JUGANDO A LA RULETA RUSA - PARTE FINAL
—Señor —Winsper corrió a reunirse con Hammond.
—Hola, Ralph —le saludó el
aludido, sentado en su despacho—. ¿Traes noticias?
—Ajá.
Winsper sonreía de oreja a
oreja; parecía un payaso de fiesta infantil. Un adelanto lo bastante bueno para
que Hammond se muriese por oírlo.
—Sigue igual. Tiene buen
apetito, no tiene fiebre ni malestar y… —Tomó aire—. El recuento leucocitario es
normal. Los cultivos no han revelado crecimiento de la micobacteria.
Hammond asintió, esperando
oírlo todo aún más resumido.
—Y ya ha pasado… una
semana.
Hammond le despidió,
corriendo a ver a Toland. Algo así tenía que decirlo en persona.
Marquard, como venía siendo habitual esos días, no tuvo problemas para
aparcar el coche. Se colocó la mascarilla quirúrgica pico de pato y salió a un
día gris, vacío y silencioso.
Se encontraba en el
límite de la ciudad, lejos del centro, con sus patrullas de emergencia
sanitaria, sus dispensadores de alimentos y los centros de cuarentena. Sí, allí
también había coches haciendo la ronda esporádicamente y carteles en las
paredes, alertando a la gente, pero eran meramente presenciales.
¡CUIDA TU SALUD Y LA DE LOS
TUYOS! CUIDADO CON LO QUE RESPIRAS, CUIDADO CON LO QUE COMES, CUIDADO CON DÓNDE
VAS.
Marquard se rió, dándose
cuenta de que parecía el anuncio de un medicamento.
Y, si todo va según lo previsto, pronto lo será.
Se metió la mano en el
bolsillo, sintiendo el fino cilindro de metal parecido a un lápiz rodar entre
sus dedos. También comprobó, con alivio, que el tapón seguía sobre la afilada
punta.
La paciente infectada ha pasado ya nueve días sin manifestar la
forunculosis, recordó las palabras. Esta
vacuna puede ser efectiva, pero necesitamos comprobarlo, y para eso hacen falta
más pruebas.
Marquard se caló bien la
gorra sobre la cabeza, caminando por la calle. A su alrededor, se alzaban
edificios grises en torno a un parque donde la hierba demasiado crecida
empezaba a secarse y los pájaros ocupaban los columpios y las barras, sin miedo
a que sus antiguos ocupantes se pasasen a molestarles.
Siguiendo adelante, los
coches aparcados tenían más polvo, los contenedores más basura acumulada y los
edificios, además de más despintados, tenían las ventanas más bajadas. No muy
lejos se pasaba bajo el puente de una autopista, donde antes los mendigos se
reunían para pasar la noche y los días de lluvia. Si había un sitio donde
encontrar lo que buscaba, sería allí.
La autopista estaba tan
callada como el resto de la ciudad, libre por fin del tráfico. Entre los altos
pilares de cemento, el olor a orines viejos era tan fuerte que Marquard tuvo
que arrugar la nariz. Aún quedaban restos de la presencia humana, como las
casetas improvisadas con cartones húmedos, o un carrito de la compra volcado,
pero no se veía a nadie; como en ningún sitio.
Vamos, rumió, mientras se repetía mentalmente el pedido que le
habían realizado.
—Quien sea. Un vagabundo,
alguien desorientado, un niño perdido, lo que sea. En estos días mucha gente ha
perdido a toda su familia, y no tendrá a nadie que los eche de menos.
Recordó entonces su
pregunta
—¿Quiere decir… alguien al
azar?
Marquard se estremeció al
revivir cómo le miró, como si fuese idiota, antes de añadir:
—Pues claro. Como si les
hubiese tocado la lotería —concluyó, con una sonrisa.
Él se ahorró replicar que,
más bien, se parecía a ese juego en que se iba disparando uno mismo a la cabeza
con un revólver cargado con una sola bala en el tambor.
Marquard se acercó a los
cartones, debajo de un pilar. Se fijó en una amplia mancha pálida, medio
enterrada por ellos.
Se apartó, conteniendo la
respiración. Podía ser muchas cosas; resto de vómito por comer algo en mal
estado, probablemente. O mugre acumulada, después de mucho tiempo.
