lunes, 24 de octubre de 2016

EN LA TIERRA DEL DOLOR
     ¿Dó… dó… dónde estoy?
          Aunque ignoraba cuanto tiempo había pasado a oscuras, la primera sensación de Raimundo Tur Rodríguez al recobrar la consciencia fue la de acabarse de despertar de un sueño muy largo; la misma pesadez entumecedora carente de emoción y fatiga que se siente al final de una noche. Así que, con un largo bostezo, apretó los parpados y estiró los brazos, deseando notar la tirantez de su piel al tensarse; el anuncio para su cuerpo de que era hora de revivir. Pero, cuando volvió a abrir los ojos, la visión resultante le obligó a apretar aún más sus parpados, intentando romper definitivamente aquel imposible anclaje a la irrealidad. Al volver a abrirlos y parpadear un par de veces, no le quedó otra que convencerse de que era real.
     Había despertado y estaba de pie, sumido en la más absoluta oscuridad. Frente a él sólo había negrura, tan profunda y pura como sólo la conocen los nacidos ciegos.
     Después de que su enésimo aleteo de parpados despejases sus dudas sobre el control de su cuerpo, se llevó las manos a la cabeza para iniciar el reconocimiento táctil de su cuerpo, temiendo que alguna lesión le hubiese arrancado los sentidos. La suave presión de sus dedos, por lo menos, demostró que, aunque aún adormilado, no era por completo insensible. Y, aunque con dificultad, reconoció sus manos extendidas como mariposas tintadas, convenciéndose de que aún veía. Simplemente, allí estaba demasiado oscuro para ver.
     Los diez dedos bajaron desde el pelo fino y castaño blanqueado ya por las canas que recordaba más corto hasta la nuca; el arrugado rostro y la angulosa cara. De allí descendieron por el largo cuello con su nuez hundida hasta el pecho, reconociendo la pelusilla familiar que crecía entre los pezones pequeños y arrugados y el abultamiento algo mayor del vientre entre las costillas marcadas hasta la cintura…
     Llegado a ese punto, Raimundo se contrajo. Acababa de darse cuenta de que no sólo no tenía idea ni forma de saber dónde estaba. También estaba completamente desnudo, y uno o dos kilos más delgado, por lo que sugería el tacto de sus huesos. Y algo más.
      No estaba sólo.
     Lo había apreciado desde el principio, ganando intensidad a medida que progresaba su exploración, pensando al principio que era el eco en sus oídos de su aún adormilada cabeza encendiéndose; luego el susurro de sus propios pensamientos, pero ahora era indudable. Conservaba el sentido del oído en tan perfecto estado como el tacto, y dicho oído le decía que no estaba sólo; que estaba, de hecho, rodeado.
     Aquel sonido resultaba, sin embargo, difícil de clasificar. Durante los primeros segundos le pareció una mezcla de voces; luego comprobó que había voces, pero no palabras. Su impresión general era la de un prolongado murmullo de muchos labios temblorosos, presagiando el comienzo de un llanto angustioso.  Y, entre dicho murmullo, se extendían gemidos cortos y numerosos, como los emitidos al rozar un hierro ardiente, y algún grito esporádico como un relámpago, ya fuese breve e intenso como el de una película de terror o el prolongado aullido del que llora su pena.
     Una sinfonía de voces humanas, demasiadas para contarse, todas asustadas, angustiosas y sufriendo.
     Raimundo contuvo la respiración, apretando su propio cuerpo con sus brazos para minimizar el movimiento de su cuerpo. No podía evitarlo: estaba aterrado. Aquel despertar le había desconcertado lo bastante para dudar de si estaba despierto, pero el sonido le había convencido de que estaba en una pesadilla. Y, a la vez y pese a todo, ni su pulso era más irregular, ni su respiración más frenética ni se sentía especialmente turbado.
      Estaba tranquilo en medio del caos.
     Dobló las rodillas despacio, queriendo agacharse, hacerse más pequeño y menos notable; lo más parecido a esconderse que ofrecía la bastedad de las tinieblas. Pero cuando se redujo a medio metro de alto, otro sonido, débil y apagado, casi imperceptible, le produjo un escalofrío.
