RELACIÓN PROFESIONAL - 1º PARTE
Patricia casi se cayó al bajar de la moto.
—¿Estás bien?
Pedro Saura se inclinó, mirándola a la
cara. Había preocupación, y mucha, en sus ojos, dos círculos de ámbar en una
cara angulosa.
—Sí, estoy… —suspiró—. Mierda. Puedo
seguir, tranquilo. No es muy grave…
Patricia Guillén contuvo sus palabras con
amargura, mirándose el tobillo. Se lo había torcido hacía algunas horas, al
esconderse. Por nada. Ni siquiera había podido reprimir su grito de dolor sin
ayuda.
Pedro la miró con resignación; luego rodeó
su ancha cintura con su voluminoso brazo.
—Oye, ¿pero qué…? —Ella apretó con la mano
derecha el palo de fregona que usaba de bastón, sujetando a la vez la pesada
mochila de su espalda—. ¿Te he dicho que necesite…?
—No, no me has dicho nada. Pero es así, o
nos retrasaremos mucho.
Patricia se dispuso a protestar; odiaba
que la tratasen como a una inválida. Pero no pudo. Sabía que tenía razón. Y, de
todos modos, le gustaba cómo la sujetaba, sintiendo su cuerpo a su lado.
A Patricia había llegado a gustarle mucho
Pedro. Tras sus músculos había más que la fuerza y fiereza que tanto había
ayudado a mantenerlos vivos. Había astucia para encontrar refugios y víveres, y
ternura suficiente para velar por su seguridad. Un príncipe azul salido de un
gimnasio de la periferia.
Y, aunque ni ella lo sabía ni lo
sospechaba, a Pedro también le gustaba mucho Patricia. Era más espabilada de lo
que pensó al conocerla y siempre estaba alerta, siendo la primera en detectar
el peligro sin dejarse llevar por al pánico. Nunca chillaba y, con fría
observación, detectaba la ruta más rápida por la que huir o el hueco más seguro
por el que meterse, convirtiéndola en la principal salvaguarda de su
supervivencia.
Eran dos adultos jóvenes y atractivos,
unidos por el trabajo, juntos por casualidad y que habían acabado, poco a poco,
locos el uno por el otro.
Y, curioso, sin saber ni sentir lo más
mínimo el uno por el otro, la primera vez que se vieron fue para acostarse
juntos. ¿O sería más correcto decir para
follar?
Por supuesto, ni siquiera se conocieron
como Patricia Guillén y Pedro Saura; su relación, iniciada hacía casi dos
semanas, fue artificial desde el principio. Ella se presentaba como Susa Goldlips.
Aquello no le hacía mucha gracia, pero Paco, el productor, y su agente, le
aseguró que ese nombre, con toque americano, resultaría llamativo en ese
trabajo.
Aquel martes de finales de julio por la
mañana, antes de que el calor se volviese pegajoso, esperaba con Paco, Santi
Ortiz, el director, y un chico delgado con perilla, gafas de sol y aire
despistado que respondía como Johnny, a cargo de la cámara. Un equipo de rodaje
pequeño para una producción pequeña.
Santi miraba con ansia el reloj. Las ocho
y un minuto. Siendo un espacio público, bajo peligro continuo de un coche
imprevisto, una mujer paseando a su perro o un corredor en chándal, debían
acabar cuanto antes e irse; máxime cuando, siendo entre semana, era
impredecible cuánta gente podía aparecer por el parque y porque, en realidad,
no sabían cuánto podía alargarse el rodaje.
Patricia, por aquel entonces Susa, estaba
especialmente nerviosa. Lo había hecho antes, sí, pero en la seguridad e
intimidad de una habitación, siempre sobre una cama o entre cuatro paredes. Su
primer contacto con la naturaleza no prometía ser cómodo, no sólo por tener la
piel de gallina y seguramente acabar con la espalda contra un pino rugoso, sino
porque ni siquiera sabía cómo era su coprotagonista. El casting se hacía por
separado.
—¿Dónde coño está? —masculló Johnny—. Si
no viene en cinco minutos, tendremos que…
—Espera. —Santi, que se había quedado a
medias marcando en el móvil, miraba un Ford Focus negro que se acercaba
despacio, aminorando hasta encajar en un hueco a pie de calle. Una sonrisa
arrugó su flácida cara—. Es él.
El conductor y único ocupante del coche se
apeó, lo cerró y fue hacia ellos.
Susa se le acercó con pasos ridículos, en
equilibrio sobre tacones y parapetada tras Paco. Suspiró con alivio cuando pudo
verlo bien.
