EL HARAPIENTO- 1º PARTE
Ricardo Gutiérrez recorría el centro del paseo portuario, mirando sin parar a los lados; a los almacenes sobre las aceras. Pasados los primeros cien
metros, dejó caer los brazos y suspiró.
Ya era indudable. Se había
perdido.
Mierda, tenía que haberlo mirado en GoogleEarth.
Había quedado a las ocho
con Pepe, Silvia y algunos más de la facultad para que le enseñasen la zona de
fiesta junto al puerto. Tenían que encontrarse hacía treinta y un minutos; al
lado del viejo Panoramis, dijeron. Sin embargo, mientras se veía solo en la
esquina asfaltada que ni siquiera era usada de aparcamiento, y el cielo naranja
se volvía violeta mientras oía a los coches pasar de largo al otro lado del
callejón, el desánimo le puso en marcha.
A lo mejor me he equivocado, decidió. Puede que sea en otra parte del puerto.
Avanzó por una acera
estrecha a la izquierda, viendo a algún peatón ocasional quedarse mirándolo
(¿por qué?) hasta llegar a la verdadera entrada del puerto. Había una caseta de
vigilante, controlando las barreras automáticas de entrada y salida para los
coches.
—Hola —saludó—. ¿Ha visto si ha entrado un
grupo de chicos por aqu…?
Ricardo se calló cuando
el hombre, de más de cincuenta años, enjuto, de pelo gris revuelto y uniforme
azul, se quedó mirándole con cara de pocos amigos. Una mirada con voz propia.
Chico, no estoy aquí para eso.
—Yo no he visto nada
—aseguró, sin disimular su hostilidad, y voy a cerrar en media hora. —Giró el
brazo izquierdo, como para consultar un reloj—, pero, si antes quieres…
—Gracias.
Pasó cabizbajo, convencido
de que no estaban allí, pero era mejor que seguir parado. Llevaba su móvil
encima, así que siempre podía llamar.
Y no se me hará tarde.
El primer camino que eligió
acababa en un callejón sin salida, y aunque había distancia entre los almacenes
y la pared de la verja al final, tenía que darse la vuelta y desandarlo todo
para volver.
En ese momento, las farolas
a su alrededor se encendieron.
Muy bien, se dijo, brazos en jarra. O les ha pasado algo o me han dado plantón.
Se volvió para salir de
allí cuanto antes. Odiaba los sitios así: grandes, con mucho espacio y
edificios, y ni una sola persona. Como unas ruinas…
Oyó un chasquido tras él,
algo rozando la acera. Se volvió, con el corazón acelerado. Nada.
Venga ya, se dijo, tomando aire.
Encima te pasa esto, te rayas y empiezas a pensar cosas raras.
Se metió las manos en los
bolsillos y caminó. Le pareció volver a oír algo tras él, más cerca y alto.
No voy a mirar; no voy a seguir…
Llegó a la esquina a
doscientos metros, comprobando toda la distancia hasta la salida. Los
chasquidos le siguieron hasta allí, quedándose en el callejón.
Ricardo gimió, formando una
media sonrisa.
¿Es esto, peña? ¿Intentáis asustarme?
Joder, ya no estamos en un instituto.
Se volvió para acabar con
aquel juego de una vez. Lo que vio fue un perro negro, y enorme.
Estaba sobre la acera izquierda,
con la cabeza baja, como olisqueando el suelo. Cuando Ricardo lo vio paró lo
que hacía e irguió el cuello.
Normalmente, al chico le
habría dado lástima: tenía el pelo, largo y fino, sucio y caído, y por cómo se
inclinaba no parecía muy sano. Pero ahí quieto, con la cabeza levantada como
queriendo que se hiciese una idea de su tamaño, sus ojos enormes puestos en él
y totalmente quieto, lo que hizo fue contener la respiración y tensar los
músculos, preparándose para reaccionar.
No corras, te atacará.
La garita, de todos modos,
estaba cerca. Si gritaba, el vigilante le oiría.
Venga ya, sólo es un perro.
Siguió su camino, las manos
fuera. Si le seguía, confiaba en que bastase correr…
Ahí estaba, el sonido de
sus uñas, tan cerca como si lo tuviese detrás. Ricardo se paró en la calzada,
sin preocuparse de que le atropellasen: allí no había coches, ni nadie. Se
volvió hacia la esquina.
