jueves, 25 de junio de 2015

LA LATA CALIENTE

     Empezaba a anochecer cuando Lute Domínguez Feliu cruzó la alambrada; la última barrera entre el que fue su mundo de toda la vida y el que lo había sido durante los últimos seis meses. Una vez sintió el duro y compacto suelo bajo sus pies, desnudo y sobre el que no crecía más que polvo que el viento arrancaba como escamas de piel, no pudo evitar darse la vuelta y mirar atrás, mientras dejaba caer el cigarro que colgaba de sus labios. Sonrió. Le dieron ganas de saltar de alegría, sacar la lengua como un niño burlándose, hacerle la peineta… No podía ocultar la emoción que le causaba su victoria. Había vencido a aquel monstruo.
     Tras él, un coloso de ladrillo rojo rodeado por un muro, aislado del exterior por la gruesa y sólida muralla de alambra que dejaba atrás. Viéndolo allí, por sus dimensiones y forma, bien podría parecer un colegio de primaria y, a su modo lo era. Muchos de los que había allí seguían siendo niños, muy a su modo, ya fuese en su forma de ver el mundo o por su grado de desarrollo mental. Pero ningún colegio era así, casi carente de accesos, sin más que aquel miserable camino de tierra sin asfaltar para llegar; ni tan aislado de todo, perdido en medio de la nada, rodeado de marañas de maleza reseca sin otro paisaje que la imponente y desigual sierra azulada que le daba el nombre. Ningún colegio colocaba en sus muros más altos concertinas. Y, si bien los internados tenían cuartos para los alumnos y sus instalaciones, con personal, libros, patios y gimnasios, ningún internado tenía puertas cerradas casi diez horas al día y ventanas con barrotes compartidas por vecinos que te hacían dormir con un ojo abierto, casi veinte monitores por un único profesor, libros que no recibían más visitas que la del polvo en anaqueles olvidados y apenas frecuentados, patios atestados de gente a la que era mejor ni mirar, mientras hombres de azul con la cabeza altiva te vigilaban con recelo; ni un gimnasio tan miserable y despintado, donde los residentes se congregaban como lemmings a punto de lanzarse al precipicio, mientras aquellos que aún tenían ganas de divertirse jugaban.
     Fontcalent. Quería decir fuente caliente en valenciano, había oído decir alguna vez; pero aunque llevaba en aquella tierra desde los catorce años, todavía no había tenido ocasión de dominar aquella lengua, cuyos propios dueños parecían relegar, con una mezcla de rechazo hacia ella misma y de bien sagrado, a proteger de los forasteros. Desde luego, lo que jamás imaginó fue que su cambio de residencia sería a una cárcel. No era, desde luego, la primera vez que reventaba la cerradura de un coche, pero cómo imaginar que el dueño de aquel Ferrari azul oscuro aparecería de repente para dar un paseíto a medianoche; forzándole a salir a la carrera, con tanta suerte que el chaleco reflectante de aquel municipal no fue para él más que otra mancha en la red de calles y luces hasta que dio con él. Intento de hurto, agresión a un agente y resistencia a la autoridad. Con todo, Lute sabía que había tenido suerte. Su abogado de oficio era un inútil; un espantapájaros con la cabeza partida no lo habría hecho peor. Se pasaba las vistas mirando al vacío, fingiendo que leía alguno de los papeles que tenía sobre la mesa. Pero, al menos, el juez fue muy compasivo: seis meses en aquella trena miserable. Seguramente tan poco porque, como no dejaban de quejarse algunos funcionarios, “tenemos demasiados reclusos y demasiados pocos fondos para todos”.
     Se jodan, pensó Lute. Él ya había terminado allí. Seis meses en una sala de seis por seis compartiendo cuarto con un yonki con pinta de moro al que todos llamaban “el meneao” por los tristes efectos que dejó en él el síndrome y que hasta ayer aún le causaba inquietud, temiendo que le fuesen a apuñalar en el patio o a darle por culo en las duchas. Por fortuna, no fue así. De hecho, hasta fue algo mejor de lo que esperaba, de no ser porque cobró consciencia de lo que es compartir una misma sala con la verdadera mierda de ahí fuera. Aquello era un vertedero; rebosante además. No iba a volver allí, eso seguro.
     Y pensar que, por su buena conducta y un leve formalismo, habían decidido soltarle ese día, veinticuatro horas antes del final oficial de su condena. En consecuencia, nadie le esperaba ni iba a ir a celebrar su salida. Sólo él, con unos vaqueros gastados y arrugados, una camisa a rayas azules lubricada por el sudor, vagamente cubierta por una chaqueta de tela verde sin mangas y unas zapatillas a las que se les estaban desprendiendo la suela; una mochila marrón en la que se apretujaban sus cosas, principalmente ropa y un móvil, y algo de dinero. Podría llamar a sus padres, o alguno de sus hermanos, o a su hermana, o hasta a su novia, rezando porque hubiese mantenido la promesa de fidelidad que le hizo cuando lo internaron. Pero, pensó, el trayecto era largo, demasiado, y se alegrarían igual si lo veían llegar que si les tocaba ir a recogerle. De hecho, seguramente se alegrarían más. Por eso, aunque tardase más, decidió volver a casa por sus propios medios.