No estaba mal. Tendría veintimuchos años;
dos más que ella a lo sumo, el pelo negro peinado en punta y una barba rala
recubriéndole la mandíbula. Por su forma de sonreír parecía agradable, claro
que ella bien sabía que no se entraba en aquel negocio sólo con simpatía.
—Por fin —Paco le recibió brazos en jarra,
aunque sonriendo satisfecho.
—Lo siento. —Su voz era engañosamente
joven, casi adolescente—. Un capullo aparcó en mi vado y…
—Bueno, ya vale. —Se apartó sin más
preámbulos—. Te presento a la chica.
—Hola, soy Susa. —Ya fuese timidez o tener
la cabeza en otra parte, le tendió la mano. Él la ignoró, plantándole dos
fuertes besos en la cara. Su piel se erizó por algo más que el frío que entraba
fácilmente por su vestido de una sola pieza, elegido por sexy y fácil de
quitar.
—Marco Vergara. Un placer.
Ella rio para sus adentros. Como miembro
del club, sabía reconocer un nombre falso, especialmente si tenía doble intención.
Santi carraspeó. Así terminaron las
presentaciones.
—Bien, para empezar, quiero un plano de
los dos de espaldas yendo hasta ese banco… —Santi montaba la escena
meticulosamente, evitando la luz matinal.
Los actores, uno junto a otro, se dispusieron
a seguirle. No había palabras de ánimo, ni preguntas. Los dos sabían su papel.
Y los nervios, como la profesión, iban por dentro.
Le llamó la atención que no la mirase de
arriba abajo mientras llegaba, limitándose a mantener el contacto visual. ¿Una
buena señal? No lo sabía, pensaba que porque seguía demasiado verde en la
materia.
Le gustaba pensar que era atractiva; no era
un requisito indispensable en su trabajo pero ayudaba. Su cuerpo, en la forma
justa, no había necesitado (para su alivio) arreglos
de quirófano. Su bronceado, tan bonito como natural, no precisaba rayos uvas.
Su único cambio físico fue una única mecha rubia que asomaba sobre el centro de
su frente, entre gruesos mechones castaños.
Johnny se situó, con la cámara encendida.
—Bien, listos… Acción.
Susa iba despacio, contoneando
seductoramente las caderas. A su lado, Marco iba con la cabeza alta, parecía
que respirando despacio. ¿Intentaba calmarse? Bajo su camiseta negra, sus
músculos temblaban.
—Bien, bien… —Mientras llegaban al banco,
el corazón de Susa se aceleró bruscamente. Sintió el frío de la piedra
traspasarle el trasero, mientras se disponía a empezar a besar a Marco en el
cuello…
En el mismo momento que Santi gritó.
—¡Para! —Había furia en su voz—. Joder,
Johnny, qué haces…
Sobresaltada, Susa se volvió, imitada por
su compañero. El cámara había dejado de enfocarles, doblando el objetivo hacia
la derecha. Estaba boquiabierto.
—Oye, tío... —Paco fue tras él y le puso
una mano sobre el hombro, sobresaltándolo.
Johnny bajó la cámara, aun rodando, ajeno
a las caras ceñudas del productor y el director. No dio explicaciones, sólo
señaló
—Mirad.
Obedecieron por pura inercia. Un segundo
después estaban igual de boquiabiertos.
La pareja les siguió. Un nuevo escalofrío,
ajeno a los nervios de Susa, aceleró el corazón de Patricia.
Desde Campoamor, Carolinas Bajas, Los
Ángeles, columnas de humo negro subían al cielo. Al mirar a su alrededor, a San
Blas y San Agustín, comprobaron que la colección de hogueras se ampliaba.
Y había más. A lo alto de Monte Tossal,
con los pájaros e insectos celebrando un repentino minuto de silencio, llegó un
eco caótico. Coches frenando, adultos gritando, niños llorando.
Los títulos de apertura de Algo está pasando, anunciados por un
joven a punto de morir.
Pedro cargaba con Patricia cuesta arriba, habiéndola
levantado en brazos para pasar un quitamiedos. No merecía la pena seguir por
carretera. Ya no era sólo que la cantidad de obstáculos les ralentizase,
amenazando con mandarlos volando cada tres metros. Aquello podía ser, pero el
camión, un mastodonte tumbado ofreciéndoles el lomo, era una montaña demasiado
alta de escalar; más incluso que las sierras que los rodeaban en su huida a las
montañas.
