lunes, 17 de septiembre de 2018


DE-CONCEPCIÓN

Nuria Merino entró furiosa en el bar La Jota, apretando las manos hasta clavarse las uñas, los dientes rechinando tras lo labios y sintiendo cada latido de su corazón como el traqueteo de un coche cayendo por una pendiente. Tras sus gafas redondas (de empollona, le decían desde el instituto) sus ojos hacían aguas. ¿De pena, de dolor? Más bien de rabia, y sobre todo de impotencia.
     Se abrió paso entre los clientes, la mayoría universitarios salidos de clase, hasta la barra, donde dos solitarios doblaron el cuello para verla, seguramente percibiendo su humor.
     —Buenas…  —El camarero dejó de sonreír como un bobalicón, seguramente oliéndose problemas—. ¿Qué te pongo?
     —Un tercio, por favor —pidió con sequedad, pero controlándose.
     Se llevaba el vaso a los labios, bebiendo con indiferencia, mientras veía a la gente charlar en las mesas, a las parejas beber, a los chicos mirar aquí y allá a ver lo que caía. Más de uno, comprobó, hacía un alto al llegar a ella, antes de retirarse con pudor.
     Reaccionó abriéndose de piernas en el taburete, mostrándose en su máxima sensualidad… sin conseguir cerrarle la boca a la voz interior que le repetía que sentiría una mezcla de asco y vergüenza ajena si viese a otra haciéndolo.
     ¿Y qué más da? No creo que a otras les hayan hecho eso…
     Gruñó internamente, apretando los dientes mientras repasaba mentalmente cómo había salido: el pelo largo, caoba con tonos rubios, cepillado deprisa; la cara almendrada, de piel pálida, nariz recta y labios finos sin maquillar (una cara bonita; sus amigos decían que sin las gafas y algunos kilos menos parecería una top model… sueca); la ropa, un sencillo conjunto de camiseta de tirantes y falda vaquera. Y, detalle ahora importante, no se había puesto sujetador.
     ¿Qué pasa, os gusta lo que veis, verdad?, pensaba, sonriendo con sorna.
     Adelante. Eso era lo que quería. Ligar con un desconocido (a poder ser, guapo), que la siguiese a su recién abandonado piso de soltera, se acostase con ella, que rodasen desnudos en la cama, se metiesen la lengua por donde daba asco e hiciesen lo que antes le habría dado pudor. Un tiempo pasado, ahora, para siempre.
    Así morían los mitos: rompiendo tabúes. Y para Nuria, el amor, el cariño y la idea estúpida de los mayores menopaúsicos sobre el respeto, habían acabado con su relación. A Cenicienta, con el corazón roto, le tocaba ser un poco puta. Se debía al menos eso.
     Cansada de apoyarse contra la barra, de que la mirasen sin decidirse, dio un último sorbo al tercio y se levantó. Aunque no estaba ni de lejos borracha, se movió con un coraje impropia de ella, a punto de gritar lo que pensaba. Lo peor era acabar puesta en la calle. Y, si rompía a reír como una loca, un buen método para disimular las lágrimas, se libraría de cualquier demanda.
     Metro y medio de contoneo después, sintió que le rozaban el brazo.
     —¿Te encuentras bien, guapa?
     —Piérdete. Metete en tus asuntos.
     Se arrepintió al instante de hablar sin pensar; la frustración del rechazo sumada a la humillación habían tirado de su lengua. Especialmente porque, mientras sentía los dedos huir de su piel, pudo analizar la voz: masculina. Varonil. Sexi.
     Para su alivio, le respondió una risa.
     —Vaya. Hoy se ha levantado de mal humor.
     —No; levantado no —dijo mientras se volvía—. Y si supieses qué me han hecho…
     Se quedó sin palabras al verlo. Era un hombre, desde luego; uno que podría ser su padre pero que, curioso, resultaba más atractivo que cualquier niñato que le viniese a la cabeza.
     Alto, una cabeza más que ella; su pelo gris, sepultado por canas, daba idea de su edad. Pero su cara llamaba a error; pómulos y barbilla marcados, piel bronceada y ojos claros sin un solo rastro de arrugas en ojos, boca o frente. Su ropa también era contradictoria; camisa de rayas azules con chaqueta y pantalón grises sobre un cuerpo atlético, decorado modestamente con algunos anillos en los dedos, una cruz de oro al cuello y, el más desconcertante, un aro de oro en la oreja derecha.
     Por increíble que fuese, parecía un treintañero pretendiendo parecer viejo, como imitando a Richard Gere.
