domingo, 15 de julio de 2018


EL HARAPIENTO –PARTE FINAL

Verlo le arrancó una sonrisa, llevándole recuerdos de su pasado más inmediato. No importa la población ni la región; Vicente supuso que todos los institutos eran iguales (o seguían un esquema prefijado): rectangulares, tres pisos, un par de edificios accesorios (gimnasio, aulas de música y laboratorios) y una verja para mantener a los animales encerrados.
      Por dentro era algo más luminoso de lo que recordaba el suyo; como un colegio con menos pancartas de colores y manualidades recortables. Fuera, los alumnos todavía hacían fila; faltaban como veinte minutos para empezar.
     Se acercó al conserje, mucho más joven de lo que imaginaba; castaño, robusto y con el pelo recortado como los marines de las películas, que leía una revista, le pareció que un Muy Interesante.
     —Buenos días —le saludó desde el otro lado de la ventanilla de recepción.
     —Hola. —Levantó los ojos en un acto reflejo—. ¿Qué desea?
     —Verá… —Desde que se le ocurrió la idea, había tenido tiempo de inventarse una coartada, cuya eficacia, de pronto, le parecía muy dudosa—. Soy estudiante de periodismo.
     El conserje frunció el ceño.
     —De la universidad —puntualizó—. Y estoy haciendo un reportaje de investiga…
      El conserje se levantó.
       —…ción. Me gustaría hablar con alguien de…
       Salió de la recepción por una puerta a la izquierda, que daba a un pasillo.
     —Ven conmigo un momento.
      Vicente le dio las gracias y le siguió. Pasaron por enfrente de la cafetería a la izquierda y del salón de actos y la secretaría a la derecha. El conserje llamó a una puerta abierta, casi al final, pasada la sala de profesores. El letrero a la derecha del marco anunciaba GLORIA BUENDÍA - JEFATURA DE ESTUDIOS.
     —Buenos días —saludó el conserje, antes de pasar.
     Vicente se quedó tras el umbral, sin animarse a seguirle pero sí a asomarse. Lo vio de espaldas, inclinado sobre el escritorio, susurrándole algo a su ocupante.
      —Que pase —dijo una voz serena y madura, tras lo que pareció un refunfuño de disgusto.
      —Adelante —le invitó el conserje mientras salía, de vuelta a su puesto.
      —Hola…
      La jefa de estudios del Juan Ramón Jiménez era una mujer rubia de unos cuarenta y cinco años, de cara redonda y ancha, vestida con una camisa y chaqueta roja más propia de una oficinista.
     —Siéntate —le invitó, señalando a la silla de enfrente, cosa que hizo sin rechistar. Había algo en su voz que animaba a hacer caso—. Si no has visto mi nombre fuera, me llamo Gloria Buendía.
     —Enc…
     —Y, como podrás imaginarte, soy la jefa de estudios de este centro —le cortó—. Bien, me acaban de decir que eres universitario y quieres… hacer un reportaje sobre nuestro centro.
      —Exact…
      —¿Un reportaje sobre qué? —preguntó, entornando los ojos—. ¿Nuestro nivel de integración, la vida del estudiante moderno?
      —No. —Vicente sonrió, por mera circunstancia. Algo le decía que era mejor que esa mujer no se diese cuenta de que le intimidaba.
      —Te aseguro que la dirección y todo nuestro personal estarán más que encantados de ayudarte —le concedió—, si está en nuestra mano. Porque, para eso, debes de ser sincero.
     —Claro…
     —Y que no sea sobre algo —Gloria agachó la cabeza—, comprometido para nuestro alumnado.
       Vicente apretó los dientes; luego se preguntaría si fue eso. O una pequeña vacilación al parpadear, o el inicio de algún tic al mover el cuello.
      Gloria juntó las manos sobre la mesa y le dedicó su mejor sonrisa.
     —¿Sabes? Ese chico, Ismael, es una maravilla. Muy simpático, y muy servicial…
     —Sí, lo he notado —asintió Vicente.
     —Por eso, no le he entendido cuando me ha comentado que si no me importaba mandarte a la mierda por él —confesó, todavía sonriente—. Pero ahora veo por qué.
     La sonrisa de Vicente se desvaneció.
     —Sepas que ese asunto es de dominio público…
     —¿Cómo puede saber a qué me refiero? —Había llegado su turno de hacerse oír.
     —Ajá —asintió satisfecha—. Te he calado desde que has entrado, chico. ¿Qué otra cosa puede atraer a un aspirante a periodista de fuera del instituto a aquí?
     Vicente parpadeó con la boca cerrada, notando sus carrillos enrojecer.
     —Eso… creo que ha sido el periodo más duro por el que ha pasado este instituto, y puede que este pueblo, desde que tengo memoria —comentó, con tono reprobatorio.