     Aplastó el cigarro en el suelo, reduciéndolo a un desgarrado pedazo de papel quemado. Tras una charla rápida con el guarda que le escoltó a la salida, además de un regalo de despedida fumable, supo de un autobús que pasaba por allí. Tenía la parada prácticamente a la puerta del complejo, por donde pasaba la autopista. Pero sabía Dios que, aunque cada vez estuviese más oscuro, quería perder de vista aquel engendro putrefacto cuanto antes, aunque tuviese que esperar el doble. Por ello, no tuvo inconveniente en empezar a moverse, dejando atrás el laberinto de cajitas de hojalata que llevaba por nombre “Pla de la Vallonga”,  hasta llegar al árido borde de la carretera; Ocaña creía recordar que se llamaba, en un escenario tachonado de las distantes naves de los polígonos; no poco transitado en aquellas horas en que el cielo era naranja como un fuego, hasta encontrar la señal. Y, por suerte para él, tras unos quince minutos apoyado contra el poste, haciendo malabares con su mochila, silbando y reflexionando sobre qué decir cuando llegase, por fin, lo vio llegar: un autobús rojo en el que podía leerse: 07  ALICANTE (OSCAR ESPLÁ) – REBOLLEDO.
     Subió, recibiendo una cuantiosa retribución de calderilla por el billete de cinco con el que pagó los 1,45 del viaje;  se sentó al principio con el fin de tener unas breves palabras con el conductor cuando acabase. Antes de acomodarse en el duro y pequeño asiento de plástico, sin más visión que el mundo oscureciendo, iluminado por los grandes faros al otro lado del limpiaparabrisas, tuvo ocasión de ver que el transporte estaba casi vacío. Un par de hombres, al fondo, vestidos con ropa gruesa pero informal; dos de ellos magrebíes, charlando entre ellos y un tercero negro, casi al fondo, con la cabeza puesta en la ventana. Trabajadores de los polígonos, pensó para sí mismo Lute. A los que había que sumar una mujer, joven pero ya adulta y, por su apariencia, posiblemente madre, que miraba al exterior desde el ecuador del vehículo. Con él, cinco pasajeros; con el conductor seis personas, las que dejaron definitivamente el camino de la prisión, rumbo a Alicante.
     El trayecto fue bastante monótono, cansado por la emoción intensa que casi le hizo llorar y por el profundo dolor de sus pies, que le hizo dar gracias de que las suelas resistiesen; razón por la que, junto que tuvo un par de veces la tentación de echarse una siestecita, no prestó demasiada atención al otro lado de la ventana. A medida que la arteria dejaba la periferia para volver al corazón, en el centro del organismo, las naves y depósitos de mercancías fueron dando paso a las casas; colmenas de pisos en mazacotes horizontales como los ladrillos de los que estaban hechos, primero viejas y despintadas, luego más modernas, altas y relucientes; siempre tachonadas de balcones velados por cristaleras, toldos o persianas. Luego pasaba a estar intercalada por edificios de oficinas; éstos altos como torres, sin balcones pero con muchas más ventanas, brillando incluso en la creciente penumbra gracias al brillo de las farolas fuera y de su actividad interior; siempre al son del fluir del tráfico, continuo, variable y nunca quieto, que pareció cobrar vida tan pronto como dejó atrás definitivamente el maldito terreno de la cárcel. Ya faltaba poco. Y, cosa bastante deprimente, el autobús había ido casi vacío durante todo el trayecto. Quitando a un par de mujeres ya mayores con aspecto de gitanas que se subieron un par de paradas después que él y unos cuantos chicos jóvenes vestidos con chaquetas deportivas un poco después de una rotonda, el autobús había ido casi vacío hasta su destino, en el que efectuó su último giro: la avenida Oscar Esplá.  
     Mientras  Lute se levantaba del duro asiento, abrazado a sus cosas, con la espalda dolorida y los pies entumecidos, se dirigió al conductor, un hombre grueso de unos cuarenta y pico años, de pelo cano y barba recortada, con el que intercambió unas pocas palabras:
     —P—Perdón, caballero. ¿Sabe dónde puedo coger un autobús para ir a Elche?
     El hombre le miró, aunque sin reflejar ninguna reacción en su semblante.
     —¿Sabes qué línea es, verdad?
     Con algo de asombro por su propia simpleza, Lute negó lentamente. Después de todo, nunca había necesitado ir a Alicante, por lo menos en autobús. El conductor reaccionó sonriendo con cierta compasión.


     —Tienes que coger la línea 90 —le informó—. Y la puedes coger en dos sitios; en la estación, que está yendo en dirección al puerto… —hizo ademán de señalar a la izquierda— o en la parada que hay en Catedrático Soler, al doblar a la derecha, más adelante.
—Vale —Lute sonrió—. Muchas…
     En ese momento, el conductor levantó un momento la vista y luego comprobó el reloj de su muñeca izquierda; faltaban algo menos de cinco minutos para las nueve menos cuarto.
—De hecho… —añadió—. Sale cada media hora y, si corres, podrás cogerlo en la avenida.
—Perfecto. Muchas gracias, de verdad.
     El ex presidiario estrechó la mano a su desinteresado benefactor y abandonó por fin el vehículo sin entretener más al hombre. Corriendo a la desesperada con la mochila colgando de su hombro derecho como una ondulante bandera, sin más conocimiento de aquellas calles que las escuetas indicaciones recibidas y su propio instinto, cruzó, a la carrera, sin mirar y milagrosamente, cuatro o cinco calles, cuyos semáforos brillaban tanto a sus ojos como velas consumidas, antes de llegar a una carretera más grande, un amplia avenida. Debía de ser allí. Un vistazo por encima de su hombro le reveló una placa blanca en la pared: AVENIDA CATEDRÁTICO SOLER. Una calle más allá, la silueta cubierta de una marquesina; debía ser allí.
