba con la mosca? Ahora estaba allí con él, estaba seguro. Pero dónde, no lo había visto. Y con su tamaño, no pensaba perder el tiempo buscándola.
     Quizás, pensó, fuese una especie de Ángel de la guarda. Después de todo, desde que apareció había recibido material muy bueno a un precio aún mejor.
    Aunque, y de eso estaba seguro, fuese su talismán particular o no, si volvía a pasarle zumbando por las narices lo iba reventar como un globo de agua. De momento, por su bien, más le valía seguir en silencio.
     Por o visto, los insectos tenían cerebro. La mosca entendió a la primera el mensaje. El resto de la mañana (tres horas en total), pasó en paz absoluta. No hubo más asuntos que atender, así que mató el tiempo restante rellenando papeles, revisando la contabilidad, acumulando cenizas en el platillo a tal efecto sobre su mesa y esperando a que el bicho tuviese huevos de dar la cara.
     Acabado su tiempo, con la camisa pegada a su piel por el sudor y los ojos cansados de descifrar firmas y dígitos, fue al Mercedes sin mirar atrás, esperando que la tarde fuese igual o mejor… y en paz, desde luego.
     Dentro del coche, se abrochó el cinturón, bajó la ventanilla, hizo marcha atrás y arrancó. Tenía veinte minutos hasta su casa. Al llegar a la autovía, puso la tercera y su disco de Café Quijano, dejando que el viento le frotase la cara.
     Debía de llevar recorridos cinco minutos cuando todo el cartílago de su oreja tembló, una reacción ajena a la música, no demasiado alta. Martín se estremeció. ¿Cuándo se había puesto ahí, y cuánto tiempo llevaba?
     Las alas empezaron a frotarse como palos haciendo fuego y el zumbido llenó por completo su cabeza, silenciando al cantante del disco, al viento que rugía y a sus propios pensamientos furiosos.
     Pensó primero en espantarla, pero iba rápido; tuvo que invertir dos segundos en aminorar antes de rascarse la oreja izquierda. El impulso propulsó a la mosca, sintió la minúscula corriente que levantaba pasar sobre la que se colaba por la ventana. Pensó por un momento que el vacío de esa corriente turbulenta la engulliría, arrastrándola por fin fuera, pero para su sorpresa y frustración el bicho se le puso delante. Efectuó un par de giros acrobáticos y se posó entre sus manos, en el centro del volante.
     —Hija de puta.
     Se mantuvo recto efectuando un par de giros; la mosca se movió con el círculo, completamente quieta. Al volver a quedar en el centro, sin embargo, empezó a hacer oscilar su cabeza, frotarse las patas y mover sus alas. Si no se estaba burlando en su cara, que bajase Dios en ese momento a verlo.
      Martín tuvo la tentación de darle un manotazo, simplemente para sacársela de delante, pero con que se desviase un centímetro sabía que acabaría dándose un morrazo de los que te cambian la vida, o por lo menos el cutis. Por tanto, forzándose a mantener la calma y a conducir recto, siguió su camino con la mosca desplazada como un surfista con cada vuelta del volante. Aunque diese una vuelta completa, ni se inmutaba, limitándose a volar si sus manos se acercaban y aterrizar después.
     Llegó a su casa veinticinco minutos después, algo más de lo que habitual. Una vez situó su coche en su plaza de aparcamiento (debajo de su casa; bien sabían los vecinos que ese sitio era suyo) se vio entregado a un curioso ritual. Pateó el suelo, sacudió la cabeza y se dio varias palmadas en las orejas, nuca y espalda; quien lo viese pensaría que sufría un ataque de pulgas, pero tenía la suerte de que en aquel momento todo el mundo comía, dormía o estaba frente a la tele, como él tras comprobar que no se producía ningún zumbido.
     —¡Hola! —saludó a viva voz al llegar.
     Eugenia le sirvió su plato, un filete con patatas fritas y un poco de ensalada de lechuga, seguida de raciones iguales a escala para Carlos de nueve años e Inés de siete, antes de sentarse ella también a la mesa. Entonces los cuchillos empezaron a cortar y los tenedores a ensartar.