     Los pasos de pies descalzos.
     Un estremecimiento aceleró su corazón y erizó su vello de la nuca a los testículos, y aunque sus tobillos temblaron y su lengua se retorció, amenazando con delatarle, en última instancia se mantuvieron fieles.
     Algo acababa de tocarle, una mano le había acariciado el hombro.
     Raimundo reaccionó tensando sus músculos y bajando al máximo la cabeza hacia lo que debía ser el suelo, mientras aquella extremidad áspera y tibia se separaba de él; rezando en silencio para que su dueño, amigo o enemigo, se largarse, dejándole en paz.  
     Se mantuvo así, convertido en cochinilla; sus manos ocupadas, sus ojos cegados y sus nervios distraídos. Pero su oído seguía informándole del infinito dolor que el rodeaba. Los gemidos y llantos no paraban, acompañados de los pasos ahogados e incesantes de legiones descalzas avanzando hacia el infinito, levantando una ligera corriente que le abanicaba en oleadas y, parecía, ignorándole como si no existiese.
     ¿Pero… qué pasa? ¿Dónde estoy… y está gente…?
     Lentamente empezó a comprender y, cuando lo hizo, se irguió, todavía nervioso, todavía asustado y todavía callado, pero con los brazos bajados y la respiración restablecida.
     Aquellos lloraban, pero le ignoraban. Pasaban por su lado, a veces le tocaban, pero no querían nada de él. Seguramente, como a él mismo, tropezaban con él porque no podían verlo.
     Un ejército de ciegos perdidos en la nada y, lo quisiese o no, era parte de ella. Quedarse quieto le serviría a lo sumo para provocar un tropezón, un alud y su aplastamiento.
     Raimundo tomó aire largamente, Raimundo estiró su larga pierna derecha y dio el primer paso, seguido a los pocos segundos de la izquierda. Siguió a los dos primeros pasos, no tardando en llegar a la docena.
     El gentío a su alrededor, como no tardó en comprobar, era mayor de lo que podía imaginar, aunque no ayudaba para hacerse una idea de las colosales dimensiones de aquel espacio. Su primera impresión era que se movían intentando ir al frente como hacia él, formando ilusorias filas que se convertían en paredes de cuerpos; pasillos llenos de aire que lo encerraban como un armario. Para tocar a los demás bastaba estirar el brazo al frente o inclinarse un poco a un lado, aunque parecía que pocos lo hacían; como eran pocos los que de repente cruzaban la formación ordenada de un lado a otro, entrando entre los demás sin tocarles con suerte, rozarles con frecuencia y, según le pareció, tropezando más de una vez, provocando gruñidos de respuesta.
     Él se limitaba a seguir, no tardando en perder la noción del tiempo y de la distancia recorrida fila. Intentó, por el momento, identificar algo de aquel terreno a través de la única fuente de información disponible (sus pies) mientras hacía memoria de sus últimas horas, días y vida en general previos a ese momento.
     A ver… a ver…
     Sabía quién era; eso al menos lo tenía claro: Raimundo Tur Rodríguez, de cincuenta y cuatro años.
     Vivo…vivo en…
     Añadiendo sus gemidos de frustración a aquel coro de lamentos, intentando dispersar la bruma de su memoria, enumeró a marchas forzadas los recuerdos que conseguía extraer: vivía en Vistahermosa, Alicante; en un chalet pequeño con su piscina y su jardín cercado con su mujer…
     Un espasmo, doloroso como un puñetazo en la sien, le hizo entornar los ojos, al recordar aquel detalle: tenía familia. Su mujer, Rebeca García Mas, cuarenta y ocho años, pelo rubio, aún atractiva pese a la edad. Y sus hijos, tenía…
     Sin pararse a pensar, inmerso en la procesión de ingenuos corderos, continuó, con la vista perdida en la oscuridad de delante.
     Eran tres, pero sólo uno seguía viviendo con ellos, el único que aún no era mayor. Edgar, de doce años…
     Un manotazo se estampó contra su hombro derecho, pero lo sintió porque la fuerza lo inclinó hacia la izquierda y oyó el estampido de la palma. Aunque le habían tocado, no sentía dolor…
     Un gruñido de protesta fue su única objeción a la interrupción de sus pensamientos.