     —Perdón. —Bajó la vista, recobrando la compostura. Y un poco de timidez.
     El desconocido, sin embargo, se cruzó de brazos, sonriendo comprensivo.
     —Corrijo. Más bien, a alguien la han jodido viva —observó, señalando a la barra—. ¿Y si tomamos algo… y nos calmamos? Lo que quieras. Invito yo.
     Por lo menos era simpático. Y muy observador. Pidió un Kas de limón para él. Nuria, que prefería no arriesgarse a beber mucho con un desconocido, se pidió un Bítter.
     —Por cierto… —Le tendió la mano—. Mi nombre es Sergio Silverio.
     —Tus padres se lucieron —replicó al apreciar la coincidencia—. Parece de nazi. SS.
     —Vaya. —Tras un momento de asombro, Sergio asintió—. Pues mira, tienes razón. Nunca lo había pensado. Pero te juro que fue sin querer.
     Ella rió. Charlaron un rato; dónde vivían, a qué se dedicaban, la última película que vieron.
     —Bueno, Nuria, ahora que nos conocemos un poco… ¿Soy cotilla si te pregunto qué te pasa?
     Era inevitable. Después de los dulces venía el mal trago.
     —Mi no… —Se interrumpió, aquel no era el término correcto—. Mi ex…
     —Entiendo —asintió él, bebiendo de su vaso—. Habéis roto. Hace nada. Y… —se inclinó para verla mejor, como si leyese en su cara—. Te ha hecho algo muy grave.
     —¿Sabes qué ha hecho el cabrón? —Hora de desfogarse—. Antes de decirme que me dejaba, quiso acostarse conmigo. Con… —Tragó saliva, aclarándose el cuello—. Una cámara oculta.
     —Joder. —Sergio, que parecía haberse puesto pálido, bajó la vista. No necesitaba decir más, pero lo hizo de todos modos.
     —Justo después de decirme que… sus sentimientos habían cambiado, va… y me enseña la página donde lo había colgado.
     Nuria se sintió ardiendo por dentro; por sus ojos pasó una película de dolor: cuando conoció a David, los paseos que daban, las veces que hacían el amor. Ni era remilgada ni puritana, simplemente habían tenido una relación normal. Y él decidió que el final apoteósico pasaría por… ser creativos. Guardándose, por supuesto, el detalle de que quedaría inmortalizado en una docena de páginas porno.
     Una muralla de silencio se instauró en torno a ellos durante unos minutos. Los clientes a su alrededor, incluso el camarero, no habían podido seguir a lo suyo.
     —¿Y tú? —Se separó lo más que pudo de la barra, a fin de no sentirse avasallada por su tamaño—. ¿Buscabas algo en este bar… sólo?
     Sergio se rió; su forma de hacerlo lo dotaba de un aire adorable. Parecía un chiquillo.
     —Pues nada, me apetecía ver si podía encontrar a una chica bonita que quisiese salir conmigo.
     Nuria gimió para sus adentros. El viejo truco de la seducción indirecta. ¿O una forma sutil de decir que le daba pena?
     —¿Por eso te has fijado en mí? —se hizo la sorprendida—. ¿Por qué te parezco bonita y con ganas de salir contigo?
     —No –reconoció él, apurando su vaso—. Simplemente eres la única chica bonita aquí… —Trazó un arco hacia atrás con la mano, hacia las mesas—… que está libre.

     Veinte minutos después estaban a punto de acostarse en el dormitorio de Nuria. Él propuso llevarla a su piso en su Audi y luego devolverla a su casa.
     —No hace falta. Vivo aquí al lado —aseguró invitándole.
     Había un motivo oculto, por supuesto, que prefirió ahorrarse. Pero Sergio, que aseguraba ser perito de seguros, demostró su inteligencia averiguándolo solo.
     —Nada de irte a casa de alguien a quien acabas de conocer. Por si te secuestro y te convierto en esclava sexual, ¿no?

Ella ya estaba lista, totalmente desnuda y echada sobre la almohada. Sergio, sin embargo, se entretenía en un curioso ritual.
     —¿Por qué te quitas todo eso?
     —Por nada en concreto —contestó, terminando de quitarse los anillos—. Me gusta follar desnudo.
     Nuria se rió sin poder evitarlo. Sobre la mesita, junto a la cama, delante de sus gafas, había dispuesto, como en un expositor de joyería, todos sus adornos: los anillos, la cruz, hasta el aro de la oreja. En total, cinco piezas.
     —Ya estás desnudo.