Desde el primer momento se habían alejado
de Alicante, de la poca gente que quedaba, con la esperanza de encontrar un
sitio seguro, lo bastante lejos y vacío. Esa semana tuvieron la suerte de conseguir
una moto, lo bastante llena para no tener que chupar depósitos (una cruel
alegoría a los malos tragos profesionales para Patricia), aunque no les hizo el
trayecto más rápido.
Ahora sólo tenían tres pies, cansados e
irritados, subiendo cuesta arriba por un margen pedregoso. A cada cincuenta
metros o así, la silueta de un chalet aparecía, tentadora; el espejismo del
oasis en el desierto. Por desgracia, los tres últimos estaban cerrados. Sus
dueños debieron morir fuera, o estaban dentro sin esperar a nadie.
Patricia, chorreando de sudor y
languideciendo de dolor, casi se escurrió del abrazo de Pedro.
—Venga. Falta poco…
—Sí —observó ella—. Se está haciendo de
noche.
Parecía una broma. Pleno verano, no
oscurecía casi hasta las diez. Y después de todo un día sólo…
—Creo que veo otra casa… —La levantó por
las axilas, casi en vilo, apretándola contra su cuerpo—. Vamos a probar.
—Sí. O está abierta o estamos apañados
—Luego, con un suspiro, apartó la vista de él—. Tendrás que dejarme, Pedro. Lo
digo en serio.
Esta vez no hubo respuesta; ni siquiera la
miró, evitando el enfrentamiento. Podía pensar que había cambiado de papel; del
porno al héroe que no deja a nadie atrás mientras las balas vuelan y el mundo
explota tras él.
¿La verdad? Le había cogido demasiado
cariño. La quería demasiado para dejarla morir.
Claro que había otros que se morían por
sus huesos. Y por los de él.
—Suspendemos por hoy. Nos vamos,
todos
Santi no lo dijo como una orden, ni con
frustración o rabia por perder un día. Eran palabras desnudas, como sólo lo son
los hechos claros.
—Qué puede ser… —Paco, sin oírle, empezó a
caminar brazos en jarra a la bajada tras los pinos—. Es por todas partes.
Los protagonistas desplazados se unieron
al resto del equipo. Marco intentó seguir al productor, parándose al sentir una
mano delicada sujetarle el brazo.
—No —le susurró una voz conmocionada—. Es
mejor que no…
Algo oscuro se agitó; un destello de
sombras como una lona bloqueando la luz un segundo. La cámara salió por los
aires y Johnny desapareció, dejando como recuerdo una deportiva y su grito
cayendo ladera abajo.
—¡Mierda!
La reacción fue unánime, una carrera por
ver quién era el primero en saber qué había pasado. Se pararon un momento
cuando ella lo pidió.
—¡No! —Había alargado las manos, respiraba
tensamente—. ¡No vayáis! No…
Pese a lo que algunos dijesen, aquellos
profesionales eran tan humanos como cualquiera. Entendían que Susa no
encontrase las palabras, por eso sus ojos se expresaban por ella; no con pánico
sino con convencimiento: Johnny había muerto, como les pasaría a ellos si
miraban, o si no salían de allí pitando lo más rápido posible.
Pero la curiosidad es la lacra más fuerte,
unida al hecho de que habían dejado de oír al cámara.
Susa, olvidando su instinto y con más
miedo a estar sola ante lo desconocido, corrió hacia ellos cuando se volvieron.
Allí, sentado sobre la tierra, lo vieron
por primera vez; que estuviese comiendo no les facilitó entenderlo, como
tampoco lo hizo el sonido de la carne y huesos del cámara triturados por sus
dientes.
Los cuatro estaban petrificados y lívidos,
como si fuese una Gorgona griega. Miraba hacia arriba, hacia ellos, ¿con
interés, o era una mirada perdida? No parecía importar; él ya tenía un bocado,
pero sus cuatro amigos, que subían la ladera, no.
Susa tomó aire, recobrando la
consciencia. Había algo de divertido en verlos moverse, eran tan bípedos como
ellos pero iban a cuatro patas como los osos, seguramente porque sus brazos
eran tan largos que llegaban al suelo. Además, iban muy deprisa.
Santi reaccionó primero; se volvió y salió
disparado, arrastrando una corriente que azotó a todos. Marco le imitó hacia la
izquierda; Susa entendió en el acto hacia dónde iba: a su coche. Le siguió sin
saber por qué; no tenía otra opción, igual que Paco, que jadeaba por detrás.
De sendas patadas se quedó descalza,
aplastando piedrecillas y agujas se pino, pero el grito que se oyó no fue suyo.