     —¿Qué tal ha ido hoy el día? preguntó su mujer, antes de llenarse la boca.
     —Bien, cariño, muy bien aseguró, con la lechuga asomando entre sus dientes. He hecho varias compras buenas, y no he tenido percances.
     —No hables con la boca llena le reprimió la pequeña, mirándole con reprobación.
     Martín se rió para sus adentros, antes de tragar.
     —Muy bien, Inés la felicitó, dispuesto a pasar a la carne. ¿Y vosotros? ¿Qué tal os ha ido?
     Bien, bien empezó la niña. Hemos ido…
     —Mierda la interrumpió Carlos, volviéndose hacia la ventana de la cocina.
     —¿Qué pasa? quiso saber su madre, contrariada por su lenguaje.
     —Una moscarda. Se acaba de colar.
     —No importa. Pasad de ella y ya se irá.
     No me jodas.
     El resto de la familia siguió con su comida; sin embargo, las manos del patriarca habían perdido empuje. Sus labios se movían con parsimonia, mientras sus ojos se abrían demasiado.
     —¿Pasa algo? —preguntó Eugenia al ver su mala cara.
      Martín iba a responder cuando la vibración le distrajo. La mosca sobrevolaba la mesa delante de él.
     —Jo masculló ella, dejando los cubiertos. Que asquerosa.
     Sin embargo, no tenía por qué alterarse. El insecto la ignoró, desplazándose sobre el plato de su marido.
     Martín sacudió la mano que portaba el pequeño tridente, en un intento de ahuyentar al bicho negro y peludo. Éste lo esquivó con gracia, trazando círculos sobre la carne como un buitre sobre un elefante muerto, como si la comida que se estaba metiendo en la boca estuviese podrida.
     —Que tabarra da la mosquita de las narices. Eugenia se levantó, en dirección al salón—. Espera, voy a por el matamoscas.
      Como reaccionando a sus palabras, la moscarda decidió probar su última cena. Se posó con sus seis asquerosas patas sobre el suculento filete y empezó a chupetearlo como si le fuese la vida en ello.
     Martín, incapaz de permitir que le siguiese avasallando, hincó con furia el cuchillo en la carne y lo arrastró, desgarrando, trinchando la carne hasta que quedó destrozada como un jarrón en el suelo; un jarrón de cantos rezumantes.
     La mosca se marchó zumbando con tanta fuerza como había llegado. Martín, pensando que tendría paz por fin, pinchó uno de los pedazos y se lo llevó a la boca.
     —Sigue ahí —observó Carlos, señalándole a la cara.
     Martín detuvo su mano en el aire, a punto de comerse otro pedazo de carne, pero fue muy lento.
      Su enemigo descendió como un meteorito, se posó en la comida y, como si hubiese rebotado, se lanzó a su boca.
     Sintió sus patas almohadilladas pincharle el labio superior, antes de agarrar los pelos del bigote.
     Ya no aguanto más. Soltó el cubierto, que rebotó contra el plato, bufó ávidamente y se abofeteó el rostro con violencia. Fueron apenas diez segundos de autopelea; pero cuando acabó, su piel morena había enrojecido y jadeaba. La moscarda, sintiéndose seguramente como David al tumbar a Goliat, describió una cabriola final de triunfo sobre el destrozado plato y se perdió a sus espaldas, con su zumbido de cortacésped en el aire.
     —¿Ya se ha ido? —Acababa de llegar Eugenia con la pequeña palma de plástico negro.
     —Esa ya no vuelve aseguró su marido, con una sonrisa tan en falsete como su voz. Y si vuelve, pues la machaco. Y ahora, a comer en paz.
     Su mujer y sus hijos se aplicaron el cuento, limpiando los platos como si hubiesen estado un mes por el desierto. Martín, a su ritmo, intentaba imitarlos, sin poder disimular lo mucho que se le había ido el apetito.