Ni lo pienses, no puede ser eso. Además, es muy viejo. No te va a…
Marquard se tensó;
acababa, por fin, de oír algo. Estaba en la pared oriental del puente, donde
habían excavado una apertura rectangular en el cemento; seguramente una
conducción para el agua de lluvia. Lo dedujo por el rastro de humedad que
conservaba a su alrededor
Será una rata, o alguien asustado escondiéndose.
Fue allí con la mano
derecha en el bolsillo, viendo también sobresalir del suelo los restos oxidados
de barrotes, demostrando que, en su momento, estaba sellado.
Ahora tenía algo dentro.
Marquard llegó hasta la
entrada, lamentando no llevar una linterna y haber dejado de fumar a la semana
de iniciarse la pandemia.
Qué momento para empezar a
cuidarme.
Se inclinó, mirando a la
negrura. Oyó algo gemir, lanzando un suspiro muy apagado desde el fondo de la
apertura, que olía a hojas podridas. Luego algo se arrastró, sonando como una
mano al rozar una pared.
¿Debería saludar, decir hola?
Silbó, confiando en que
bastase para sacar al refugiado de su escondite. En respuesta, el gemido
adquirió intensidad antes de parar, como reaccionando al sonido. Luego hubo
movimiento, y lo que Marquard oyó le convenció, definitivamente, de que debía
irse.
A él siempre le venía a la
cabeza, a la hora de describirlo, una vendimia: gente descalza metida en cubas,
aplastando uvas gruesas. Estallidos húmedos causado por los pies al pisar,
aplastados bajo su propio peso.
Marquard retrocedió,
dejando atrás un pilar y saliendo de debajo del puente; de vuelta al aire libre
y a la luz grisácea del día. Desde allí podía verlo estando seguro. Además, no
había tocado nada, y llevaba guantes de látex…
La etapa terminal de la
enfermedad. Medio ciegos y locos de dolor, justo antes de volverse incapaces de
moverse, empiezan a andar buscando un sitio fresco, en calma y apartado donde
morir.
Los estallidos se
acercaron aún más, interrumpiéndose al llegar al borde del umbral. La mano
salió, acabando su rastro lechoso empezado dentro del túnel.
Marquard ya los había
visto antes, pero seguían impresionándole. Los llamaban hombres—uva por su
aspecto de racimo pero, quizás, hombre—ojos se ajustase más a la fase terminal
del megaacné.
La bacteria crecía bajo la
piel, provocando que toda la grasa subcutánea (todo el mundo tenía al menos un
remanente, por más que las supermodelos insistiesen en matarse de hambre)
aflorase en forma de granos infectados de pus, al principio minúsculos como…
granos, pero que progresivamente adquirían el tamaño de manzanas, aunque se
parecían más a ojos muertos: globos blancos y lechosos. Estos cubrían al
enfermo de la cabeza a los pies, arrastrando el vello corporal y reventando al
moverse, dejando la piel expuesta. Así, si la deshidratación no los mataba, lo
haría una infección generalizada y más o menos rápida.
Y lo peor, peor que pensar
que podía acabarse como aquel engendro blanco y abultado que parecía buscarle
estirando las manos a ciegas, era que, aparte de no tener cura, nadie sabía cómo
se pillaba.
Marquard huyó de vuelta
al coche, pensando aliviado que al menos no podía perseguirle. En apenas dos
minutos había alcanzado el pasillo de edificios grises, el parque y la calle
donde le esperaba su Porsche.
Fue a casi veinte metros
del parque, cuando sus pasos dejaron de sonar como latigazos contra el asfalto
por el cansancio, que se dio cuenta. No estaba solo en la calle.
A su derecha, una puerta se
había abierto. Alguien salía a la calle.
La desnudez y el sonido de
sus pasos volvieron a ponerle en alerta.
Marquard supuso que era
una mujer por los restos de lo que debió ser una larga melena negra, colgando
en forma de hilos entre los gruesos furúnculos del cráneo. En su cara se abrió
una apertura de la que rezumó el pus, separando lo bastante los labios para
gemir lastimeramente.
