domingo, 22 de julio de 2018


DELITO MENOR

El joven inspiró con fuerza, intentando relajarse, dejar de oír su corazón martilleándole los oídos. Estaba nervioso, sabiendo que estaba a punto, listo, para cometer el delito.
     La chica se hizo otra vez hacia atrás, sin llegar a volverse, sin verle. Sin bajar ni un centímetro el teléfono.
     Se le acercó un poco más, sin dejar de mirarla. Era guapa, y debía saberlo, con ese pelo castaño claro brillante, hombros estrechos y cintura ancha. La clase de chica que debía ser muy popular, con toneladas de amigos, pretendientes y aduladores, y que lo sabía.
     Cuando se acercó tres pasos más, ahora así, se giró del todo y se quedó mirándolo un momento, con unas gafas de sol tapándole los ojos. Luego volvió a ponerse de lado, la máxima intimidad que la calle ofrecía.
     Cleme mantuvo las manos en los bolsillos y la vista baja, su disfraz salvador. La chica debía pensar que era otro perdedor más catándola imaginariamente, lo bastante para luego poder cascársela con su imagen mental. Además, se notaba que estaba ocupada.
       Hablaba de forma frenética, aunque sin llegar a nerviosa.
     —Escucha, ya te he dicho que no podemos seguir así. Por favor, entiéndelo…
     Parecía una discusión, aunque calmada; supuso que con su novio. Una pelea que intentaban solucionar, aunque con bastante torpeza.
    —No, no; escucha, podemos hablar, vernos los fines…
    O una rotura.
     Mejor para Cleme; la mantendría distraída y, a su modo, lo convertía en un favor.
    Llegó a su lado andando con pasos largos. Ella se había encogido con los dientes apretados, parecía que había llegado a una parte de la charla especialmente espinosa. Se había llevado la mano izquierda al pecho, acariciando un colgante plateado, algún tipo de flor.
     Cleme sacó la mano izquierda y apresó el móvil, con la agilidad y precisión que le enseñó el tío Mauro. Luego corrió, deprisa y sin problemas, aunque llevase tejanos.
     —¡Oye!
    La reacción de ella, como siempre, fue adelantarse, intentar envolver el objeto con las manos, aunque ya estaba lejos, doblando la esquina. En su estudio previo, había visto que llevaba zapatos descubiertos de suela alta, por lo que no iba a poder correr tras él demasiado.
       Al doblar el rincón siguió andando deprisa, pero ya sin correr. Si la chica gritaba Ladrón, sería como llevar un cartel anunciador al cuello, y con su ropa informal y su gorra era otro chico que volvía del instituto ese día soleado y tórrido de mayo. Dos calles más y estaría a salvo.
     Cleme se apoyó en una pared y examinó su captura. Un Samsung, le dio la impresión que un Galaxy J5 o J6, de lo mejor y de lo último. Y sin un arañazo, ni una sobrecubierta cursi. Bien. En cuanto Antonio lo liberase, podría colocarlo por setenta y cinco u ochenta, mínimo. Sólo de pensarlo se rió, y el día todavía era joven…
     —¡¿Qué… ha… pasado…?! —gritó una voz distorsionada e histérica, que le puso el vello de punta.
     Se miró la mano, sonriendo. Con el subidón del hurto (era hurto, sin emplear fuerza ni violencia; una falta, delito menor a lo sumo, considerando que era extrarreincidente), se había olvidado del tío que estaba hablando. Sus resuellos le habían cortado la voz, y había confundido la vibración del móvil con su pálpito natural.
      Miró un momento la pantalla, casi ahogándose de pura impresión; no era raro que la chica tuviese la guardia baja. Llevaban veinte minutos, once segundos y contando. En mitad de la calle. Debía ser alguien muy paciente.
     Pues mira, deja de gastarte saldo para nada.
     Colgó el teléfono y se lo metió en el bolsillo, mirando atrás un momento. El ir y venir de personas se había despejado lo justo para ver la vuelta de la calle. Nadie le perseguía… ni siquiera la chica, a la que vio brazos en jarra mirando hacia él; con tanta claridad que hasta podía ver su particular medalla.
     Se retiró en el acto, ocultándose contra la misma pared en la que se apoyaba. Era raro, parecía frustrada, era lógico; como cualquier víctima de robo… pero no nerviosa, ni enfadada. Dios, casi parecía feliz...
