martes, 4 de octubre de 2016

FUNERAL BAJO EL CIELO

      El viejo señor Lambert despertó sintiendo frío. Le sorprendió ver el cielo azul y no el techo de su dormitorio; casi tanto como sentir que estaba tumbado boca arriba, se movía transportado por debajo y que no podía parpadear.
     —Creo que aquí está bien —oyó una voz familiar—. Vamos a dejarlo aquí.
     Se sobrecogió al bajar, al ver una sábana blanca agitarse sobre él.
     ¿Qué está pasando? ¿Qué hacéis?
     Se estremeció por algo más que sentir la hierba corta y la roca bajo su espalda desnuda.
     Había querido pronunciar las palabras, y no había podido.
     Intentó mover las manos, cerrar los párpados (sus ojos empezaban a picarle). No pudo.
     Podía pensar, podía sentir, pero no moverse.
     Varias sombras se inclinaron sobre él, dejándole reconocerlas: Izan, su hijo mayor; Marco, su yerno; Hugo, el pequeño y la mediana, Julia, con un pañuelo arrugado frente a la cara. Todas caras tristes, luciendo el rastro de lágrimas recientes.
     ¿Por qué lloran?
     —¿Alguien quiere decir algo? —preguntó Hugo.
     El joven parecía más alegre y menos afectado, como si le importase menos, lo que no le extrañó. Siempre había sido el más egoísta, el menos apegado a la familia…
     ¿Es que no me veis? ¡Miradme, imbéciles! ¡Soy vuestro…!
     —Yo ya he tenido bastante con el velatorio y el funeral —declaró Marco, mirando a un lado y a otro, parecía que nervioso.
     Sus parientes políticos no se movieron, aunque podía deducirse por sus miradas que coincidían. Julia dejó escapar más lágrimas.
     ¿Velatorio? ¿Funeral?
     —Oye, ¿seguro que esto es legal? —preguntó Hugo, mirando a Izan.
     El mayor asintió.
     —Era su última voluntad. Lo dejó todo listo para hacerlo así —dijo, mirándole con lástima.
     ¿Última voluntad?
     —Entonces será mejor irse. —Hugo se frotó las manos. ¿Con codicia, frío… o miedo?—. Yo… no quiero estar aquí cuando empiece.
     Marco amagó una risa.
     —Ni tú ni nadie. —Miró hacia Lambert, parecía que con desprecio—. Joder para querer verlo habría que estar loco.
      Los demás le miraron con severidad pero también con comprensión. Uno a uno salieron de su vista. Julia fue la última, agachándose para acariciar su cara barbuda y besarle la frente.
      —Hasta nunca papá. Te quiero.
     Y se fueron dejándole solo, paralizado, a la intemperie y, según empezaba a intuir, desnudo.
      Pero lo que preocupaba a Lambert eran esas últimas palabras. Cerró los ojos e intentó hacer memoria.
      A ver, lo último que hice ayer…
      Lambert, hombre trabajador hecho a sí mismo, próspero, un poco amargo según algunos y gran amante de la naturaleza, se había acostado temprano, como siempre, para poder aprovechar la mañana siguiente. La criada, Irina, se había ido hacía media hora, después de que cenase…
      No recordaba que pasase nada especial esa noche; sólo a él tumbado en su cama de viudo, dando vueltas…
      Su interior tembló; el picor de sus ojos empezaba a ser insoportable.
      Creía que había sido un sueño, porque estuvo todo el tiempo a oscuras. Primero fue el pinchazo en el pecho, fuerte para notarse aunque no tanto como para despertarle. Luego el grito, seguido de un largo lapso de silencio que rompieron los llantos, viniendo de todos lados. Y el discurso, por micrófono…
     —…siempre será recordado…
     Ahora lo entendía: creían que había muerto.
     ¿Cómo se llamaba, catalepsia, narcolepsia? No creía que hubiese sido un ataque al corazón; sólo tenía cincuenta y siete años. Era joven…
     Apretó los dientes, pensando en sus hijos.
      Miserables
     ¿Tantas ganas tenían de verle muerto, de echar mano a su herencia, que ni le habían hecho la autopsia?
     Lambert intentó mover los hombros, en vano. Lo que ahora le asustaba era no saber dónde estaba.
      Estaba desnudo y al aire libre, eso seguro; con riesgo de morir de verdad, en poco tiempo, de pulmonía. El viento fresco olía a hierba y soplaba sobre él; debía estar en mitad de la montaña. Aunque lo intentaba, no conseguía oír su respiración ni su corazón; habitualmente un tambor marcando una marcha militar, reducido a una gotera en el fondo de una cueva…
      Entonces lo entendió, la cosa que más le aterró.
      Su última voluntad…
      Recordó la charla con su abogado, hacía casi diecisiete años. La pasó mirándole con una mezcla de curiosidad y pena, como si esperase que toda la gente con dinero fuese rara o un poco loca.
     —¿Está seguro, señor?
     —Por supuesto.
     Empezó a recitar en su cabeza las condiciones.
      A mi muerte, quiero que mis dos empresas queden repartidas a partes iguales entre mis tres hijos. Del dinero, en cambio, quiero que el cuarenta por ciento vaya al Fondo de Protección de la Naturaleza, la otra mitad al Fondo para el Desarrollo Laboral y el resto para mi familia…
     Que se las apañasen solitos.
     La brisa le abanicó la cara. Le pareció que había sido un golpe de viento…
     —¿Está seguro de que no sería mejor estar con su mujer?
    —Ella está bien. —Se rió antes de añadir—: Bastante me aguantó viva para pasarse ahora conmigo la eternidad…
     Su vista se oscureció momentáneamente.
     —Verá, podría haber problemas…
     —Pues arréglelo. En este país hay libertad religiosa.
     Lambert sintió el sudor formarse en su frente, las lágrimas empezar a asomar por sus ojos. Si hubiese alguien con él para ver que seguía vivo…
     —Sí, pero para ese rito…
     —¡Es así como quiero mi funeral! —exigió, dando un puñetazo a la mesa—. En el Tíbet lo hacen.
     Sintió algo grueso y duro hundirse en su carne, sobre sus piernas y su estómago.
     Mi última voluntad…
     Deseo volver a la tierra que tanto he querido y que tanto me ha dado…
     El dolor empezó en sus costados, su pene.
     Celebrando un entierro celeste.
     Su verdugo saltó sobre su pecho, mirándole con curiosidad. Sus compañeros más pequeños y negros protestaron.
     El buitre chilló.

     Luego Lambert sintió el dolor y dejó de ver, pero todavía tardaría en dejar de sentir.

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