FUNERAL BAJO EL CIELO
El viejo señor Lambert despertó sintiendo frío. Le sorprendió ver el cielo azul y no el techo de su dormitorio; casi
tanto como sentir que estaba tumbado boca arriba, se movía transportado por
debajo y que no podía parpadear.
—Creo que aquí está bien —oyó una voz
familiar—. Vamos a dejarlo aquí.
Se sobrecogió al bajar, al ver una sábana
blanca agitarse sobre él.
¿Qué
está pasando? ¿Qué hacéis?
Se estremeció por algo más que sentir la
hierba corta y la roca bajo su espalda desnuda.
Había querido pronunciar las palabras, y
no había podido.
Intentó mover las manos, cerrar los
párpados (sus ojos empezaban a picarle). No pudo.
Podía pensar, podía sentir, pero no
moverse.
Varias sombras se inclinaron sobre él,
dejándole reconocerlas: Izan, su hijo mayor; Marco, su yerno; Hugo, el pequeño
y la mediana, Julia, con un pañuelo arrugado frente a la cara. Todas caras
tristes, luciendo el rastro de lágrimas recientes.
¿Por qué lloran?
—¿Alguien quiere decir algo? —preguntó
Hugo.
El joven parecía más alegre y menos
afectado, como si le importase menos, lo que no le extrañó. Siempre había sido
el más egoísta, el menos apegado a la familia…
¿Es
que no me veis? ¡Miradme, imbéciles! ¡Soy vuestro…!
—Yo ya he tenido bastante con el velatorio
y el funeral —declaró Marco, mirando a un lado y a otro, parecía que nervioso.
Sus parientes políticos no se movieron,
aunque podía deducirse por sus miradas que coincidían. Julia dejó escapar más
lágrimas.
¿Velatorio? ¿Funeral?
—Oye, ¿seguro que esto es legal? —preguntó
Hugo, mirando a Izan.
El mayor asintió.
—Era su última voluntad. Lo dejó todo
listo para hacerlo así —dijo, mirándole con lástima.
¿Última
voluntad?
—Entonces será mejor irse. —Hugo se frotó
las manos. ¿Con codicia, frío… o miedo?—. Yo… no quiero estar aquí cuando
empiece.
Marco amagó una risa.
—Ni tú ni nadie. —Miró hacia Lambert,
parecía que con desprecio—. Joder para querer verlo habría que estar loco.
Los demás le miraron con severidad pero
también con comprensión. Uno a uno salieron de su vista. Julia fue la última,
agachándose para acariciar su cara barbuda y besarle la frente.
—Hasta nunca papá. Te quiero.
Y se fueron dejándole solo, paralizado, a
la intemperie y, según empezaba a intuir, desnudo.
Pero lo que preocupaba a Lambert eran
esas últimas palabras. Cerró los ojos e intentó hacer memoria.
A
ver, lo último que hice ayer…
Lambert, hombre trabajador hecho a sí mismo,
próspero, un poco amargo según algunos y gran amante de la naturaleza, se había
acostado temprano, como siempre, para poder aprovechar la mañana siguiente. La
criada, Irina, se había ido hacía media hora, después de que cenase…
No recordaba que pasase nada especial esa
noche; sólo a él tumbado en su cama de viudo, dando vueltas…
Su interior tembló; el picor de sus ojos
empezaba a ser insoportable.
Creía que había sido un sueño, porque
estuvo todo el tiempo a oscuras. Primero fue el pinchazo en el pecho, fuerte
para notarse aunque no tanto como para despertarle. Luego el grito, seguido de
un largo lapso de silencio que rompieron los llantos, viniendo de todos lados.
Y el discurso, por micrófono…
—…siempre será recordado…
Ahora lo entendía: creían que había
muerto.
¿Cómo se llamaba, catalepsia, narcolepsia?
No creía que hubiese sido un ataque al corazón; sólo tenía cincuenta y siete
años. Era joven…
Apretó los dientes, pensando en sus hijos.
Miserables…
¿Tantas ganas tenían de verle muerto, de
echar mano a su herencia, que ni le habían hecho la autopsia?
Lambert intentó mover los hombros, en
vano. Lo que ahora le asustaba era no saber dónde estaba.
Estaba desnudo y al aire libre, eso
seguro; con riesgo de morir de verdad, en poco tiempo, de pulmonía. El viento
fresco olía a hierba y soplaba sobre él; debía estar en mitad de la montaña.
Aunque lo intentaba, no conseguía oír su respiración ni su corazón;
habitualmente un tambor marcando una marcha militar, reducido a una gotera en
el fondo de una cueva…
Entonces lo entendió, la cosa que más le
aterró.
Su
última voluntad…
Recordó la charla con su abogado, hacía
casi diecisiete años. La pasó mirándole con una mezcla de curiosidad y pena,
como si esperase que toda la gente con dinero fuese rara o un poco loca.
—¿Está seguro, señor?
—Por supuesto.
Empezó a recitar en su cabeza las
condiciones.
A
mi muerte, quiero que mis dos empresas queden repartidas a partes iguales entre
mis tres hijos. Del dinero, en cambio, quiero que el cuarenta por ciento vaya
al Fondo de Protección de la Naturaleza, la otra mitad al Fondo para el
Desarrollo Laboral y el resto para mi familia…
Que
se las apañasen solitos.
La brisa le abanicó la cara. Le pareció
que había sido un golpe de viento…
—¿Está
seguro de que no sería mejor estar con su mujer?
—Ella
está bien. —Se rió antes de añadir—: Bastante me aguantó viva para pasarse
ahora conmigo la eternidad…
Su vista se oscureció momentáneamente.
—Verá, podría haber problemas…
—Pues arréglelo. En este país hay libertad
religiosa.
Lambert sintió el sudor formarse en su
frente, las lágrimas empezar a asomar por sus ojos. Si hubiese alguien con él
para ver que seguía vivo…
—Sí, pero para ese rito…
—¡Es así como quiero mi funeral! —exigió,
dando un puñetazo a la mesa—. En el Tíbet lo hacen.
Sintió algo grueso y duro hundirse en su
carne, sobre sus piernas y su estómago.
Mi
última voluntad…
Deseo volver a la tierra que tanto he querido y que tanto me ha dado…
El dolor empezó en sus costados, su pene.
Celebrando un entierro celeste.
Su verdugo saltó sobre su pecho, mirándole
con curiosidad. Sus compañeros más pequeños y negros protestaron.
El buitre chilló.
Luego Lambert sintió el dolor y dejó de
ver, pero todavía tardaría en dejar de sentir.
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