     —Sí, ahora sí —dijo, subiéndose a la cama a gatas—. Pero mientras siento el metal sobre la piel, es como estar vestido.
     La besó en los labios, despacio, bajando por su cuello hasta sus pezones. Los rodeó despacio con la lengua, endureciéndolos.
     —Dios… —Nuria gimió despacio. Era demasiado diferente a David. De la brusquedad a la delicadeza; del placer al gozo. Una traición compensada por un premio.
     Sergio se separó de ella, alargando la mano hacia el cajón de la mesita. Nuria sabía lo que quería; se lo había dicho ella misma. Lo abrió lo bastante para sacar un preservativo.
    Acabaron y se dejaron caer, rodando uno a cada lado de la cama, todavía juntos, empapados en sudor. Él había iniciado la entrada despacio, metiéndole el miembro (grande, según sintió ella con gusto) e iniciando el vaivén. Mientras empezaba a estremecerse bajo su fuerza, él se tendió sobre ella, abrazándola con cuidado y besándole la cara y el cuello, moviendo su cadera al margen de su torso. La besó en los labios, entrelazando sus lenguas mientras empujaba con más fuerza, haciéndola gritar, pensar que la cama se rompería. Su reacción fue abrazarlo; con tanta fuerza como si quisiesen asfixiarse. Cuando llegó al orgasmo se irguió, seguramente por miedo a que un grito se convirtiese en mordisco. Seguía, sin embargo, dentro de ella. La maravilla del sexo seguro.
     —Follas como un profesional. ¿Has sido actor porno?
     Él se volvió hacia ella, recostado sobre el brazo derecho, mirando su cuerpo desnudo.
     —He sido muchas cosas, pero esa todavía no —dijo, acariciándole el abdomen, hundiéndole las yemas de los dedos en el ombligo—. Simplemente tengo experiencia.
     La besó en la comisura de la boca. Ella se volvió, mirándole con picardía.
     —Esto no será elegante, pero… ¿Cuántos años tienes?
      Por suerte, Nuria podía sentir desde hacía ya un tiempo que podía preguntarle cualquier cosa. No parecía tener los mismos tabúes que ella.
     —Digamos… —Él dejó vagar la vista por el techo—. Que soy más joven de lo que parezco… y mayor de lo que imaginas.
     —Un misterio entonces, recalcó ella, recostándose boca abajo.
     Él se limitó a llevarse un dedo a la boca, besarlo y colocárselo sobre sus labios.
     —No nos pongamos de cháchara; no estropeemos el momento —Nuria sonrió, sonrojándose al darse cuenta de que eso era típico en los matrimonios—. ¿Puedo ducharme antes de irme?
     —Sí. Claro.
     Él se levantó, agachándose para coger su ropa pero dejando sus abalorios. También, por el sonido elástico que le llegó del pasillo, aprovechó para quitarse el preservativo.
     Ella siguió en la cama, esperando a que acabase. Quería orinar. En sólo cuatro minutos volvió totalmente vestido, se puso sus cosas y se agachó para volver a besarla.
     —Adiós, Nuria. Ha sido un placer conocerte.
     —Y que lo digas, Sergio —era verdad. Las palpitaciones aún retumbaban entre sus piernas, tentándola a masajearse con los dedos para calmarlas.
     Una verdadera pena, se dijo. Conocía a un hombre de verdad, guapo, simpático y por lo visto solvente, además de bueno en la cama… y así acababa el cuento. Adiós y un placer.
     Nuria se dispuso a ir al servicio, totalmente desnuda. Horas más tarde se acostó contenta; libre de males: Sergio se había llevado sus cosas. Pero se había dejado un papelito con su número.

Nuria amaneció comprobando que el coctel emocional del día anterior, la violenta transición de la ira a la alegría y la esperanza, rematadas con un buen revolcón, había debilitado sus defensas. Aquel solitario tercio, sin ser una bebedora blanda, tampoco había ayudado.
     Se levantó con retortijones; un dolor interno ubicado en torno a su ombligo, comprimiéndola hasta el esófago. Llegó al servicio pensando que vomitaría, aunque, al final, no fue así.
     Algo de lo que comió debió sentarle mal, especialmente después del disgusto. O bebió. La idea ganó peso durante la mañana; aunque el dolor pasó, tuvo que ausentarse casi seis veces del mostrador para orinar. Por primera vez en años, la botella de agua para el almuerzo acabó vacía.
     Los nervios, decidió por fin; la incertidumbre de no saber si se repetiría lo de la noche anterior.
     Aunque fuese demasiado pronto, decidió salir de dudas: esa misma tarde llamó a Sergio.
