DELITO MENOR
El joven inspiró con fuerza, intentando relajarse, dejar de oír su corazón martilleándole los oídos. Estaba nervioso, sabiendo que estaba a punto, listo,
para cometer el delito.
La chica se hizo otra vez hacia atrás, sin
llegar a volverse, sin verle. Sin bajar ni un centímetro el teléfono.
Se le acercó un poco más, sin dejar de
mirarla. Era guapa, y debía saberlo, con ese pelo castaño claro brillante,
hombros estrechos y cintura ancha. La clase de chica que debía ser muy popular,
con toneladas de amigos, pretendientes y aduladores, y que lo sabía.
Cuando se acercó tres pasos más, ahora
así, se giró del todo y se quedó mirándolo un momento, con unas gafas de sol
tapándole los ojos. Luego volvió a ponerse de lado, la máxima intimidad que la
calle ofrecía.
Cleme mantuvo las manos en los bolsillos y
la vista baja, su disfraz salvador. La chica debía pensar que era otro perdedor
más catándola imaginariamente, lo bastante para luego poder cascársela con su
imagen mental. Además, se notaba que estaba ocupada.
Hablaba de forma frenética, aunque sin
llegar a nerviosa.
—Escucha, ya te he dicho que no podemos
seguir así. Por favor, entiéndelo…
Parecía una discusión, aunque calmada;
supuso que con su novio. Una pelea que intentaban solucionar, aunque con
bastante torpeza.
—No,
no; escucha, podemos hablar, vernos los fines…
O una
rotura.
Mejor para Cleme; la mantendría distraída
y, a su modo, lo convertía en un favor.
Llegó a su lado andando con pasos largos.
Ella se había encogido con los dientes apretados, parecía que había llegado a
una parte de la charla especialmente espinosa. Se había llevado la mano
izquierda al pecho, acariciando un colgante plateado, algún tipo de flor.
Cleme sacó la mano izquierda y apresó el
móvil, con la agilidad y precisión que le enseñó el tío Mauro. Luego corrió,
deprisa y sin problemas, aunque llevase tejanos.
—¡Oye!
La reacción de ella, como siempre, fue
adelantarse, intentar envolver el objeto con las manos, aunque ya estaba lejos,
doblando la esquina. En su estudio previo, había visto que llevaba zapatos
descubiertos de suela alta, por lo que no iba a poder correr tras él demasiado.
Al doblar el rincón siguió andando
deprisa, pero ya sin correr. Si la chica gritaba Ladrón, sería como llevar un cartel anunciador al cuello, y con su
ropa informal y su gorra era otro chico que volvía del instituto ese día
soleado y tórrido de mayo. Dos calles más y estaría a salvo.
Cleme se apoyó en una pared y examinó su
captura. Un Samsung, le dio la impresión que un Galaxy J5 o J6, de lo mejor y
de lo último. Y sin un arañazo, ni una sobrecubierta cursi. Bien. En cuanto
Antonio lo liberase, podría colocarlo por setenta y cinco u ochenta, mínimo.
Sólo de pensarlo se rió, y el día todavía era joven…
—¡¿Qué… ha… pasado…?! —gritó una voz
distorsionada e histérica, que le puso el vello de punta.
Se miró la mano, sonriendo. Con el subidón
del hurto (era hurto, sin emplear fuerza ni violencia; una falta, delito menor
a lo sumo, considerando que era extrarreincidente), se había olvidado del tío
que estaba hablando. Sus resuellos le habían cortado la voz, y había confundido
la vibración del móvil con su pálpito natural.
Miró un momento la pantalla, casi
ahogándose de pura impresión; no era raro que la chica tuviese la guardia baja.
Llevaban veinte minutos, once segundos y contando. En mitad de la calle. Debía
ser alguien muy paciente.
Pues
mira, deja de gastarte saldo para nada.
Colgó el teléfono y se lo metió en el
bolsillo, mirando atrás un momento. El ir y venir de personas se había
despejado lo justo para ver la vuelta de la calle. Nadie le perseguía… ni
siquiera la chica, a la que vio brazos en jarra mirando hacia él; con tanta
claridad que hasta podía ver su particular medalla.
Se retiró en el acto, ocultándose contra
la misma pared en la que se apoyaba. Era raro, parecía frustrada, era lógico;
como cualquier víctima de robo… pero no nerviosa, ni enfadada. Dios, casi
parecía feliz...
