domingo, 21 de junio de 2015

NOS INVADEN

      Vicente Álvarez Lorca pestañeó. Amanecía. Hacía fresco. El mar se colaba por cada rincón de la pequeña casa, trayendo a sus habitantes el mensaje de que había que levantarse para trabajar. El chico de once años apartó la sábana que le cubría hasta los pies y bajó al suelo, corriendo a la cocina. Allí, algo más precoces siguiendo el ritmo del sol naranja de las primeras horas, sus padres le esperaban. Raimunda, con el pelo rubio ceniza recogido en un moño, servía la leche en sus vasos. Marco y su enorme espalda, sentado ya a la mesa  mordisqueando una galleta, con su cabeza levemente inclinada sobre un periódico del día anterior.
     —Buenos días —saludó el niño, frotándose los ojos en un intento por despejar los restos de sueño.
     —Buenos días.
      Corrió hasta su madre, que se agachó para besarle. Después hizo lo propio con su padre.
     —Qué, ¿listo para salir hoy? —le preguntó, enseñando con su sonrisa sus dientes manchados de ocre.
     —Sí, claro, aseguró su hijo, mientras su madre le servía el vaso con dos cucharadas de azúcar y un par de galletas redondas.
     Diez minutos después, los dos recorrían la calle de tierra a la que desembocaba su casita blanca de tejas oscuras, no muy diferente a la docena de edificios iguales, unidos como formando una cadena humana, que seguían la costa. De ellos, sólo destacaba tierra adentro una cúpula de ladrillos azules desteñidos, donde acudían los domingos a misa. Y, sobre todos ellos, vigilándoles desde la punta, la torre derruida que había bautizado lo que algunos llamaban pueblo, si bien la atalaya de Torreberbería había perdido su utilidad hacía varios siglos. Ahora, se hundía bajo el peso de las décadas, viendo como las generaciones del mar rotaban sin más cambio de que era el hijo quien ahora desplegaba las redes y anzuelos desde la cada vez más vieja y arrugada barca.
     El paseo apenas duró diez minutos. El padre, con su gorra y la camisa desabrochada en previsión del que en breve sería un día implacable, llevaba las imprescindibles mallas. Vicente, directamente, se paseaba con el torso desnudo y pantalones cortos de los que asomaban sus escuálidas piernas terminadas en sandalias. Su padre, rígido pero permisivo, se había pronunciado en contra; aunque fuera verano siempre hacía más frio en la costa, especialmente por la mañana, y el peligro del catarro o algo peor flotaba en el aire invisible pero presente como las chillonas gaviotas. Los pies de las dos generaciones se hundieron en las piedras de la costa hasta llegar a sus barcas. Si, allí estaba la suya; blanca con el borde verde; entre el casco azul noche de Marino García y la blanca de borda naranja de Joaquín Vidal. El padre, con su prodigiosa fuerza, empezó a arrastrar la nave por la popa de las piedras al agua, con su fiel escudero intentando imitarle con el cabo de delante. Por suerte, pesaba menos de lo que parecía, ya que si dependiese de la ayuda del pequeño Vicente estarían condenados a pasar hambre. La mar aupó la barca, que empezó a mecerse a medida que iba perdiendo tierra, el hombre y niño saltaron al interior, dejando que una efímera corriente, debidamente encauzada por el remo de Marco, les condujese mar adentro, hasta que el fondo sólo fue un abismo en el que se mecían las algas y Torreberberia, una mancha de sal en una pendiente color arena.
     A una señal del padre, cuyos ojos expertos habían identificado el punto de inicio, Vicente le ayudó a desenredar la red y, mientras Marco remaba, Vicente iba arrojándola a las someras aguas. Poco a poco, la malla quedaba extendida, como una telaraña gigante y sumergida en la que las moscas que iban a caer no tenían alas sino escamas y destinadas a asarse en una sartén.
     Debía de llevar más de dos mallas sumergidas por completo cuando el niño, con su piel morena agitada por la brisa y algunos nacimientos de sudor brillándole en la frente, levantó la vista, con el rostro ceñudo por el sol… y algo, en la lejana costa, atrajo su atención.
     —Eh, papá…
     —¿Sí?
     —¿Qué es esa cosa… que se ve a lo lejos?
     El niño señalaba al este, más allá de los límites del pueblo, a su vecino mayor, quien a diferencia de ellos ya tenía el título de ciudad. Con la tristeza de la resignación, Marco sonrió.
     —Eso es para construir casas —le dijo a su hijo.
     —¿Cómo las de aquí?
     —No, Vicente —le corrigió, sin dejar de remar—. Es para hacer unas casas muy grandes. Se llaman edificios. Son muy altas y, en vez de ser de ladrillos son de acero. Y con muchas ventanas.
     —¿Y para qué quieren hacer algo así?
     —Pues… porque allí va a ir a vivir mucha gente —le dijo su padre—. Las playas se han puesto de moda. Viene gente de todas partes; de Madrid, de Londres, de Noruega, a ver las playas.
     —Pero… —los conocimientos de Vicente en aquel tema eran escasos, pero había algo que sí sabía—. ¿En esos sitios… no hay playas?
     Su padre se rió.
     —Sí. Pero allá hace frío y no hay sol. Así que no se pueden bañar como aquí.