No se paró, limitándose a doblar el cuello lo bastante para ver.
Era Paco; le habían cogido. Un brazo de
fácilmente dos metros y medio e, increíblemente, tan fino como algunas de las
ramas sobre su cabeza, lo aplastaba contra el suelo. Su dueño, torso, abdomen y
cintura en uno, delgado como el perfil de una anoréxica y cubierto de un
extraño pelaje grueso y negro, se doblaba hacia él, acercando una boca cada vez
más abierta.
Una tragedia. Tendría que buscarse otro
agente.
Las luces del Ford parpadearon, Marco ya
había abierto la puerta del conductor.
—¿Vienes?
No se paró ni respondió, pillada por la
sorpresa; ahogada por la petición que no llegaría a hacer. El sonido de suelo
aplastado, de madera crujiendo tras ella se lo ahorró.
Él arrancó el motor mientras ella se
sentaba a su lado.
—Muchas gracias, Marco.
—Pedro, por favor —dijo mientras hacía
marcha atrás, sin apartar los ojos del parabrisas, de lo que todavía galopaba
hacia ellos.
—¿Cómo…? —La respuesta de él la hizo
sentirse estúpida.
—Pedro, Pedro Saura. Es mi nombre. Me… —Rió
mientras le daba la vuelta al coche—. Me aconsejaron Marco Vergara porque tenía
más… gancho.
Susa lo imitó. No recordaba dónde ponía
que había que conservar el humor en situaciones difíciles. Mientras, él cambió
de marcha.
—Ponte el cinturón. Creo… que va a ser un
viaje movidito.
—¡Mira!
Él, cabizbajo y resollando, agotado
después de casi hora y media andando doblado, levantó la vista con urgencia,
dudando si soltarla y echar mano a la pistola en su cintura. No podía ser, era
demasiado pronto…
No tardó en comprobar que se refería a un
camino de tierra sembrado de grava, a unos veinticinco metros. Otra casa de
campo, una planta, aspecto caro. Un muro de ladrillo con cipreses por dentro.
Puerta automática pintada de color canela. Y, el detalle más importante, estaba
abierta.
—Venga, a ver si por fin tenemos suerte.
—Espera. —Ella lo apartó con delicadeza,
apoyándose en el palo de fregona. Bajó el desnivel, empezando sola el
trayecto—. Así tardemos menos. Si tengo problemas, ya te digo.
Pedro asintió maravillado, como si hubiese
visto a un ciego recobrar la vista.
—¡Vamos! ¿A qué esperas? No tenemos todo
el día.
A aquello no necesitaba asentir,
limitándose a seguirla.
Bajaron por Poeta Garcilaso a tercera,
alejándose lo más posible del Tossal. Preferían arriesgarse a lo que estuviese
matando la ciudad. Se metieron en la avenida de Soto Ameno y, al ver lo que
cubría un paso de cebra, doblaron por Cardenal Beluga, entrando en calles y
girando esquinas a una velocidad imposible.
—Hoy es un mal día… para los de movilidad.
—Ella intentó arrancarle una risa, como gesto de gratitud. Entendió que no lo
hizo por la pésima calidad del chiste—. ¿Por cierto, adónde vas?
—A mi casa. En Luceros. A ver…
—¡Cuidado!
Pedro realizó un quiebro, esquivando por
poco, precisamente, a un coche de policía que no corría precisamente. Así
pudieron ver que no debían seguir por esa calle.
—Gira —se limitó a decir ella.
—Es dirección prohibida. —Y obedeció, no
con reproche sino resignado.
No importó, estaba vacía. Ella movía
frenéticamente los ojos a un lado y a otro, no fuesen a recibir la embestida de
otro conductor desesperado o a atropellar a alguien.
Aquello le erizó la espina dorsal. No
había tenido ocasión de ver la calle, de fijarse en la gente…
Un movimiento de delante le llamó la
atención.
—Dobla ahora —ordenó, sus ojos dilatados
al ver qué era.
—Así nos alej…
—¡Hazlo!
Él no la cuestionó, sabía que había visto
algo que se le había escapado.
Y lo peor fue que, mientras el coche
giraba, siguió viéndola, la secuencia completa.
Una figura pequeña corría hacia la
esquina; un niño de cuatro o cinco años, de brazos estirados y rostro deformado
por las lágrimas.
Mientras el Ford se apartaba, vieron una
sombra perseguirle, seguida de una mano delgada con dedos largos de mono.