     —Viste mi número, entonces. Perfecto.
     —¿Eso fue… —preguntó, acariciando la sábana bajo ella mientras hablaba—… que quieres volver a verme? Algo como ayer. O a lo mejor, salir a cenar, o ir al cine y luego al Burguer…
     La respuesta de él la dejó de piedra:
     —Lo que quieras. Pero esta noche. Dime cuándo quieres y te recojo.
     Quedaron para cenar a las nueve y media. Cuando acudió a recogerla, Nuria se quedó sin palabras.
     Era, sencillamente, otro hombre. La cara conservaba las facciones afiladas, pero más rebajadas. El pelo gris se había oscurecido, reduciendo el blanco a una franja en las patillas. El cuerpo alto y fornido parecía un poco chupado, como si hubiese perdido volumen.
     Sergio parecía haber rejuvenecido entre seis y diez años en una sola noche.
     —¿Y eso? —no pudo evitar preguntar.
     —Bueno… no vamos a un sitio especialmente elegante, pero quería darte buena impresión. —Retrocedió y comprobó su traje oscuro, parecido al del día anterior pero con pinta de ser más caro. 
     —No… —ella rió, sin acabar de creer que pensase que ese era el motivo de su asombro. Le señaló—. Me refiero a que… pareces más joven.
     —¿De verdad? —arrugó la frente, mirándola con duda—. Bueno, igual tú me rejuveneces.
     Todavía con la boca abierta, Nuria se estremeció. Guapo, simpático, gracioso… y ahora también romántico. Todos sus instintos le gritaban cuidado.
      A la mierda. Puedo soñar un poco más.
     Aunque cenaron más tarde, tuvieron el mismo postre en la cama de ella. Después de quitarse las joyas y casi traspasarla, Sergio se duchó y se fue.
     —¿Volverás a llamarme?
     —Ya lo creo —aseguró ella—. De hecho, creo que me toca darte mi número.

     Nuria empezó a sentir miedo esa mañana. Se levantó mareada, llegando a llenarse la boca de bilis al llega al servicio y sintiendo un dolor muy familiar. Un dolor imposible, habiéndole bajado la regla hacía sólo una semana. También fue al servicio el doble de veces que el día anterior. Y, por primera vez desde los siete años, sentía un ansia de abstinente por llenarse la boca con chocolate.
     Sin embargo, lo que más le preocupó fue comprobar que se le estaba hinchado el vientre. No estaba engordando sin más. Y la alternativa quedaba descartada con dos sencillos hechos.
     Se pone preservativo, joder; lo he visto. Y, de todos modos, esto no va tan rápido.
     Sintiéndose incapaz de mantener aquel ritmo, llamó a Sergio para decirle que no podrían quedar esa tarde.
     —No pasa nada; te sientes mal —le aseguró—. Por cierto, ¿necesitas ayuda? Puedo ir a tu casa a echarte una mano…
     Era encantador, desde luego. Nuria prefirió pasar un día entero sin él, su propia cura de desintoxicación. Al día siguiente, sin embargo, aunque seguía igual de hinchada, estaba lo bastante recuperada para volver a quedar.

     La tercera vez que hicieron el amor, Nuria acabó igual de exhausta pero más capacitada. Al fin se adecuaba al ritmo de Sergio. A él no pareció importarle su obesidad repentina; hasta parecía ahora más cariñoso que antes. Por cortesía, ella no hizo ningún comentario sobre su aspecto.
     Había vuelto a cambiar, a… rejuvenecer. Su piel se veía sin rastro de poros o marcas, como cubierta de maquillaje brillante, y un poco más pálida. Las canas habían desaparecido definitivamente, dejando un pelo marrón oscuro parecido al de ella. Y su cuerpo parecía haber vuelto a comprimirse, con sus músculos menos hinchados y su estatura acortada en media cabeza. ¿Se habría olvidado que usaba alzas?
      La dejó tumbada, mirando al techo, mientras se metía en el servicio. Aunque le gustaban los hombres limpios, su prisa por quitarse el olor del pecado empezaba a parecerle maniática.
      Sonriendo, rodó sobre la cama, quedando boca abajo junto a su mesita, dándose cuenta de que la colección de joyas de Sergio seguía encima. Sintiendo curiosidad, estiró la mano sobre ellas, tanteándolas como si fuesen tóxicas, antes de decidirse por el pequeño anillo de plata que llevaba en el anular izquierdo.