     —Y nosotros nos bañamos cuando queremos…
     —No si no pescamos antes —le reprendió su padre, deteniéndose un momento para secarse el sudor de la frente—. Así que venga.
     Fue el fin de la charla; en ese momento ambos se centraron en hacer su trabajo. Aunque, inconscientemente, Vicente seguía mirando hacia aquellas extrañas estructuras, más altas y delgadas que cualquier árbol, de cuyo único brazo colgaban finos hilo de acero.
     Fue la primera vez que Vicente Álvarez Lorca veía una torre de construcción. Era el verano de 1956; el principio de una nueva era en la costa de Levante. Después de ese día, vería muchas más. Igual que su padre, quien no las consideraba las constructoras del futuro, sino los enterradores que arrastraban a los pescadores y sus barcas del vivir de las redes al olvido del mar.

     Era verano de 1975. En la terraza de Bar Rufino, nueva construcción que gobernaba a pie de playa, Vicente Álvarez Lorca se encontraba sirviendo raciones de tapas y pasando una bayeta húmeda por encima de las mesas de acero de la terraza, respirando el aroma del aceite caliente y el pescado frito. A su alrededor, personas en chanclas y ropa de manga corta, con gorras, gafas de sol y el empalagoso perfume de crema solar planeaba y reía mientras pinchaban aceitunas y bebían cervezas; felices en su ignorancia. Por lo que Vicente sabía, el país estaba cambiando. En la capital, el general Franco, enfermo, agonizaba inexorablemente. Era cuestión de tiempo que se fuese con el venerado altísimo y, sin él, el cambio en la nación era demasiado grande para que gentes ignorantes como ellos pudiesen saber qué les esperaba. La guerra pasó de allí, los ministros ni sabían que existía. Allí, el único gobernante absoluto era el mar; el único cambio que importaba era qué hacer con playas y barcos. Y es que antes, salvo los que sacaban el pan de allí, nadie quería acercarse a las apestosas e infectas aguas; ahora brillantes y cristalinas, con gente medio desnuda que se zambullía por el mero placer de sentir el frescor un día caluroso.
      Aquella era la concesión de Torreberberia a los nuevos tiempos; un intento de emular el éxito que se extendía en Benidorm por el este y La Vila por el oeste. No podían, sin embargo, competir con ninguno de ellos; su pedazo de mar era muy pequeño y su playa, un puñado de piedras grises pulidas por las olas; un puñado de arena comparado con las doradas extensiones a la sombra de edificios cada vez más altos. Sí podían, sin embargo, ofertar algo que en el resto de antiguos pueblos costeros se había perdido por completo: un paseo en barca, a cargo de Pascual Ruíz, uno de los pocos vecinos que había mantenido tanto su casa en el pueblo como su nave de madera. Una verdadera barca de remos, sin vela ni motor como las que sacudían con sus rugidos las aguas más allá de los bañistas. Con ella se podía bordear la cala, ver los colores y formas que la sal y el viento amasaban en las rocas, adentrarse hasta el antiguo puesto de la almadraba, cuyo cese tanta tragedia supuso para las gentes del mar. La prueba de que aquel pueblecito, con su iglesia, su puñado de casitas y su torre del renacimiento en ruinas, se resistía a perder por completo su arcaico estilo de vida.
     Sin embargo, poco importaba eso al camarero, habitualmente más sonriente y comunicativo, que ahora se limitaba a deslizarse de mesa a mesa, recogiendo sobras o apuntando comandas. No, tenía otra cosa en la cabeza.
      Había pasado una semana desde que el viejo Marco Álvarez había sucumbido a sus problemas de corazón. Lo había hecho como siempre había querido, tumbado en su cama de casa de toda la vida, la misma en la que su mujer sucumbió un año antes a la gripe, con su único hijo delante. No era, sin embargo, su heredero, ya no; la pesca estaba muerta. No llevaría la barca y echaría la red a cincuenta metros de la playa. No. Ahora la vida estaba en servir a esas gentes sonrientes y pálidas que buscaban abrasarse en el sol y apagarse en el mar.
     Y es que, mientras se sumía en el apacible sueño del que no se despierta, el anciano de sesenta y siete años, en un último momento de clarividencia, realizó una predicción; secreto quizás atisbado y revelado en lo más hondo del inframundo. Empezó a boquear, llamando a gritos a su hijo que, con ojos tristes, le aferró con fuerza la mano, viendo como su padre se giraba hacia él y murmuraba:
     —Hijo… te cuidado. Nos invaden. Vienen con los de fuera… se multiplican… y nos lo quitarán todo. Ten cuidado cuando lleguen, hijo. Nos invaden.
     Después sus párpados se cerraron y su pecho se deshinchó por última vez.
     ¿A qué se refería el anciano moribundo? Delirios, seguramente. Al menos, él ya era libre. Su sufrimiento había acabado.
     Para Vicente, en cambio, acababa de empezar. Había tenido suerte. Había conseguido casarse con Rosalía, la chica más rica de Torreberberia (o, en su defecto, la más guapa que quedaba). Con treinta y un años, su hijo Adolfo estaba a punto de cumplir su primer año de vida. Eso, sin embargo, le forzó a buscar otro medio de vida, ya que la pesca  no daba  para vivir. Sólo comiendo los sargos, doradas, salmonetes y demás peces de las arenas y las rocas no podían vivir. Por eso estaba decidido a irse de allí. A Benidorm, seguramente, a hacer lo que hacían allí con las docenas de turistas que cubrían las costas. Un buen modo de vivir.

