EL HARAPIENTO –PARTE FINAL
Verlo le arrancó una sonrisa, llevándole recuerdos de su pasado más inmediato. No importa la población ni la región; Vicente supuso que todos los
institutos eran iguales (o seguían un esquema prefijado): rectangulares, tres
pisos, un par de edificios accesorios (gimnasio, aulas de música y
laboratorios) y una verja para mantener a los animales encerrados.
Por dentro era algo más
luminoso de lo que recordaba el suyo; como un colegio con menos pancartas de
colores y manualidades recortables. Fuera, los alumnos todavía hacían fila;
faltaban como veinte minutos para empezar.
Se acercó al conserje,
mucho más joven de lo que imaginaba; castaño, robusto y con el pelo recortado
como los marines de las películas, que leía una revista, le pareció que un Muy Interesante.
—Buenos días —le saludó
desde el otro lado de la ventanilla de recepción.
—Hola. —Levantó los ojos en
un acto reflejo—. ¿Qué desea?
—Verá… —Desde que se le
ocurrió la idea, había tenido tiempo de inventarse una coartada, cuya eficacia,
de pronto, le parecía muy dudosa—. Soy estudiante de periodismo.
El conserje frunció el
ceño.
—De la universidad
—puntualizó—. Y estoy haciendo un reportaje de investiga…
El conserje se levantó.
—…ción. Me gustaría
hablar con alguien de…
Salió de la recepción por
una puerta a la izquierda, que daba a un pasillo.
—Ven conmigo un momento.
Vicente le dio las gracias
y le siguió. Pasaron por enfrente de la cafetería a la izquierda y del salón de
actos y la secretaría a la derecha. El conserje llamó a una puerta abierta,
casi al final, pasada la sala de profesores. El letrero a la derecha del marco
anunciaba GLORIA BUENDÍA - JEFATURA DE ESTUDIOS.
—Buenos días —saludó el
conserje, antes de pasar.
Vicente se quedó tras el
umbral, sin animarse a seguirle pero sí a asomarse. Lo vio de espaldas,
inclinado sobre el escritorio, susurrándole algo a su ocupante.
—Que pase —dijo una voz
serena y madura, tras lo que pareció un refunfuño de disgusto.
—Adelante —le invitó el
conserje mientras salía, de vuelta a su puesto.
—Hola…
La jefa de estudios del
Juan Ramón Jiménez era una mujer rubia de unos cuarenta y cinco años, de cara
redonda y ancha, vestida con una camisa y chaqueta roja más propia de una
oficinista.
—Siéntate —le invitó,
señalando a la silla de enfrente, cosa que hizo sin rechistar. Había algo en su
voz que animaba a hacer caso—. Si no has visto mi nombre fuera, me llamo Gloria
Buendía.
—Enc…
—Y, como podrás imaginarte,
soy la jefa de estudios de este centro —le cortó—. Bien, me acaban de decir que
eres universitario y quieres… hacer un reportaje sobre nuestro centro.
—Exact…
—¿Un reportaje sobre qué?
—preguntó, entornando los ojos—. ¿Nuestro nivel de integración, la vida del
estudiante moderno?
—No. —Vicente sonrió, por
mera circunstancia. Algo le decía que era mejor que esa mujer no se diese
cuenta de que le intimidaba.
—Te aseguro que la
dirección y todo nuestro personal estarán más que encantados de ayudarte —le
concedió—, si está en nuestra mano. Porque, para eso, debes de ser sincero.
—Claro…
—Y que no sea sobre algo
—Gloria agachó la cabeza—, comprometido para nuestro alumnado.
Vicente apretó los
dientes; luego se preguntaría si fue eso. O una pequeña vacilación al
parpadear, o el inicio de algún tic al mover el cuello.
Gloria juntó las manos
sobre la mesa y le dedicó su mejor sonrisa.
—¿Sabes? Ese chico, Ismael,
es una maravilla. Muy simpático, y muy servicial…
—Sí, lo he notado —asintió
Vicente.
—Por eso, no le he
entendido cuando me ha comentado que si no me importaba mandarte a la mierda
por él —confesó, todavía sonriente—. Pero ahora veo por qué.
La sonrisa de Vicente se
desvaneció.
—Sepas que ese asunto es de
dominio público…
—¿Cómo puede saber a qué me
refiero? —Había llegado su turno de hacerse oír.
—Ajá —asintió satisfecha—.
Te he calado desde que has entrado, chico. ¿Qué otra cosa puede atraer a un
aspirante a periodista de fuera del instituto a aquí?
Vicente parpadeó con la
boca cerrada, notando sus carrillos enrojecer.
—Eso… creo que ha sido el
periodo más duro por el que ha pasado este instituto, y puede que este pueblo,
desde que tengo memoria —comentó, con tono reprobatorio.
