domingo, 9 de septiembre de 2018


EL DÉCIMO CUMPLEAÑOS

—¡Buenos días, dormilona! ¡Despierta!
      Cris hizo ademán de levantarse, todavía con los ojos cerrados, pero se refrenó. Todavía era temprano, y se estaba tan bien en la cama…
      —Venga, cielo. Pasos acompañaron la voz de su madre pasando frente a su cama—. No querrás perderte tu día, ¿verdad?
     La persiana subió con un crujido, las cortinas tintinearon en sus rieles. Cris se frotó los párpados, abrasados por la recién llegada luz solar.
     —¿Mi gran día? preguntó, haciéndose la tonta.
     —Pues claro. Su madre plantó su larga cara ovalada de labios pintados a los pies de su cama—. No se te habrá olvidado, ¿verdad?
      No, claro que no. La niña se lo hizo saber con una sonrisa, antes de volver a dejarse caer pesadamente sobre la almohada.
     —Aún queda una semana —recordó, todavía con los ojos cerrados.
      Su cabeza sufrió un terremoto, al ser atrapada entre las dos manos.
     —¡Venga ya! Quedamos en hacerlo hoy, ¿no? Para que coincidiese con…
     —¿Y no podría ser mi regalo… dormir un poco más?
     Su madre se sentó a su lado riendo y la acarició bajo el mentón.
     —¿Y qué hacemos con los invitados, los regalos y la ceremonia?
     Cris se sentó, refunfuñando.
     —¿Es muy tarde?
     Con el sol y el aire fresco de la primavera también entraban en su cuarto el sonido de pasos, risas y algunos petardos en la distancia. La gente se reunía para celebrar. Por ella.
      Cris terminó de apartar la sábana y se bajó de la cama.
     —Venga su madre la cogió de la mano—, hay que darte un baño.
     —Otra vez protestó. Se dio uno justo antes de acostarse, que dejó todo el servicio empapado de vapor. Parecía escarcha; que seguía siendo invierno.
      —Es para la ceremonia, cielo.
       Salieron al pasillo del segundo piso. Un golpe sobresaltó a Cris; su madre siguió sin inmutarse. La llevó al servicio, la siguiente puerta a la derecha.
      Justo antes de entrar, la niña miró atrás. Había oído otro golpe. Parecía venir del otro lado del pasillo, donde estaba la habitación de sus padres. Y de Mari.
      —Vamos a dejarte bien limpia dijo su madre, mientras le quitaba el camisón azul y el pantalón del pijama—. Bien limpia y bien guapa.
     La ayudó a meterse en la bañera, su cuerpo pequeño y pálido apenas elevó el volumen unos centímetros. Su madre abrió el grifo de la ducha, llenándola un poco más de agua tibia. Cris comprobó que estaba perfumada, y no con el jabón habitual. Eran sales de baño.
      —Mamá preguntó indecisa, mientras le echaba el agua sobre la cara.
      —¿Sí?
      —¿Por qué usamos ayer y hoy las sales? preguntó—. ¿No son muy caras?
      —Bueno, hoy es un día especial. Para eso las reservamos, para los días especiales.
     —Ah, claro.
      La niña asintió, provocando ondas en torno a su cuerpo mientras su madre, con una sonrisa rígida, le extendía el pelo negro, largo y sedoso, para lavarlo bien.
      Cuando toda el agua se fue por el desagüe, la mujer le puso por encima una toalla blanca enorme y empezó a frotar para secarla. Luego cogió una más pequeña color violeta y se la pasó por la cabeza.
      —Ahora vamos a mi dormitorio —le dijo mientras la ayudaba a calzarse las pantuflas, la única parte de su ropa de cama que no estaba tirada en el suelo—. A peinarte mientras el pelo sigue suave.
     —¿Y se supone que tengo que ir así… desnuda? —preguntó Cris, con pudor.
     —No pasa nada, para eso está la toalla —contestó, riéndose—. Además, allí está tu vestido.
     —¿Mi vestido?
      —Claro —dijo como si fuese lo más natural del mundo—. No querrás que se arrugue sobre el bidé ni que se empape de vapor, ¿verdad?
      —No…
     —Ni que te vea así la gente.
