domingo, 8 de julio de 2018


EL HARAPIENTO- 1º PARTE

Ricardo Gutiérrez recorría el centro del paseo portuario, mirando sin parar a los lados; a los almacenes sobre las aceras. Pasados los primeros cien metros, dejó caer los brazos y suspiró.
     Ya era indudable. Se había perdido.
      Mierda, tenía que haberlo mirado en GoogleEarth.
     Había quedado a las ocho con Pepe, Silvia y algunos más de la facultad para que le enseñasen la zona de fiesta junto al puerto. Tenían que encontrarse hacía treinta y un minutos; al lado del viejo Panoramis, dijeron. Sin embargo, mientras se veía solo en la esquina asfaltada que ni siquiera era usada de aparcamiento, y el cielo naranja se volvía violeta mientras oía a los coches pasar de largo al otro lado del callejón, el desánimo le puso en marcha.
      A lo mejor me he equivocado, decidió. Puede que sea en otra parte del puerto.
      Avanzó por una acera estrecha a la izquierda, viendo a algún peatón ocasional quedarse mirándolo (¿por qué?) hasta llegar a la verdadera entrada del puerto. Había una caseta de vigilante, controlando las barreras automáticas de entrada y salida para los coches.
       —Hola —saludó—. ¿Ha visto si ha entrado un grupo de chicos por aqu…?
       Ricardo se calló cuando el hombre, de más de cincuenta años, enjuto, de pelo gris revuelto y uniforme azul, se quedó mirándole con cara de pocos amigos. Una mirada con voz propia.
     Chico, no estoy aquí para eso.
     —Yo no he visto nada —aseguró, sin disimular su hostilidad, y voy a cerrar en media hora. —Giró el brazo izquierdo, como para consultar un reloj—, pero, si antes quieres…
     —Gracias.
     Pasó cabizbajo, convencido de que no estaban allí, pero era mejor que seguir parado. Llevaba su móvil encima, así que siempre podía llamar.
      Y no se me hará tarde.
     El primer camino que eligió acababa en un callejón sin salida, y aunque había distancia entre los almacenes y la pared de la verja al final, tenía que darse la vuelta y desandarlo todo para volver.
     En ese momento, las farolas a su alrededor se encendieron.
     Muy bien, se dijo, brazos en jarra. O les ha pasado algo o me han dado plantón.
      Se volvió para salir de allí cuanto antes. Odiaba los sitios así: grandes, con mucho espacio y edificios, y ni una sola persona. Como unas ruinas…
     Oyó un chasquido tras él, algo rozando la acera. Se volvió, con el corazón acelerado. Nada.
       Venga ya, se dijo, tomando aire. Encima te pasa esto, te rayas y empiezas a pensar cosas raras.
      Se metió las manos en los bolsillos y caminó. Le pareció volver a oír algo tras él, más cerca y alto.
       No voy a mirar; no voy a seguir
       Llegó a la esquina a doscientos metros, comprobando toda la distancia hasta la salida. Los chasquidos le siguieron hasta allí, quedándose en el callejón.
     Ricardo gimió, formando una media sonrisa.
     ¿Es esto, peña? ¿Intentáis asustarme? Joder, ya no estamos en un instituto.
     Se volvió para acabar con aquel juego de una vez. Lo que vio fue un perro negro, y enorme.
      Estaba sobre la acera izquierda, con la cabeza baja, como olisqueando el suelo. Cuando Ricardo lo vio paró lo que hacía e irguió el cuello.
     Normalmente, al chico le habría dado lástima: tenía el pelo, largo y fino, sucio y caído, y por cómo se inclinaba no parecía muy sano. Pero ahí quieto, con la cabeza levantada como queriendo que se hiciese una idea de su tamaño, sus ojos enormes puestos en él y totalmente quieto, lo que hizo fue contener la respiración y tensar los músculos, preparándose para reaccionar.
     No corras, te atacará.
     La garita, de todos modos, estaba cerca. Si gritaba, el vigilante le oiría.
     Venga ya, sólo es un perro.
     Siguió su camino, las manos fuera. Si le seguía, confiaba en que bastase correr…
     Ahí estaba, el sonido de sus uñas, tan cerca como si lo tuviese detrás. Ricardo se paró en la calzada, sin preocuparse de que le atropellasen: allí no había coches, ni nadie. Se volvió hacia la esquina.
