domingo, 1 de julio de 2018


JUGANDO A LA RULETA RUSA - PARTE FINAL


—Señor —Winsper corrió a reunirse con Hammond.
     —Hola, Ralph —le saludó el aludido, sentado en su despacho—. ¿Traes noticias?
     —Ajá.
      Winsper sonreía de oreja a oreja; parecía un payaso de fiesta infantil. Un adelanto lo bastante bueno para que Hammond se muriese por oírlo.
     —Sigue igual. Tiene buen apetito, no tiene fiebre ni malestar y… —Tomó aire—. El recuento leucocitario es normal. Los cultivos no han revelado crecimiento de la micobacteria.
      Hammond asintió, esperando oírlo todo aún más resumido.
     —Y ya ha pasado… una semana.
      Hammond le despidió, corriendo a ver a Toland. Algo así tenía que decirlo en persona.

Marquard, como venía siendo habitual esos días, no tuvo problemas para aparcar el coche. Se colocó la mascarilla quirúrgica pico de pato y salió a un día gris, vacío y silencioso.
       Se encontraba en el límite de la ciudad, lejos del centro, con sus patrullas de emergencia sanitaria, sus dispensadores de alimentos y los centros de cuarentena. Sí, allí también había coches haciendo la ronda esporádicamente y carteles en las paredes, alertando a la gente, pero eran meramente presenciales.
     ¡CUIDA TU SALUD Y LA DE LOS TUYOS! CUIDADO CON LO QUE RESPIRAS, CUIDADO CON LO QUE COMES, CUIDADO CON DÓNDE VAS.
     Marquard se rió, dándose cuenta de que parecía el anuncio de un medicamento.
     Y, si todo va según lo previsto, pronto lo será.
     Se metió la mano en el bolsillo, sintiendo el fino cilindro de metal parecido a un lápiz rodar entre sus dedos. También comprobó, con alivio, que el tapón seguía sobre la afilada punta.
     La paciente infectada ha pasado ya nueve días sin manifestar la forunculosis, recordó las palabras. Esta vacuna puede ser efectiva, pero necesitamos comprobarlo, y para eso hacen falta más pruebas.
     Marquard se caló bien la gorra sobre la cabeza, caminando por la calle. A su alrededor, se alzaban edificios grises en torno a un parque donde la hierba demasiado crecida empezaba a secarse y los pájaros ocupaban los columpios y las barras, sin miedo a que sus antiguos ocupantes se pasasen a molestarles.
     Siguiendo adelante, los coches aparcados tenían más polvo, los contenedores más basura acumulada y los edificios, además de más despintados, tenían las ventanas más bajadas. No muy lejos se pasaba bajo el puente de una autopista, donde antes los mendigos se reunían para pasar la noche y los días de lluvia. Si había un sitio donde encontrar lo que buscaba, sería allí.
     La autopista estaba tan callada como el resto de la ciudad, libre por fin del tráfico. Entre los altos pilares de cemento, el olor a orines viejos era tan fuerte que Marquard tuvo que arrugar la nariz. Aún quedaban restos de la presencia humana, como las casetas improvisadas con cartones húmedos, o un carrito de la compra volcado, pero no se veía a nadie; como en ningún sitio.
     Vamos, rumió, mientras se repetía mentalmente el pedido que le habían realizado. 
     —Quien sea. Un vagabundo, alguien desorientado, un niño perdido, lo que sea. En estos días mucha gente ha perdido a toda su familia, y no tendrá a nadie que los eche de menos.
     Recordó entonces su pregunta
      —¿Quiere decir… alguien al azar?
     Marquard se estremeció al revivir cómo le miró, como si fuese idiota, antes de añadir:
      —Pues claro. Como si les hubiese tocado la lotería —concluyó, con una sonrisa.
     Él se ahorró replicar que, más bien, se parecía a ese juego en que se iba disparando uno mismo a la cabeza con un revólver cargado con una sola bala en el tambor.
     Marquard se acercó a los cartones, debajo de un pilar. Se fijó en una amplia mancha pálida, medio enterrada por ellos.
       Se apartó, conteniendo la respiración. Podía ser muchas cosas; resto de vómito por comer algo en mal estado, probablemente. O mugre acumulada, después de mucho tiempo.