     Sin saber si habría llegado a tiempo, se dirigió hacia ella con más calma, notando pinchazos en las piernas, ardor en la boca y el trepidante tamborileo del corazón en su pecho. No le había faltado ejercicio en Fontcalent, pero hacía tiempo que no había hecho tanto con tanta intensidad. Pudo respirar más tranquilo cuando alcanzó la parada. Ya era de noche, y aun con las farolas, fue incapaz de ver ninguna indicación de que el autobús a Elche parase allí. Y, estando solo como estaba, no podía preguntar a nadie. Un par de veces le pareció ver a uno o dos nacionales rodeando el edificio a sus espaldas, pero no se sentía con bastantes ánimos para hablar con alguien con uniforme.
     Quizás ya hubiese pasado. O a lo mejor la parada era otra. Si fuese cualquiera de esas dos opciones, le tocaría esperar otra media hora al siguiente. No estaría en Elche hasta las diez por lo menos y aún tendría que llegar a su casa. Lute se sentó en el banco, abrazado a la mochila mientras se enjugaba con los dedos el sudor que le irritaba los ojos, apartándolo de la frente como quien abrillanta un cristal. Respiraba profundamente, deseando recuperar sus fuerzas. Y, mientras lo hacía, miraba la carretera que iba hacia él, plagada de coches.
     Tuvo que esperar bastante. En un par de ocasiones, su corazón volvió a trotar al ver un autobús pasar por la distancia, pero seguía su camino o pasaba de largo ante él. Además, el color rojo o azul lo delataba como perteneciente a Alicante. Sin impacientarse, respiraba profundamente, con las manos sobre las rodillas y sus cosas en su regazo, como un niño. Y entonces, unos siete minutos después, lo vio llegar.
     Era gris y alargado, con el nombre de la compañía en el costado; donde, aun con la escasa visibilidad, destacaba el portaequipajes para travesías largas. Sobre la cabina del conductor se podía leer 90  ALICANTE —TORRELLANO – ELCHE.
     Se acercó a la acera, agitando el brazo como si saludase al conductor para asegurarse de que no pasara de largo, pensando que la parada estaba vacía. No fue, por suerte, el caso, y el mastodonte sobre ruedas se acercó al bordillo para permitir el trasbordo. Con la mochila en la mano, Lute estuvo encantado de pasar a su interior.
     —Buenas tardes —saludó al conductor.
     Éste dobló la cabeza para mirarle. Se trataba de un hombre ya mayor, enjuto y fibroso, con el rostro de nariz aguileña arrugado como una pasa y el pelo blanco como una montaña de nata montada que, para asombro del pasajero, llevaba gafas de cristales oscuros pese a la oscuridad reinante en el exterior. Gafas que no consiguieron ocultar una mirada que, de algún modo, Lute sintió que era glacial.
     —Buenas —respondió a su saludo.
     —Uno para Elche —solicitó, llenando sus manos con la calderilla de su anterior viaje.
     —Dos con diez —dijo el hombre, recogiendo las tres monedas y guardándolas en una pequeña maleta de plástico llena de compartimentos para clasificar, según su valor, las diferentes piezas de pago, mientras la máquina a su lado escupía el pequeño billete blanco.
     Una vez concluida la transacción, Lute caminó satisfecho hacia su asiento, decidiendo que sería al final. De todos modos, daba igual; salvo por él y el conductor, el autobús iba completamente vacío. Era bien sabido que el tránsito entre las dos ciudades vecinas, aunque constante, no era excesivamente fluido; pero debía admitir que jamás lo habría imaginado en tan poco. Eso le permitió caminar tranquilamente sobre el suelo gris; lo único, junto a las ventanas, que tenía en común con las líneas urbanas. En su estrecho pasillo no había sitio para pasajeros en pie, exceptuando un reducido espacio para sillas de ruedas frente a la salida; el resto de los asientos, forrados de fieltro gris y con cinturón de seguridad en la cintura, emparejados en filas de dos a ambos lados del bus; treinta parejas en total, sin contar la fila del fondo, la única completa, sobre los que pasaban los timbres para solicitar parada, colgando como racimos en tubos que recorrían todo lo largo del pasillo como vestigios de un espinazo. Al menos, así iría cómodo. De hecho, de no ser por algún billete arrugado en el suelo o algunas migas de pan de algún desaprensivo bajo algún asiento, debía reconocer que estaba impecable.
     Lute se sentó en el asiento del extremo derecho de la última fila, junto a la ventanilla, dejando sus cosas a su lado, sin riesgo de estorbar a nadie. Desde allí vio la parada en la que había estado esperando, todavía vacía.
