lunes, 3 de septiembre de 2018


EL PUEBLO DE LA NIEBLA – PARTE FINAL

Alicia echó hacia atrás sus rizos castaños, la creciente bruma estaba empezando a apelmazarlos, destrozándole la permanente. Estar mojada en un sitio aislado y con el móvil descargado; su peor pesadilla a punto de hacerse realidad. Sólo faltaba, para colmo, estar sola
     Bueno, eso no es problema. Patri y los demás están en esa casa, esperándome a mí y a Carlos...
     Aceleró por la calle Cárdenas, dejando atrás la penúltima casa, con un cartel de panadería sobre la puerta. Llegó a la iglesia, o parroquia, mejor dicho. Era el templo de pueblo de toda la vida; tejado cupular azul, campanario y paredes color arena, con ventanas con vidrieras representando la cruz y el cáliz y la puerta, de madera vieja y con remaches, abierta.
      —¿Hola? —Se asomó a la entrada—. ¿Hay alguien?
      Lo bueno de unas ventanas tan grandes es que, haga el tiempo que haga, las iglesias siempre suelen estar iluminadas. Así pudo ver mejor el vacío. Y el desorden.
        Los bancos estaban movidos; no había ni uno solo recto. Había un par de imágenes, parecía que de San José y la virgen, destrozadas en el suelo, caídas de huecos entre las ventanas. La gran cruz con el Cristo estaba apoyada de lado en el suelo, y parecía que alguien se había caído sobre el altar, arrastrando el paño y tirando al suelo el cáliz y la biblia. La cruz que lo presidía se había mantenido en su sitio, aunque tumbada.
        Alicia pensó que parecía su apartamento un domingo por la mañana, lo que le hizo reír hasta acordarse de dónde estaba. Además de una falta de respeto, estaba claro que lo que había pasado allí no era gracioso. La prueba fue que, al pasar junto al altar, comprobó que el cáliz y la cruz parecían de oro autentico. La cruz hasta tenía joyas, incluida lo que parecía un rubí del tamaño de una uva.
     Y lo han dejado aquí, como si no valiese nada.
     La sacristía estaba abierta. Al asomarse, se encontró la cama desecha, el armario abierto y revuelto y un par de sotanas tiradas.
     Volvió a la calle, sintiéndose oprimida entre esas paredes. Al salir miró atrás, examinándola con más detalle. Se dio cuenta de que la puerta estaba astillada, en torno a dos zonas de impacto del tamaño de un puño. Las paredes a su alrededor también estaban picadas, y siendo su padre aficionado a cazar, fue capaz de imaginarse qué lo había hecho.
      ¿Pero por qué? ¿Por qué iba alguien a liarse a tiros con la iglesia?
      Debía ser de los tiempos de la guerra; había estudiado que en ese periodo quemaban las iglesias, mataban a los curas y violaban a las monjas. Pero después de tanto tiempo…
     Es un pueblo pequeño, y minero. No debía ser muy rico. Preferirían dejarlo así, o… a lo mejor para recordar a las víctimas.
     En ese punto comprobó que la carretera volvía a bifurcarse. Por la derecha llevaba a más casas, en la parte trasera de la calle Pelayo. El ramal de la izquierda era desconocido, sin identificar salvo por una señal de ceda el paso.
     A alguna parte llevará; hasta puede que Carlos haya venido por aquí.
      Levantó sus deportivas con pasos animados, viendo como tras ella era cada vez más difícil ver las casas de Lleguera. Apretó los labios con disgusto; no podrían irse hasta que despejase.
        —¡Carlos! —llamó delante, donde la niebla también se congregaba—. ¿Estás por aquí? ¡Oye!
     La carretera seguía casi doscientos metros en línea recta. Empezó a correr para terminar antes, jadeando mientras notaba el sudor naciente helarse sobre ella.
       A casi ochenta metros se paró. Una forma oscura se había materializado tras la niebla.
      Alicia entornó los ojos, hasta conseguir reconocerlo. Se acercó andando despacio, con el ceño fruncido y la lengua fuera, mientras su corazón se agitaba como unas maracas.
      
      Sábado 23 de Mayo, 1998.
     Hoy todo el pueblo estaba cubierto de guirnaldas, desde la iglesia a la mina, para celebrar la fiesta. Yo, tonto de mí, he podido pedirle bailar a Lola pero no me he atrevido. ¡Mierda!
      Por suerte, ni Matías ni los otros se han aprovechado; ha acabado bailando con su padre primero y Joaquín después.
        Debo decidirme; no sé cuántas oportunidades me quedan. Además, no sé cuánto más soportaré que mi madre me critique por seguir soltero.
       Eugenio se rió ruidosamente.
      Así que a los adultos también les pasa.