     —Oye —dijo, procurando no subir la voz; sólo faltaba que pareciese que hablaba solo—. Vete, ¿quieres?
       El perro le ignoró. Estaba saliendo del callejón, arrastrándose hasta la esquina. En ese momento, la respiración de Ricardo se cortó. Había dejado de parecerle un perro.
     Un momento, parece… No, ni hablar. Negó con la cabeza. Estas cosas no pasan.
     Ni siquiera parecía un cuadrúpedo, sino que se movía sobre sus patas delanteras largas y fuertes. Su enorme cuerpo tapaba la parte posterior, impidiéndole ver las patas traseras, o las piernas.
     Se quedó mirando las extremidades delanteras, la derecha era algo más gruesa, cubierta de un pelaje oscuro y corto. La izquierda era más fina, constreñida por lo que parecía un vendaje, enrollado hasta la muñeca, rozando el suelo. Al final de ambas asomaban cinco uñas muy largas.
     Ricardo cerró los puños, repasándose los labios con la lengua.
      Ese cabrón de Cris, sabía que me la iba a jugar. Esa puta historia
     —Tú estate tranquilo —pidió al animal, mirándole mientras retrocedía de espaldas—. Yo ya me voy. Puedes seguir con lo que…
     Le ignoró. Se había quedado ahí, quieto, empequeñeciendo con cada paso. Y mirándole.
     Ahora.
     Ricardo se volvió, listo para correr.
     Se lo encontró delante al volverse, agitando los brazos para no llevárselo por delante.
     ¡Dios…!
     Se irguió sobre aquellas patas que parecían brazos todo lo largo que era, cubriendo su vista. Era más alto que el metro sesenta y ocho de Ricardo. El pelo, sucio y caído salvo en pedazos donde crecía como el musgo, ya no le parecía pelaje. Y la cara alargada, los ojos que parecían tres y los colmillos medio tapados por los desgarrones…
     Mierda, es que… es igual.
     Ricardo parpadeó. El animal se desplegó ante él, como un murciélago gigante alzando el vuelo. El chico gritó, teniendo la suerte de haber dejado de sentir cuando su voz se acabó.

Vicente Múgica se volvió hacia la habitación en penumbras, comprobando la hora en su reloj. Las siete y diez.
     Perfecto.
     Apartó la sábana, levantó la persiana y se bajó de la cama, procurando hacer el mínimo ruido posible. Sus padres no se solían levantar hasta las ocho menos cuarto.
     No tenía clase hasta las nueve, así que podría aprovechar para desayunar y vestirse con calma, salir a correr un poco (tenía cubierta la tarifa para el curso entero en el polideportivo, pero no siempre se sentía con ganas de deporte al acabar el día) y, lo más importante, tenía tiempo de sobra para actualizar Campus Today.
     Su blog sobre la universidad, sugerido por la profesora de Teoría de la Información, ya recibía una media de setenta visitas diarias, aunque con sólo tres meses en vigencia era pronto para poder colgar publicidad, lo que (llegado el momento) le supondría beneficios rápidos.
     Vicente, en pantalón corto de pijama, fue hasta su escritorio y encendió el portátil. Lo primero que hizo fue abrir cuatro pestañas de Google. En la primera accedió al Blog, en la segunda a Hotmail, en la tercera accedió al Campus Virtual y la última fue para Facebook.
     Bueno lunes, a ver qué tienes para mí.
     Su espacio virtual suponía un compendio de todo lo que podía interesar en general a los alumnos de las distintas facultades, desde fechas de exámenes y horarios a ofertas para estudios, becas, actividades extraescolares y fiestas. También había sitio para cotilleos (aunque el rector le dio un toque al respecto hacía dos meses, dándole un buen susto, pero sin ir a peor).
      —Mucho cuidado —le dijo—. No queremos escándalos, de ningún tipo.
     Dos días antes comentó que Jennifer, la chica más guapa de su clase, había roto definitivamente con su novio, cosa que ella misma le confirmó, abriendo las puertas a los posibles pretendientes (que formarían una verdadera cola). Por desgracia, sus padres (no quería ni imaginarse cómo) leyeron la página, interpretando la invitación muy malamente.