     Por dentro, el autobús iba perfectamente iluminado; la calle con sus farolas no tenía ni punto de comparación. Aprovechó para echar un vistazo a su reflejo en la ventanilla. Llevaba el pelo revuelto y hacía un par de días que no se afeitaba; pero, para tener veintiocho años y aparentar cuarenta, la gente solía decir que estaba bien. Se humedeció los labios, recorriéndolos con la lengua como el cierre de un sobre, y se acomodó en su asiento. La temperatura era agradable, la luz no era intensa, el rugido del motor, familiar como el ronroneo de un gatito. Bien podría echarse una siesta, ya que era evidente que iba a tardar en llegar. El sonido del conductor, cambiando la marcha, casi invitaba a ello. Sus párpados, pesados por sentirse por fin cómodo, lejos de aquella jaula con paredes y ventanas, se cerraron por un segundo y no se abrieron después…
     Fue entonces cuando una sucesión de crujidos mecánicos le advirtió que no sólo aún no se ponían en marcha, sino que la puerta a la cabeza del autobús se había vuelto a abrir. Con asombro, Lute comprobó que el bus estaba siendo tomado por más viajeros. Acertó a ver a un niño pequeño, de unos cinco años y abundantes bucles castaños correr hacia el interior, seguido por una mujer rubia de unos veinte y una anciana rolliza y cana que se apoyaba en un bastón, mientras un hombre alto y moreno, de barba rala y pelo corto (no muy distinto a él si se pusiese en forma, pensó) pagaba el viaje con un bono. Les siguieron: un chico joven, de pelo moreno y gafas, con pinta de estudiante y una chica rechoncha de larga melena. Todos se dispusieron en los asientos del centro del autocar; la familia a la izquierda, con los adultos murmurando mientras la abuela parecía conversar con su nieto; el joven a la derecha, con la alargada marca blanca de un MP3 colgando de las oreja; y la chica un poco más atrás, tecleando en su teléfono móvil. Cada uno a lo suyo, en resumidas cuentas.
     Después, el autobús se puso en marcha y Lute, comprobando que aquella interrupción le había desvelado, optó por quedarse mirando por la ventana, contemplando el recorrido desde Alicante. Además, pensó, así podría ensayar qué decir a sus padres y a Ana cuando le viesen llegar (a fin de evitarles un susto y que llamasen a la poli, al confundirle con un fugitivo). La idea le hizo sonreír, viendo como el autobús ganaba velocidad, en una calle relativamente vacía de coches y semáforos, hasta que volvió a detenerse; esta vez antes de una enorme rotonda con una fuente en el centro. Aquí, el grupo de gente que entró fue mucho más cuantioso. Y variopinto.
     Unas cuantas mujeres mayores con bolsas de la compra y peinados cubiertos de laca; una pareja de adolescentes, aparentemente novios, vestidos de modo informal con chaquetas y tejanos; un hombre solitario, con una barba tan negra como las ropas que llevaba; una mujer rubia con coleta y vestida de oficina; un hombre con gafas y pinta de jubilado, con chándal y gorra…
     Al principio, Lute nos les prestó atención, pero el continuo roce de los pies contra el suelo y el pitido de la máquina al expedir los billetes le acabó llevando a ello. No los contó con detenimiento. Pero, para su asombro, comprobó que no podían ser menos de veinte, que se fueron desperdigando por el autocar sin orden aparente, ocupando las filas a ambos lados del pasillo. Cada uno a lo suyo. Lo comprobó porque, aunque murmuraban, miraban por la ventana o simplemente no hacían nada, la familia que se subió al principio seguía con su farfulleo, el chico del reproductor seguía oyendo música y la chica del móvil seguía chateando. Bueno, pensó Lute, al menos, ya tenía compañía. Ya serían menos cuando empezasen a bajar.
     El autobús siguió su camino, dejando atrás la plaza claramente iluminada; tanto que hasta pudo ver que se llamaba División Azul, antes de seguir en línea recta. Y, pasado ese punto, observó un efecto curioso. Parecía que, en el exterior, aunque las farolas estaban y seguían encendidas, su intensidad iba bajando, como si estuviesen perdiendo luz… el símil más parecido sería el de una hoguera a la que se le agota la leña. Aún podía verse, pero…
     Lute no pudo evitar dar un respingo en la siguiente parada. Ante él, un edificio grande, imponente, de color pálido y luces en su interior, flanqueado por unas altísimas paredes. A su modo, le recordó a la cárcel, especialmente porque también tenía valla…
     Suspiró con alivio al ver unas cuantas siluetas, bajitas y desgarbadas, charlando delante, así como la concentración de motos frente a las puertas. ¿Un imprevisto regreso al presidio? Para los chavales de instituto quizás, pero para él, desde luego, no. ¿Y aquella barrera infranqueable que les mantenía presos en su interior? Una red verde de enredaderas y árboles, más bonitos y preferibles desde luego que aquel erial alrededor de Fontcalent.
     La puerta delantera se abrió y un nuevo y nutrido grupo se pasajeros se lanzó a tomar el autobús. La mayoría, por supuesto, chicos y chicas de todas las variedades posibles del arco iris adolescente: chicos, chicas, altos, bajos, fornidos, escuálidos, gruesos, morenos, castaños, rubios, pelirrojos…  La mayoría pagaba con bono, antes de ocupar sus asientos y ponerse a charlar con un vecino conocido, mantener una animada conversación por el móvil o repasar como pudiesen un libro de texto. Sólo un verdadero adulto se subió en aquel momento, al final de todos ellos. Alto y delgado, con gafas de montura gruesa, una melena larga que podía confundirle con una chica, de no ser por la corta barba que le nacía del mentón. Pagó en metálico y avanzó hacia el fondo del autobús, donde estaba Lute en solitario. Se sentó en el extremo opuesto de la última fila, sacando un pequeño libro de una mochila de asa que le colgaba del cuerpo y poniéndose a ojearlo en silencio.