      —Sí, desde luego —asintió Vicente.
      —Y, que ahora alguien quiera remover la mierda…
     —Verá. —Vicente se adelantó, subiendo, quizás, el tono más de lo que quería (o debía)—. En realidad, vengo por algo que tiene que ver con eso.
      La mujer parpadeó.
     —¿Está al corriente de lo que ha pasado en la universidad?
      Gloria asintió, en silencio.
     —Sí. Sí, algo he oído —admitió.
     —No sé si lo sabe, pero apenas hay información, y hablo de la prensa seria —aseguró—. Como en ese caso de aquí.
     —Bueno, chico, no sé por qué lo rela…
     —Todos los muertos de la universidad eran, o estaban relacionados, con alumnos de este centro.
      La mujer suspiró, como si tratase con alguien incorregible.
     —Bueno, es la universidad que está más cerca, y una de las que oferta más planes de estudios. Supongo que casi todos los alumnos de este centro, y de toda la provincia, coincidirán allí.
      Vicente fue cerrando la boca, notando su entusiasmo perderse con su respiración.
     —Y ahora, joven, si no tiene nada más que decir…
     Cabizbajo, el chico hizo atrás su asiento y empezó a levantarse.
      —Bueno, muchas gracias por su…
      Cuando la miró a los ojos se contuvo. Sí, había una posibilidad.
     —Ya que lo dice, sí —dijo con osadía, manteniendo las manos bajas—. Puede que no tenga nada que ver, pero…
     —Tranquilo —afirmó Gloria, amagando un asentimiento—. Te lo diré si es el caso.
     —Muchas gracias —sonrió, antes de preguntar—: ¿Le dice algo… el Harapiento?
     La boca de Gloria se torció, sus manos se desplomaron sobre el tablero y pareció perder dos tonos de bronceado de golpe. Le miraba con párpados temblorosos.
     —Una de las chicas que murió estaba saliendo con un antiguo alumno —especificó—. Le dijo a un amigo que el chico le contó algo de…
     —Siéntate —le ordenó con desgana, cosa que Vicente hizo. Gloria volvió a juntar las manos y a inspirar—. ¿Qué sabes del caso de aquí?
     —Casi nada —confesó—. Un suicidio por bullying. Me llamó la atención por lo de los alumnos de aquí y porque pasó justo el curso ante…
     —El año pasado, antes de verano tuvimos… problemas muy serios.
      Vicente se mostró sorprendido, aunque su corazón latía de puro éxtasis. Su primera exclusiva.
     —Chico, ¿sabes lo que es un creepypasta?
     —Desde luego —asintió, como cualquiera que intentase ganarse la vida en Internet—. Son historias de terror modernas y cortas que se cuelgan de forma anónima para que la gente las lea.
     —Muy bien, yo no lo habría dicho mejor —asintió cerrando los ojos, consiguiendo conservar las gafas sobre la nariz.
      Vicente asintió, a modo de concesión.
     —Bien, esa historia del Harapiento empezó a circular entre los alumnos de segundo y tercer año de Bachillerato por aquel entonces —explicó—. Por el tipo de historia, sobre un personaje misterioso y siniestro pensamos que… podía ser algo de eso.
     —¿Y saben quién la inventó, o de dónde salió? —se interesó Vicente—. Porque yo he mirado y…
     Gloria se rió.
     —Igual que nosotros, chico. Miramos en Internet, algunos padres se metieron en los ordenadores y móviles de sus hijos, pero no encontraron nada. Así que —negó—, supongo que lo inventó todo algún alumno.
     —Vaya. —Confesar aquella flagrante violación de la intimidad ajena lo había descompuesto.
     —La solución fue prohibir el tema —le dijo—. Expedientar, o hasta expulsar a los alumnos que lo tocaran. Ahora todos lo han olvidado, ninguno lo menciona ya y no hay problemas.
       —Pero… —Vicente se rascó sobre la ceja derecha—. ¿No es una medida un poco extrema por… un simple cuento?
     Se calló al ver a Gloria levantar la mano.
     —¿Verdad que te he dicho que no sabemos nada de la historia?
     —Ajá.
     —Hablamos con varios alumnos, y no conseguimos que ninguno la contara entera —admitió—. Sólo fragmentos.
     —Y trataba de…
     —Algo de un monstruo que ataca y mata a la gente.
     Vicente tragó saliva; aunque los detalles empezaban a ponerle nervioso, no se comparaban a no entender de qué iba aquello.
     —Y lo prohibieron porque…
     —La prensa habló de una muerte, de un suicidio por acoso. –Una mueca sardónica sacudió la cara de la jefa de estudios—. Aquí, todos, padres, alumnos, profesores y vecinos, sabemos la verdad.