     ¿Qué serían? ¿Y por qué su manía de quitárselos antes de acostarse? Era imposible creerse aquella excusa sobre la desnudez…
     Mientras volteaba el aro frente a sus ojos, distinguió algo en su cara interna; unas letras. Frunció el ceño, intentando leerlas, hasta darse por vencida, recuperando sus gafas y poniéndolo bajo la lámpara.
     SUSANA HINOJAL. CON TODO MI AMOR.
     Nuria se rió, sin poder evitarlo. ¿Eso era todo, un recuerdo de una ex?
     Qué mono.
     Debía quitárselos por eso. Remordimientos. Aunque no le ayudaba a entender por qué conservaba algo así.
     El sonido del agua cayendo paró; en sólo tres minutos Sergio volvió al cuarto completamente vestido. Nuria tuvo que lanzar el anillo sobre la mesa, rebotando sin quedar del todo como estaba. La joven frunció los labios, al comprobar su error.
     —Bueno, como siempre, un placer. —Fue recogiendo las piezas de metal y colocándolas en su sitio—. Espero que mañana podamos volver a quedar…
     Empezó a hablar más despacio, seguramente consciente de que no estaban como las dejó. Pero si así era, no pareció importarle.
     —Depende de cómo me encuentre. —Nuria empezaba a asociar sus encuentros con su malestar matutino. Pero no se lo dijo. Se limitó a darle un beso en los labios y dejarle marchar.

Nuria no había experimentado dolor de verdad hasta esa mañana. Su cerebro parecía un carrusel, el vómito le masajeaba la garganta y cuchillas de afeitar trazaban ochos por debajo de su bajo vientre. Su primer intento por levantarse fue frenado, obligándole a quedarse en la cama, estirada y retorciéndose, tratando de contener las dolorosas oleadas. Se le hizo tarde para ir a trabajar; su móvil se puso a sonar al rato, seguramente por eso. No pudo, sin embargo, dar explicaciones hasta casi las once, cuatro horas de tortura después.
    Cuando consiguió levantarse, comprobó horrorizada que le costaba andar recta y peor, la hinchazón de su estómago había aumentado. Una mano sobre la redondez, dura y saliente, confirmó lo imposible.
     No puede ser de David. Y mucho menos de Sergio. No, esto no pasa…
     A un cuarto de hora del mediodía, el dolor se le pasó lo bastante para moverse sin restricciones. Aprovechó para pedir cita con su médico por ordenador. La más temprana era a la una en punto. Vale. Tenía tiempo de sobra para prepararse…
    Antes de apagarlo, un nombre se iluminó en su cabeza con letras de neón: Susana Hinojal. La dueña del anillo de Sergio. Su expareja.
     ¿Cómo sería? ¿Se le parecería? ¿Sería más guapa?
     Preguntas sin respuestas, entrelazando curiosidad con celo, en una maraña con una sola solución.
     Nuria abrió Google y escribió el nombre. Todo el mundo (o la mayoría, al menos) tenía una cuenta en Facebook o así; u otra forma de acceso, sin anonimato y normalmente incluyendo fotos. Un remedio, esperaba, para su repentina ansiedad.
     Decepción. Ninguna entrada en una red social con ese nombre. La mayoría, como suele pasar en un buscador, eran otros nombres formados por partes de los usados. Sin embargo, encontró un par de entradas, la cuarta y quinta, que parecían específicas.
     Abrió la primera, un artículo extraído de un periódico local.
     JOVEN DESTRIPADA EN SU APARTAMENTO
     El titular dilató sus pupilas. Despertadas por lo inesperado, leyó la página entera de pasada.
     Susana Hinojosa, veintisiete años (cuatro menos que ella) empleada de una zapatería en Utiel. Fue encontrada en su dormitorio abierta en canal. En el baño de sangre (el autor no se anduvo con remilgos) no se echaron en falta objetos de valor, lo que descartaba el robo. Investigando a su entorno, vecinos y amigos aseguraron que había empezado a cortejarla un chico, desaparecido sin dejar rastro. La búsqueda en el pueblo fue infructuosa.
     Una chica joven, como ella… Nuria volvió al buscador, notando su delicado estómago revolverse al imaginarlo. La segunda entrada con el nombre, sin embargo, la impactó como una carrera sin parar hacia una pared.
     APARECE MUJER JOVEN BRUTALMENTE ASESINADA EN ALTEA
     Selena Silverio, veintisiete años. Aunque daba menos detalles, se comentaba que el crimen se parecía a otro cometido en Utiel casi cincuenta años antes. También decía que se investigaba el entorno de la víctima. Se sospechaba de un novio…
   Debía ser una coincidencia. Susana Hinojosa no era un nombre muy frecuente, pero no imaginaba a Sergio como a Jack el Destripador, asesinando a chicas jóvenes, quedándose joyas pequeñas y baratas como trofeos. Él, simpático y galán, con cara de bueno…
     Eh, ¿un momento?