      Cris se dio una palmada en la frente, sintiéndose tonta. Se había sentido tan emocionada hacía dos semanas, cuando su madre la llevó al pueblo a ver a un sastre para que le tomara medidas y le enseñó varios modelos de un libro de bocetos.
      —Quiero este. —Se decidió por el que parecía hecho para una princesa de cuento de hadas, azul con encajes y un volante largo hasta el suelo.
      —Muy bien —sonrió el señor de gafas redondas, muy amable—. ¿Es para tu cumpleaños?
      —Sí, voy a cumplir diez años —le dijo, ilusionada.
       —Va a coincidir con la cosecha de marzo. —El sastre miró a su madre, y luego otra vez a ella—. No pasa muy a menudo. Tiene mucha suerte.
     Fueron dos días antes a recogerlo. Pudo verlo, colgando de un modelo a escala.
     —¿Me lo puedo probar? —preguntó, con ojos radiantes.
    —Pues… —empezó a decir el sastre.
    —Es mejor no hacerlo hasta el día —dijo su madre, tocándola en el hombro—. Es la tradición. Y podría ensuciarse.
     La chiquilla asintió y se lo llevaron envuelto en un plástico.
     En el pasillo sonaba música; su padre debía haber puesto el tocadiscos, o la radio, a juzgar por el volumen.
     —¿Y la música? —preguntó Cris, sintiéndose insegura—. ¿Quién la ha puesto?
    —Habrá sido papá —contestó, cogiendo a la niña envuelta en toallas por la muñeca.
     Sonaba muy fuerte. Era ruidosa, de la que ponían los adultos para bailar. No era, desde luego, la que a ella le gustaba.
     —¿Y dónde está él?
     —Abajo, atendiendo a los primeros invitados. —Y añadió—: él te verá cuando ya estés lista.
     —Vale… —Iba a seguirla cuando se dio cuenta—. Otra cosa, mamá…
     —¿Sí?
     —Si los invitados están fuera, ¿por qué la música está dentro?
     —Porque no hay espacio fuera. Todas las mesas y sillas están ocupadas. Por eso,  para que se oiga fuera, la ponemos muy alto, con las ventanas abiertas.
     —Ah, vale —asintió, sintiéndose más tonta con cada pregunta.
     Cris sonrió, andando con la cabeza levantada, hacia su madre.
     Un golpe, aunque amortiguado por la música, la sobresaltó.
     —¿Qué…?
      Cris se paró, mirando a su derecha. Estaban frente a la habitación de Mari. La puerta todavía temblaba un poco.
     —Mamá…
    —Habrá sido el viento. La puerta de tu habitación sigue abierta…
     Intentó tirar, que siguiese su camino.
     —¿Dónde está Mari? —preguntó Cris.
     Se acababa de dar cuenta de que habían puesto cerrojo en la puerta de la habitación, uno de los que se cierran con llave.
       Por fuera.
     —Ha ido a hacer un recado al pueblo —aseguró, mirando todavía adelante—. No te preocupes; estará a tiempo para verte.
     —Por qué… —La madre consiguió vencer la resistencia de la niña, que seguía señalando—. ¿Por qué está su puerta cerrada así?
       La mujer se detuvo un momento, tomando aire.
     —¿Sabes lo que son los sonámbulos?
     —Ajá —asintió Cris—. La profesora nos lo explicó en clase.
     —Bueno, pues tu hermana es así —admitió, sin mirarla—. Por eso papá y yo la tenemos que encerrar de noche, para que no salga por ahí y se haga daño.
      Cris bajó la barbilla, sintiéndose triste por su hermana. Y por su madre. Como no había podido verle la cara no sabía cómo se sentía, pero intuía por su voz que no le había sentado bien contarlo.
     Se sentó a los pies de la cama de matrimonio. Su madre cogió un antiguo y valioso peine de nácar y peinó su melena cuanto pudo, poniéndole dos lazos azules al acabar.
      —Vas a estar muy guapa.
      —¡Sí! —Saltó de la cama, librándose de las toallas. El frío remanente de la mañana le hizo cruzar los brazos.
     —Bien, y ahora… el vestido.