     Aquella intrusión en su espacio permitió comprobar al pasajero original, no sin asombro, que aquel, en apariencia, vacío vehículo, empezaba a estar atestado. Las cabezas de los ocupantes empezaban a despuntar sobre los respaldos como marmotas  asomándose desde sus madrigueras en el suelo.  Había pasado, simplemente, de nada a todo en un par de paradas.
     Reflexionando un poco, Lute recordó que tenían que pasar por Torrellano. Quizás, pensó, era un pueblucho tan minúsculo que no tenía institutos, obligando a sus habitantes a repartir a sus generaciones futuras entre los centros de Alicante y Elche. ¡Y qué población! Aquel autobús tendría por lo menos medio centenar de plazas, y ya estaban ocupadas la mayoría de ellas.
     Volvieron a ponerse en marcha, a una velocidad ligeramente mayor, doblando hacia la izquierda aprovechando alguna rotonda y cruzando a toda velocidad una avenida plagada de altos bloques de viviendas, que desembocaba en otra rotonda gigante; ésta ocupada por lo que sólo podría definir como un abominable montón de tubos gigantes de colores. Lute rió, pensando que a él le encerraron por querer robar un coche. En ese momento, el vehículo cargado de pasajeros dobló a la derecha y pasó a la autopista… autopista que, por alguna razón, estaba sumida en tinieblas. La luz de las farolas se fue perdiendo en la distancia con la ciudad, sin nuevas fuentes que permitiesen guiar a los viajeros, más allá de los faros. E iban deprisa…
     Lo que siguió fueron, al menos, diez minutos de giros y circunvalaciones en tinieblas, sin más garantía de seguridad que la experiencia del chófer; minutos en los que Lute, sin poder ver ya qué había fuera, se tuvo que conformar con ver a los demás pasajeros. Con la vista al frente y centrados en lo suyo, ajenos por completo a los demás, no era muy diferente, ni más divertido, a mirar una exposición de cuadros en un museo. Además, no podía hacer nada mejor. Después de todo, quizás, aún estuviese bien situado para poder atisbar, como un faro en la punta de un cabo, las remotas luces de la cárcel que había jurado no volver a ver ni en pintura…
     No tenía ni idea de dónde estaban; seguramente frente alguna pequeña y desfasada industria en alguna partida rural perdida, lo único que podría justificar aquella nueva parada. Y, efectivamente, la siguiente serie de pasajeros a bordo tenía toda la pinta de eso, de empleados de algo: todos con camisa y vaqueros, rostros despojados de vida y expresión exhausta. Observó, eso sí, que mientras unos llevaban camisa banca y chaqueta, otros llevaban rayas o hasta un intenso azul cielo, lo que sugería que había más de un negocio allí; quizás, incluso, un polígono.
     Los hombres fueron pagando, pasando y ocupando sus asientos. Y, esta vez sí, ocuparon por completo los asientos laterales, dejando a un reducido grupo a la cola de la fila que se tuvo que dirigir al último grupo de asientos. Con una mirada perdida, digna de un drogado, se abrieron paso hacia sus puestos, sin atender siquiera a los que ocupaban los extremos. Lute tuvo que adueñarse de su equipaje, colocándolo sobre sus piernas, para dejar sitio al hombre de pelo negro salpicado de blanco y cara larga y ajada que se sentó junto a él. Quedó una prueba única de la magnitud de aquel último trasbordo: había tres pasajeros que no tenían asiento. Dos de ellos se hicieron un hueco en la vacante plaza para minusválidos. El tercero, un hombre de piel morena, parecido a su actual vecino pero algo más corpulento, se quedó en el centro del autobús, delante de las escaleras, aferrándose a las barras sobre los asientos.
     Fue una escena desconcertante. Lute no sabía si estaba permitido viajar así, ocupando el pasillo, en ese tipo de autobuses. De hecho, de lo que estaba seguro, porque su mirada se cruzó con el cartel cuando subió él, era que lo que estaba prohibido era bloquear las escaleras como aquel hombre hacía.
     Por unos minutos, Lute esperaba que el conductor fuese a decirle algo a aquel hombre, pero, en su lugar, volvieron a ponerse en marcha, viajando hacia un destino concreto a través de aquel desconocido panorama a oscuras.
     Pues vale. Ya se bajará alguien.
     El autobús fue ganando velocidad, antes de meterse en una nueva curva o rotonda; momento en que, sacudidos por el impulso, los pasajeros  fueron levemente doblados hacia su derecha. Lute tuvo la suerte de verse sostenido por la ventanilla; sin embargo, el hombre junto a él se inclinó hasta que sus cuerpos se tocaron, hombro con hombro.
     Lute contuvo la respiración por unos segundos, notando aquel suave roce, antes de que el vehículo volviese a la horizontalidad erguida y cada cuerpo con él. Sentía vergüenza de admitirlo, pero… no le había gustado. De hecho, estaba nervioso. Se esforzaba por reprimir la ruidosa hiperventilación, mientras el sudor le bajaba por su enrojecida frente.