—Oye —dijo, procurando no
subir la voz; sólo faltaba que pareciese que hablaba solo—. Vete, ¿quieres?
El perro le ignoró.
Estaba saliendo del callejón, arrastrándose hasta la esquina. En ese momento,
la respiración de Ricardo se cortó. Había dejado de parecerle un perro.
Un momento, parece… No, ni hablar. Negó con la cabeza. Estas cosas no pasan.
Ni siquiera parecía un
cuadrúpedo, sino que se movía sobre sus patas delanteras largas y fuertes. Su
enorme cuerpo tapaba la parte posterior, impidiéndole ver las patas traseras, o
las piernas.
Se quedó mirando las
extremidades delanteras, la derecha era algo más gruesa, cubierta de un pelaje
oscuro y corto. La izquierda era más fina, constreñida por lo que parecía un
vendaje, enrollado hasta la muñeca, rozando el suelo. Al final de ambas
asomaban cinco uñas muy largas.
Ricardo cerró los puños,
repasándose los labios con la lengua.
Ese cabrón de Cris, sabía que me la iba a jugar. Esa puta historia…
—Tú estate tranquilo —pidió
al animal, mirándole mientras retrocedía de espaldas—. Yo ya me voy. Puedes
seguir con lo que…
Le ignoró. Se había quedado
ahí, quieto, empequeñeciendo con cada paso. Y mirándole.
Ahora.
Ricardo se volvió, listo
para correr.
Se lo encontró delante al
volverse, agitando los brazos para no llevárselo por delante.
¡Dios…!
Se irguió sobre aquellas
patas que parecían brazos todo lo largo que era, cubriendo su vista. Era más
alto que el metro sesenta y ocho de Ricardo. El pelo, sucio y caído salvo en
pedazos donde crecía como el musgo, ya no le parecía pelaje. Y la cara
alargada, los ojos que parecían tres y los colmillos medio tapados por los
desgarrones…
Mierda, es que… es igual.
Ricardo parpadeó. El animal
se desplegó ante él, como un murciélago gigante alzando el vuelo. El chico
gritó, teniendo la suerte de haber dejado de sentir cuando su voz se acabó.
Vicente Múgica se volvió hacia la habitación en penumbras, comprobando
la hora en su reloj. Las siete y diez.
Perfecto.
Apartó la sábana, levantó
la persiana y se bajó de la cama, procurando hacer el mínimo ruido posible. Sus
padres no se solían levantar hasta las ocho menos cuarto.
No tenía clase hasta las
nueve, así que podría aprovechar para desayunar y vestirse con calma, salir a
correr un poco (tenía cubierta la tarifa para el curso entero en el polideportivo,
pero no siempre se sentía con ganas de deporte al acabar el día) y, lo más
importante, tenía tiempo de sobra para actualizar Campus Today.
Su blog sobre la
universidad, sugerido por la profesora de Teoría de la Información, ya recibía
una media de setenta visitas diarias, aunque con sólo tres meses en vigencia
era pronto para poder colgar publicidad, lo que (llegado el momento) le
supondría beneficios rápidos.
Vicente, en pantalón corto
de pijama, fue hasta su escritorio y encendió el portátil. Lo primero que hizo
fue abrir cuatro pestañas de Google. En la primera accedió al Blog, en la
segunda a Hotmail, en la tercera accedió al Campus Virtual y la última fue para
Facebook.
Bueno lunes, a ver qué tienes para mí.
Su espacio virtual suponía
un compendio de todo lo que podía interesar en general a los alumnos de las
distintas facultades, desde fechas de exámenes y horarios a ofertas para
estudios, becas, actividades extraescolares y fiestas. También había sitio para
cotilleos (aunque el rector le dio un toque al respecto hacía dos meses,
dándole un buen susto, pero sin ir a peor).
—Mucho cuidado —le dijo—.
No queremos escándalos, de ningún tipo.
Dos días antes comentó que
Jennifer, la chica más guapa de su clase, había roto definitivamente con su
novio, cosa que ella misma le confirmó, abriendo las puertas a los posibles
pretendientes (que formarían una verdadera cola). Por desgracia, sus padres (no
quería ni imaginarse cómo) leyeron la página, interpretando la invitación muy
malamente.