     Su madre fue al armario, sacando una percha. Seguía envuelto en plástico.
     Lo dejó sobre la cama y le dio la vuelta a la silla del tocador, con su espejo rectangular antiguo. A Cris, de pequeña, le encantaba sentarse allí, cuando podía, a jugar, simulando ponerse las cremas y potingues en polveras y frascos de cristal, y colocándose en el cuello y los brazos los collares y pulseras de los joyeros de los cajones. Siempre, por supuesto, era cuando su madre no estaba en casa y su abuela estaba abajo, dormitando. No le gustaba cómo se ponía su madre cuando la pillaba.
      Sobre la silla había unos zapatos negros de charol, una camisa blanca con mallas a juego y unas braguitas blancas.
      —Ve vistiéndote con eso —le indicó su madre—. Luego te ayudo con el vestido.
      Cris lo hizo, mirándose feliz en el espejo. Como pensaba, estaba preciosa. Una verdadera princesa.
      —Me gusta mucho —dijo, dando un par de vueltas para ver bien cómo le sentaba.
       —Sí, cariño, sí.
      Al mirar sobre su reflejo, Cris se dio cuenta de que su madre ya no sonreía. De hecho, parecía que iba a llorar.
       —¿Estás bien, mami?
     —Sí. —Recuperó su sonrisa—. Es sólo que…
      Se agachó, besándole en la frente.
     —Te haces mayor, como tu hermana y… ya no podréis ser mis niñitas.
     Le rozó la cara, bajando como para cogerla en brazos.
      —¡Venga ya! —protestó—. Ya no soy un bebé.
      Las dos se rieron.
      —Bien, ahora… siéntate.
     —¿Para? —preguntó, después de hacerlo.
     Le puso una mano en el hombro.
     —¿No has querido siempre probar esto? ¿Ponerte el maquillaje, el perfume y algunas joyas? Bueno, pues hoy es el día.
      Se quedó sin palabras, mientras su madre le ponía un poco de colorete, le pintó los labios y la roció con un frasquito color rosa. Luego le pasó un collar de cuentas de cristal por la cabeza.
      —Muy bien, y ahora… a salir.
      Justo cuando su madre iba a coger el picaporte, llamaron.
      —¡Ya está! —anunció, apartándose para dejar paso a la homenajeada.
     La puerta se abrió. Su padre estaba al otro lado del rellano, a unos pasos pasillo adentro. La música seguía sonando.
      —Vaya. —El hombre se inclinó, boquiabierto y con los ojos brillantes—. Estás muy guapa.
     Cris sonrió y corrió a abrazarle.
      —¡Cuidado! —Chilló entre risas al recibirla—. Ya no eres tan pequeña. Me vas a tirar…
     Cris creyó oír que llamaban a la puerta, abajo.
     —Creo que están llamando —dijo.
    —Pues claro. Hay muchos invitados.
     —Vamos, cariño. —Su madre le rozó el hombro derecho—. No hay que hacerles esperar.
     Se la llevó a la planta baja. Cris volvió a mirar antes a su padre, que la veía alejarse, sonriendo; apoyada contra la puerta del cuarto de Mari.
      La puerta principal se abrió, la mujer y la niña fueron ensordecidos por los aplausos.
      Fuera, el día no podía ser mejor. Habían juntado dos mesas larguísimas, cubiertas con manteles de tela blancos ocupada por copas de cristal y platos de vajilla perfectamente alineados, con una gran tarta en el centro, protegida de las moscas por una cúpula de tela. La comida, traída como regalo, se extendía a sus lados, dentro de ollas. Guirnaldas de papel colgaban sobre todos.
      Todos los granjeros y jornaleros; los Agunaga, los Carpio, los Tome, los Souto, los Garmenia y muchos más habían acudido.
      —Oh, que guapa estás hoy, Cris.
     —¡Muy feliz cumpleaños!
     Fueron pasando por parejas frente a ella, los hombres con su mejor traje y un clavel en la solapa, las mujeres con sus vestidos más bonitos, alabándola y enseñándole paquetes envueltos. Sus regalos. Fuera, a la entrada, un par de perros, atados por correas, ladraron. Podía oírse también balar a las ovejas del viejo Pico, en la distancia.