     Llevaba seis meses temiendo algo tan simple como que alguien le tocase porque, simplemente, sabía que allí donde hacía la vida, de día y de noche, el contacto físico no traía nada bueno. Una amonestación de un guardia. Una advertencia de otro preso. Una muestra de ánimo o cariño, que allí siempre escondía algo más; peligroso, repulsivo y que no gustaba… Quizás, sin embargo, hubiese sido algo bueno. ¿Cómo explicar a sus padres una reacción de rechazo por un toque tan leve? ¿O a Ana? ¿Qué pensaría ella… si le tocaba y él la rechazaba, asqueado?
     Afuera, estaba tan oscuro como antes, por lo que era imposible saber dónde estaban cuando el autobús volvió a parar. El señalizador luminoso sobre el conductor seguía apagado, por lo que nadie se bajaría del atestado autobús. Y, sin embargo, la puerta de los pasajeros se volvió a abrir. Y un nuevo grupo de pasajeros subió. Por fortuna, esta vez no eran muchos, o al menos no tantos como antes. Un par de moros vestidos con chaquetas y pantalones oscuros; una mujer de rostro envejecido y expresión serena, seguida de otras dos, adultas pero más jóvenes, con ropa que sugería que debían trabajar en algún tipo de puesto de limpieza; un hombre maduro con la vida grabada en su inexpresivo rostro… En total, doce más, que avanzaban hacia el fondo a medida que pagaban el billete, arrastrando en su implacable marcha al pasajero anterior, que fue desplazándose para dejar espacio a los demás, que no tardaron en formar una fila que atestaba por completo el pasillo del bus. El último en llegar fue el anciano, que se situó justo delante de la fila de Lute, prácticamente soltándole el aliento al hombre con camisa del asiento central. Consciente de que era un hombre educado, aun teniendo antecedentes, Lute pensó en levantarse, cederle el asiento a aquel hombre mayor y cansado. O lo habría hecho, de haber podido moverse. Abrazado a su mochila, hizo ademán de levantarse. Pero nada. Ninguno de los hombres sentados junto a él reaccionó. Tuvo que aclararse un poco la voz.
     —Em, perdón… ¿Me dejan… pasar?
     Inútil. Ninguno reaccionó. Ni le miraron. Ni siquiera pestañearon. Tuvo la tentación de tocar a aquel zombi en el hombro, a ver si así hacía caso. Pero no pudo, y no por contención: simplemente, el autocar volvió a ponerse en marcha, desestabilizando su brazo y abortando su plan.
     Aquello era imposible. Aquel vehículo excedía claramente el número de plazas, eso podía entenderlo hasta él. E iba rápido. Fácilmente podrían tener un accidente. Y todos morirían. Aplastados unos contra otros… o ardiendo, al no poder alcanzar la salida en medio del abarrotado pasillo. Y aquel conductor negligente, ¿a cuántos más iba a dejar subir? Si nadie hacía nada, lo tendría que hacer él. No había tenido un buen día para que ahora un imbécil le tocara los cojones.
     Tomó aire y espiró un par de veces, aclarándose la voz, listo para gritar. A su lado, el hombre suspiró. Sobre él, el anciano movió los labios. Respuestas a sus acciones o actos de burla, no estaba de humor para discutirlo. Pero pudo comprobar algo, no demasiado espectacular pero… curioso.
     Aquellos dos respirando. La familia, perdida en el bosque de cabezas, aun hablando. El chico de la música, la chica con el móvil. Y, al otro lado, el profesor con su libro. Todos seguían haciendo exactamente lo mismo que hacían cuando subieron, sin variar un ápice. Y, lo más llamativo, lo hacían… en silencio. Lute no oía nada más allá de los sonidos que se producían en el motor del autobús y los que él mismo causaba al desplazarse. Pero había gente hablando. Y no oía voces. Ni se oía el chasquido de los botones al pulsarse y los mensajes al enviarse.  Ni el roce de las hojas de los libros al pasar. Ni siquiera del débil soplo del viento al cruzar unos labios. Nada. Absoluto silencio, en un lugar lleno de gente…
     Un nuevo giro, los cuerpos volvieron a apilarse unos sobre otros… y, nuevamente, su vecino cayó sobre él, sin efectuar ningún gesto de agarrarse o contenerse. Lute lo habría apartado de un empujón sin dudarlo, pero aquel nuevo y repentino roce le permitió comprobar algo; algo de lo que, movido por su espontáneo sobresalto, no se había percatado antes.
     El calor. Aquel cuerpo estaba caliente. Muy caliente.
     No es que fuese algo curioso, siempre lo había sentido. El abrazo de los padres. Los empujones de los hermanos. Las palmadas entre amigos. Las caricias sobre el cuerpo de Ana mientras hacían el amor. Hasta cuando era apretujado en la fila para ir al patio, recoger la comida o hacer el recuento; y eso que siempre mantenían una distancia mínima. La gente produce calor y lo desprende.
     Pero aquel hombre… no podía estar tan caliente. Por un momento, le pareció estar tocando un radiador desde el otro lado de una mano enguantada; muy posiblemente su propia ropa y la de él. Y parecía que era más. Cada vez más.
     Nuevamente, el giro acabó y los pasajeros se separaron. Y Lute miró frente a él. Más personas, en contacto unas con otras; algunas con chaquetas, hasta alguna con bufanda, aunque allí no hiciese precisamente frío. De hecho, fuera, antes incluso de que el sol se pusiese completamente, podía reconocer que hacía fresco, sí, pero no frío. Nada que justificase aquello. ¿Estaría puesta la calefacción? No, no lo creía. No era el aire lo que quemaba, eran las personas. Personas apretadas entre sí, unas contra otras, produciendo su calor allí, en un espacio cerrado, transmitiéndoselo a sus vecinos y sin ningún tipo de vía, ni un simple ventanuco abierto, para dejarlo salir.