     Inició sesión en Blogger y de ahí, pasó al correo. Había tres ese día, de momento.
     A ver…
     Nere, su novia, que estudiaba veterinaria en Murcia, le decía que el viaje había ido bien.
     Volveré este sábado, acababa el mensaje. ¿Me echarás de menos?
     Y que lo digas, pensó, sonriendo.
     El segundo era una iniciativa de Safe.Org, algo sobre las minas terrestres. El último, de Daniel, su amigo de Arquitectura, era interesante.
     Va a haber una fiesta el sábado 12 en el bar Never End, desde las nueve hasta que el cuerpo aguante. Hay descuento de dos en uno para estudiantes a partir de las diez.
      Cita ineludible para los amantes de la fiesta en dos semanas, tituló la entrada; afinando lo que esperaba fuese un futuro talento para bautizar titulares.
     La información del Campus Virtual, por desgracia, estaba más limitada a su carrera, pero siendo ese su principal público, no podía pedir más.
     ¡Recordatorio de Comunicación Social!, Poneos las pilas con Periodismo Universal y Se abre el plazo para elegir camiseta, fue trascribiendo a la velocidad del rayo.
     Hora de ver Facebook, pasando por las páginas de los distintos alumnos con apodos conocidos. Un post de Crazy Juan, de Ingeniería Civil, estaba recibiendo muchas visitas…
      —No me jodas —dijo en voz alta, pegando la cara a la pantalla. Sólo necesitaba mirar abajo, al último comentario.
     ¿Sabéis algo más del chico que ha muerto?
     El bloguero subió varias líneas, leyendo detalles mientras se hacía atrás en su asiento.
     Con este, ya son tres.
     Tragedia para la facultad de Biología, tituló, añadiendo un poco de texto antes de concluir: Más información, próximamente.
     Luego apagó el portátil y se levantó, agarrando los pantalones de chándal del respaldo de su silla. Podía hacer suficiente ejercicio corriendo de camino al Campus.
     No podía precipitarse, siendo un tema tan serio y, al mismo tiempo, podía ser la primera noticia de verdad de su vida. Exigía el máximo rigor posible.
    
Vicente llegó a la cantina de la facultad de Ciencias, a la que asistía Ricardo Gutiérrez, el alumno muerto. Nada más hacerlo, revisó el móvil.
     Tiene que ir ahora a desayunar. Es moreno, algo bajito y con gafas.
     Gracias, Fabián.
     Fabián Gomis era el delegado de segundo de Biología y un viejo compañero de instituto de Vicente, lo que le gustaba llamar una fuente muy fiable. Coincidía en una clase de primero con un alumno que, por lo visto, conocía al chico.
     Pidió una taza de café con leche, una tostada con aceite y se sentó a esperar. Mientras unas pocas mesas se llenaban y los alumnos con sus mochilas pasaban, se fijó en uno en concreto.
     —¡Hola! —le saludó, levantando la mano antes de salirle al paso—. ¿Tú eres Joaquín?
     —Sí. —El chico, menudo y escuálido como tantos otros que acababan de estrenar la mayoría de edad, se quedó mirándole extrañado, con los brazos cruzados.
     —Soy Vicente, el amigo de Fabián.
     —¡Ah, sí! —asintió, manteniendo su postura.
     —¿Te ha mencionado por qué quie…?
     —¿Antes —le interrumpió—, te importa si pido algo? —Señaló a la cantina—. Estoy molido.
     —Claro, no pasa nada. —Vicente le cortó el paso cuando iba a entrar—. Yo invito.
     Joaquín, por suerte, no abusó de su detalle, limitándose a una taza de leche con cacao y dos ensaimadas.
     —Fabián me dijo que estudias periodismo…
     —Sí; tengo un blog donde pongo todas las noticias de interés de la uni…
     —¿Es algo oficial? —preguntó Joaquín, antes de dar un trago a su taza.
     —Algo así.
     —¿Te dan créditos por hacerlo?
     —Unos pocos —mintió. Siempre era más fácil apelar al sentido del deber estudiantil. Eran muchos los que tenían que acabar la carrera arañando por donde podían.
     —Bueno. —Le dio un bocado a una ensaimada—. Tengo clase en veinte minutos…
     Vicente sacó de su propia mochila una de anillas y un boli.