     Edgar sí; doce años. Era el más joven. La mayor, Luisa, de treinta y un años, era pediatra en el hospital Universitario de San Juan. Vivía allí con su marido, José Antonio. Tenía una niña, su nieta pequeña…
     Un dedo se deslizó por su nuca con el sigilo e indiferencia de una gota de sudor; a Raimundo, sin embargo, le molestó tanto como un soplo de aire en la cara. Siguió caminando. Y pensando.
     Y Carlos, por supuesto, su primer varón, nacido cuatro años después que su primogénita. Vivía también en Alicante con su mujer, Verónica, su propio hijo de siete años, Pepe, y una niña de tres, Marta. Y era… era director adjunto del negocio familiar… Su empresa, claro, Piroma S.A., confección y distribución de piezas de carpintería artesanal en toda la provincia y otras cinco comunidades…
     Raimundo se detuvo un momento, sintiendo un temblor de repulsa contraerle la columna. Esta vez la mano perdida había rozado sus genitales, sacudiendo sin fuerza su pene flácido como quien tira un tubo de pasta de dientes vacío a un contenedor. Erguido, con una mezcla de vergüenza y desprecio renaciendo en su confundida mente, Raimundo creyó sentir la mano infractora, ya fuese por vergüenza o la satisfacción del niño que hace una travesura, retirarse entre contorsiones; un caracol de múltiples tentáculos metiéndose en su caparazón.
     Irritado, entreabrió los labios, articulando en su garganta el conjunto de frases; incluida la reprimenda, la exigencia de cuidado, la disculpa consiguiente… Sólo acertó a emitir un gemido flemático, no muy diferente a los que llevaba oyendo tanto tiempo. Notó una ligera presión contra su espalda y el cosquilleo de un aliento perdido sobre su nuca. La simple forma que se tenía allí de decir que siguiese. Su frustración había atascando el tráfico.
     Bueno, era un comienzo. En… ¿Cuánto? ¿Cinco minutos, diez… veinte, cuarenta…?
     Había recordado quién era, dónde vivía y quién era su familia; sin embargo, le decía tanto como la fecha de caducidad de un yogur al quitarle la cubierta. ¿Dónde estaba ahora? ¿Cómo había llegado allí? ¿Y su familia, como le había dejado acabar allí?
     Las dudas se agolpaban en su cabeza, pero estaba casi seguro de una cosa: toda esa gente, fuesen quienes fuesen, no sabían a donde iban; se limitaban a moverse con la esperanza de llegar a cualquier parte, obligando a los que estaban en su camino a unírseles; el impulso lógico al despertar en aquella situación: Ciego, desnudo, perdido…
     Se limitaban a avanzar sin razón, seguramente, torturados por no encontrar una lógica a todo aquello.
     Raimundo paró en seco cuando toda su fila paró en seco y, muy posiblemente, todo el mundo. Acababa de oír algo.
     El sonido volvió; un intenso estallido como el tañido de una campana unido el eco de un trueno, lo bastante fuerte para hacer temblar la tierra… y que sólo se notó en que interrumpió un momento las voces; las cuales se reanudaron al pasar el lapsus.
     Fue, cuando sonó por tercera vez, que Raimundo lo buscó, encontrándose con algo muy distinto a lo que pensó que atisbaría pero que, aún así, le supuso un mazazo lo bastante brusco para sentir dolor en el corazón.
     Frente a él, en el fondo, más allá de las hileras de nómadas desnudos, brillaba una luz; una tenue aura blanquecina embrutecida por la distancia y la interminable multitud. Pero, por lo menos, la había encontrado.
     Sin esperar una nueva señal, se encaminó hacia ella, como parecieron hacer todos a la vez. Las ordenadas líneas que guiaban la marcha se rompieron; ahora sólo eran un sinnúmero de desconocidos sin nada caminando hacia lo desconocido.