     —Vamos abuelo, ya hemos llegado.
     —Dejadle en paz, niños —ladró Adolfo desde el asiento del piloto, abriendo su puerta—. ¿Estás bien, papá?
     —Sí, hijo, sí…
     Vicente habló sin convencimiento de la verdad de sus palabras. Con sesenta y cinco años, dos menos de los que tuvo su padre cuando murió, sentía que todo el peso de su edad se había abatido sobre él. Él, que siempre había sido alto y robusto, ahora parecía comprimido como el corcho metido a presión en la botella. Su cuerpo, demasiado maduro, se arrugaba sobre sí mismo sin poder caer de su árbol; sus músculos colgaban de sus brazos como bombachos. Al menos, o eso esperaba, allí podría relajarse un poco. En su hogar, en la playa.
     Había logrado abrir y regentar su propio comercio; un pequeño restaurante llamado El Alto, en la ruta entre La Vila y Benidorm, el que siempre había sido su terreno. Allí, los que iban de camino podían hacer un  alto, beber refrescos, comer algo ligero y, por qué no, abastecerse con sombreros, sombrillas, toallas, pelotas, hinchables y cualquier otro detalle dejado atrás con las prisas del viaje. Ahora, cuarenta años después, se había jubilado y vivía su retiro en un apartamento en Benidorm con Rosalía, igualmente mayor pero tan testaruda como siempre. Se había quedado en casa con Gloria, la hija mediana de ambos, preparando la comida para cuando volviesen, mientras Carlos, su yerno, se iba a hacer senderismo por la cala del Tío Ximo.
     Mientras, Adolfo, transportista independiente y su mujer Laura, aprovechando que estaban de visita, habían decidido darse el obligado baño en el mar en la vecina Torreberberia, el pueblo de su padre, quien, con cierta reticencia, les acompañó. Con ellos, su hijo Marcos, de seis años,  Gema, de cuatro y Maite, de siete, hija de Gloria; faltando sólo la hija menor de Gloria, Andrea, de cuatro años, que se había ido a pasear con su padre, y el menor de los hermanos Álvarez Fontan, Gabriel, que trabajaba de gerente en un supermercado de Alicante,.
     Vicente, agarrándose al asidero del coche, pisó el suelo con precaución para evitar dar con sus frágiles huesos contra las piedras del improvisado parking, en el margen oriental del paseo marítimo. Pero no le asustaba caer por su achacosa edad, lo que casi esperaba y por eso poco importaba. No, lo que de verdad temía era la visión que le reservaban sus ojos.
     No se equivocó; lo que venía viendo por la ventanilla ya le presagiaba algo así. Pero aquella estampa la recibió en el pecho como la descarga de un pelotón de ejecución, pudiendo fulminarle de no ser por su propia dureza. Era bien sabido que, poco a poco, la siempre creciente expansión de sus vecinos amenazaba con tragarse lo que quedaba del pueblo. Primero rodeándolo; negros y enormes lobos rodeando al minúsculo rebaño de blancas ovejas. Y ahora, de regreso después de tanto tiempo, era incapaz de reconocerlo. Las pequeñas casas blancas de tejado oscuro habían desaparecido como cabezas cortadas por aquellas enormes hachas: los rascacielos, los hoteles, las torres de hormigón, acero y cristal destinadas a los turistas. Allí estaban, dibujando su trazado de estrechas calles de un sentido con aceras de baldosas rojas, repletas de chiringuitos, restaurantes y tiendas de artículos de playa. El límite, el paseo marítimo; ahora una barrera de hormigón que se levantaba sobre la playa, separándola definitivamente de la gente. Por lo menos, no pudo evitar pensar, quedaba el nombre: sobre su minúsculo saliente, la vieja torre derruida de color arena, con los ladrillos combados y la argamasa porosa. Pensó que, a esas alturas, la habrían derruido para poner un puesto para el socorrista, pero seguía allí. Ensuciada, por supuesto, por alguna vieja lata tirada o algún grafiti firmado con pintura. No, el destino de aquella reliquia no iba a ser desaparecer engullida por el proceso. En su lugar, se marchitaría y descompondría hasta no dejar de sí más que un pedazo de roca desde el que darse un chapuzón.
     Adolfo se dirigió al maletero, adueñándose de la sombrilla y la nevera portátil, mientras Laura hacía lo propio con las cuatro toallas que habían llevado; presagio de que, muy posiblemente, ellos no entrarían en el mar. Tras ellos, los niños saltaron semidesnudos con prendas que en aquella frontera no escandalizaban a nadie: Maite, la mayor, con un bañador de dos piezas, verde con borde ondulado, guiaba de la mano a su prima pequeña, con un conjunto igual en tono rosa y con las manos ocupadas por un cubo y una pala de plástico; alimentando la infantil ilusión de que podría hacer castillos de arena. Detrás de ellas, Marcos, el menos conjuntado de todos; sólo con un bañador en forma de calzoncillos a rayas blancas y negras y unas chanclas azules. Cerrando la marcha el abuelo de sesenta y cinco años caminando despacio y solo. Aún podía hacer eso. Aunque, en verdad, cuando pudo divisar la playa, perdió el sentido de la realidad y sintió sus piernas volverse de frágil gelatina por debajo de sus caderas. Se vio forzado a seguir, no recuperando algo de seguridad hasta sentir sus pies hundirse entre las piedras movedizas.
