DE-CONCEPCIÓN
Nuria Merino entró furiosa en el bar La Jota,
apretando las manos hasta clavarse las uñas, los dientes rechinando tras lo
labios y sintiendo cada latido de su corazón como el traqueteo de un coche
cayendo por una pendiente. Tras sus gafas redondas (de empollona, le decían
desde el instituto) sus ojos hacían aguas. ¿De pena, de dolor? Más bien de
rabia, y sobre todo de impotencia.
Se abrió paso entre los clientes, la
mayoría universitarios salidos de clase, hasta la barra, donde dos solitarios
doblaron el cuello para verla, seguramente percibiendo su humor.
—Buenas…
—El camarero dejó de sonreír como un bobalicón, seguramente oliéndose
problemas—. ¿Qué te pongo?
—Un tercio, por favor —pidió con sequedad,
pero controlándose.
Se llevaba el vaso a los labios, bebiendo
con indiferencia, mientras veía a la gente charlar en las mesas, a las parejas
beber, a los chicos mirar aquí y allá a ver lo que caía. Más de uno, comprobó,
hacía un alto al llegar a ella, antes de retirarse con pudor.
Reaccionó abriéndose de piernas en el
taburete, mostrándose en su máxima sensualidad… sin conseguir cerrarle la boca
a la voz interior que le repetía que sentiría una mezcla de asco y vergüenza
ajena si viese a otra haciéndolo.
¿Y
qué más da? No creo que a otras les hayan hecho eso…
Gruñó internamente, apretando los dientes
mientras repasaba mentalmente cómo había salido: el pelo largo, caoba con tonos
rubios, cepillado deprisa; la cara almendrada, de piel pálida, nariz recta y
labios finos sin maquillar (una cara bonita; sus amigos decían que sin las
gafas y algunos kilos menos parecería una top
model… sueca); la ropa, un sencillo conjunto de camiseta de tirantes y
falda vaquera. Y, detalle ahora importante, no se había puesto sujetador.
¿Qué
pasa, os gusta lo que veis, verdad?, pensaba, sonriendo con sorna.
Adelante. Eso era lo que quería. Ligar con
un desconocido (a poder ser, guapo), que la siguiese a su recién abandonado
piso de soltera, se acostase con ella, que rodasen desnudos en la cama, se
metiesen la lengua por donde daba asco e hiciesen lo que antes le habría dado
pudor. Un tiempo pasado, ahora, para siempre.
Así morían los mitos: rompiendo tabúes. Y
para Nuria, el amor, el cariño y la idea estúpida de los mayores menopaúsicos
sobre el respeto, habían acabado con su relación. A Cenicienta, con el corazón
roto, le tocaba ser un poco puta. Se debía al menos eso.
Cansada de apoyarse contra la barra, de
que la mirasen sin decidirse, dio un último sorbo al tercio y se levantó.
Aunque no estaba ni de lejos borracha, se movió con un coraje impropia de ella,
a punto de gritar lo que pensaba. Lo peor era acabar puesta en la calle. Y, si
rompía a reír como una loca, un buen método para disimular las lágrimas, se libraría
de cualquier demanda.
Metro y medio de contoneo después, sintió
que le rozaban el brazo.
—¿Te encuentras bien, guapa?
—Piérdete. Metete en tus asuntos.
Se arrepintió al instante de hablar sin
pensar; la frustración del rechazo sumada a la humillación habían tirado de su
lengua. Especialmente porque, mientras sentía los dedos huir de su piel, pudo
analizar la voz: masculina. Varonil. Sexi.
Para su alivio, le respondió una risa.
—Vaya. Hoy se ha levantado de mal humor.
—No;
levantado no —dijo mientras se volvía—. Y si supieses qué me han hecho…
Se quedó sin palabras al verlo. Era un
hombre, desde luego; uno que podría ser su padre pero que, curioso, resultaba
más atractivo que cualquier niñato que le viniese a la cabeza.
Alto, una cabeza más que ella; su pelo
gris, sepultado por canas, daba idea de su edad. Pero su cara llamaba a error;
pómulos y barbilla marcados, piel bronceada y ojos claros sin un solo rastro de
arrugas en ojos, boca o frente. Su ropa también era contradictoria; camisa de
rayas azules con chaqueta y pantalón grises sobre un cuerpo atlético, decorado
modestamente con algunos anillos en los dedos, una cruz de oro al cuello y, el
más desconcertante, un aro de oro en la oreja derecha.
Por increíble que fuese, parecía un
treintañero pretendiendo parecer viejo, como imitando a Richard Gere.