     Ni lo pienses, no puede ser eso. Además, es muy viejo. No te va a
      Marquard se tensó; acababa, por fin, de oír algo. Estaba en la pared oriental del puente, donde habían excavado una apertura rectangular en el cemento; seguramente una conducción para el agua de lluvia. Lo dedujo por el rastro de humedad que conservaba a su alrededor
     Será una rata, o alguien asustado escondiéndose.
     Fue allí con la mano derecha en el bolsillo, viendo también sobresalir del suelo los restos oxidados de barrotes, demostrando que, en su momento, estaba sellado.
     Ahora tenía algo dentro.
     Marquard llegó hasta la entrada, lamentando no llevar una linterna y haber dejado de fumar a la semana de iniciarse la pandemia.
     Qué momento para empezar a cuidarme.
     Se inclinó, mirando a la negrura. Oyó algo gemir, lanzando un suspiro muy apagado desde el fondo de la apertura, que olía a hojas podridas. Luego algo se arrastró, sonando como una mano al rozar una pared.
      ¿Debería saludar, decir hola?
      Silbó, confiando en que bastase para sacar al refugiado de su escondite. En respuesta, el gemido adquirió intensidad antes de parar, como reaccionando al sonido. Luego hubo movimiento, y lo que Marquard oyó le convenció, definitivamente, de que debía irse.
     A él siempre le venía a la cabeza, a la hora de describirlo, una vendimia: gente descalza metida en cubas, aplastando uvas gruesas. Estallidos húmedos causado por los pies al pisar, aplastados bajo su propio peso.
       Marquard retrocedió, dejando atrás un pilar y saliendo de debajo del puente; de vuelta al aire libre y a la luz grisácea del día. Desde allí podía verlo estando seguro. Además, no había tocado nada, y llevaba guantes de látex…
      La etapa terminal de la enfermedad. Medio ciegos y locos de dolor, justo antes de volverse incapaces de moverse, empiezan a andar buscando un sitio fresco, en calma y apartado donde morir.
      Los estallidos se acercaron aún más, interrumpiéndose al llegar al borde del umbral. La mano salió, acabando su rastro lechoso empezado dentro del túnel.
       Marquard ya los había visto antes, pero seguían impresionándole. Los llamaban hombres—uva por su aspecto de racimo pero, quizás, hombre—ojos se ajustase más a la fase terminal del megaacné.
     La bacteria crecía bajo la piel, provocando que toda la grasa subcutánea (todo el mundo tenía al menos un remanente, por más que las supermodelos insistiesen en matarse de hambre) aflorase en forma de granos infectados de pus, al principio minúsculos como… granos, pero que progresivamente adquirían el tamaño de manzanas, aunque se parecían más a ojos muertos: globos blancos y lechosos. Estos cubrían al enfermo de la cabeza a los pies, arrastrando el vello corporal y reventando al moverse, dejando la piel expuesta. Así, si la deshidratación no los mataba, lo haría una infección generalizada y más o menos rápida.
      Y lo peor, peor que pensar que podía acabarse como aquel engendro blanco y abultado que parecía buscarle estirando las manos a ciegas, era que, aparte de no tener cura, nadie sabía cómo se pillaba.
       Marquard huyó de vuelta al coche, pensando aliviado que al menos no podía perseguirle. En apenas dos minutos había alcanzado el pasillo de edificios grises, el parque y la calle donde le esperaba su Porsche.
      Fue a casi veinte metros del parque, cuando sus pasos dejaron de sonar como latigazos contra el asfalto por el cansancio, que se dio cuenta. No estaba solo en la calle.
     A su derecha, una puerta se había abierto. Alguien salía a la calle.
     La desnudez y el sonido de sus pasos volvieron a ponerle en alerta.
      Marquard supuso que era una mujer por los restos de lo que debió ser una larga melena negra, colgando en forma de hilos entre los gruesos furúnculos del cráneo. En su cara se abrió una apertura de la que rezumó el pus, separando lo bastante los labios para gemir lastimeramente.