     Él había presenciado el cambio que supuso el turismo. Había visto cómo Benidorm quedaba atestado hasta los palos de las banderas azules. Pero aquello, allí…
     Aquello no era una playa. Era un bosque imposible, atestado de hongos gigantescos y multicolores al final de raquíticos tallos blancos hincados entre las piedras. Y, prisioneros de su sombra, los gnomos, vestidos con poca ropa, de ojos negros por gafas de adorno y caras cubiertas por sombreros de paja; aislados del suelo hiriente y abrasador por toallas extendidas como alfombras voladoras.
     Ni siquiera aquel pequeño pedazo de mar se había salvado. ¿Cuánta gente había allí, acaparando cada milímetro de aquel suelo salado y estéril?
      Vicente notaba como le faltaba el aire, viéndose forzado a clavar su vista en la espalda de sus nietos para evitar perderse en aquel laberinto que chillaba, fumaba y se movía. Era peor que un campo de minas; pusiese donde pusiese el pie había una pierna, una colilla humeante o una lata llena de bebida. Nada quedaba del perfume de las olas arrastrado por la brisa ni del murmullo de las rompientes. Sólo música vulgar cantada por radios baratas y el amargo olor de sardinas asadas.
     Por fin, la expedición se detuvo. Había encontrado su sitio. Vicente se estremeció por dos razones; primera, podía apreciar las piedras pulidas, enterradas vivas por la arena dorada. ¡Arena! ¿Allí? ¿Cuándo, cómo? El desprecio final por la costa; convertir la playa en lo que no es. Aquella arena había sido traída adrede, sin duda para hacer aquel entorno más atractivo a los bañistas. Y, atraídas por su queso, las ratas habían llegado. Pero, con todo, lo más irónico fue el entusiasmo de su familia por encontrar aquel hueco. Apenas cubría medio metro de largo por dos palmos de ancho. ¡Ahí no cabría ni un ataúd! No había espacio para un hombre. ¿Cómo haberlo para seis personas? Sin embargo, Adolfo clavó la sombrilla, Laura extendió una toalla y los niños, entusiasmados, empezaron a chillar. Se habían sumado a la horda. Y, milagro, en tercera o cuarta fila.
     Fue una mañana lenta y monótona. Mientras Laura tomaba el sol (o lo que las sombrillas dejaban de él) su marido y su suegro se adelantaron hasta la playa, viendo a los dos niños mayores jugar mientras la pequeña, a la que habían encasquetado unos manguitos, arañaba la arena gris de la orilla con la pala, en busca de conchas con las que decorar sus desmoronados castillos. El mayor temor de Vicente, más que el que sus nietos se ahogasen, era sencillamente perderlos. ¿Cómo vigilar dos cabecitas en una reunión de cabezas, mojadas y deformadas por gorros o gafas, subiendo y bajando para asomar en otro sitio? Parecía un juego de topos de los recreativos modernos. Por suerte, lo tenían claro; bajo pena de prohibición, no podían alejarse. O su padre, debidamente aligerado de ropa, los sacaría y secaría con un par de manotazos.
     Pasaron dos horas. La multitud, dentro y fuera, no parecía variar lo más mínimo. Los niños se cansaron por fin, arrugados sus dedos como pasas, y salieron, con la madre envolviéndolos como si fuesen neonatos. Gema, más entusiasmada jugando a edificar torreones, tuvo que ser llevada a rastras en medio de pataleos. Ya no tardarían mucho en irse. Vicente sintió que era su momento.
     Desabrochó, con dedos lentos, su camisa y dejó caer sus sandalias. La ropa quedó atrás mientras un anciano en bermudas, de cuerpo arrugado, peludo y pálido se abría camino por la infestada playa. Sus dedos se abrasaban entre la arena, hundiéndose hasta notar el refrescante roce de las perdidas piedras, hasta que todo quedó atrás. Ahora sentía el verdadero frío. Las olas se rompían contra sus piernas, sus pies se hundían en el negro limo. Esa era la playa de verdad.
     Vicente continuó su camino. El agua seguía fría a pesar de lo avanzado del día; a lo mejor el mar era demasiado grande para que el sol lo aclimatase. Avanzó muy despacio, pasando de andar sobre la arena a flotar en el agua. Su cintura, su estómago, su pecho, empezaron a desaparecer bajo las aguas. Pero aún hacía pie. Aprovechó aquel último momento de sostén para echar un vistazo atrás. Y, por alguna razón, las últimas palabras de su padre regresaron a su mente.
     Nos invaden.
     ¿Qué podía decir él? Tenía razón; lo mismo daba que no lo especificase. Habían sido muchas cosas. Las sombrillas, cubriendo con sus círculos de colores el suelo de sombras. ¿Fueron ellas las que trajeron la arena para poder clavarse a gusto o la trajeron a rastras para cubrirla de sombrillas? Los coches, apelotonados como cerdos relucientes en sus comederos, costado con costado, matrícula contra matricula, sin escatimar un minúsculo resquicio donde dejarse caer. Las tiendas de baratijas inútiles, los puestos de bebidas frías y comida barata que no servía ni de entrante; los edificios altos y vacíos, llenos de gente pero en los que no vivía nadie.