Agarró al niño por la espalda y tiró de él, arrancándole la ropa. El niño cayó
y la mano aprovechó para levantarlo por la cabeza. Hacia la boca. A los dientes
de tiburón.
Ella cerró los ojos, pero las ventanas
subidas y el motor a toda mecha no acallaron el sonido del pequeño cuerpo siendo
triturado.
Una lágrima escapó de sus ojos cerrados,
el único error de verdad cometido hasta el momento: privar a Pedro de su
segundo par de ojos.
Pensó que habían explotado cuando dieron
contra el Audi. Parachoques y faros desprendidos, capós abiertos, motores
seguramente inutilizados, y el consejo de seguridad vial la salvó de partirse
el cráneo.
—¿Estás bien? —Pedro se frotaba la frente
mientras preguntaba.
Ella sólo consiguió asentir, no sabía si
la vio. Era más importante el estado de sus coaccidentados.
Algo oscuro se había subido al techo rojo
del Audi; un brazo largo y delgado hasta lo ridículo se metió por el parabrisas
roto, sacando al conductor. Lo único que le llamó la atención de él fue un
reguero de sangre que le bajaba por la sien.
Sujetándolo como a un bocadillo, le
aplastó la cabeza de un mordisco, masticándola sin cerrar la boca.
—Oh, Dios… —Pedro se quitó el cinturón y
bajó dando un traspiés; parecía que iba a vomitar, pero salió corriendo.
Le siguió, incapaz de seguir sola,
dándose cuenta de que él no empezó a acelerar hasta que la vio seguirle. Atravesaron
las aceras desiertas, perseguidos por una algarabía de gritos, coches
derrapando, petardazos ocasionales (¿disparos?), hasta que los alaridos les
tomaron la delantera frente a una esquina; gritos seguidos por carne y huesos siendo
machacados.
—Ahí.
—Pedro señaló a un local, una minúscula tienda de ultramarinos.
Entraron juntos, estaba vacía. Las luces
apagadas, los estantes ordenados. Junto al mostrador patricia vio una puerta;
un servicio o un almacén. Al girar el pomo vieron que estaba abierta. Las cajas
de cartón les sacaron de dudas. Y lo mejor, aunque tenían poco espacio, tenía
cierre interior.
—Espero que baste —dijo Pedro, volviéndose
hacia ella. Por un momento, esperó un abrazo.
—¿Y… —tiritaba; el sudor se enfriaba sobre
su pobre ropa—… ahora qué hacemos?
—Esperar. —Lo dijo con el cuello y los
hombros bajos—. O la poli o el ejército nos salvan o… nos hinchamos de chuches
hasta que me cancelen la suscripción al gym.
Ella intentó reír. ¿Era un chiste y
hacerla reaccionar su intención?
—Por cierto… creo que no me has dicho tu
nombre.
Lo miró extrañada. Se habían presentado…
—Ah… es verdad.
Fue entonces cuando su mundo cambió sin
retorno. Su breve carrera en el porno murió con Susa Goldlips. Tenía que ser
Patricia Guillén; alguien real, para sobrevivir en el mundo real como una presa
que, al contrario que la mayoría, sabía qué haría con ella su cazador si la
atrapaba.
Como casa de campo típica, no tenía garaje
(ni coches en el patio) y las ventanas tenían rejas. La única forma de entrar
era la puerta, suponiendo que estuviese abierta.
Pedro llamó al timbre, manteniendo la mano
derecha a su espalda. Al tercer intentó, llamó a la puerta pistola en mano. De
ahí se sacó del bolsillo el carnet plastificado que usaba de ganzúa.
La puerta se abrió sin problemas.
—Muy bien. —Patricia simuló un aplauso,
reconociendo su habilidad—. A ver cómo es la kelly.
Atravesó palo en mano un corto recibidor,
girando a la izquierda. Tras ella, Pedro cerró la puerta y pulsó un
interruptor.
—Sin luz. Bueno, todo ventajas no iban a
ser…
El buen humor, fruto del triunfo, se
perdió. Algo iba mal, lo intuía por el silencio de Patricia.
—Mientras sea seguro…
Al pasar por su lado, comprobó que no era
así. Por eso estaba tan callada.
A la luz crepuscular, el salón se veía
sucio. La alfombra, el sofá y la pared sobre él, estropeando un cuadro de un
mortero junto a un frutero. Cinco charcos secos de sangre, señal inequívoca de
que se habían dado un banquete.
El tiempo pasó despacio, con ella
acurrucada en una esquina intentando conservar su calor y él junto a la puerta,
intentando hablar por teléfono. Sin respuestas.