      Estaban casi todos. Pero Cris se dio buena cuenta de los que faltaban.
      —Mamá —Se volvió hacia ella cuando el desfile de invitados terminó, tirándole del vestido—. ¿Y los niños? ¿Dónde están mis amigos?
     —Ellos vendrán la semana que viene, cuando celebremos el cumpleaños con ellos. Ahora sólo vienen los mayores. Es la tradición, después de la cosecha.
      —Vale.
      Todo el mundo había estado muy ocupado por allí durante la cosecha, terminada hacía exactamente cinco días. La cantidad de botellas de cerveza sobre la mesa confirmaba que los sufridos adultos iban a aprovechar para descansar.
      —¿Y los abuelos? —volvió a preguntar, buscando entre las caras felices, que se habían ido retirando al otro lado de la mesa.
     —También vendrán ese día, y puede que a la tarde. Ya sabes, están lejos y… les cuesta venir.
     —¿Y Mari? Dijiste que estaría a tiempo…
     —Y estará. Ni siquiera hemos empezado todavía.
     Su madre la llevó hasta el centro de la mesa, donde había una botella; no de cerveza sino de vino. La levantó y empezó a llenar una copa.
     —Mamá… —Cris se oía ahora más insegura.
      —¿Sí? —le preguntó susurrando.
     —Todo esto… parece muy caro…
    —Ah, no pasa nada. Estaba ahorrado. Sabes que esta celebración es muy importante.
    —¿De verdad?
     —Pues claro. No se cumplen diez años todos los días.
     —¿Y la cosecha? ¿Ha ido bien este año?
     —Pues… —Su madre tardó varios segundos en contestar—. Sí. Lo normal.
     —¿Lo normal? —Cris se puso brazos en jarra—. Lo normal no es que sea bue…
    —¡Amigos y vecinos! —gritó la madre, levantando la copa—. Muchas gracias por acompañarnos este año. Por fin, el duro invierno acabó.
      —¡Salud!
     —Y, por supuesto, por felicitar a mi hija en este día especial.
     —¡Por Cris! —gritó alguien.
     —¡Por Cris! —gritaron todos—. ¡Feliz cumpleaños!
      Por un momento, la algarabía fue ensordecedora. Cris, apretando los dientes para no tener que taparse los oídos, se sonrojó.
     —Bueno, mamá… —dijo, mirando a la mesa—. ¿Y ahora qué?
     No creía que fuese la hora de la comida. Si tenía hambre era por no haber desayunado.
    —¿Abro los regalos? ¿Oh?
     —Paciencia, cielo. —Dejó la copa en la mesa y le apoyó la mano en la cabeza—. Aún falta un invitado.
      —¿Un invitado?
      —Alguien especial, que quiere felicitarte.
      —Vale…
 Los aplausos habían acabado. Cris se quedó mirando a los adultos. Todos mantenían las manos juntas, los labios separados, enseñando sus sonrisas; totalmente quietos.
      La niña retrocedió, instintivamente. Había algo en cómo se portaban, cómo la miraban, que no acababa de gustarle.
     —Y mamá… ¿quién es…?
     —¡Ya llega!
     La respuesta venía por el camino de tierra que conducía a su parcela. Una nube de polvo subía al cielo, al paso de un vehículo.
     —Ya está —–dijo la madre, cogiéndola por la mano.
     —Mamá, ¿quién…?
    No le contestó, la llevó cogida rodeando la mesa y dejando atrás a los invitados, hacia la entrada.
      Los perros ladraron sin parar hasta que el polvo se disipó. Era un Mercedes negro, con los laterales adornados con cintas blancas, como si fuese a una boda. Un chófer con gorra y guantes blancos iba al volante.
     Un carruaje para una princesa.
     La ventanilla trasera se abrió. Una sombra amagó un saludo.
      —Ya voy —dijo la madre de Cris sin levantar la voz.
      —El señor ha llegado —murmuraron algunos tras ella.
     La madre llevó a la niña junto a la puerta, que se abrió para recibirla.
     —Buenos días, señor —dijo, cabizbaja—. Esta es Cris.
     —Hola —saludo tímidamente.
     —Hoy… es su décimo cumpleaños.
