QUE DISFRUTEN EL MOMENTO
Todos llegaban, como estaba planeado. Hola papá y mamá, hola hermanos, hola familia.
—Hola a todos —iba a recibirlos a la
entrada del chalet, pagado en solitario con su trabajo en la inmobiliaria. A su
lado, Estrella sonreía con cierta timidez.
—Buenos días, cielo —le dijeron sus
padres, que llegaron acompañados por su abuela paterna y su abuelo materno.
—Que hay, capullo —lo saludó Joaquín al
llegar, con su coche deportivo y sus gafas de sol, poniéndole una mano en la
cabeza como hacía cuando eran pequeños—. Me alegro de verte.
—Hola, Edmundo —llegó Martina con Antonio
y sus dos hijos, Ada y Hugo—. Felicidades.
—Gracias.
—¡Tío! —La niña mayor se tiró sobre él,
rodeándole la cintura mientras el bebé de dos años hacía lo propio con su
pierna, plantándole un beso baboso en los vaqueros.
Edmundo se agachó para besarlos a los dos.
—Me alegro de verte —llegó Emilio poco
después, dándole un abrazo.
Luego llegaron los tíos Fede y Reme con
sus primos Jorge y Olga, y el primo segundo Pepe, quedando la familia reunida a
dos minutos exactos de las diez.
—Bueno, y ahora…
—Tranquila —le dijo al oído a Estrella,
antes de besarla en la frente—. Ya lo tengo todo preparado.
Y así era. Se había levantado a las siete,
preparando la mesa y dejándolo todo listo para servir. Sólo había que calentar
la comida, sacarla y servirla.
Esa era, decía siempre Estrella, una de
las cosas que más le gustaba de él.
—Ahora disfruta del momento, como hacen
ellos —recomendó.
Sus abuelos habían subido al porche,
sentándose su abuelo en una mecedora y la abuela en una silla de mimbre a la
sombra. Martina y los niños se habían puesto el bañador e ido a la piscina,
metiéndose despacio al comprobar que el agua seguía fría. Sus padres salieron
poco después, llevando una bandeja con agua para los demás, mientras los
hombres se sentaban en el banco sobre el césped, por si había que tirarse
corriendo a la piscina, y las mujeres rodeaban la casa, paseando mientras
charlaban.
Su actual novia, ex compañera de la
facultad y amiga desde mucho antes, se retiró un momento a ponerse el biquini y
se tumbó a tomar el sol en una de las hamacas que bordeaban la piscina; su
ancho sombrero de paja y sus gafas de sol le convencieron de que, casi seguro,
lo que iba a hacer era echarse una siesta rápida. Desde el banco, Antonio, Joaquín,
Emilio y Fede la miraban. Edmundo meditó sobre si debería sentirse celoso.
Por favor. Seguro que son ELLOS los que están celosos de mí.
—Cuidado… —la avisó, al darse cuenta
de...
Demasiado tarde; Jorge se lanzó de
chapuzón, salpicándola con el agua fría. Frente al asombro consternado de
Estrella, con el sombrero todavía puesto y chorreando, su recientemente
prometido rió, callándose cuando un manotazo en la espalda le sorprendió.
—Siempre que vengo lo digo, Edmundo —se
acercó a él su padre, que se había llenado un vaso de cristal de la cocina con
Nestea—. Te lo has montado de maravilla.
—Lo intento, papá.
—Y sobre todo —murmuró, mirando atrás,
hacia el porche—. No pensaba…
Bajó la mirada, sonrojándose un poco. No
soportaba ese tema.
—… que al final… dieses ese paso.
—Papá…
—Sí. —Joaquín se había levantado,
uniéndose a la conversación—. Siempre pensé que morirías soltero.
Su hermano más pequeño y su padre le
ensartaron con la mirada.
—¿Qué? Algunas veces, hasta pensábamos que
no te gustaban las…
—Joaquín… —pronunció su padre con los
dientes apretados, antes de lanzarle una colleja; la reprimenda suprema
habitual desde que tenía siete años—. Ya vale…
Sin embargo el castigado (que podía
presumir de dos divorcios y cero preocupaciones) se reía, tanto como su
progenitor y su hermano ahora. Para eso había reunido a la familia. ¿Para decir
lo que todos sabían ya? No, era sólo una excusa para disfrutar juntos.
