EN LA TIERRA DEL DOLOR
¿Dó… dó… dónde estoy?
Aunque ignoraba cuanto tiempo había pasado a oscuras, la primera sensación de Raimundo Tur Rodríguez
al recobrar la consciencia fue la de acabarse de despertar de un sueño muy largo;
la misma pesadez entumecedora carente de emoción y fatiga que se siente al
final de una noche. Así que, con un largo bostezo, apretó los parpados y estiró
los brazos, deseando notar la tirantez de su piel al tensarse; el anuncio para su
cuerpo de que era hora de revivir. Pero, cuando volvió a abrir los ojos, la
visión resultante le obligó a apretar aún más sus parpados, intentando romper
definitivamente aquel imposible anclaje a la irrealidad. Al volver a abrirlos y
parpadear un par de veces, no le quedó otra que convencerse de que era real.
Había despertado y estaba
de pie, sumido en la más absoluta oscuridad. Frente a él sólo había negrura,
tan profunda y pura como sólo la conocen los nacidos ciegos.
Después de que su enésimo
aleteo de parpados despejases sus dudas sobre el control de su cuerpo, se llevó
las manos a la cabeza para iniciar el reconocimiento táctil de su cuerpo, temiendo
que alguna lesión le hubiese arrancado los sentidos. La suave presión de sus
dedos, por lo menos, demostró que, aunque aún adormilado, no era por completo
insensible. Y, aunque con dificultad, reconoció sus manos extendidas como
mariposas tintadas, convenciéndose de que aún veía. Simplemente, allí estaba
demasiado oscuro para ver.
Los diez dedos bajaron
desde el pelo fino y castaño blanqueado ya por las canas que recordaba más
corto hasta la nuca; el arrugado rostro y la angulosa cara. De allí descendieron
por el largo cuello con su nuez hundida hasta el pecho, reconociendo la
pelusilla familiar que crecía entre los pezones pequeños y arrugados y el
abultamiento algo mayor del vientre entre las costillas marcadas hasta la
cintura…
Llegado a ese punto,
Raimundo se contrajo. Acababa de darse cuenta de que no sólo no tenía idea ni
forma de saber dónde estaba. También estaba completamente desnudo, y uno o dos
kilos más delgado, por lo que sugería el tacto de sus huesos. Y algo más.
No estaba sólo.
Lo había apreciado desde el
principio, ganando intensidad a medida que progresaba su exploración, pensando
al principio que era el eco en sus oídos de su aún adormilada cabeza encendiéndose;
luego el susurro de sus propios pensamientos, pero ahora era indudable.
Conservaba el sentido del oído en tan perfecto estado como el tacto, y dicho
oído le decía que no estaba sólo; que estaba, de hecho, rodeado.
Aquel sonido resultaba, sin
embargo, difícil de clasificar. Durante los primeros segundos le pareció una
mezcla de voces; luego comprobó que había voces, pero no palabras. Su impresión
general era la de un prolongado murmullo de muchos labios temblorosos,
presagiando el comienzo de un llanto angustioso. Y, entre dicho murmullo, se extendían gemidos
cortos y numerosos, como los emitidos al rozar un hierro ardiente, y algún
grito esporádico como un relámpago, ya fuese breve e intenso como el de una
película de terror o el prolongado aullido del que llora su pena.
Una sinfonía de voces
humanas, demasiadas para contarse, todas asustadas, angustiosas y sufriendo.
Raimundo contuvo la respiración, apretando su
propio cuerpo con sus brazos para minimizar el movimiento de su cuerpo. No
podía evitarlo: estaba aterrado. Aquel despertar le había desconcertado lo
bastante para dudar de si estaba despierto, pero el sonido le había convencido
de que estaba en una pesadilla. Y, a la vez y pese a todo, ni su pulso era más
irregular, ni su respiración más frenética ni se sentía especialmente turbado.
Estaba tranquilo en medio
del caos.
Dobló las rodillas despacio,
queriendo agacharse, hacerse más pequeño y menos notable; lo más parecido a
esconderse que ofrecía la bastedad de las tinieblas. Pero cuando se redujo a
medio metro de alto, otro sonido, débil y apagado, casi imperceptible, le
produjo un escalofrío.