       —Sh, —siseó Fede, volviendo a asomarse al salón—, Laura se ha dormido.
     Patri acudió a su lado, comprobando que era verdad. La chica tenía la cabeza hacia atrás, desperdigando su melena con tonos rubios sobre el respaldo y roncando de forma irregular.
       —Bien por ella. —Patri se puso brazos en jarra, luego bostezó—. Me dan ganas de hacer lo mismo.
      —Bueno —masculló su novio, sonriendo con malicia—, poder, podemos.
      —Tienes razón; así el resto del viaje será más fácil.
      Había revisado la casa. Había cocina, con fuego de gas y nevera, una despensa llena de latas que todavía parecían comestibles, un patio interior con lo que debió ser un huerto totalmente abandonado a las malas hierbas y, por supuesto, las camas. Modestas, viejas, con sábanas y mantas gruesas que sugerían que habían pertenecido a gente mayor.
     —Bueno —ella se liberó de su mano—, tú eliges.
      Se alejó hacia el primer dormitorio. Fede la siguió, ilusionado.
      Patri fue hasta la cama. La golpeó dos veces, provocando sendas erupciones de polvo. Luego apartó la manta y levantó la almohada, inspeccionándola como a una reliquia. Blanca, con una funda sólo afeada por el olor a humedad y a polvo. Acabó desechándola.
       —Bueno, con un pequeño arreglo…
       Volvió al salón, separando su saco de dormir de su mochila y echándolo sobre el colchón. Habiendo tenido que dormir tres veces sobre el suelo, aquello le pareció una bendición.
     —Que descanses —le dijo a Fede, mientras ponía la cabeza de lado, sacándolo de su vista.
      Su novio se rió, mordiéndose el dorso del pulgar antes de sentarse a su lado y pasarle la mano sobre la cintura.
     —Ahora no —rumió, espantándolo de un manotazo—. Tenemos que descansar, para volver pronto al coche.
      Fede suspiró.
      —¿Te he dicho ya que lo siento?
      —¿Lo has dicho? —replicó, consciente pero tumbada—. Déjalo. Luego veré si te perdono.
       Fede se levantó, resignado, y fue hasta el segundo dormitorio, dejándose caer sentado en la cama sin importarle que tuviese moho o ácaros.
       Debería descansar yo también, reponer energías.
       Se tumbó de espaldas sin desvestirse ni quitarse las zapatillas, mirando al techo. Aunque la digestión no tardó en hacerle efecto, un pensamiento se mantuvo.
     No pasa nada. Lo quiere, se nota. Sólo tengo que esperar un poco…

     Sábado 30 de Mayo, 1998.
     Malas noticias. Los de HUNOSA se echan atrás; dicen que desde el gobierno central están retirando las subvenciones. Son malos tiempos para el carbón.
     Aquí estamos acostumbrados a trabajar todo el año, pero ahora parece que nadie tendrá vacaciones en agosto. Iñigo me lo ha contado muy asustado; sabe que los hombres se lo tomaran mal cuando se enteren.

Coches, no uno, sino varios. Alicia llegó a la cola del convoy, reconociendo al que estaba en la cola como un Ford azul.
      Eran en total once; tuvo que salirse del camino para verlos bien. Estaban en una fila bastante ordenada, como esperando a que un semáforo se pusiese verde, menos al principio. Un coche, un Citroën blanco, se había salido del camino, quedando con las dos ruedas derechas al aire y, de paso, bloqueando el paso a los demás.
       Alicia, boquiabierta, se dispuso a recorrer la hilera. Sí, podía ser un pueblo pequeño, sin grúa. ¿Pero no había ni siquiera en los pueblos de al lado? ¿Prefirieron seguir dejando los coches tirados?
        Al pasar por su lado comprobó que algunos, como un Audi y un Renault, tenía las ventanillas bajadas, o rotas (había muchos cristales por el suelo). Sin embargo, la mayoría las tenían subidas; cerrados a cal y canto.
     Antes de interesarse por el estado del Citroën accidentado, Alicia se fijó en el vehículo de detrás, un Nissan azul oscuro, con las ventanas subidas. Aunque algo empañadas, se apreciaba el interior.
     Alicia dio un respingo, notando su corazón saltarse un latido. Había alguien dentro; tanto en los asientos de delante como en los de detrás. Eran cinco, dos adultos delante y un tercero junto a dos más pequeños detrás.
       ¿Pero qué pasa? ¿Qué hacen…?
      La explicación, el entendimiento, llegaron solos. Con pies dubitativos, pegó la cara al cristal, sólo para retroceder después, con la boca abierta y respirando deprisa, tanto que empezó a faltarle el aire, mientras su garganta contenía un grito.