     Y por encima de todos ellos, la simiente de las demás invasiones: la misma gente. Buscando refrescarse bajo el calor desnudo, divertirse donde la vida era más dura, olvidar el ajetreo y deber de la comodidad y el progreso. Demasiadas contradicciones unidas sobre las cenizas que él una vez llamó su hogar.
     Vicente tomó aire, cerró los ojos y se zambulló. Por un segundo, dejó de pensar, dejó de sentir. Se sumergió en el verde de las algas bajo las olas, donde el frío entumece y la sal sella los poros. Se sintió, como no lo hacía en mucho tiempo, uno con el mar.
     Fue un baño breve; sus viejos y cansados pulmones no podían soportar durante demasiado tiempo la irresistible potencia del mar. Y, sin embargo, en aquel minuto escaso, algo cambió en la superficie; Vicente lo entendió al oír un único e inconfundible grito… y luego, el silencio.
     Vicente se frotó los ojos, retirando la ceguera temporal de los chorretones de aquella agua costrosa, antes de ver qué pasaba. Su primera visión clara, que le causó un hondo impacto, fue que el agua, de un momento a otro, había quedado vacía; sin flotadores, sin tumbonas, sin risas, sin cabezas… No, aún había gente en el agua. Un par de niños, algo mayores que sus nietos y un adulto. Pero estaban parados, parados y en silencio. Miraban en línea recta hacia la costa.
     El rostro de Vicente se alineó con ellos, buscando por encima del bosque de sombrillas. Vio que la gente se había agolpado bajo el paseo marítimo, a los pies del muro de hormigón, mirando fijamente algo por encima, al nivel de la calle.
      El anciano emergió como una vieja tortuga que volvía para plantar sus huevos, caminando esta vez sin obstáculo sobre aquel arenal revuelto, hacia la multitud. Todos estaban allí; olvidando tras de sí comida, equipos, bolsos… debía haber sido algo grave. Un accidente, quizás.
     Se acercó al rebaño de sombras hipnotizadas; los vestidos y secos igual que los que llevaban bañadores chorreantes y espaldas mojadas, todos mirando arriba, hacia los edificios. Vicente se acercaba, alternando la visión entre la gente, buscando a su familia, y hacia arriba; preguntándose cada vez más cerca qué era lo que había de especial. Él no…
     Se paró en el acto, cuando comprendió qué había causado semejante revuelo. Él mismo parpadeó un par de veces, quitándose la mezcla de agua salada y sudor de la frente, no fuese que el calor y la senilidad le confundiesen. Pero seguía allí.
      Por encima de la playa, los edificios. Rectangulares; blancos, negros, grises y rojos, sin discriminar ningún color, todos estrechos y altos con muchos pisos, recubiertos de oscuras ventanas que brillaban como obsidiana. Pero aquellos edificios estaban cerca. Muy cerca. De hecho, el borde del paseo marítimo había desparecido. Las paredes desembocaban directamente sobre el borde del cemento.
     —Adolfo…— Vicente llamó a los suyos, rompiendo el silencio de los murmullos y suspiros nerviosos—. Laura, ¿Dónde…?
     —¡Papá! —la voz venía de delante suya; un poco a su izquierda, donde se abrió al segundo un corredor entre las espaldas—. Estás aquí. Habían venido aquí todos y…
     Adolfo le puso las manos sobre los hombros. Vicente le tocó la cara, como para confirmar que aquello era real. Tras ellos, aparecía Laura, con Gema cogida de la mano y Maite y Marcos detrás.
      —Hijo, ¿qué pasa? —preguntó el anciano, aparentando más confusión de la que en realidad sentía.
      Adolfo se encogió de hombros.
     —No lo sé. Una mujer… —señaló hacia la esquina; se veía a una anciana en traje de baño negro, gafas de sol y sombrero blanco, apoyada en un hombre robusto en bañador— …fue a subir las escaleras. Y entonces… miramos y estaba así.
     Efectivamente; el único acceso directo entre los dos metros de muro y aquella playa de piedras enterradas, la escalera de peldaños grises, desembocaba directamente en la puerta de uno de los monolitos; un bloque de apartamentos de ladrillo con dos hileras de ventanas balconadas en su fachada de diez pisos. Y una puerta delante de la escalera; una puerta de marco dorado y cristal oscuro que un joven esbelto y con una toalla al hombro intentaba abrir, empujando… sin lograrlo.
     —No se puede —concluyó tras el enésimo intento, abriéndose paso de vuelta a la arena, mientras la multitud, agolpada en los peldaños, le abría camino.
     —¿Ha visto alguien… si los timbres suenan? —se oyó una voz sin dueño.
     —Sí —contestó el muchacho.
     El sinsentido de la absurda pregunta era evidente; aquel edificio tenía un tablero, con el número de cada vivienda marcado por su timbre. Otro joven, con camisa negra y sombrero de paja, se acercó al portal y los pulsó. Sonaban, incluso allá abajo se oía. Los aporreó, como un conductor en un atasco anunciando con su bocina que tenía prisa. Nada. Ninguna voz en el interfono. Ningún movimiento en las ventanas, con las persianas subidas, las cortinas descorridas… todas cerradas y en silencio.