Lo
dicho. Un pelmazo.
Cleme continuó la media mañana hasta las
tres, haciéndose con un bolso y dos carteras; nada mal. Eso sí, tuvo que volver
a comprobar el Galaxy al minuto, para ponerlo en silencio. No era una llamada,
sólo un WhatsApp. Y mientras lo callaba para el resto del día, llegó otro.
Lo
que me pensaba. Una chica muy popular.
No lo iba a volver a comprobar hasta
después de comer.
—Ya estoy
aquí —anunció su vuelta a casa. Primero pasó por la cocina, a saludar a su
madre, que acababa de colar unos macarrones. De ahí fue al salón, lleno de
fotos familiares, casi todas de sus tres hermanos mayores y de él mismo, a
saludar a su padre, en ese momento leyendo El
Marca en calzoncillos.
—¿Cómo te ha ido el día? —le preguntó al
adulto, que ya tenía en la mano una lata de Amstel.
—Bien. —Le dedicó una sonrisa mordaz, y
Cleme temió que condescendiente—. ¿Y a ti?
—Aún tengo que revisar unos apuntes y ya
está —aseguró mientras le devolvía la mueca, colocando frente a sí la mochila
como si fuese un escudo.
—Me alegro. No tardes mucho, que hay que
comer.
Cleme fue a cambiarse rápido, repitiendo
en su cabeza la sección de la última oración que iba antes de la coma.
Nada más cerrar la puerta, echó la mochila
a la cama, se descalzó, quitó los vaqueros y la camiseta y se dejó caer en la
cama. Hora de revisar las ganancias.
Tú
no necesitas seguir estudiando, recordaba las palabras de su padre, nada
más acabar la ESO. Sabes leer y escribir,
sumar, restar, multiplicar y dividir, y eres listo. Con eso sobra. Todos esos
libros, poesía y filosofía sólo son para comerte la cabeza y perder el tiempo.
Empezó por la primera cartera, de cuero
marrón claro, aunque barata. Varias fotos de dos niños que no llegarían a los
tres años y cuarenta y siete con cincuenta y dos, lo que no estaba nada mal. La
segunda, en cambio, sólo tenía diez con cuarenta y dos.
Suspiró, consciente de que sólo vería ese
dinero como comida en la mesa o el techo de esa habitación. Claro que, en cuanto
pensó en la alternativa, se llevó la mano derecha a la nuca, entre
estremecimientos.
El bolso, contrariamente a lo esperado,
fue menos productivo; sólo había algunos papeles, una funda vacía para gafas de
sol y un monedero con una tarjeta de socio del Hiperber y cinco con sesenta y
siete.
Una que sabía lo que le esperaba.
Ya sólo quedaba el móvil, debidamente
tasado y evaluado. La parte más fácil.
Pero…
Pulsó el botón derecho, resoplando por la
comisura derecha de la boca. No había contraseña ni patrón de desbloqueo, ni siquiera
deslizamiento táctil de pantalla. O su dueña tenía muchas prisas por contestar,
o consideraba imposible lo que le había pasado esa mañana.
Su desdén por su soberbia dio paso a un
silbido asombrado, al ver las notificaciones.
—Joder…
En
las apenas dos horas pasadas desde el hurto, había recibido cuatro mensajes y
muchos WhatsApp, ni más ni menos que treinta y uno; todos del mismo número. El
tío debía haber batido un récord.
¿Tío? Le sorprendió su propio
razonamiento, mientras los comprobaba. Primero vio que sí, todos eran del mismo
número, precedido del inevitable +34. Y que no tenía nombre, por lo que o era
un desconocido o alguien con un número nuevo que no había podido apuntar
todavía.
Cleme tensó la mano, sintiéndose mal de
golpe. ¿Quién podía preocuparse tanto por decir algo en tan poco tiempo? Pensó
en un familiar ingresado en el hospital del que esperase noticias, como su
abuelo cuando tuvo una hernia; una oferta de trabajo que necesitase para no
acabar en la calle…
No, comprendió. Si fuese algo de eso la
habrían llamado, en vez de enviar tantos mensajes.
Lo más rápido para salir de dudas era el
WhatsApp; apenas lo abrió, notó su inquietud desvanecerse.
Jo,
macho…
Un simple Como estas?, el último de una serie de mensajes que se iban
acortando y simplificando. Cielo, qué es
lo que ha pasado? Estás bien?
Puedes
contestarme dime sólo que sí, si puedes.