Los pasos de pies
descalzos.
Un estremecimiento aceleró
su corazón y erizó su vello de la nuca a los testículos, y aunque sus tobillos
temblaron y su lengua se retorció, amenazando con delatarle, en última
instancia se mantuvieron fieles.
Algo acababa de tocarle, una
mano le había acariciado el hombro.
Raimundo reaccionó tensando
sus músculos y bajando al máximo la cabeza hacia lo que debía ser el suelo,
mientras aquella extremidad áspera y tibia se separaba de él; rezando en
silencio para que su dueño, amigo o enemigo, se largarse, dejándole en
paz.
Se mantuvo así, convertido
en cochinilla; sus manos ocupadas, sus ojos cegados y sus nervios distraídos.
Pero su oído seguía informándole del infinito dolor que el rodeaba. Los gemidos
y llantos no paraban, acompañados de los pasos ahogados e incesantes de
legiones descalzas avanzando hacia el infinito, levantando una ligera corriente
que le abanicaba en oleadas y, parecía, ignorándole como si no existiese.
¿Pero… qué pasa? ¿Dónde estoy… y está gente…?
Lentamente empezó a
comprender y, cuando lo hizo, se irguió, todavía nervioso, todavía asustado y
todavía callado, pero con los brazos bajados y la respiración restablecida.
Aquellos lloraban, pero le
ignoraban. Pasaban por su lado, a veces le tocaban, pero no querían nada de él.
Seguramente, como a él mismo, tropezaban con él porque no podían verlo.
Un ejército de ciegos
perdidos en la nada y, lo quisiese o no, era parte de ella. Quedarse quieto le
serviría a lo sumo para provocar un tropezón, un alud y su aplastamiento.
Raimundo tomó aire
largamente, Raimundo estiró su larga pierna derecha y dio el primer paso,
seguido a los pocos segundos de la izquierda. Siguió a los dos primeros pasos,
no tardando en llegar a la docena.
El gentío a su alrededor,
como no tardó en comprobar, era mayor de lo que podía imaginar, aunque no
ayudaba para hacerse una idea de las colosales dimensiones de aquel espacio. Su
primera impresión era que se movían intentando ir al frente como hacia él,
formando ilusorias filas que se convertían en paredes de cuerpos; pasillos
llenos de aire que lo encerraban como un armario. Para tocar a los demás
bastaba estirar el brazo al frente o inclinarse un poco a un lado, aunque parecía
que pocos lo hacían; como eran pocos los que de repente cruzaban la formación
ordenada de un lado a otro, entrando entre los demás sin tocarles con suerte, rozarles
con frecuencia y, según le pareció, tropezando más de una vez, provocando
gruñidos de respuesta.
Él se limitaba a seguir, no
tardando en perder la noción del tiempo y de la distancia recorrida fila.
Intentó, por el momento, identificar algo de aquel terreno a través de la única
fuente de información disponible (sus pies) mientras hacía memoria de sus
últimas horas, días y vida en general previos a ese momento.
A ver…
a ver…
Sabía quién era; eso al
menos lo tenía claro: Raimundo Tur Rodríguez, de cincuenta y cuatro años.
Vivo…vivo en…
Añadiendo sus gemidos de
frustración a aquel coro de lamentos, intentando dispersar la bruma de su
memoria, enumeró a marchas forzadas los recuerdos que conseguía extraer: vivía
en Vistahermosa, Alicante; en un chalet pequeño con su piscina y su jardín
cercado con su mujer…
Un espasmo, doloroso como
un puñetazo en la sien, le hizo entornar los ojos, al recordar aquel detalle:
tenía familia. Su mujer, Rebeca García Mas, cuarenta y ocho años, pelo rubio,
aún atractiva pese a la edad. Y sus hijos, tenía…
Sin pararse a pensar,
inmerso en la procesión de ingenuos corderos, continuó, con la vista perdida en
la oscuridad de delante.
Eran tres, pero sólo uno
seguía viviendo con ellos, el único que aún no era mayor. Edgar, de doce años…
Un manotazo se estampó
contra su hombro derecho, pero lo sintió porque la fuerza lo inclinó hacia la
izquierda y oyó el estampido de la palma. Aunque le habían tocado, no sentía
dolor…
Un gruñido de protesta fue
su única objeción a la interrupción de sus pensamientos.