Inició sesión en Blogger y
de ahí, pasó al correo. Había tres ese día, de momento.
A ver…
Nere, su novia, que
estudiaba veterinaria en Murcia, le decía que el viaje había ido bien.
Volveré este sábado, acababa el mensaje. ¿Me echarás de menos?
Y que lo digas, pensó, sonriendo.
El segundo era una
iniciativa de Safe.Org, algo sobre las minas terrestres. El último, de Daniel,
su amigo de Arquitectura, era interesante.
Va a haber una fiesta el sábado 12 en el bar Never End, desde las nueve
hasta que el cuerpo aguante. Hay descuento de dos en uno para estudiantes a
partir de las diez.
Cita ineludible para los amantes de la fiesta en dos semanas,
tituló la entrada; afinando lo que esperaba fuese un futuro talento para
bautizar titulares.
La información del Campus
Virtual, por desgracia, estaba más limitada a su carrera, pero siendo ese su
principal público, no podía pedir más.
¡Recordatorio de Comunicación Social!, Poneos las pilas con Periodismo Universal y Se abre el plazo para elegir camiseta, fue trascribiendo a la
velocidad del rayo.
Hora de ver Facebook,
pasando por las páginas de los distintos alumnos con apodos conocidos. Un post
de Crazy Juan, de Ingeniería Civil, estaba recibiendo muchas visitas…
—No me jodas —dijo en voz
alta, pegando la cara a la pantalla. Sólo necesitaba mirar abajo, al último
comentario.
¿Sabéis algo más del chico que ha muerto?
El bloguero subió varias
líneas, leyendo detalles mientras se hacía atrás en su asiento.
Con este, ya son tres.
Tragedia para la facultad de Biología, tituló, añadiendo un poco de
texto antes de concluir: Más información,
próximamente.
Luego apagó el portátil y
se levantó, agarrando los pantalones de chándal del respaldo de su silla. Podía
hacer suficiente ejercicio corriendo de camino al Campus.
No podía precipitarse,
siendo un tema tan serio y, al mismo tiempo, podía ser la primera noticia de
verdad de su vida. Exigía el máximo rigor posible.
Vicente llegó a la cantina de la facultad de Ciencias, a la que
asistía Ricardo Gutiérrez, el alumno muerto. Nada más hacerlo, revisó el móvil.
Tiene que ir ahora a desayunar. Es moreno, algo bajito y con gafas.
Gracias, Fabián.
Fabián Gomis era el
delegado de segundo de Biología y un viejo compañero de instituto de Vicente,
lo que le gustaba llamar una fuente muy fiable. Coincidía en una clase de
primero con un alumno que, por lo visto, conocía al chico.
Pidió una taza de café con
leche, una tostada con aceite y se sentó a esperar. Mientras unas pocas mesas
se llenaban y los alumnos con sus mochilas pasaban, se fijó en uno en concreto.
—¡Hola! —le saludó, levantando
la mano antes de salirle al paso—. ¿Tú eres Joaquín?
—Sí. —El chico, menudo y
escuálido como tantos otros que acababan de estrenar la mayoría de edad, se
quedó mirándole extrañado, con los brazos cruzados.
—Soy Vicente, el amigo de
Fabián.
—¡Ah, sí! —asintió, manteniendo su postura.
—¿Te ha mencionado por qué
quie…?
—¿Antes —le interrumpió—,
te importa si pido algo? —Señaló a la cantina—. Estoy molido.
—Claro, no pasa nada.
—Vicente le cortó el paso cuando iba a entrar—. Yo invito.
Joaquín, por suerte, no
abusó de su detalle, limitándose a una taza de leche con cacao y dos
ensaimadas.
—Fabián me dijo que
estudias periodismo…
—Sí; tengo un blog donde
pongo todas las noticias de interés de la uni…
—¿Es algo oficial?
—preguntó Joaquín, antes de dar un trago a su taza.
—Algo así.
—¿Te dan créditos por
hacerlo?
—Unos pocos —mintió.
Siempre era más fácil apelar al sentido del deber estudiantil. Eran muchos los
que tenían que acabar la carrera arañando por donde podían.
—Bueno. —Le dio un bocado a
una ensaimada—. Tengo clase en veinte minutos…
Vicente sacó de su propia
mochila una de anillas y un boli.
—¿De qué conocías al chico?