      El pasajero asintió desde la puerta opuesta. Luego dio unas palmadas en el asiento, tapizado de cuero blanco. Una invitación.
       La madre de Cris asintió.
      —Sube, cariño.
      —¿Por qué?
      —Es el señor. Te dará el mejor regalo y la mejor tarta, para celebrar tu cumpleaños.
      —¿De verdad?
      Cris miró alternativamente al ocupante del vehículo y a su madre. Había retomado su anterior sonrisa, aquella a la que estaba tan acostumbrada.
      Decidió que así debía ser. La niña se subió al coche.
      —¿Volverá como dentro de una hora, no?
      Asintió. La puerta se cerró. La ventanilla subió.
      El Mercedes aceleró, levantando una nube de polvo que tapó varias cosas.
      Lo último que la madre de Cris vio fue la misma mano que subió la ventanilla sobrevolar las piernas de la niña, tapadas por el volante azul. Dejó de sonreír.
      Cris no vio eso. Miraba a su casa, pero no a la puerta, por la que acababa de salir su padre. Miraba al segundo piso, a la ventana de la derecha, el cuarto de Mari. Le pareció ver una forma en pie, asomarse a la ventana, buscando algo fuera, desesperada.
     Mari, recordó en ese momento, no ha estado aquí para verme.
     El coche se perdió en la distancia, hasta ser engullido por la estela que levantaba. La madre de Cris se quedó viéndolo desaparecer con las manos cruzadas, reaccionando sólo para mover el cuello y ver quién la había tocado en el hombro. Era su esposo. La besó y la abrazó.
      —Ya está —le dijo—. Voy arriba.
      En el patio, los invitados ya se habían sentado a la mesa, sirviéndose bebida y comiendo. Ella estuvo tentada de gritarles, furiosa; lo mínimo que podían hacer era esperarles. Pero sabía cómo se sentían.  Habían trabajado muy duro para nada. La cosecha había vuelto a ser pobre y no iban a sacar mucho; no lo suficiente, desde luego, para cumplir con el arrendamiento.
      Los hombres ahora charlaban y reían a gritos, mientras sus esposas los imitaban con más decoro. Ahora sabían que podían dormir tranquilos. Sus problemas se habían olvidado, por fin.
       Vio a su esposo entrar en la casa, pensando en acompañarle… pero no. No quería ni pensar en lo que le esperaba.
      Lo primero que hizo fue ir al salón y apagar la radio. La música ya no hacía falta.
      Oyó un golpe arriba, en la habitación de Mari.
      Ya voy, cariño. Ya voy…
      Subió trotando las escaleras y abrió el cerrojo de la puerta.
     —Oh, no —dijo al ver lo que se encontró.
      Su hija mayor, de dieciséis años, le miraba junto a la ventana. Había conseguido soltarse las piernas, pero no deshacer el nudo en torno a sus manos, que la unía mediante una cadena a la cama. Por eso no había conseguido tampoco quitarse la mordaza.
      La cama estaba deshecha, evidenciando su lucha, su mesita volcada. Había arrastrado un cajón hasta debajo de la ventana, sin duda con la intención de romperla.
     —Ya está — le dijo su padre, intentando calmarla mientras iba a liberarla—. Ya se ha ido.
     Mari se dejó soltar; luego, con las manos libres, arremetió contra él.
     —¿Por qué? —preguntó, con los ojos rojos y las mejillas marcados por el llanto, mientras le estampaba el puño en el pecho—. ¿Cómo has podido? ¿Por qué, por…?
      Su padre dio de espaldas contra la pared, cerrando los ojos mientras subía las manos, apresándola por las muñecas.
       —Ya sabes por qué. Compréndelo, tenemos que hacerlo —intentó razonar, mientras ella se resistía—. Es el acuerdo con el señor, para que nos deje vivir…
     —¿A este precio? —preguntó su hija, mirándole con rabia.
     —A este precio. Es el mismo para todos…
      Mari le escupió en el ojo izquierdo, aprovechando que subió la mano para limpiárselo para librarse a medias.
       —¿Y eso? —preguntó, señalando a la ventana, al exterior, con el brazo—. ¿Por qué lo celebran? ¿Por qué comen, y beben y ríen?