—Perdón. —Bajó la vista, recobrando la
compostura. Y un poco de timidez.
El desconocido, sin embargo, se cruzó de
brazos, sonriendo comprensivo.
—Corrijo. Más bien, a alguien la han
jodido viva —observó, señalando a la barra—. ¿Y si tomamos algo… y nos
calmamos? Lo que quieras. Invito yo.
Por lo menos era simpático. Y muy
observador. Pidió un Kas de limón para él. Nuria, que prefería no arriesgarse a
beber mucho con un desconocido, se pidió un Bítter.
—Por cierto… —Le tendió la mano—. Mi
nombre es Sergio Silverio.
—Tus padres se lucieron —replicó al
apreciar la coincidencia—. Parece de nazi. SS.
—Vaya. —Tras un momento de asombro, Sergio
asintió—. Pues mira, tienes razón. Nunca lo había pensado. Pero te juro que fue
sin querer.
Ella rió. Charlaron un rato; dónde vivían,
a qué se dedicaban, la última película que vieron.
—Bueno, Nuria, ahora que nos conocemos un
poco… ¿Soy cotilla si te pregunto qué te pasa?
Era inevitable. Después de los dulces
venía el mal trago.
—Mi no… —Se interrumpió, aquel no era el
término correcto—. Mi ex…
—Entiendo —asintió él, bebiendo de su vaso—.
Habéis roto. Hace nada. Y… —se inclinó para verla mejor, como si leyese en su
cara—. Te ha hecho algo muy grave.
—¿Sabes qué ha hecho el cabrón? —Hora de
desfogarse—. Antes de decirme que me dejaba, quiso acostarse conmigo. Con… —Tragó
saliva, aclarándose el cuello—. Una cámara oculta.
—Joder. —Sergio, que parecía haberse
puesto pálido, bajó la vista. No necesitaba decir más, pero lo hizo de todos
modos.
—Justo después de decirme que… sus
sentimientos habían cambiado, va… y me enseña la página donde lo había colgado.
Nuria se sintió ardiendo por dentro; por
sus ojos pasó una película de dolor: cuando conoció a David, los paseos que
daban, las veces que hacían el amor. Ni era remilgada ni puritana, simplemente
habían tenido una relación normal. Y él decidió que el final apoteósico pasaría
por… ser creativos. Guardándose, por supuesto, el detalle de que quedaría
inmortalizado en una docena de páginas porno.
Una muralla de silencio se instauró en
torno a ellos durante unos minutos. Los clientes a su alrededor, incluso el
camarero, no habían podido seguir a lo suyo.
—¿Y tú? —Se separó lo más que pudo de la
barra, a fin de no sentirse avasallada por su tamaño—. ¿Buscabas algo en este
bar… sólo?
Sergio se rió; su forma de hacerlo lo
dotaba de un aire adorable. Parecía un chiquillo.
—Pues nada, me apetecía ver si podía
encontrar a una chica bonita que quisiese salir conmigo.
Nuria gimió para sus adentros. El viejo
truco de la seducción indirecta. ¿O una forma sutil de decir que le daba pena?
—¿Por eso te has fijado en mí? —se hizo la
sorprendida—. ¿Por qué te parezco bonita y con ganas de salir contigo?
—No –reconoció él, apurando su vaso—.
Simplemente eres la única chica bonita aquí… —Trazó un arco hacia atrás con la
mano, hacia las mesas—… que está libre.
Veinte minutos después estaban a punto de
acostarse en el dormitorio de Nuria. Él propuso llevarla a su piso en su Audi y
luego devolverla a su casa.
—No hace falta. Vivo aquí al lado —aseguró
invitándole.
Había un motivo oculto, por supuesto, que
prefirió ahorrarse. Pero Sergio, que aseguraba ser perito de seguros, demostró
su inteligencia averiguándolo solo.
—Nada de irte a casa de alguien a quien
acabas de conocer. Por si te secuestro y te convierto en esclava sexual, ¿no?
Ella ya
estaba lista, totalmente desnuda y echada sobre la almohada. Sergio, sin
embargo, se entretenía en un curioso ritual.
—¿Por qué te quitas todo eso?
—Por nada en concreto —contestó,
terminando de quitarse los anillos—. Me gusta follar desnudo.
Nuria se rió sin poder evitarlo. Sobre la
mesita, junto a la cama, delante de sus gafas, había dispuesto, como en un
expositor de joyería, todos sus adornos: los anillos, la cruz, hasta el aro de
la oreja. En total, cinco piezas.
—Ya estás desnudo.
—Sí, ahora sí —dijo, subiéndose a la cama
a gatas—. Pero mientras siento el metal sobre la piel, es como estar vestido.