Marquard, paralizado y
pálido, no volvió a correr hasta ver lo que asomaba entre sus brazos, medio
tapado por una sabana apelmazada que colgaba entre sus dedos. A simple vista,
parecía otro puñado de forúnculos de la mujer—ojos, hasta que empezó a hacer
esfuerzos por gritar.
Ya no paró hasta estar
dentro del coche, sin importarle el calor asfixiante de dentro. No bajó la
ventanilla, ni se quitó la mascarilla. Agarró el volante con sus manos
sudorosas y bajó la frente, esperando a estar lo bastante repuesto para poder
conducir mientras escuchaba, intentando saber si se acercaban.
Luego de arrancar, se
metió la mano en el bolsillo y sacó la jeringuilla llena de calmante, dejándola
en el asiento del copiloto. Era mejor que no hubiesen accidentes.
—Dicen que Health
Enterprises ha desarrollado una posible vacuna funcional, así que no podemos
quedarnos atrás —oía su voz furiosa, luciendo con orgullo su bata blanca—. Es
ahora o nunca. Demuéstranos lo que vales, o desaparece. Ahora mismo, nadie es
imprescindible.
Marquard se estremeció
mientras analizaba mentalmente la frase; el mensaje que parecía quedar
implícito. Mientras hacía la marcha atrás, algo le dijo que le esperaba algo
más que una sanción profesional.
Toland miraba al exterior desde su despacho en la planta baja, con
Hammond detrás. Fuera era un día gris, sin sol ni sombras, con todo el mundo en
las calles, listos para escuchar por todo lo alto la buena nueva.
De un momento a otro, la
vacuna desarrollada y empaquetada por Health Enterprises saldría en su flota de
camiones para curar a todos; primero a la ciudad, luego a la nación y, por fin,
al mundo.
Los ojos de Toland resplandecían como
estrellas, dos soles individuales bajo las nubes, imaginando sus repercusiones.
Hammond miraba
continuamente hacia atrás con el móvil en la mano. El resto de la directiva,
los accionistas y de responsables de equipo tardarían en llegar para la
reunión. Chocarían las manos, contarían un par de chistes y se prepararían para
celebrarlo. Winsper también estaba invitado.
—Vic. —Toland se volvió
hacia él—. Recuérdame que le suba el sueldo a los de investigación.
—Se pondrán contentísimos
—señaló, mientras consultaba el teléfono.
—Y en cuanto al
desafortunado señor Clovis Kurts…
—¿Sí? —Levantó la vista en
el acto; el giro en la conversación lo había pillado desprevenido.
—¿Qué sabe… su familia? La
poca que le queda, al menos.
—Se sintió enfermo a la
entrada del trabajo, por lo que no se le permitió el acceso y se avisó a la
unidad médica de emergencia —repitió el discurso que había ensayado para la
ocasión—. De allí fue llevado a un centro de aislamiento, donde empezó la
hinchazón.
—¿Y si quisiesen ir a
verle?
—Si consiguiesen que les
dejasen pasar, aunque fuese para verlo por última vez, verían a un enfermo de
forunculosis masiva en estadio terminal. Un hombre-ojos irreconocible.
Toland asintió, conforme.
—Y respecto al susodicho
señor Kurts, que imagino esta…
—En la celda de
aislamiento de los laboratorios nivel 4 —terminó Hammond la frase.
—Exacto. ¿Qué le va a
pasar?
Hammond volvió a mirar su
móvil.
—Pues, en cuestión de
minutos… —estimó—. Será encontrado con la cabeza abierta contra el canto de la
puerta. Si fue un resbalón o un intento muy original de acabar con su vida
–después de quitarse las ligaduras de seguridad—, supongo que queda a la
imaginación de cada quien.
Toland se rió, satisfecho.
—Por los que se sacrifican,
dando su vida por la humanidad —inició un brindis, levantando una copa
imaginaria frente a Hammond.
—Por los mártires —le
imitó Hammond, brindando con él.
Justo entonces su móvil
empezó a sonar. Era Winsper.
—Hola, Ralph. ¿Qué pasa,
te has perdi…?
—¿Qué pasa?
Toland se quedó mirando a
Hammond mientras sujetaba el móvil. El financiero no hablaba, con la boca cada
vez más abierta y los ojos cada vez más temblorosos.
—¡¿Cuándo ha sido?!
