¿POR QUÉ LLORA EL BEBÉ COLORADO? -1º PARTE
—Eh, Palo, ven aquí un momento.
La voz de Bernardo le llegó desde la
entrada de la casa de campo, seguida de un sonido de arrastre pesado. Su mujer
suspiró, sabiendo de sobra lo que significaba: Había comprado otra cosa.
Acudió a recibirlo brazos en jarra y con
una mirada severa, pose que, pese a su escuálida silueta, sabía que le imponía
bastante. En el umbral, el corpulento Bernardo se irguió, arrugando su cara
como un pañuelo usado al sonreír, antes de cerrar la puerta empujándola con el
talón. Sostenía su última adquisición por el borde superior con las dos manos.
—No he podido evitarlo —le aseguró, a modo
de excusa—. Lo tenían en un escaparate de Cáritas, tirado de precio.
—Pues, sólo por eso, no valdrá…
—No te creas; he comprobado que es
original, y no reconozco la firma. Si lo identifico, y es alguien reciente, a
lo mejor, en unos años…
Paloma suspiró por la comisura derecha.
Era la curiosa afición de su marido: comprar arte o, mejor dicho, especular con
el arte.
A Bernardo, dueño de un concesionario de
Renault del que podían vivir los dos (ella era maestra de infantil y, no se
engañaba, su sueldo no le hacía sombra ni a la planta del pie) le gustaba
comprar baratos cuadros de artistas modernos en alza y obras menores no muy
caras de autores famosos, esperando que el mercado las revalorizara. Desde que
supo de su afición, le decía a su mujer que, algún día, le gustaría tener una
colección para un museo, tipo el Thyssen.
—Pero, de momento, me conformo con hacer
caja con algún Eduardo Arroyo o Luis Gordillo que caiga, con mucha suerte
—refunfuñaba, bajando afligido la frente.
Ahora era Paloma la que bajaba la vista,
para ver la pintura. Habían tenido el detalle de embalársela en papel marrón,
marco incluido. Era rectangular, y no muy grande, de en torno a sesenta por
treinta. Consiguió que arrugase la frente.
Podría
ser un retrato…
Un estilo anticuado, en opinión del
experto de la casa, que ya casi no salía rentable, menos si el autor era muy
famoso.
—Bueno, ¿y puedo…?
Ella, desde luego, no era una desentendida
en arte; simplemente, le parecía que cambiaba demasiado, como las modas. Eso y
que se resistía a pensar que las obras abstractas, que se suponía representaban
los sentimientos personales en imagen, quedasen reducidos por los críticos a
puñados de garabatos por los que se pedían disparates, por bonitos que fuesen.
—Ahora. Vamos a la galería.
El salón de su casa, pequeña pero
sumamente lujosa, era totalmente blanco, para poder resaltar la decoración. El
sofá era rojo vivo, la mesita de vidrio negro, y el mueble para el televisor de
teca oscura. De las paredes, alineados en fila, pendían los clavos, destinados
a hacer de la sala la galería de los Fernández—Lasheras. El mayor temor de
Bernardo eran los ladrones, por eso había tenido la precaución de colocarlos
sin ningún orden y enmarcados de la forma más barata, casi chapucera, posible.
Confiaba en que así si, dios no quisiese, algún día les visitaba un intruso,
pensaría que, aparte de un par de obras barrocas que podían pasar por
imitaciones, las imágenes expresionistas, figurativas y abstractas eran regalos
de un chiquillo de cinco años. Una idea que siempre fruncía las comisuras de
Paloma.
Dentro
de poco, tranquila…
El salón tenía espacio para colgar hasta
doce cuadros, la mayoría en la pared del fondo, diseñada por eso libre de
ventanas, lo que siempre hacía que la sala fuese más oscura de lo corriente. En
aquel momento, sólo seis estaban ocupados.
Bernardo lo apoyó sobre el sofá, dándole
la espalda, y desgarró el papel, dejando a la vista un marco de madera pintado
de negro y el dorso blanco del lienzo.