Y así
será, se recordó, si todo va como
debe.
La mañana avanzó. Los tres niños y el
bebé, arrugados por el agua, salieron envueltos en toallas, secándose lo justo
para ponerse a jugar en el césped, persiguiéndose entre ellos, pasándose una
pelota hinchable, disparándose agua o buscando cochinillas. Las mujeres se
reunieron bajo el porche para continuar su charla mientras fumaban, bebían
agua, cerveza o refrescos sin gas. Los hombres las imitaban en su retiro de la
parte trasera, con más cerveza que otra cosa, mientras tía Reme y los abuelos,
ocupando ahora el banco, vigilaban a sus nietos con función meramente
presencial. Nada malo podía pasarles.
Fuese a donde fuese, se oía el movimiento,
las risas, la vida. El sonido de la felicidad.
Antes de la una, Edmundo se acercó a
Estrella, la (futura) nueva inclusión en la familia, todavía con el sombrero y
las gafas, mientras hablaba con sus futuras suegra y cuñada. La cogió por la
mano y se la llevó discretamente aparte. La besó.
No muy lejos, oyó reír a Ada, Jorge y
Olga, espiándoles.
—En media hora, me pongo a prepararlo
todo.
Hacía un buen día, y el escenario final de
la comida había sido objeto de debate. Al principio pensaron en hacerlo fuera;
sólo había que mover dos mesas y sacar las sillas. Pero las moscas, avispas y
mosquitos empezaban a conglomerarse, ignorando mayormente la lámpara
antiinsectos del porche, por lo que Edmundo prefirió hacerlo dentro.
—Te acompaño…
—No, sólo quería que lo supieses —le dijo,
dándole otro beso—. Tú haz como los otros: disfruta del momento.
Media hora después, había apagado la
parrilla y el horno de la cocina. Los quince platos planos de cerámica (sin
contar el de Hugo, al que sus padres colocaron en una sillita portátil entre
ellos) habían sido servidos, junto al tenedor y cuchillo sobre una servilleta
de tela para que cada uno se sirviese con la oferta servida.
—¡A comer! —Se asomó afuera y gritó lo
justo para llamar a todos.
—Vaya, Edmundo, cuanta oferta —observó
Emilio al entrar y ver la mesa—. Si te gastas esto en una comida familiar, ya
me dirás cómo va a ser el banquete de bodas…
—Yo creo que podría reutilizar lo que
sobre —opinó Joaquín, atrayendo sobre él varias miradas represivas.
—Bueno, mientras esté todo bueno —zanjó el
tema la abuela, haciendo rechinar las piezas de su dentadura.
Edmundo no había escatimado en gastos;
debía de ser una comida perfecta… para lo que sería ese día.
Había dispuesto sobre las dos mesas cuatro
platos con pan de medio kilo cortado en rodajas, junto a dos bandejas con
cuatro tipos de pates y otras dos con cinco quesos untables distintos y
sobrasada. Había también otros tantos platos con un surtido de ibéricos y otro
con queso manchego, de cabra y Gouda, dos ensaladas con salados con sus
respectivas catalanas, vinagreras y saleros para aliñarlo al gusto. Había una
fuente en el medio con filetes con ajos tiernos y embutido a la plancha, y
cuatro enormes lubinas al horno con vino tinto y patatas con cebolla. Para
beber, todas las opciones; desde botes de Coca-Cola y Fanta de sabores para los
más pequeños a cerveza, Acuarius y dos botellas de vino, un Antitori tinto y un
Do Ferreiro blanco para los mayores.
Sin ser una comida de cinco estrellas, si
constituía un verdadero banquete, y a un mejor precio.
—Que cada uno se sirva lo que quiera
—anunció el anfitrión, ocupando la cabecera de la segunda mesa con Estrella a
su derecha y su abuelo presidiendo el extremo contrario. Las cucharas echaban y
los tenedores pinchaban; pronto el salón se llenó del frote de metal sobre
cerámica, bocas mascando y gemidos de gusto.
—Está todo riquísimo —fue la primera en
hablar Martina, a la que su hermano dio las gracias sonriendo.
—Sí, podrías hacerte cocinero y montar uno de
esos restaurantes de lujo —opinó Pepe, mirándole.
