lunes, 17 de octubre de 2016

RELACIÓN PROFESIONAL - PARTE FINAL

—Bueno —Pedro se reunió con ella en el dormitorio del fondo, después de registrar toda la casa. Por los juguetes, peluches y posters de jugadores de fútbol de las paredes, tuvieron la mala suerte de elegir el de un niño—. Al menos hay agua, aunque, si hay caliente, no lo he comprobado.
     —Perfecto. —Intentó incorporarse, sentándose con la mandíbula apretada por el dolor—. Al menos asearnos un poco…
     Pedro asintió.
     —La despensa y los armarios están llenos. Supongo que somos los primeros en pasar por aquí… —Se pasó la mano por la nariz—. Eso sí: te advierto que el corte de luz ha apagado la nevera… desde hace un tiempo. Así que, si no soportas el olor…
     —Me conformaré con las latas. Aunque luego el dentista me mate. —Se pasó la mano sobre el labio superior.
     Él le rió el chiste. Ella le imitó.
     —¿Pasaremos aquí la noche?
     Pedro, parado en el umbral, miró al techo.
     —Sabemos que han estado aquí. No es seguro que vuelvan, pero… —Se encogió de hombros—. Lo que no creo es que nos dé tiempo de llegar a otro si…
     Dejó de hablar al ver a Patricia. Sin darse cuenta, le había recordado qué les retrasaba.
     —Voy a ver qué hay para cenar. Tú deberías darte una ducha.
     —Sí. A ver si salgo con piel de gallina… o te caliento el baño.
     Él rió, retirándose por el pasillo. Fuera, algo aterrizó en seco frente a la entrada. Pedro se detuvo.
     —Pedro… —Patricia trotó a la pata coja, moderando la voz al llegar al umbral, antes de ver los ojos aterrorizados de él—. ¿Qué ha sido eso?
     —No sé…—Mintió—. Vamos a esperar y…
     Había tenido el acierto de cerrar después de que pasaran. Ahora alguien llamaba. No sonó el timbre, ni golpecitos con los nudillos. Lo que oían era el sonido húmedo, deslizante, de dedos acariciando con dureza la madera. De las pocas veces que los habían visto de cerca, no habían podido ver si tenían uñas. Sin embargo, sí tenían en sus dedos yemas muy gordas.
     Pedro retrocedió de espaldas mientras Patricia volvía a la habitación, dejándole sitio. Entornó la puerta hasta cerrarla, haciendo el mínimo ruido posible mientras, tras él, Patricia barajaba sus opciones: un armario pequeño, una cama y una ventana enrejada. Un escondite apretado por cabeza (suponiendo que los pies no asomasen) y ninguna salida.
     —Vamos a esperar —murmuró él, agachándose tras la puerta—. Si no saben que estamos…
     No llegó a acabar la frase, interrumpido por el crujido de la puerta principal al ser derrumbada. Le siguieron varios impactos en torno a la casa.
     —Pedro…
     Se levantó, poniéndose junto a Patricia. Le había llamado sin miedo ni pánico, sólo con resignación.
     Tras la ventana, casi engullido por la luz del sol en declive, un cuerpo delgadísimo de más de tres metros, apoyaba sus manos (parecidas a las de un mono y capaces de abarcar una cabeza) sobre la reja. Una cabeza redonda y arrugada de color oscuro (en la que ahora vieron dos pequeños puntos rojos que debían ser los ojos) se inclinaba para verles mejor.
     Pedro se volvió hacia la cama, tirando de ella con fuerza hasta colocarla contra la puerta. Justo a tiempo. Un violento golpe la sacudió, haciendo temblar el mueble.
     El hombre buscó a su alrededor más cosas para apuntalar la entrada. Fue hacia el armario cuando Patricia le puso una mano en el hombro.
     —Pedro.
     No hacía falta decir más. Encerrados y acorralados. No tenían salida.
    
     Aunque se dijese que la realidad supera a la ficción, Patricia lo reconocía, en ese caso todas las películas, libros de zombis y videojuegos apocalípticos tenían razón: la forma de la gente de afrontar la caída de la sociedad seguía siempre el mismo patrón.