       Lo dicho. Un pelmazo.
      Cleme continuó la media mañana hasta las tres, haciéndose con un bolso y dos carteras; nada mal. Eso sí, tuvo que volver a comprobar el Galaxy al minuto, para ponerlo en silencio. No era una llamada, sólo un WhatsApp. Y mientras lo callaba para el resto del día, llegó otro.
      Lo que me pensaba. Una chica muy popular.
     No lo iba a volver a comprobar hasta después de comer.

—Ya estoy aquí —anunció su vuelta a casa. Primero pasó por la cocina, a saludar a su madre, que acababa de colar unos macarrones. De ahí fue al salón, lleno de fotos familiares, casi todas de sus tres hermanos mayores y de él mismo, a saludar a su padre, en ese momento leyendo El Marca en calzoncillos.
     —¿Cómo te ha ido el día? —le preguntó al adulto, que ya tenía en la mano una lata de Amstel.
     —Bien. —Le dedicó una sonrisa mordaz, y Cleme temió que condescendiente—. ¿Y a ti?
     —Aún tengo que revisar unos apuntes y ya está —aseguró mientras le devolvía la mueca, colocando frente a sí la mochila como si fuese un escudo.
     —Me alegro. No tardes mucho, que hay que comer.
     Cleme fue a cambiarse rápido, repitiendo en su cabeza la sección de la última oración que iba antes de la coma.
    Nada más cerrar la puerta, echó la mochila a la cama, se descalzó, quitó los vaqueros y la camiseta y se dejó caer en la cama. Hora de revisar las ganancias.
      Tú no necesitas seguir estudiando, recordaba las palabras de su padre, nada más acabar la ESO. Sabes leer y escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir, y eres listo. Con eso sobra. Todos esos libros, poesía y filosofía sólo son para comerte la cabeza y perder el tiempo.
     Empezó por la primera cartera, de cuero marrón claro, aunque barata. Varias fotos de dos niños que no llegarían a los tres años y cuarenta y siete con cincuenta y dos, lo que no estaba nada mal. La segunda, en cambio, sólo tenía diez con cuarenta y dos.
     Suspiró, consciente de que sólo vería ese dinero como comida en la mesa o el techo de esa habitación. Claro que, en cuanto pensó en la alternativa, se llevó la mano derecha a la nuca, entre estremecimientos.
     El bolso, contrariamente a lo esperado, fue menos productivo; sólo había algunos papeles, una funda vacía para gafas de sol y un monedero con una tarjeta de socio del Hiperber y cinco con sesenta y siete.
     Una que sabía lo que le esperaba.
      Ya sólo quedaba el móvil, debidamente tasado y evaluado. La parte más fácil.
      Pero
     Pulsó el botón derecho, resoplando por la comisura derecha de la boca. No había contraseña ni patrón de desbloqueo, ni siquiera deslizamiento táctil de pantalla. O su dueña tenía muchas prisas por contestar, o consideraba imposible lo que le había pasado esa mañana.
     Su desdén por su soberbia dio paso a un silbido asombrado, al ver las notificaciones.
     —Joder…
      En las apenas dos horas pasadas desde el hurto, había recibido cuatro mensajes y muchos WhatsApp, ni más ni menos que treinta y uno; todos del mismo número. El tío debía haber batido un récord.
     ¿Tío? Le sorprendió su propio razonamiento, mientras los comprobaba. Primero vio que sí, todos eran del mismo número, precedido del inevitable +34. Y que no tenía nombre, por lo que o era un desconocido o alguien con un número nuevo que no había podido apuntar todavía.
     Cleme tensó la mano, sintiéndose mal de golpe. ¿Quién podía preocuparse tanto por decir algo en tan poco tiempo? Pensó en un familiar ingresado en el hospital del que esperase noticias, como su abuelo cuando tuvo una hernia; una oferta de trabajo que necesitase para no acabar en la calle…
    No, comprendió. Si fuese algo de eso la habrían llamado, en vez de enviar tantos mensajes.
    Lo más rápido para salir de dudas era el WhatsApp; apenas lo abrió, notó su inquietud desvanecerse.
     Jo, macho
     Un simple Como estas?, el último de una serie de mensajes que se iban acortando y simplificando. Cielo, qué es lo que ha pasado? Estás bien?
     Puedes contestarme dime sólo que sí, si puedes.