Has
tenido algun problema? Empiezo a ponerme nervioso.
Sólo quiero saber si estás bien.
Los SMS eran del mismo estilo, mandado
cada uno con media hora de diferencia.
Claro que sí. Era el que estaba hablando
con ella, haciéndolo todo aún más raro.
Aparte de que el número no estuviese en la
memoria, Cleme se fijó en su icono. Una flor, de lirio.
Será
una chica, se dijo, antes de acordarse del colgante de la dueña. ¿Una
especie de símbolo de amor? Lo tradicional eran las rosas. Los lirios eran para
los muertos…
Justo en ese momento, seguramente delatado
por el indicador de En línea, llegó
otro.
Viqui,
estás ahí? Puedes hablar ya?
Viqui. Supuso que sería una abreviatura de
Victoria. La dueña del móvil.
¿Debería
decirle algo, aunque fuese para calmarlo? A este ritmo va a darle un paro
cardiaco. O a quedarse sin saldo.
—¡A comer, Clemente! —le llamó su madre.
Suspiró, apagando la pantalla y dejándolo
sobre la cama. Apartó el resto de cosas, dejándolas caer al suelo; ya se
ocuparía de colocarlas a la tarde. Sólo cogió el dinero, los sesenta y tres con
sesenta y uno, que dejó en la mesa, al alcance de la mano de su padre, para que
les sacase el máximo provecho (seguramente, líquido) posibles.
Cleme
volvió en calzoncillos a su habitación después de comer, para echarse la
siesta. Hacía calor, y se sentía pegajoso.
Pero
antes…
Se tumbó de espaldas sobre la sábana, con
la cabeza apoyada en la almohada y la mano derecha sujetando el móvil. Lo
activó.
Joder,
qué pesado.
Once avisos más, separados por apenas dos
o tres minutos. Y sólo lo había dejado veintidós minutos.
Iba a volver a dejar a Número Desconocido con su angustia
cuando tuvo una idea.
Hola,
le contestó. Perdona, se me ha estropeado
la batería.
Esperó unos momentos.
Sí?
Uff, menos mal. El texto fue acompañado por tres emoticonos soplando con
alivio.
Cleme sonrió con malicia.
Me
alegro de que sólo sea eso.
Y
otra cosa, se le ocurrió. Esta tarde
me gustaría quedar contigo.
No le contestó al minuto siguiente, ni al
sexto. Parecía que, por fin, se había quedado sin palabras que teclear,
seguramente mientras esperaba que se le pasase el conato de infarto.
Dónde.
Y cuando, envió en dos mensajes separados.
Cleme pensó un momento.
La
heladería Borgoñesa, en la calle Núñez, a las 5.
Vale, ahí estaré.
Se despidió con tres
emoticonos lanzándole besos, que le dieron a Cleme la idea para la puntilla.
Igualmente. Te quiero mucho.
Se contorsionó sobre la cama entre risas,
antes de dejar el teléfono en la mesita a su derecha, bajar un poco la persiana
y tumbarse de lado. Faltaba una hora y media para la hora de la cita, dándole
tiempo para una buena siesta antes de volver a ganar dinero.
El bolso y
la cartera, incluido su contenido (menos unos pocos papeles de facturas y sobre
ofertas de trabajo) acabaron sin problemas en la tienda de Borja, que además,
se sintió generoso: veintiún euros.
—Porque te lo curras —le aseguró, sonriendo
feliz mientras le dejaba el efectivo en la mano.
Cleme consideró que se merecía un
refrigerio; de camino, al pasar por un quiosco, usó los euros extra para
comprarse un flash de naranja, a los que era adicto desde los seis años. El
frescor le recordó que tenía que pasarse por casa, a saber cómo había ido la
cita. Ya eran las seis y un minuto. No se lo había llevado para resistir la
tentación de ver cómo Número Desconocido
se desangraba de los nervios; además, era algo íntimo y privado, para ver en
casa.
Entró, dejó lo que había ganado sobre la
mesita de la cocina (donde su padre lo tenía más fácil para verlo) y se lanzó
sobre la cama, recuperando el Galaxy de la mesita.
Siete llamadas y casi veinte mensajes. No
le extrañó nada. Empezaban con el típico Hola
y Ya estoy aquí, que se repetía en fórmulas
cada vez más cortas y simplificadas de Te
falta mucho? o Te estás retrasando
por algo para el último, hacía sólo tres minutos, Me tengo que ir ya, lo siento. Ya hablamos.