      Vicente parpadeó.
     —Fueron cuatro. Cuatro alumnos muertos. —Levantó cuatro dedos, como para dejarle clara la cifra—. Y no creo, nadie cree que… fueran suicidios.
     Vicente se quedó con la boca abierta, olvidado lo que iba a decir.
     —Como la policía estaba siguiendo varias líneas de investigación, acordamos… que sólo se publicaría el primer caso. La prensa local lo hizo, y luego una poca de la nacional al enterarse. Esos casos de suicidios de chicos parece que venden.
     Gloria bajó la frente. Parecía apesadumbrada.
      —¿Sabes? Hasta el curso pasado no me había arrepentido nunca de ser maestra. A algunos de esos chicos y chicas les he dado clase…
    Una lágrima asomó en su ojo.
     —Entiendo —asintió Vicente.
     —No sé si te he ayudado —continuó, ahora con severidad—. Pero, si sacas algo de este tema, de lo que no se ha dicho…
     —No se preocupe —prometió, levantándose—. Me ha ayudado mucho.
     Le tendió la mano sobre el escritorio. Ella se la estrechó despacio, sin apretar, con mucha delicadeza. En el pasillo, el timbre hizo eco.
     —Porque, si algo de esto sale… —le avisó tras el apretón, señalándole.
      Vicente trazó sobre su boca el gesto de cerrar la cremallera, se despidió con la mano y salió, por fin, del despacho de la jefa de estudios. Prefirió esperar allí a que la marabunta de adolescentes terminara de pasar. Jóvenes, como él hacía apenas un año; pasado y futuro bajo un mismo techo.
     Si es que todos viven para contarlo, pensó con amargura.
      Volvió a la universidad, con más de media hora de tiempo. Le llamó la atención la agitación: grupos de alumnos andando deprisa y cuchicheando y, a la entrada, dos coches policías que habían acordonado la zona del pinar, frente al polideportivo.
     ¿Qué me he perdido?
      Acabadas las clases, se le ocurrió pasarse por allí. La muralla de cabezas asomadas no le impidió ver dos sábanas que seguían tendidas en el suelo.
     Vicente resolló. No sabía lo que era pero podía imaginárselo.
      Entre los presentes, reconoció a Pepe.
     —Eh —le llamó, sorprendiéndole—. ¿Sabes qué ha pasado?
     El estudiante de biología le saludó y asintió.
     —Otro compañero muerto —reveló—. Igual que Ricardo.
     —¿Cómo?
     —Lo conocía —dijo—. Ayer quedó aquí para hablar con otros compañeros, pero no le escucharon. Dijeron que se puso a contarles tonterías, y no tenían tiempo que perder.
     Un pálpito presionó la cabeza de Vicente. Aquella discusión a tres bandas…
     Por la tarde, libre para actualizar CampusToday, se sintió incapaz de agregar nada sobre el tema. No podía desvelar el secreto del Juan Ramón Jiménez; además de haber dado su palabra, ahora comprendía que era demasiado fantástico. Se limitó a hacer un breve obituario del alumno fallecido: Eric Sanz, diecinueve años, de Alcoy.
     Sin fuerzas ni ganas de nada más tuvo, sin embargo, una ocurrencia. Y, lo mejor de todo, era que no suponía una traición a su palabra.
     Un extraño rumor se extiende por toda la Uni, escribió. ¿Sabe alguien algo del Harapiento?
     Lo escribió como un titular para que llamase la atención; sin embargo, lo que puso debajo, en paréntesis y en cursiva, no tenía nada que ver.
     (Por favor, contactar con Vicente Múgica Cañamera, de periodismo).
     No se atrevió a poner un teléfono de contacto; además de convertirlo en el blanco de muchos chalados se arriesgaba a otro rapapolvo por usar el blog como página de contactos. Se aseguró de guardar los cambios, apagó el portátil y se reclinó hacia atrás en la silla. Tendría que confiar en el milagro del boca a boca.

     —Buenos días, ¿eres tú Vicente?
     —¿Eh?
     La pregunta se la había hecho una chica joven y muy delgada, con la cara en contraste muy arrugada y el pelo castaño pálido ondulado.
     —Me llamo Daniela, y soy de filología inglesa –se presentó, poniéndose una mano derecha blanca como la cal sobre el pecho—. Sigo el CampusToday, y ayer vi…
     —Ah. —Vicente sintió de pronto más interés por aquel asalto—. ¿Vienes por la entrada de…?
     —El Harapiento —asintió, bajando el cuello—. Yo sé lo que es.
      —Ah, muy bien. —Después de un fin de semana con Nere, la semana empezaba de perlas. Sus brazos sufrían espasmos, ansiosos por sacar la libreta—. ¿Entonces…?