     Primero te pegas al primero o a los pocos que encuentras por necesidad de protección; de más ojos que vean, de habilidades que no tienes, de simple compañía. Luego, cuando el grupo es lo bastante grande para saberse de memoria los nombres de sus componentes, se vuelve hermético: surge la desconfianza hacia los demás, los posibles nuevos candidatos son mirados con lupa y la gente en general con recelo. Luego, si la comida escasea, surge la hostilidad: si no eres de nosotros, vas contra nosotros. De ahí, se pasa al pillaje. Y de la carroña, es cuestión de tiempo llegar al canibalismo: si alguien debe ser el último, haré lo que sea por serlo.
     No llegaron muy lejos; las carreteras estaban colapsadas por coches abandonados, gente que corría… y los que la hacían correr. Tras serpentear por varios callejones, con suerte (los monstruos que encontraron estaban ocupados comiendo), llegaron a un supermercado. Corrieron al fondo, a las oficinas, donde comprobaron, pistola en cara, que no eran los primeros en llegar.
     —Por favor…
     No hizo falta más; al ver que sólo querían esconderse, les hicieron hueco.
     Esa misma noche se formó su grupo, con su líder. Se llamaba Juan. Debió haber sido policía, o soldado, o algo así, aunque iba de paisano. Y, por suerte para todos, mandaba por algo más que ser el único con pistola. Don Manuel ya tenía sus años, pero se conservaba lúcido, y demostraba lo en forma que estaba cuando había que correr.  Germán tenía una hija de tres años, Nora, a la que cuidaba como oro en paño (luego sabrían que su mujer y otro hijo fueron devorados esa mañana). A Paula le encantaba lucirse delante de Pedro; Patricia pensaba que intentando darle celos adrede, al creer que eran novios. José no hablaba mucho y tenía pinta de duro; a Patricia le recordaba a Pedro con aire macarra. También estaban Mario y Carla, pero los perdieron al día siguiente. Fueron sus únicas bajas.
     La primera pregunta, por supuesto, ¿qué hacer? ¿Esconderse, luchar… o huir?
     —Deberíamos ir hacia las montañas, lejos de la gente. Me da… que les atraen los sitios con gente.
     —¿Y adónde, al castillo de Santa Bárbara? —Patricia no estaba muy entusiasmada con la idea, recordando desde dónde vio caer el mundo.
     —No. —Juan negó con la cabeza—. He pensado ir hacia el Maigmó, a Ibi o Castalla, pasando San Vicente.
     Manuel y Germán se quejaron. Estaba muy lejos. Pero siguieron juntos.
     Era una paz desagradable. Caminaban de día cuando estaban seguros de que se habían ido, rebuscando juntos en las tiendas o, si tenían suerte, en los apartamentos por los que pasaban. Pronto, sin embargo, asociaron el entusiasmo de una puerta abierta con la decepción de un interior vaciado. En ese aspecto, José demostró tener tacto con las puertas.
     —Si no está cerrada con llave, basta una cartulina dura…
     Al tercer día pudieron llegar hasta Ciudad Jardín en un autobús. En su camino vieron a otras personas, nunca en la calle ni en grupos, sino mirándoles desde las ventanas, callados y deseando que pasaran de largo, como si participaran en una marcha cuya ideología no compartían. Ellos fingían ignorarles; si se acercaban mucho a sus ventanas podía lloverles una botella. O asomar un arma.
     La marcha se redujo, como los hogares vacíos. Al cumplirse la semana, sólo les quedaban un par de latas, motivo de sobra para una acalorada discusión.
     —Mi hija tiene que comer.
     —No lo digas como si fuese más que los otros.
     La discusión provocó que Paula decidiese que le iría mejor por libre. Esa misma tarde se reaprovisionaron en una casa, pero la desintegración del grupo había empezado.
     Al día siguiente llegaron a un centro comercial de San Vicente. La colección de restaurantes con despensas en marcha y gruesos cierres fue demasiado para Germán.
     —Nos quedaremos aquí —zanjó— hasta que todo pase. Vosotros llevaos lo que necesitéis.
     No tuvieron que discutir; padre e hija tenían de sobra para no pasar hambre en años.
     Don Manuel les dejó a la altura de la universidad.
     —Tenía familia… Una hermana con su hija… Están al otro lado. Quiero ver si están bien.
     —Podemos seguir juntos y pasar…
     —No hace falta —cortó a Juan—. No hace falta que os desviéis todos.