     El plop de ventosa de los millares de pies separándose de aquella especie de caliza le acompañó mucho tiempo, si bien Raimundo ya había llegado a la conclusión de que, allí, el tiempo era tan despreciable como la sensibilidad en su cuerpo y el sentido en todo. Y aún con esas, tardó mucho en llegar; mucho más que un paseo, que una simple hora, mucho más que un día… y sin darse cuenta, llegó. No se había cansado ni un ápice, ni había tenido hambre, ni sudado ni una gota, notando su piel completamente seca. Tampoco había sentido la llamada de la naturaleza, que solía tener que cubrir cada hora y media como poco. Todo eso se había ido.
     La distancia no fue un problema tanto como los ocupantes en el camino; a medida que se acercaba no sólo eran más numerosos sino que, por algún motivo que no entendía (y que, en el fondo, no quería saber) se volvían cada vez más lentos, hasta apreciarse que a partir de cierto punto se habían detenido por completo, formando un muro de cuerpos alineados de aspecto infranqueable. Un muro grisáceo de la tonalidad enfermiza de los primeros instantes del alba, que permitía ver las cabezas inclinarse sobre las espaldas.
     Era su segundo gran descubrimiento durante aquella travesía: cuanto más se acercaban a la fuente de luz, mayor era la claridad en la caverna, la prueba no sólo de que era una luz poderosa sino que, además, no estaba perdida en el horizonte como una faro inalcanzable. Aquel camino tenía final, y podía llegarse a él.
     Si estos se apartan, claro.
     Raimundo agitaba sus pies, ajenos al dolor pero presos de impaciencia. Gruñó sobre la almena que formaban dos hombros unidos delante que, por su anchura y la poca longitud de su pelo oscuro, dedujo pertenecían a dos hombres, consiguiendo que los dos moviesen un poco la cabeza y añadiesen sus propios quejidos a aquel coro interminable; haciéndole dudar sobre si se estaban burlando de él o expresando su propia frustración. Ellos tampoco podían seguir.
     Varios golpes llamaron la atención a la derecha, obligándole a levantar el cuello sobre sus dos vecinos inmediatos, de aspecto joven pero escuálido y consumido.
     Vio a una mujer de vientre grueso y pelo alborotado cargando contra el hombre delante de ella, estrellándose contra su espalda una y otra vez como un ciervo afilando sus astas. Unos pasos más allá, una silueta masculina levantaba los puños para aporreador a sus dos predecesores, intento forzar un hueco para pasar. La única reacción de los golpeados era moverse unos milímetros adelante o a los lados para luego recuperar su pose inicial.
     Como ocurría en toda congregación expectante, lo fans deseosos de llegar al concierto a tiempo recurrían a su desesperación como rompehielos; lo que costaba saber era si para los indiferentes parados aquellos golpes se parecían más a una paliza, a una masaje o a nada.
    Pero a Raimundo le ofrecieron una forma de seguir adelante.
    Tomó aire con fuerza, juntó las dos manos y las dirigió a la fina grieta entre los dos cuerpos. Empezó a empujar con todas sus fuerzas, comprobando que le iba a costar: aquellos hombres no hacían fuerza para mantenerse quietos, sino que se veían comprimidos por la presión de la multitud, convirtiendo la labor de separar aquellos dos cuerpos en mover decenas de miles.
     Sin embargo, la idea, por imitación o intuición, había calado. No necesitó mirar para saber que había brazos extendiéndose y cuerpos presionando, empujando, tirando, forzando un paso; los gemidos de esfuerzo alzándose sobre los de desconcierto, frustración y dolor.
     Sintiendo sus brazos a punto de aplastarse, empujó con la potencia de una prensa hidráulica,  consiguió separar a los dos anonadados, formando con la boca un grito ahogado de triunfo. Sin tiempo para alegrarse, demasiado extasiado para reír, dio un paso al frente, caminando alegremente entre las paredes separadas, gimiendo de alivio al comprobar que seguía conservando los brazos.
     Fue, sin embargo, un entusiasmo breve. Un empujón le desequilibró, librándose de caer porque aterrizó entre los costados de dos nuevos retenidos, algo más gruesos y ladeados. Empuje que, sin tiempo para indignarle, se convirtió en la suave y delicada presión de unos dedos masajeándole la columna. Dedos que, no lo dudaba, presionaban y estiraban con la misma intención que lo había hecho él.