     —Entiéndelo, son tiempos duros para todos. Ahora el trabajo nos ha dado un respiro. Es la costumb…
      Su hija se liberó de un último tirón.
      —Sois asquerosos —le espetó, antes de bajar corriendo las escaleras.
      —¡Mari…!
     Se quedó en el umbral, apretando los puños y los párpados, sin fuerzas para seguirla. En otro tiempo le habría devuelto el golpe, la habría lanzado a la pared y la habría hecho llorar por osar faltarle al respeto. Ahora le bastaba levantar los puños y verlos con sus ojos para saber que no podría, como no habría podido desde…
      Su décimo cumpleaños.
      La chica rebasó el salón hacia el recibidor, cuando la puerta principal se cerró. Su madre la interceptó, sujetándola por los brazos como hiciera su esposo antes mientras empujaba, devolviéndola a la casa.
     —¡Suéltame! —exigió, debatiéndose como un mago intentando abandonar una camisa de fuerza—. ¡Que me sueltes, te di…!
      —¡Cálmate! Por favor —le pidió, con pocas esperanzas de ser obedecida.
      Mari hizo un alto, dedicándole una mirada no menos asesina que la que lanzó a su padre.
     —Mari, por favor, espera aquí, con nosotros. No salgas…
     La chica se relajó. Su madre la soltó, convencida de que no cometía un error, como pasó con el padre. Mari no iba a contraatacar.
      —¿Y por qué no puedo salir? —preguntó, desafiante—. Esta es mi casa.
      La mujer cerró los ojos y suspiró.
     —Los invitados, nuestros vecinos. No quiero numeritos…
     La joven escupió al suelo.
      —¿Y por qué no? ¿Son mejores que yo, para estar en mi casa? Para comer y beber, celebrando que se llevan a mi hermana para…
      —Son iguales que nosotros —aseguró su madre—. Han pasado por lo mismo. Sólo les ofenderás y harás el ridículo…
      —¿Por eso me habéis encerrado, entonces? ¿Para que no os avergüence?
     Su madre irguió los hombros, manteniendo su porte.
      —Perdónanos por eso, pero… habrías intentado algo. Las cosas ya están bastante mal.
     Mari le escupió también antes de volver a subir, en dirección a su cuarto. Su padre, que ya estaba en el pasillo, se apartó para dejarla pasar. Ella, fingiendo no verlo, lo golpeó al pasar con el hombro.
      —Miserables. ¡Os odio!
      Y se encerró de un portazo.
       Su padre miró abajo; su esposa, cruzada de brazos y con los ojos cerrados, volvió a suspirar. Consideró un momento si volver a encerrarla, pero no. Estaba seguro de que no volverían a verla hasta estar otra vez solos, lo que le dejó pensar si debería llorar ella.

      La celebración acabó cuarenta minutos después. Se repartieron puros para los hombres y las señoras ayudaron a recoger la mesa, despidiéndose con un último brindis.
      —¡Por un año más, de salud y hogar!
      Los anfitriones asintieron, sonriendo sin ganas. Habían arrasado con todos, salvo con un par de ollas de asado y alubias y dos pedazos de tarta.
       —Para vosotros y las niñas —cedieron, generosos.
      —Muchas gracias.
      —¡No, a vosotros! Habéis sido muy hospitalarios. La casa está muy bien…
      Uno a uno, con sus claveles en los ojales, sus trajes manchados de sudor en las axilas y sus largas sonrisas, fueron dándoles la mano y despidiéndose, seguidos de sus mujeres, que intentaban levantarse el borde del vestido para que no absorbiese más polvo.
       Por suerte ninguno miró arriba, a la ventana desde la que esperaban que se fuesen.
     Tan pronto se fue el último, Mari bajó y se apostó a la entrada de la parcela. Sus padres se quedaron en la puerta de la casa, mirándola. Podían estar tranquilos; no se movería de allí hasta que llegase.
     Lo hizo veinte minutos después. Mari se irguió, al ver el delator rastro de polvo de un coche acercarse a esa zona de humildes hogares.