—Bien, ¿preparada? —le preguntó él,
colocándose de lado lo justo para mirarla.
Qué
remedio.
Asintió, cruzada de brazos. Bernardo, con
una sonrisa torcida en la boca, se volvió. La primera acción de Paloma fue
inclinarse para verlo bien.
—Vaya, es…
—¿Crees que he acertado? —le preguntó,
entusiasmado.
Silencio, necesitaba estudiarlo bien,
identificarlo; antes de darle su juicio. No era, desde luego, lo habitual.
A primera vista parecía algo abstracto, o
hasta surrealista, hasta que se empezaban a identificar los elementos uno a
uno. Había un cuerpo principal con algunos adornos ocupando todo el lado
derecho y parte del centro, con un fondo naranja del que bajaba una pendiente
elíptica verde hasta un suelo del mismo color. A Paloma le costó deducir que
eran un cielo naranja y un suelo verde; algo no tan raro ni onírico si se
asociaba al atardecer y a una loma. En la esquina inferior izquierda, sobre el
verde, seguramente elegido por ser de color más claro, estaba el rayano
retorcido de la rúbrica.
De ahí pasó al elemento principal, de
color azul oscuro y textura arrugada, con dos extensiones estrechas en primer
plano acabadas en manchas de color rosa pálido, casi blanquecino. Manchas de
una forma muy concreta.
Paloma se levantó para verlo de pie,
reconociéndolo por fin. Era un niño, un bebé, vestido con un bodi y las manitas
sobre el regazo. Lo único normal del dibujo.
Paloma inspiró, un sonido ansioso, al ver
la cara, cuya mitad superior, nariz y ojos, estaba cortada por el final del
lienzo. Era una cara de bebé, de mejillas anchas, labios gruesos para chupar de
pecho y barbilla pequeña, con esa papada distintiva que sólo tienen los menores
de dos años. Pero, en contraste con las manos, su piel era de un rojo suave,
como el de la carne escaldada, y tenía la boca abierta; una apertura negra con
una minúscula lengua carmesí que recreaba maravillosamente un grito.
Durante la asimilación, se olvidó de que
Bernardo todavía esperaba su respuesta.
—Está muy bien… —reconoció.
Hasta
que ves lo que es, Dios.
—Sí, te lo había dicho. —Fue con él en las
manos hacia ella, dándole un beso en la boca—. Una de esas cosas que se
encuentran por casualidad.
Se volvió, yendo a la pared frente al
sofá, dejándolo entre un Neuhaus en la pared derecha y el Viais sobre la tele,
mirándolos.
—¿Oye, has visto…? —se le ocurrió
preguntarle, mientras veía cómo quedaba.
—¿El bebé que llora? —se volvió Bernardo,
con indiferencia—. Sí, me parece que transmite mucha… fuerza.
—Sí…
Era raro; supuso que le había atraído
porque no era exactamente un retrato. Ella misma había visto ciertos cuadros
expresivos capaces de contagiarle la desesperación, la pena y, entre ellos, la
esperanza, de las figura retratadas. Nada de lo que le podía hacer sentir
aquella imagen.
¿Por qué… le habrá quitado los ojos?
Bernardo había sacado el móvil de su
chaqueta azul marino, apuntando a su última adquisición. El flash siguió a la
primera foto. Luego se arrodilló, haciendo dos todavía más de cerca. A la
firma.
—Bueno, voy a ver de identificarlo —le
anunció, quitándose la chaqueta y dejándola sobre la silla de acero de la mesa
a su derecha, pasando de largo por su lado—. Enseguida vengo.
Ella asintió, oyendo sus pasos alejarse
por los siete peldaños hacia el primer piso. Ella seguía mirándolo.
¿De verdad pensaba eso? ¿Qué estaba muy
bien, que lo que transmitía era... fuerza?
Sí, era un cuadro muy expresivo; de los de
artistas genuinos. Se notaba que el autor o autora había puesto su alma para
representarlo.