—A
lo mejor, algún día… —murmuró la sonriente Estrella.
Su voz se cortó al sentir la mano de
Edmundo apretando su cintura, captando el mensaje. No hables de eso, es
demasiado pronto.
Todavía
no.
—A la hora del postre.
La comida duró apenas cuarenta minutos, en
los que se habló muy poco; todos tenían demasiado ocupada la boca. José charló
de su ascenso en la fábrica de grava; Martina de la nueva guardería a la que
iban a llevar a Hugo; Olga de que iba a empezar el instituto y Emilio de cómo
le iba en la tienda de informática.
—Puede que yo sea el próximo en buscarme
un chalet —aseguró—. Y en encontrarme una novia de verdad.
Todos rieron más o menos; atento a todo y
feliz por ello, sólo podía escuchar, intentando sin lograrlo no mirarles y
mantener su sonrisa a base de fuerza.
Por fin llegó el momento del postre, pero
antes, quería hacer un brindis. Fue a la nevera y volvió con dos botellas, una
de cava y otra de sidra. Luego empezó a llevar las copas, tardando tres viajes
en repartirlas todas.
Cada uno se sirvió lo que quiso; los más
jóvenes, Emilio y los abuelos sidra.
—Por nosotros, en este día —inició de pie
el brindis—, en que voy a hacer un anuncio…
Puso la mano en el hombro de Estrella, la
señal para que lo acompañase. Los ojos de todos los que los veían brillaban de
emoción; sabían lo que venía ahora. Sólo necesitaban confirmarlo.
—Estrella y yo —dijo, sus dedos
entrelazados sin llegar a coger al otro—. Vamos a casarnos.
Y se besaron.
Hubo una salva de felicitaciones, sus
abuelos, su madre y tía Reme empezaron a llorar, los pequeños aplaudían,
imitados por el bebé. Joaquín alzó la copa.
—Enhorabuena —les felicitaron Emilio y
Martina, levantándose para abrazarlos.
—Sí —añadió Joaquín cuando le tocó el
turno—. Todo un milagro.
Edmundo agachó la cabeza, sonrojándose
entre las risas nostálgicas y los aplausos de felicidad.
Sí,
Edmundo había tenido el futuro asegurado: era listo y trabajador, la eterna
combinación ganadora. Su futuro personal, sentimental, era lo que se presentaba
ante su familia como una incógnita.
Siempre había sido un chico tímido.
Introvertido. Solitario. No le gustaba estar con otros niños, salir a jugar,
viajar. Prefería gastar el tiempo libre viendo la tele, jugando a videojuegos o
leyendo en su habitación.
—Es un poco vago —habrían dicho los que
no le conociesen. Sus padres, para los que no era el caso, sólo podían ver a su
tercer hijo con preocupación, viéndole pasar de niño solitario a joven
solitario y de joven solitario a adulto solitario. De no jugar con niños pasó a
no salir con amigos y a no buscar novia. Hasta ahora.
Había sido uno de esos misterios
occidentales; un enigma al que, si preguntasen buscando la respuesta, se habría
encogido de hombros, sin ganas de intentar responder.
—Muy bien, y ahora… —Dio una palmada—.
Esperad mientras traigo el postre.
Él no se lo había dicho nunca a nadie,
pero sabía perfectamente el motivo de su retraimiento: la tristeza. O, mejor
dicho, sabía cuál era el culpable.
Abrió la nevera. Había hecho dos tartas,
una de queso con mermelada de fresa y otra de galletas María con chocolate
fundido y leche. Ambas totalmente caseras, con un ingrediente especial.
El mundo.
Las llevó hasta la mesa, volviendo
apresuradamente a por el resto: los platos, las cucharillas y la espátula para
cortar y servir. Todo de metal y cerámica, lo mejor. Aquel era un momento
solemne; no quería ensuciarlo con vulgar plástico barato y desechable.
El mundo, el mayor mentiroso o la mayor
mentira, lo mismo daba cual de los dos fuese, que jamás haya existido. En sus
libros, en sus televisores, sus iconos, sus noticias y sus gentes, nos hace
creer que es bueno, que aquellos que han logrado el prodigioso milagro de vivir
son afortunados.
—Bueno, id diciéndome… y os voy poniendo
—anunció, dando inicio al aluvión de manos alzadas, especialmente desesperadas
en el caso de los niños y los adolescentes.