     Has tenido algun problema? Empiezo a ponerme nervioso.
     Sólo quiero saber si estás bien.
     Los SMS eran del mismo estilo, mandado cada uno con media hora de diferencia.
     Claro que sí. Era el que estaba hablando con ella, haciéndolo todo aún más raro.
     Aparte de que el número no estuviese en la memoria, Cleme se fijó en su icono. Una flor, de lirio.
     Será una chica, se dijo, antes de acordarse del colgante de la dueña. ¿Una especie de símbolo de amor? Lo tradicional eran las rosas. Los lirios eran para los muertos…
     Justo en ese momento, seguramente delatado por el indicador de En línea, llegó otro.
     Viqui, estás ahí? Puedes hablar ya?
     Viqui. Supuso que sería una abreviatura de Victoria. La dueña del móvil.
     ¿Debería decirle algo, aunque fuese para calmarlo? A este ritmo va a darle un paro cardiaco. O a quedarse sin saldo.
     —¡A comer, Clemente! —le llamó su madre.
    Suspiró, apagando la pantalla y dejándolo sobre la cama. Apartó el resto de cosas, dejándolas caer al suelo; ya se ocuparía de colocarlas a la tarde. Sólo cogió el dinero, los sesenta y tres con sesenta y uno, que dejó en la mesa, al alcance de la mano de su padre, para que les sacase el máximo provecho (seguramente, líquido) posibles.

Cleme volvió en calzoncillos a su habitación después de comer, para echarse la siesta. Hacía calor, y se sentía pegajoso.
     Pero antes
     Se tumbó de espaldas sobre la sábana, con la cabeza apoyada en la almohada y la mano derecha sujetando el móvil. Lo activó.
     Joder, qué pesado.
     Once avisos más, separados por apenas dos o tres minutos. Y sólo lo había dejado veintidós minutos.
     Iba a volver a dejar a Número Desconocido con su angustia cuando tuvo una idea.
     Hola, le contestó. Perdona, se me ha estropeado la batería.
     Esperó unos momentos.
     Sí? Uff, menos mal. El texto fue acompañado por tres emoticonos soplando con alivio.
     Cleme sonrió con malicia.
     Me alegro de que sólo sea eso.
     Y otra cosa, se le ocurrió. Esta tarde me gustaría quedar contigo.
     No le contestó al minuto siguiente, ni al sexto. Parecía que, por fin, se había quedado sin palabras que teclear, seguramente mientras esperaba que se le pasase el conato de infarto.
     Dónde. Y cuando, envió en dos mensajes separados.
     Cleme pensó un momento.
     La heladería Borgoñesa, en la calle Núñez, a las 5.
     Vale, ahí estaré.
     Se despidió con tres emoticonos lanzándole besos, que le dieron a Cleme la idea para la puntilla.
     Igualmente. Te quiero mucho.                                                                                                                         
    Se contorsionó sobre la cama entre risas, antes de dejar el teléfono en la mesita a su derecha, bajar un poco la persiana y tumbarse de lado. Faltaba una hora y media para la hora de la cita, dándole tiempo para una buena siesta antes de volver a ganar dinero.

El bolso y la cartera, incluido su contenido (menos unos pocos papeles de facturas y sobre ofertas de trabajo) acabaron sin problemas en la tienda de Borja, que además, se sintió generoso: veintiún euros.
     —Porque te lo curras —le aseguró, sonriendo feliz mientras le dejaba el efectivo en la mano.
     Cleme consideró que se merecía un refrigerio; de camino, al pasar por un quiosco, usó los euros extra para comprarse un flash de naranja, a los que era adicto desde los seis años. El frescor le recordó que tenía que pasarse por casa, a saber cómo había ido la cita. Ya eran las seis y un minuto. No se lo había llevado para resistir la tentación de ver cómo Número Desconocido se desangraba de los nervios; además, era algo íntimo y privado, para ver en casa.
     Entró, dejó lo que había ganado sobre la mesita de la cocina (donde su padre lo tenía más fácil para verlo) y se lanzó sobre la cama, recuperando el Galaxy de la mesita.
     Siete llamadas y casi veinte mensajes. No le extrañó nada. Empezaban con el típico Hola y Ya estoy aquí, que se repetía en fórmulas cada vez más cortas y simplificadas de Te falta mucho? o Te estás retrasando por algo para el último, hacía sólo tres minutos, Me tengo que ir ya, lo siento. Ya hablamos.