—preguntó, casi histérico—. Vale, muchas gracias.
Colgó; aunque lo tenía
delante, buscó a su jefe con la mirada.
—Señor, ¿sabe a qué hora
salían los camiones?
—Es cuestión de minutos; en
estos momentos deberían… estar yendo ya a la…
Lo hizo de forma
automática, sin preguntar por qué y empujado por una fuerte sensación de
urgencia; cosas que no le gustaban nada, especialmente en ese momento.
Como ver la cara de Victor
ponerse blanca como la de un muerto.
—Vic, qué está…
—Hay que pararlos, señor —y
agregó, adelantándose a su demanda de explicaciones—: Kurts ha empezado a
hincharse.
—¿Cuándo? —Toland ni
siquiera entendió cómo fue capaz de decirlo.
—Justo ahora; se lo han
encontrado así cuando… iban a… arreglarlo.
Toland gimió y sacó su
propio teléfono, pulsando botones como si estuviese sacando ojos y gritando
deprisa. Hammond decidió que aquello no le interesaba, y estar presente no le
haría ningún bien.
No volvió al despacho hasta
después de cinco minutos de gritos y otros diez de silencio, cuando el número
de Toland sacudió su propio teléfono.
—¿Adónde has ido? —Se había
sentado, con gruesas gotas de sudor bajándole por la cara.
—Aquí afuera —indicó,
señalando la puerta—. He pensado que esto… podía ser privado.
Toland sonrió.
—Muy bien hecho —aseguró
mientras extendía la mano para ofrecerle una silla—. Eres listo y sabes hacer
tu trabajo; y eso me gusta.
Hammond le dio las gracias
y se sentó, esperando instrucciones que no llegaron hasta pasado un rato muy
largo.
—¿Cómo… ha podido pasar,
Vic? —preguntó al fin; aunque sosegado, su tono era ansioso, como si estuviese
a punto de llorar—. Se supone que había pasado el periodo de seguridad…
—Bueno, señor; este
superacné está demostrando ser una enfermedad muy cabrona…
—Increíblemente cabrona
—coincidió, balanceando la cabeza.
—Y es posible que, quién
sabe, al final la bacteria no sea la causa.
Toland parpadeó con las
manos cruzadas, esperando una explicación.
—Podría… —Hammond se rascó
la sien derecha—. No sé; ser una especie de reacción alérgica a un toxoide
concreto del microorganismo, u otra bacteria o protozoo que actué como un
parásito interno, como con la Legionella.
—Ya —concluyó Toland quien,
pese las apariencias, había entendido mucho más de lo que parecía—. Y, otra
cosa; los animales del ensayo… ¿no han acabado inflamándose tamb…?
Hammond agitó los dedos
mientras su cara se coloreaba por momentos.
—Bueno, algunos… murieron
cuando se acercaban al periodo de tolerancia; aunque sin señales de infección.
Los cultivos no revelaron presencia de micobacteria y las autopsias nos dieron…
otras causas de muerte.
Toland parpadeó, antes de
estirar un poco la comisura izquierda de su boca.
—Entonces, ¿hemos estado
produciendo y a punto de comercializar… un producto que no era seguro?
—Para eso están las pruebas
—se puso Hammond a la defensiva—. Y además, estamos hablando de momentos
desesperados; no podemos ser tan rígidos. Dios, en la India se sigue usando el
DDT, simplemente porque, si no, se mueren de hambre.
—Sí, Vic, tienes razón;
vaya que si la tienes…
Toland asintió varias
veces, sin que Hammond supiese si estaba dándole la razón o resignándose. Luego
dejó caer la cara, casi pegando la frente al escritorio.
—Bueno, quizás deberíamos
trabajar menos en las vacunas y ver por qué los tratamientos reducen el tiempo
de inflamación —opinó Hammond, empezando a estar cansado de la situación—.
Probar con otros fármacos, intentar determinar otros patógenos infectivos…
—Lo que haga falta
—concedió Toland sin levantar la cara.
Hammond dejó su asiento,
listo para despedirse y volver al trabajo cuando algo le pasó por la cabeza. No
estaba seguro de si debía decirlo, pero lo hizo, de todos modos.
—Por cierto, Cart… —se dejó
de formalidades.