     Marquard, paralizado y pálido, no volvió a correr hasta ver lo que asomaba entre sus brazos, medio tapado por una sabana apelmazada que colgaba entre sus dedos. A simple vista, parecía otro puñado de forúnculos de la mujer—ojos, hasta que empezó a hacer esfuerzos por gritar.
     Ya no paró hasta estar dentro del coche, sin importarle el calor asfixiante de dentro. No bajó la ventanilla, ni se quitó la mascarilla. Agarró el volante con sus manos sudorosas y bajó la frente, esperando a estar lo bastante repuesto para poder conducir mientras escuchaba, intentando saber si se acercaban.
      Luego de arrancar, se metió la mano en el bolsillo y sacó la jeringuilla llena de calmante, dejándola en el asiento del copiloto. Era mejor que no hubiesen accidentes.
     —Dicen que Health Enterprises ha desarrollado una posible vacuna funcional, así que no podemos quedarnos atrás —oía su voz furiosa, luciendo con orgullo su bata blanca—. Es ahora o nunca. Demuéstranos lo que vales, o desaparece. Ahora mismo, nadie es imprescindible.
     Marquard se estremeció mientras analizaba mentalmente la frase; el mensaje que parecía quedar implícito. Mientras hacía la marcha atrás, algo le dijo que le esperaba algo más que una sanción profesional.
     
Toland miraba al exterior desde su despacho en la planta baja, con Hammond detrás. Fuera era un día gris, sin sol ni sombras, con todo el mundo en las calles, listos para escuchar por todo lo alto la buena nueva.
       De un momento a otro, la vacuna desarrollada y empaquetada por Health Enterprises saldría en su flota de camiones para curar a todos; primero a la ciudad, luego a la nación y, por fin, al mundo.
     Los ojos de Toland resplandecían como estrellas, dos soles individuales bajo las nubes, imaginando sus repercusiones.
      Hammond miraba continuamente hacia atrás con el móvil en la mano. El resto de la directiva, los accionistas y de responsables de equipo tardarían en llegar para la reunión. Chocarían las manos, contarían un par de chistes y se prepararían para celebrarlo. Winsper también estaba invitado.
     —Vic. —Toland se volvió hacia él—. Recuérdame que le suba el sueldo a los de investigación.
     —Se pondrán contentísimos —señaló, mientras consultaba el teléfono.
     —Y en cuanto al desafortunado señor Clovis Kurts…
     —¿Sí? —Levantó la vista en el acto; el giro en la conversación lo había pillado desprevenido.
     —¿Qué sabe… su familia? La poca que le queda, al menos.
     —Se sintió enfermo a la entrada del trabajo, por lo que no se le permitió el acceso y se avisó a la unidad médica de emergencia —repitió el discurso que había ensayado para la ocasión—. De allí fue llevado a un centro de aislamiento, donde empezó la hinchazón.
     —¿Y si quisiesen ir a verle?
      —Si consiguiesen que les dejasen pasar, aunque fuese para verlo por última vez, verían a un enfermo de forunculosis masiva en estadio terminal. Un hombre-ojos irreconocible.
     Toland asintió, conforme.
      —Y respecto al susodicho señor Kurts, que imagino esta…
      —En la celda de aislamiento de los laboratorios nivel 4 —terminó Hammond la frase.
      —Exacto. ¿Qué le va a pasar?
       Hammond volvió a mirar su móvil.
      —Pues, en cuestión de minutos… —estimó—. Será encontrado con la cabeza abierta contra el canto de la puerta. Si fue un resbalón o un intento muy original de acabar con su vida –después de quitarse las ligaduras de seguridad—, supongo que queda a la imaginación de cada quien.
     Toland se rió, satisfecho.
     —Por los que se sacrifican, dando su vida por la humanidad —inició un brindis, levantando una copa imaginaria frente a Hammond.
      —Por los mártires —le imitó Hammond, brindando con él.
      Justo entonces su móvil empezó a sonar. Era Winsper.
       —Hola, Ralph. ¿Qué pasa, te has perdi…?
      —¿Qué pasa?
       Toland se quedó mirando a Hammond mientras sujetaba el móvil. El financiero no hablaba, con la boca cada vez más abierta y los ojos cada vez más temblorosos.