     Cleme se rió hasta que le dolieron las vértebras; justo entonces recibió otro WhatsApp.
     Ya puedes hablar, Viqui?
     , le escribió él. Lo siento, me ha surgido otra cosa.
     Se le acababa de ocurrir cómo sacarle el máximo partido a la situación,
     Ocupada en otra cosa? Lo confirmó. Y por qué no me lo has dicho?
     Porque no me daba la gana, aseguró. Estoy con un chico, más guapo y más listo, mejor que tú en todo.
     Hubo otra pausa larga. Cleme oyó mentalmente una copa de cristal rompiéndose, el sonido del corazón de su amigo desgraciado al romperse.
     En serio? Otro Sí. No me lo creo. Estás de coña.
     Se le ocurrió que podía ahondar en la herida de aquel fracasado bajándose los pantalones, haciéndose una foto y diciéndole, Mira, es mucho más grande que la tuya.
     Se rio con ganas, sabiendo que no se iba a atrever a algo así (y no porque fuese a faltar a la verdad).
     Así que déjame en paz, y sal a buscarte una novia, a cascártela por ahí o algo.
     Es mentira, aseguró. Antes me has dicho que no estabas con nadie.
     Era mentira. Me lo paso de mido riéndome de ti.
     Entró una llamada. Era él.
     Cleme la cortó, añadía realismo y dramatismo a su actuación. Además, se habría descubierto.
     Es mentira. Tú me quieres, insistió.
    Ya, ya, pensó Cleme. Empezaba a respetar a aquel tío; debía reconocerlo: no era de los que se rendían.
     ¿Dónde estás ahora?
     Con él, tecleó.
     ¿Qué haces ahí?
     Chupándosela, Se rió, a sabiendas de que su madre, si le oyese, le daría un tirón de orejas por la vulgaridad.
     No, replicó. Digo tan lejos de casa.
     La sonrisa de Cleme quedó paralizada, desconcertado por lo absurdo de la respuesta.
     ¿Qué?
    En el 12 de Finestrat; el que tiene ROQUE escrito en negro a la izquierda de la puerta.
    A Cleme le dolieron los ojos por lo fuerte y  rápido que los abrió, deslizando el pulgar con tanta fuerza que casi lo soltó.
    Cómo sabes eso? escribió, sin pensarlo.
    Podía haberle dicho que con su novio imaginario, echándole sal en la herida, si no fuese porque acababa de decir exactamente el número de su bloque de pisos.
    Hubo otra pausa momentánea.
    Conoces una aplicación llamada Creepy?
     Negó.
      Claro que no. Ahora es ilegal. Pero me la bajé de Internet. Sirve para triangular un móvil y tenerlo localizado. Funciona con Windows, Linux y Android.
     Cleme se sacudió, como si el teléfono se hubiese convertido en un montón de mierda de perro.
     Supuse que algo así podía pasar, y quería estar preparado.
    Cleme tomó aire, ruidosamente.
    Entonces, ahora estás ahí fuera?
    Sí. Muy cerca.
    Se lanzó a la ventana, sin pensarlo. Había un parque, rodeado de tipas que hacían llover sus hojas y flores amarillas. Enfrente, una calle usada de parking. La gente iba de un lado a otro, los niños jugaban en un parque al fondo, vigilados por algunos adultos que le daban a él la espalda.
     Puedo esperarte aquí, si quieres.
    Pues hártate de esperar, le maldijo Cleme, retirándose de vuelta a la seguridad de su habitación, antes de realizar un terrible hallazgo: Numero desconocido no podía quedarse esperándole ahí fuera para siempre. Ni él podía quedarse dentro.
    Se fijó en el móvil. La culpa de todo era suya; sólo tenía que deshacerse de él y todo acabaría.
    Lo agarró, sopesándolo en la mano. No podía limitarse a romperlo y tirarlo a la basura; podía detectar el cese de emisión y quedarse esperando, rebuscar la basura e ir a por el que la hubiese dejado…
     Se estremeció con asco. Ya estaba seguro: estaba tratando con un loco, y los locos son impredecibles.
     Debía librarse de él fuera de su casa. La buena noticia era que, aunque le estuviese vigilando, estaba claro que no sabía ni su aspecto ni el piso donde estaba. Claro que, si salía…
     Mejor darme prisa.