     Eran las tres y diez. Martín Hernández, en calzoncillos, estaba echado en su cama, aprovechando para descansar un poco las casi dos horas que le quedaban para volver al trabajo. La ventana estaba abierta, dejando entrar una ligera brisa que impactaba contra la puerta del dormitorio, cerrada para mantener lejos las voces de la televisión y los niños en el salón.
     Panza arriba y frotando su inquiero estómago, quizás demasiado forzado en la hora anterior, Martin cerró los ojos, sintiendo algún remoto coche en la calle, el suave agitar de las cortinas en la ventana y su propia respiración. Eso y el repentino irrumpir de una vespa en el panorama sonoro…
      Martín abrió los ojos, sintiendo como el acelerón suicida se estancaba sin hacerse más o menos ruidoso, como el sonido de un monje meditando mezclado con un ventilador….
     Sentado sobre el colchón, inspeccionó la habitación. Aunque fuese pequeña en comparación con el espacio, no debería tener problemas en localizarla; la madera del armario empotrado era clara, las paredes blancas, los muebles como la crema… Una mancha negra destacaría por pequeña que fuese, como un payaso en una foto en blanco y negro.
      Tomando aire con fuerza para mantener la compostura, palpó su cabeza como si no se reconociese, recorriendo cada orificio y recoveco: nariz, orejas, nuca, barbilla… No la veía. ¿Se abría colado después del numerito en el comedor? Escondida allí, en alguna parte, a lo mejor debajo de la cama, zumbando hasta volverle loco.
     Martín cerró de nuevo los ojos, notado con un sentido menos como parecía que el sonido crecía. Sus opciones eran claras: o volverse loco buscándola, seguramente consiguiendo sólo ponerse nervioso y cabreado hasta desvelarse, o ignorarla y esperar a que se callase.
     Decidió aplicarse el cuento, tumbándose sin abrir los ojos.
     El sonido cambió entonces, volviéndose errático, variable, como si su autor se moviese. Instantes después, sintió un cosquilleo sobre los labios, seguido de una caricia que sintió como una aguja.
      Sin poder contenerse, Martín escupió. Al abrir los párpados ubicó a la insolente cabrona subiendo en círculos hasta el techo, donde se quedó quieta agitando las alas, continuando con su infernal zumbido.
     Martín se quedó mirándola sin moverse, seguro de que cada uno de los mil ojos de sus dos pelotillas rojas estaba fijo en sus pupilas. No podía ser, sencillamente era imposible. Él era el señor Martín Hernández Molina, rey de los recambios y el más rico empresario del metal-basura que el mundo hubiese conocido. Y había llegado allí por su propio trabajo y porque siempre sabía poner en su sitio a los capullos. Si algún vendedor cabezota le hacía la contra, se iba a la calle; si alguien intentaba joderle el negocio, se iba al hoyo. Él había convertido a todos los gitanos a doscientos kilómetros en colaboradores o exiliados; había enviado al anterior rey al olvido; convirtió a Tono el Cabrón en Tono el sin pulgares, degolló al poderoso el Machaca como al insignificante el Mosca. Cualquiera de esos le daba mil millones y una vueltas a aquel bicho. Y bichos, en su vida, habría aplastado a quinientos como esa, pisoteando avispas, cogiendo escarabajos entre sus dedos… ¿Todo eso y una mosquita de mierda se reía de él, chupándole la boca con su trompa asquerosa, llenándole la boca con los microbios que hubiese pillado por ahí?
     Martín se puso en pie, decidido a librarse por fin de esa cruz del tamaño de un botón. Lo hizo despacio, consciente de que le veía, para no asustarla y volver a jugar al escondite. De todos modos, estaba demasiado lejos para poder pillarla…
     En ese instante, una idea le cruzó la mente. Martín sonrió.
     Con largos pasos llegó a la ventana y la cerró. Ahora, la mosca estaba tan encerrada como él. Con cuidado, abrió la puerta del dormitorio y salió, volviendo a cerrarla. Dos minutos después, volvió a entrar. El bicho seguía zumbando en su sitio. Y él llevaba en sus manos un ancho tubo de metal hermético, adorado por una sombra de algún primo gigante de aquella hijaputa con la leyenda INSECTICIDA BOSQUE VERDE MOSCAS Y MOSQUITOS.