      Jueves 4 de Junio, 1998.
     Hoy Antonio Salas, el supervisor de la galería 7, ha venido a vernos, muy nervioso. Mientras retiraban la sección, Juanjo ha encontrado algo. Dicen que es como un muro de piedra.
       Iñigo les ha preguntado si la zona es segura, así que esta tarde hemos ido a ver. En efecto, es una pared de bloques, parecida a una muralla terminal, con una zona abierta como un portal. También han dicho que había como una barrera, con una especie de jeroglíficos, que se ha roto al quedar al aire.
       Juanjo está muy nervioso, y sé por qué. Iñigo deberá avisar a Mieres para contarlo, no vayan a ser restos arqueológicos irremplazables o algo por el estilo. Juanjo y los otros siete que trabajan en esa sección han pedido a Iñigo que se espere, no vayan a cerrar la mina y a dejarles sin trabajo; ya les ha puesto bastante nerviosos saber lo de las subvenciones.
      Les entiendo. Lo que no justifica que, después de explicárselo, se haya puesto a insultarnos y a amenazarnos.
       Iñigo me ha pedido que pongamos vigilancia nocturna en la mina; le preocupa que alguien haga una locura. Como he estado solo desde siempre, le he dicho que ya lo veré. Hará falta contratar a alguien. He pensado en Carlos Janés.
     Bueno, al fin algo de información útil.
     Eugenio pasó la página, frunciendo el ceño al ver la fecha. Era la primera vez que veía en aquella libreta dos entradas en días consecutivos.

     Viernes 5 de Junio, 1998.
     Un día muy malo, y para colmo raro.
     Iñigo ha venido a mi despacho a las diez de la mañana; he ido a decirle que casi tengo listo el plan de vigilancia cuando he visto su cara.
       Me ha dicho que ha pasado algo en la mina. Parece que un derrumbe.
     Lo bueno de tenerla al lado del pueblo es que no hace falta coger el coche; el protocolo exige comprobar los daños, que el peligro sea real, antes de llamar a Mieres para solicitar una ambulancia y un equipo de rescate. Ramón Garate también ha venido, por si acaso.
     Todos estaban esperando fuera. La entrada de la mina estaba tapada por un humo blanco.
     Me ha dado un susto de muerte; he supuesto que ha sido una explosión. Iba a preguntarle a Paco dónde tienen el teléfono cuando he visto a Gonzalo, el encargado de la galería 3. Le he preguntado si ha hecho un conteo por si falta alguien, mientras yo le pedía detalles.
     Me ha contado que no sabe lo que pasa. Estaban sacando una vagoneta sin problemas cuando la galería ha empezado a llenarse de esa especie de vapor. Al principio no se ha puesto nervioso, no olía a gas ni nada raro, pero como no dejaba de salir, ha mandado a todos fuera, en orden y sin perder la calma. Luego, en la galería principal, ha visto que todo el mundo salía también.
      Algo en lo que me ha dicho me ha llamado la atención. Vapor. Me he acercado a la entrada, oliéndolo. Lo he tocado, lo he probado. No es vapor, ni humo, ni desde luego polvo de un desplome. Es agua, como niebla.
     Paco me ha dicho entonces que el equipo de la galería 7 falta. Antonio, Juanjo, Manolo, Ricardo, José Luis, Benjamín, Manuel Giménez y Pepe Marturro. Me he acercado a la entrada y, al darme cuenta de que no se veía ningún tramo bloqueado, podíamos esperar a que se despejase para intentar buscarlos. Ha tardado casi veinte minutos.
       He ido con Paco llevando máscara de un lado a otro, gritando sus nombres. Es rarísimo, aunque no suelo estar en la mina, por lo que he visto y me han dicho, no parecía que hubiese ni una piedra fuera del sitio. He llegado hasta la galería 7, donde he visto lo que me contaron. Una pared gris de bloque, que llega hasta un arco que parece la entrada a algo.
        De los trabajadores, ni rastro. Sólo hemos encontrado algunos picos y un casco, que seguro que soltaron al ver la niebla. Nadie tiene ni idea de dónde ha salido, ni de cómo ha podido formarse bajo tierra.
       He reunido a todo el mundo fuera, para tranquilizarles. Si no ha habido ningún derrumbe tienen que seguir dentro; sólo hay que esperar y ver. Pero, por si acaso, Paco ha preferido mandarlos a todos a casa. Nadie ha rechistado.
      Yo he ido a ver a Íñigo, a aclararle lo que ha pasado.