Edgar sí; doce años. Era el
más joven. La mayor, Luisa, de treinta y un años, era pediatra en el hospital
Universitario de San Juan. Vivía allí con su marido, José Antonio. Tenía una
niña, su nieta pequeña…
Un dedo se deslizó por su
nuca con el sigilo e indiferencia de una gota de sudor; a Raimundo, sin
embargo, le molestó tanto como un soplo de aire en la cara. Siguió caminando. Y
pensando.
Y Carlos, por supuesto, su
primer varón, nacido cuatro años después que su primogénita. Vivía también en
Alicante con su mujer, Verónica, su propio hijo de siete años, Pepe, y una niña
de tres, Marta. Y era… era director adjunto del negocio familiar… Su empresa,
claro, Piroma S.A., confección y distribución de piezas de carpintería
artesanal en toda la provincia y otras cinco comunidades…
Raimundo se detuvo un
momento, sintiendo un temblor de repulsa contraerle la columna. Esta vez la
mano perdida había rozado sus genitales, sacudiendo sin fuerza su pene flácido como
quien tira un tubo de pasta de dientes vacío a un contenedor. Erguido, con una
mezcla de vergüenza y desprecio renaciendo en su confundida mente, Raimundo
creyó sentir la mano infractora, ya fuese por vergüenza o la satisfacción del
niño que hace una travesura, retirarse entre contorsiones; un caracol de
múltiples tentáculos metiéndose en su caparazón.
Irritado, entreabrió los
labios, articulando en su garganta el conjunto de frases; incluida la
reprimenda, la exigencia de cuidado, la disculpa consiguiente… Sólo acertó a
emitir un gemido flemático, no muy diferente a los que llevaba oyendo tanto
tiempo. Notó una ligera presión contra su espalda y el cosquilleo de un aliento
perdido sobre su nuca. La simple forma que se tenía allí de decir que siguiese.
Su frustración había atascando el tráfico.
Bueno, era un comienzo. En…
¿Cuánto? ¿Cinco minutos, diez… veinte, cuarenta…?
Había recordado quién era,
dónde vivía y quién era su familia; sin embargo, le decía tanto como la fecha
de caducidad de un yogur al quitarle la cubierta. ¿Dónde estaba ahora? ¿Cómo había llegado allí? ¿Y su familia, como le había
dejado acabar allí?
Las dudas se agolpaban en
su cabeza, pero estaba casi seguro de una cosa: toda esa gente, fuesen quienes
fuesen, no sabían a donde iban; se limitaban a moverse con la esperanza de
llegar a cualquier parte, obligando a los que estaban en su camino a unírseles;
el impulso lógico al despertar en aquella situación: Ciego, desnudo, perdido…
Se limitaban a avanzar sin
razón, seguramente, torturados por no encontrar una lógica a todo aquello.
Raimundo paró en seco
cuando toda su fila paró en seco y, muy posiblemente, todo el mundo. Acababa de
oír algo.
El sonido volvió; un
intenso estallido como el tañido de una campana unido el eco de un trueno, lo
bastante fuerte para hacer temblar la tierra… y que sólo se notó en que interrumpió
un momento las voces; las cuales se reanudaron al pasar el lapsus.
Fue, cuando sonó por
tercera vez, que Raimundo lo buscó, encontrándose con algo muy distinto a lo
que pensó que atisbaría pero que, aún así, le supuso un mazazo lo bastante
brusco para sentir dolor en el corazón.
Frente a él, en el fondo,
más allá de las hileras de nómadas desnudos, brillaba una luz; una tenue aura
blanquecina embrutecida por la distancia y la interminable multitud. Pero, por
lo menos, la había encontrado.
Sin esperar una nueva
señal, se encaminó hacia ella, como parecieron hacer todos a la vez. Las
ordenadas líneas que guiaban la marcha se rompieron; ahora sólo eran un
sinnúmero de desconocidos sin nada caminando hacia lo desconocido.