     Con su posición invertida, de obstaculizado a obstáculo, Raimundo avanzó, arrastrado adelante contra la espalda de ¿aquella mujer?, parando sólo porque aquel dominó era demasiado compacto para caer, pero no impidiendo que sus brazos, instintivamente, se doblasen mientras su columna se tensaba y los tobillos se levantaban.
     Se había convertido en una forma primigenia y adormecida de pánico; los de atrás querían avanzar y los de delante, simplemente, seguían sin moverse. Ignoraba si aquello le dolería mucho, si podría morir aplastado, pero si no se ponía en marcha se arriesgaba a quedar emparedado entre cuerpos.
      Agitado por un temblor de vergüenza, palpó el contorno de aquel cuerpo, recorriendo sus flácidos y blandos hombros hasta los costados. La mujer temblaba como un flan, quizá riendo para sus adentros en respuesta al torpe masaje. Pero, por fin, las nerviosas manos encontraron un ensanchamiento, justo a la derecha, donde un cuerpo más esbelto y huesudo se había inclinado bastante para dejar hueco.
       Raimundo cambió de táctica; ya no se abriría camino como un gigante derribando murallas. Ahora era una rata atrapada entre pies inamovibles y, como tal, sólo podía escurrirse por los huecos que dejaban.
     Si el anterior avance era penoso, aquello se volvió tortuoso. Con los brazos pegados al cuerpo siempre que podía, ruborizándose (suponía) cuando le tocaba usarlos, tocando los pechos sedosos o colganderos, los vientres blandos o duros, las caras peludos, arrugadas o contraídas, Raimundo se deslizaba, recorriendo los huecos entre la multitud hacia la luz.
     Y, como guía involuntario, aquel eco; dos veces volvió a oírlo desde que cayó en la corriente humana; primero unas horas después de oírlo por última vez; la siguiente cuando ya pensaba que no volvería a oírlo. Siempre tres salvas, ¿pero qué anunciaban?
      Cada vez estaba más cerca, el negro se volvió gris oscuro, luego ceniciento y luego, por fin, del tono de una película de los años treinta.
     Raimundo ignoraba cuanto tardó en recorrer aquellos diez mil o más expectantes, a cuantos tuvo que tocar, la vergüenza y temor de pegar su torso contra las espaldas, notando su pene rozando cinturas y rodillas mientras sus alientos cálidos y mudos llovían sobre su cara y y sus gemidos y ocasionales gritos rebotaban en sus tímpanos. Por fin, la masa se redujo a unas cinco hileras lo bastante separadas para poder caminar entre ellas. Sus componentes, absortos, miraban al frente. Al infinito. A la luz.
     La luz. Por fin podía verla claramente, tan intensa como el sol levantándose hacia el cielo, sólo que no era ni roja ni anaranjada ni amarilla. Era blanca pura, como una linterna de xenón enfocándole a la cara.
     Convertido en polilla entre las ramas de un bosque nocturno, Raimundo dejó atrás la zona de máximo concentración de cuerpos y gritos hacia los espectadores del amanecer, ajenos a su avance y contacto como hipnotizados, sin moverse. A su alrededor oía pies que corrían; supuso que, como él, otros nómadas habían alcanzado la meta de la particular carrera, corriendo deslumbrados a recibir su premio.
     Fue un instante de raciocinio, quizás un chispazo de desconfianza, lo que frenó en seco a Raimundo al pasar la última valla de desconocidos. Sus pies se arrastraron sobre aquella superficie dura que, acababa de darse cuenta, se volvía descendente. Justo a tiempo.
     A apenas dos pasos de donde estaba, el suelo se hundía. Frente a él sólo se veía un gigantesco lago; una masa de agua tan oscura como el petróleo, sólo reconocible por el ondular de sus negras aguas y el reflejo de la luz en el horizonte. Ahora que podía verla, y reconocerla, su adormilado corazón habría sonado con la potencia del motor de una Harley Davidson, mientras pestañeaba para distinguir si era o no una ilusión.