      La moscarda reemprendió el vuelo a la vez que la boca redonda del aerosol descargó su contenido, llenando el cuarto cerrado de olor a limón. Una vez acabado, respirando hondamente el delicioso perfume, Martín volvió a tumbarse boca arriba, sonriendo. Seguía oyendo el temblor del abdomen de la mosca en alguna parte, pero se oía cerca del suelo y a intervalos cada vez más bajos. Su enemigo agonizaba, como cualquier otro que jugase sucio con él.

     Cuando volvió a abrir los ojos, el despertador junto a su cabeza marcaba las cuatro y diecisiete; dieciocho minutos antes de la hora programada, pero no era aquella alarma la que le había despertado, ni estar cubierto de sudor como si hubiese saltado de la ducha a la cama por olvidarse de abrir la ventana tras fumigar. No. Lo que le había despertado era el sonido vibrante y constante que ya conocía. La voz de un muerto incapaz de darse por vencido.
      Con un gruñido, Martín recuperó el spray y se agachó, mirando las losas de granito rosado en busca de la mosca cadavérica. No la vio, ni sobre ni bajo ningún mueble. De forma ya intuitiva, se llevó las manos  la cara, listo para iniciar su chequeo, deteniendo los dedos tan pronto tocaron su piel.
     Se dio cuenta al sentir como sus dedos temblaban. Era imposible. No estaba oyendo aquel sonido. En realidad, aquel sonido salía de él. Lo tenía dentro de la cabeza.
     Negó con la cabeza esa posibilidad; sólo consiguió que la vibración, parecida a un vibrador insertado en la oreja, cobrara fuerza. Se tapó los oídos, intentando acallarla. La forma en que sentía palpitar su cabeza le convenció de que no estaba loco.
      Salió del dormitorio, en dirección al cuarto de baño. Abrió el grifo, se mojó la cara y se miró al espejo, esperando despertar pronto de aquella pesadilla. El agua no calmó el zumbido. El espejo sólo le enseñó una imagen pálida y cansada de sí mismo.
      Y algo más, que le impresionó mucho más de lo que había estado nunca en su vida; algo más terrorífico que diez navajas amenazando con cerrarse de un momento a otro sobre sus huevos.
     En el centro de su morena piel, sus ojos, cuyo blanco había adquirido el amarillento de la mayonesa pasada. Y, tras el derecho, una sombra que iba de un lado a otro sin parar; una sombra pequeña para la que esa ventana redonda era enorme. Una sombra de muchas patas, que en su desesperación por escapar no dejaba de protestar.
     La dichosa moscarda se había metido dentro de su cabeza, y allí seguía.
     La mandíbula inferior de Martín se sacudió, emitiendo chasquidos cuando lo que quería era llorar, acción a la que el duro hombre que era había renunciado hacía mucho. Sintiendo el dolor entre sus ojos intensificarse con los movimientos del bicho, regresó vacilante al dormitorio. Allí agarró su pantalón de una silla y buscó su móvil.
     —¿Rafa? Soy yo. Escucha, hoy… me siento mal. Iré esta tarde a ver a un médico. Y cuando acabe, iré.

     —Muy bien señor Hernández, ya he… terminado el reconocimiento.
     El galeno que le había atendido en el consultorio del general, un hombre canoso con cara de vieja y sonrisa de niña feliz llamado Aldama volvió revisando una serie de papeles.
     —Muy bien señor Hernández, y dice… ¿qué sus únicos síntomas son… ese zumbido en su cabeza?
     —Sí, doctor asintió con la resignación del que repite algo porque le toman por idiota la primera vez.
     —Bien. El doctor seguía consultando los papeles, una serie de datos de su historial. ¿Se ha… dado algún golpe en la cabeza recientem…?
     —No, doctor.