La besó en los labios, despacio, bajando
por su cuello hasta sus pezones. Los rodeó despacio con la lengua,
endureciéndolos.
—Dios… —Nuria gimió despacio. Era
demasiado diferente a David. De la brusquedad a la delicadeza; del placer al
gozo. Una traición compensada por un premio.
Sergio se separó de ella, alargando la
mano hacia el cajón de la mesita. Nuria sabía lo que quería; se lo había dicho
ella misma. Lo abrió lo bastante para sacar un preservativo.
Acabaron y se dejaron caer, rodando uno a
cada lado de la cama, todavía juntos, empapados en sudor. Él había iniciado la
entrada despacio, metiéndole el miembro (grande, según sintió ella con gusto) e
iniciando el vaivén. Mientras empezaba a estremecerse bajo su fuerza, él se
tendió sobre ella, abrazándola con cuidado y besándole la cara y el cuello,
moviendo su cadera al margen de su torso. La besó en los labios, entrelazando
sus lenguas mientras empujaba con más fuerza, haciéndola gritar, pensar que la
cama se rompería. Su reacción fue abrazarlo; con tanta fuerza como si quisiesen
asfixiarse. Cuando llegó al orgasmo se irguió, seguramente por miedo a que un
grito se convirtiese en mordisco. Seguía, sin embargo, dentro de ella. La
maravilla del sexo seguro.
—Follas como un profesional. ¿Has sido
actor porno?
Él se volvió hacia ella, recostado sobre
el brazo derecho, mirando su cuerpo desnudo.
—He sido muchas cosas, pero esa todavía no
—dijo, acariciándole el abdomen, hundiéndole las yemas de los dedos en el
ombligo—. Simplemente tengo experiencia.
La besó en la comisura de la boca. Ella se
volvió, mirándole con picardía.
—Esto no será elegante, pero… ¿Cuántos
años tienes?
Por suerte, Nuria podía sentir desde
hacía ya un tiempo que podía preguntarle cualquier cosa. No parecía tener los
mismos tabúes que ella.
—Digamos… —Él dejó vagar la vista por el
techo—. Que soy más joven de lo que parezco… y mayor de lo que imaginas.
—Un misterio entonces, recalcó ella,
recostándose boca abajo.
Él se limitó a llevarse un dedo a la boca,
besarlo y colocárselo sobre sus labios.
—No nos pongamos de cháchara; no
estropeemos el momento —Nuria sonrió, sonrojándose al darse cuenta de que eso
era típico en los matrimonios—. ¿Puedo ducharme antes de irme?
—Sí. Claro.
Él se levantó, agachándose para coger su
ropa pero dejando sus abalorios. También, por el sonido elástico que le llegó
del pasillo, aprovechó para quitarse el preservativo.
Ella siguió en la cama, esperando a que
acabase. Quería orinar. En sólo cuatro minutos volvió totalmente vestido, se
puso sus cosas y se agachó para volver a besarla.
—Adiós, Nuria. Ha sido un placer
conocerte.
—Y que lo digas, Sergio —era verdad. Las
palpitaciones aún retumbaban entre sus piernas, tentándola a masajearse con los
dedos para calmarlas.
Una verdadera pena, se dijo. Conocía a un
hombre de verdad, guapo, simpático y por lo visto solvente, además de bueno en
la cama… y así acababa el cuento. Adiós y un placer.
Nuria se dispuso a ir al servicio,
totalmente desnuda. Horas más tarde se acostó contenta; libre de males: Sergio
se había llevado sus cosas. Pero se había dejado un papelito con su número.
Nuria
amaneció comprobando que el coctel emocional del día anterior, la violenta
transición de la ira a la alegría y la esperanza, rematadas con un buen
revolcón, había debilitado sus defensas. Aquel solitario tercio, sin ser una
bebedora blanda, tampoco había ayudado.
Se levantó con retortijones; un dolor
interno ubicado en torno a su ombligo, comprimiéndola hasta el esófago. Llegó
al servicio pensando que vomitaría, aunque, al final, no fue así.
Algo de lo que comió debió sentarle mal,
especialmente después del disgusto. O bebió. La idea ganó peso durante la
mañana; aunque el dolor pasó, tuvo que ausentarse casi seis veces del mostrador
para orinar. Por primera vez en años, la botella de agua para el almuerzo acabó
vacía.
Los
nervios, decidió por fin; la incertidumbre de no saber si se repetiría lo
de la noche anterior.
Aunque fuese demasiado pronto, decidió
salir de dudas: esa misma tarde llamó a Sergio.