     Quizás nadie pudiese explicar cómo había surgido aquel edificio de la nada, pero era innegable que todos estaban atrapados. Por el momento.
     Fue una idea repentina y colectiva; un conocimiento que se desplegó entre los playeros como la lluvia tras el trueno. Los familiares se cogían de las manos mientras las bocas murmuraban, conversando entre ellas, y los cuerpos temblaban, abriendo espacio en la barrera de carne. Los nervios eran palpables.
     —¡Un momento! —se alzó una voz en primera fila. Instantes después, un joven con el torso desnudo y pantalón mojado, de barba crecida y pelo apelmazado, empezó a abrirse camino por la escalera—. Ya sé qué hacer.
     —¿Ah, sí? —una voz masculina, madura y desafiante, le retó—. ¿Y qué vas a hacer?
     —Voy a pasar por el borde… —lo dijo con dudas, mirando hacia él—. Alguien tendrá que ayudarme. Puedo llegar a la calle, entre los pisos… y ver qué hacer.
     —¿Cómo? —preguntó alguien, secundado por un coro de síes.
     —Veré de pedir ayuda —añadió—. O buscar algo para que la gente suba.
     La brisa tomó la forma de suspiros de alivio, el silencio se tornó en esperanzadas miradas al primero de ellos en mostrar valor. Dos jóvenes más, éstos en bañador, subieron, listos para prestar ayuda al voluntario.
     Con cuidado, el chico pisó lo que quedaba del borde. No era de extrañar la inquietud al exponer su sugerencia: el cemento apenas tendría seis centímetros de grosor, y limitaba directamente con el muro. Se fue arrastrando poco a poco, como si fuese una cornisa a ciento veinte metros. Uno de los acompañantes le prestó su mano, sujetándole con fuerza por el lado derecho mientras su mitad izquierda encontraba un hueco al que aferrarse. Por fin, apretado como un comando, se soltó. Quedó pegado a la pared, como un insecto muerto contra un limpiaparabrisas.
     Ligeros espasmos musculares guiaban sus músculos, desplazándose al milímetro por aquel filo de hoja. El silencio era absoluto, la atención total. Sabían que iba a tardar; no se podía ir deprisa así. Poco a poco, al cabo de los dos, los cinco, los diez, los doce minutos, la mancha humana recorrió la pared, dejando un invisible rastro de sudor como un caracol andando de pie. Por fin, dio paso al hueco; la separación entre el blanco y el ocre. Las respiraciones contenidas podrían haber provocado un vendaval, a la vez que la alegría de muchos sólo esperaba que los pies bajasen para empezar a aplaudir.
     Pero algo pasaba. El chico intentó darse el impulso adelante para dejar el borde. Y, en ese momento, la sensación que les dio a los demás desde abajo, la simple e imposible impresión, se confirmó. De la peor de las formas.
     El pie derecho cayó primero, seguido del izquierdo. Los gritos acompañaron la caída del héroe mientras las manos se preparaban, ya fuese para impedir que se hiciese daño o para evitar que aplastase a sus dueños. Aquello le salvó; y aunque conmocionado, se recuperaría. De hecho, antes que una joven rubia con bikini color lima lo arrastrase lejos de la multitud, tuvo tiempo de decirlo:
     —No hay calles. Los edificios estaban juntos. No hay forma de pasar.
     Sirvió, a su modo, como señal de desbandada. La gente rompió el grupo y regresó a su sitio, a su parcela bajo las sombrillas, sabedores de que nada más podían hacer allí. Se apiñaron unos contra otros, cubiertos por las sombras.
     —¡Qué alguien llame! —gritó alguien, una mujer joven, desde los confines de aquel corral alicaído—. ¿Alguien tiene móvil? ¡Qué diga lo que pasa, que traigan a  la policía, a quien sea!
     Una acción elemental; era sorprendente que a nadie se le hubiese ocurrido antes. Después de todo, con tanta arena, agua y carteristas, ¿cuántos se llevan el móvil a la playa? Los pocos que sí, con el aparato en la mano, teclearon un par de veces. Desde lejos, se pudo ver cómo bajaban la mano y negaban con la cabeza. No había cobertura. Por la ubicación… o por el fenómeno que les había dejado aislados.
     Nadie sabía cuánto tiempo pasó; puede que entre media hora y una vuelta completa de reloj. El sol estaba en lo más alto, reduciendo las sombras a oasis de tela. Hacía calor, pero nadie se bañaba. Todos, los mayores con sus hijos, algunos con las prendas de baño secándoseles encima, apiñados, esperando. Algunos cogían botellas y latas, las abrían un poco y  pegaban un sorbo. Nadie se atrevía a derrochar como antes.
     Fue entonces cuando otro muchacho, de piel morena y pelo corto, se lanzó con su bañador contra las olas, corriendo en dirección a la cala.
     —El borde —anunció a voz en grito, sin mirar atrás—. ¡Si nos subimos a las rocas, podremos bordear la costa! ¡O trepar! ¡Salir de aquí!