     —Te importaría… —se acercó a su cara, casi susurrándole—… si hablamos de esto en un sitio más… íntimo.
     —Ya —asintió—. Ya, claro.
     Vicente no sabía seguro adónde le llevaría; y en ese momento se alegró de que su novia estuviese fuera. Sí, se dio cuenta de que la chavala, además de desmejorada, parecía perturbada: no dejaba de levantar el cuello para mirar hacia la entrada de su facultad, ni de doblarlo para mirar atrás.
     Daniela se puso en marcha, yendo por delante de él, separada pero a la vista en todo momento.
     —Ven —le llamó, casi gritando—. ¡Nos tomamos algo y te lo cuento!
     Lo llevó corriendo al club social. La mayoría de clases de la mañana habían terminado y estaba casi vacío; sin embargo Daniela, en vez de aprovechar la ausencia de cola, se sentó en la primera mesa de aluminio.
     —¿No querías tomar algo? —preguntó Vicente, mientras dejaba la mochila a su lado.
     —Mejor acabemos pronto —musitó ella.
       Había subido una rodilla al asiento de metal y se mordisqueaba las yemas de los dedos bajo las uñas. En torno a ellos, los enjambres de alumnos de distintos tamaños empezaban a llenar el aire con el zumbido de sus conversaciones.
     —Bueno, vale. —Decidió tomar el control de la conversación—. ¿Cómo has oído esa historia?
     —Un amigo de un compañero de una amiga me lo contó, hará como dos días —le dijo deprisa, mirando al frente.
        —Muy bien. —Decidió no anotar nada aún. Ella parecía tensa—. ¿Y ese amigo, sabes si es…?
       —¿No vas a tomar nota? —Preguntó, arqueando la ceja izquierda—. Pensaba que a los periodistas os iba eso.
      —Sí —admitió, moviendo la mano hacia la cremallera de su mochila—. Pero, he pensado, que siendo esto algo privado…
     —Sí, muy bien —asintió Daniela, antes de sonreír—. Es bastante fantástico, y puede que no me creas.
      Vicente asintió. Al menos, eso coincidía con lo poco que sabía. Una buena señal.
      —Bueno, pues cuéntame —le pidió, apoyando las manos sobre la mesa—. Qué es ese Harapiento.
     Inadvertidamente miró al fondo, a las puertas del local. Había que entrar para hacer los pedidos, aunque luego el personal se encargase de dispensarlos y recogerlos. Más de uno se sentaba a estudiar o charlar sin tomar nada, y no creía que fuese a salir nadie a pedirles que dejasen las mesas libres para los clientes de pago, pero como no era un habitual allí, Vicente se podía esperar cualquier cosa.
     Daniela se pasó las dos manos por la frente, haciéndose el pelo hacia atrás.
     —Esta historia —empezó—, se oyó por primera vez en… ¿Sabes dónde está Tángel, verdad?
     Vicente asintió, con las pupilas dilatadas por el entusiasmo.
     —Allí hay un instituto. La historia empezó allí, aunque nadie sabe quién fue el primero en contarla, ni cómo la conoció.
     Vamos bien.
     —Bien, en realidad… nadie sabe de verdad qué es el Harapiento.
     Vicente sintió una punzada en el pecho, sintiéndose engañado. Iba a sonreír, paso previo a protestar, cuando Daniela levantó la mano. Calma.
     —Por eso cuentan distintas versiones de la historia.
      Vicente tomó aire y juntó las manos. Empezaba a imaginarse por qué había querido empezar pronto.
     —Unos dicen que era humano. Un chico joven y guapo, que acababa el instituto e iba a empezar la universidad al año siguiente. —La voz de Daniela se iba volviendo progresivamente más profunda y lenta, a medida que se inclinaba; síntoma clásico de las historias de terror contadas a oscuras—. Acababa de sacarse el carnet de conducir y sus padres le regalaron un coche, un Renault deportivo, por sus buenas notas.
     Vicente suspiró disimuladamente.
     Ya quisiera yo.
     —Era sábado, mediados de junio. Acababa de recoger a su novia y se iban al pueblo de al lado, a una noche de fiesta cuando, al tomar demasiado rápido una curva en una carretera rural, muy mal iluminada, se estrellaron.
     Vicente tecleó sobre la mesa. Ya estaba, el cliché.
     —El motor se incendió y, aunque no llegó a explotar, el coche se quemó con ellos dentro —detalló Daniela—. Ella murió y él quedó muy grave, así que lo llevaron a toda prisa al hospital.
     Y poco después murió, su espíritu se aparece a los ligones frescos y a los conductores imprudentes y vivieron felices y comieron perdices.