     Cleme bajó, mirando en todas direcciones al pisar la calle. ¿Alguien le observaba desde algún lado?
      Le pareció que un hombre joven, o chico mayor, con gafas de sol, mirando en su dirección desde uno de los bancos de madera del parque…
     Se volvió y empezó a andar deprisa hacia la tienda de Antonio, así apenas tardaría diez minutos. Procuraba, eso sí, que no se le notase ansioso, yendo con las manos en los bolsillos y aparentando calma, aunque llevase las orejas orientadas al viento y los ojos atentos a cualquier movimiento, como un lobo. Un niño huyendo de un adulto, una pareja cogida de la mano, una mujer con una bolsa de una tienda de ropa…
     Miró atrás, había perdido al tío del parque, que se había quedado allí.
     Resolló, dándose cuenta de que compartían desventaja: no tenía ni idea del aspecto de Número desconocido.
     A lo mejor en el móvil
     Si llamaba tanto a Victoria, Viqui, o como fuese, a lo mejor tenía alguna foto…
    Empezó viendo el resto de contactos del WhatsApp, descartando a Papá y Mamá. Miguel, Paqui, Rosa, Angi… Todos con su respectiva foto, más de uno posando con un amigo, en los que siempre estaba incluida la propia Viqui, la chica del colgante. Aunque guapa, Cleme no pensó que se acordaría tan bien de su cara.
    Luego fue alternando entre sus contactos y las fotos, identificando entre ellas a siete chicas y seis chicos, más algún espontáneo que no se repetía en más de tres fotos de la misma fiesta, evento musical o cena en un local. Suspiró.
    Aquello empezaba a darle miedo de verdad, ¿qué chica conoce a alguien, habla con esa persona y recibe docenas de mensajes… y no tiene ningún número suyo ni foto guardada?
     Una chica que lo conoce, contestó su cabeza por él, pero no como él quiere, y que quiere… que la deje en paz.
     Se detuvo, con la piel erizada y los sentidos enfocados hacia su espalda.
     Uno de esos chalados que se enamoran de una chica a primera vista… No, si fuese eso, no tendría su número; ella no se lo habría dado. Un amigo, o algo así, que se ha pensado lo que no es, se ha obsesionado y…
      Cleme inspiró y dobló el cuello a la derecha; tres calles más allá, tapada por los bloques de pisos de seis plantas, había un puesto de la policía nacional. Podía ir y denunciarlo.
     , se rió, reconoce que lo has robado; con tus antecedentes te pueden mandar una temporada a una celda.
     Bajó la vista a la pantalla, aquel único ojo cuadrado que sólo le daba disgustos. Se le ocurrió encenderla.
     Dos mensajes más.
     Joder, no me lo merezco. Sólo le he quitado a la chica el móvil. Es una falta, a lo mucho un delito menor
     ¿Q haces ahora?, rezaba el último texto.
     Aceleró hacia la tienda de Antonio, decidido a acabar de una vez. Cuando el pequeño local de informática estuvo frente a él, se detuvo y accedió una última vez.
     Escucha, yo no soy Viqui, escribió.
     Número desconocido se puso a escribir. Cleme le ignoró, centrado en su propio mensaje, respirando por la boca en un intento de centrarse; de que sus dedos no saltasen por error a la letra de al lado, como siempre hacía cuando escribía con prisas.
      Esta mañana le he robado el móvil a la chica. Ni siquiera la conozco, decidió reconocer. Lo de la heladería fue para reírme un poco, al ver lo colado que estás con ella. Perdón tío, he sido un gilipollas. Si vas a verla, verás cómo te lo dice.
     Las letras Escribiendo… bajo el número, habían desaparecido, aunque seguía en línea. No había llegado a enviar su último mensaje.
      Ahora voy a deshacerme del móvil, a venderlo. Puedes ver dónde está y venir por él, si te hace feliz; a lo mejor hasta te pide salir de verdad. Pero déjame ya.
       Otro minuto de pausa. La mano de Cleme empezó a temblar; no se había dado cuenta de toda la tensión con que sujetaba el Galaxy.
     ¿De verdad?, preguntó por fin.
      Suspiró, soplando como sólo hacía para apagar las velas de una tarta.
      Sí. Es verdad.
     Me estás mintiendo, replicó en el siguiente WhatsApp. Llevas haciéndolo mucho tiempo.