¿Pero
qué?, se preguntó. ¿Qué intentaba
trasmitir? La imagen, esos colores…
La idea de un niño sufriendo, quizás solo,
como parecía, era horrible; sus impulsos inmediatos eran decirle que se
calmase, cogerle, susurrarle mientras curaba sus heridas.
¿Heridas?
Se acercó, con sus ojos enganchados al
color anormal de su piel como moscas a la miel.
¿Se supone… que está herido?
Estaba llorando, eso desde luego; aunque
sin lágrimas.
—He llamado a Miguel —su amigo marchante—,
y a Lore —una amiga que había estudiado arte—, y les he mandado por correo las
fotos. Puede que para mañana ya sepamos lo que es.
—Vale…
—¿Qué, te ha gustado...? —se le acercó la
voz desde detrás.
Paloma se contrajo con violencia, al
sentir su mano sobre el hombro.
—Perdón —se disculpó él, levantando las
dos como si le apuntase con una pistola.
—No, tranquilo —se calmó ella, por su
lado.
Y era verdad; no era para nada culpa
suya. Puede que no le gustase, que le horrorizase… pero no podía dejar de
mirarlo. Tanto que se había olvidado de que seguía con ella.
Esa noche,
le anunció que tenía buenas noticias para la cena. Paloma, que no creía que
hubiese tenido tanta suerte como para conseguir dos cuadros seguidos, se
imaginaba sobre qué.
—Miguel me ha
llamado antes de salir —explicó mientras enrollaba sus espaguetis con salsa
boloñesa y queso padano rallado—. Cree que ya sabe el nombre del cuadro y su
autor. Y he llamado luego a Lore, que lo ha comprobado y dice que sí, que puede
ser.
Paloma terminó de succionar un espagueti.
—Muy bien. —Se limpió con su servilleta—.
¿Y es…?
—Es de un artista americano de los ochenta,
James Kijek. No me explicó cómo acabó aquí. Parece que fue un niño prodigio,
empezó con paisajes, luego hizo retratos…
—Como Picasso, más o menos —dedujo ella,
apreciando la progresión hacia lo abstracto.
—Sí, más o menos… aunque peor.
Bernardo se giró en la silla, orientándose
hacia el salón.
—Ese cuadro… —Señaló con el tenedor, como
queriendo ensartarlo—… lo pintó de adolescente, nada más cumplir los
diecisiete, en el ochenta y ocho. Fue el último. Por lo visto, sufrió una
especie de depresión muy fuerte o algo en el mismo periodo. Cuando acabó,
parece ser que se fue de su casa y…
Bernardo se encogió de hombros,
ahorrándose el No se supo más de él.
Paloma asintió, esperando enmascarar lo
poco que le gustó saberlo.
—El propio cuadro tiene su historia
—siguió Bernardo—. Su nombre se sabe porque Kijet lo dejó escrito en un trapo,
un trozo de tela sucio que usaba para limpiar, en su caballete. Se llama El bebé colorado.
Paloma contrajo la garganta.
—Qué original –dijo en voz alta, sin poder
reprimirse—. Un poco más y sería Bebé
colorado llorando.
—Exacto, tú lo has dicho —asintió él
despacio, admirado—. Es la gracia que tiene.
—¿La gracia?
—Sí. —Bernardo tragó, bebió un sorbo de
agua y se limpió los labios—. Es el misterio del cuadro: por qué el bebé está
llorando.
Paloma lo miró, parpadeando una vez.
—Es…una especie de misterio, como lo de de
qué se ríe La Mona Lisa o por qué
grita el de Munch.
Paloma sintió que, si hubiese tenido la
boca llena, se habría atragantado.
—Vale… —Desvió la mirada—. ¿Y se sabe…?
—Nadie lo sabe. Lo importante de este
cuadro es que es muy poco conocido, y raro. No es de un gran maestro ni nada
así, pero, para el interesado adecuado…
Paloma hubiese preferido que lo dejase en
el aire, le bastaba con saber que bastante. Pero Bernardo no se resistió y,
cuando dijo que mínimo veinticinco mil, casi regurgitó como una canaria.