     —¿De qué conocías al chico? —empezó—. Creo que era de primero, como…
     —Sí —asintió—. Se sentaba por la primera fila, así que era fácil verlo. Al principio, los dos primeros meses o así no llamaba mucho la atención. —Se hizo el pelo hacia atrás con la mano, suspirando—. Luego, en prácticas de botánica y zoología, pues empezábamos a hablar y… después del primer trimestre, hicimos juntos un trabajo de bioquímica.
     —¿Erais amigos? —incidió Vicente.
     —Yo casi no lo conocía —aseguró, mirando a su taza—, pero un amigo mío, Pepe, quería… meterlo en el grupo —concretó—. El sábado habíamos quedado…
      —¿Cuando murió? —La frente de Vicente se arrugó.
      —Sí, lo triste —dio otro trago—, es que estaba allí esperándonos; habíamos quedado para ir al puerto. Pero Pepe quiso ir en coche y aparcar en Alicante, un sábado…
       —Sí, es una cosa muy jodida —reconoció resignado, arrancando de paso a Joaquín una sonrisa—.Así que casi no le…
     —No —repitió Joaquín con algo de vergüenza—. Pero Pepe hablaba más con él.
     —¿De verdad? —Los ojos de Vicente se iluminaron.
     —Dame tu número, y puedo preguntarle si quiere hablar, o decirte lo que…
      —Vale —accedió Vicente, dándole tiempo a sacar papel y boli.
     —Por cierto —agregó después de guardarlo, mientras terminaba el desayuno—. Para eso del blog necesitas…
     —Es exclusivo de los estudiantes de periodismo—decidió librarse de él—. Lo siento.
     Vicente se quedó viéndole irse a clase. A él todavía le quedaba bastante tiempo, así que decidió ir hasta su facultad dando un paseo.
      Mientras se levantaba, a dos mesas de distancia, una chica rubia bebía zumo de naranja y repasaba sus apuntes de geología para la práctica de esa tarde.
     —Hola, Anais.
     La chica dobló el cuello, sonriendo al ver al chico que llegaba por detrás.
     —Hola, Rafi. ¿Cómo…?
     Su amigo dejó caer la mochila sobre la mesa y su culo en la silla de enfrente. Anais dejó de sonreír.
      —¿Te pasa algo?
     —¿Eh? —Rafi se había agarrado a los reposabrazos, mirando a un lado y a otro y sobre ella—. No, nada.
     Anais iba a preguntarle si le pasaba algo, cuando comprobó a simple vista que no hacía falta. Rafi, normalmente alegre y entusiasma, estaba empapado en sudor y con la cara roja, como si hubiese ido corriendo; cosa poco adecuada llevando vaqueros y su cazadora. El labio inferior le temblaba, no paraba de agitar la pierna izquierda y sus ojos iban de un lado a otro, rebotando en sus órbitas.
     Anais se fijó en estos últimos, preguntándose si estaría drogado. Por desgracia, en la penumbra de las primeras horas de la mañana costaba ver si las pupilas estaban más dilatadas de lo normal por algo más que la luz ambiental.
      Empezó a guardar sus apuntes, decidiendo que era mejor irse.
      —Espera.
       Se detuvo, mirándole. No era tanto una petición o una orden como un ruego; hasta le había tendido el brazo, como para impedir que le dejase.
     —¿Qué te pasa? —preguntó por fin, haciéndose adelante—. Y no vuelvas a decir que…
      —Es que llevo unos días sin dormir —confesó, sonriendo de forma forzada—. Los nervios por los exámenes, ya sabes.
      —Ya. —Era una emoción que ella compartía, aunque desde luego no hasta ese extremo.
       Rafi se frotó los labios con la mano derecha, como queriendo espabilarse.
       —Oye, Ani, ¿tienes un momento? —le pidió—. Yo, quería… contarte una historia.
      Anais parpadeó. Aquello era cada vez más raro.
       —Bueno —dejó las manos tendidas sobre la mesa—. Tú dirás.
       Rafi cerró los ojos, tomó aire y le dedicó una mirada capaz de traspasar el acero.
     —¿Conoces… la historia del Harapiento?

Vicente llevaba ya hora y media revisando Historia del Periodismo Universal cuando su móvil, sobre a la mesa, vibró. En la biblioteca era mejor que el silencio no fuese absoluto.