El plop de ventosa de los millares de pies separándose de aquella
especie de caliza le acompañó mucho tiempo, si bien Raimundo ya había llegado a
la conclusión de que, allí, el tiempo era tan despreciable como la sensibilidad
en su cuerpo y el sentido en todo. Y aún con esas, tardó mucho en llegar; mucho
más que un paseo, que una simple hora, mucho más que un día… y sin darse cuenta,
llegó. No se había cansado ni un ápice, ni había tenido hambre, ni sudado ni
una gota, notando su piel completamente seca. Tampoco había sentido la llamada
de la naturaleza, que solía tener que cubrir cada hora y media como poco. Todo eso
se había ido.
La distancia no fue un
problema tanto como los ocupantes en el camino; a medida que se acercaba no
sólo eran más numerosos sino que, por algún motivo que no entendía (y que, en
el fondo, no quería saber) se volvían cada vez más lentos, hasta apreciarse que
a partir de cierto punto se habían detenido por completo, formando un muro de
cuerpos alineados de aspecto infranqueable. Un muro grisáceo de la tonalidad
enfermiza de los primeros instantes del alba, que permitía ver las cabezas
inclinarse sobre las espaldas.
Era su segundo gran
descubrimiento durante aquella travesía: cuanto más se acercaban a la fuente de
luz, mayor era la claridad en la caverna, la prueba no sólo de que era una luz
poderosa sino que, además, no estaba perdida en el horizonte como una faro
inalcanzable. Aquel camino tenía final, y podía llegarse a él.
Si
estos se apartan, claro.
Raimundo agitaba sus pies,
ajenos al dolor pero presos de impaciencia. Gruñó sobre la almena que formaban
dos hombros unidos delante que, por su anchura y la poca longitud de su pelo
oscuro, dedujo pertenecían a dos hombres, consiguiendo que los dos moviesen un
poco la cabeza y añadiesen sus propios quejidos a aquel coro interminable; haciéndole
dudar sobre si se estaban burlando de él o expresando su propia frustración.
Ellos tampoco podían seguir.
Varios golpes llamaron la
atención a la derecha, obligándole a levantar el cuello sobre sus dos vecinos
inmediatos, de aspecto joven pero escuálido y consumido.
Vio a una mujer de vientre
grueso y pelo alborotado cargando contra el hombre delante de ella,
estrellándose contra su espalda una y otra vez como un ciervo afilando sus
astas. Unos pasos más allá, una silueta masculina levantaba los puños para
aporreador a sus dos predecesores, intento forzar un hueco para pasar. La única
reacción de los golpeados era moverse unos milímetros adelante o a los lados
para luego recuperar su pose inicial.
Como ocurría en toda
congregación expectante, lo fans deseosos de llegar al concierto a tiempo
recurrían a su desesperación como rompehielos; lo que costaba saber era si para
los indiferentes parados aquellos golpes se parecían más a una paliza, a una
masaje o a nada.
Pero a Raimundo le ofrecieron
una forma de seguir adelante.
Tomó aire con fuerza, juntó
las dos manos y las dirigió a la fina grieta entre los dos cuerpos. Empezó a
empujar con todas sus fuerzas, comprobando que le iba a costar: aquellos
hombres no hacían fuerza para mantenerse quietos, sino que se veían comprimidos
por la presión de la multitud, convirtiendo la labor de separar aquellos dos
cuerpos en mover decenas de miles.
Sin embargo, la idea, por
imitación o intuición, había calado. No necesitó mirar para saber que había
brazos extendiéndose y cuerpos presionando, empujando, tirando, forzando un
paso; los gemidos de esfuerzo alzándose sobre los de desconcierto, frustración
y dolor.
Sintiendo sus brazos a
punto de aplastarse, empujó con la potencia de una prensa hidráulica, consiguió separar a los dos anonadados,
formando con la boca un grito ahogado de triunfo. Sin tiempo para alegrarse,
demasiado extasiado para reír, dio un paso al frente, caminando alegremente
entre las paredes separadas, gimiendo de alivio al comprobar que seguía
conservando los brazos.
Fue, sin embargo, un
entusiasmo breve. Un empujón le desequilibró, librándose de caer porque
aterrizó entre los costados de dos nuevos retenidos, algo más gruesos y
ladeados. Empuje que, sin tiempo para indignarle, se convirtió en la suave y
delicada presión de unos dedos masajeándole la columna. Dedos que, no lo
dudaba, presionaban y estiraban con la misma intención que lo había hecho él.