—empezó—. Creo que era de primero, como…
—Sí —asintió—. Se sentaba
por la primera fila, así que era fácil verlo. Al principio, los dos primeros
meses o así no llamaba mucho la atención. —Se hizo el pelo hacia atrás con la
mano, suspirando—. Luego, en prácticas de botánica y zoología, pues empezábamos
a hablar y… después del primer trimestre, hicimos juntos un trabajo de
bioquímica.
—¿Erais amigos? —incidió
Vicente.
—Yo casi no lo conocía
—aseguró, mirando a su taza—, pero un amigo mío, Pepe, quería… meterlo en el
grupo —concretó—. El sábado habíamos quedado…
—¿Cuando murió? —La frente
de Vicente se arrugó.
—Sí, lo triste —dio otro
trago—, es que estaba allí esperándonos; habíamos quedado para ir al puerto.
Pero Pepe quiso ir en coche y aparcar en Alicante, un sábado…
—Sí, es una cosa muy
jodida —reconoció resignado, arrancando de paso a Joaquín una sonrisa—.Así que
casi no le…
—No —repitió Joaquín con
algo de vergüenza—. Pero Pepe hablaba más con él.
—¿De verdad? —Los ojos de
Vicente se iluminaron.
—Dame tu número, y puedo
preguntarle si quiere hablar, o decirte lo que…
—Vale —accedió Vicente,
dándole tiempo a sacar papel y boli.
—Por cierto —agregó después
de guardarlo, mientras terminaba el desayuno—. Para eso del blog necesitas…
—Es exclusivo de los estudiantes de
periodismo—decidió librarse de él—. Lo siento.
Vicente se quedó viéndole
irse a clase. A él todavía le quedaba bastante tiempo, así que decidió ir hasta
su facultad dando un paseo.
Mientras se levantaba, a
dos mesas de distancia, una chica rubia bebía zumo de naranja y repasaba sus
apuntes de geología para la práctica de esa tarde.
—Hola, Anais.
La chica dobló el cuello,
sonriendo al ver al chico que llegaba por detrás.
—Hola, Rafi. ¿Cómo…?
Su amigo dejó caer la
mochila sobre la mesa y su culo en la silla de enfrente. Anais dejó de sonreír.
—¿Te pasa algo?
—¿Eh? —Rafi se había
agarrado a los reposabrazos, mirando a un lado y a otro y sobre ella—. No,
nada.
Anais iba a preguntarle si
le pasaba algo, cuando comprobó a simple vista que no hacía falta. Rafi,
normalmente alegre y entusiasma, estaba empapado en sudor y con la cara roja,
como si hubiese ido corriendo; cosa poco adecuada llevando vaqueros y su
cazadora. El labio inferior le temblaba, no paraba de agitar la pierna
izquierda y sus ojos iban de un lado a otro, rebotando en sus órbitas.
Anais se fijó en estos
últimos, preguntándose si estaría drogado. Por desgracia, en la penumbra de las
primeras horas de la mañana costaba ver si las pupilas estaban más dilatadas de
lo normal por algo más que la luz ambiental.
Empezó a guardar sus
apuntes, decidiendo que era mejor irse.
—Espera.
Se detuvo, mirándole. No
era tanto una petición o una orden como un ruego; hasta le había tendido el
brazo, como para impedir que le dejase.
—¿Qué te pasa? —preguntó
por fin, haciéndose adelante—. Y no vuelvas a decir que…
—Es que llevo unos días
sin dormir —confesó, sonriendo de forma forzada—. Los nervios por los exámenes,
ya sabes.
—Ya. —Era una emoción que
ella compartía, aunque desde luego no hasta ese extremo.
Rafi se frotó los labios
con la mano derecha, como queriendo espabilarse.
—Oye, Ani, ¿tienes un
momento? —le pidió—. Yo, quería… contarte una historia.
Anais parpadeó. Aquello
era cada vez más raro.
—Bueno —dejó las manos
tendidas sobre la mesa—. Tú dirás.
Rafi cerró los ojos, tomó
aire y le dedicó una mirada capaz de traspasar el acero.
—¿Conoces… la historia del
Harapiento?
Vicente llevaba ya hora y media revisando Historia del Periodismo Universal cuando su móvil, sobre a la mesa,
vibró. En la biblioteca era mejor que el silencio no fuese absoluto.