     Lo cogió, se levantó y miró a su alrededor. Un chico de mediana estatura, rollizo y rubio oscuro se había quedado frente a la entrada. Vicente agitó la mano, animándole a acercarse.
      —Hola —susurró, mientras le daba la mano—. Tú debes de ser Pepe.
     —Ajá.
     Vicente había preferido quedarse en el Campus después de las clases de la mañana para poder hablar con el chico de biología, que tenía una práctica a las cuatro ese miércoles, en media hora. Le llamó la atención que, aunque iba bien afeitado, tenía cortos restos de pelo esparcidos por la cara. Debía haberse pasado por el peluquero antes de la comida.
     —Joaquín me ha dicho que podíamos hablar de…
       Pepe asintió, sentándose frente a él con las manos juntas, esperando sus preguntas. Vicente abrió el blog de notas por su anterior entrevista.
     —Muy bien, este fin de semana, tú y otros amigos quedasteis en Alicante con Ricardo, el chico que murió.
     Pepe asintió, parecía que apenado.
     —Ni siquiera llegamos a verlo —reconoció—. Cuando llegamos ya era tarde, y pensamos que se habría cansado de esperar. Entonces le llamamos al móvil, pero no estaba. Cuando nos íbamos, vimos los coches de policía, nos acercamos un poco y…
     —¿Os dijeron algo, sobre lo que le había pasado?
      —Nada que no saliese en los periódicos. Dijeron que un chico había muerto. Nosotros le dijimos por qué estábamos allí y entonces se interesó. Lo identificaron y…
        La lengua de Pepe chasqueó entre sus labios.
     —Nos dijeron —retomó la palabra con esfuerza—, que era como si le hubiese atacado un animal salvaje.
      Vicente dejó un momento el boli y se rascó sobre el labio
       —Esto es importante —le avisó, mirándole con confianza—. ¿Sabes lo que pasó, hará como mes y medio? Yo ya escribí en mi blog sobre eso.
     —Como todo el mundo —asintió, palideciendo.
     —Entonces sabrás que esto es importante —aseguró, antes de ponerse cauto—. Seguro que la policía lo relacio…
      —A ellos ya les dije lo que sabía —aseguró—. Que no es mucho. No era mi amigo íntimo, precisamente.
      Vicente suspiró. De momento, coincidía con la declaración de Joaquín.
      —Bueno, ¿y qué sabías de Ricardo? Creo que le queríais enseñar Alicante porque era de fuer…
      —De Aspe, creo, o de por la zona —asintió—. Por eso no conocía a casi nadie aquí, como casi todos los de primero. —Sonrió, agachando la barbilla, formando un pliegue de papada—. A mi me pasa lo mismo. Yo soy de un instituto de aquí al lado, pero todos mis compañeros o están estudiando otra cosa, o…
      Se frotó un momento la frente.
      —Supongo que a casi todos nos pasa lo mismo.
     Vicente asintió, aprovechando para mirar hacia el mostrador de recepción. Había pocos alumnos, sin contar los cuatro que ocupaban los ordenadores. Le había parecido que la bibliotecaria les miraba, presagiando un aviso por charlar demasiado alto.
     —¿Y… eras el único que hablaba con Ricardo, o sabes si era más amigo de…?
     Pepe tomó aire apenas escuchó la frase, cerrando los ojos y frotándose la frente.
     —Hay un chico… Se llama Fernando Elise. Se sentaba detrás. Cogieron juntos algunos trabajos, y a veces los veía hablar. A lo mejor él te puede decir más.
     —¿Y sabes dónde… o cuando podría hablar con él?
     Se lo dijo. Era perfecto. Ninguno de los dos tenía clase hasta más tarde.
     Vicente volvió a darle la mano y se despidió definitivamente.
     En la esquina opuesta de la sala, un joven moreno y delgado con un corto bigote apuntaba datos de un libro de Bioquímica en una hoja milimetrada. Dejó un momento el bolígrafo azul para que su mano descansara cuando sintió un chispazo en su bolsillo.
     Mira, para esto no me importa usarla.
     Dejó un instante la mano sobre el bolsillo; el móvil volvió a temblar, y otra vez; hasta cuatro en un intervalo no superior a dos minutos.
     Debo de haberme vuelto famoso, y yo sin enterarme.