—¿Sí?
—¿Cómo… has parado los
camiones?
—Sólo les he ordenado que
vuelvan, si aprecian su trabajo y sus vidas —contestó mientras levantaba la
cara para hablarle. Arrugada y pálida, parecía una máscara trágica.
—Y… —Hammond se rascó la
sien izquierda—. ¿Qué vamos a decir… sobre la no distribución?
—Pues vamos a sacar un
camión, con todas las muestras alrededor, y lo vamos a quemar —arguyó—.
Diremos… que han sido saqueadores; gente desesperada porque no sabían si iban a
recibir vacuna, que han reaccionado asaltando la flota, llevándose lo que han
podido y destrozando lo demás.
Hammond parpadeó,
separando los labios despacio.
—¿Qué? —preguntó Toland,
agitando la cabeza como si su respuesta fuese una barbaridad—. En las películas
siempre pasa eso.
Hubo un estallido en la entrada de los laboratorios de investigación
médica de Quent Inc. Los pasos apurados llenaron los pasillos, atrayendo la
atención de los directivos en los despachos y los trabajadores en los
laboratorios.
—¿Qué pasa?
La pregunta se respondía a
sí misma al ver al personal médico de emergencia con sus trajes herméticos
blancos escoltados por soldados con equipos de aislamiento más toscos, acordes
a sus uniformes caqui y para no estorbar el manejo de sus armas.
—Muy bien —avisó uno de
los científicos de la unidad de emergencia—. Buscamos a dos miembros del
personal de estas instalaciones, David Coogan y Julius Grover.
Las voces y dedos se
alzaron, marcaron el camino; descendiendo hasta los despachos de la cuarta
planta y los laboratorios de investigación en el sótano.
—¿Qué su…?
El doctor Grover se alzó
mientras el resto de su personal (muchos frente a cultivos que contenían algo
vinculado a la forunculosis masiva) se quedaban paralizados. Los hombres les
apuntaron con sus fusiles de asalto mientras, tras ellos, varios guardias de
seguridad de las instalaciones pasaban por los pasillos.
—¿Es usted el doctor Julius
Grover? —preguntó el hombre de blanco.
El aludido, todavía
desconcertado, asintió.
—Hemos recibido información
—decía mientras dos de los hombres armados se adelantaban hacia el científico—,
de que ha estado realizando experimentos con humanos…
—¿Qué…?
—…como parte de su
investigación para curar la forunculosis masiva.
Grover exhaló; habría bajado
los brazos, derrotado, si no se los hubiesen esposado ya a la espalda. Alguien
se había chivado, alguien que sabía lo de la chica, o lo del encargo.
Entonces…
Tragó saliva, dándose
cuanta de dónde acabarían llegando los que había visto alejarse por los
pasillos.
No se equivocaba; en
apenas un minuto el hombre de blanco volvió, diciéndole algo a su compañero.
Tras ellos, en el pasillo, los soldados y personal de seguridad se veían
preocupados.
—Bien, por el momento,
todos quedan detenidos —anunció el responsable médico de emergencia—. Serán
trasladados a nuestras instalaciones para una revisión.
Los técnicos se miraban,
espantados, antes de centrarse en Grover. En ese momento, el hombre del traje
hermético iba hacia él.
—Bueno —le dijo—, si le interesa saberlo, su
cura no es efectiva. La chica lleva ya un rato hinchada.
Hubo una exhalación de algo
mientras otros dos preguntaban ¿Quién,
qué chica?
—No lo entienden —acertó a
decir Grover mientras lo sacaban del laboratorio.
—¿El qué? —Su captor, por
lo menos, había esperado a que estuviesen en el ascensor, antes de subir, para
peguntárselo.
—Había que hacerlo
—aseguró.
Hubo una risa, procedente
de uno de los soldados.
—Eh, ¿vosotros los doctores
no hacíais un juramento de no hacer daño a alguien? —le preguntó.
Grover le dirigió una
mirada airada, indignada.
—Y eso hago —aseguró—. Esto
es por salvar a la humanidad. A cualquier precio…
—Nunca, nada, es a
cualquier precio —le contradijo su colega de Emergencia Médica.
El ascensor llegó. Los
cuatro entraron en él.