—¿Patri? ¿Patricia?
     Aunque al principio parecía que no reaccionaba, flexionó la espalda dentro del saco y suspiró ruidosamente, con los ojos cerrados. Había estado soñando, y aquella voz bien podría ser su eco.
       Se despertó por completo al sentir un beso sobre la nuca, aunque mantuvo los ojos cerrados.
       —¿Me oyes?
     La cama gimió cuando alguien se sentó a su lado.
     —¿Qué hora es? —Fingió seguir medio dormida.
     —Las tres y diez. Sólo han pasado diez minutos —le anunció Fede, susurrándole al oído—. ¿Has dormido bien?
    —No tardaremos en irnos —rezongó ella—. Cuando vuelvan…
    —Aún no han vuelto —le informó—. Y Laura sigue dormida.
    —Entonces —Patri bostezó—, tendremos que ir a busc…
    —O esperar, y descansar un poco más —sugirió él. Por entre los párpados a medio cerrar, Patri le vio sonreír—. Todavía es muy temprano, y está la niebla.
     —Por eso. —Patri le dio la espalda—. Quiero estar en el sitio antes de que sea de noche…
      Sintió otro beso húmedo en el hombro, recorriéndolo como una mosca de patas pegajosas. Lo agitó, intentando ahuyentarlo.
       —Ahora no —lo rechazó, sin fuerza ni convicción en la voz.
      —¿Por qué? —preguntó Fede, divertido.
      —Quiero descansar. Y sigo enfadada por tu despiste.
     Él se rió, luego siguió bajando. Apartó el saco de su espalda y le levantó la camiseta.
      —Este es mi modo de pedir perdón.
     Patri se volvió; no estaba acostumbrada a que fuese tan romántico, o a que al menos lo intentase.
     —Te he dicho que quiero desc…
     —Hay que estar cansado para dormir bien —le informó él—. Así, yo también puedo echarme.
       Iba a poner otra excusa cuando él levantó la mano derecha. Le enseñó un preservativo en su envoltorio. Luego la besó en los labios, bajando por el cuello.
      —Antes de nada —le avisó ella, tumbándose de espaldas—. Me apetece pasarlo bien.
      —De acuerdo. —Era la señal de que quería juegos preliminares, y de que Fede debería dedicarse a fondo.
      Patricia cerró los ojos, sabiendo que no dormiría hasta pasado un rato aunque, al menos, gozaría. Su novio no sería una lumbrera, pero sabía tratarla bien.
      Y además, al menos la tiene grande.

       Sábado 6 de Junio, 1998.
      Eugenio se frotó un poco los ojos. Otra entrada consecutiva.
      Parece que, al final, me equivoqué sobre Carlos. No sirve como vigilante.
      Esta mañana, cuando Paco ha ido a abrir, no lo ha encontrado por ningún lado. En su casa no saben nada.
       He preguntado en el bar y Emilio dice que cree que tiene una novia por Armiello. Digo yo que si quería cepillársela, podría haber ido en otro momento.

Alicia corrió hasta perder de vista los coches y su contenido, extendiendo las manos para frenar sobre la pared de la iglesia. Resolló, arañándola con la punta de las uñas mientras se le iba la vista al suelo.
     ¿Qué pasó? ¿Por qué, por qué están así?
      Tomó aire, sintiendo el rocío frío quemarle los pulmones mientras la niebla la envolvía. Aunque cerrase los ojos, todavía veía a la familia, al otro lado del cristal empañado.
      ¿Es que no salieron? ¿Se quedaron en el coche hasta morir? Por…
     Se arrastró sobre el muro hasta conseguir apartarse de la puerta del templo. La calle Cárdenas quedaba delante; un portal en medio de la bruma, como una ventana rota.
       Le acudieron a la mente imágenes de cristales rotos, de ventanas rotas. De coches vacíos.
       ¿Es que tenían miedo? De algo, fuera…
        Corrió sobre el asfalto, reblandecido por la mezcla de polvo y humedad. Resbaló, cayendo hacia delante.
       Alicia gimió, a punto de llorar, y no por lo que había encontrado. Había aterrizado sobre una rodilla, y se había arañado las palmas de las dos manos. Estaba sucia. Y magullada.
       No importa. Tengo que decírselo a los otros, hay que largarse de aquí ya…
      Resollaba, intentando calmarse; con tanta fuerza que su nariz silbaba como un botijo. Empezó a palpar con la mano derecha adelante, buscando el bordillo…
       Rozó algo, levantando la mano. Fue interceptada por otra mano, ajena, que la sostuvo con delicadeza. Alicia cesó toda actividad, menos la de su atemorizado corazón.
      Miró arriba.
      —¿Carlos? —consiguió preguntar—. ¿Eugenio, sois…?
     No había visto todavía a la forma salida de la bruma, cuando se dio cuenta de que había dejado de respirar. Y aquel silbido seguía.
     Perdió la fuerza en brazos y piernas, deseando ya no sólo seguir en el suelo, sino volver a la iglesia o a los coches.
       Había tenido ocasión de tocar la mano, áspera callosa, desconocida; con los dedos formando espirales coriáceas hacia la punta de las uñas.
        Iba a mirar arriba cuando sintió el dolor, profundo y caliente, sobre el ombligo, impidiéndole levantar del todo el cuello y verle.
       Alicia, mientras el dolor se agudizaba, sintió una mezcla húmeda, caliente y apestosa escurrirse  entre sus piernas, hinchándole las bragas. Habría sentido vergüenza si hubiese sido por el miedo, pero no.
        Era, sencillamente, la forma que tenía su cuerpo de anunciar un cese de actividad total.