—Sí, desde luego —asintió
Vicente.
—Y, que ahora alguien
quiera remover la mierda…
—Verá. —Vicente se
adelantó, subiendo, quizás, el tono más de lo que quería (o debía)—. En
realidad, vengo por algo que tiene que ver con eso.
La mujer parpadeó.
—¿Está al corriente de lo
que ha pasado en la universidad?
Gloria asintió, en
silencio.
—Sí. Sí, algo he oído
—admitió.
—No sé si lo sabe, pero
apenas hay información, y hablo de la prensa seria —aseguró—. Como en ese caso
de aquí.
—Bueno, chico, no sé por
qué lo rela…
—Todos los muertos de la
universidad eran, o estaban relacionados, con alumnos de este centro.
La mujer suspiró, como si
tratase con alguien incorregible.
—Bueno, es la universidad
que está más cerca, y una de las que oferta más planes de estudios. Supongo que
casi todos los alumnos de este centro, y de toda la provincia, coincidirán
allí.
Vicente fue cerrando la
boca, notando su entusiasmo perderse con su respiración.
—Y ahora, joven, si no
tiene nada más que decir…
Cabizbajo, el chico hizo
atrás su asiento y empezó a levantarse.
—Bueno, muchas gracias por
su…
Cuando la miró a los ojos
se contuvo. Sí, había una posibilidad.
—Ya que lo dice, sí —dijo
con osadía, manteniendo las manos bajas—. Puede que no tenga nada que ver,
pero…
—Tranquilo —afirmó Gloria, amagando un
asentimiento—. Te lo diré si es el caso.
—Muchas gracias —sonrió,
antes de preguntar—: ¿Le dice algo… el Harapiento?
La boca de Gloria se
torció, sus manos se desplomaron sobre el tablero y pareció perder dos tonos de
bronceado de golpe. Le miraba con párpados temblorosos.
—Una de las chicas que
murió estaba saliendo con un antiguo alumno —especificó—. Le dijo a un amigo
que el chico le contó algo de…
—Siéntate —le ordenó con
desgana, cosa que Vicente hizo. Gloria volvió a juntar las manos y a inspirar—.
¿Qué sabes del caso de aquí?
—Casi nada —confesó—. Un
suicidio por bullying. Me llamó la atención por lo de los alumnos de aquí y
porque pasó justo el curso ante…
—El año pasado, antes de
verano tuvimos… problemas muy serios.
Vicente se mostró
sorprendido, aunque su corazón latía de puro éxtasis. Su primera exclusiva.
—Chico, ¿sabes lo que es un
creepypasta?
—Desde luego —asintió, como
cualquiera que intentase ganarse la vida en Internet—. Son historias de terror
modernas y cortas que se cuelgan de forma anónima para que la gente las lea.
—Muy bien, yo no lo habría
dicho mejor —asintió cerrando los ojos, consiguiendo conservar las gafas sobre
la nariz.
Vicente asintió, a modo de
concesión.
—Bien, esa historia del
Harapiento empezó a circular entre los alumnos de segundo y tercer año de
Bachillerato por aquel entonces —explicó—. Por el tipo de historia, sobre un
personaje misterioso y siniestro pensamos que… podía ser algo de eso.
—¿Y saben quién la inventó,
o de dónde salió? —se interesó Vicente—. Porque yo he mirado y…
Gloria se rió.
—Igual que nosotros, chico.
Miramos en Internet, algunos padres se metieron en los ordenadores y móviles de
sus hijos, pero no encontraron nada. Así que —negó—, supongo que lo inventó
todo algún alumno.
—Vaya. —Confesar aquella
flagrante violación de la intimidad ajena lo había descompuesto.
—La solución fue prohibir
el tema —le dijo—. Expedientar, o hasta expulsar a los alumnos que lo tocaran.
Ahora todos lo han olvidado, ninguno lo menciona ya y no hay problemas.
—Pero… —Vicente se rascó
sobre la ceja derecha—. ¿No es una medida un poco extrema por… un simple
cuento?
Se calló al ver a Gloria
levantar la mano.
—¿Verdad que te he dicho
que no sabemos nada de la historia?
—Ajá.
—Hablamos con varios
alumnos, y no conseguimos que ninguno la contara entera —admitió—. Sólo
fragmentos.
—Y trataba de…
—Algo de un monstruo que
ataca y mata a la gente.
Vicente tragó saliva;
aunque los detalles empezaban a ponerle nervioso, no se comparaban a no
entender de qué iba aquello.
—Y lo prohibieron porque…
—La prensa habló de una
muerte, de un suicidio por acoso. –Una mueca sardónica sacudió la cara de la
jefa de estudios—. Aquí, todos, padres, alumnos, profesores y vecinos, sabemos
la verdad.