Lo cogió, se levantó y miró
a su alrededor. Un chico de mediana estatura, rollizo y rubio oscuro se había
quedado frente a la entrada. Vicente agitó la mano, animándole a acercarse.
—Hola —susurró, mientras
le daba la mano—. Tú debes de ser Pepe.
—Ajá.
Vicente había preferido
quedarse en el Campus después de las clases de la mañana para poder hablar con
el chico de biología, que tenía una práctica a las cuatro ese miércoles, en
media hora. Le llamó la atención que, aunque iba bien afeitado, tenía cortos
restos de pelo esparcidos por la cara. Debía haberse pasado por el peluquero
antes de la comida.
—Joaquín me ha dicho que
podíamos hablar de…
Pepe asintió, sentándose
frente a él con las manos juntas, esperando sus preguntas. Vicente abrió el
blog de notas por su anterior entrevista.
—Muy bien, este fin de
semana, tú y otros amigos quedasteis en Alicante con Ricardo, el chico que
murió.
Pepe asintió, parecía que
apenado.
—Ni siquiera llegamos a
verlo —reconoció—. Cuando llegamos ya era tarde, y pensamos que se habría
cansado de esperar. Entonces le llamamos al móvil, pero no estaba. Cuando nos
íbamos, vimos los coches de policía, nos acercamos un poco y…
—¿Os dijeron algo, sobre lo
que le había pasado?
—Nada que no saliese en
los periódicos. Dijeron que un chico había muerto. Nosotros le dijimos por qué
estábamos allí y entonces se interesó. Lo identificaron y…
La lengua de Pepe
chasqueó entre sus labios.
—Nos dijeron —retomó la
palabra con esfuerza—, que era como si le hubiese atacado un animal salvaje.
Vicente dejó un momento el
boli y se rascó sobre el labio
—Esto es importante —le
avisó, mirándole con confianza—. ¿Sabes lo que pasó, hará como mes y medio? Yo
ya escribí en mi blog sobre eso.
—Como todo el mundo
—asintió, palideciendo.
—Entonces sabrás que esto
es importante —aseguró, antes de ponerse cauto—. Seguro que la policía lo
relacio…
—A ellos ya les dije lo
que sabía —aseguró—. Que no es mucho. No era mi amigo íntimo, precisamente.
Vicente suspiró. De
momento, coincidía con la declaración de Joaquín.
—Bueno, ¿y qué sabías de
Ricardo? Creo que le queríais enseñar Alicante porque era de fuer…
—De Aspe, creo, o de por
la zona —asintió—. Por eso no conocía a casi nadie aquí, como casi todos los de
primero. —Sonrió, agachando la barbilla, formando un pliegue de papada—. A mi
me pasa lo mismo. Yo soy de un instituto de aquí al lado, pero todos mis
compañeros o están estudiando otra cosa, o…
Se frotó un momento la frente.
—Supongo que a casi todos
nos pasa lo mismo.
Vicente asintió,
aprovechando para mirar hacia el mostrador de recepción. Había pocos alumnos,
sin contar los cuatro que ocupaban los ordenadores. Le había parecido que la
bibliotecaria les miraba, presagiando un aviso por charlar demasiado alto.
—¿Y… eras el único que
hablaba con Ricardo, o sabes si era más amigo de…?
Pepe tomó aire apenas
escuchó la frase, cerrando los ojos y frotándose la frente.
—Hay un chico… Se llama
Fernando Elise. Se sentaba detrás. Cogieron juntos algunos trabajos, y a veces
los veía hablar. A lo mejor él te puede decir más.
—¿Y sabes dónde… o cuando
podría hablar con él?
Se lo dijo. Era perfecto.
Ninguno de los dos tenía clase hasta más tarde.
Vicente volvió a darle la
mano y se despidió definitivamente.
En la esquina opuesta de la
sala, un joven moreno y delgado con un corto bigote apuntaba datos de un libro
de Bioquímica en una hoja milimetrada. Dejó un momento el bolígrafo azul para
que su mano descansara cuando sintió un chispazo en su bolsillo.
Mira, para esto no me importa usarla.
Dejó un instante la mano
sobre el bolsillo; el móvil volvió a temblar, y otra vez; hasta cuatro en un
intervalo no superior a dos minutos.
Debo de haberme vuelto famoso, y yo sin enterarme.