     El autobús se paró nuevamente. Si no habían llegado ya a Torrellano, debían faltar pocas paradas. Alguien tendría que bajar por fuerza, liberarles un poco. Pero, en su lugar, se abrió sólo la puerta delantera y volvió a oír el zumbido de los bono—buses y el chirrido de los billetes. Y ocurrió lo imposible.
     La gente avanzó, empujando para llegar al fondo, hasta quedar comprimidos unos contra otros, aprisionados, por sus propios cuerpos, en el pasillo. Ya no podían avanzar. Ni la gente en los asientos salir. Pero hubo más. Vio a un par de personas, dos hombres jóvenes, un chico moreno de veintipocos y uno más mayor, castaño y con gafas, elevarse, alzándose sobre los demás... para, ya fuese aupados como niños jugando a ser jinetes o por haber logrado algún soporte impensable, quedar apoyados contra el techo, haciendo presión con ambas manos para evitar partirse el cuello.
     Y entonces, una vez todos estuvieron bien situados en su incómodo cautiverio, el bus volvió a ponerse en marcha.
    Aquello, ciertamente, ya no parecía un autobús, ni ellos personas. Era una lata, un recipiente metálico de comida en conserva, y ellos eran su contenido. Peces pequeños. Sardinas. ¡Eso era! Eran como sardinas enlatadas, en una lata cada vez más pequeña, cada vez más apretados y con cada vez menos espacio, menos movilidad, menos… aire. Y más…
     Lute se dio cuenta en aquel preciso momento, al volverse hacia la ventana contra la que su rostro empezaba a ser inexorablemente precipitado. La miró y no la vio negra, sino blanca; velada por una película grisácea. Película que se deshizo en cuanto sus dedos pasaron sobre ella.
     Vaho. El aliento, el agua y gas que salía de los cuerpos se condensaba, liberada por el calor junto al sudor, que volvía a cubrir su cuerpo, humedeciéndole, enfriándole y, lentamente, deshidratándole. Matándole.
      Dios, ¿cuánto había subido la temperatura en aquel compartimento? ¿Y cuánto más iba a subir? Aquello, poco a poco, ya no era un autobús. Ni una lata. Se estaba convirtiendo en una sauna. Y, lógicamente, el siguiente paso, para el que no creía hiciese falta demasiado tiempo, iba a ser convertirse en un horno.
     A Lute, de improviso, ya no le importaba dónde estaba. Ni cuánto tardaría en volver a Elche. Pero, aunque fuese en medio del campo abandonado en plena noche, y tuviese que esperar cuatro horas al próximo autobús, se iba a bajar. Suponiendo, claro, que le quedasen ganas de volver a subirse a uno de esos.
     Hizo ademán de levantarse, esta vez sin contemplaciones; empujando a su acompañante, que seguía inmóvil a su presión lateral, tanto como lo era a la que le venía por delante. Nervioso por su repentina impotencia, Lute se enjugó los labios y se dispuso a gritar… en vano. Tenía la boca demasiado seca para gritar; ni siquiera le quedaba saliva suficiente para articular un susurro. Se había evaporado en el tiempo que tardó en abrir la boca. Desesperado, tomó fuerzas y se dispuso a gritar como fuese, pidiendo auxilio… sin lograrlo. Como curiosa muestra de compasión, eso sí, el autobús empezó a perder velocidad… y luego se detuvo.
     La puerta delantera volvió a abrirse, lista para recibir más pasajeros. Los primeros ya habían pagado y recogido sus tickets. Lute supo que era su última oportunidad; ahora o nunca.
     Se puso en pie como pudo, aprovechando el espacio a sus pies y, con todas sus fuerzas, empujó, intentando mover un poco a la gente del pasillo… Pero ya no se moverían, y no porque fuesen indiferentes a su fuerza. Simplemente, había sido demasiado lento. En los escasos segundos que tardaron en subir, la nueva remesa empujó para lograr su lugar en la conserva, ejerciendo aún más presión; tanta, que fácilmente podría aplastar un cuerpo humano… tanta, que él, simplemente, no pudo oponerse. De hecho, en respuesta a sus envites, él mismo se vio arrojado fuera de su asiento, quedando suspendido como un maniquí tumbado sobre un par de cabezas; no sabía de quiénes, no les veía. Sólo sabía que hablaban animadamente, pese a que de sus bocas no salía sonido alguno y de que lo tenían encima.
     Ahora sí, aprisionado por la gente estrujada, Lute sólo pudo doblar un poco la cabeza… y ver. Una chica pelirroja allí. Un hombre alto y canoso cerca de la entrada. Un adolescente con el rostro cubierto de granos y piercings a un par de metros. Todos como él, muñecos inmóviles elevados por una multitud necesitada de lograr más y más espacio en un hueco reducido. Muñecos que sólo se sabía estaban vivos porque respiraban, absorbiendo oxígeno menguante en un ambiente cada vez más cargado. De hecho, aunque no alteraba sus rutinas, se podía apreciar que sudaban. A raudales. Empapándose a sí mismos en un intento por reducir aquella opresiva asfixia.