     —¡¿Cuándo ha sido?! —preguntó, casi histérico—. Vale, muchas gracias.
     Colgó; aunque lo tenía delante, buscó a su jefe con la mirada.
     —Señor, ¿sabe a qué hora salían los camiones?
     —Es cuestión de minutos; en estos momentos deberían… estar yendo ya a la…
      Lo hizo de forma automática, sin preguntar por qué y empujado por una fuerte sensación de urgencia; cosas que no le gustaban nada, especialmente en ese momento.
     Como ver la cara de Victor ponerse blanca como la de un muerto.
     —Vic, qué está…
     —Hay que pararlos, señor —y agregó, adelantándose a su demanda de explicaciones—: Kurts ha empezado a hincharse.
     —¿Cuándo? —Toland ni siquiera entendió cómo fue capaz de decirlo.
     —Justo ahora; se lo han encontrado así cuando… iban a… arreglarlo.
     Toland gimió y sacó su propio teléfono, pulsando botones como si estuviese sacando ojos y gritando deprisa. Hammond decidió que aquello no le interesaba, y estar presente no le haría ningún bien.
     No volvió al despacho hasta después de cinco minutos de gritos y otros diez de silencio, cuando el número de Toland sacudió su propio teléfono.
     —¿Adónde has ido? —Se había sentado, con gruesas gotas de sudor bajándole por la cara.
     —Aquí afuera —indicó, señalando la puerta—. He pensado que esto… podía ser privado.
     Toland sonrió.
     —Muy bien hecho —aseguró mientras extendía la mano para ofrecerle una silla—. Eres listo y sabes hacer tu trabajo; y eso me gusta.
     Hammond le dio las gracias y se sentó, esperando instrucciones que no llegaron hasta pasado un rato muy largo.
      —¿Cómo… ha podido pasar, Vic? —preguntó al fin; aunque sosegado, su tono era ansioso, como si estuviese a punto de llorar—. Se supone que había pasado el periodo de seguridad…
     —Bueno, señor; este superacné está demostrando ser una enfermedad muy cabrona…
     —Increíblemente cabrona —coincidió, balanceando la cabeza.
     —Y es posible que, quién sabe, al final la bacteria no sea la causa.
     Toland parpadeó con las manos cruzadas, esperando una explicación.
     —Podría… —Hammond se rascó la sien derecha—. No sé; ser una especie de reacción alérgica a un toxoide concreto del microorganismo, u otra bacteria o protozoo que actué como un parásito interno, como con la Legionella.
     —Ya —concluyó Toland quien, pese las apariencias, había entendido mucho más de lo que parecía—. Y, otra cosa; los animales del ensayo… ¿no han acabado inflamándose tamb…?
     Hammond agitó los dedos mientras su cara se coloreaba por momentos.
     —Bueno, algunos… murieron cuando se acercaban al periodo de tolerancia; aunque sin señales de infección. Los cultivos no revelaron presencia de micobacteria y las autopsias nos dieron… otras causas de muerte.
     Toland parpadeó, antes de estirar un poco la comisura izquierda de su boca.
     —Entonces, ¿hemos estado produciendo y a punto de comercializar… un producto que no era seguro?
     —Para eso están las pruebas —se puso Hammond a la defensiva—. Y además, estamos hablando de momentos desesperados; no podemos ser tan rígidos. Dios, en la India se sigue usando el DDT, simplemente porque, si no, se mueren de hambre.
      —Sí, Vic, tienes razón; vaya que si la tienes…
     Toland asintió varias veces, sin que Hammond supiese si estaba dándole la razón o resignándose. Luego dejó caer la cara, casi pegando la frente al escritorio.
     —Bueno, quizás deberíamos trabajar menos en las vacunas y ver por qué los tratamientos reducen el tiempo de inflamación —opinó Hammond, empezando a estar cansado de la situación—. Probar con otros fármacos, intentar determinar otros patógenos infectivos…
      —Lo que haga falta —concedió Toland sin levantar la cara.
      Hammond dejó su asiento, listo para despedirse y volver al trabajo cuando algo le pasó por la cabeza. No estaba seguro de si debía decirlo, pero lo hizo, de todos modos.
     —Por cierto, Cart… —se dejó de formalidades.