     Lunes 15 de Junio, 1998.
     Las cosas parece que van mejor en la mina, y me alegro. Ya me siento bastante mal por lo de Carlos; parece que he pensado demasiado mal de él.
     Al principio pensé que no volvía por vergüenza, pero ha pasado más de una semana y su familia está preocupada. No les ha llamado, ni mandado ninguna carta. Lo he comprobado, y nadie ha echado en falta ningún coche desde que desapareció.
     Me ha tocado irme a Armiello a preguntar. Resulta que sí, que conocía a dos o tres mozas, pero ninguna lo ha visto desde el mes pasado.
      Ha desaparecido. Supongo que puede tener algo que ver con lo de la galería 7.
      Había una anotación, como una frase suelta al pie. Al pegar la nariz a la hoja, Eugenio comprobó que era otra entrada.
     Martes 16 de Junio.
     Qué raro, últimamente el cielo está más nublado y ha empezado a formarse niebla en el pueblo. El pueblo es muy fresco hasta en verano, pero nunca, en mi vida, he visto bancos de niebla tan espesos; y menos niebla en esta época.     

Laura se lanzó adelante, tirándose el pelo sobre la cara. Gimió, frotándose los párpados y apartándose la melena, recuperando definitivamente la consciencia con un bostezo.
      Le había parecido oír algo. Como un grito.
     —¿Hola? —preguntó tímidamente, dudando antes de levantar la voz en serio—. ¿Hay…?
     Se acercó al pasillo. Le llegó el eco de las risas, los besos y de los muelles de la cama gimiendo con cada cambio de postura.
     Tomó aire, conteniendo la risa. ¿Habría sido eso lo que…?
      No. Se paró, cerró los ojos y pensó. Ya llevaba un rato sentada, casi se había dormido del todo. Y le había parecido que sonaba cerca pero no tanto, como en la calle…
       Sus incisivos rozaron mientras sentía la sangre bombeada hacia sus piernas. Salió corriendo afuera. Alicia no había vuelto. Carlos tampoco, ni Eugenio. No estaban en la entrada, ni cerca del coche, ni los veía al mirar a una y otra calle. La niebla caía sobre el pueblo como un telón.
       ¿Les habrá pasado algo?, se preguntó, inquieta.
      —¡Eh! —Se alejó hacia la izquierda, por la calle Jorcano—. ¡Carlos, Alicia!
      Laura, tímida y cauta por naturaleza, todavía no se animaba a chillar por completo.

     Miércoles 17 de Junio, 1998.
     Este es casi seguro el día más negro en toda la historia de Lleguera, y no sólo porque llevamos casi una semana sin sol.
      A dos días de acabar las clases, Virginia Murillo, la hija de Nicolás y Mamen, ha llegado corriendo a la puerta del ayuntamiento, sudando, casi desmayada. Cuando acudía a ver lo que pasaba, Ramón Garate ya la estaba atendiendo. Nada más tocarla, se ha puesto a berrear a lágrima viva y temblando.
       Su madre ha intentado tranquilizarla. Lo único que conseguimos que dijese es que había pasado algo en el colegio. No ha aclarado nada más.
        He ido allí, con las madres saliendo de las casas para seguirme. Al llegar todo han sido gritos y lágrimas.
      Hemos encontrado a otros tres niños de camino, Javier Acero de siete años, Lucía Gómez de diez y César Haro, de catorce. Todos iban como sonámbulos, llorando.
       Las puertas del colegio estaban abiertas, y por las aulas parecía que hubiese pasado un huracán. Las sillas y las mesas movidas, los estuches, los lápices y los papeles tirados por todos lados. Y nadie. Ni un niño, ni los siete maestros, ni la directora. Todas sus cosas seguían ahí, como si no hubiese pasado nada.
       A las siete he conseguido hablar con los que han quedado. El mayor, César, ha sido el más charrador. Ha dicho que pasó algo, que fue como si una nube blanca se hubiese metido en el colegio y que mientras la profesora les decía que se levantasen para salir, algo pasó. Los niños empezaban a gritar y, de pronto, se callaban. Se asustó y salió corriendo; parece que pasó lo mismo con los pequeños.
      He registrado el pueblo con los vecinos, y le he pedido a Genaro que revise la mina. Nada.
      De nuestros cuarenta y un niños y nueve jóvenes, sólo han quedado siete. No sé si el pueblo se recuperará.