Vicente parpadeó.
—Fueron cuatro. Cuatro
alumnos muertos. —Levantó cuatro dedos, como para dejarle clara la cifra—. Y no
creo, nadie cree que… fueran suicidios.
Vicente se quedó con la
boca abierta, olvidado lo que iba a decir.
—Como la policía estaba
siguiendo varias líneas de investigación, acordamos… que sólo se publicaría el
primer caso. La prensa local lo hizo, y luego una poca de la nacional al
enterarse. Esos casos de suicidios de chicos parece que venden.
Gloria bajó la frente.
Parecía apesadumbrada.
—¿Sabes? Hasta el curso
pasado no me había arrepentido nunca de ser maestra. A algunos de esos chicos y
chicas les he dado clase…
Una lágrima asomó en su ojo.
—Entiendo —asintió Vicente.
—No sé si te he ayudado
—continuó, ahora con severidad—. Pero, si sacas algo de este tema, de lo que no
se ha dicho…
—No se preocupe —prometió,
levantándose—. Me ha ayudado mucho.
Le tendió la mano sobre el
escritorio. Ella se la estrechó despacio, sin apretar, con mucha delicadeza. En
el pasillo, el timbre hizo eco.
—Porque, si algo de esto
sale… —le avisó tras el apretón, señalándole.
Vicente trazó sobre su
boca el gesto de cerrar la cremallera, se despidió con la mano y salió, por
fin, del despacho de la jefa de estudios. Prefirió esperar allí a que la
marabunta de adolescentes terminara de pasar. Jóvenes, como él hacía apenas un
año; pasado y futuro bajo un mismo techo.
Si es que todos viven para contarlo, pensó con amargura.
Volvió a la universidad,
con más de media hora de tiempo. Le llamó la atención la agitación: grupos de
alumnos andando deprisa y cuchicheando y, a la entrada, dos coches policías que
habían acordonado la zona del pinar, frente al polideportivo.
¿Qué me he perdido?
Acabadas las clases, se le
ocurrió pasarse por allí. La muralla de cabezas asomadas no le impidió ver dos
sábanas que seguían tendidas en el suelo.
Vicente resolló. No sabía
lo que era pero podía imaginárselo.
Entre los presentes,
reconoció a Pepe.
—Eh —le llamó,
sorprendiéndole—. ¿Sabes qué ha pasado?
El estudiante de biología
le saludó y asintió.
—Otro compañero muerto
—reveló—. Igual que Ricardo.
—¿Cómo?
—Lo conocía —dijo—. Ayer
quedó aquí para hablar con otros compañeros, pero no le escucharon. Dijeron que
se puso a contarles tonterías, y no tenían tiempo que perder.
Un pálpito presionó la
cabeza de Vicente. Aquella discusión a tres bandas…
Por la tarde, libre para
actualizar CampusToday, se sintió
incapaz de agregar nada sobre el tema. No podía desvelar el secreto del Juan
Ramón Jiménez; además de haber dado su palabra, ahora comprendía que era
demasiado fantástico. Se limitó a hacer un breve obituario del alumno
fallecido: Eric Sanz, diecinueve años, de Alcoy.
Sin fuerzas ni ganas de
nada más tuvo, sin embargo, una ocurrencia. Y, lo mejor de todo, era que no
suponía una traición a su palabra.
Un extraño rumor se extiende por toda la Uni, escribió. ¿Sabe alguien algo del Harapiento?
Lo escribió como un titular
para que llamase la atención; sin embargo, lo que puso debajo, en paréntesis y
en cursiva, no tenía nada que ver.
(Por favor, contactar con
Vicente Múgica Cañamera, de periodismo).
No se atrevió a poner un
teléfono de contacto; además de convertirlo en el blanco de muchos chalados se
arriesgaba a otro rapapolvo por usar el blog como página de contactos. Se
aseguró de guardar los cambios, apagó el portátil y se reclinó hacia atrás en
la silla. Tendría que confiar en el milagro del boca a boca.
—Buenos días, ¿eres tú
Vicente?
—¿Eh?
La pregunta se la había
hecho una chica joven y muy delgada, con la cara en contraste muy arrugada y el
pelo castaño pálido ondulado.
—Me llamo Daniela, y soy de
filología inglesa –se presentó, poniéndose una mano derecha blanca como la cal
sobre el pecho—. Sigo el CampusToday,
y ayer vi…
—Ah. —Vicente sintió de
pronto más interés por aquel asalto—. ¿Vienes por la entrada de…?
—El Harapiento —asintió, bajando
el cuello—. Yo sé lo que es.
—Ah, muy bien. —Después de
un fin de semana con Nere, la semana empezaba de perlas. Sus brazos sufrían
espasmos, ansiosos por sacar la libreta—. ¿Entonces…?