Era un mensaje. Sonrió al
abrirlo. Era de una chica muy guapa con la que había coincidido para hacer un
trabajo de histología. Él lo usó como excusa para poder tener su número, aunque
no se esperaba que ella también hubiese guardado el suyo.
HOLA, ISAAC. ESTÁS OCUPADO?
ME GUSTARÍA CONTARTE ALGO.
Por supuesto, se dijo, alargando su sonrisa. Para ti, cielo, lo que sea.
Quedaron en verse en quince
minutos, fuera de la biblioteca. Isaac habría dejado en ese momento el teléfono
si no hubiese sentido curiosidad por los otros mensajes que había recibido.
Parpadeó, todos eran del
mismo número. Los fue abriendo de uno en uno.
Eran, básicamente, una sucesión
de letras sin sentido que conformaban palabras un poco más coherente con cada
nuevo intento.
Vaya, Ani, debes echarme mucho de menos.
Vicente estaba sentado en los peldaños del polideportivo, a las siete
menos cuarenta y cuatro minutos de la tarde del jueves. Joaquín le confirmó que
Pepe lo había arreglado con el amigo de Ricardo, que iba sobre esa hora a
natación, para tener unas breves palabras.
Vicente contenía la
respiración cada vez que veía acercarse a alguien con una bolsa de deporte; así
que a los quince minutos tuvo que serenarse, consciente de que se arriesgaba a
un ataque cardiaco.
Tú ten cuidado, se repetía. Empieza
como lo tenías en mente.
Dos minutos después, uno de
los asistentes se quedó parado frente a la entrada, mirándole desde arriba. Era
un chico joven y delgado, con el pelo castaño brillante y un antifaz de pecas
sobre la cara.
—Hola —dijo Vicente,
sonriendo—. ¿Eres tú Fernando?
El recién llegado dejó caer
su bolsa.
—Sí. —Le dio la mano—. Pepe
me ha dicho que eres periodista…
—Estudiante —le corrigió
con humildad.
—Que escribes sobre temas
de… interés para la uni.
—Aja —asintió, usando un
tono más solemne—. Me han dicho que tú eras el mejor amigo del chico que murió
hace poco…
—Bueno… —Cerró los ojos y
asintió resignado, como dando a entender que no, pero que tendría que
conformarse—. Eso sí, entro en menos de un cuarto de hora.
—Voy a ser rápido.
Se sacó del bolsillo de
la chaqueta la libreta y el boli, lo único que había llevado a la entrevista.
—Para empezar, tú también
eres de primero de biología.
—Ajá —asintió.
—¿Vives por aquí cerca? Si
no te imp…
—En un piso de alquiler,
con tres compañeros —contestó deprisa, con los brazos cruzados y pinta de estar
perdiendo la paciencia por momentos.
—No eres de aquí,
entonces.
—¿Eso que import…?
—Ricardo también era de
fuera —se justificó—. De Aspe o por la zona, me han dicho.
Fernando, con los ojos muy
abiertos, asintió.
—Él era de por Aspe
–aclaró—. Yo de un instituto de Tángel.
—¿Cuál? —Vicente sonrió—.
Es mera curiosidad.
—El Juan Ramón Giménez.
Lo que pensaba.
Vicente dejó de mover el
boli a centímetro y medio sobre el papel. Había abierto la libreta por una
página al azar, sencillamente, porque se imaginaba la conclusión a la que
llegaría.
—¿De qué conocías a
Ricardo? —Se dispuso a mantener las apariencias, con la esperanza de sacar el
máximo de información—. Aparte de las clases, digo.
—De clase, y de nada más.
—Vale. —Se rascó la sien
derecha con el boli—. Es que… Pepe me ha dicho que hablabais mucho.
—Claro. Los trabajos, los
apuntes… —Se encogió de hombros—. Primero es duro.
—Ya; si te consuela en el
resto de carreras es igual.
Fernando alargó las
comisuras de su sonrisa, antes de sacar su móvil y consultarlo.
—¿Y hablabais de algo más?
—No de mucho —contestó,
guardándolo—. Oye, lo siento…
—¿Sólo de clase, dices?
—insistió.
—Ahora tengo que irme —dijo
Fernando con diplomacia—. Se me va a hacer tarde.