     Era un mensaje. Sonrió al abrirlo. Era de una chica muy guapa con la que había coincidido para hacer un trabajo de histología. Él lo usó como excusa para poder tener su número, aunque no se esperaba que ella también hubiese guardado el suyo.
     HOLA, ISAAC. ESTÁS OCUPADO? ME GUSTARÍA CONTARTE ALGO.
     Por supuesto, se dijo, alargando su sonrisa. Para ti, cielo, lo que sea.
     Quedaron en verse en quince minutos, fuera de la biblioteca. Isaac habría dejado en ese momento el teléfono si no hubiese sentido curiosidad por los otros mensajes que había recibido.
      Parpadeó, todos eran del mismo número. Los fue abriendo de uno en uno.
      Eran, básicamente, una sucesión de letras sin sentido que conformaban palabras un poco más coherente con cada nuevo intento.
      Vaya, Ani, debes echarme mucho de menos.

Vicente estaba sentado en los peldaños del polideportivo, a las siete menos cuarenta y cuatro minutos de la tarde del jueves. Joaquín le confirmó que Pepe lo había arreglado con el amigo de Ricardo, que iba sobre esa hora a natación, para tener unas breves palabras.
       Vicente contenía la respiración cada vez que veía acercarse a alguien con una bolsa de deporte; así que a los quince minutos tuvo que serenarse, consciente de que se arriesgaba a un ataque cardiaco.
     Tú ten cuidado, se repetía. Empieza como lo tenías en mente.
     Dos minutos después, uno de los asistentes se quedó parado frente a la entrada, mirándole desde arriba. Era un chico joven y delgado, con el pelo castaño brillante y un antifaz de pecas sobre la cara.
     —Hola —dijo Vicente, sonriendo—. ¿Eres tú Fernando?
     El recién llegado dejó caer su bolsa.
     —Sí. —Le dio la mano—. Pepe me ha dicho que eres periodista…
     —Estudiante —le corrigió con humildad.
     —Que escribes sobre temas de… interés para la uni.
     —Aja —asintió, usando un tono más solemne—. Me han dicho que tú eras el mejor amigo del chico que murió hace poco…
     —Bueno… —Cerró los ojos y asintió resignado, como dando a entender que no, pero que tendría que conformarse—. Eso sí, entro en menos de un cuarto de hora.
     —Voy a ser rápido.
       Se sacó del bolsillo de la chaqueta la libreta y el boli, lo único que había llevado a la entrevista.
     —Para empezar, tú también eres de primero de biología.
      —Ajá —asintió.
     —¿Vives por aquí cerca? Si no te imp…
     —En un piso de alquiler, con tres compañeros —contestó deprisa, con los brazos cruzados y pinta de estar perdiendo la paciencia por momentos.
      —No eres de aquí, entonces.
     —¿Eso que import…?
     —Ricardo también era de fuera —se justificó—. De Aspe o por la zona, me han dicho.
     Fernando, con los ojos muy abiertos, asintió.
     —Él era de por Aspe –aclaró—. Yo de un instituto de Tángel.
     —¿Cuál? —Vicente sonrió—. Es mera curiosidad.
     —El Juan Ramón Giménez.
      Lo que pensaba.
     Vicente dejó de mover el boli a centímetro y medio sobre el papel. Había abierto la libreta por una página al azar, sencillamente, porque se imaginaba la conclusión a la que llegaría.
     —¿De qué conocías a Ricardo? —Se dispuso a mantener las apariencias, con la esperanza de sacar el máximo de información—. Aparte de las clases, digo.
      —De clase, y de nada más.
      —Vale. —Se rascó la sien derecha con el boli—. Es que… Pepe me ha dicho que hablabais mucho.
      —Claro. Los trabajos, los apuntes… —Se encogió de hombros—. Primero es duro.
      —Ya; si te consuela en el resto de carreras es igual.
       Fernando alargó las comisuras de su sonrisa, antes de sacar su móvil y consultarlo.
      —¿Y hablabais de algo más?
     —No de mucho —contestó, guardándolo—. Oye, lo siento…
     —¿Sólo de clase, dices? —insistió.
     —Ahora tengo que irme —dijo Fernando con diplomacia—. Se me va a hacer tarde.