¿Pero era así?
Primero los abuelos; los dos quisieron
probar la de chocolate.
¿Se podía ser feliz en el mundo, tal y
como era? Un mundo bajo continua amenaza; de la guerra o el terrorismo, la enfermedad
o el cambio climático. Demonios reales a los que el imaginario intenta
exorcizar con promesas y noticias de paz y concordia pero que siempre siguen
allí, desapareciendo sólo durante los intermedios.
Jorge y Olga también. Ada, curiosamente, prefirió
la de queso.
¿Se podía ser feliz, en medio de la
miseria ajena? Familias, no muy distinta a esa en composición pero sin nada que
celebrar, demasiado ocupados en sobrevivir. Niños famélicos y enfermos con
padres explotados y desafectivos aún más enfermos, que acababan igual de
muertos; en las mismas tumbas sin nombres. Miserables que compraban el dolor y
la inocencia de gente inocente, parapetados por el todopoderoso dinero, la
única religión verdadera. Victimas indefensas que sólo podían correr, correr y
huir sin descanso hasta que sus pies sangraban y sus huesos se rompían, sólo
para encontrar la indiferencia y el desprecio del mundo.
Somos civilizados; sus problemas, no los queremos aquí. Haberse quedado
en su sitio. Mala suerte.
Sería un bonito cartel de bienvenida, para
colgar en cada paso fronterizo y aduana.
Antonio quiso de queso. Martina también,
para darle de probar al bebé, que milagrosamente, sólo se había manchado la
boca durante la comida. Parecía un pequeño payaso.
¿Se podía ser feliz, sabiendo que el
futuro era incierto?
Frente a él, a lo largo de toda la mesa,
su familia comía. A su lado, Estrella había cogido un pedazo pequeño de cada
tarta.
—¿Y tú, no te pones? —le llamó la atención
su madre.
—Voy a esperar —dijo, sentándose—. Estoy
un poco lleno, y así, si quiere repetir…
—No fastidies —intervino el tío Fede—. Si
lo has hecho tú, como no va…
—Precisamente por eso, papá —intervino Jorge—.
Él puede hacerlo cuando quiera.
Sí, claro que sí. No tengo prisa en probar
estos postres.
No importaba adonde mirase, a quién; sólo
veía la ilusión del momento rota, desgarrada por la realidad.
Veía a los niños pequeños, pensando en lo
que les esperaba. Un futuro de mascotas alegres estampadas en bolsas de tiendas
de juguetes, colas en el cine y fiestas de cumpleaños. ¿O un futuro de bolsas
de basura, cielos sobre la cabeza y colas frente a contenedores, buscando
comida?
Veía a los jóvenes, soñando con la fama,
la aceptación y el futuro. Su panorama era aún más negro; el de la falta de
trabajo, de esperanzas y expectativas y, a la larga, el consumo de sustancias,
el aislamiento y el conflicto con los padres; culpándoles por no haberles
revelado nunca la terrible realidad de su futuro. Podían saber que no existían
los Reyes Magos, pero no que tampoco tendrían un trabajo digno.
Miraba a sus hermanos y primos. Un futuro
de visitas al súper, de dudar qué ropa ponerse para ir al trabajo y qué día
llevar el coche a la revisión. Un futuro de monotonía sólo rota por la
frustración, muchas pequeñas rabietas acumulándose hasta caer como una
avalancha; rompiendo la familia, el hogar y a ellos mismos. Desamor, conflicto,
separación, odio y disputa; quizás incluso… engaño, violencia. Y asesinato.
Y miraba a sus padres, a sus tíos y a sus
abuelos supervivientes. Supervivientes, esa era la clave de la frase. Lo peor
de todos ellos. Aquellos hombres y mujeres buenos, amables, se entregarían al
tirano más brutal e implacable de todos (aunque justo, a su modo): el tiempo.
No sólo sus caras se cubrirían de arrugas y su pelo se volvería blanco,
confiriéndoles la cara de abuelito que todos, desde niño, aprenden a reconocer,
respetar y querer. También desharía sus cuerpos, cada vez más débiles y
cansados, con artritis; dejaría sus ojos cada vez más apagados y opacos por las
cataratas, incapaces de ver lo bueno del futuro o de sus descendientes;
llenaría sus cuerpos de cáncer. Uno u otro, ¿importa que sea en el pulmón, el estómago,
la próstata o el útero? Sí, podían curarse, si se cogían a tiempo; tiempo que,
a su edad, solía con demasiada frecuencia haber pasado hacía mucho.