Al acabar, cada uno recogió su plato y sus
cubiertos. En su casa ni tenían que preocuparse por fregar porque tenían el
lavavajillas y platos de sobra para eso. El chalet estaba ubicado a las faldas
del Carrascal Negro, desde donde se podían ver los montes de Tibi y Jijona; una
imagen inspiradora. Bernardo ya vivía ahí antes de que se conociesen; Paloma
había pensado más de una vez si eligió el sitio por sus connotaciones
artísticas: las pocas ventanas parecían cuadros en sí mismas. Aunque, lo que también
pensaba, y no pocas veces, era que su marido quiso ser pintor o algo por el
estilo, pero no tenía talento ni técnica suficiente, conformándose, por ello,
con lucrarse con las obras de otros
Fueron a ver las noticias juntos, acabando
el día con la información deportiva. Las series y películas de la noche podían
ser entretenidas, pero estaban cansados y tenían que madrugar.
—Y eso que aún no han cambiado el horario
—solía lamentarse él al respecto.
La atención de Paloma esa noche, sin
embargo, no estaba en los avances judiciales del enésimo caso de corrupción
política, de un atentado suicida en Irak ni en un accidente múltiple con tres
víctimas en la M—30; no en la tele sino en la tela a su derecha; con su figura
vestida de azul de manos sonrosadas y cara enrojecida.
Conque hay que saber por qué lloras. ¿Y me lo vas a decir?
Dedicó un lapso de treinta y siete
segundos seguidos a mirarlo. Bernardo, distraído, no se dio cuenta.
Se acostaron, cada uno en su lado de la
cama, abrazando un extremo de la larga almohada común. Era normal que uno de
los dos amaneciese a la mañana siguiente abrazado al otro, pero solían
reservarse las caricias genuinas para el fin de semana.
Esa noche, sin embargo, mientras Bernardo
respiraba suavemente de lado, Paloma mantenía la almohada bajo su cabeza, las
manos extendidas y los ojos cerrados. Estaba cansada, y la quietud de fuera la
ayudaba a relajarse, pero no podía dormir. ¿Por qué?
Empezó a darse cuenta de que fuera no todo
era silencio. En el patio tenían un eucalipto, que hacía crujir sus hojas con
el viento. Y, estando en el monte, no faltaba el canto de los insectos y hasta
el grito ocasional de algún búho; todas cosas que sabía que estaban fuera y,
por algún motivo, esa noche a ella le preocupaba oír algo, lo que fuese,
dentro; con ellos.
¿Qué te pasa, chica; tienes miedo de que entren a robar? ¿De que ese…
cuadro atraiga a los ladrones?
No fue capaz de responderse, limitándose a
apretar los párpados.
Paloma
acabó definitivamente a las seis, yendo tranquilamente a comprar algo de comida
y lejía y volvió a su casa conduciendo despacio. Despacio, pero ansiosa.
Estaba cansada, aunque segura de que
consiguió dormir algo la noche anterior; tan segura como de que no fue todo lo
que debería. Se había sentido nerviosa, por algo.
No, no creo que sea el cuadro…
Por si fuese poco, la clase de los
Conejitos había parecido más la de los periquitos: llevaba el llanto de siete
niños distintos clavado en los tímpanos, cada uno por un motivo. Mario se había
caído al suelo mientras corría, Lucía se había mordido el labio sin querer, a
Lore no le salía la figura de plastilina, Pablo y Alonso se habían peleado por
un juguete, a Almu parecía que algo le había sentado mal y Carlos, simplemente,
estaba cabezón.
Los niños lloraban, claro estaba; lo
sabía ahora y lo sabría por siempre. Llevaba tiempo pensando en decirle a
Bernardo que era la hora del bebé; quizás ese mismo fin de semana sería un buen
momento. Les iba bien (y mejor si él no se gastase tanto en cuadros), y ya
llevaba mucho tiempo esperándolo. Y era por motivos que ella entendía, y sabía
aliviar.