     Cogió la bolsa y pasó por su lado, levantando la palma derecha como despedida. Vicente fue rápido en volverse hacia él, viendo su espalda de chándal azul subir los peldaños de un par de trotes.
     Como imaginaba. Había sacado el móvil, pero no había llegado a tocar ningún botón.
     —¿Sabes que eso ya ha pasado al menos otras dos veces? —preguntó desde su sitio, gritando.
     Fernando, a un metro escaso de la puerta, se detuvo un momento, sin llegar a mirar atrás. Luego aceleró, metiéndose en el polideportivo y perdiendo a Vicente al fin.
     Vicente suspiró y guardó su libreta. Podría entrar y seguir, llevaba la tarjeta universitaria, pero no tenía ganas.
      El Juan Ramón Jiménez de Tángel.
     Mientras bordeaba el edificio con las manos en los bolsillos, una chica se cruzó con él, andando deprisa y parecía que disgustada.
     —¡Gisela, por favor!
     A su izquierda, en la otra acera, un chico joven y con gafas la miraba desolado desde un pinar.
     —¡No tengo tiempo para tonterías! —replicó ella, sin mirar atrás.
     Vicente paró un momento, fingiendo desinterés sin perder detalle. ¿Una pelea de enamorados?
     La chica ya se había ido, pero el joven seguía allí, dando vueltas sin decidirse por ninguna dirección, mordiéndose la punta del pulgar, nervioso. Al final sacó el teléfono, dudó un par de segundos y marcó.
     Bueno, a ver si solucionan sus problemas, les deseó mientras seguía su camino.
     —¿Marcos? —le oyó gritar—. Escucha, ¿puedes pasarte por la biblioteca un momento? Hay… tengo que decirte algo.
     Aquello parecía más complicado de lo que pensaba, y perdió definitivamente su interés.
     Ya en su piso, sacó el móvil y revisó los contactos. Suspiró, llevándose una mano al pecho con alivio. Sabía que todavía lo tenía apuntado por ahí, pero siempre era un engorro ponerse a buscar números.
     Espero que no esté en clase.
     —¿Diga? —le contestó una voz masculina al segundo tono.
     —¿Carlos? Soy yo, Vicente —se identificó.
     —Ah, hola. Ha pasado mucho tiempo, ¿no?
     —Bastante, casi un trimestre entero. Un día deberíamos quedar, a tomar algo.
     —Vale. —Se rió.
     Lo conoció el año pasado, en una fiesta para los nuevos estudiantes. Era un alumno de química bastante interesante, aunque lo que despertaría su interés posterior fue lo que sabía sobre otro tema.
     —Escucha —tragó saliva—, tengo que… preguntarte algo sobre Sara.
     —Ah… Creía que…
     —Es por lo que ha pasado este fin de semana —se apresuró a especificar—. ¿Sabes a qué me refiero?
     —Sí, me he enterado.
     —Mira, he preguntado por ahí y… —Se rascó el entrecejo—. Ese tío con el que salía…
     —Oliver.
     —Exacto —hizo memoria—. Era estudiante de Tángel, ¿no?
      —Sí, creo que sí… —La voz de Carlos se ralentizó—. Estaba por San Juan.
      —¿Sabes si iba a un instituto llamado Juan Ramón Jiménez?
     —Tampoco sé tanto, pero creo que sí… —Carlos hizo una larga pausa—. Oye, ¿a qué viene esto?
     —Pues, podría no ser nada…
     —Dime —insistió.
     —Oye, sé que hablaste con la poli y que se considera un accidente…
     —Homicidio.
     —¿Sara te habló alguna vez de ese Oliver...? —Vicente apretó los incisivos, dándose cuenta de que lo había dicho sin pensar. Había que replantear la pregunta—. Si le contó algo de su instituto, aunque no parezca importante.
       Al otro lado oyó la respiración del interlocutor.
      —Bueno, parece… que tenía grandes planes —le dijo—. Hablaba que si irse a Tailandia de voluntario, que si acoger niños saharauis, que si ir a la luna…
     —Sí, lo típico —lamentó Vicente.
     —Chorradas. —Carlos se rió—. ¿Sabes? Unos días, antes de que pasase…
      La voz del químico se ralentizó, seguramente debatiéndose entre la seriedad y las lágrimas.
     —Dime — le animó Vicente, procurando que no sonase a exhortación.