     El efecto llamada no se hizo esperar; fueron muchos, hombres en general y jóvenes en particular, los que corrieron hacia las irregulares y ásperas rocas que bordeaban la playa de Torreberbería. No tardaron en improvisar sus dotes de escalada, aferrándose a los salientes con manos y pies descalzos. Se movieron hacia los lados, más deprisa que aquel que no tuvo donde agarrarse. Los gritos de dolor de varios al lastimarse con los cantos, se oían sobre las olas.
     Bajo la sombrilla de los Álvarez, se produjo un seísmo. El joven cabecilla, Adolfo, se levantó, mirando de soslayo a sus hijos abrasados y con decisión hacia aquella ruta de escape. Sin embargo, una mano delicada y colgante se aferró a su muñeca, impidiéndole emprender la marcha. Se volvió, esperando ver a su esposa, pero en su lugar, se encontró con su padre, mirándole con la pesada tristeza de la sabiduría.
     —Mírales antes —se limitó a decir.
      El hijo obedeció. Aquellas rocas parecían rotas, parcheadas con cruces hechas de carne viva. Al menos en el borde izquierdo, bajo los restos de la torre, habría ocho escaladores. Las olas rompieron con fuerza, rociándoles con espuma… y uno de ellos, un muchacho de cabello castaño y piel pálida perdió mano, cayendo al mar desde poco más de metro y medio… sólo para ser recibido por un brutal envite que incrustó su frágil cuerpo contra la maciza roca.
     El murmullo de los que miraban pronto eclipsó el sonido del mar y las respiraciones; todos los ojos miraban y todos los que se movían pararon. Agitado por el infatigable oleaje, un cuerpo de miembros colgantes empezó a ondular boca abajo, con una aureola de sangre rodeando su silueta. Laura, instintivamente, rodeó con sus brazos las caras de Gema y Marcos.
     —No podrán salir por allí —concluyó el sabio patriarca—. Se resbalarán… y se matarán contra las rocas.
     De nuevo, silencio. Sólo las olas hablaban.
     —¿Y por mar? —dijo  Marco, infundido por un repentino optimismo—. Alguien podría ir nadando hasta Benidorm, o Villajoyosa; decir lo que pasa, avisar a alguien…
     Vicente sonrió compasivamente.
     —Están muy lejos.
     —Pero hay barcas hinchables, flotadores…
     Los ojos empezaron a girar en sus órbitas, nerviosos, mientras sus cabezas daban vueltas, como en busca de un milagro. Aquella era la señal que esperaban para moverse.
     El primero fue un hombre, de unos cuarenta y cinco años, que corría con camisa y pantalones cortos levantando aquella falsa arena, con una colchoneta azul bajo su brazo. Le seguía un niño de no más de siete años. Una pareja joven empezó a correr. Llevaban una barca hinchable y dos remos. En total, serían unas quince personas. Dos barcas, seis tumbonas, una docena o más de salvavidas, flotadores y manguitos agarrados como si fuesen de oro. Pero que fueran los únicos no significaba que estuviesen solos.
     La carrera empezó instantes después. Como antes, fueron los jóvenes, aquellos que quedaban, los que la iniciaron; seguidos, en su mayor parte, de hombres adultos y alguna mujer en buena forma. Corrieron, desesperados, en dirección a aquellos botes, deseosos de romper su naufragio en la playa. Algunos fueron hacia los más grandes, aprovechándose de su mayor espacio, del sitio para otro más. Pero otros…
     Vicente, movido por una extraña necesidad, empezó a moverse. Mientras, vio a dos chicos de veinte años como mucho peleando por un flotador en forma de donut; a un hombre quitarle a un adolescente una almohada hinchable de un puñetazo. A un joven echado sobre el agua, con ojos y boca cerrados por el esfuerzo, manteniendo a dos chapoteantes brazos sumergidos bajo una cubierta espumosa. Todos los que conseguían algo que pudiese flotar se lanzaban de cabeza al agua, empezando a agitar sus piernas como hélices.
      El caos del desembarco; no muy diferente al de los pobres diablos que surcaban mares en embarcaciones no más grande y fuertes que aquellas. Como si todo contacto entre tierra y mar a través de las playas estuviese, inherentemente, prendado de prisa, pánico y desesperación por salir de la franja dorada.
     Vicente pudo apreciar a Adolfo entre ellos, corriendo desesperado hacia una de las barcas, de la que asomaban ya piernas, brazos y cabezas con ojos cerrados, equivalentes a nueve personas o más. También entendió por qué había tan pocas mujeres intentando salvarse: estaban bajo las sombrillas, atrapando a sus hijos contra su cuerpo en abrazos, intentando que ningún infante muriese aplastado bajo aquella estampida.
     En el concierto de gritos, chapoteos y brazos agitándose, Vicente volvió a meterse en el agua… poco a poco.
     —¡Papá! —oía la voz de Adolfo, cerca de él, aferrado al bote—. ¡Ayúdame! Puedo…
     —No, no puedes —se limitó a decir, siguiendo su camino.
     —¿Qué? —oyó a su hijo; luego una mano le agarró y le arrastró, obligándole a mirarle—. Papá, podemos salir de aquí. Puedo ir…
     Vicente agarró con ambas manos a su hijo y lo empujó, sumergiéndole en el agua.