¿Pero por qué lloras tú?, se dijo, al pasar por el salón para quitarse la chaqueta. Ese color, ¿es porque estás desollado?
Se quedó, como el día anterior,
mirándolo varios segundos; luego se acercó hasta estar frente a él. Levantó la
mano derecha y apoyó el índice en el borde superior de la cara, bajándolo con
suavidad hasta cruzarle la boca.
¿Qué sintió? Nada; sólo era una pintura.
¿Esperaba otra cosa?
Pensar en eso le hizo dar un paso atrás;
ni lo sabía ni estaba segura de querer saberlo. Puede que el cuadro no fuese
una belleza, pero ya había visto otros así en su salón; la mayoría peores, con
peor técnica o que le sugerían imágenes más repulsivas. Pero aquel…
Salió del salón, a ocuparse de sus cosas.
No volvió a verlo hasta antes de acostarse, consiguiendo prestar atención al
presentador de Cuatro y no a él.
—¿Has
pensado cuando lo vas a vender? —le preguntó en cambio ese sábado por la tarde.
—Pues… —Levantó la frente, parecía que a
punto de tumbar el sillón de espaldas—. He hablado con Miguel; puede que en un
mes, si encuentra comprador…
—¿A comisión? —inquirió.
—Depende… La única forma de sacar el
máximo sería anunciándolo internacionalmente, por internet o con una subasta.
Así podríamos rebasar el precio máximo.
—Vale.
No le dijo que lo que quería era quitárselo
cuanto antes de encima y, por suerte, él no se dio cuenta.
Esa noche, a petición de ella, hicieron el
amor. Se tumbó, otra vez de espaldas, mirando un poco a la oscuridad del techo,
intentando distinguirla de la del resto del dormitorio, antes de cerrar los
ojos.
Paloma siempre había sido un poco
nerviosa, aunque era la primera vez que le costaba dormir. Llevaba así cuatro
días, desde…
Rebufó, confiando en que Bernardo ya se
hubiese dormido. Sí, era desde que tenían al dichoso Bebé Colorado, pero
también era verdad que los niños habían estado particularmente revoltosos,
había tenido que allanar una verdadera montaña de papeleo en la guardería y su
ansiedad había aumentado al pensar en lo que habían hecho… y en lo que vendría
después.
Esperaba que el cansancio acumulado y la
actividad de la noche la ayudasen a dormir. Y a soñar.
Empezó con los sueños artificiales:
imaginando. Cómo sería, que lo que acababan de hacer lo había conseguido.
¿Niña o niño? ¿Importa; prefiero uno de los…?
Le pareció sentir algo dentro de ella,
como anunciando la concepción. Sonrió, satisfecha.
¿Cómo
será? ¿Castaño claro como yo, moreno como Bernardo, o algo entre medias? ¿Y
será más alto o más bajo?
Lo veía, creciendo en sus entrañas,
formándose hasta rebasar la barrera de los nueve meses. La cabeza redonda sobre
un cuerpo pequeño, apoyado sobre cuatro miembros rollizos y cortos.
Y se
reirá, me llamará mamá… y llorará.
Casi le pareció oírlo, haciéndola sonreír.
Para
decir que tiene hambre, que hay que sacarle los gases, cambiarle el pañal…
Y no paraba de llorar.
Paloma intentó retener su imagen en la
cabeza, donde pudiese verlo, conservarlo. Mientras los llantos crecían, la
figura de su bebé empezó a perderse.
¿Qué…?
Lo vio desaparecer, angustiada … No,
seguía allí, pero tapado; por una figura también pequeña pero más grande, que
llevaba un amplio vestido colorido. Un babi de colores. Y había otro, y otro al
lado, una docena de niños y niñas unos junto a otros, llorando a coro; tan alto
que su cabeza tembló como gelatina…
Al abrir los ojos, reconoció la mesita a
la izquierda de la cama. La ventana estaba entreabierta, y Bernardo, frito del
todo. Se incorporó un poco. Se había formado una película de sudor sobre su
frente.