—¿A quién llamas?
—A mis padres —Y añadió—: Y a mi novia.
Arqueó una ceja, sin poder evitarlo.
—¿Tienes novia?
Pedro la miró lánguidamente.
—De algo hay que vivir —respondió con
sequedad—. Antes era fontanero, pero… Mi jefe quebró y me puso en la calle.
—Menudo cambio. —Patricia negó con la
cabeza.
—Sí, bueno. —Se rió—. Un amigo conocía a
gente y, bueno… Opinaron que valía para desatascar algo más que desagües.
Patricia fingió que le había cogido la
gracia, segura de que era algo que contaba a sus colegas en una barra.
—¿Y no… —Se incorporó, cambiando de
postura—… pensasteis…? Ya sabes, ella…
Emitió un bufido, que sonó a botella
destapada.
—No. Le da… vergüenza que la gente la vea.
Es muy tímida.
—Ya… —Patricia se ruborizó por un momento.
Pedro se rindió con el teléfono.
—¿Y tú? —Sonrió con picardía—. ¿Qué te
hizo meterte en el mundillo?
¿Cómo? Fácil: muchas pequeñas cosas. El no
encontrar trabajo y la represión pasada en un colegio de monjas la animaron,
con veinte años, a presentarse a un casting. Sus primeras relaciones le habían
demostrado que el sexo podía disfrutarse al margen de con quien se practicase. Y
si le gustaba, y estaba dispuesta a no ser muy exigente, ¿por qué no cobrar por
practicarlo?
Nerviosa, pensando que quedaría reducido a una anécdota, encontró
cómo pagar las facturas. Era un trabajo fácil: cerrar los ojos y gemir,
retirándose a sus pensamientos. No todo era como pensaba. Aunque en aquella
profesión la mayoría de profesionales tenían grandes herramientas, eso no
implicaba habilidad usándolas.
Como fuere, la charla se llevó el tiempo.
Oyeron otros ruidos en la calle. Pasos
en hilera. Altavoces llamando a la gente.
Pedro abrió la puerta.
Fuera parecía que se hubiese librado una
batalla campal. Los edificios estaban enteros pero había escaparates rotos,
coches en llamas y contenedores volcados. Y lo peor: en las aceras, en la
calzada, los interiores, los rellanos, charcos coagulados como flores
aplastadas de mil pétalos.
Un
agente de la guardia urbana con un equipo de megafonía solicitaba a quien lo
oyese que acudiese. Pronto se reunieron unos cuantos cientos, todos asustados y
queriendo saber.
—Van a ser trasladados, por su seguridad
—se limitó a decirles.
Llegaron los autobuses; la línea roja al
completo convertida en transporte para refugiados. A ellos les tocó un 03 que,
en vez de a Colonia Requena, les llevó hasta el Rico Pérez.
—Esto es provisional —les dijeron al
bajar.
Tuvieron que firmar al pasar. Como iban
juntos, el encargado les miró como si fuesen pareja.
La visión del campo de fútbol era
catastrófica: el césped estaba cubierto de tiendas de campaña y puestos de la
Cruz Roja, donde los heridos eran atendidos entre gritos de dolor. Los dos
fueron escoltados por un policía a través de pasillos delimitados por cuerdas,
hasta una tienda enorme. Desde allí, pudieron ver que las gradas estaban
ocupadas por soldados y policías armados. La impresión era de encontrarse en
una cárcel. Al menos, le dieron a Patricia ropa seca (y más adecuada) que su
modelo, aunque de momento debía olvidarse de la ropa interior.
Había luz en el techo de lona. Una docena
de catres ocupaba los laterales, dejando un hueco con un televisor. Tres
hombres, cuatro mujeres y tres niños, suponían que sus compañeros de
cautiverio, escuchaban atentamente un noticiario, donde una locutora rubia
rodeada de soldados susurraba frente a un fondo en llamas.
—¿Se le puede dar más volumen?
—Está a tope —dijo un hombre delgado y
moreno, mientras otro negaba.
—Total, para lo que dicen… —Un hombre alto
y fornido de pelo cano, bigote y gafas, se apartó brazos en jarra—. Sólo que ha
pasado lo mismo en todo el mundo. Londres, París, Pekín, Moscú…
—También en Barcelona y Bilbao… —añadió
una mujer que rodeaba a un chico con sus brazos.
—¿Y… qué ha pasado exactamente?
Patricia se arrepintió de su pregunta al
darse cuenta de cómo la miraban. Debían pensar que era estúpida. Sin embargo, a
los pocos segundos, comprendió que se sentían como ella.