Con su posición invertida,
de obstaculizado a obstáculo, Raimundo avanzó, arrastrado adelante contra la
espalda de ¿aquella mujer?, parando sólo porque aquel dominó era demasiado
compacto para caer, pero no impidiendo que sus brazos, instintivamente, se doblasen
mientras su columna se tensaba y los tobillos se levantaban.
Se había convertido en una
forma primigenia y adormecida de pánico; los de atrás querían avanzar y los de
delante, simplemente, seguían sin moverse. Ignoraba si aquello le dolería
mucho, si podría morir aplastado, pero si no se ponía en marcha se arriesgaba a
quedar emparedado entre cuerpos.
Agitado por un temblor de vergüenza,
palpó el contorno de aquel cuerpo, recorriendo sus flácidos y blandos hombros
hasta los costados. La mujer temblaba como un flan, quizá riendo para sus
adentros en respuesta al torpe masaje. Pero, por fin, las nerviosas manos
encontraron un ensanchamiento, justo a la derecha, donde un cuerpo más esbelto
y huesudo se había inclinado bastante para dejar hueco.
Raimundo cambió de
táctica; ya no se abriría camino como un gigante derribando murallas. Ahora era
una rata atrapada entre pies inamovibles y, como tal, sólo podía escurrirse por
los huecos que dejaban.
Si el anterior avance era
penoso, aquello se volvió tortuoso. Con los brazos pegados al cuerpo siempre
que podía, ruborizándose (suponía) cuando le tocaba usarlos, tocando los pechos
sedosos o colganderos, los vientres blandos o duros, las caras peludos,
arrugadas o contraídas, Raimundo se deslizaba, recorriendo los huecos entre la
multitud hacia la luz.
Y, como guía involuntario,
aquel eco; dos veces volvió a oírlo desde que cayó en la corriente humana; primero
unas horas después de oírlo por última vez; la siguiente cuando ya pensaba que
no volvería a oírlo. Siempre tres salvas, ¿pero qué anunciaban?
Cada vez estaba más cerca,
el negro se volvió gris oscuro, luego ceniciento y luego, por fin, del tono de
una película de los años treinta.
Raimundo ignoraba cuanto
tardó en recorrer aquellos diez mil o más expectantes, a cuantos tuvo que
tocar, la vergüenza y temor de pegar su torso contra las espaldas, notando su
pene rozando cinturas y rodillas mientras sus alientos cálidos y mudos llovían
sobre su cara y y sus gemidos y ocasionales gritos rebotaban en sus tímpanos.
Por fin, la masa se redujo a unas cinco hileras lo bastante separadas para poder
caminar entre ellas. Sus componentes, absortos, miraban al frente. Al infinito.
A la luz.
La luz. Por fin podía verla
claramente, tan intensa como el sol levantándose hacia el cielo, sólo que no
era ni roja ni anaranjada ni amarilla. Era blanca pura, como una linterna de
xenón enfocándole a la cara.
Convertido en polilla entre
las ramas de un bosque nocturno, Raimundo dejó atrás la zona de máximo
concentración de cuerpos y gritos hacia los espectadores del amanecer, ajenos a
su avance y contacto como hipnotizados, sin moverse. A su alrededor oía pies
que corrían; supuso que, como él, otros nómadas habían alcanzado la meta de la
particular carrera, corriendo deslumbrados a recibir su premio.
Fue un instante de
raciocinio, quizás un chispazo de desconfianza, lo que frenó en seco a Raimundo
al pasar la última valla de desconocidos. Sus pies se arrastraron sobre aquella
superficie dura que, acababa de darse cuenta, se volvía descendente. Justo a
tiempo.
A apenas dos pasos de donde
estaba, el suelo se hundía. Frente a él sólo se veía un gigantesco lago; una
masa de agua tan oscura como el petróleo, sólo reconocible por el ondular de sus
negras aguas y el reflejo de la luz en el horizonte. Ahora que podía verla, y
reconocerla, su adormilado corazón habría sonado con la potencia del motor de
una Harley Davidson, mientras pestañeaba para distinguir si era o no una
ilusión.