     Cleme entornó los ojos y gimió, como cuando era pequeño y se echaba a llorar por cualquier disgusto, normalmente no tener o que no le compraran algo que quería.
    Me he cansado de oír tus mentiras. Es hora de que sufras por esto, puta.
    Cleme continuó su camino, andando, atento al texto.
     Podías haberme dicho que no, sin más, hace mucho, en vez de tenerme así. Ahora te vas a enterar.
     Se dio cuenta, subrepticiamente, que iba como uno de esos pringados desprevenidos que le parecían tan lucrativos, condenados por el móvil a ser atropellados, arrollados por un tren o a perderlo de un tirón.
     Podría venir alguien ahora y llevárselo, me haría un favor, comprendió.
    ¿Sabes que voy a hacer?
     Miró al frente. Ya veía el rótulo de su destino; precisamente ahora. El hombre detrás del número desconocido descargaba su rabia sobre el teclado táctil.
     Primero iré a por ti. Te haré algo que saldrá en todas las noticias, pero que no se atreverán a describirlo.
     Cleme juntó los dientes, intentando que dejaran de temblar. Dios, al menos en eso tenía algo de normal: todos los capullos celosos que conocía pensaban lo mismo y decían cosas parecidas.
     Aunque con menos sutileza, claro. Ellos sólo dicen TE VOY A MATAR.
     Llegó al umbral, momento en que el Samsung volvió a temblar en su mano. Volvió a leerlo; total, para él era el final del camino. La curiosidad, a esas alturas, no podía hacerle daño.
    Y luego, iré a por el de la calle Finestrat número 12, con ROQUE escrito en la entrada. Y le haré lo mismo.
    Cleme apretó la mano, oyendo crujir el Galaxy, sintiendo ganas de estamparlo contra el suelo y silenciarlo por fin y para siempre. Se contuvo al recordarse que necesitaba el dinero, y que estaba a dos pasos de acabar con aquel episodio.
     —Hola, Cleme, chaval —le saludó Antonio, dándole la mano como a un amigo, a pesar de que él tenía más de treinta y cinco años y Cleme sólo dieciséis—. ¿Qué me traes?
     —Esto —le dijo, pasándole el móvil.
    —Vaya. —Lo cogió entre las manos, sopesándolo y analizándolo como un joyero con un reloj de oro—. ¿De cuándo es?
      —De hace un rato —mintió—. Ni siquiera lo he apagado todavía.
     Antonio cambió la expresión, mirando tras Cleme con la boca convexa. Si alguien le pillaba en una transacción así, sabía que lo peor no sería que le cerrasen el negocio.
       —Tranqui —le entendió el chico—. Ha sido lejos, casi en Carolinas. Ni lo han notado.
      Lo apagó manualmente, para anular cuanto antes posibles dispositivos de GPS. Algo que, al pensarlo Cleme, le hizo resollar con furia.
        —Lo que sí que he visto es que no paraban de llegarle mensajes y llamadas… —lo señaló cuando volvió a estar sobre el mostrador.
       Antonio le miró, ahora sin expresión.
      —No jodas, ya sabes que eso no es problema.
     Abrió la carcasa con las manos, sin ayuda de destornillador ni otra herramienta y le sacó la tarjeta SIM y la de memoria como haría un buscador de perlas.
     —Ten, si así estás más tranquilo.
     Las dejó frente a Cleme, supuso que por si las quería de recuerdo. El chico se limitó a suspirar.
     —¿Te pasa algo? —le miró, ceñudo—. Te veo raro.
     —No, nada.
     —Bien, pues… —Antonio cruzó las manos y carraspeó—. Por este modelo, y en este estado…
     —¿Pueden ser cincuenta? Con eso me conformo.
     Antonio había dejado la boca a medio abrir. Parpadeó.
    —¿Qué cojones te ha pasado, Cleme?
    —Nada —repitió.
    —No jodas. Por uno que sabes que cojo por al menos sesenta y cinco así, sin regatear ni…
    —Sólo es… —Se rascó la sien derecha—. Que tengo un poco de prisa por volver. Quiero ayudar a mi madre a ordenar la casa; mi padre… opina que debo…
     Antonio suspiró.
     —Ya, te entiendo.
    Se llevó el Samsung y abrió la caja. Sacó sesenta.
    —Ten, y no te quejes. Tú eres honrado, y yo no pienso ser menos.
     Se puso el puño cerrado sobre el pecho.