Había llegado a la altura del colegio, cegada por la humareda fría. Era muy raro; Laura había estado en algunas discotecas techno con emisores de humo artificial, pero nunca se había sentido tan perdida, tan atrapada como entre esa niebla.
       No sabía cómo pero lo vio; seguramente por ir mirando al suelo para no tropezar con el bordillo. Había algo, que estaba segura que no estaba allí antes. Se agachó para verla.
      Una zapatilla deportiva blanca, con los cordones atados, rozando la tapia del edificio. La recogió. Estaba fría, usada, y le sonaba.
      —¡Carlos! —gritó hacia el colegio—. ¿Estás ahí?
      Se acercó al elíseo, sintiéndose debajo de una ducha. Miró a los cristales, con la esperanza de que si había entrado (a saber por qué) pudiese ver su silueta. Se quedó boquiabierta al ver, en su lugar, lo que parecía el relente blanco flotando dentro del edificio.
       Laura entró siete pasos en el patio, todavía sosteniendo la zapatilla. Pudo ver la puerta abierta, aunque las ventanas parecían todas enteras. Y cerradas.
      Olvidándose del asco que normalmente sentiría por coger algo sudado de otra persona, llevó la zapatilla entre las manos hasta la calle, momento en que la soltó. Si su dueño volvía a buscarla, mejor que siguiese donde la dejó.
     ¿Pero por qué iba a quitarse la zapatilla y seguir? Estando el suelo así…
      Continuó hasta la mina. Todos pensaban que había ido hacia allí.
      No querría manchárselas al bajar
      Frunció el ceño, regañándose a sí misma por tonta. Pero era inevitable; ninguna explicación, lógica o estúpida, parecía capaz de explicarlo.
     En un deja vù, se asomó al borde como hizo al llegar. La explanada, con su caseta y su excavadora, estaba casi tapada por la niebla. Al asomarse un poco más, le pareció que salía en bocanadas desde la mina.
     Se agachó. En ese momento, el rastro de la humareda se interrumpió. Laura resollaba, oliendo el oxígeno y la humedad. Lo que hubiese pasado no iba a asfixiarla, pero fue suficiente para convencerla de que había que desmontar el campamento.

    Jueves 7 de Julio.
     Los niños que quedan han sido los primeros en verlo. Están en sus casas mirando por las ventanas, esperando a que la niebla escampe para ver si sus padres les dejan salir a jugar. Todos tienen miedo, ya ha desaparecido demasiada gente.  Da igual que sea de noche o de día, simplemente desaparecen.
     Roberto Valden, que tenía fiebre cuando pasó, y Javier Acero, el superviviente, fueron los primeros. Se lo dijeron a sus padres, que primero creyeron que era mentira para que los dejasen salir. Pero también lo vieron. Más y más vecinos lo han visto.
      Por fin hay una explicación, y sabiendo lo que es, todavía no me lo creo.
     Hay algo en la niebla, que se está llevando a la gente.
     Cada uno lo describe de una forma. La mayoría, como los García y los Acero, dicen que es como un hombre normal pero muy alto y delgado, que se va viendo a medida que sale de la niebla. Los padres de Roberto, en cambio, me dijeron que parecía vestido con harapos y que chorreaba, como si hubiese salido de un rio. Otros, como los Jumilla, dicen que es un monstruo de verdad, con dientes y garras enormes y afilados, y Esteban hasta dice que es como una medusa, con la cabeza llena de gusanos que se menean.
      En lo que parece que todos coinciden es en que es real.
        La siguiente entrada, justo después, ni siquiera podía considerarse aparte. La letra era más estrecha, y los márgenes más apretados.
     Viernes 8 de Julio.
       Hemos reunido a todo el mundo y a todas las armas del pueblo, mi pistola y siete escopetas de caza en total. Las hemos repartido entre los mejores disparando y hemos mandado a los demás a meterse en el ayuntamiento y en la iglesia, con las puertas cerradas. Sólo nos faltaría un accidente.
      El plan era sencillo. Hemos batido el pueblo, dividiéndonos en dos grupos de cuatro para peinar las calles, hacia la salida por Cárdenas y la mina. No ha habido resultados.
      Ha sido al volver cuando ha habido problemas. Juan Núñez ha roto un trozo de la esquina de la farmacia de un disparo, porque le ha parecido ver algo.
       Casi le parto la cara; le he dicho que podíamos ser nosotros. Él ha dicho que no, que estaba seguro, y que deberíamos ir hasta la mina.
     Le he dado la razón en eso, aunque sólo he entrado yo con la pistola, y he dejado a los demás atrás. No me fío de disparar una escopeta en esos túneles apuntalados. He ido hasta la entrada con la mitad, dejando a los otros cuatro vigilando las calles.
     Sólo ha servido para que se liase. Al volver no estaban, aunque sí he visto varias ventanas rotas y que habían disparado a algún edificio.
      He corrido al ayuntamiento y a la iglesia; todo el mundo estaba bien, aunque muy asustado. Los niños y algunos mayores lloraban. Han dicho que han empezado a oír disparos y gritos, diciendo ¡Lo he visto! o ¡Está ahí!
       Creo que la culpa es mía, por separarnos.