Aquella luz, a simple
vista, era la luna, levantándose por el horizonte. Pero no una luna pequeña,
maciza y estática en lo alto del cielo nocturno, remota e inalcanzable como las
estrellas, sino una colosal una mancha de luz en forma de disco a medio asomar por
el horizonte; un sol de otro color demasiado perezoso para llegar al cielo.
Desde su tembloroso e irregular contorno, una lengua plateada surcaba en dos
aquel océano, marcando donde acababa el suelo.
El suelo. Estaban frente a
una especie de hondonada. El agua entraba en aquella depresión formando una curva
redondeada de casi seis metros de largo por cuatro de ancho, en torno a la que
se levantaba de nuevo aquel suelo de roca grisáceo sin la más mínima grieta ni
imperfección producto de la erosión. Sólo había un peldaño que apenas se
levantaba treinta centímetro sobre el agua.
Un peldaño lleno de…
La atención de Raimundo
sobre su alrededor se vio momentáneamente interrumpida al notar una ligera y
violenta corriente a su lado, recordándole que no estaba sólo en aquella carga
a ciegas. Más personas desnudas, al menos seis, se precipitaron hacia el
frente. Dos, como él, vieron en el último momento la ondulación de la
superficie y frenaron, dos llegaron a notar el roce del agua en las plantas de
sus pies, la quinta llegó a empaparse hasta los tobillos…
Del sexto corredor Raimundo
sólo vio la espalda, delgada y de marcados omoplatos, como un ángel dispuesto a
alzar el vuelo; algo le dijo que debía ser una chica, seguramente joven, quizás
incluso adolescente… pero no pudo comprobarlo.
Sin pensarlo siquiera,
siguió corriendo, zambulléndose las aguas oníricas hasta la cabeza. Se hundió
por completo, y no salió; no quedado de la zambullida más que un par de
ondulaciones que rápidamente se dispersaron. El agua retomó su aspecto calmado.
Que no volviese a salir confirmó
que, fuese lo que fuese, meterse allí era mala idea; los demás lo entendieron y
retrocedieron, agitando los pies como si quisiesen librarlos de todo rastro del
líquido. Sin embargo, había algo más curioso en aquel mar: el silencio.
No había oleaje, al menos
nada mayor que una leve turbulencia sobre aquella negra piel, pero algo tan
grande, al moverse, debía hacer algún ruido. Ni siquiera se había oído el
chapoteo de aquel desgraciado o desgraciada al lanzarse sobre él. Sólo se oía…
El sonido era el mismo en
toda esa extraña dimensión, desde el punto de partida a aquel final. Los
murmullos, los quejidos, los llantos, los gritos; sólo que allí parecían más
fuertes, saliendo de…
Libre ya de la distracción momentánea,
Raimundo siguió mirando a la línea de costa a su alrededor, con ojos cada vez
más temblorosos, húmedos y aterrados. Estaba atestada, como una playa
cualquiera de Levante en verano, sólo que a oscuras, sin arena y los asistentes,
en vez de tumbarse o bañarse, contemplaban el agua, desnudos, atónitos y
quejándose.
La
playa…
Recordó un nuevo detalle de
sus últimas vivencias. Su familia, sí. Estaba con ellos de vacaciones, en la
playa. En Mallorca. Habían ido todos los que habían podido; él, Rebeca, Edgar,
Carlos con su mujer y sus dos hijos pequeños, a pasar una semana de descanso.
Era verano, pleno julio. El cielo era azul y cálido, no cómo allí; el mar era
brillante y cristalino, no como allí; la gente pululaba por la playa y las
calles, haciendo fotos, comprando recuerdos, visitando discotecas. Desprendían
alegría. No como allí.
Y había más. Recordaba la
risa de los jóvenes mientras a su mujer le preocupaba que el sol la quemase.
Como habían paseado por los bulevares, haciendo planes para mejorar la
estancia. Incluyendo su idea.
El
barco…
La tristeza de los lamentos
le devolvió al presente; respirando con fuerza, una vieja reacción de cuando se
ponía nervioso, volvió a mirar a la hilera frente al borde. No le impresionó tanto
su número como el tipo de árboles que crecía en aquel bosque.
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