Cleme se rió hasta que le dolieron las vértebras;
justo entonces recibió otro WhatsApp.
Ya
puedes hablar, Viqui?
Sí,
le escribió él. Lo siento, me ha surgido
otra cosa.
Se le acababa de ocurrir cómo sacarle el
máximo partido a la situación,
Ocupada
en otra cosa? Lo confirmó. Y por qué
no me lo has dicho?
Porque
no me daba la gana, aseguró. Estoy
con un chico, más guapo y más listo, mejor que tú en todo.
Hubo otra pausa larga. Cleme oyó
mentalmente una copa de cristal rompiéndose, el sonido del corazón de su amigo
desgraciado al romperse.
En
serio? Otro Sí. No me lo creo. Estás
de coña.
Se le ocurrió que podía ahondar en la
herida de aquel fracasado bajándose los pantalones, haciéndose una foto y
diciéndole, Mira, es mucho más grande que
la tuya.
Se rio con ganas, sabiendo que no se iba a
atrever a algo así (y no porque fuese a faltar a la verdad).
Así
que déjame en paz, y sal a buscarte una novia, a cascártela por ahí o algo.
Es
mentira, aseguró. Antes me has dicho
que no estabas con nadie.
Era
mentira. Me lo paso de mido riéndome de ti.
Entró una llamada. Era él.
Cleme la cortó, añadía realismo y
dramatismo a su actuación. Además, se habría descubierto.
Es
mentira. Tú me quieres, insistió.
Ya,
ya, pensó Cleme. Empezaba a respetar a aquel tío; debía reconocerlo: no era
de los que se rendían.
¿Dónde estás ahora?
Con
él, tecleó.
¿Qué haces ahí?
Chupándosela, Se rió, a
sabiendas de que su madre, si le oyese, le daría un tirón de orejas por la
vulgaridad.
No,
replicó.
Digo tan lejos de casa.
La sonrisa de Cleme quedó paralizada,
desconcertado por lo absurdo de la respuesta.
¿Qué?
En el
12 de Finestrat; el que tiene ROQUE escrito en negro a la izquierda de la
puerta.
A Cleme le dolieron los ojos por lo fuerte
y rápido que los abrió, deslizando el
pulgar con tanta fuerza que casi lo soltó.
Cómo
sabes eso? escribió, sin pensarlo.
Podía haberle dicho que con su novio
imaginario, echándole sal en la herida, si no fuese porque acababa de decir exactamente el número de su bloque de
pisos.
Hubo otra pausa momentánea.
Conoces
una aplicación llamada Creepy?
Negó.
Claro
que no. Ahora es ilegal. Pero me la bajé de Internet. Sirve para triangular un
móvil y tenerlo localizado. Funciona con Windows, Linux y Android.
Cleme se sacudió, como si el teléfono se
hubiese convertido en un montón de mierda de perro.
Supuse
que algo así podía pasar, y quería estar preparado.
Cleme tomó aire, ruidosamente.
Entonces,
ahora estás ahí fuera?
Sí.
Muy cerca.
Se lanzó a la ventana, sin pensarlo. Había
un parque, rodeado de tipas que hacían llover sus hojas y flores amarillas.
Enfrente, una calle usada de parking. La gente iba de un lado a otro, los niños
jugaban en un parque al fondo, vigilados por algunos adultos que le daban a él
la espalda.
Puedo
esperarte aquí, si quieres.
Pues
hártate de esperar, le maldijo Cleme, retirándose de vuelta a la seguridad
de su habitación, antes de realizar un terrible hallazgo: Numero desconocido no podía quedarse esperándole ahí fuera para
siempre. Ni él podía quedarse dentro.
Se fijó en el móvil. La culpa de todo era
suya; sólo tenía que deshacerse de él y todo acabaría.
Lo agarró, sopesándolo en la mano. No podía
limitarse a romperlo y tirarlo a la basura; podía detectar el cese de emisión y
quedarse esperando, rebuscar la basura e ir a por el que la hubiese dejado…
Se estremeció con asco. Ya estaba seguro:
estaba tratando con un loco, y los locos son impredecibles.
Debía librarse de él fuera de su casa. La
buena noticia era que, aunque le estuviese vigilando, estaba claro que no sabía
ni su aspecto ni el piso donde estaba. Claro que, si salía…
Mejor
darme prisa.