—Eso intentamos saber —dijo otro hombre,
seguramente una indirecta para que se callasen.
—Los monstruos —dijo entonces una niña
morena de mirada perdida—. Vinieron y… se fueron.
Salieron más tarde para recibir una charla
sobre su estancia allí. Una vez la situación se normalizara podrían volverla
sus hogares; de hecho, tenían plena libertad para recorrer la instalaciones
mientras no estorbasen. Pero la sensación de encierro era la misma.
Los grupos se formaban, charlando sobre la
biblia (un tío sin alzacuellos pero con pinta de cura empezó a despotricar
sobre el fin de los tiempos), cómo habían llegado allí o lo que había pasado.
Como pasa con los fenómenos extraños, todos sabían algo y nadie sabía nada. Eso
sí, no les faltaron teorías.
—Son demonios, evidentemente —dijo un
septuagenario del grupo de oración—. No tendrán tridente, cuernos, ni patas de
cabra, pero vienen a destruirnos. Ahora deben haber vuelto al infierno… hasta
que Lucifer los vuelva a soltar.
—No tengo ni idea —opinó un chico con
gafas y melena larga—. Aunque, por cómo han desaparecido, igual pueden moverse
entre dimensiones.
—Extraterrestres, de esos de las
películas. Pero sin naves —opinó una mujer madura.
—Qué se yo… un experimento. Una especie de
mutantes —opinó una chica joven.
En alguna parte, la Biblia, creían, decía
que los niños decían la verdad. Por eso, la suya debió ser la única aplicación
que daba unánimemente en el clavo.
—Son monstruos. Y han venido a comernos.
Con eso bastaba. Era verdad.
El día pasó despacio, con comida incluida
a las dos y media. Caldo de pollo y pan. Pedro pasó de la preocupación a la
depresión, consciente de lo que seguramente había sido de sus padres y su
novia. No era para menos; se hablaba de casi cien mil víctimas sólo en Alicante.
Casi un tercio de la ciudad, devorado por los monstruos peludos y delgados.
—Igual… al final están bien —intentó
animarle Patricia—. Con este desorden no se sabe nada…
—¿Y tú? —La miró con cierta severidad,
pero sin reprenderla—. Te veo muy tranquila. ¿No tienes a nadie… que te
importe?
¿Lo tenía? Sus abuelos murieron antes de
que ella viviera; su padre les hacía compañía desde los ocho años. Su madre
había sido ingresada en una residencia donde chocheaba de Alzheimer, y no se
hablaba con sus hermanas mayores y sus familias. ¿Un factor más para entrar en
aquella profesión? No tenía en realidad familia que pudiese avergonzarse de
ella… Más, al menos.
¿Y novio? Los tres últimos eran unos
cerdos; sus relaciones no fueron muy distintas de lo que hacía en los sets de
rodaje. Allí, al menos, le pagaban bien, y sin llamarla puta.
—No. No, no hay nadie.
Por un momento se sintió culpable; había
olvidado dos carpines dorados en una pecera de su salón. ¿La echarían de menos
antes de morirse de hambre?
Él siguió mirándola. Y la creyó. No
porque fuese sincera, sino porque era verdad. No quedaba espacio ni ganas para
inventar mentiras.
Pasaron la tarde dando vueltas por el
recinto, buscando una cara familiar. Un amigo, un excompañero de clase, el
dueño del bar de su barrio. Se mantuvieron juntos en todo momento, sabiendo
que, si no tenían suerte, al menos tendrían eso.
Para las siete estaban cansados de dar
vueltas, con la lengua reseca y necesitados de nuevos temas.
—¿Crees que podremos salir pronto? —quiso
saber ella.
—Ni idea. Habrá que ver si vuelven… y
cómo está todo fuera.
—¿Crees… que pueden volver? —La idea le
había atacado los nervios como una ducha fría.
Él se apresuró en ponerle una mano sobre
el hombro, quizás para calmarla.
—No sé. Ni se sabe lo que son ni cómo
llegaron. Lo único que hicieron fue comer…
Pedro pasó a ser quien perdió las ganas
de hablar.
—Y… —Patricia no sabía qué decir, pero
ahora temía tanto al silencio como al futuro—. ¿Seguirías con este trabajo al
salir?
Primero la miró como si hubiese dicho una
barbaridad; tras casi un minuto de silencio, por fin, torció la boca. Lo
quisiese o no, le había hecho gracia. Patricia le imitó.
Entonces empezaron los disparos, tan de
repente que alguno miró al cielo pensando que eran petardos. ¿Celebrando qué,
la Santa Masacre?