     —¿Ha dormido con algún tipo de dispositivo de aire acondicionado encendido? ¿Ha consumido algún tipo de droga o medicación nueva en las últimas veinticuatro horas?  ¿Ha… oído algún sonido anormalmente fuerte recientemente?
     —No, no, no. No me ha pasado  nada, doctor. Sólo lo que le digo. ¿No lo ha visto en las pruebas?
     El doctor asintió, con un medio suspiro de resignación en los labios. Le había mirado los ojos con una luz, le había mirado lo más hondo del oído, había movido su cabeza como si fuese una escultura a la que buscase algún fallo de diseño.
     —Me temo que no, señor Hernández. Así que, o bien puede ser causa de algún tipo de infección, o…
     No, doctor, no —insistió Martín, dando una palmada sobre sus rodillas, incómodo en el asiento. Ya he explicado lo que pasa.
     Sí señor… Desde luego. Ahí es adónde iba.
     Los furiosos ojos de Martín le apuntaron. Empezaba a perder la paciencia.
     Verá, la otra explicación para lo que le pasa es… que se trate de un fenómeno psicosomático. Que sea algo que esté…
      Martín sonrió.
     —¿Dentro  de mi cabeza? Iba a decir eso, ¿verdad?
      Sin poder contener una sonrisa pequeña y cobarde, el doctor asintió.
     —En realidad, iba a preguntarle si ha tenido episodios parecidos a éste alguna vez en su vida… o si ha habido antecedentes de algún tipo de enfermedad mental en su familia.
     ¿Crees que estoy loco?
     Martín levantó la ceja derecha; aunque intentaba controlarse estaba muy enfadado. Además, aquel zumbido empezaba a sacarle de sus casillas.
     —No señor Hernández. Pero debe entender que lo que asegura es… imposible.
      Se acabó. El paciente se levantó.
     —No me joda doctor. Ya lo he…
     —Vamos, cálmese. —El doctor Aldama, todavía sentado, levantó las dos manos. Pero entiéndalo, aunque una mosca entrase por el canal auditivo, es imposible que llegase al ojo; y mucho menos que pueda verla. Entiéndalo. ¿Cómo se abriría camino, como atravesar el cráneo? Y el ojo no es transpa…
     Cinco minutos después, Martín abandonó la consulta con los ojos entrecerrados y la mandíbula apretada. Tras de sí, dejaba a un hombre de unos cincuenta y algo años con bata blanca y un profundo corte cruzándole la cara que casi le había dejado si nariz.
     El paciente llegó a su coche con prisas; no por la sangrienta prueba de su bolsillo ni por temor a que llegasen las autoridades. Quería salir de allí, irse lejos, porque el sonido en su cabeza seguía haciéndose más fuerte.
     El Mercedes azul llegó al desguace derrapando, a punto de montarse sobre el borde de tierra y quedar ladeado sobre dos ruedas. Su dueño se bajó trastabillando, llegando a la entrada haciendo eses y sin caerse de morros de milagro. Desde dentro, Richi y Manu (que se afanaban en desmontar un Opel azul que debía haber sufrido un semáforo saltado por el tamaño de la abolladura del costado) le vieron llegar a lo lejos, sintiendo al unísono que algo no iba bien. El jefe no sólo andaba raro, sino que se cubría la cabeza con las manos, tapando ojos y oídos. Richi se fue a buscar a Rafa mientras Manu se le acercaba.
     —Buenas tardes, jefe. ¿Qué…?
     Para su asombro, Martín corrió hacia la derecha, al pequeño cuartucho que servía de servicio. Manu agarró el pomo.
     Señor Hernández, ¿está bien? ¿Qué le pasa?
     Había cerrado por dentro. No hubo respuestas, sólo un angustioso alarido mezclado con llantos.

     Tres minutos después, con los hombres de vuelta al trabajo y sólo Rafa esperándole, el pestillo se corrió y Martín Hernández, desastrosamente demacrado de la mañana a ahora, se apoyó en el marco con los puños cerrados.