Cleme bajó, mirando en todas direcciones
al pisar la calle. ¿Alguien le observaba desde algún lado?
Le pareció que un hombre joven, o chico
mayor, con gafas de sol, mirando en su dirección desde uno de los bancos de
madera del parque…
Se volvió y empezó a andar deprisa hacia
la tienda de Antonio, así apenas tardaría diez minutos. Procuraba, eso sí, que
no se le notase ansioso, yendo con las manos en los bolsillos y aparentando
calma, aunque llevase las orejas orientadas al viento y los ojos atentos a
cualquier movimiento, como un lobo. Un niño huyendo de un adulto, una pareja
cogida de la mano, una mujer con una bolsa de una tienda de ropa…
Miró atrás, había perdido al tío del
parque, que se había quedado allí.
Resolló, dándose cuenta de que compartían
desventaja: no tenía ni idea del aspecto de Número
desconocido.
A lo
mejor en el móvil…
Si llamaba tanto a Victoria, Viqui, o como
fuese, a lo mejor tenía alguna foto…
Empezó viendo el resto de contactos del
WhatsApp, descartando a Papá y Mamá. Miguel, Paqui, Rosa, Angi… Todos con su respectiva foto, más
de uno posando con un amigo, en los que siempre estaba incluida la propia
Viqui, la chica del colgante. Aunque guapa, Cleme no pensó que se acordaría tan
bien de su cara.
Luego fue alternando entre sus contactos y
las fotos, identificando entre ellas a siete chicas y seis chicos, más algún
espontáneo que no se repetía en más de tres fotos de la misma fiesta, evento
musical o cena en un local. Suspiró.
Aquello empezaba a darle miedo de verdad,
¿qué chica conoce a alguien, habla con esa persona y recibe docenas de mensajes…
y no tiene ningún número suyo ni foto guardada?
Una
chica que lo conoce, contestó su cabeza por él, pero no como él quiere, y que quiere… que la deje en paz.
Se detuvo, con la piel erizada y los
sentidos enfocados hacia su espalda.
Uno de
esos chalados que se enamoran de una chica a primera vista… No, si fuese eso,
no tendría su número; ella no se lo habría dado. Un amigo, o algo así, que se
ha pensado lo que no es, se ha obsesionado y…
Cleme inspiró y dobló el cuello a la
derecha; tres calles más allá, tapada por los bloques de pisos de seis plantas,
había un puesto de la policía nacional. Podía ir y denunciarlo.
Sí,
se rió, reconoce que lo has robado; con
tus antecedentes te pueden mandar una temporada a una celda.
Bajó la vista a la pantalla, aquel único
ojo cuadrado que sólo le daba disgustos. Se le ocurrió encenderla.
Dos mensajes más.
Joder,
no me lo merezco. Sólo le he quitado a la chica el móvil. Es una falta, a lo
mucho un delito menor…
¿Q
haces ahora?, rezaba
el último texto.
Aceleró hacia la tienda de Antonio,
decidido a acabar de una vez. Cuando el pequeño local de informática estuvo
frente a él, se detuvo y accedió una última vez.
Escucha,
yo no soy Viqui, escribió.
Número
desconocido se puso a escribir. Cleme le ignoró, centrado en su propio
mensaje, respirando por la boca en un intento de centrarse; de que sus dedos no
saltasen por error a la letra de al lado, como siempre hacía cuando escribía
con prisas.
Esta mañana le he robado el móvil a la chica. Ni siquiera la conozco, decidió reconocer. Lo de la heladería fue para reírme un poco, al ver lo colado que estás
con ella. Perdón tío, he sido un gilipollas. Si vas a verla, verás cómo te lo
dice.
Las letras Escribiendo… bajo el número, habían desaparecido, aunque seguía en
línea. No había llegado a enviar su último mensaje.
Ahora
voy a deshacerme del móvil, a venderlo. Puedes ver dónde está y venir por él,
si te hace feliz; a lo mejor hasta te pide salir de verdad. Pero déjame ya.
Otro minuto de pausa. La mano de Cleme
empezó a temblar; no se había dado cuenta de toda la tensión con que sujetaba
el Galaxy.
¿De
verdad?, preguntó por fin.
Suspiró, soplando como sólo hacía para
apagar las velas de una tarta.
Sí.
Es verdad.
Me
estás mintiendo, replicó en el siguiente WhatsApp. Llevas haciéndolo mucho
tiempo.