     En la siguiente rotonda encontraron la moto. Tenía gasolina y José se encargó (con detalle) de hacerle un puente. Transporte asegurado para dos.
     —Es mejor que la uséis vosotros —Juan se la cedió a Pedro y Patricia. José no dijo nada. Se despidieron con afecto y se alejaron sin mirar atrás. Nadie quería pensar que les dejaban ir para librarse de ellos.
     En realidad, por coches abandonados (con y sin llaves) no había problema, pero Juan prefería andar: si aparecían, pasaban de ser vehículos a fiambreras con ruedas.
     En cambio, lo que les deparaba no era para nada mejor: una travesía hacia lo desconocido, ahora totalmente solos.
     Viajaban bien pero despacio; era mejor comprobar cada armario, aprovechar cada refugio. Habían aprendido cómo funcionaba el enemigo: después de cada aparición, se retiraban como llegaban  (adonde y a qué, no tenían ni idea), volviendo al cabo de seis horas, siete, diez… El tiempo podía variar, pero solía ser por la mañana y casi de noche. Sin embargo, nunca aparecían directamente donde estaban sus presas, rastreándolas por las calles y en las casas con su olfato o sexto sentido. Así Pedro y Patricia aprendieron que, si se escondían por la noche, seguramente les aparecerían en la puerta del apartamento o el local, acorralándoles. Era mejor estar en la calle cuando daban señales de vida (no eran muy discretos, anunciándose con pequeños actos de vandalismo) y correr a esconderse. Si tenían suerte, a veces pasaban la noche de un tirón o, si se acercaban demasiado, podían ir hasta una salida trasera para jugar un poco al pilla-pilla. Tarde o temprano se iban, dejándoles el resto de la noche para descansar.
     Por el día, en cambio, aprovechaban las continuas paradas para buscar víveres y lavarse un poco. Por suerte, el Apocalipsis era lo bastante reciente para que los calentadores siguiesen funcionando.
     A los tres días de conseguir la moto, siguiendo una avenida paralela al núcleo urbano, encontraron una comisaría. Que la puerta estuviese bloqueada por gruesos muebles revivió esperanzas.
     —¡Eh! ¿Hay alguien ahí dentro? ¡Necesitamos…!
     Una ventana se abrió en un costado del edificio. A modo de bienvenida, se asomó una escopeta.
     —¡Seguid! —gritó una voz—. Aquí ya somos muchos y tenemos poco. Además, no pensamos abrir la puerta.
     —Vamos hacia arriba, al…
     Aquellos cobardes, fuesen policías o civiles, al menos, tuvieron un detalle. El arma se retiró antes de que algo negro volase por la ventana hasta pararse a sus pies. Una pistola. Cargada.
     —Quedaos eso. No creo que os sirva de mucho. Pero… a nosotros nos sobran. Y no se comen…
     —Gracias —Se la pasó a Patricia, que se la encajó en la cintura—. Que tengan suerte.
     —Igualmente. Os va a hacer falta —entendieron, antes de que el motor arrastrase sus voces.
     A los dos días pasaron a una carretera que se hizo interminable. Las casas estaban cerradas, como algún mesón, y las docenas de coches abandonados no mejoraban las cosas. La solución, subirse a un carril bici a su derecha, facilitando el viaje hasta llegar a un coche que lo atravesaba.
     Pasada una gasolinera, saqueada hasta las entrañas, giraron a la derecha en una rotonda, aparcando frente a una tienda minúscula entre un bar y un lavadero de coches.
     Cuando el motor paró, un rugido les golpeó desde el cielo.
     —¡La…! Pobrecito.
     Del miedo a la compasión. En un balcón en una casa anexa, un perrazo enorme, en otro tiempo temible, les ladraba paranoico; la piel reducida a un pellejo sobre costillas. Abandonado por todos, debía morirse de hambre desde hacía mucho tiempo.
     —No… no deberíamos dejarlo así —Patricia se volvió hacia Pedro.
     —Tranquila. Antes de irnos, podemos intentar soltarlo.
     No hubo muchas sorpresas en la tienda. La luz se había estropeado, las moscas se cebaban con lo que quedaba en la carnicería, los vegetales mustían en sus cajones. A la derecha, como era de esperar, las conservas y cereales habían sido retirados a conciencia, aunque todavía quedaba alguna lata que había rodado por el suelo. Mientras, el perro seguía recordándoles que estaba vivo.