     —Jefe. Rafa se inclinó sobre él, ayudándole a no caer. Joder, que mala cara. ¿Qué te…?
      Para su propio asombro, las dos manos de Martín se cerraron con fuerza en torno a su cabeza, como si fuese un farolillo de papel que quisiese aplastar. Rafa ahogó un grito, al tiempo que los dos chatarreros se acercaron despacio, manteniendo una distancia segura.
     —Rafa… Martín hablaba por fin, con una voz baja y tortuosa. Tú eres un buen amigo. Mi hombre de confianza. A que me puedo fiar de ti, Rafa.
     —S… sí Martín, claro está. Levantó sus manos con delicadeza, agarrando las de Martín por las muñecas y estirando sus brazos, en un intento por rebajar la presión. Pero, ¿qué…?
      Antes de acabar la frase, Martin volvió a agarrarle el tarro y atrajo su cara hacia la suya.
     —Un favor Rafa, muy importante le pidió, mirándole con ojos de ido. ¿Puedes mirarme a los ojos… y decirme qué ves?
     Nervioso, con el sudor bajándole por la cara y respirando pesadamente, Rafa obedeció, colocando sus ojos en paralelo con los de su jefe. Aguardó unos segundos. Después respondió.
     —No veo nada. De verdad.
     Martín suspiró, en su idioma particular la forma de mostrar disconformidad con una respuesta.
     —Vuelve a hacerlo, por favor solicitó, suplicante. Mira el globo, la parte blanca. ¿Qué ves?
     Rafa se sentía estúpido, como uno de esos carteles llenos de colores y puntos donde supuestamente se ven figuras. La pupila estaba reducida por su sombra, el iris marrón brillaba. Se podían ver los nervios rojos trazar heridas abiertas sobre la superficie blanca. Pero nada más.
     —Pues… la verdad, señor, parecen un poco escocidos. Como si le hubiese dado mucho humo o se hubiese metido en una piscina con cloro…
     Martín le soltó. Empezó a reírse para sus adentros, con la cabeza baja.
     —Joder, empiezas a asustarme le dijo Rafa, poniéndole una mano sobre el hombro. ¿Qué cojones pasa?
      Martín la retiró como si fuese una hoja marchita caída de un árbol.
     —Nada, tío. No es nada. No podía disimular la falsedad de sus palabras. Es sólo que… Mierda, me estoy volviendo loco. Y esto no va a parar.
     Acto seguido empezó a caminar con pasos acelerados hacia su despacho.
     —Martín…
     La llamada de su leal segundo cambió de tono al apreciar algo: la mancha oscura en el bolsillo trasero de sus pantalones, donde sabía que guardaba…
     —¡Joder Martín, de qué va toda esta mierda! chilló.
     Se dispuso a correr para alcanzarle, pero era tarde. Martín se refugió en su oficina. Y, si no quería ver a nadie, allí nadie le vería.
     
     Martín encendió el ventilador con la esperanza de acallar la enloquecedora cacofonía que sonaba en su cabeza, antes de dejarse caer sobre su asiento. Buscó en el cajón superior un cigarro y lo encendió. Aspiraba con fuerza, reduciéndolo una cuarta parte con cada calada. Esperaba que le relajase. Pero necesitaría cincuenta paquetes como ese, y sólo le quedaban cuatro Ducados.
     Estaba solo y perdido; ahora lo sabía. Había visto la duda, el no entender en la cara de su hombre de confianza. No lo veía, como no lo había visto el médico. ¡Joder, esa era otra! Como le cogiesen y le metiesen en la trena, teniendo que pasarse una condena entera de un año o más escuchando eso cada día, todo el día y toda la noche, aunque se reventase los oídos… ¿Cómo impedir entrar a lo que ya estaba dentro?
     Gritó sin poder reprimirse. Podía ser verdad. Se había vuelto loco, y esa era la forma que tenía su cerebro de decir que estaba podrido; una forma molesta, asquerosa y muy simbólica de la que no podía escapar.