Cleme entornó los ojos y gimió, como
cuando era pequeño y se echaba a llorar por cualquier disgusto, normalmente no
tener o que no le compraran algo que quería.
Me he
cansado de oír tus mentiras. Es hora de que sufras por esto, puta.
Cleme continuó su camino, andando, atento
al texto.
Podías haberme dicho que no, sin más, hace mucho, en vez de tenerme así.
Ahora te vas a enterar.
Se dio cuenta, subrepticiamente, que iba
como uno de esos pringados desprevenidos que le parecían tan lucrativos,
condenados por el móvil a ser atropellados, arrollados por un tren o a perderlo
de un tirón.
Podría
venir alguien ahora y llevárselo, me haría un favor, comprendió.
¿Sabes
que voy a hacer?
Miró al frente. Ya veía el rótulo de su destino;
precisamente ahora. El hombre detrás del número desconocido descargaba su rabia
sobre el teclado táctil.
Primero
iré a por ti. Te haré algo que saldrá en todas las noticias, pero que no se
atreverán a describirlo.
Cleme juntó los dientes, intentando que
dejaran de temblar. Dios, al menos en eso tenía algo de normal: todos los
capullos celosos que conocía pensaban lo mismo y decían cosas parecidas.
Aunque
con menos sutileza, claro. Ellos sólo dicen TE VOY A MATAR.
Llegó al umbral, momento en que el Samsung
volvió a temblar en su mano. Volvió a leerlo; total, para él era el final del
camino. La curiosidad, a esas alturas, no podía hacerle daño.
Y
luego, iré a por el de la calle Finestrat número 12, con ROQUE escrito en la
entrada. Y le haré lo mismo.
Cleme apretó la mano, oyendo crujir el
Galaxy, sintiendo ganas de estamparlo contra el suelo y silenciarlo por fin y
para siempre. Se contuvo al recordarse que necesitaba el dinero, y que estaba a
dos pasos de acabar con aquel episodio.
—Hola, Cleme, chaval —le saludó Antonio,
dándole la mano como a un amigo, a pesar de que él tenía más de treinta y cinco
años y Cleme sólo dieciséis—. ¿Qué me traes?
—Esto —le dijo, pasándole el móvil.
—Vaya. —Lo cogió entre las manos,
sopesándolo y analizándolo como un joyero con un reloj de oro—. ¿De cuándo es?
—De hace un rato —mintió—. Ni siquiera lo
he apagado todavía.
Antonio cambió la expresión, mirando tras
Cleme con la boca convexa. Si alguien le pillaba en una transacción así, sabía
que lo peor no sería que le cerrasen el negocio.
—Tranqui —le entendió el chico—. Ha sido
lejos, casi en Carolinas. Ni lo han notado.
Lo apagó manualmente, para anular cuanto
antes posibles dispositivos de GPS. Algo que, al pensarlo Cleme, le hizo
resollar con furia.
—Lo que sí que he visto es que no
paraban de llegarle mensajes y llamadas… —lo señaló cuando volvió a estar sobre
el mostrador.
Antonio le miró, ahora sin expresión.
—No jodas, ya sabes que eso no es
problema.
Abrió la carcasa con las manos, sin ayuda
de destornillador ni otra herramienta y le sacó la tarjeta SIM y la de memoria
como haría un buscador de perlas.
—Ten, si así estás más tranquilo.
Las dejó frente a Cleme, supuso que por si
las quería de recuerdo. El chico se limitó a suspirar.
—¿Te pasa algo? —le miró, ceñudo—. Te veo
raro.
—No, nada.
—Bien, pues… —Antonio cruzó las manos y
carraspeó—. Por este modelo, y en este estado…
—¿Pueden ser cincuenta? Con eso me
conformo.
Antonio había dejado la boca a medio
abrir. Parpadeó.
—¿Qué cojones te ha pasado, Cleme?
—Nada —repitió.
—No jodas. Por uno que sabes que cojo por
al menos sesenta y cinco así, sin regatear ni…
—Sólo es… —Se rascó la sien derecha—. Que
tengo un poco de prisa por volver. Quiero ayudar a mi madre a ordenar la casa;
mi padre… opina que debo…
Antonio suspiró.
—Ya, te entiendo.
Se llevó el Samsung y abrió la caja. Sacó
sesenta.
—Ten, y no te quejes. Tú eres honrado, y yo
no pienso ser menos.