     —Se despertó después de pasarse dos días totalmente sedado. Le había vendado por completo, como a una momia; tanto que no podía hablar. Ni moverse.
     »Al rato de despertar llegó un médico y le puso al corriente. Además de sin novia y sin coche, se había quedado sin piernas. El choque las aplastó hasta casi arrancárselas.
     Daniela hizo el cuello hacia atrás un momento, como escuchando pasar a los estudiantes.
     —Y, para colmo, se había quemado la piel casi por completo. Le dijeron que intentarían hacerle injertos, cuando pudiesen quitarle los vendajes.
     »Pero él no lo podía creer, ni aceptarlo, así que empezó a gritar, loco de dolor. Tuvieron que sedarlo, y lo dejaron solo un rato, para que descansase.
     Daniela cerró los ojos y tomó aire.
     —Lo que no sabían —agregó, mirando a los ojos de Vicente—, es que después de tantos fármacos, se había hecho resistente, o algo así. Al rato de irse el médico, recobró la consciencia.
     »Al intentar levantarse, se dio cuenta de que era verdad. No podía andar. Así que saltó sobre la barandilla, se lanzó al suelo y fue gateando hasta el servicio. Allí se subió como pudo al lavabo; quería verse en el espejo. Y, al llegar, empezó a arrancarse los vendajes.
     Vicente gimió, abriendo la boca para lanzar un gemido sordo al imaginárselo.
     —Le hizo un daño terrible verse así, pero la peor parte se la llevó la cabeza. —Daniela trazó círculos en el aire con el índice junto a la suya—. Se volvió loco.
     »Se puso tan nervioso que se resbaló y cayó. Se revolvió; ya no era sólo aliviar el dolor. Necesitaba cubrirse, taparse para que los demás no le viesen, y para no verse él mismo.
     »Lo intentó con los vendajes en el suelo, pero estaban demasiado destrozados, así que se puso a intentarlo con cosas más grandes. La cortina de la ducha. Las toallas del baño. La sábana de su cama. Se tapó con todo eso y, nadie sabe cómo, consiguió escapar.
       —Y —Vicente había empezado a contar los segundos para que aquel disparate acabase—, ¿ya está? Porque, con unas heridas así…
      —Bueno. —Daniela carraspeó para aclararse la voz—, parece… que con el tiempo, las quemaduras en su piel empezaban a cicatrizar; a cerrarse… sobre la ropa que se ponía.
      Vicente se limitó a abrir mucho los ojos, ahorrándose preguntar si eso era médicamente posible.
     —Pero sus piernas nunca llegaron a curarse, así que tiene que gatear, arrastrarse sobre las manos —continuó—. Eso hace que la ropa se ensucie hasta que tiene que reemplazarla, perpetuando la cicatrización.
     El oyente volvió a arrugar la nariz al imaginárselo.
      —Y sigue reemplazándola, con ropa vieja, trozos de tela y según algunos con piel de animales que mata… o de gente.
      Vicente asintió. De momento, no divergía mucho de otras historias sobre asesinos deformes de ultratumba.
     —Bueno, esta es la versión… más normal de la historia —aclaró Daniela, sonriendo como una niña traviesa.
     Vicente asintió, también sonriendo con complicidad. Y curiosidad.
     ¿Esta es la normal? Pues venga, continúa.
     —La otra dice que, en realidad… el Harapiento no es humano.
     Hizo una pausa, dejando a su oyente como una estatua, esperando más.
     —¿Y qué es, entonces?
     —Ya lo he dicho antes, no lo sé; nadie lo sabe —se excusó, levantando las manos—. Unos dicen que un extraterrestre, otros que salió de otra dimensión, o hasta que es un engendro que escapó del infierno. Se dice —miró a los lados un momento—, que es inteligente. Y, aunque nadie nunca lo ha visto hablar, creó y extendió la historia del chico para engañar a la gente, que crean que es humano para intentar… no llamar tanto la atención.
     —No llamar… —Vicente se rascó la sien—. ¿Cómo es, entonces?
     —No se sabe muy bien porque va cubierto de harapos; por eso le llaman así. Como ya te he dicho, es una amalgama de telas, ropas y hasta pieles, tan cubiertos de mugre que no se distinguen los colores.
       Daniela puso entonces el índice y el corazón derechos sobre la mesa y empezó a simular pasos, largos y tortuosos.
      —Y como no tiene piernas, o las tiene atrofiadas, anda sobre sus manos, así…
     Sonrió de una forma forzada; Vicente pensó que la imagen la haría disfrutar.
     La semilla del sadismo, inherente de la nueva juventud española.
     —Pero lo peor es la cara —especificó—. A simple vista cuesta verla porque la tiene tapada por la ropa desgarrada, como un velo.