     —Vamos a… ¡Mierda! —Después de agacharse para coger una lata (de ensalada murciana, le pareció a Patricia), Pedro la soltó, devolviéndola al suelo bruscamente.
     —¿Qué, qué le…?
     Le bastó un vistazo para entender, gruñendo con asco. Su primera caída la había perforado. A su alrededor, pequeños y gruesos gusanos blancos pululaban a ciegas.
     Fuera, el perro se calló al fin. El silencio era absoluto. Le siguió un golpe atenuado.
     Pedro se volvió, llevándose una mano a la espalda.
     —Ahí. —Patricia señaló a una puerta detrás del mostrador de la carne, dirigiéndose hacia ella con Pedro detrás.
     Estaba abierta, aunque no contaban con que algo (luego verían que un cubo) rodaría hasta sus pies, haciéndola tropezar y darse en el pie contra el marco de la puerta.
      —¡Ah!
     Pedro fue rápido tirando de ella al interior, cerrando la puerta y tapándole la boca con la mano. Sabía que le dolía; él jugaba de niño al fútbol. Pero ahora tocaba callarse.
     El tiempo pasó y nada. Al intentar moverse, Patricia comprobó que se había hecho un esguince. El palo, compañero del culpable del desastre, pagaría su culpa haciéndole de bastón.
     Fuera, comprobaron que el ruido era una caja de cartón que se arrastraba sobre el asfalto, movida irregularmente por la brisa. Pero del perro prisionero, no volvieron a saber.

     Pedro gruñó, apretando el puño mientras miraba a su alrededor, cada vez más fuera de sí.
     —Pedro, déjalo. Déjalo… —Patricia no necesitó ponerse nerviosa para calmarle—. Se acabó…
     Él bajó la vista y los hombros; parecía que iba a caer al suelo y ponerse a llorar.
     —Perdona —masculló, sin mirarla.
     —¿Por qué?
     Él se apartó un momento.
    ­­—Por meternos aquí y… no poder hacer nada…
     Ella le acarició la barbilla y la mejilla derechas con el dorso de la mano.
     —No digas tonterías. Hemos hecho lo que hemos podido. Tú y yo... Ahí fuera sería igual.
     Él asintió, todavía sin mirarla. Ella le acercó la cara al cuello, contrayéndolo con su aliento. Él se rio espasmódicamente.
     —¿Te pasa algo? —preguntó ella.
     —No, nada —volvió a reírse, hasta el punto de taparse la boca para parar—. ¿Sabes? Empezabas a gustarme. No sé si vale la pena decirlo, pero pensaba que si…
     Ella volvió a cerrarle la boca con un beso. Pedro se centró en ella, sorprendido, notando su pulso desviarse del pánico. Cuando le soltó, no hizo falta preguntarle ¿Por qué?
     —Sé lo que sientes. Debe haber sido por estar juntos este tiempo. Nos hemos cogido cariño.
     Él volvió a reírse, mientras ella le abrazaba. Tras Pedro, la puerta se desprendía de sus goznes; tras Patricia la pared se agrietaba en torno a la reja.
     Pedro empezó a perder la risa, al notar las manos de Patricia bajar por su espalda.
     —Oye, ¿qué…?
     De forma refleja, se llevó las manos a la cadera. Patricia había empezado a levantarle la camiseta hacia arriba. Cuando la interrumpió, con un movimiento de magia, le abrió los vaqueros.
     —¿Te…? —No pudo evitarlo, sólo pensarlo era gracioso—. ¿Te parece momento para eso?
     —No —respondió tajante, mirándole a los ojos—. Me parece el único momento. Ahora o nunca.
     Le arrimó los labios a la barbilla, en la que se había formado un cepillo descuidado y castaño, besándola primero con delicadeza y lamiéndola después.
     —Además, creo… que prefiero morir contenta, contigo… Olvidándome de todo esto.
     Pedro dudó sólo un instante. Era verdad y, desde luego, mejor que quedarse esperándolos.