Cogió la bolsa y pasó por
su lado, levantando la palma derecha como despedida. Vicente fue rápido en
volverse hacia él, viendo su espalda de chándal azul subir los peldaños de un
par de trotes.
Como imaginaba. Había
sacado el móvil, pero no había llegado a tocar ningún botón.
—¿Sabes que eso ya ha
pasado al menos otras dos veces? —preguntó desde su sitio, gritando.
Fernando, a un metro escaso
de la puerta, se detuvo un momento, sin llegar a mirar atrás. Luego aceleró,
metiéndose en el polideportivo y perdiendo a Vicente al fin.
Vicente suspiró y guardó su
libreta. Podría entrar y seguir, llevaba la tarjeta universitaria, pero no
tenía ganas.
El Juan Ramón Jiménez de Tángel.
Mientras bordeaba el
edificio con las manos en los bolsillos, una chica se cruzó con él, andando
deprisa y parecía que disgustada.
—¡Gisela, por favor!
A su izquierda, en la otra
acera, un chico joven y con gafas la miraba desolado desde un pinar.
—¡No tengo tiempo para
tonterías! —replicó ella, sin mirar atrás.
Vicente paró un momento,
fingiendo desinterés sin perder detalle. ¿Una pelea de enamorados?
La chica ya se había ido,
pero el joven seguía allí, dando vueltas sin decidirse por ninguna dirección,
mordiéndose la punta del pulgar, nervioso. Al final sacó el teléfono, dudó un
par de segundos y marcó.
Bueno, a ver si solucionan sus problemas, les deseó mientras seguía
su camino.
—¿Marcos? —le oyó gritar—.
Escucha, ¿puedes pasarte por la biblioteca un momento? Hay… tengo que decirte
algo.
Aquello parecía más
complicado de lo que pensaba, y perdió definitivamente su interés.
Ya en su piso, sacó el
móvil y revisó los contactos. Suspiró, llevándose una mano al pecho con alivio.
Sabía que todavía lo tenía apuntado por ahí, pero siempre era un engorro
ponerse a buscar números.
Espero que no esté en clase.
—¿Diga? —le contestó una
voz masculina al segundo tono.
—¿Carlos? Soy yo, Vicente
—se identificó.
—Ah, hola. Ha pasado mucho
tiempo, ¿no?
—Bastante, casi un trimestre
entero. Un día deberíamos quedar, a tomar algo.
—Vale. —Se rió.
Lo conoció el año pasado,
en una fiesta para los nuevos estudiantes. Era un alumno de química bastante
interesante, aunque lo que despertaría su interés posterior fue lo que sabía
sobre otro tema.
—Escucha —tragó saliva—,
tengo que… preguntarte algo sobre Sara.
—Ah… Creía que…
—Es por lo que ha pasado
este fin de semana —se apresuró a especificar—. ¿Sabes a qué me refiero?
—Sí, me he enterado.
—Mira, he preguntado por
ahí y… —Se rascó el entrecejo—. Ese tío con el que salía…
—Oliver.
—Exacto —hizo memoria—. Era
estudiante de Tángel, ¿no?
—Sí, creo que sí… —La voz
de Carlos se ralentizó—. Estaba por San Juan.
—¿Sabes si iba a un instituto
llamado Juan Ramón Jiménez?
—Tampoco sé tanto, pero
creo que sí… —Carlos hizo una larga pausa—. Oye, ¿a qué viene esto?
—Pues, podría no ser nada…
—Dime —insistió.
—Oye, sé que hablaste con
la poli y que se considera un accidente…
—Homicidio.
—¿Sara te habló alguna vez
de ese Oliver...? —Vicente apretó los incisivos, dándose cuenta de que lo había
dicho sin pensar. Había que replantear la pregunta—. Si le contó algo de su
instituto, aunque no parezca importante.
Al otro lado oyó la
respiración del interlocutor.
—Bueno, parece… que tenía
grandes planes —le dijo—. Hablaba que si irse a Tailandia de voluntario, que si
acoger niños saharauis, que si ir a la luna…
—Sí, lo típico —lamentó
Vicente.
—Chorradas. —Carlos se rió—.
¿Sabes? Unos días, antes de que pasase…
La voz del químico se
ralentizó, seguramente debatiéndose entre la seriedad y las lágrimas.
—Dime — le animó Vicente,
procurando que no sonase a exhortación.