     Daniela puso sobre la suyo los dedos desplegados en abanico, para dar esa impresión.
     —Pero es alargada, hacia fuera; un poco como la de un animal. Y, entre los rotos, se distinguen los ojos. —Apartó los dígitos lo bastante para descubrirlos; Vicente se dio cuenta ahora de que eran marrones—. Son muy raros. Sobresalen un poco, como los cuernos de un caracol, y parece que estén secos, de un color gris con la pupila rosada, sin brillo y en forma de cuña, como una máscara. Y el iris es horizontal y de un rojo oscuro, como heridas viejas.
     »El derecho es así, pero el izquierdo cuesta verlo porque está más tapado. Parece —se inclinó un poco más—, que lo tapa porque, en realidad, el izquierdo son dos ojos, pegados, con uno atrofiado.
      Luego tendió hacia delante los meñiques.
     —Y por debajo le asoman dos colmillos como de jabalí, muy largos, finos y torcidos, como si estuviesen articulados.
       —Vaya. —Aquello, definitivamente, mejoraba por momentos—. Pero, eso, ¿qué tiene de esp…?
     —Ahora —le rogó paciencia.
     —Vale —asintió él.
     —Lo que pasa con el Harapiento —parecía que por fin iba a ir al grano—, es que, ya sea para conseguir piel nueva, para cumplir una misión secreta o porque no le gusta que le miren, cuando alguien sabe de él… lo mata.
     —Sabe de él… —repitió Vicente.
     —Ajá.
     —¿En qué sentido?
     —Cuando alguien escucha su historia, cuando sabe que existe, él, de algún modo, se entera. Entonces empieza a seguir a esa persona, a vigilarla sin que lo sepa. Y, cuando la pilla sola…
     Daniela golpeó la mesa con las dos manos, haciéndola temblar y atrayendo un par de miradas desde las mesas vecinas. Vicente se apartó, comprobando que sonreía como una desquiciada.
      —Muy bien. Entonces, según eso —decidió seguirle la corriente—, ahora que conozco su historia irá a por mí…
      —Ajá —asintió—. Como hizo con los otros que han muerto.
     Aunque la cara de Vicente no reflejó ninguna alteración, su corazón había sufrido un espasmo violento.
     —Y a por ti…
     Daniela emitió una risita aguda y estridente, sin reducir su sonrisa.
     —Bueno, —levantó la mano derecha y empezó a enredar un bucle de pelo entre sus dedos—, en realidad… hay una forma de evitarlo.
     —Cual. —Aunque ahora mismo quería largarse más que nada, estaba decidido a llegar al final.
     —Parece que el Harapiento… no tiene muy buena memoria —aseguró—. Y cree que con la gente pasa igual; que no podemos retener muchas… cosas en la cabeza.
       Vicente se rió, pensando que en eso no se equivocaba del todo.
      —Piensa que la información, las historias, son como los… —Daniela miró al cielo, pensando en un símil adecuado—, relevos; que cuando alguien cuenta algo lo olvida… y entonces, el último en oírlo es el que lo sabe. Mientras el último en contarlo no vuelva a sacar el tema… no tiene problemas.
       Vicente dobló los dedos, haciendo crujir los nudillos. Empezaba a entrever un motivo oculto tras aquella entrevista.
       Daniela hizo atrás con violencia su silla y se levantó; parecía a punto de saltar de alegría.
     —A mí me contaron esto el sábado por la mañana —confesó, poniéndose en marcha sin dejar de mirarle—. Tú has querido oírla voluntariamente. Ahora el marrón es tuyo.
       Vicente entendió que era su modo de despedirse. Le dio la espalda y empezó a alejarse.
     —¡Venga ya! —gritó sin importarle que la gente le mirase—. ¿En serio?
      —Yo pensaba igual, ¡pensaba! —replicó sin pararse, continuando andando de espaldas—. Si volvemos a vernos, ya me dirás qué piensas de esto.
     Y entró en el club, riéndose.
     Por eso tranquila, porque a ti no quiero volver a verte ni en pintura en mi puta vida.
     No había sacado nada útil, pero al menos la historia, como leyenda urbana, era interesante. Seguro que se llevaría unas cuantas visitas extra en el blog.
     Y se supone que nadie se la ha atribuido, pensó. Y el que lo encuentra…
     Se levantó, encaminándose hacia la entrada más cercana, una buena caminata en metros. A su alrededor, los alumnos que acababan dejaban el campus libre, yendo con sus mochilas, sentándose a charlar a la sombra de un banco o tumbándose en parejas en el césped para empezar a besarse.