—Te importaría… —se acercó
a su cara, casi susurrándole—… si hablamos de esto en un sitio más… íntimo.
—Ya —asintió—. Ya, claro.
Vicente no sabía seguro
adónde le llevaría; y en ese momento se alegró de que su novia estuviese fuera.
Sí, se dio cuenta de que la chavala, además de desmejorada, parecía perturbada:
no dejaba de levantar el cuello para mirar hacia la entrada de su facultad, ni
de doblarlo para mirar atrás.
Daniela se puso en marcha,
yendo por delante de él, separada pero a la vista en todo momento.
—Ven —le llamó, casi
gritando—. ¡Nos tomamos algo y te lo cuento!
Lo llevó corriendo al club
social. La mayoría de clases de la mañana habían terminado y estaba casi vacío;
sin embargo Daniela, en vez de aprovechar la ausencia de cola, se sentó en la
primera mesa de aluminio.
—¿No querías tomar algo?
—preguntó Vicente, mientras dejaba la mochila a su lado.
—Mejor acabemos pronto
—musitó ella.
Había subido una rodilla
al asiento de metal y se mordisqueaba las yemas de los dedos bajo las uñas. En
torno a ellos, los enjambres de alumnos de distintos tamaños empezaban a llenar
el aire con el zumbido de sus conversaciones.
—Bueno, vale. —Decidió
tomar el control de la conversación—. ¿Cómo has oído esa historia?
—Un amigo de un compañero
de una amiga me lo contó, hará como dos días —le dijo deprisa, mirando al
frente.
—Muy bien. —Decidió no
anotar nada aún. Ella parecía tensa—. ¿Y ese amigo, sabes si es…?
—¿No vas a tomar nota?
—Preguntó, arqueando la ceja izquierda—. Pensaba que a los periodistas os iba
eso.
—Sí —admitió, moviendo la
mano hacia la cremallera de su mochila—. Pero, he pensado, que siendo esto algo
privado…
—Sí, muy bien —asintió
Daniela, antes de sonreír—. Es bastante fantástico, y puede que no me creas.
Vicente asintió. Al menos,
eso coincidía con lo poco que sabía. Una buena señal.
—Bueno, pues cuéntame —le
pidió, apoyando las manos sobre la mesa—. Qué es ese Harapiento.
Inadvertidamente miró al
fondo, a las puertas del local. Había que entrar para hacer los pedidos, aunque
luego el personal se encargase de dispensarlos y recogerlos. Más de uno se
sentaba a estudiar o charlar sin tomar nada, y no creía que fuese a salir nadie
a pedirles que dejasen las mesas libres para los clientes de pago, pero como no
era un habitual allí, Vicente se podía esperar cualquier cosa.
Daniela se pasó las dos
manos por la frente, haciéndose el pelo hacia atrás.
—Esta historia —empezó—, se
oyó por primera vez en… ¿Sabes dónde está Tángel, verdad?
Vicente asintió, con las
pupilas dilatadas por el entusiasmo.
—Allí hay un instituto. La
historia empezó allí, aunque nadie sabe quién fue el primero en contarla, ni cómo
la conoció.
Vamos bien.
—Bien, en realidad… nadie
sabe de verdad qué es el Harapiento.
Vicente sintió una punzada
en el pecho, sintiéndose engañado. Iba a sonreír, paso previo a protestar,
cuando Daniela levantó la mano. Calma.
—Por eso cuentan distintas
versiones de la historia.
Vicente tomó aire y juntó
las manos. Empezaba a imaginarse por qué había querido empezar pronto.
—Unos dicen que era humano.
Un chico joven y guapo, que acababa el instituto e iba a empezar la universidad
al año siguiente. —La voz de Daniela se iba volviendo progresivamente más
profunda y lenta, a medida que se inclinaba; síntoma clásico de las historias
de terror contadas a oscuras—. Acababa de sacarse el carnet de conducir y sus
padres le regalaron un coche, un Renault deportivo, por sus buenas notas.
Vicente suspiró
disimuladamente.
Ya quisiera yo.
—Era sábado, mediados de
junio. Acababa de recoger a su novia y se iban al pueblo de al lado, a una
noche de fiesta cuando, al tomar demasiado rápido una curva en una carretera
rural, muy mal iluminada, se estrellaron.
Vicente tecleó sobre la mesa.
Ya estaba, el cliché.
—El motor se incendió y,
aunque no llegó a explotar, el coche se quemó con ellos dentro —detalló
Daniela—. Ella murió y él quedó muy grave, así que lo llevaron a toda prisa al
hospital.
Y poco después murió, su espíritu se aparece a los ligones frescos y a
los conductores imprudentes y vivieron felices y comieron perdices.