     —No —dijo mientras caminaba, seguro de que su cabeza, ya en la superficie, le podía oír—.  Yo iré; nadando si hace falta. Si llego, volveré para sacaros de aquí. Si no sabéis nada de mí dentro de dos horas o así… tomaos lo que queda en la nevera e intentad salir siguiendo la costa, pero lejos de las rocas.
     —¡Papá!
     —Adiós.
     A sus espaldas, en medio de aquella cacofonía desesperada, creyó reconocer dos instrumentos; las voces de Marcos y Maite acudiendo en ayuda de su nuevo cabeza de familia. Vicente, mientras, notando que sus pies se separaban del suelo, tomó aire y se impulsó. En su niñez y juventud, cuando vivir del mar aún era posible, había sido un gran nadador. Ahora, en la vejez, llegaba el momento de hacer honor a aquellos días. El canto de cisne del pescador se inició con el batir de sus alas.
     Respiraba con cada brazada, pero sin aflojar el ritmo, notando como el sonido de los inexpertos luchando por no ahogarse y los que maldecían por seguir en tierra iba quedando atrás. Brazada a brazada, se internó en el mar. No tardó en llegar a los cincuenta metros, donde su padre y él pescaban hacía décadas. Unos veinte metros más allá, ya fuera de la pequeña cala de la playa, empezó a sentir en serio el dolor en el pecho. Pero había logrado la distancia suficiente.
     Vicente se dio la vuelta. Miró. Y suspiró por lo que vio.
     Cuarenta kilómetros a la izquierda, La Vila; otros tantos a la diestra, Benidorm. Delante de él, lo que fue Torreberbería. ¿En qué se diferencian? Edificios altos, blancos, negros y coloridos de muchos pisos, pegados a playas ennegrecidas por sombrillas y bañistas; suficientes para volverse loco contándolos. Una barrera de ladrillo y cristal, aislando la tierra del mar; convirtiendo a los ocupantes de las playas en prisioneros en tierra de nadie. Y lo cierto era que, desde esa distancia, no daban mucha sensación de anomalía. De hecho, sabía lo que pasaba porque lo dejaba atrás. ¿Pero quién le garantizaba que los núcleos urbanos vecinos no estarían en la misma situación… con el doble, el triple de gente arrinconada en la arena?
     Nos invaden.
      De nuevo, las últimas palabras de Marco en su cabeza. Pero esta vez, el viejo Vicente les encontró un significado diferente.
     El hombre pertenecía al mar, siempre lo había hecho. Por eso siempre había habido puertos y barcos a su lado. ¿Pero y la ciudad? ¿Aquellas torres monolíticas, vacías salvo cuando la llamada del calor empujaba a los habitantes del interior hacia el mar? Aquellos edificios eran el elemento discordante. La gente, engañada con la promesa del hogar al alcance de las olas, los había llevado hasta allí. ¿Pero qué eran en realidad? ¿Sólo cemento, ladrillos y metal? Muchos animales grandes tenían pulgas, moscas y lombrices viviendo entre su pelo, sus orejas y narices. ¿Sería ese el caso de las personas? Engañados por aquellos que eran algo más, eran arrastrados ahora por los amos, fuertes en  número como lo eran en tamaño, hacia el mar. Como quien barre la basura de su casa.
     O podía equivocarse. Después de todo, le debían a aquellos mismos playeros su existencia. Por ellos, habían prosperado y crecido, de la casa de una planta a un gigante que usaba las nubes como gomina. ¿Podría ser aquella su forma de agradecerlo? Viendo durante años cada año en las mismas fechas a sus ocupantes lanzándose en tropel, en enjambre, a aquellas aguas. ¿Los arrimarían para que estuviesen más cerca, para que viviesen permanentemente allí, en su fuente de frescor, diversión y alegría?
     Podía ser tantas cosas… pero a Vicente sólo el importaba una.
     Volvió a mirar a su costa. Allí, las personas eran pequeñas muñecas de papel sin cara ni distinción. Sabía que su familia estaba allí, pero no podía verlos. ¿Saldrían de allí, vivirían para contarlo? Sólo lo podía esperar.
     El dolor creció, como si un cuchillo le abriese el pecho. Vicente cerró los ojos y apretó los dientes, intentando contenerlo… pero se rindió pronto. Sabía qué hora era.
     Vicente extendió los brazos y dejó las piernas colgando. Por un momento, era como colgar crucificado en el éter. Esta vez, no cerró los ojos. Vio cómo su ser se sumía en el verde lúgubre.
     Esta vez, el frío del mar no le oprimió. Le alivió por completo. El dolor de su pecho se apagaba, la pesadez de sus miembros se perdía. Sonriendo, aspiraba con fuerza el agua salada, que inundaba sus pulmones con sus secretos invisibles. Lo hacía con los ojos abiertos; no quería perder detalle. El mar entró en él, le  despojó de su cuerpo y, en unos minutos era parte de él; el uno del otro. Su mano se meció, diciendo adiós a la playa y a lo que quedaba en ella. Que disfrutasen ardiendo en aquel infierno, ahora que él iba a entrar en el paraíso.

     Y recordando sensaciones que creía olvidadas y perdidas  bajo un pueblo que ya no existía, Vicente miró al lejano cielo y al burbujeante sol, dejando que las corrientes le arrastrasen hacia un viaje a lo desconocido del que sabía que nunca, nunca, se arrepentiría.

No hay comentarios:

Publicar un comentario