      Avanzó dos metros a su encuentro. Tras ella las mesas estaban limpias pero todavía puestas, con las guirnaldas enrollándose en el aire. Así seguirían hasta mañana. No creía que llegase a haber fiesta para los niños, ni esa semana ni la siguiente.
      Esta vez el polvo se detuvo a unos cien metros. Cuando iba a felicitar a una niña por sus diez años iba hasta su casa, pero nunca volvía a entrar para devolverla.
      Pero allí estaba; Mari vio a su hermana Cris emerger de la nueva nube de polvo que provocó el Mercedes al dar media vuelta, como una aparición.
      Y eso era precisamente, una aparición. Mari abrió las manos, dejando que toda su rabia y odio se perdiesen en el viento, desde su nariz su boca y los poros de su piel. No quedaba nada, ni siquiera fuerzas para seguir en pie, por lo que tuvo que arrodillarse. Sólo una inmensa pena y un convencimiento peor.
      Mi hermana ha muerto.
     Lo que se acercaba era un fantasma que andaba de forma irregular, arrastrando un poco el pie derecho. Su melena estaba revuelta, y le faltaba un lazo. Su hermoso vestido de princesa tenía un tirante roto y el volante desprendido. Lo peor era la cara, en la que el colorete y el maquillaje se habían mezclado en una mancha oscura de color extraño, que impedía saber siquiera si seguía llorando.
      No, no lo hará hasta llegar aquí, sabía su hermana.
      Ella corrió a recibirla, inclinándose con los brazos tendidos como para recibir un balón. Aunque su indignación y su odio eran genuinos, tenía que reflejar sorpresa. No sabía qué mentira le habían dicho sus padres, pero Cris no podía saber que estaba en la casa, aunque fuese así…
      —Oh, no…
      Cris se paró un momento, parecía que la mirara. Sus ojos se perdían en la nada.
      —Has llegado —se limitó a decir, de forma átona, vacía, sin emociones.
      —Cris, yo… —negó ella, poniéndose colorada.
      —Dijeron que habías ido al pueblo a algo; que llegarías a tiempo. Pero no… no…
      Mari resopló y tragó saliva.
      —Ahora ya estoy aquí, cielo…
       Los ojos de Cris se agrandaron, respondiendo con horror a la palabra. Su hermana mayor derramó la primera lágrima por ella.
     —Lo siento tanto…
     Cris se lanzó sobre ella, abrazándola. Había empezado a llorar también. Mari, tras recobrarse de la impresión del impacto, la envolvió en sus brazos.
     —Me… he…
     —Ssssh —siseó, apretándole la espalda antes de llevar las manos hasta el pelo—. Ya ha acabado. Ya ha acabado.
       Mentía, aquel día no lo olvidaría jamás. Allí ninguna niña veía igual el paso del tiempo después del decimo cumpleaños.
     No, corrigió su pensamiento. Ya no es una niña.
     —Ahora vamos, a casa; a casa —.
       La levantó, acunándola suavemente con la cara todavía hundida contra su hombro. A Mari le pareció que se sonó los mocos en su cabellera castaña. No le importó.
     Sus padres les esperaban fuera; su padre había pasado el brazo por encima del hombro de su mujer. Su madre hizo amago de avanzar, de ir hacia ellas.
     Mari la repelió con una mirada; sus ojos parecían dos víboras furiosas.
     La mujer agachó la vista y se apartó, seguida del hombre, dejándoles pasar. Si Cris les miró mientras entraba, no lo sabía. Ya era bastante con que ellos sí la viesen.
      —Vamos –dijo, con voz tranquilizadora mientras subían las escaleras—. Te daré un buen baño —Cris tembló, seguramente, recordando la preparación—, y luego, a la cama…
    Se apretó aún más, asustada; seguramente por la idea de desnudarse.
     —Yo tenía… —consiguió articular, entre llantos—, que abrir los regalos y probar… la tarta…
     —Ya está —dijo Mari, ya arriba—. Ya habrá tiempo para eso. Ya habrá tiempo…
    Habrá tiempo para todo, menos para olvidar. Quizás, a diferencia de ella, sí tendría para perdonar.
     Al menos iba a tener un hombro sobre el que llorar; mucho más de lo que tuvo ella en su día.

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