     Aquella luz, a simple vista, era la luna, levantándose por el horizonte. Pero no una luna pequeña, maciza y estática en lo alto del cielo nocturno, remota e inalcanzable como las estrellas, sino una colosal una mancha de luz en forma de disco a medio asomar por el horizonte; un sol de otro color demasiado perezoso para llegar al cielo. Desde su tembloroso e irregular contorno, una lengua plateada surcaba en dos aquel océano, marcando donde acababa el suelo.
     El suelo. Estaban frente a una especie de hondonada. El agua entraba en aquella depresión formando una curva redondeada de casi seis metros de largo por cuatro de ancho, en torno a la que se levantaba de nuevo aquel suelo de roca grisáceo sin la más mínima grieta ni imperfección producto de la erosión. Sólo había un peldaño que apenas se levantaba treinta centímetro sobre el agua.
     Un peldaño lleno de…
     La atención de Raimundo sobre su alrededor se vio momentáneamente interrumpida al notar una ligera y violenta corriente a su lado, recordándole que no estaba sólo en aquella carga a ciegas. Más personas desnudas, al menos seis, se precipitaron hacia el frente. Dos, como él, vieron en el último momento la ondulación de la superficie y frenaron, dos llegaron a notar el roce del agua en las plantas de sus pies, la quinta llegó a empaparse hasta los tobillos…
     Del sexto corredor Raimundo sólo vio la espalda, delgada y de marcados omoplatos, como un ángel dispuesto a alzar el vuelo; algo le dijo que debía ser una chica, seguramente joven, quizás incluso adolescente… pero no pudo comprobarlo.
     Sin pensarlo siquiera, siguió corriendo, zambulléndose las aguas oníricas hasta la cabeza. Se hundió por completo, y no salió; no quedado de la zambullida más que un par de ondulaciones que rápidamente se dispersaron. El agua retomó su aspecto calmado.
     Que no volviese a salir confirmó que, fuese lo que fuese, meterse allí era mala idea; los demás lo entendieron y retrocedieron, agitando los pies como si quisiesen librarlos de todo rastro del líquido. Sin embargo, había algo más curioso en aquel mar: el silencio.
     No había oleaje, al menos nada mayor que una leve turbulencia sobre aquella negra piel, pero algo tan grande, al moverse, debía hacer algún ruido. Ni siquiera se había oído el chapoteo de aquel desgraciado o desgraciada al lanzarse sobre él. Sólo se oía…
     El sonido era el mismo en toda esa extraña dimensión, desde el punto de partida a aquel final. Los murmullos, los quejidos, los llantos, los gritos; sólo que allí parecían más fuertes, saliendo de…
     Libre ya de la distracción momentánea, Raimundo siguió mirando a la línea de costa a su alrededor, con ojos cada vez más temblorosos, húmedos y aterrados. Estaba atestada, como una playa cualquiera de Levante en verano, sólo que a oscuras, sin arena y los asistentes, en vez de tumbarse o bañarse, contemplaban el agua, desnudos, atónitos y quejándose.
     La playa…
     Recordó un nuevo detalle de sus últimas vivencias. Su familia, sí. Estaba con ellos de vacaciones, en la playa. En Mallorca. Habían ido todos los que habían podido; él, Rebeca, Edgar, Carlos con su mujer y sus dos hijos pequeños, a pasar una semana de descanso. Era verano, pleno julio. El cielo era azul y cálido, no cómo allí; el mar era brillante y cristalino, no como allí; la gente pululaba por la playa y las calles, haciendo fotos, comprando recuerdos, visitando discotecas. Desprendían alegría. No como allí.
     Y había más. Recordaba la risa de los jóvenes mientras a su mujer le preocupaba que el sol la quemase. Como habían paseado por los bulevares, haciendo planes para mejorar la estancia. Incluyendo su idea.
     El barco…
     La tristeza de los lamentos le devolvió al presente; respirando con fuerza, una vieja reacción de cuando se ponía nervioso, volvió a mirar a la hilera frente al borde. No le impresionó tanto su número como el tipo de árboles que crecía en aquel bosque.

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