     —¿Sí?
     —¿Cómo… has parado los camiones?
      —Sólo les he ordenado que vuelvan, si aprecian su trabajo y sus vidas —contestó mientras levantaba la cara para hablarle. Arrugada y pálida, parecía una máscara trágica.
      —Y… —Hammond se rascó la sien izquierda—. ¿Qué vamos a decir… sobre la no distribución?
     —Pues vamos a sacar un camión, con todas las muestras alrededor, y lo vamos a quemar —arguyó—. Diremos… que han sido saqueadores; gente desesperada porque no sabían si iban a recibir vacuna, que han reaccionado asaltando la flota, llevándose lo que han podido y destrozando lo demás.
      Hammond parpadeó, separando los labios despacio.
     —¿Qué? —preguntó Toland, agitando la cabeza como si su respuesta fuese una barbaridad—. En las películas siempre pasa eso.

Hubo un estallido en la entrada de los laboratorios de investigación médica de Quent Inc. Los pasos apurados llenaron los pasillos, atrayendo la atención de los directivos en los despachos y los trabajadores en los laboratorios.
     —¿Qué pasa?
     La pregunta se respondía a sí misma al ver al personal médico de emergencia con sus trajes herméticos blancos escoltados por soldados con equipos de aislamiento más toscos, acordes a sus uniformes caqui y para no estorbar el manejo de sus armas.
       —Muy bien —avisó uno de los científicos de la unidad de emergencia—. Buscamos a dos miembros del personal de estas instalaciones, David Coogan y Julius Grover.
     Las voces y dedos se alzaron, marcaron el camino; descendiendo hasta los despachos de la cuarta planta y los laboratorios de investigación en el sótano.
     —¿Qué su…?
     El doctor Grover se alzó mientras el resto de su personal (muchos frente a cultivos que contenían algo vinculado a la forunculosis masiva) se quedaban paralizados. Los hombres les apuntaron con sus fusiles de asalto mientras, tras ellos, varios guardias de seguridad de las instalaciones pasaban por los pasillos.
     —¿Es usted el doctor Julius Grover? —preguntó el hombre de blanco.
     El aludido, todavía desconcertado, asintió.
     —Hemos recibido información —decía mientras dos de los hombres armados se adelantaban hacia el científico—, de que ha estado realizando experimentos con humanos…
     —¿Qué…?
     —…como parte de su investigación para curar la forunculosis masiva.
     Grover exhaló; habría bajado los brazos, derrotado, si no se los hubiesen esposado ya a la espalda. Alguien se había chivado, alguien que sabía lo de la chica, o lo del encargo.
      Entonces
       Tragó saliva, dándose cuanta de dónde acabarían llegando los que había visto alejarse por los pasillos.
      No se equivocaba; en apenas un minuto el hombre de blanco volvió, diciéndole algo a su compañero. Tras ellos, en el pasillo, los soldados y personal de seguridad se veían preocupados.
      —Bien, por el momento, todos quedan detenidos —anunció el responsable médico de emergencia—. Serán trasladados a nuestras instalaciones para una revisión.
      Los técnicos se miraban, espantados, antes de centrarse en Grover. En ese momento, el hombre del traje hermético iba hacia él.
      —Bueno —le dijo—, si le interesa saberlo, su cura no es efectiva. La chica lleva ya un rato hinchada.
     Hubo una exhalación de algo mientras otros dos preguntaban ¿Quién, qué chica?
     —No lo entienden —acertó a decir Grover mientras lo sacaban del laboratorio.
     —¿El qué? —Su captor, por lo menos, había esperado a que estuviesen en el ascensor, antes de subir, para peguntárselo.
     —Había que hacerlo —aseguró.
     Hubo una risa, procedente de uno de los soldados.
     —Eh, ¿vosotros los doctores no hacíais un juramento de no hacer daño a alguien? —le preguntó.
     Grover le dirigió una mirada airada, indignada.
     —Y eso hago —aseguró—. Esto es por salvar a la humanidad. A cualquier precio…
      —Nunca, nada, es a cualquier precio —le contradijo su colega de Emergencia Médica.
      El ascensor llegó. Los cuatro entraron en él.