     Nuria subió al principio de la página, comprobando la fecha. 1959. Hacía casi sesenta años. Recordó el comentario de Sergio sobre su edad. Tragó saliva. ¿Podía tener… más de sesenta y un años? Si era el caso debía conocer sin falta a su dermatólogo.
     Aquello le activó otra alarma. Releyó el artículo, antes de volver a la página de Susana. Hacía casi cincuenta años. En torno a 1911.
     Suspiró aliviada, echándose hacia atrás en su asiento. Su ¿novio? quedaba exculpado. A menos que, sin saberlo, se hubiese vuelto necrófila.
     Y el nombre…
     Algo en el último nombre le llamo la atención. Silverio. ¿El mismo apellido que Sergio?
     Nuria apagó el ordenador. Alguna pariente, asesinada por un chalado, convertida en cuento familiar del coco. A lo mejor por eso, pensó, se esforzaba tanto por ser bueno con ella.
  
La visita al médico no tuvo ninguna sorpresa. Le describió los síntomas y le dio el veredicto. Bueno, al menos ya creía en la Inmaculada Concepción.
     Después de la consulta le hicieron una ecografía que, pese a los últimos avances, le aclaró muy poco.
     —¿Se puede saber el sexo? —preguntó, señalando a la ondulada e informe masa gris.
     —En realidad no —le dijo la doctora, moviendo el sensor sobre el gel—. Es curioso. Para lo avanzado que está…
     —¿De cuánto diría?
     —Seis meses y medio. Más o menos.
     Perfecto. Al salir llamó a Sergio; tenía que darle la feliz noticia. En persona. Eso le daría tiempo para prepararse para la ruptura.
     Hizo un alto en la farmacia para comprarse una prueba. Por si acaso.

     Lo que prometía ser una simple charla sobre su imposible situación, se truncó a los diez segundos de que Sergio llegara. Tocó al interfono, le abrió la puerta, y el dolor volvió, con ganas.
     —¡Ay! —Se llevó las manos al vientre, sintiendo como si la hubiesen apuñalado—. Dios…
  ¿Eran así? Se supone que los bebés vagan a tumbos como ciegos en su prisión de líquido, buscando una postura que les resulte cómoda. Pero lo que Nuria sentía no eran pataditas. Parecían más bien mordiscos. De piraña.
     Sergio entró en el momento que se derrumbaba de rodillas. Llevaba algo en la mano; parecía una bolsa de deporte.
     —Ayúdame, porfa…
     —Vamos. A la cama. —Sin decir más, se agachó, dejó lo que llevaba en el suelo y la levantó por las axilas, pasando sobre su hombro el brazo derecho de ella. Se encaminó al dormitorio al trote; no tanto porque no supiese el dolor que padecía como intuyendo que, cuanto menos tiempo estuviese de pie, mejor.
      —Sergio, tengo que decirte…
     —Ssssh. Tranquila —siseó, tendiéndola boca arriba sobre la cama. Luego le pasó una mano sobre la frente—. Todo va a salir bien.
     —Sergio, no sé cómo. Es muy raro. Pero…
     —Tranquila. Lo sé —aseguró, estirando una mano—. Ya lo sé.
     La depositó mansamente sobre su bulto. Luego se inclinó, cubriéndole el cuello de besos húmedos y cortos.
     —No, para. —Agitó el brazo, apartándole—. Por favor. Ahora no…
     Cansada, derribada por el dolor, Nuria se sintió desfallecer. Mientras sus ojos se emborronaban, retuvieron la imagen de Sergio, más guapo que nunca: su pelo brillante, su perfil delgado…
     Sergio, su amigo con derecho, y con aspecto ahora de adolescente de diecinueve años.

     Nuria estaba en su habitación, de espaldas sobre la cama y privada de su perfil. El bulto de su vientre casi había alcanzado la altura de sus pechos. Quiso moverse, pero ya no sentía dolor, y su mero recuerdo la abstuvo de acciones que pudiesen reactivarlo.
     ¿Qué hora sería? Dobló el cuello hacia la ventana; eso al menos podía seguir haciéndolo. Fuera estaba oscuro, aunque aún podía ver sin luz. No habían encendido las farolas.
     ¿Se habría tirado en la cama un día entero? Aunque igual, si gritaba, Sergio iría a ponerla al día. No oía nada en la casa, no había luces dentro. Pero no podía haberla abandonado.