—Se despertó después de
pasarse dos días totalmente sedado. Le había vendado por completo, como a una
momia; tanto que no podía hablar. Ni moverse.
»Al rato de despertar llegó
un médico y le puso al corriente. Además de sin novia y sin coche, se había
quedado sin piernas. El choque las aplastó hasta casi arrancárselas.
Daniela hizo el cuello
hacia atrás un momento, como escuchando pasar a los estudiantes.
—Y, para colmo, se había
quemado la piel casi por completo. Le dijeron que intentarían hacerle injertos,
cuando pudiesen quitarle los vendajes.
»Pero él no lo podía creer,
ni aceptarlo, así que empezó a gritar, loco de dolor. Tuvieron que sedarlo, y
lo dejaron solo un rato, para que descansase.
Daniela cerró los ojos y
tomó aire.
—Lo que no sabían —agregó,
mirando a los ojos de Vicente—, es que después de tantos fármacos, se había
hecho resistente, o algo así. Al rato de irse el médico, recobró la
consciencia.
»Al intentar levantarse, se
dio cuenta de que era verdad. No podía andar. Así que saltó sobre la
barandilla, se lanzó al suelo y fue gateando hasta el servicio. Allí se subió
como pudo al lavabo; quería verse en el espejo. Y, al llegar, empezó a
arrancarse los vendajes.
Vicente gimió, abriendo la
boca para lanzar un gemido sordo al imaginárselo.
—Le hizo un daño terrible
verse así, pero la peor parte se la llevó la cabeza. —Daniela trazó círculos en
el aire con el índice junto a la suya—. Se volvió loco.
»Se puso tan nervioso que
se resbaló y cayó. Se revolvió; ya no era sólo aliviar el dolor. Necesitaba
cubrirse, taparse para que los demás no le viesen, y para no verse él mismo.
»Lo intentó con los
vendajes en el suelo, pero estaban demasiado destrozados, así que se puso a
intentarlo con cosas más grandes. La cortina de la ducha. Las toallas del baño.
La sábana de su cama. Se tapó con todo eso y, nadie sabe cómo, consiguió
escapar.
—Y —Vicente había
empezado a contar los segundos para que aquel disparate acabase—, ¿ya está?
Porque, con unas heridas así…
—Bueno. —Daniela carraspeó
para aclararse la voz—, parece… que con el tiempo, las quemaduras en su piel
empezaban a cicatrizar; a cerrarse… sobre la ropa que se ponía.
Vicente se limitó a abrir
mucho los ojos, ahorrándose preguntar si eso era médicamente posible.
—Pero sus piernas nunca
llegaron a curarse, así que tiene que gatear, arrastrarse sobre las manos
—continuó—. Eso hace que la ropa se ensucie hasta que tiene que reemplazarla,
perpetuando la cicatrización.
El oyente volvió a arrugar
la nariz al imaginárselo.
—Y sigue reemplazándola,
con ropa vieja, trozos de tela y según algunos con piel de animales que mata… o
de gente.
Vicente asintió. De
momento, no divergía mucho de otras historias sobre asesinos deformes de
ultratumba.
—Bueno, esta es la versión…
más normal de la historia —aclaró Daniela, sonriendo como una niña traviesa.
Vicente asintió, también
sonriendo con complicidad. Y curiosidad.
¿Esta es la normal? Pues venga, continúa.
—La otra dice que, en
realidad… el Harapiento no es humano.
Hizo una pausa, dejando a
su oyente como una estatua, esperando más.
—¿Y qué es, entonces?
—Ya lo he dicho antes, no
lo sé; nadie lo sabe —se excusó, levantando las manos—. Unos dicen que un
extraterrestre, otros que salió de otra dimensión, o hasta que es un engendro
que escapó del infierno. Se dice —miró a los lados un momento—, que es
inteligente. Y, aunque nadie nunca lo ha visto hablar, creó y extendió la
historia del chico para engañar a la gente, que crean que es humano para
intentar… no llamar tanto la atención.
—No llamar… —Vicente se
rascó la sien—. ¿Cómo es, entonces?
—No se sabe muy bien porque
va cubierto de harapos; por eso le llaman así. Como ya te he dicho, es una
amalgama de telas, ropas y hasta pieles, tan cubiertos de mugre que no se
distinguen los colores.
Daniela puso entonces el
índice y el corazón derechos sobre la mesa y empezó a simular pasos, largos y
tortuosos.
—Y como no tiene piernas,
o las tiene atrofiadas, anda sobre sus manos, así…
Sonrió de una forma
forzada; Vicente pensó que la imagen la haría disfrutar.
La semilla del sadismo, inherente de la nueva juventud española.
—Pero lo peor es la cara
—especificó—. A simple vista cuesta verla porque la tiene tapada por la ropa
desgarrada, como un velo.