      —Los sacrificios siempre se hacen en momentos difíciles —insistió Grover—. Mucha gente se infectará de todos modos. Así, al menos tienen la oportunidad de…
       —Bueno, según eso ¿por qué no probó la cura en usted mismo o en sus colegas más directos? —intervino el de blanco, cruzándose de brazos—. ¿Por qué necesitaba gente para inocularles la micobacteria?
       Grover lanzó un largo gemido, dándose cuenta ya de quien le había traicionado.
      —Porque aún no es nuestro momento —aseguró—. Nosotros podemos curarlo…
      —Y esa chica, ¿qué? —intervino—. Hemos revisado los datos de su personal. Era una investigadora, uno de los suyos. Y, según he oído, una de las que preparaban las vacunas.
       Grover cerró un momento los ojos.
      —Qué, ¿va a decirme que se pinchó por accidente y la oportunidad era demasiado buena para desperdiciarla?
      Claro que sí, podía decirlo y sería verdad, pero estaba claro que no se podía razonar con aquel hombre. Era demasiado moralista, demasiado estrecho de miras.
     Nada, nunca, era sólo blanco o negro
     Por tanto, en vez de eso, Grover suspiró, le miró a los ojos y dijo.
     —Bueno, ¿qué se hace siempre…. cuando se puede sacrificar a otro?
      Y exhibió la mayor y más sincera de sus sonrisas.

El secretario envió el mensaje a Nicole Lovette, presidenta de Burgess Farmacs, a las nueve y media de la mañana. Media hora después, Edward Kesller y su vicepresidente, Joseph Lavia, estaban en su despacho. El segundo había tenido el detalle de llevar la edición de la mañana, por si a la señora le faltaba algún detalle, aunque se hizo en seguida evidente que no iba a hacerle falta.
     —Bien caballeros —empezó la señora, dando un sorbo a su taza de café y bajando las manos—, me temo que la Quent Chemical Inc. está acabada.
     Ambos directivos asintieron, evitando mirarla por vergüenza. Y miedo.
     —Quiero que sepa que asumo todas las responsabilidades —se adelantó Kesller, cabizbajo—. Aunque no podíamos prever a lo que iban a estar dispuestos Coogan y ese doctor loco de…
     —Tranquilos. —Alzó la mano, quitándole importancia al tema—. La opinión pública ya está al tanto de los actos perpetrados por el personal bajo su cargo, y las autoridades tomarán las medidas pertinentes.
     Kesller y Lavia tragaron saliva, ajenos a por qué eso debería tranquilizarles.
     —El motivo de esta reunión es porque, simplemente —anunció la presidenta Lovette—, ahora que esa filial va a tener que clausurarse, deberán reincorporarse a sus antiguos puestos en esta compañía.
     Eso ya era otra cosa. Los dos se miraron como niños al enterarse de que habían ganado un premio.
    —Eso y agradecerles su dedicación al frente de la compañía —aseguró, sonriendo con cordialidad—. La información que han reunido no está siendo de mucha utilidad para avanzar en la búsqueda de la cura.
     —De nada, señora —aseguró Lavia.
     —¿Y qué pasará ahora? —agregó Kesller.
     Lovette se encogió de hombros.
     —Pues ahora fundaremos una nueva compañía filial para proseguir la investigación, como hasta ahora —comunicó—. La verdad, les pondría a los dos al frente como antes, pero sus nombres siguen vinculados a la directiva de Quent, y estando tan cerca del éxito, no podemos permitirnos que el escándalo…
      —Ya, lo entendemos —asintió Kesller, convencido de que una temporadita haciendo trabajo de despacho no le sentaría mal.
      —¿Y el nombre, señora? —preguntó Lavia—. ¿Lo tiene decidido ya?
      Lovette levantó la vista.
     —¿Cómo se llamaba la chica, la que Grover infectó? –preguntó, mirándolos sucesivamente.
     —Díaz, Valery Díaz —contestó Kesller, antes que su compañero.
     —Díaz… —Lovette se frotó el mentón—. Creo que, a modo de sentido homenaje la llamaré Diaz… Díaz & Hird.
      Y remató, con su más ancha y amplia sonrisa.
      —Como el primer novio que tuve en el instituto.

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