—Dijo que le contó una…
especie de historia de terror, muy rara.
—¿Ah, sí? —Vicente curvó la
boca hacia abajo. No era lo que se esperaba—. ¿Y te la contó?
—No, ella no se acordaba de
esas cosas —aseguró—. Lo que sí que me dijo era el nombre; algo del mugriento,
el arrapado…
Hubo una pausa. Vicente
martilleaba con los dedos sobre su mesa, nervioso.
—El Harapiento.
—No lo había oído nunca.
—Ya, debía ser una broma; o
una idea para una película.
Intercambiaron un par de
frases más sin importancia y Vicente volvió al portátil. Consideró que la
información que había reunido sobre el chico muerto era demasiado poca cosa.
Y puedo tener problemas si los relaciono por mi cuenta…
Se le ocurrió buscar en
Google El Harapiento, como título y
palabras en minúsculas. No sabía que se esperaba encontrar; una historia de
fantasmas o vampiros, pero aparte de la definición sólo encontró información
sobre un libro de Betzaida, una canción de Los
Mismos de Ayer y algo de un personaje de la independencia de Colombia. Lo
único que podía dar miedo de esa palabra era la cantidad de resultados que la
contenían que tendría que revisar.
Puede… que algo más específico.
Buscó el instituto Juan
Ramón Jiménez de Tángel. Algunas noticias de prensa local, en su mayoría
relativas a finales de curso, que algún alumno había recibido una mención
honorifica en un certamen literario o en una competición deportiva… y una
noticia en la parte más baja que fue la que le llamó la atención.
SE SOSPECHA QUE EL ALUMNO
DE TÁNGEL QUE SE SUICIDÓ FUE UN CASO DE ACOSO ESCOLAR.
Vicente abrió la noticia.
No daba el nombre del chico ni detalles de su muerte; sólo decía que apareció
muerto y todo indicaba que fue suicidio. Lo que si pudo ver fue la fecha.
En mayo pasado, antes de
las vacaciones de verano y de que la nueva promoción de estudiantes de Tangel
hiciese la selectividad.
Casi se le desprendió la
mandíbula.
En apenas cuatro meses y
medio, desde el inicio del curso universitario, tres alumnos habían sufrido
muertes violentas.
El primero, Raúl García
Mateo, estudiaba arquitectura. Murió a las tres semanas de empezar. Fue
encontrado con señales de violencia en su apartamento de la Villa
Universitaria, en un tercer piso sin balcón y con la puerta principal cerrada.
Aunque se investigó como homicidio, la policía no llegó a esclarecer nada.
Vicente se llevó la mano al
mentón, dándose cuenta de que no sabía de dónde era.
Tendré que preguntarlo.
A un mes y medio de los
exámenes de final de semestre, Sara Lloret, de química, murió frente a la
entrada de la universidad. Un coche encontró su cadáver desparramado desde el
paso de cebra a la rotonda de acceso, por lo que se determinó que fue un
atropello con fuga (cometido con un todoterreno a ciento veinte por lo menos).
Y ahora Ricardo Gutiérrez,
de biología, que parecía despedazado por un animal.
Tres alumnos sin relación,
como no fuese estar en primero y (estaba seguro) ser o haber conocido a alguien
de ese instituto. Sólo por casualidad, se le ocurrió buscar Tángel e Instituto
Juan Ramón Jiménez con Harapiento. Suspiró, aunque no le sorprendió no
encontrar resultados.
Su siguiente paso fue
buscar la dirección del susodicho centro en la web. No estaba muy lejos, camino
de San Juan y, siendo un pueblo pequeño, no pensaba que el tráfico o el
aparcamiento pudiesen ser un problema.
Vicente apagó el portátil y
se hizo hacia atrás, con los brazos tras la nuca.
Pasado mañana vendrá Nere, que se irá el domingo. No tengo nada más que
hacer y puedo actualizarlo todo hasta el domingo por la tarde.
Ese día, después de
recordar que las notas de enero ya estaban disponibles y que se iba a celebrar
una conferencia sobre riesgos medioambientales marinos en el Aulario 2, se fue
a la cama, poniendo el despertador a las seis.
A sus padres les extrañó
que se levantase tan temprano.
—Me apetece ir a hacer
ejercicio —mintió, lo que se estaba convirtiendo en una sana costumbre.
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