     La próxima vez que venga Nere, le tengo que enseñar la uni…
     Había llegado al parking sin darse cuenta, dejando atrás las voces, las risas y a la gente. El viento hizo crujir unos álamos a sus espaldas. Sobre él, un gorrión pasó trinando.
     Se detuvo en el borde de la acera, dándose cuenta de lo silenciosa que podía ser la universidad. A esa hora el sol extendía la sombra de los edificios sobre la pequeña parcela, oscureciéndola.
     Qué silencio…
     Bajó sin miedo al asfalto. Ningún coche circulaba en ese momento, ni se acercaban por el acceso de delante. Tampoco había nadie andando entre las filas de coches.
      ¿Pero qué me pasa?, se reprendió, antes de seguir su camino. No me digas…
      Le pareció oír un crujido, como de viento arrastrando palos.
      …que me lo estoy…
     Llegó a la cuesta que los coches usaban para bajar y algunos alumnos para subir, pegándose al borde.
     …creyendo.
     Otro crujido, este más parecido a un pie aplastando una rama. Miró a la derecha; a las hileras de coches separadas por setos de baladres. Nadie, al menos a la vista.
     Un gato, entonces. Venga ya, la universidad nunca está vacía del todo.
     Pasó andando sin pausa junto al campo de césped, donde un equipo femenino practicaba hockey, no empezando a correr hasta salir de la universidad.
     Vicente no tenía mucho que hacer esa tarde, y cuando sus padres se fueron a trabajar, se quedó totalmente solo. Solía fregar después de comer como simple señal de corrección; sin embargo, en ese momento lo hizo por la necesidad de ocuparse.
     Hay tanto silencio
     No le gustaba ver la tele a esa hora; se dormiría. Y, cuando se puso frente al ordenador, se sintió, por primera vez desde que inició el proyecto, perdido.
     Repasó los rumores. Recordó a los de biología de segundo curso que tenían una excursión a Tabarca; a los de Matemáticas que el plazo para un proyecto de Análisis de Datos se acababa y que las facultades tenían que diseñar las camisetas para las paellas de ese año. Pero no fue capaz de escribir ni una palabra sobre las entradas relativas a las muertes. De hecho, fue al contrario.
     Borró la última entrada, el llamamiento sobre el Harapiento. Con una sola loca tenía bastante.
     Joder, ¿qué me…?
     No lo entendía. Intentaba leer o estudiar, pero no se concentraba; se acostaba y daba vueltas, sin ponerse cómodo ni dormirse. Llegaron las seis, cuando solía ir al gimnasio, cuando decidió que ese día prefería quedarse en casa.
     Angustiado, se dio cuenta de que estaba contando el tiempo hasta que sus padres volviesen.
     Muy bien, macho; enhorabuena. Viste Alien con seis años sin asustarte. Y ahora, con diecinueve, un cuento de un monstruo te tiene acojonado.
       A las siete y media abrió la ventana del apartamento y se asomó fuera. Necesitaba respirar aire fresco. Cuando sus padres volviesen, a lo mejor bajaba a pasear un poco…
     Miró abajo. La ventana daba a un patio interior, que por las tardes se llenaban de niños jugando. Sin embargo, ahora, casi de noche, estaba casi vacío; seguramente porque los padres tenían miedo de las pandillas de fumadores de porros y las parejas demasiado efusivas que salían con el crepúsculo, aunque en ese momento no se veía ninguna…
      A la luz de la única farola, Vicente creyó ver algo en el límite de la pared. Un perro negro, enorme y con pinta de viejo, arrastrándose fuera del parque.
     Aunque jamás lo admitiría, sabía por qué cerró la ventana y se metió en su cuarto con las luces encendidas hasta que sus padres volvieron.

Vicente dejó pasar media hora desde que el despertador sonó, necesitado de despejarse. Oyó a sus padres desayunar e irse, antes de levantarse él.
     Tenía como una hora antes de ir a clase, pero necesitaba mucho más salir a correr, despejarse. Ahora no se iba a dormir, y había pasado la peor noche que recordaba: cada coche al frenar fuera, cada voz de la calle, cada roce de sábanas rompía su descanso.
     No pasa nada, no pasa nada, no pasa nada…
     Se lo repitió toda la noche como un mantra, y se lo repetía ahora mientras caminaba, esperando que la realidad lo sacase del mal sueño.
      La mañana era gris mientras el sol acababa de desperezarse. Algunos peatones en chándal lo imitaban, perdiéndose entre las callejuelas. Varios estudiantes iban ya con sus mochilas hacia la universidad. Y, por supuesto, había ancianas, mujeres maduras y hombres de aspecto cansado paseando a sus perros al final de correas.
     Él se cruzaba con ellos y los saludaba, recibiendo miradas de desconcierto y tímidos alzamientos de mano como respuesta. La gente estaba desacostumbrada a que un desconocido fuese amable.