Daniela puso sobre la suyo
los dedos desplegados en abanico, para dar esa impresión.
—Pero es alargada, hacia
fuera; un poco como la de un animal. Y, entre los rotos, se distinguen los
ojos. —Apartó los dígitos lo bastante para descubrirlos; Vicente se dio cuenta
ahora de que eran marrones—. Son muy raros. Sobresalen un poco, como los
cuernos de un caracol, y parece que estén secos, de un color gris con la pupila
rosada, sin brillo y en forma de cuña, como una máscara. Y el iris es
horizontal y de un rojo oscuro, como heridas viejas.
»El derecho es así, pero el
izquierdo cuesta verlo porque está más tapado. Parece —se inclinó un poco más—,
que lo tapa porque, en realidad, el izquierdo son dos ojos, pegados, con uno
atrofiado.
Luego tendió hacia delante
los meñiques.
—Y por debajo le asoman dos
colmillos como de jabalí, muy largos, finos y torcidos, como si estuviesen
articulados.
—Vaya. —Aquello,
definitivamente, mejoraba por momentos—. Pero, eso, ¿qué tiene de esp…?
—Ahora —le rogó paciencia.
—Vale —asintió él.
—Lo que pasa con el
Harapiento —parecía que por fin iba a ir al grano—, es que, ya sea para
conseguir piel nueva, para cumplir una misión secreta o porque no le gusta que
le miren, cuando alguien sabe de él… lo mata.
—Sabe de él… —repitió
Vicente.
—Ajá.
—¿En qué sentido?
—Cuando alguien escucha su
historia, cuando sabe que existe, él, de algún modo, se entera. Entonces
empieza a seguir a esa persona, a vigilarla sin que lo sepa. Y, cuando la pilla
sola…
Daniela golpeó la mesa con
las dos manos, haciéndola temblar y atrayendo un par de miradas desde las mesas
vecinas. Vicente se apartó, comprobando que sonreía como una desquiciada.
—Muy bien. Entonces, según
eso —decidió seguirle la corriente—, ahora que conozco su historia irá a por
mí…
—Ajá —asintió—. Como hizo
con los otros que han muerto.
Aunque la cara de Vicente
no reflejó ninguna alteración, su corazón había sufrido un espasmo violento.
—Y a por ti…
Daniela emitió una risita
aguda y estridente, sin reducir su sonrisa.
—Bueno, —levantó la mano
derecha y empezó a enredar un bucle de pelo entre sus dedos—, en realidad… hay
una forma de evitarlo.
—Cual. —Aunque ahora mismo
quería largarse más que nada, estaba decidido a llegar al final.
—Parece que el Harapiento…
no tiene muy buena memoria —aseguró—. Y cree que con la gente pasa igual; que
no podemos retener muchas… cosas en la cabeza.
Vicente se rió, pensando
que en eso no se equivocaba del todo.
—Piensa que la información,
las historias, son como los… —Daniela miró al cielo, pensando en un símil
adecuado—, relevos; que cuando alguien cuenta algo lo olvida… y entonces, el
último en oírlo es el que lo sabe. Mientras el último en contarlo no vuelva a
sacar el tema… no tiene problemas.
Vicente dobló los dedos,
haciendo crujir los nudillos. Empezaba a entrever un motivo oculto tras aquella
entrevista.
Daniela hizo atrás con
violencia su silla y se levantó; parecía a punto de saltar de alegría.
—A mí me contaron esto el
sábado por la mañana —confesó, poniéndose en marcha sin dejar de mirarle—. Tú
has querido oírla voluntariamente. Ahora el marrón es tuyo.
Vicente entendió que era
su modo de despedirse. Le dio la espalda y empezó a alejarse.
—¡Venga ya! —gritó sin
importarle que la gente le mirase—. ¿En serio?
—Yo pensaba igual,
¡pensaba! —replicó sin pararse, continuando andando de espaldas—. Si volvemos a
vernos, ya me dirás qué piensas de esto.
Y entró en el club,
riéndose.
Por eso tranquila, porque a ti no quiero volver a verte ni en pintura
en mi puta vida.
No había sacado nada útil,
pero al menos la historia, como leyenda urbana, era interesante. Seguro que se
llevaría unas cuantas visitas extra en el blog.
Y se supone que nadie se la ha atribuido, pensó. Y el que lo encuentra…
Se levantó, encaminándose
hacia la entrada más cercana, una buena caminata en metros. A su alrededor, los
alumnos que acababan dejaban el campus libre, yendo con sus mochilas,
sentándose a charlar a la sombra de un banco o tumbándose en parejas en el
césped para empezar a besarse.