     —Dijo que le contó una… especie de historia de terror, muy rara.
     —¿Ah, sí? —Vicente curvó la boca hacia abajo. No era lo que se esperaba—. ¿Y te la contó?
     —No, ella no se acordaba de esas cosas —aseguró—. Lo que sí que me dijo era el nombre; algo del mugriento, el arrapado…
      Hubo una pausa. Vicente martilleaba con los dedos sobre su mesa, nervioso.
     —El Harapiento.
     —No lo había oído nunca.
     —Ya, debía ser una broma; o una idea para una película.
     Intercambiaron un par de frases más sin importancia y Vicente volvió al portátil. Consideró que la información que había reunido sobre el chico muerto era demasiado poca cosa.
     Y puedo tener problemas si los relaciono por mi cuenta
     Se le ocurrió buscar en Google El Harapiento, como título y palabras en minúsculas. No sabía que se esperaba encontrar; una historia de fantasmas o vampiros, pero aparte de la definición sólo encontró información sobre un libro de Betzaida, una canción de Los Mismos de Ayer y algo de un personaje de la independencia de Colombia. Lo único que podía dar miedo de esa palabra era la cantidad de resultados que la contenían que tendría que revisar.
       Puede… que algo más específico.
      Buscó el instituto Juan Ramón Jiménez de Tángel. Algunas noticias de prensa local, en su mayoría relativas a finales de curso, que algún alumno había recibido una mención honorifica en un certamen literario o en una competición deportiva… y una noticia en la parte más baja que fue la que le llamó la atención.
      SE SOSPECHA QUE EL ALUMNO DE TÁNGEL QUE SE SUICIDÓ FUE UN CASO DE ACOSO ESCOLAR.
     Vicente abrió la noticia. No daba el nombre del chico ni detalles de su muerte; sólo decía que apareció muerto y todo indicaba que fue suicidio. Lo que si pudo ver fue la fecha.
     En mayo pasado, antes de las vacaciones de verano y de que la nueva promoción de estudiantes de Tangel hiciese la selectividad.
     Casi se le desprendió la mandíbula.
     En apenas cuatro meses y medio, desde el inicio del curso universitario, tres alumnos habían sufrido muertes violentas.
     El primero, Raúl García Mateo, estudiaba arquitectura. Murió a las tres semanas de empezar. Fue encontrado con señales de violencia en su apartamento de la Villa Universitaria, en un tercer piso sin balcón y con la puerta principal cerrada. Aunque se investigó como homicidio, la policía no llegó a esclarecer nada.
     Vicente se llevó la mano al mentón, dándose cuenta de que no sabía de dónde era.
     Tendré que preguntarlo.
     A un mes y medio de los exámenes de final de semestre, Sara Lloret, de química, murió frente a la entrada de la universidad. Un coche encontró su cadáver desparramado desde el paso de cebra a la rotonda de acceso, por lo que se determinó que fue un atropello con fuga (cometido con un todoterreno a ciento veinte por lo menos).
      Y ahora Ricardo Gutiérrez, de biología, que parecía despedazado por un animal.
      Tres alumnos sin relación, como no fuese estar en primero y (estaba seguro) ser o haber conocido a alguien de ese instituto. Sólo por casualidad, se le ocurrió buscar Tángel e Instituto Juan Ramón Jiménez con Harapiento. Suspiró, aunque no le sorprendió no encontrar resultados.
      Su siguiente paso fue buscar la dirección del susodicho centro en la web. No estaba muy lejos, camino de San Juan y, siendo un pueblo pequeño, no pensaba que el tráfico o el aparcamiento pudiesen ser un problema.
     Vicente apagó el portátil y se hizo hacia atrás, con los brazos tras la nuca.
     Pasado mañana vendrá Nere, que se irá el domingo. No tengo nada más que hacer y puedo actualizarlo todo hasta el domingo por la tarde.
      Ese día, después de recordar que las notas de enero ya estaban disponibles y que se iba a celebrar una conferencia sobre riesgos medioambientales marinos en el Aulario 2, se fue a la cama, poniendo el despertador a las seis.
     A sus padres les extrañó que se levantase tan temprano.
     —Me apetece ir a hacer ejercicio —mintió, lo que se estaba convirtiendo en una sana costumbre.

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