     Y mientras, el autobús volvió a moverse.
     Lute maldijo en silencio, incapaz de hablar. ¿Hasta cuándo demonios duraría aquello? ¿A… adónde iba ese puto autobús? Por qué pasaba eso… la lata cada vez más caliente, llena con cada vez más y más gente… No pudo evitar pensar que, quizás, fuese al mismo infierno, donde la colosal garra de un diablo lo agarrase, lo destechase como se hace con una lata normal… y, tranquilamente, consumiese a sus ocupantes, bien hechos en su propios jugos.
     Y, con aquel pensamiento, llegaron las sombras. A Lute le escocían los ojos y le costaba cada vez más respirar. Sentía el peso de su cuerpo, cómo le abandonaban los sentidos. Lo último que pensó fue que, en torno, junto y bajo él, la gente ya no parecía gente. Hombres, mujeres, niños, jóvenes, viejos… los rostros se desdibujaban, derritiéndose bajo la temperatura en ascenso, hasta dejar sólo una uniforme e indistinguible masa de siluetas borrosas…
    Lute Domínguez Feliu abrió de improviso los ojos. Le dolía el cuerpo como si hubiese dormido sobre un suelo de cemento. Seguía llevando la mochila junto a él, ocupando su propio asiento aledaño. Se estiró un poco, recolocando sus huesos en su sitio. Respiraba deprisa, notaba su piel húmeda y por el pulso parecía que iba a estallar de un momento a otro. Se enjugó los labios, notándose la boca seca… pero aun salivando. Miró a su alrededor. Y comprobó, con asombro, que seguía en el autobús, en el mismo autobús vacío de antes. Que, sin embargo, estaba en marcha, acercándose a una enorme puerta flanqueada por vallas desde la que se alzaba una luz radiante.
     Lute suspiró aliviado. Una pesadilla, sólo había sido eso. ¡Una jodida pesadilla! Y, mientras sufría en balde, le había dado tiempo a llegar a la estación de Elche. Sólo le quedaba buscar un taxi o, por si no le llegaba el dinero y por tomárselo con calma, ir paseando tranquilamente. Tenía todo el tiempo que quisiese.  No sabía qué hora era, pero debían de ser en torno a las diez.
     El ex presidiario volvió a ver su reflejo en el deslucido cristal, carente de empañamiento. Se veía sudoroso, alterado y descolocado. Como un maníaco homicida de una película barata. Pero se rió. No sería muy guapo… pero tendrían que conformarse con aquello. Ya sólo quedaba una cuestión: Ana o sus padres, ¿A quiénes debía ir a ver primero…?
     Mirando al otro lado del cristal, Lute vio las calles de Elche, relativamente familiares después de tanto tiempo. Seis meses… era curioso lo mucho que puede cambiar la vida en poco tiempo. Calles oscuras, iluminadas por farolas que, ahora sí, no tenían mucho brillo. Al menos, comparado con las dársenas de la estación…
     Lentamente, el autobús se acercó a su apeadero… y Lute contempló el exterior. No daba crédito. En la luz, no había nadie, ni un alma, ningún pasajero que fuese a tomar un destino a esa última hora. Estudiantes, trabajadores, parientes… parecía que estaba solo, al menos en esa parte del mundo. Cosa curiosa, especialmente al pensar que, de algún modo, aquella escena le recordaba a Fontcalent. Allí, de un modo u otro, siempre había luz, siempre había gente, hasta cuando todos dormían, siempre había alguien moviéndose en algún rincón oscuro. Para una cosa… u otra.
     De repente, un escalofrío recorrió el cuerpo de Lute. No es que hiciese frío… no tenía frío. Simplemente, se estremeció. Y su sonrisa se borró de su rostro, al comprender con cierto asombro la razón.
     Estaba asustado. Él, contento de dejar aquel estercolero infernal, contento por fin de volver a su casa… estaba asustado. ¿De qué? ¿Por qué?
     Lanzó un nuevo vistazo por la ventana, a medida que el autobús aminoraba. Y, en ese momento, entendió el por qué.
     Más allá de la estación, de las carreteras y las calles, de las luces de coches y farolas, había algo que se movía. ¿Pero qué? Podían ser muchas cosas. Coches transitando. Gente caminando. Perros paseando… o eso debería ser. Porque, ¿quién le aseguraba que no hubiese algo más? Otros vehículos, otras personas, otras... cosas. Vagando por las tinieblas, al margen de los que se movían en la luz, esperando a que durmiesen, a que se distrajesen… maquinando lo que harían entonces.
     He ahí la gran paradoja. No había salido de la cárcel: se había metido en otra mayor. Después de todo, ¿qué es una celda sino una jaula; un espacio donde se sacrifica la libertad a cambio de la certeza de una vida segura… sin tener que temer lo imprevisto y sus peligros? Y aquel autobús, aquel transporte que le había llevado hasta allí, vacío, no era una lata, ni un horno. Era un huevo. Una versión móvil y hermética del vientre materno. Un refugio seguro, un bastión contra lo que hay ahí fuera. Una seguridad que estaba a punto de perder.
     En breve, saldría al exterior, donde nada es lo que parece, todo es posible, y nada está asegurado… especialmente la propia vida. Y Lute sería para siempre prisionero del miedo ante lo que vendría después… lo que le haría el mundo después.

     El autobús se encajó en la dársena, se detuvo y abrió sus dos puertas.

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