     Se besaron, ignorando el sabor agrio de una última y lejana limpieza de dientes. Se separaron, dejándose espacio suficiente para desnudarse deprisa, echando al suelo su ropa arrugada y cubierta de tierra, revelando dos cuerpos sucios y cansados, distintos de los que quedaron para consumar ese mismo acto en el parque Tossal. Aun así, sin haberse visto desnudos antes, lo que vieron les encantó.
     Tal y como Patricia imaginaba, Pedro lucía su fuerza sobre su cuerpo. Ella, por su parte, ostentaba pechos generosos sin ser exagerados, con pezones pequeños, formando un reloj de arena sobre sus caderas. En cambio, eran muy distintos en cuestión de tatuajes: él no tenía ninguno, mientras que ella tenía un signo de la paz en el antebrazo derecho, un corazón en el izquierdo y una pequeña mariposa rosa por debajo del ombligo. También tenía un ramificado diseño tribal en la cadera y una rosa trepándole por la espalda, aunque no creía que esos llegase a verlos. También se apreciaba el paso del tiempo sobre el depilado de ambos, especialmente en la zona genital.
     La cama trotó, el crujido de la reja atravesó la pared. Se quedaban sin tiempo para perderlo.
     Ella se inclinó de rodillas, agarrándole el miembro entre las manos, comprobando que le habían operado de fimosis. Su lengua actuó por encima, antes de rodearlo con la boca un par de veces, mientras él le rodeaba instintivamente la cabeza con las manos.
     Luego Patricia se tumbó de espaldas, cediéndole el turno. Fue igual de rápido entre sus piernas, aunque su lengua fue delicada, recorriendo los labios de ella antes de empezar a subir hasta su cuello, haciéndola temblar. Hizo una sola parada en los pechos, trazando círculos en torno a sus pezones hasta que sintió que se endurecían. Volvieron a besarse. Y llegó la penetración, sin las nimiedades profesionales de tomar precauciones. Se limitó a separarle las piernas, orientar su glande y empujar.
     Patricia contuvo un gemido, cerrando los ojos y apretando los dientes. Pedro le aplicaba un suave movimiento de vaivén, adelante y atrás como un metrónomo, suspendido sobre ella con sus brazos, sintiendo su placer, su miembro hinchándose mientras Patricia estrangulaba su cadera con las piernas, arañándole las nalgas y la espalda con las uñas, empujándole cada vez un poco más adentro.
     Lo más terrible era que consiguió lo que se propuso: se habían olvidado de todo; de que estaban atrapados y a punto de morir a manos de dos engendros que se abrían paso hacia ellos en aquel momento. Ahora sólo existían los dos, el uno para el otro, absorbidos por el vórtice del sexo.
     Se cambiaron; él se echó de espaldas y ella empezó a cabalgarle. Sus dos cuerpos no se separaron en ningún momento, unidos por el pequeño lazo en su base. Patricia iba cada vez más deprisa, sintiendo sus nervios avivados por la llegada del orgasmo, mientras Pedro arqueaba su espalda contra el frío suelo como si fuese a partírsele.
     Finalmente, la cama embistió, el enrejado de la ventana fue arrancado y los intrusos les hicieron compañía. No les importó; ni siquiera se dieron cuenta.
     Llevados el uno por el otro, Pedro se incorporó, abrazándose a Patricia, que le imitó, apretándole tanto que le hizo sangrar. Él gritó, ella gritó, los dos gritaron. No de dolor, o miedo; sabían que estaban perdidos, pero no pensaban en eso. Simplemente, la fuerza de sus cuerpos les superaba.
     Abrazados, mantuvieron el compás de sus caderas, buscando protegerse, cubrirse, fortalecerse para lo que les esperaba. Ninguno miraba a los lados, a los depredadores que se acercaban con curiosidad a su cópula, arrimándose tanto que podían oler su alientos acres.
     Por fin, el orgasmo llegó. Pedro se liberó dentro de Patricia y un último grito, un alarido simultáneo, dejó sus cuerpos, llevándose sus almas.
     Los mordiscos también fueron simultáneos, aplastando y desgarrando desde el cuello a los hombros. No los sintieron. El fuego del sexo mitigó la frialdad de la sangre. No tenían energías para un segundo grito

     Al instante siguiente estaban muertos, sin dolor, miedo ni pesar. Sus sonrisas satisfechas, fijadas por la muerte, sólo las borraron las mismas mandíbulas que les mataron.

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