    —Gracias tío.
     Otro apretón de manos terminó el negocio.
    —De nada. Vuelve cuando sea.
     Cleme salió tomando aire, ajeno al olor a tubo de escape, sintiendo el débil viento de la tarde secándole el sudor. Ya estaba. Ya no era para nada asunto suyo.
     Lo que necesito ahora es llegar a casa y ducharme.
     Cinco minutos de vuelta, algo menos que la ida, y se quedó con la llave en la mano, arrugando la nariz. Algo había cambiado desde que se había ido, algo que podía ser sutil… hasta que miraba abajo.
     —Mierda. Qué asco.
     Alguien había dejado una cagada de perro aplastada sobre el peldaño de entrada a su casa. A las exhalaciones por la boca, siguió un repelús momentáneo. Miró tras él.
     Los ocupantes de la calle y el parque habían cambiado. No reconoció a ninguno.
     Por Dios, puede no tener nada que ver. Habrá sido sólo un cerco, o un gracioso, o
     Iré a por el de la calle Finestrat número 12, con ROQUE escrito en la puerta. Y le haré lo mismo.
     Subió corriendo. Nunca ninguna amenaza o insulto le había parecido tan terrible como aquel WhatsApp.
     —Algún cerdo ha dejado que su perro se nos cague en la puerta —anunció su padre al llegar esa tarde—. No lo cogerán y le cortaran los huevos.
      Su madre se sorprendió al oírlo.
     —¿Sabes si es de ahora?
     Debía estar pensando en doña Merce y la pareja del tercero, los únicos del bloque con perro.
     —No. A la tarde ya estaba —reconoció Cleme, que alegó que se le había pasado para no sacar el tema antes. Lo primero que había hecho al llegar fue ducharse.
      Antes de acostarse y dar aquel día asqueroso por acabado, llamó a Quique, su colega en el edificio de enfrente. Quería saber si estaba al tanto de algo.
     —No, lo siento, tío. No he visto nada.
     —Ya… gracias.
     Mejor así. No era nada. Nada
  
 Algo cambió desde ese día. Cleme empezó a incorporar al hogar un gasto adicional: la prensa local.
      Su padre estaba contento, porque podía leer los deportes y la lotería. Su madre, para saber qué hacían en la tele. Él estaba más atento a la sección de sucesos.
      Le impresionó; no dejaba de oír en la tele (y mientras fue, en el instituto), lo mala que era la violencia de genero. Pero no se esperaba algo así. Chicas apuñaladas, mujeres apalizadas, niños muertos…
      Fue tres días después. Después de dos casos, uno en Albacete y otro en Girona, pasó allí, decían que era una chica joven, sin decir el nombre. Sólo que sus iniciales eran V. G. M. y que sospechaban de un ex novio que seguía desaparecido y del que no pusieron foto. Y los detalles, siempre los detalles, cruciales en la prensa, ahí… no estaban.
     Cleme arrugó la hoja al cerrar el diario. Y suspiró.
     Puede haber sido otra…
     Saldrá en todas las noticias, pero que no se atreverán a describirlo.   
     Esa noche le costó dormir, aunque dos días después se le había pasado. Otro caso de violencia machista, nada más. No sería el último.
      Pero lo recordó cuando su madre llegó de comprar a la una, muy agitada.
     —Joder…
      —¿Qué pasa? —acudió corriendo a ayudarla.
    La mujer tenía su cara arrugada y enrojecida cubierta de sudor. Asustada. Sólo le faltaba llorar.
    —Algún gracioso… —dijo con furia—… nos ha roto el buzón y ha dejado dentro una rata muerta. Además, ha manchado los demás con… —Hizo una mueca de asco—…creo que sangre.
    Cleme se retiró con las manos bajadas, sintiendo que se quedaba sin fuerzas. La antítesis de la rabia de su padre cuando se enteró.
      Fue un cambio definitivo en su actitud, que los progenitores no dejaban de señalar. Siempre que salía a la calle lo hacía despacio, andando con calma, con un ojo delante y otro detrás. No sabía si estaba a salvo, si le buscaban. Y no sabía de quién debía tener miedo.
       ¿Pero lo peor? No saber si habían sido simples coincidencias, si aquellos incidentes habían sido los únicos… y hasta cuándo iba a tener que mantenerse en guardia. ¿Acabaría algún día? No tenía ni idea.

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