Ella se apartó, chocando con Pedro.
—Tranquila. —Respiró al darse cuenta de
que le había apoyado las manos en los hombros. Ella lo ignoró, moviéndose
instintivamente hacia la salida por el circuito de pasillos, sin mirar al
acceso al campo. Y sin correr.
Sobre ellos, los centinelas miraban a un
lado y a otro, desconcertados. No era dentro, desde luego.
—¡Mirad!—Una mano señaló hacia las gradas,
seguida por ciento cincuenta mil pares de ojos.
Allí estaban, escalando la fachada con la
facilidad de niños subiendo a un tobogán. En segundos, uno tras otro, formaron
una cadena de cuerpos finos, peludos y negros con enormes bocas llenas de
dientes y lenguas que se relamían.
Los tiros empezaron dentro, abatiendo
pájaros imaginarios. Los invasores se dejaban caer, y no porque les hubiesen
herido; por más que les disparaban, ninguno sangraba. De hecho, iban a por los
guardianes.
Patricia sintió un empujón, que coincidió
con el estallido de gritos.
Ya
está, pensó. Voy a morir aplastada.
—Vamos, rápido.
Pedro se apartó, aunque siguió cogiéndole
la mano. Detrás, las tiendas escupían gente a la carrera. Al mismo tiempo, los
disparos paraban y algo más que la sangre de los defensores empezaba a caer
sobre el césped.
Llegaron a la barrera. Pedro la saltó
impulsándose con fuerza.
—Te ayudo.
No fue una petición. Tiró de Patricia
mientras subía a las vallas publicitarias, contra las que otros se aplastaban.
Alcanzaron el acceso en el mismo momento
en que dos de los colosos famélicos tomaban tierra. Por suerte, para entonces
no eran los únicos allí. Eso debió ser lo que les salvó.
—Ven, por la izquierda —se movió ella.
Pedro la siguió sin discutir. Nunca había
sido apasionada del fútbol y esa era la primera vez que pisaba el estadio.
Aunque sabía que la entrada estaba delante…
Se metió por un pasillo lateral; al fondo
había una puerta. El acceso para jugadores.
No le costó a Pedro entender el motivo del
desvío. Entre el ruido de pisadas y gritos de pánicos, se oían voces de dolor,
cuerpos cayendo al suelo y siendo pisoteados. Los supervivientes, acorralados,
se iban a matar entre ellos antes de que llegaran los monstruos.
Algunos, desgajados de la estampida,
tomaron el mismo desvío, ya fuese por pánico o con la misma idea que Patricia.
Era mejor no entretenerse.
Fuera, el horizonte se ponía naranja, y el
personal policial, militar y médico estaban muertos. Los restos de algunos, de
hecho, seguían desapareciendo en las mandíbulas de sus verdugos.
Pedro dudó, pero Patricia corrió.
—¡Espera! —No lo vio detrás suyo. Esperaba
que la siguiese.
Tal y como pensó, mientras comían no se
distraían. Cruzaron la valla abierta de par en par, a la carretera vacía. El
jeep con la puerta del copiloto abierta parecía esperarles.
Pedro la rebasó, haciéndola dar un
respingo. No sabía si era él.
—Tiene las llaves —dijo, bordeándolo por
delante—. ¡Vamos, sube!
En realidad, se decidió a subir al oír lo
de las llaves. Se abrochaba el cinturón mientras Pedro encendía el motor.
Se alejaron en paz, sin que Patricia
evitase imitar a la mujer de Lot.
Un temblor la sacudió de la cabeza a los
pies. Los refugiados habían roto su confinamiento. Algunos, al encontrarse a
las criaturas comiendo, frenaban en seco para ser arrollados y hacer caer a
otros. Ellas, sin embargo, repelaban el primer plato, antes de estirar sus
largos brazos hacia un segundo.
Tal y como pensó, apartando la mirada, lo
peor fue correr.
—Bien hecho —comentó Pedro, girando hacia
Gran Vía.
—El qué —Patricia no entendió al
principio.
—Meterte por el lado.
—Bueno… —Ella se rascó la nariz—. Pensé
que si tirábamos todos por el mismo camino…
—Y correr al salir —le dijo, como si fuese
lo más natural del mundo—. Parece… que cuando comen ya no se fijan en lo demás.
¿Lo has visto, antes en la calle, o…?
—No. —¿O era sí?—. Supongo… que ha sido
suerte.
—Ya… —Pedro aceleró—. Pues espero que
dure.
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