     El puto poder de la autosugestión. Dios, si aquí se estudiase psicología, alguien podría hacer un estudio de la leche…
     Llegó al parking de un centro de salud, rodeándolo de vuelta a su casa. Con el sudor brotando en sus poros y el aire fresco abrasando sus pulmones, Vicente se sentía renacido. Una ducha rápida y un cambio de ropa y estaría listo para la mañana.
      Unas horitas en clase, con mis compañeros, rodeado de gente; lo que me hace falta
      Negó, agitando la cabeza, al darse cuenta de lo que podía sacarse de ese pensamiento. Volvió, pasando por las calles entre bloques, llenas de hibiscos y flores, de nuevo vacías de presencia humana. De vida. La carretera, al fondo, con su tráfico imperturbable, parecía una pared más.
     Vicente aceleró hacia su portal, dejando aquel páramo atrás. A menos de un paso se volvió, todavía subiendo las piernas y agitando los brazos como un buen corredor.
     Algo se movió, en la distancia, saliendo entre dos de los bloques de ladrillos. Un perro negro, que se movía con dificultad.
     El joven frunció el ceño, luego gimió y le dio la espalda.
     Sacó las llaves con una mano agitada, hiperactiva por la carrera y resbaladiza de sudor, que encajó en la cerradura con dificultad. Con la puerta abierta, y por mera curiosidad, miró atrás.
       El corazón le dio un vuelco, el perro había recorrido casi doscientos metros en apenas segundos; a pesar de su forma tortuosa de andar, arrastrando la mitad inferior de su cuerpo como si tuviese las patas rotas.
      Por un momento Vicente paró, respiró por la boca y centró los ojos.
      Parece, se dio cuenta, el mismo de ayer…
     Se aseguró de cerrar, empujándola contra el marco después del portazo. Subió a su quinto piso por las escaleras, corriendo, pensando que el ascensor supondría una espera innecesaria.
      Cerró su puerta con dos vueltas y corrió a su dormitorio, dejándolo abierto para oír bien. Estaba a salvo.
     ¿De verdad?
     Se asomó al pasillo. Las puertas del salón y la cocina estaban cerradas, la del dormitorio de sus padres entreabierta.
     Las ventanas.
     Al mirar por la suya apreció la altura que había. Al menos, no lo vio pasar.
     La cerró, por si acaso.
      Esto es psicológico, se dijo, así que la cura debe ser…
      Vicente chasqueó los dedos, luego se sentó frente al portátil.
      Bueno, puede que hoy llegue a clase un poco tarde, pensó, pero habiendo sido puntual todo el curso…
      Abrió Google, listo para acceder a Blogger.
      Se supone que sólo va a por el último que ha oído sobre él. Así que, si lo escribo, irá a por los que lo lean, y me dejará en paz.
      La sesión se inició; sus dedos se lanzaron sobre el teclado antes de posarse con delicadeza.
     ¿Y qué les pasará a ellos? Esa cosa irá a por ellos y no sabrán qué hacer…
     Vicente suspiró. Bueno, no era su problema. Sólo debía poner la solución al final; luego que se buscasen la vida. Si se lo creían, deberían darle las gracias.
     Debo hacerlo como una historia; que no suene muy creíble, o pasarán.
     Rió con amargura, al recordar las palabras de Daniela. La muy traidora…
     Escribió el título, La Historia del Harapiento. Entonces le pareció oír un golpe.
     Se giró en la silla rodante. El viento empujó la puerta del cuarto de sus padres hasta abrirlo.
      Mierda.
      Sus padres siempre dejaban su ventana abierta, para que el cuarto se ventilase.
     ¿De verdad, puede trepar a pleno día cinco pisos sin que nadie lo vea? Joder, si apenas anda…
      Vicente se levantó para cerrarla… pero no fue capaz de salir de su cuarto. Así que cerró y volvió al teclado, esforzándose por recordar las palabras, lo más exactas posibles.
       Esta historia se inició en un instituto de Tángel. Existen dos versiones…
       Un traqueteo empezó a acercarse por el pasillo, creciendo por momentos. Una lágrima brotó en su ojo.
      Espera, se dijo, es la puerta, que no termina de cerrarse. El viento.
      Volvió a la narración, lo más deprisa posible.
     Un golpe le lanzó atrás, haciéndole chillar. Tras dos segundos de respirar deprisa, se relajó.
      Había sido fuera, la puerta de un coche, o la tapa de un contenedor; a lo mejor…
      Venga, termina y a clase, al aburrido y alegre mundo real…
       El viento soplaba por el pasillo, de ventanas a puertas, hasta pasar bajo la suya, silbando como un aliento.

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