La próxima vez que venga Nere, le tengo
que enseñar la uni…
Había llegado al parking
sin darse cuenta, dejando atrás las voces, las risas y a la gente. El viento
hizo crujir unos álamos a sus espaldas. Sobre él, un gorrión pasó trinando.
Se detuvo en el borde de la
acera, dándose cuenta de lo silenciosa que podía ser la universidad. A esa hora
el sol extendía la sombra de los edificios sobre la pequeña parcela,
oscureciéndola.
Qué silencio…
Bajó sin miedo al asfalto.
Ningún coche circulaba en ese momento, ni se acercaban por el acceso de
delante. Tampoco había nadie andando entre las filas de coches.
¿Pero qué me pasa?, se reprendió, antes de seguir su camino. No me digas…
Le pareció oír un crujido,
como de viento arrastrando palos.
…que me lo estoy…
Llegó a la cuesta que los
coches usaban para bajar y algunos alumnos para subir, pegándose al borde.
…creyendo.
Otro crujido, este más
parecido a un pie aplastando una rama. Miró a la derecha; a las hileras de
coches separadas por setos de baladres. Nadie, al menos a la vista.
Un gato, entonces. Venga ya,
la universidad nunca está vacía del todo.
Pasó andando sin pausa
junto al campo de césped, donde un equipo femenino practicaba hockey, no
empezando a correr hasta salir de la universidad.
Vicente no tenía mucho que
hacer esa tarde, y cuando sus padres se fueron a trabajar, se quedó totalmente
solo. Solía fregar después de comer como simple señal de corrección; sin
embargo, en ese momento lo hizo por la necesidad de ocuparse.
Hay tanto silencio…
No le gustaba ver la tele a
esa hora; se dormiría. Y, cuando se puso frente al ordenador, se sintió, por
primera vez desde que inició el proyecto, perdido.
Repasó los rumores. Recordó
a los de biología de segundo curso que tenían una excursión a Tabarca; a los de
Matemáticas que el plazo para un proyecto de Análisis de Datos se acababa y que
las facultades tenían que diseñar las camisetas para las paellas de ese año.
Pero no fue capaz de escribir ni una palabra sobre las entradas relativas a las
muertes. De hecho, fue al contrario.
Borró la última entrada, el
llamamiento sobre el Harapiento. Con una sola loca tenía bastante.
Joder, ¿qué me…?
No lo entendía. Intentaba
leer o estudiar, pero no se concentraba; se acostaba y daba vueltas, sin
ponerse cómodo ni dormirse. Llegaron las seis, cuando solía ir al gimnasio,
cuando decidió que ese día prefería quedarse en casa.
Angustiado, se dio cuenta
de que estaba contando el tiempo hasta que sus padres volviesen.
Muy bien, macho; enhorabuena. Viste Alien con seis años sin asustarte.
Y ahora, con diecinueve, un cuento de un monstruo te tiene acojonado.
A las siete y media abrió
la ventana del apartamento y se asomó fuera. Necesitaba respirar aire fresco.
Cuando sus padres volviesen, a lo mejor bajaba a pasear un poco…
Miró abajo. La ventana daba
a un patio interior, que por las tardes se llenaban de niños jugando. Sin embargo,
ahora, casi de noche, estaba casi vacío; seguramente porque los padres tenían
miedo de las pandillas de fumadores de porros y las parejas demasiado efusivas
que salían con el crepúsculo, aunque en ese momento no se veía ninguna…
A la luz de la única
farola, Vicente creyó ver algo en el límite de la pared. Un perro negro, enorme
y con pinta de viejo, arrastrándose fuera del parque.
Aunque jamás lo admitiría,
sabía por qué cerró la ventana y se metió en su cuarto con las luces encendidas
hasta que sus padres volvieron.
Vicente dejó pasar media hora desde que el despertador sonó,
necesitado de despejarse. Oyó a sus padres desayunar e irse, antes de
levantarse él.
Tenía como una hora antes
de ir a clase, pero necesitaba mucho más salir a correr, despejarse. Ahora no
se iba a dormir, y había pasado la peor noche que recordaba: cada coche al
frenar fuera, cada voz de la calle, cada roce de sábanas rompía su descanso.
No pasa nada, no pasa nada, no pasa nada…
Se lo repitió toda la noche
como un mantra, y se lo repetía ahora mientras caminaba, esperando que la
realidad lo sacase del mal sueño.
La mañana era gris
mientras el sol acababa de desperezarse. Algunos peatones en chándal lo
imitaban, perdiéndose entre las callejuelas. Varios estudiantes iban ya con sus
mochilas hacia la universidad. Y, por supuesto, había ancianas, mujeres maduras
y hombres de aspecto cansado paseando a sus perros al final de correas.
Él se cruzaba con ellos y
los saludaba, recibiendo miradas de desconcierto y tímidos alzamientos de mano
como respuesta. La gente estaba desacostumbrada a que un desconocido fuese
amable.