—Viste mi número, entonces. Perfecto.
—¿Eso fue… —preguntó, acariciando la
sábana bajo ella mientras hablaba—… que quieres volver a verme? Algo como ayer.
O a lo mejor, salir a cenar, o ir al cine y luego al Burguer…
La respuesta de él la dejó de piedra:
—Lo que quieras. Pero esta noche. Dime
cuándo quieres y te recojo.
Quedaron para cenar a las nueve y media.
Cuando acudió a recogerla, Nuria se quedó sin palabras.
Era, sencillamente, otro hombre. La cara
conservaba las facciones afiladas, pero más rebajadas. El pelo gris se había
oscurecido, reduciendo el blanco a una franja en las patillas. El cuerpo alto y
fornido parecía un poco chupado, como si hubiese perdido volumen.
Sergio parecía haber rejuvenecido entre
seis y diez años en una sola noche.
—¿Y eso? —no pudo evitar preguntar.
—Bueno… no vamos a un sitio especialmente
elegante, pero quería darte buena impresión. —Retrocedió y comprobó su traje
oscuro, parecido al del día anterior pero con pinta de ser más caro.
—No… —ella rió, sin acabar de creer que
pensase que ese era el motivo de su asombro. Le señaló—. Me refiero a que…
pareces más joven.
—¿De verdad? —arrugó la frente, mirándola
con duda—. Bueno, igual tú me rejuveneces.
Todavía con la boca abierta, Nuria se
estremeció. Guapo, simpático, gracioso… y ahora también romántico. Todos sus
instintos le gritaban cuidado.
A
la mierda. Puedo soñar un poco más.
Aunque cenaron más tarde, tuvieron el mismo
postre en la cama de ella. Después de quitarse las joyas y casi traspasarla,
Sergio se duchó y se fue.
—¿Volverás a llamarme?
—Ya lo creo —aseguró ella—. De hecho, creo
que me toca darte mi número.
Nuria empezó a sentir miedo esa mañana. Se
levantó mareada, llegando a llenarse la boca de bilis al llega al servicio y
sintiendo un dolor muy familiar. Un dolor imposible, habiéndole bajado la regla
hacía sólo una semana. También fue al servicio el doble de veces que el día
anterior. Y, por primera vez desde los siete años, sentía un ansia de
abstinente por llenarse la boca con chocolate.
Sin embargo, lo que más le preocupó fue
comprobar que se le estaba hinchado el vientre. No estaba engordando sin más. Y
la alternativa quedaba descartada con dos sencillos hechos.
Se
pone preservativo, joder; lo he visto. Y, de todos modos, esto no va tan
rápido.
Sintiéndose incapaz de mantener aquel
ritmo, llamó a Sergio para decirle que no podrían quedar esa tarde.
—No pasa nada; te sientes mal —le aseguró—.
Por cierto, ¿necesitas ayuda? Puedo ir a tu casa a echarte una mano…
Era encantador, desde luego. Nuria
prefirió pasar un día entero sin él, su propia cura de desintoxicación. Al día
siguiente, sin embargo, aunque seguía igual de hinchada, estaba lo bastante
recuperada para volver a quedar.
La tercera vez que hicieron el amor, Nuria
acabó igual de exhausta pero más capacitada. Al fin se adecuaba al ritmo de
Sergio. A él no pareció importarle su obesidad repentina; hasta parecía ahora
más cariñoso que antes. Por cortesía, ella no hizo ningún comentario sobre su
aspecto.
Había vuelto a cambiar, a… rejuvenecer. Su
piel se veía sin rastro de poros o marcas, como cubierta de maquillaje
brillante, y un poco más pálida. Las canas habían desaparecido definitivamente,
dejando un pelo marrón oscuro parecido al de ella. Y su cuerpo parecía haber
vuelto a comprimirse, con sus músculos menos hinchados y su estatura acortada
en media cabeza. ¿Se habría olvidado que usaba alzas?
La dejó tumbada, mirando al techo,
mientras se metía en el servicio. Aunque le gustaban los hombres limpios, su
prisa por quitarse el olor del pecado empezaba a parecerle maniática.
Sonriendo, rodó sobre la cama, quedando
boca abajo junto a su mesita, dándose cuenta de que la colección de joyas de
Sergio seguía encima. Sintiendo curiosidad, estiró la mano sobre ellas,
tanteándolas como si fuesen tóxicas, antes de decidirse por el pequeño anillo
de plata que llevaba en el anular izquierdo.