     Las sombras al final de su cama se estremecieron. Así supo que no estaba sola.
     Mami…
     La sábana se arrugó frente a sus pies. Alguien tiraba de ella.
     Nuria se incorporó, retrocediendo antes de que la vuelta del dolor la detuviese. Eso, sin embargo, no cambió su estado. Estaba aterrada. La voz que acababa de oír era hueca, profunda y fría; no achacable a una voz humana. Y, por lo que parecía, mucho menos a un niño.
     Mami. Déjame nacer.
     De eso iba el sueño; Nuria estaba ahora del todo segura de lo que era. Uno de esos encuentros madre—futuro bebé; había oído que los habían; una batalla interna con su miedo a la maternidad. Claro que la idea del embarazo nunca la había asustado tanto como lo que vio  asomarse a su cama.
     Déjame vivir.
     Dos manos asomaron por debajo, agarrando el colchón e impulsándose hacia arriba. Las manos pequeñas, los brazos delgados y blancos, el cuerpo fibroso, la convencieron de que estaba ante un adolescente, entre los diez años y el inicio de la pubertad. Pero lo que convenció a Nuria de que era un sueño, y lo que la llenó de terror al primer momento, fue su cara.
     Tenía pelo castaño oscuro, creciendo desgreñado hasta sus orejas. Y no tenía cara. Entre pelo y cuello sólo tenía una mancha pálida ancha y ovalada, sin ojos, boca, nariz ni rasgos. Pero lo peor eran los vestigios de su existencia en forma de huecos cubiertos de piel; el origen de su atormentada voz, en forma de fluctuaciones como de una lengua al pronunciar la erre.
      El chico terminó de subirse a la cama; Nuria pudo ver que estaba totalmente desnudo. Y, detalle final de una pesadilla, su delgado pene, carente de vello púbico, estaba erecto.
     Se acercaba a ella a cuatro patas. No podía alejarse, impedida por el dolor, la blanda superficie de la cama y la propia pesadez de su cuerpo. Al llegar a su altura, se colocó a horcajadas sobre su cintura, inclinando su cara borrada como queriendo mirarla.
     Déjame empezar.
Metió las manos por debajo del pijama y lo levantó, revelando su copa C. Con un tirón violento y una fuerza desproporcionada, partió el sujetador por el centro. Luego le bajó el pantalón junto a las bragas, dejándola desnuda.
     Nuria se bamboleaba como una barca, intentando quitárselo de encima, sintiendo que empezaba a sudar, a llorar... A desesperar. Pero pesaba sobre ella como una escultura de mármol.
     Déjame entrar.
     Y el chico actuó, como era predecible. Separó cuanto pudo sus muslos, irguió su espalda y deslizó su pequeño miembro en su vagina.
     La violación confirmó la insensibilidad de su cuerpo; no hubo dolor, ni placer, nada. En realidad, aquel niño monstruoso se limitó a penetrarla y quedarse inmóvil, sin moverse, dejándole el pene dentro. Entonces Nuria sí que empezó a sentir.
     Empezó como un cosquilleo frío, una columna de hormigas apretándose por un conducto, más estrecho cada vez, hasta licuarse; fundiéndose en un caldo abrasivo que recorría su conducto vaginal, recorriendo su cuerpo hasta el útero. Su cuerpo, más allá del dolor, reaccionó a la invasión hinchándose, llenando la cavidad de líquido para evitar la corrosión.
     Mientras su cara se cubría de dolor, la mujer volvió su atención a su atacante. El chico parecía diluirse; su piel brillaba con tonos oleosos mientras encogía; sus miembros encogiéndose en una mancha cada vez más pequeña en torno a la apertura. Como antes, lo peor fue la cara: Nuria comprendió que no carecía de ella, sino que sus rasgos estaban a medio formar. Y siguió involucionando hasta desaparecer, absorbido por completo por su vagina.
     Al final, no dejó nada de sí, al menos fuera de ella. Lo demás, bastaba un vistazo al enorme abdomen grávido de Nuria para saberlo.

Abrió los ojos, todavía en la cama, sin haber salido de su cuarto pero ahora de vuelta a la realidad. A su lado, la lamparita de noche seguía encendida. Bajo ella, la cama hecha, empapada hasta el colchón en su sudor.
     —¿Sergio? —le llamó—. ¿Dónde estás? Ven.
     Intentó incorporarse, hacerse oír más. Fue imposible; se sentía como si pesase un quintal.