¿Qué ha sido eso? ¿Una señal? ¿Un presagio? ¿Voy a ser la madre de los
veinte hijos?
Intentó reírse, la única forma que se le
ocurrió tanto para calmarse como para negar esa posibilidad. Quería uno, o dos
o tres, pero no tantos; y en realidad, sabía bien lo que representaba ese
sueño. Se frotó los ojos. Eso sí era llevarse el trabajo a casa. Había
convertido a los Conejitos en fantasmas acosadores.
¿Y
vosotros, pequeñines, me vais a decir por qué lloráis?
El
sueño dejó de hacerle gracia, mientras se tumbaba de lado sobre la almohada,
tardando casi media hora en dormirse, a base de mantener los ojos bien abiertos
y los oídos alerta. La casa estaba vacía, no se oía nada en los pasillos ni
nada se movía en la planta baja. Simplemente, quería dormirse estando segura de
eso.
El lunes,
Paloma podía hacer muchas cosas. Limpiar un poco el salón, poner una lavadora,
hacerse la prueba de embarazo pasados dos días o no hacer nada. En vez de eso,
se fue al ordenador del estudio de Bernardo, al que acudía a buscar nuevos
libros infantiles que mereciesen la pena, enterarse del estado de la comunidad
educativa u oír alguna canción que le gustase en YouTube. Pero no esa tarde.
Le dedicó dos días, queriendo asegurarse,
antes de sacarle el tema a Bernardo. No quería parecer una obsesa, o peor, una
loca.
Aunque no se acordaba bien del nombre del
autor, sí se sabía, y bastante bien, el de la obra y, aunque seguramente
hubiese acabado antes metiéndolo en Google, empezó por otro tema.
Lo que escribió en la pestaña del buscador
fue Cuadros Malditos.
Vio cuatro páginas distintas, buscando ver
cuantos más mejor, y aunque había muchos repetidos, la verdad era que no se
esperaba tantos. Ni con esas historias.
Uno
particularmente desagradable se llamaba El
hombre angustiado, y se parecía bastante al tono de piel de su bebé
desollado. El texto mencionaba que el autor, un perturbado mental, uso su
propia sangre para pintarlo, cosa que no la tranquilizó; como que sus
propietarios, la familia Robinson, dijesen oír gemidos y gritos de angustia
cerca de la pintura.
Pero, lo que de verdad asustó a Paloma, de
mente abierta pero racional, de la sucesión de leyendas urbanas e historias de
terror, fue otra cosa: la cantidad de supuestas pinturas malditas donde salían
niños.
Un retrato de una niña rubia vestida de
blanco, llamado Cartas de Amor, en
Austin Texas, provocaba malestar y sensación de enfermedad a los que lo
miraban, que decían, aseguraban, que la niña levitaba. Había una colección
completa de ellos, los 27 Niños llorando
del genovés Bruno Amadio, que se decía provocaban que las casas de sus dueños
se incendiasen, quedando como únicos objetos supervivientes al fuego. Se decía
que la única forma de evitarlo era regalar un cuadro a una persona que ya
tuviese uno, porque sólo se evitaría colgando un cuadro de niño junto a otro de
niña.
Pero no fue hasta la cuarta página que
sus vértebras se tensaron contra el respaldo de la silla. Ahí estaba. El bebé colorado, de James Kijek.
El artículo empezaba Se cree que los que intentan resolver el
misterio de esta obra (por qué llora el bebé) acaban siendo víctimas de la
desgracia. Luego empezaba con la introducción. Kijek, el autor, fue un niño
prodigio de la pintura, incentivado, por lo visto, por su padre, Stanis Kijek,
un reputado pediatra de origen polaco. Ya en la adolescencia, y como dijo
Bernardo, el autor lo pintó durante un cuadro grave de depresión…
No hay comentarios:
Publicar un comentario