El puto poder de la autosugestión. Dios, si aquí se estudiase psicología,
alguien podría hacer un estudio de la leche…
Llegó al parking de un
centro de salud, rodeándolo de vuelta a su casa. Con el sudor brotando en sus
poros y el aire fresco abrasando sus pulmones, Vicente se sentía renacido. Una
ducha rápida y un cambio de ropa y estaría listo para la mañana.
Unas horitas en clase, con mis compañeros, rodeado de gente; lo que me
hace falta…
Negó, agitando la cabeza,
al darse cuenta de lo que podía sacarse de ese pensamiento. Volvió, pasando por
las calles entre bloques, llenas de hibiscos y flores, de nuevo vacías de
presencia humana. De vida. La carretera, al fondo, con su tráfico imperturbable,
parecía una pared más.
Vicente aceleró hacia su
portal, dejando aquel páramo atrás. A menos de un paso se volvió, todavía
subiendo las piernas y agitando los brazos como un buen corredor.
Algo se movió, en la
distancia, saliendo entre dos de los bloques de ladrillos. Un perro negro, que
se movía con dificultad.
El joven frunció el ceño,
luego gimió y le dio la espalda.
Sacó las llaves con una
mano agitada, hiperactiva por la carrera y resbaladiza de sudor, que encajó en
la cerradura con dificultad. Con la puerta abierta, y por mera curiosidad, miró
atrás.
El corazón le dio un
vuelco, el perro había recorrido casi doscientos metros en apenas segundos; a
pesar de su forma tortuosa de andar, arrastrando la mitad inferior de su cuerpo
como si tuviese las patas rotas.
Por un momento Vicente
paró, respiró por la boca y centró los ojos.
Parece, se dio cuenta, el
mismo de ayer…
Se aseguró de cerrar,
empujándola contra el marco después del portazo. Subió a su quinto piso por las
escaleras, corriendo, pensando que el ascensor supondría una espera
innecesaria.
Cerró su puerta con dos
vueltas y corrió a su dormitorio, dejándolo abierto para oír bien. Estaba a
salvo.
¿De verdad?
Se asomó al pasillo. Las
puertas del salón y la cocina estaban cerradas, la del dormitorio de sus padres
entreabierta.
Las ventanas.
Al mirar por la suya apreció
la altura que había. Al menos, no lo vio pasar.
La cerró, por si acaso.
Esto es psicológico, se dijo, así
que la cura debe ser…
Vicente chasqueó los
dedos, luego se sentó frente al portátil.
Bueno, puede que hoy llegue a clase un poco tarde, pensó, pero habiendo
sido puntual todo el curso…
Abrió Google, listo para
acceder a Blogger.
Se supone que sólo va a por el último que ha oído sobre él. Así que, si
lo escribo, irá a por los que lo lean, y me dejará en paz.
La sesión se inició; sus dedos se lanzaron
sobre el teclado antes de posarse con delicadeza.
¿Y qué les pasará a ellos? Esa cosa irá a por ellos y no sabrán qué
hacer…
Vicente suspiró. Bueno, no
era su problema. Sólo debía poner la solución al final; luego que se buscasen
la vida. Si se lo creían, deberían darle las gracias.
Debo hacerlo como una historia; que no suene muy creíble, o pasarán.
Rió con amargura, al
recordar las palabras de Daniela. La muy traidora…
Escribió el título, La Historia del Harapiento. Entonces le
pareció oír un golpe.
Se giró en la silla
rodante. El viento empujó la puerta del cuarto de sus padres hasta abrirlo.
Mierda.
Sus padres siempre dejaban
su ventana abierta, para que el cuarto se ventilase.
¿De verdad, puede trepar a pleno día cinco pisos sin que nadie lo vea?
Joder, si apenas anda…
Vicente se levantó para
cerrarla… pero no fue capaz de salir de su cuarto. Así que cerró y volvió al
teclado, esforzándose por recordar las palabras, lo más exactas posibles.
Esta historia se inició en un instituto
de Tángel. Existen dos versiones…
Un traqueteo empezó a
acercarse por el pasillo, creciendo por momentos. Una lágrima brotó en su ojo.
Espera, se dijo, es la
puerta, que no termina de cerrarse. El viento.
Volvió a la narración, lo
más deprisa posible.
Un golpe le lanzó atrás,
haciéndole chillar. Tras dos segundos de respirar deprisa, se relajó.
Había sido fuera, la
puerta de un coche, o la tapa de un contenedor; a lo mejor…
Venga, termina y a clase, al aburrido y alegre mundo real…
El viento soplaba por el pasillo, de
ventanas a puertas, hasta pasar bajo la suya, silbando como un aliento.
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