Era aquel un momento inevitable; ellos en
la cama del hospital conectados a un respirador, con una sonda en el brazo y
(quizás) con una bolsa o un tubo recogiendo sus excrementos, espectros de lo
que fueron, los verdaderos fantasmas. Los que dan verdadero miedo; no como las
mujeres traslúcidas y las sábanas animadas que se mueven arrastrando cadenas en
los cuentos de terror.
Una solitaria lágrima escapó por el borde
de su ojo, contagiándose a más de un comensal. No, él no podría pasar por eso;
jamás podría soportarlo…
—Edmundo. —Se contuvo; su madre parecía
haberse dado cuenta—. ¿Qué te pasa?
Aquel día, aquel momento, era una
excepción, una rareza entre lo común. De aquel breve descanso luego cada uno
volvería a su vida. A su trabajo y sus ocupaciones, con su estrés y sus
frustraciones. A distanciarse de los otros, viéndoles cada vez menos, olvidando
aquel precioso afecto que habían exhibido ese día; conservado el resto desde
entonces sólo para contadas ocasiones de celebración como aquella.
Se mantuvo callado. Ahora todos le
miraban.
—No, nada. Sólo…
Era mejor dejarlo todo así y ahora, con
todos felices y habiendo disfrutado.
—Estaba pensando… en cuánto os quiero.
Consiguió contenerse, sin romper a llorar.
En la mesa todos seguían mirándole, pero
nadie dijo nada. Estaban demasiado ocupados luchando consigo mismos.
Las
respiraciones se volvían profundas. Los párpados pesados. La consciencia,
evasiva.
Uno a uno, atrapados entre la silla y la
mesa (lo que evitaba que cayesen al suelo o diesen con la cabeza en el plato)
se durmieron; hasta el bebé quedó tendido sobre el platillo de su sillita.
Edmundo, el único que seguía despierto, se
levantó. Aquel ingrediente era de efecto lento, pero actuaba rápido; una vez
probado el sueño era inevitable. Volvió a la cocina, a por el último plato de
aquella comida familiar. Podría haber esperado más, darle al
día tiempo de acabar, de disfrutarlo más. Pero no podía arriesgarse, podría
pasar algún imprevisto; un achaque en alguno de sus abuelos, que alguno de los
pequeños tropezase y llorase, que Martina sufriese de vértigo o que Pepe
bebiese demasiada cerveza. O peor, podía arrepentirse.
De una alacena, escondido, sacó un pequeño
estuche rectangular de metal. Volvió con él a salón.
Hemos
vivido, reído, llorado y disfrutado de este momento juntos, pensó. Ahora nos
iremos también juntos, adonde sea.
Abrió el estuche, que contenía dieciséis
viales con una aguja en el extremo. Administró cada una en el brazo, seguida de
un beso sonriente en la frente sonriente de los durmientes.
Una vez terminó, volvió a la cocina, al
mismo armario del que sacó el estuche. No quedaba una última inyección dentro
para él; aunque no le gustaba admitirlo, toda su vida había tenido miedo a las
agujas.
Allí estaba la botella con que había
llenado las jeringuillas.
Volvió a su asiento en la cabecera para,
antes de dudar, antes de que el temor pudiese disuadirle, bebérsela de un
trago, el más largo (y amargo y dulce a un tiempo) de su vida. Una vez acabó,
la dejó rodar a sus pies y se desplomó en la silla. Extendió la mano derecha,
enterrando el índice en la tarta de queso de Estrella y el corazón en la de
chocolate, para luego chupárselos sucesivamente.
Es
verdad, reconoció. Están muy buenas.
Se miró los dedos, sonriendo. En otro
tiempo, aquel acto le habría parecido impensable, repulsivo. Pero Estrella,
quien había comido de esas raciones, iba a ser su mujer, con la que estaba
decidido a compartir su vida con todo lo que implicaba: casa, cama, besos,
fluidos. Y qué demonios, ¿acaso era aquel el mejor momento para preocuparse por
los gérmenes?