¿Qué serían? ¿Y por qué su manía de quitárselos antes de acostarse? Era
imposible creerse aquella excusa sobre la desnudez…
Mientras volteaba el aro frente a sus
ojos, distinguió algo en su cara interna; unas letras. Frunció el ceño,
intentando leerlas, hasta darse por vencida, recuperando sus gafas y poniéndolo
bajo la lámpara.
SUSANA HINOJAL. CON TODO MI AMOR.
Nuria se rió, sin poder evitarlo. ¿Eso era
todo, un recuerdo de una ex?
Qué
mono.
Debía quitárselos por eso. Remordimientos.
Aunque no le ayudaba a entender por qué conservaba algo así.
El sonido del agua cayendo paró; en sólo
tres minutos Sergio volvió al cuarto completamente vestido. Nuria tuvo que
lanzar el anillo sobre la mesa, rebotando sin quedar del todo como estaba. La
joven frunció los labios, al comprobar su error.
—Bueno, como siempre, un placer. —Fue
recogiendo las piezas de metal y colocándolas en su sitio—. Espero que mañana
podamos volver a quedar…
Empezó a hablar más despacio, seguramente
consciente de que no estaban como las dejó. Pero si así era, no pareció
importarle.
—Depende de cómo me encuentre. —Nuria empezaba
a asociar sus encuentros con su malestar matutino. Pero no se lo dijo. Se
limitó a darle un beso en los labios y dejarle marchar.
Nuria no
había experimentado dolor de verdad hasta esa mañana. Su cerebro parecía un
carrusel, el vómito le masajeaba la garganta y cuchillas de afeitar trazaban
ochos por debajo de su bajo vientre. Su primer intento por levantarse fue
frenado, obligándole a quedarse en la cama, estirada y retorciéndose, tratando
de contener las dolorosas oleadas. Se le hizo tarde para ir a trabajar; su
móvil se puso a sonar al rato, seguramente por eso. No pudo, sin embargo, dar
explicaciones hasta casi las once, cuatro horas de tortura después.
Cuando consiguió levantarse, comprobó
horrorizada que le costaba andar recta y peor, la hinchazón de su estómago
había aumentado. Una mano sobre la redondez, dura y saliente, confirmó lo
imposible.
No
puede ser de David. Y mucho menos de Sergio. No, esto no pasa…
A un cuarto de hora del mediodía, el dolor
se le pasó lo bastante para moverse sin restricciones. Aprovechó para pedir
cita con su médico por ordenador. La más temprana era a la una en punto. Vale.
Tenía tiempo de sobra para prepararse…
Antes de apagarlo, un nombre se iluminó en
su cabeza con letras de neón: Susana Hinojal. La dueña del anillo de Sergio. Su
expareja.
¿Cómo sería? ¿Se le parecería? ¿Sería más
guapa?
Preguntas sin respuestas, entrelazando
curiosidad con celo, en una maraña con una sola solución.
Nuria abrió Google y escribió el nombre.
Todo el mundo (o la mayoría, al menos) tenía una cuenta en Facebook o así; u
otra forma de acceso, sin anonimato y normalmente incluyendo fotos. Un remedio,
esperaba, para su repentina ansiedad.
Decepción. Ninguna entrada en una red
social con ese nombre. La mayoría, como suele pasar en un buscador, eran otros
nombres formados por partes de los usados. Sin embargo, encontró un par de
entradas, la cuarta y quinta, que parecían específicas.
Abrió la primera, un artículo extraído de
un periódico local.
JOVEN DESTRIPADA EN SU APARTAMENTO
El titular dilató sus pupilas. Despertadas
por lo inesperado, leyó la página entera de pasada.
Susana Hinojosa, veintisiete años (cuatro
menos que ella) empleada de una zapatería en Utiel. Fue encontrada en su
dormitorio abierta en canal. En el baño de sangre (el autor no se anduvo con
remilgos) no se echaron en falta objetos de valor, lo que descartaba el robo.
Investigando a su entorno, vecinos y amigos aseguraron que había empezado a
cortejarla un chico, desaparecido sin dejar rastro. La búsqueda en el pueblo
fue infructuosa.
Una chica joven, como ella… Nuria volvió
al buscador, notando su delicado estómago revolverse al imaginarlo. La segunda
entrada con el nombre, sin embargo, la impactó como una carrera sin parar hacia
una pared.
APARECE MUJER JOVEN BRUTALMENTE ASESINADA
EN ALTEA
Selena Silverio, veintisiete años. Aunque
daba menos detalles, se comentaba que el crimen se parecía a otro cometido en
Utiel casi cincuenta años antes. También decía que se investigaba el entorno de
la víctima. Se sospechaba de un novio…
Debía ser una coincidencia. Susana Hinojosa
no era un nombre muy frecuente, pero no imaginaba a Sergio como a Jack el
Destripador, asesinando a chicas jóvenes, quedándose joyas pequeñas y baratas
como trofeos. Él, simpático y galán, con cara de bueno…
Eh,
¿un momento?
Nuria subió al principio de la página,
comprobando la fecha. 1959. Hacía casi sesenta años. Recordó el comentario de
Sergio sobre su edad. Tragó saliva. ¿Podía tener… más de sesenta y un años? Si
era el caso debía conocer sin falta a su dermatólogo.
Aquello le activó otra alarma. Releyó el
artículo, antes de volver a la página de Susana. Hacía casi cincuenta años. En
torno a 1911.
Suspiró aliviada, echándose hacia atrás en
su asiento. Su ¿novio? quedaba exculpado. A menos que, sin saberlo, se hubiese
vuelto necrófila.
Y
el nombre…
Algo en el último nombre le llamo la
atención. Silverio. ¿El mismo apellido que Sergio?
Nuria apagó el ordenador. Alguna pariente,
asesinada por un chalado, convertida en cuento familiar del coco. A lo mejor
por eso, pensó, se esforzaba tanto por ser bueno con ella.
La visita
al médico no tuvo ninguna sorpresa. Le describió los síntomas y le dio el veredicto.
Bueno, al menos ya creía en la Inmaculada Concepción.
Después de la consulta le hicieron una
ecografía que, pese a los últimos avances, le aclaró muy poco.
—¿Se puede saber el sexo? —preguntó,
señalando a la ondulada e informe masa gris.
—En realidad no —le dijo la doctora,
moviendo el sensor sobre el gel—. Es curioso. Para lo avanzado que está…
—¿De cuánto diría?
—Seis meses y medio. Más o menos.
Perfecto. Al salir llamó a Sergio; tenía
que darle la feliz noticia. En persona. Eso le daría tiempo para prepararse
para la ruptura.
Hizo un alto en la farmacia para comprarse
una prueba. Por si acaso.
Lo que prometía ser una simple charla
sobre su imposible situación, se truncó a los diez segundos de que Sergio llegara.
Tocó al interfono, le abrió la puerta, y el dolor volvió, con ganas.
—¡Ay! —Se llevó las manos al vientre,
sintiendo como si la hubiesen apuñalado—. Dios…
¿Eran así? Se supone que los bebés vagan a
tumbos como ciegos en su prisión de líquido, buscando una postura que les
resulte cómoda. Pero lo que Nuria sentía no eran pataditas. Parecían más bien
mordiscos. De piraña.
Sergio entró en el momento que se
derrumbaba de rodillas. Llevaba algo en la mano; parecía una bolsa de deporte.
—Ayúdame, porfa…
—Vamos. A la cama. —Sin decir más, se
agachó, dejó lo que llevaba en el suelo y la levantó por las axilas, pasando
sobre su hombro el brazo derecho de ella. Se encaminó al dormitorio al trote;
no tanto porque no supiese el dolor que padecía como intuyendo que, cuanto
menos tiempo estuviese de pie, mejor.
—Sergio, tengo que decirte…
—Ssssh. Tranquila —siseó, tendiéndola boca
arriba sobre la cama. Luego le pasó una mano sobre la frente—. Todo va a salir
bien.
—Sergio, no sé cómo. Es muy raro. Pero…
—Tranquila. Lo sé —aseguró, estirando una
mano—. Ya lo sé.
La depositó mansamente sobre su bulto.
Luego se inclinó, cubriéndole el cuello de besos húmedos y cortos.
—No, para. —Agitó el brazo, apartándole—.
Por favor. Ahora no…
Cansada, derribada por el dolor, Nuria se
sintió desfallecer. Mientras sus ojos se emborronaban, retuvieron la imagen de
Sergio, más guapo que nunca: su pelo brillante, su perfil delgado…
Sergio, su amigo con derecho, y con aspecto
ahora de adolescente de diecinueve años.
Nuria estaba en su habitación, de espaldas
sobre la cama y privada de su perfil. El bulto de su vientre casi había
alcanzado la altura de sus pechos. Quiso moverse, pero ya no sentía dolor, y su
mero recuerdo la abstuvo de acciones que pudiesen reactivarlo.
¿Qué hora sería? Dobló el cuello hacia la
ventana; eso al menos podía seguir haciéndolo. Fuera estaba oscuro, aunque aún
podía ver sin luz. No habían encendido las farolas.
¿Se habría tirado en la cama un día
entero? Aunque igual, si gritaba, Sergio iría a ponerla al día. No oía nada en
la casa, no había luces dentro. Pero no podía haberla abandonado.
Las sombras al final de su cama se
estremecieron. Así supo que no estaba sola.
Mami…
La sábana se arrugó frente a sus pies.
Alguien tiraba de ella.
Nuria se incorporó, retrocediendo antes de
que la vuelta del dolor la detuviese. Eso, sin embargo, no cambió su estado.
Estaba aterrada. La voz que acababa de oír era hueca, profunda y fría; no
achacable a una voz humana. Y, por lo que parecía, mucho menos a un niño.
Mami.
Déjame nacer.
De eso iba el sueño; Nuria estaba ahora del
todo segura de lo que era. Uno de esos encuentros madre—futuro bebé; había oído
que los habían; una batalla interna con su miedo a la maternidad. Claro que la
idea del embarazo nunca la había asustado tanto como lo que vio asomarse a su cama.
Déjame vivir.
Dos manos asomaron por debajo, agarrando
el colchón e impulsándose hacia arriba. Las manos pequeñas, los brazos delgados
y blancos, el cuerpo fibroso, la convencieron de que estaba ante un
adolescente, entre los diez años y el inicio de la pubertad. Pero lo que
convenció a Nuria de que era un sueño, y lo que la llenó de terror al primer
momento, fue su cara.
Tenía pelo castaño oscuro, creciendo
desgreñado hasta sus orejas. Y no tenía cara. Entre pelo y cuello sólo tenía
una mancha pálida ancha y ovalada, sin ojos, boca, nariz ni rasgos. Pero lo
peor eran los vestigios de su existencia en forma de huecos cubiertos de piel;
el origen de su atormentada voz, en forma de fluctuaciones como de una lengua
al pronunciar la erre.
El chico terminó de subirse a la cama;
Nuria pudo ver que estaba totalmente desnudo. Y, detalle final de una
pesadilla, su delgado pene, carente de vello púbico, estaba erecto.
Se acercaba a ella a cuatro patas. No
podía alejarse, impedida por el dolor, la blanda superficie de la cama y la
propia pesadez de su cuerpo. Al llegar a su altura, se colocó a horcajadas
sobre su cintura, inclinando su cara borrada como queriendo mirarla.
Déjame empezar.
Metió las
manos por debajo del pijama y lo levantó, revelando su copa C. Con un tirón
violento y una fuerza desproporcionada, partió el sujetador por el centro.
Luego le bajó el pantalón junto a las bragas, dejándola desnuda.
Nuria se bamboleaba como una barca,
intentando quitárselo de encima, sintiendo que empezaba a sudar, a llorar... A
desesperar. Pero pesaba sobre ella como una escultura de mármol.
Déjame entrar.
Y el chico actuó, como era predecible.
Separó cuanto pudo sus muslos, irguió su espalda y deslizó su pequeño miembro
en su vagina.
La violación confirmó la insensibilidad de
su cuerpo; no hubo dolor, ni placer, nada. En realidad, aquel niño monstruoso
se limitó a penetrarla y quedarse inmóvil, sin moverse, dejándole el pene
dentro. Entonces Nuria sí que empezó a sentir.
Empezó como un cosquilleo frío, una
columna de hormigas apretándose por un conducto, más estrecho cada vez, hasta
licuarse; fundiéndose en un caldo abrasivo que recorría su conducto vaginal,
recorriendo su cuerpo hasta el útero. Su cuerpo, más allá del dolor, reaccionó
a la invasión hinchándose, llenando la cavidad de líquido para evitar la
corrosión.
Mientras su cara se cubría de dolor, la
mujer volvió su atención a su atacante. El chico parecía diluirse; su piel
brillaba con tonos oleosos mientras encogía; sus miembros encogiéndose en una
mancha cada vez más pequeña en torno a la apertura. Como antes, lo peor fue la
cara: Nuria comprendió que no carecía de ella, sino que sus rasgos estaban a
medio formar. Y siguió involucionando hasta desaparecer, absorbido por completo
por su vagina.
Al final, no dejó nada de sí, al menos
fuera de ella. Lo demás, bastaba un vistazo al enorme abdomen grávido de Nuria
para saberlo.
Abrió los
ojos, todavía en la cama, sin haber salido de su cuarto pero ahora de vuelta a
la realidad. A su lado, la lamparita de noche seguía encendida. Bajo ella, la
cama hecha, empapada hasta el colchón en su sudor.
—¿Sergio? —le llamó—. ¿Dónde estás? Ven.
Intentó incorporarse, hacerse oír más. Fue
imposible; se sentía como si pesase un quintal.
—¡Sergiooo! —gritó con todas sus ganas.
¿Habría sido capaz de marcharse, dejándola sola así? Seguramente asustado por
la noticia…
Al bajar la cabeza, Nuria pasó de la
desolación al desconcierto. Bajo la lamparita, la colección de baratijas de
joyería se alineaba como había visto tantas veces frente a sus gafas. Sergio
seguía allí. ¿Pero dónde?
Una violenta punzada interna, que
reorganizó su sistema digestivo, redireccionó su atención al frente. Comprobó
con horror que no había sido solo un sueño.
Su vientre se había hinchado al máximo,
alcanzado el volumen de las últimas fases del embarazo. La concepción más
rápida de la historia, nueve meses en una semana (casi). Igual podría vivir un
tiempo de eso. Llamar a los responsables del libro Guiness…
El dolor se repitió, recordándole su
estado. Y llenándole de pánico. Sabía lo que significaba.
El
bebé. Ya viene…
El dolor le hizo encogerse; casi creyó ver
su estómago distenderse por la presión.
Estaba sola, sin hospital, sin epidural.
No podía alcanzar el teléfono. Y las contracciones seguían…
Nuria logró contenerse por un momento, sus
pupilas dilatadas a la luz, sobrecogida por el entendimiento. Las contracciones
eran espasmos que recorrían todo el cuerpo, a medida que el útero empujaba al
bebé al mundo.
Y lo que sentía estaba localizado contra
la superficie interior de su cuerpo. Y era un dolor continuo, con pequeñas
réplicas inmediatas. Fuese lo que fuese, no eran contracciones.
—¡Agh…! —chilló; por fin brillaron las
lágrimas. Aquel último impacto fue más fuerte…
Al volver a mirar, perdió por un momento
la consciencia. Su pijama se había manchado de sangre en el punto de unión de
jersey y pantalón. Lo subió, beneficiada por la redondez de la región, pero a
la vez retenida por un obstáculo oculto.
Su respiración se intensificó, mientras la
presión subía en sus sienes. No lo podía creer.
Por encima del ombligo, su carne se había
rasgado. A través de una apertura minúscula, una especie de pequeño gusano
segmentado, cubierto de sangre, trazaba círculos en el aire.
No
me jodas. ¿Qué demonios es…?
—¡Aaaah! —Sus manos apretaron la sábana.
La confusión paralizaba su cerebro. El dolor ya era insoportable. Y, al mismo
tiempo, con aquella acción reconoció aquello.
Las dos últimas cosas que Nuria sintió
fueron en su cabeza y su cuerpo: el sonido de su voz, un grito apagándose,
unida a un lento desgarro, y cómo su cuerpo se abría en dos.
Dos manos
pequeñas se aferraron a la tierna carne, agrandando la apertura lo suficiente
para que la cabeza asomase con curiosidad. Seguía solo, con su nueva mami y la
muerte.
El cuerpo esbelto de no más de cinco años
bajó de la cama, mientras se arrancaba de la piel los últimos restos de
placenta, que pisoteó junto a la mezcla de sangre y líquido amniótico que
encharcaba la habitación.
Se acercó a Nuria para mirarla una última
vez. Respetuosamente, colocó las manos sobre su salida, inclinando la cabeza y
cerrando los ojos.
—Gracias por tu vida, por permitirme
renacer, recuperando el don de la juventud. —Sus nuevas primeras palabras.
La pobre mujer había quedado con la boca
inclinada con desagrado y los ojos muy abiertos. Había habido dolor como
siempre, pero claro, ¿qué es la vida sin implicar sufrimiento de un tipo u
otro?
Se mordió el labio inferior con asco,
recordando lo mucho que odiaba que le viesen así. Su mano dejó un rastro
viscoso desde su frente a sus párpados, dándole todavía más asco. Lo primero
que haría sería ducharse. Pero antes…
Merino. Ese era su apellido… Mi nuevo nombre. Será difícil encontrar uno
que empiece por N…
Con una nueva ocupación para entretener su
mente, se volvió hacia el pasillo. Pero antes de bautizarse a sí mismo, de
probar las ropas nuevas para su cuerpo nuevo, se fijó en la mesita. Los
recuerdos de cada nueva existencia esperaban en orden que los reclamase. Y junto
a ellos…
Torció la boca, intentando una sonrisa. La
nueva pieza para su colección.
Este ha sido fácil.
Levantó las gafas de montura redonda,
gruñendo por lo borroso que veía con ellas. Al menos, eso lo podía cambiar. Lo
más importante era que ahora podría comprobar si, como le dijo una vez Selena,
un aire más intelectual le haría más guapo.
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