     —¡Sergiooo! —gritó con todas sus ganas. ¿Habría sido capaz de marcharse, dejándola sola así? Seguramente asustado por la noticia…
     Al bajar la cabeza, Nuria pasó de la desolación al desconcierto. Bajo la lamparita, la colección de baratijas de joyería se alineaba como había visto tantas veces frente a sus gafas. Sergio seguía allí. ¿Pero dónde?
     Una violenta punzada interna, que reorganizó su sistema digestivo, redireccionó su atención al frente. Comprobó con horror que no había sido solo un sueño.
     Su vientre se había hinchado al máximo, alcanzado el volumen de las últimas fases del embarazo. La concepción más rápida de la historia, nueve meses en una semana (casi). Igual podría vivir un tiempo de eso. Llamar a los responsables del libro Guiness…
     El dolor se repitió, recordándole su estado. Y llenándole de pánico. Sabía lo que significaba.
     El bebé. Ya viene…
     El dolor le hizo encogerse; casi creyó ver su estómago distenderse por la presión.
     Estaba sola, sin hospital, sin epidural. No podía alcanzar el teléfono. Y las contracciones seguían…
     Nuria logró contenerse por un momento, sus pupilas dilatadas a la luz, sobrecogida por el entendimiento. Las contracciones eran espasmos que recorrían todo el cuerpo, a medida que el útero empujaba al bebé al mundo.
     Y lo que sentía estaba localizado contra la superficie interior de su cuerpo. Y era un dolor continuo, con pequeñas réplicas inmediatas. Fuese lo que fuese, no eran contracciones.
     —¡Agh…! —chilló; por fin brillaron las lágrimas. Aquel último impacto fue más fuerte…
     Al volver a mirar, perdió por un momento la consciencia. Su pijama se había manchado de sangre en el punto de unión de jersey y pantalón. Lo subió, beneficiada por la redondez de la región, pero a la vez retenida por un obstáculo oculto.
     Su respiración se intensificó, mientras la presión subía en sus sienes. No lo podía creer.
     Por encima del ombligo, su carne se había rasgado. A través de una apertura minúscula, una especie de pequeño gusano segmentado, cubierto de sangre, trazaba círculos en el aire.
     No me jodas. ¿Qué demonios es…?
     —¡Aaaah! —Sus manos apretaron la sábana. La confusión paralizaba su cerebro. El dolor ya era insoportable. Y, al mismo tiempo, con aquella acción reconoció aquello.
     Las dos últimas cosas que Nuria sintió fueron en su cabeza y su cuerpo: el sonido de su voz, un grito apagándose, unida a un lento desgarro, y cómo su cuerpo se abría en dos.

Dos manos pequeñas se aferraron a la tierna carne, agrandando la apertura lo suficiente para que la cabeza asomase con curiosidad. Seguía solo, con su nueva mami y la muerte.
     El cuerpo esbelto de no más de cinco años bajó de la cama, mientras se arrancaba de la piel los últimos restos de placenta, que pisoteó junto a la mezcla de sangre y líquido amniótico que encharcaba la habitación.
     Se acercó a Nuria para mirarla una última vez. Respetuosamente, colocó las manos sobre su salida, inclinando la cabeza y cerrando los ojos.
     —Gracias por tu vida, por permitirme renacer, recuperando el don de la juventud. —Sus nuevas primeras palabras.
     La pobre mujer había quedado con la boca inclinada con desagrado y los ojos muy abiertos. Había habido dolor como siempre, pero claro, ¿qué es la vida sin implicar sufrimiento de un tipo u otro?
     Se mordió el labio inferior con asco, recordando lo mucho que odiaba que le viesen así. Su mano dejó un rastro viscoso desde su frente a sus párpados, dándole todavía más asco. Lo primero que haría sería ducharse. Pero antes…
     Merino. Ese era su apellido… Mi nuevo nombre. Será difícil encontrar uno que empiece por N…
     Con una nueva ocupación para entretener su mente, se volvió hacia el pasillo. Pero antes de bautizarse a sí mismo, de probar las ropas nuevas para su cuerpo nuevo, se fijó en la mesita. Los recuerdos de cada nueva existencia esperaban en orden que los reclamase. Y junto a ellos…
     Torció la boca, intentando una sonrisa. La nueva pieza para su colección.
     Este ha sido fácil.
     Levantó las gafas de montura redonda, gruñendo por lo borroso que veía con ellas. Al menos, eso lo podía cambiar. Lo más importante era que ahora podría comprobar si, como le dijo una vez Selena, un aire más intelectual le haría más guapo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario