domingo, 23 de septiembre de 2018


QUE DISFRUTEN EL MOMENTO

Todos llegaban, como estaba planeado. Hola papá y mamá, hola hermanos, hola familia.
     —Hola a todos —iba a recibirlos a la entrada del chalet, pagado en solitario con su trabajo en la inmobiliaria. A su lado, Estrella sonreía con cierta timidez.
      —Buenos días, cielo —le dijeron sus padres, que llegaron acompañados por su abuela paterna y su abuelo materno.
     —Que hay, capullo —lo saludó Joaquín al llegar, con su coche deportivo y sus gafas de sol, poniéndole una mano en la cabeza como hacía cuando eran pequeños—. Me alegro de verte.
     —Hola, Edmundo —llegó Martina con Antonio y sus dos hijos, Ada y Hugo—. Felicidades.
     —Gracias.
     —¡Tío! —La niña mayor se tiró sobre él, rodeándole la cintura mientras el bebé de dos años hacía lo propio con su pierna, plantándole un beso baboso en los vaqueros.
     Edmundo se agachó para besarlos a los dos.
     —Me alegro de verte —llegó Emilio poco después, dándole un abrazo.
     Luego llegaron los tíos Fede y Reme con sus primos Jorge y Olga, y el primo segundo Pepe, quedando la familia reunida a dos minutos exactos de las diez.
     —Bueno, y ahora…
     —Tranquila —le dijo al oído a Estrella, antes de besarla en la frente—. Ya lo tengo todo preparado.
     Y así era. Se había levantado a las siete, preparando la mesa y dejándolo todo listo para servir. Sólo había que calentar la comida, sacarla y servirla.
     Esa era, decía siempre Estrella, una de las cosas que más le gustaba de él.
     —Ahora disfruta del momento, como hacen ellos —recomendó.
    Sus abuelos habían subido al porche, sentándose su abuelo en una mecedora y la abuela en una silla de mimbre a la sombra. Martina y los niños se habían puesto el bañador e ido a la piscina, metiéndose despacio al comprobar que el agua seguía fría. Sus padres salieron poco después, llevando una bandeja con agua para los demás, mientras los hombres se sentaban en el banco sobre el césped, por si había que tirarse corriendo a la piscina, y las mujeres rodeaban la casa, paseando mientras charlaban.
    Su actual novia, ex compañera de la facultad y amiga desde mucho antes, se retiró un momento a ponerse el biquini y se tumbó a tomar el sol en una de las hamacas que bordeaban la piscina; su ancho sombrero de paja y sus gafas de sol le convencieron de que, casi seguro, lo que iba a hacer era echarse una siesta rápida. Desde el banco, Antonio, Joaquín, Emilio y Fede la miraban. Edmundo meditó sobre si debería sentirse celoso.
      Por favor. Seguro que son ELLOS los que están celosos de mí.
      —Cuidado… —la avisó, al darse cuenta de...
     Demasiado tarde; Jorge se lanzó de chapuzón, salpicándola con el agua fría. Frente al asombro consternado de Estrella, con el sombrero todavía puesto y chorreando, su recientemente prometido rió, callándose cuando un manotazo en la espalda le sorprendió.
     —Siempre que vengo lo digo, Edmundo —se acercó a él su padre, que se había llenado un vaso de cristal de la cocina con Nestea—. Te lo has montado de maravilla.
     —Lo intento, papá.
    —Y sobre todo —murmuró, mirando atrás, hacia el porche—. No pensaba…
    Bajó la mirada, sonrojándose un poco. No soportaba ese tema.
    —… que al final… dieses ese paso.
    —Papá…
     —Sí. —Joaquín se había levantado, uniéndose a la conversación—. Siempre pensé que morirías soltero.
     Su hermano más pequeño y su padre le ensartaron con la mirada.
     —¿Qué? Algunas veces, hasta pensábamos que no te gustaban las…
     —Joaquín… —pronunció su padre con los dientes apretados, antes de lanzarle una colleja; la reprimenda suprema habitual desde que tenía siete años—. Ya vale…
     Sin embargo el castigado (que podía presumir de dos divorcios y cero preocupaciones) se reía, tanto como su progenitor y su hermano ahora. Para eso había reunido a la familia. ¿Para decir lo que todos sabían ya? No, era sólo una excusa para disfrutar juntos.
    Y así será, se recordó, si todo va como debe.
     La mañana avanzó. Los tres niños y el bebé, arrugados por el agua, salieron envueltos en toallas, secándose lo justo para ponerse a jugar en el césped, persiguiéndose entre ellos, pasándose una pelota hinchable, disparándose agua o buscando cochinillas. Las mujeres se reunieron bajo el porche para continuar su charla mientras fumaban, bebían agua, cerveza o refrescos sin gas. Los hombres las imitaban en su retiro de la parte trasera, con más cerveza que otra cosa, mientras tía Reme y los abuelos, ocupando ahora el banco, vigilaban a sus nietos con función meramente presencial. Nada malo podía pasarles.
     Fuese a donde fuese, se oía el movimiento, las risas, la vida. El sonido de la felicidad.
     Antes de la una, Edmundo se acercó a Estrella, la (futura) nueva inclusión en la familia, todavía con el sombrero y las gafas, mientras hablaba con sus futuras suegra y cuñada. La cogió por la mano y se la llevó discretamente aparte. La besó.
     No muy lejos, oyó reír a Ada, Jorge y Olga, espiándoles.
     —En media hora, me pongo a prepararlo todo.
     Hacía un buen día, y el escenario final de la comida había sido objeto de debate. Al principio pensaron en hacerlo fuera; sólo había que mover dos mesas y sacar las sillas. Pero las moscas, avispas y mosquitos empezaban a conglomerarse, ignorando mayormente la lámpara antiinsectos del porche, por lo que Edmundo prefirió hacerlo dentro.
     —Te acompaño…
    —No, sólo quería que lo supieses —le dijo, dándole otro beso—. Tú haz como los otros: disfruta del momento.
    Media hora después, había apagado la parrilla y el horno de la cocina. Los quince platos planos de cerámica (sin contar el de Hugo, al que sus padres colocaron en una sillita portátil entre ellos) habían sido servidos, junto al tenedor y cuchillo sobre una servilleta de tela para que cada uno se sirviese con la oferta servida.
     —¡A comer! —Se asomó afuera y gritó lo justo para llamar a todos.
     —Vaya, Edmundo, cuanta oferta —observó Emilio al entrar y ver la mesa—. Si te gastas esto en una comida familiar, ya me dirás cómo va a ser el banquete de bodas…
     —Yo creo que podría reutilizar lo que sobre —opinó Joaquín, atrayendo sobre él varias miradas represivas.
     —Bueno, mientras esté todo bueno —zanjó el tema la abuela, haciendo rechinar las piezas de su dentadura.
      Edmundo no había escatimado en gastos; debía de ser una comida perfecta… para lo que sería ese día.
     Había dispuesto sobre las dos mesas cuatro platos con pan de medio kilo cortado en rodajas, junto a dos bandejas con cuatro tipos de pates y otras dos con cinco quesos untables distintos y sobrasada. Había también otros tantos platos con un surtido de ibéricos y otro con queso manchego, de cabra y Gouda, dos ensaladas con salados con sus respectivas catalanas, vinagreras y saleros para aliñarlo al gusto. Había una fuente en el medio con filetes con ajos tiernos y embutido a la plancha, y cuatro enormes lubinas al horno con vino tinto y patatas con cebolla. Para beber, todas las opciones; desde botes de Coca-Cola y Fanta de sabores para los más pequeños a cerveza, Acuarius y dos botellas de vino, un Antitori tinto y un Do Ferreiro blanco para los mayores.
     Sin ser una comida de cinco estrellas, si constituía un verdadero banquete, y a un mejor precio.
     —Que cada uno se sirva lo que quiera —anunció el anfitrión, ocupando la cabecera de la segunda mesa con Estrella a su derecha y su abuelo presidiendo el extremo contrario. Las cucharas echaban y los tenedores pinchaban; pronto el salón se llenó del frote de metal sobre cerámica, bocas mascando y gemidos de gusto.
     —Está todo riquísimo —fue la primera en hablar Martina, a la que su hermano dio las gracias sonriendo.
     —Sí, podrías hacerte cocinero y montar uno de esos restaurantes de lujo —opinó Pepe, mirándole.
     —A lo mejor, algún día… —murmuró la sonriente Estrella.
     Su voz se cortó al sentir la mano de Edmundo apretando su cintura, captando el mensaje. No hables de eso, es demasiado pronto.
     Todavía no.
     —A la hora del postre.
     La comida duró apenas cuarenta minutos, en los que se habló muy poco; todos tenían demasiado ocupada la boca. José charló de su ascenso en la fábrica de grava; Martina de la nueva guardería a la que iban a llevar a Hugo; Olga de que iba a empezar el instituto y Emilio de cómo le iba en la tienda de informática.
     —Puede que yo sea el próximo en buscarme un chalet —aseguró—. Y en encontrarme una novia de verdad.
     Todos rieron más o menos; atento a todo y feliz por ello, sólo podía escuchar, intentando sin lograrlo no mirarles y mantener su sonrisa a base de fuerza.
    Por fin llegó el momento del postre, pero antes, quería hacer un brindis. Fue a la nevera y volvió con dos botellas, una de cava y otra de sidra. Luego empezó a llevar las copas, tardando tres viajes en repartirlas todas.
     Cada uno se sirvió lo que quiso; los más jóvenes, Emilio y los abuelos sidra.
    —Por nosotros, en este día —inició de pie el brindis—, en que voy a hacer un anuncio…
    Puso la mano en el hombro de Estrella, la señal para que lo acompañase. Los ojos de todos los que los veían brillaban de emoción; sabían lo que venía ahora. Sólo necesitaban confirmarlo.
     —Estrella y yo —dijo, sus dedos entrelazados sin llegar a coger al otro—. Vamos a casarnos.
     Y se besaron.
     Hubo una salva de felicitaciones, sus abuelos, su madre y tía Reme empezaron a llorar, los pequeños aplaudían, imitados por el bebé. Joaquín alzó la copa.
    —Enhorabuena —les felicitaron Emilio y Martina, levantándose para abrazarlos.
    —Sí —añadió Joaquín cuando le tocó el turno—. Todo un milagro.
     Edmundo agachó la cabeza, sonrojándose entre las risas nostálgicas y los aplausos de felicidad.
     Sí, Edmundo había tenido el futuro asegurado: era listo y trabajador, la eterna combinación ganadora. Su futuro personal, sentimental, era lo que se presentaba ante su familia como una incógnita.
     Siempre había sido un chico tímido. Introvertido. Solitario. No le gustaba estar con otros niños, salir a jugar, viajar. Prefería gastar el tiempo libre viendo la tele, jugando a videojuegos o leyendo en su habitación.
      —Es un poco vago —habrían dicho los que no le conociesen. Sus padres, para los que no era el caso, sólo podían ver a su tercer hijo con preocupación, viéndole pasar de niño solitario a joven solitario y de joven solitario a adulto solitario. De no jugar con niños pasó a no salir con amigos y a no buscar novia. Hasta ahora.
      Había sido uno de esos misterios occidentales; un enigma al que, si preguntasen buscando la respuesta, se habría encogido de hombros, sin ganas de intentar responder.
     —Muy bien, y ahora… —Dio una palmada—. Esperad mientras traigo el postre.
     Él no se lo había dicho nunca a nadie, pero sabía perfectamente el motivo de su retraimiento: la tristeza. O, mejor dicho, sabía cuál era el culpable.
    Abrió la nevera. Había hecho dos tartas, una de queso con mermelada de fresa y otra de galletas María con chocolate fundido y leche. Ambas totalmente caseras, con un ingrediente especial.
    El mundo.
     Las llevó hasta la mesa, volviendo apresuradamente a por el resto: los platos, las cucharillas y la espátula para cortar y servir. Todo de metal y cerámica, lo mejor. Aquel era un momento solemne; no quería ensuciarlo con vulgar plástico barato y desechable.
     El mundo, el mayor mentiroso o la mayor mentira, lo mismo daba cual de los dos fuese, que jamás haya existido. En sus libros, en sus televisores, sus iconos, sus noticias y sus gentes, nos hace creer que es bueno, que aquellos que han logrado el prodigioso milagro de vivir son afortunados.
      —Bueno, id diciéndome… y os voy poniendo —anunció, dando inicio al aluvión de manos alzadas, especialmente desesperadas en el caso de los niños y los adolescentes.
     ¿Pero era así?
     Primero los abuelos; los dos quisieron probar la de chocolate.
     ¿Se podía ser feliz en el mundo, tal y como era? Un mundo bajo continua amenaza; de la guerra o el terrorismo, la enfermedad o el cambio climático. Demonios reales a los que el imaginario intenta exorcizar con promesas y noticias de paz y concordia pero que siempre siguen allí, desapareciendo sólo durante los intermedios.
     Jorge y Olga también. Ada, curiosamente, prefirió la de queso.
     ¿Se podía ser feliz, en medio de la miseria ajena? Familias, no muy distinta a esa en composición pero sin nada que celebrar, demasiado ocupados en sobrevivir. Niños famélicos y enfermos con padres explotados y desafectivos aún más enfermos, que acababan igual de muertos; en las mismas tumbas sin nombres. Miserables que compraban el dolor y la inocencia de gente inocente, parapetados por el todopoderoso dinero, la única religión verdadera. Victimas indefensas que sólo podían correr, correr y huir sin descanso hasta que sus pies sangraban y sus huesos se rompían, sólo para encontrar la indiferencia y el desprecio del mundo.
     Somos civilizados; sus problemas, no los queremos aquí. Haberse quedado en su sitio. Mala suerte.
     Sería un bonito cartel de bienvenida, para colgar en cada paso fronterizo y aduana.
     Antonio quiso de queso. Martina también, para darle de probar al bebé, que milagrosamente, sólo se había manchado la boca durante la comida. Parecía un pequeño payaso.
     ¿Se podía ser feliz, sabiendo que el futuro era incierto?
     Frente a él, a lo largo de toda la mesa, su familia comía. A su lado, Estrella había cogido un pedazo pequeño de cada tarta.
     —¿Y tú, no te pones? —le llamó la atención su madre.
     —Voy a esperar —dijo, sentándose—. Estoy un poco lleno, y así, si quiere repetir…
     —No fastidies —intervino el tío Fede—. Si lo has hecho tú, como no va…
      —Precisamente por eso, papá —intervino Jorge—. Él puede hacerlo cuando quiera.
        Sí, claro que sí. No tengo prisa en probar estos postres.
     No importaba adonde mirase, a quién; sólo veía la ilusión del momento rota, desgarrada por la realidad.
     Veía a los niños pequeños, pensando en lo que les esperaba. Un futuro de mascotas alegres estampadas en bolsas de tiendas de juguetes, colas en el cine y fiestas de cumpleaños. ¿O un futuro de bolsas de basura, cielos sobre la cabeza y colas frente a contenedores, buscando comida?
      Veía a los jóvenes, soñando con la fama, la aceptación y el futuro. Su panorama era aún más negro; el de la falta de trabajo, de esperanzas y expectativas y, a la larga, el consumo de sustancias, el aislamiento y el conflicto con los padres; culpándoles por no haberles revelado nunca la terrible realidad de su futuro. Podían saber que no existían los Reyes Magos, pero no que tampoco tendrían un trabajo digno.
      Miraba a sus hermanos y primos. Un futuro de visitas al súper, de dudar qué ropa ponerse para ir al trabajo y qué día llevar el coche a la revisión. Un futuro de monotonía sólo rota por la frustración, muchas pequeñas rabietas acumulándose hasta caer como una avalancha; rompiendo la familia, el hogar y a ellos mismos. Desamor, conflicto, separación, odio y disputa; quizás incluso… engaño, violencia. Y asesinato.
     Y miraba a sus padres, a sus tíos y a sus abuelos supervivientes. Supervivientes, esa era la clave de la frase. Lo peor de todos ellos. Aquellos hombres y mujeres buenos, amables, se entregarían al tirano más brutal e implacable de todos (aunque justo, a su modo): el tiempo. No sólo sus caras se cubrirían de arrugas y su pelo se volvería blanco, confiriéndoles la cara de abuelito que todos, desde niño, aprenden a reconocer, respetar y querer. También desharía sus cuerpos, cada vez más débiles y cansados, con artritis; dejaría sus ojos cada vez más apagados y opacos por las cataratas, incapaces de ver lo bueno del futuro o de sus descendientes; llenaría sus cuerpos de cáncer. Uno u otro, ¿importa que sea en el pulmón, el estómago, la próstata o el útero? Sí, podían curarse, si se cogían a tiempo; tiempo que, a su edad, solía con demasiada frecuencia haber pasado hacía mucho.
     Era aquel un momento inevitable; ellos en la cama del hospital conectados a un respirador, con una sonda en el brazo y (quizás) con una bolsa o un tubo recogiendo sus excrementos, espectros de lo que fueron, los verdaderos fantasmas. Los que dan verdadero miedo; no como las mujeres traslúcidas y las sábanas animadas que se mueven arrastrando cadenas en los cuentos de terror.
      Una solitaria lágrima escapó por el borde de su ojo, contagiándose a más de un comensal. No, él no podría pasar por eso; jamás podría soportarlo…
     —Edmundo. —Se contuvo; su madre parecía haberse dado cuenta—. ¿Qué te pasa?
      Aquel día, aquel momento, era una excepción, una rareza entre lo común. De aquel breve descanso luego cada uno volvería a su vida. A su trabajo y sus ocupaciones, con su estrés y sus frustraciones. A distanciarse de los otros, viéndoles cada vez menos, olvidando aquel precioso afecto que habían exhibido ese día; conservado el resto desde entonces sólo para contadas ocasiones de celebración como aquella.
     Se mantuvo callado. Ahora todos le miraban.
     —No, nada. Sólo…
     Era mejor dejarlo todo así y ahora, con todos felices y habiendo disfrutado.   
     —Estaba pensando… en cuánto os quiero.
     Consiguió contenerse, sin romper a llorar.
     En la mesa todos seguían mirándole, pero nadie dijo nada. Estaban demasiado ocupados luchando consigo mismos.
     Las respiraciones se volvían profundas. Los párpados pesados. La consciencia, evasiva.
     Uno a uno, atrapados entre la silla y la mesa (lo que evitaba que cayesen al suelo o diesen con la cabeza en el plato) se durmieron; hasta el bebé quedó tendido sobre el platillo de su sillita.
     Edmundo, el único que seguía despierto, se levantó. Aquel ingrediente era de efecto lento, pero actuaba rápido; una vez probado el sueño era inevitable. Volvió a la cocina, a por el último plato de aquella comida      familiar. Podría haber esperado más, darle al día tiempo de acabar, de disfrutarlo más. Pero no podía arriesgarse, podría pasar algún imprevisto; un achaque en alguno de sus abuelos, que alguno de los pequeños tropezase y llorase, que Martina sufriese de vértigo o que Pepe bebiese demasiada cerveza. O peor, podía arrepentirse.
     De una alacena, escondido, sacó un pequeño estuche rectangular de metal. Volvió con él a salón.
     Hemos vivido, reído, llorado y disfrutado de este momento juntos, pensó. Ahora nos iremos también juntos, adonde sea.
     Abrió el estuche, que contenía dieciséis viales con una aguja en el extremo. Administró cada una en el brazo, seguida de un beso sonriente en la frente sonriente de los durmientes.
     Una vez terminó, volvió a la cocina, al mismo armario del que sacó el estuche. No quedaba una última inyección dentro para él; aunque no le gustaba admitirlo, toda su vida había tenido miedo a las agujas.
      Allí estaba la botella con que había llenado las jeringuillas.
      Volvió a su asiento en la cabecera para, antes de dudar, antes de que el temor pudiese disuadirle, bebérsela de un trago, el más largo (y amargo y dulce a un tiempo) de su vida. Una vez acabó, la dejó rodar a sus pies y se desplomó en la silla. Extendió la mano derecha, enterrando el índice en la tarta de queso de Estrella y el corazón en la de chocolate, para luego chupárselos sucesivamente.
     Es verdad, reconoció. Están muy buenas.
     Se miró los dedos, sonriendo. En otro tiempo, aquel acto le habría parecido impensable, repulsivo. Pero Estrella, quien había comido de esas raciones, iba a ser su mujer, con la que estaba decidido a compartir su vida con todo lo que implicaba: casa, cama, besos, fluidos. Y qué demonios, ¿acaso era aquel el mejor momento para preocuparse por los gérmenes?
     ¿Les habrá hecho ya efecto?, se preguntó, viendo que todavía respiraban apaciblemente, sólo dormidos de momento.
    No iba a ser un acto discreto para siempre, por supuesto; alguien en alguna parte echaría en falta a alguno de los ocupantes de la mesa; el puñado de nombres daría lugar a un fino hilo que se seguiría hasta allí… y entonces, la prensa y los noticiarios estaban de enhorabuena, teniendo con qué entretenerse por lo menos media semana.  Podía imaginárselo; todo serían preguntas. ¿Por qué, por qué?
    ¿Por qué Edmundo Fuertehijar, el exitoso inmobiliario, había asesinado a todo su familia, a su prometida y se había suicidado? ¿Disputas por la herencia? ¿Violencia doméstica? ¿Estaba loco?
     Edmundo sonrió al pensarlo.
      Que piensen lo que quieran. Sólo saben mentir y creer la mentira. Yo me llevo la verdad conmigo.
     Adiós, por si acaso. No sé adonde vamos, ni si llegaremos allí todos juntos. Sólo espero que, si lo hacemos y podemos volver a hablar, si no darme las gracias, si seáis capaces… de perdonarme.
      Aplastó las lágrimas de sus ojos con los párpados, reprimiendo sus gemidos mientras esperaba que el sueño le llevase con ellos.

—¿Estás bien?
     La pregunta la había hecho Ada, rompiendo el silencio.
     —¿Qué? —parpadeó.
     —Te noto raro…
      Edmundo suspiró, relajándose, mientras dejaba la segunda tarta en la mesa.
     —Estaba pensando —respondió, esperando contentar a la niña pequeña.
     —¿En qué? —se interesó Estrella, alargando el brazo para acariciarle.
     En lo mucho que os quiero. En lo que estaba a punto de hacer…
     Ahora los veía, los rostros familiares, jóvenes o viejos, queridos, confiados…
     Se dio la vuelta.
     —Edmundo… —le llamó su madre.
     —Tengo que ir un momento al servicio —se excusó—. Id sirviéndoos. No me esperéis.
     Se fue deprisa, simulando algún trastorno intestinal, dejándoles en silencio, ¡¡. Una vez en el servicio, en cambio, no hubo diarrea o nauseas.
     Hubo lágrimas. Que no pudo limpiar con el agua.
    ¿Seré capaz? ¿Seré capaz de hacerlo, ahora, o algún día…?
     Se secó, procurando serenarse rápido, antes de que Estrella, su madre u otro llamase a la puerta, preguntando por él, preocupado.
     U oliéndose algo.
     Se alisó la ropa, se secó la cara, y salió, en menos de dos minutos.
     Que ya esté, que estén durmiendo…
     Sintió sus piernas quedarse sin fuerzas, a medida que volvía a la mesa.
     Seguían en su sitio, mirándole. Ninguno había probado las tartas. Ni siquiera las habían servido.
     Le esperaban a él. La familia no estaba completa sin él. No podían disfrutar igual sin él.
     —Ya estás— anunció Martina al verle—. ¿Estás mejor?
     Si, gracias.
     Se sentó junto a Estrella, que le miraba, preocupada.
     ¿Qué te ha pasado? —quiso saber Jorge, curioso.
     Hijo, eso no se pregunta en la mesa le recriminó el tío Fede.
     Exacto coincidió su abuelo.
     —Bueno, ¿vas a hacer los honores de una ves? —le pidió Joaquín, señalando a las tartas.
      Así lo hizo, consiguiendo sonreír al final. Ya no le quedaban lágrimas que escapasen. Y sus manos no le temblaban.
     ¿Y tú, no te pones? —preguntó su madre.
     La miró. No era tan raro, después de lo del servicio.
     —Sí. Ahora.
      Fueron dos trozos, pequeños, uno de cada. Levantó su cuchara, viendo comer a los otros.
      Puedo dormir. O seguir despierto…
      Antes de que preguntaran, cogió un trozo de la de la tarta de queso. Sueño o consciencia. Mermelada y queso. Lava y nubes. Infierno o salvación.
      Una anécdota de otra comida familiar… o…
      Se quedó mirándola, sin tomar su decisión definitiva, por fin, hasta que Estrella le preguntó si le pasaba algo.

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