—Los sacrificios siempre
se hacen en momentos difíciles —insistió Grover—. Mucha gente se infectará de
todos modos. Así, al menos tienen la oportunidad de…
—Bueno, según eso ¿por
qué no probó la cura en usted mismo o en sus colegas más directos? —intervino
el de blanco, cruzándose de brazos—. ¿Por qué necesitaba gente para inocularles
la micobacteria?
Grover lanzó un largo
gemido, dándose cuenta ya de quien le había traicionado.
—Porque aún no es nuestro
momento —aseguró—. Nosotros podemos curarlo…
—Y esa chica, ¿qué?
—intervino—. Hemos revisado los datos de su personal. Era una investigadora,
uno de los suyos. Y, según he oído, una de las que preparaban las vacunas.
Grover cerró un momento
los ojos.
—Qué, ¿va a decirme que se
pinchó por accidente y la oportunidad era demasiado buena para desperdiciarla?
Claro que sí, podía decirlo y sería verdad,
pero estaba claro que no se podía razonar con aquel hombre. Era demasiado
moralista, demasiado estrecho de miras.
Nada, nunca, era sólo
blanco o negro
Por tanto, en vez de eso,
Grover suspiró, le miró a los ojos y dijo.
—Bueno, ¿qué se hace
siempre…. cuando se puede sacrificar a otro?
Y exhibió la mayor y más
sincera de sus sonrisas.
El secretario envió el mensaje a Nicole Lovette, presidenta de Burgess
Farmacs, a las nueve y media de la mañana. Media hora después, Edward Kesller y
su vicepresidente, Joseph Lavia, estaban en su despacho. El segundo había
tenido el detalle de llevar la edición de la mañana, por si a la señora le
faltaba algún detalle, aunque se hizo en seguida evidente que no iba a hacerle
falta.
—Bien caballeros —empezó la
señora, dando un sorbo a su taza de café y bajando las manos—, me temo que la
Quent Chemical Inc. está acabada.
Ambos directivos asintieron,
evitando mirarla por vergüenza. Y miedo.
—Quiero que sepa que asumo
todas las responsabilidades —se adelantó Kesller, cabizbajo—. Aunque no
podíamos prever a lo que iban a estar dispuestos Coogan y ese doctor loco de…
—Tranquilos. —Alzó la mano,
quitándole importancia al tema—. La opinión pública ya está al tanto de los
actos perpetrados por el personal bajo su cargo, y las autoridades tomarán las
medidas pertinentes.
Kesller y Lavia tragaron
saliva, ajenos a por qué eso debería tranquilizarles.
—El motivo de esta reunión
es porque, simplemente —anunció la presidenta Lovette—, ahora que esa filial va
a tener que clausurarse, deberán reincorporarse a sus antiguos puestos en esta
compañía.
Eso ya era otra cosa. Los
dos se miraron como niños al enterarse de que habían ganado un premio.
—Eso y agradecerles su
dedicación al frente de la compañía —aseguró, sonriendo con cordialidad—. La
información que han reunido no está siendo de mucha utilidad para avanzar en la
búsqueda de la cura.
—De nada, señora —aseguró Lavia.
—¿Y qué pasará ahora?
—agregó Kesller.
Lovette se encogió de
hombros.
—Pues ahora fundaremos una
nueva compañía filial para proseguir la investigación, como hasta ahora
—comunicó—. La verdad, les pondría a los dos al frente como antes, pero sus
nombres siguen vinculados a la directiva de Quent, y estando tan cerca del
éxito, no podemos permitirnos que el escándalo…
—Ya, lo entendemos
—asintió Kesller, convencido de que una temporadita haciendo trabajo de
despacho no le sentaría mal.
—¿Y el nombre, señora?
—preguntó Lavia—. ¿Lo tiene decidido ya?
Lovette levantó la vista.
—¿Cómo se llamaba la chica,
la que Grover infectó? –preguntó, mirándolos sucesivamente.
—Díaz, Valery Díaz —contestó
Kesller, antes que su compañero.
—Díaz… —Lovette se frotó el
mentón—. Creo que, a modo de sentido homenaje la llamaré Diaz… Díaz & Hird.
Y remató, con su más ancha
y amplia sonrisa.
—Como el primer novio que
tuve en el instituto.
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