—Así me gusta —le animaba Patri, sonriendo—. No pares.
     Sacó el resto de su cuerpo del saco, aplastándolo bajo su espalda. Era otra de las cosas que le gustaban de Fede: sabía muy bien qué hacer antes de meterse en el asunto.
       La había ido besando por el cuello hasta el pecho, donde se puso a darle lametones rápidos y seguidos como bocados de carpa en torno los pezones antes de recrearse en los alrededores del ombligo.
       Él intuía que el centro de su mundo actual se acercaba. Y, además, a todas las chicas les gusta que se usen las manos.
      Empezó ayudándola a salir del saco y a quitarse los calcetines. Luego le masajeó los pies y subió por la espalda hasta los hombros, frotándole con ganas entre los omóplatos. Luego Patri se dio la vuelta. Mientras su boca bajaba, le amasó los pechos en el sentido del reloj, hasta dejar un dedo sobre cada pezón. Ella cerró los ojos y la dejó gozar, volar.
     En ese momento sintió dos rastros  bajar por su vientre liso, seguramente para bajarle las bragas.
      Así, muy bien
     Hubo un momento de duda. Fede paró, hasta le pareció que se apartó un poco. Iba a preguntarle qué pasaba cuando un chasquido seco la desilusionó. Había decidido ponerle el casco al soldadito.
      Bueno, pues a dar guerra.
       Pero se equivocó. Los dedos volvieron, acariciándole el hombro. Los labios volvieron a bajar sobre ella, desviándose hacia el costado.
       Patri se rió, le hacía cosquillas.
     —¿Qué haces? —preguntó, divertida.
       Dejó un fino rastro de saliva sobre su piel, antes de darle otro beso húmedo, y otro. Frunció levemente el ceño; la respiración de Fede se estaba volviendo silbante, señal inequívoca de que estaba a punto de correrse.
      Que rollo, pensó decepcionada, y ni siquiera… Será el cansancio…
       Patri abrió los ojos al darse cuenta de que eran tres los labios que la recorrían simultáneamente.
       Fede seguía donde lo dejó, con la cabeza sobre su cintura, apoyado sobre sus brazos, adorándola. Estaba cabizbajo, con la boca cada vez más abierta como un globo que se deshinchase; su piel poniéndose blanca y después gris delante de ella.
     Tenía una púa tan extremadamente fina como larga clavada en el cuello. Patri se giró, siguiéndola y, de paso, comprobando que el dormitorio se había llenado de humo.
     No, se refrenó cuando se disponía a levantarse y salir corriendo. No huele a humo. Es
     El chasquido se repitió, atrayendo su mirada. En circunstancias normales, Patri se habría tapado con el saco mientras protestaba indignada. Pero aquello no era normal.
      Se había colado entre los barrotes de la ventana, a los que se agarraban dos manos gruesas y fuertes de aspecto correoso acabadas en uñas muy largas y afiladas.
      La chica, aterrada pero sin ánimos para chillar, miró hacia el rostro del intruso. Por suerte, la vida sabe a veces tener un último gesto de piedad.
        La niebla infestó todo el dormitorio, cegándola lo poco que le quedó de vida. 

     Martes 9 de Agosto.
      Mierda. Cada vez tengo menos tiempo para escribir.
      Han desaparecido otros treinta y uno. Las tiendas se quedan abandonadas, y ya hay más casas abiertas pero vacías que habitantes.
     Le he recomendado a Iñigo que la gente ya no duerma en sus casas, que lo hagan en el ayuntamiento y en la iglesia. Les dije que deberíamos irnos; que el pueblo esté condenado no significa que lo estemos todos. Pero la gente no quiere; tiene miedo de intentar salir con la niebla.
     10 de Agosto
     Esta mañana he encontrado la iglesia abierta. Rodrigo, el párroco, no estaba. Es como si hubiese habido una pelea dentro. Ya hace casi un mes que no vemos el sol.
      He dicho a la gente que intente irse; si se quedan acabaremos muriendo igual.
     A la anotación siguieron varias páginas en blanco, que Eugenio pasó deprisa.
     24 de Agosto.
      Sólo quedamos siete. He intentado encerrarnos en el ayuntamiento. Pero vamos a necesitar comida para pasar tiempo aquí. Creo que será mucho.

—¡Ali, Carlos, Eugenio, ¿dónde estáis?! ¡Volved, venga, volved! Tenemos que irnos; pasa algo en la mina, ¡pasa algo!
      Laura dio gracias mentalmente de que las calles estuviesen vacías; con la niebla no veía los bordillos pero, sin coches, no debía preocuparle que la atropellasen. Alcanzó el cruce, con el coche aparcado delante, sin recibir respuestas. Se apoyó en el capó; se habían dejado el maletero abierto. ¿Le importaba a alguien?
      —¡Eh, Patri, Fede, ¿me oís?! —Rozó los dientes, conteniendo el rubor al recordar lo que hacían cuando los dejó.
      Bah, mierda, ¿te parece que es momento para preocuparse por eso?
      —¡Patri, Fede, venga! —Corrió hacia el 23 de Cárdenas—. ¡Tenemos que irnos ya! ¡Te…!
     Se paró, evitando a tiempo tropezar. Allí la niebla parecía nieve…
     Un golpe acompañó a alguien saliendo de la casa. Al fijarse, vio una mano agarrada al dintel.
     Bueno, me han oído       
     Entornó los ojos, irritados al atravesar la neblina. Aquella mano, tan ancha y basta no podía ser de sus amigos.
     Su dueño salió, acompañado de una docena de silbidos. Laura sólo vio que, como algunos personajes de dibujos animados al enfadarse, parecía que le salía humo de las orejas.
     No, no de las orejas; de toda la cabeza…

     Martes 6 de septiembre de 1998.
     Ya llevo aquí tres días, solo. La comida se acaba y no ha dado señ...     
     Eugenio dio un respingo; los gritos de Laura le interrumpieron justo a tiempo, cuando ya no tenía más que leer. Eso no le hizo sentirse mejor sobre lo que tenía en las manos.
     Miró el cuaderno otra vez, apretando los parpados antes de volver a dejarlo en el escritorio.
     No puede ser. No, no puede
     Era una explicación para todo. El pueblo vacío, las señales de disparos, la barricada de abajo. Pero era, a la vez, imposible.
      Bueno, mejor será decirles a los demás que nos vayamos.
      El cristal tras él sonó; no un golpe duro como el de un pájaro picoteando, sino un deslizamiento largo y húmedo como el roce de un dedo ensalivado. Al volverse sólo vio el gris exterior.
       La niebla lo cubría todo.
      Volvió al recibidor. Se sentía cansado, pero prefería una pequeña jaqueca a pasar otro minuto más en  Lleguera.
       —¡Laura! —llamó, de camino a la puerta—. ¿Estás ahí? ¡Lau…!
     Se quedó sin palabras. Lo que había fuera era una cortina de humo. Aminoró a algo más de dos metros. Aunque no sintió que soplara ni una pizca de aire, la niebla estaba entrando en el ayuntamiento.  
       Venga ya, tío, se reprendió mientras empezaba a andar de espaldas. ¿Desde cuándo te asusta la niebla? Las películas sobre el tema son muy malas…
     El vaho se extendió, tapándolo todo como el hielo seco en una película de terror.
     Ha sido ese puto diario; te ha comido el
     Una silueta humana se dibujó en el umbral, acompañada de múltiples silbidos. Eugenio sabía que tenía que preguntar quién era… no salir corriendo hacia las escaleras. Había muchos despachos, sí, aunque poco espacio para correr. Lo que sí que había era muchos escondites; podía esperar…
       ¡Joder, ¿de verdad te crees que es un monstruo?! Mira el puto pueblo, abandonado y ya está. Sin cadáveres, huesos, ropa…
       El sonido de pasos, húmedos pero vigorosos, empezó a seguirle.

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