¿Les
habrá hecho ya efecto?, se preguntó, viendo que todavía respiraban
apaciblemente, sólo dormidos de momento.
No iba a ser un acto discreto para siempre,
por supuesto; alguien en alguna parte echaría en falta a alguno de los
ocupantes de la mesa; el puñado de nombres daría lugar a un fino hilo que se
seguiría hasta allí… y entonces, la prensa y los noticiarios estaban de
enhorabuena, teniendo con qué entretenerse por lo menos media semana. Podía imaginárselo; todo serían preguntas.
¿Por qué, por qué?
¿Por qué Edmundo Fuertehijar, el exitoso
inmobiliario, había asesinado a todo su familia, a su prometida y se había
suicidado? ¿Disputas por la herencia? ¿Violencia doméstica? ¿Estaba loco?
Edmundo sonrió al pensarlo.
Que piensen lo que quieran. Sólo saben mentir y creer la mentira. Yo me
llevo la verdad conmigo.
Adiós,
por si acaso. No sé adonde vamos, ni si llegaremos allí todos juntos. Sólo
espero que, si lo hacemos y podemos volver a hablar, si no darme las gracias,
si seáis capaces… de perdonarme.
Aplastó las lágrimas de sus ojos con los
párpados, reprimiendo sus gemidos mientras esperaba que el sueño le llevase con
ellos.
—¿Estás
bien?
La pregunta la había hecho Ada, rompiendo
el silencio.
—¿Qué? —parpadeó.
—Te noto raro…
Edmundo suspiró, relajándose, mientras
dejaba la segunda tarta en la mesa.
—Estaba pensando —respondió, esperando
contentar a la niña pequeña.
—¿En qué? —se interesó Estrella, alargando el
brazo para acariciarle.
En lo mucho que os quiero. En lo que estaba a punto de hacer…
Ahora los veía, los rostros familiares, jóvenes o viejos, queridos,
confiados…
Se dio la vuelta.
—Edmundo… —le llamó su madre.
—Tengo
que ir un momento al servicio —se excusó—. Id sirviéndoos. No me esperéis.
Se fue deprisa, simulando algún trastorno
intestinal, dejándoles en silencio, ¡¡. Una vez en el servicio, en cambio, no
hubo diarrea o nauseas.
Hubo lágrimas. Que no pudo limpiar con el
agua.
¿Seré capaz? ¿Seré capaz de hacerlo, ahora,
o algún día…?
Se secó, procurando serenarse rápido,
antes de que Estrella, su madre u otro llamase a la puerta, preguntando por él,
preocupado.
U oliéndose algo.
Se alisó la ropa, se secó la cara, y
salió, en menos de dos minutos.
Que ya esté, que estén durmiendo…
Sintió sus piernas quedarse sin fuerzas, a
medida que volvía a la mesa.
Seguían en su sitio, mirándole. Ninguno
había probado las tartas. Ni siquiera las habían servido.
Le esperaban a él. La familia no estaba
completa sin él. No podían disfrutar igual sin él.
—Ya estás— anunció Martina al verle—. ¿Estás mejor?
—Si, gracias.
Se sentó junto a Estrella, que le miraba,
preocupada.
—¿Qué te ha pasado? —quiso saber Jorge, curioso.
—Hijo, eso no se pregunta en la mesa —le recriminó el tío Fede.
—Exacto —coincidió su abuelo.
—Bueno, ¿vas a hacer los honores de una ves? —le pidió Joaquín,
señalando a las tartas.
Así lo hizo, consiguiendo sonreír al
final. Ya no le quedaban lágrimas que escapasen. Y sus manos no le temblaban.
—¿Y tú, no te pones? —preguntó su madre.
La miró. No era tan raro, después de lo
del servicio.
—Sí.
Ahora.
Fueron dos trozos, pequeños, uno de cada.
Levantó su cuchara, viendo comer a los otros.
Puedo dormir. O seguir despierto…
Antes de que preguntaran, cogió un trozo
de la de la tarta de queso. Sueño o consciencia. Mermelada y queso. Lava y
nubes. Infierno o salvación.
Una anécdota de otra comida familiar… o…
Se quedó mirándola, sin tomar su decisión
definitiva, por fin, hasta que Estrella le preguntó si le pasaba algo.
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