Se puso el puño cerrado sobre el pecho.
—Gracias tío.
Otro apretón de manos terminó el negocio.
—De nada. Vuelve cuando sea.
Cleme salió tomando aire, ajeno al olor a
tubo de escape, sintiendo el débil viento de la tarde secándole el sudor. Ya
estaba. Ya no era para nada asunto suyo.
Lo
que necesito ahora es llegar a casa y ducharme.
Cinco minutos de vuelta, algo menos que la
ida, y se quedó con la llave en la mano, arrugando la nariz. Algo había
cambiado desde que se había ido, algo que podía ser sutil… hasta que miraba
abajo.
—Mierda. Qué asco.
Alguien había dejado una cagada de perro
aplastada sobre el peldaño de entrada a su casa. A las exhalaciones por la
boca, siguió un repelús momentáneo. Miró tras él.
Los ocupantes de la calle y el parque
habían cambiado. No reconoció a ninguno.
Por
Dios, puede no tener nada que ver. Habrá sido sólo un cerco, o un gracioso, o…
Iré
a por el de la calle Finestrat número 12, con ROQUE escrito en la puerta. Y le
haré lo mismo.
Subió corriendo. Nunca ninguna amenaza o
insulto le había parecido tan terrible como aquel WhatsApp.
—Algún cerdo ha dejado que su perro se nos
cague en la puerta —anunció su padre al llegar esa tarde—. No lo cogerán y le
cortaran los huevos.
Su madre se sorprendió al oírlo.
—¿Sabes si es de ahora?
Debía estar pensando en doña Merce y la
pareja del tercero, los únicos del bloque con perro.
—No. A la tarde ya estaba —reconoció
Cleme, que alegó que se le había pasado para no sacar el tema antes. Lo primero
que había hecho al llegar fue ducharse.
Antes de acostarse y dar aquel día
asqueroso por acabado, llamó a Quique, su colega en el edificio de enfrente.
Quería saber si estaba al tanto de algo.
—No, lo siento, tío. No he visto nada.
—Ya… gracias.
Mejor
así. No era nada. Nada…
Algo cambió desde ese día. Cleme empezó a
incorporar al hogar un gasto adicional: la prensa local.
Su padre estaba contento, porque podía
leer los deportes y la lotería. Su madre, para saber qué hacían en la tele. Él
estaba más atento a la sección de sucesos.
Le impresionó; no dejaba de oír en la
tele (y mientras fue, en el instituto), lo mala que era la violencia de genero.
Pero no se esperaba algo así. Chicas apuñaladas, mujeres apalizadas, niños
muertos…
Fue tres días después. Después de dos
casos, uno en Albacete y otro en Girona, pasó allí, decían que era una chica
joven, sin decir el nombre. Sólo que sus iniciales eran V. G. M. y que
sospechaban de un ex novio que seguía desaparecido y del que no pusieron foto.
Y los detalles, siempre los detalles, cruciales en la prensa, ahí… no estaban.
Cleme arrugó la hoja al cerrar el diario.
Y suspiró.
Puede haber sido otra…
Saldrá en todas las noticias, pero que no se atreverán a describirlo.
Esa noche le costó dormir, aunque dos días
después se le había pasado. Otro caso de violencia machista, nada más. No sería
el último.
Pero lo recordó cuando su madre llegó de
comprar a la una, muy agitada.
—Joder…
—¿Qué pasa? —acudió corriendo a ayudarla.
La mujer tenía su cara arrugada y
enrojecida cubierta de sudor. Asustada. Sólo le faltaba llorar.
—Algún gracioso… —dijo con furia—… nos ha
roto el buzón y ha dejado dentro una rata muerta. Además, ha manchado los demás
con… —Hizo una mueca de asco—…creo que sangre.
Cleme se retiró con las manos bajadas,
sintiendo que se quedaba sin fuerzas. La antítesis de la rabia de su padre
cuando se enteró.
Fue un cambio definitivo en su actitud,
que los progenitores no dejaban de señalar. Siempre que salía a la calle lo
hacía despacio, andando con calma, con un ojo delante y otro detrás. No sabía
si estaba a salvo, si le buscaban. Y no sabía de quién debía tener miedo.
¿Pero lo peor? No saber si habían sido
simples coincidencias, si aquellos incidentes habían sido los únicos… y hasta
cuándo iba a tener que mantenerse en guardia. ¿Acabaría algún día? No tenía ni
idea.
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