     Puede que sólo él lo oyese y que sólo él lo viese, pero lo había visto. Los globos blancos, ensombrecidos por las múltiples siluetas de su interior. La puta mosca se había multiplicado. Ahora eran docenas, cientos, demasiadas para contarlas. Sus patas intentaban sujetarse a su cráneo, sacándole brillo al resbalar con sus ventosas. Sus cuerpos repicaban como sonajeros al ser empujadas por todos lados, todas zumbando, agitando sus alas, anunciando su imposible despegue a cada décima de segundo. Encendían motores, la melodía que le llevaba sin arreglo a la locura.
     ¿Sin arreglo? Martín Hernández Molina no moriría loco, aunque tal vez sí como uno. Se le acababa de ocurrir, la única forma de escapar a su destino. No dejaría que nadie le robase su vida de un modo u otro.
     Levantó su culo del sillón, lo bastante para poder sacar la navaja. Estaba pegajosa, cubierta de la sangre coagulada del doctor Aldama. Sería rápido, como lo había hecho tantas veces. Un único tajo.
     En ese momento las dudas le asaltaron. Un tajo, sí. ¿Pero dónde? En el ojo, para que las moscas saliesen. ¿Y si seguían ahí? ¿Y si se refugiaban en algún rincón aún más profundo de su cabeza? En el cerebro, donde no podía llegar la navaja…
     En la yugular entonces, para desangrarse rápido, sintiendo poco dolor. Pero, ¿y si le temblaba el pulso? No acertaría a matarse a la primera y quedaría tirado en el suelo, retorciéndose mientras la matraca interior le reventaba, esperando que sus compañeros o la bofia llegasen para…
      No. Había otra solución. Y esta sí que era rápida, indolora e infalible.
     Sonriendo por el milagro de conservar la mínima cordura hasta en esa situación, Martín fue hacia su izquierda, hacia los ficheros de su empresa. Sobresaliendo del hueco que los separaba de la pared, su póliza de seguros ante idiotas integrales. Calibre doce. Cañones recortados (él mismo los serró). Permanentemente cargada. Nunca fallaba.
      La cogió y la sostuvo entre sus manos. Vio su reflejo en los cañones gemelos. Una música que ensombrecería la de las malditas moscardas.
     Sus empleados estaban tan alucinados que ninguno movió un músculo. Se quedaron de piedra, viéndole salir del despacho con la escopeta, riéndose como si hubiese oído el mejor chiste de su vida y corriendo hacia la salida. Sólo Rafa, al cabo de unos instantes, viendo que no tenía nada que ver con él, salió tras el rastro de carcajadas enloquecidas. Sin embargo, lo perdió (a pesar de ser algo más joven y esbelto) entre las pilas de metal aplastado y compactado, hasta más allá del desguace, en los matorrales de la periferia.
     Cuando sonó el disparo, no esperaba nada más allá del fatal desenlace. Invirtieron dos días en buscarlo, siguiendo la confusa y entrecortada declaración de sus empleados. Lo encontraron casi a un kilómetro, echado a la sombra de una boalaga y con la escopeta sobre su pecho, como si fuese un cazador durmiendo la siesta a la espera de una liebre despistada. Pero aquel no iba a despertarse.
      Por suerte, tenía la documentación encima, lo que les facilitó identificarle. Aún tenía huellas, pero ficha dental y, lo más elemental, la cara…
     Martín Hernández Molina. Alias el Maqui cuarenta y tres años, propietario del desguace de la partida de La Rabosa. Sospechoso de compra de bienes robados, blanqueo de capitales, tráfico de drogas, amenazas, dos cargos de agresión y, por lo menos, cuatro homicidios vinculados a él.
      Aquel desgraciado se había volado la cabeza completamente. Y, desde luego, los carroñeros no habían perdido el tiempo desde que se le socarraron los sesos sobre el suelo.
     Lo que quedaba del cuello estaba cubierto de gusanos blancos y gordos; larvas de mosca dándose el festín que les permitiría unirse a sus oscuros y zumbones progenitores en el bajo cielo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario