LA CASA EN EL BOSQUE
—¿Falta mucho para llegar?
—Ya no queda mucho.
Un hombre joven de unos veintitrés años, vestido elegantemente, avanzaba por la calzada sabedor de
que no vendrían coches, seguido de cerca por otro, más o menos de su edad, pero
lejos de su elegancia. Estaban pasando los últimos edificios rojos y grises que
flanqueaban las afueras de la ciudad, dirigiéndose al pequeño camino que se
internaba en el bosque. En el horizonte, el ocaso llegaba a su fin.
—Sabes bien qué debes
hacer, ¿verdad Raúl? —preguntó el hombre elegante, cuando alcanzaron la entrada
del bosque.
—Sí, Roberto ——le
respondió—. ¿Y si se niega?
—De eso debes
preocuparte precisamente tú —le increpó Roberto, mientras se internaban en el
bosque—. Mi padre se juega mucho en este proyecto urbanístico. No veas lo que
nos costó convencerles de que ese montón de madera carece de valor ecológico. Y
si los rumores sobre la nueva carretera por el bosque son reales, mejor. Pero
si el viejo Bardos no vende su propiedad, no valdrá de nada.
——¿Vamos a la casa del
viejo Bardos?
—Sí. ¿Lo conoces?
Aunque su ciudad no
era pequeña, muchos eran los que conocían al viejo Bardos, el cual vivía como
un ermitaño en una casa destartalada en el interior del bosque. El viejo llegó
a la ciudad con apenas catorce años, heredándola de un tío suyo, del cual
heredó también, al parecer, forma de vida y costumbres.
En sus más de setenta
años en la ciudad nunca se le había visto fuera de su hogar, salvo algún día
entre semana que se presentaba a comprar víveres, sobre todo carne. ¿De qué
vivía? Una herencia según unos, una pensión según otros, o ambas cosas. Era un
misterio.
El cielo se oscurecía
mientras los hombres avanzaban por el bosque.
—¿Te asusta este
sitio? —preguntó Roberto.
—Simplemente me pone
nervioso.
Un
viento frío soplaba mientras avanzaban flanqueados por altos robles,
caminando sobre hojas muertas. Un lugar macabro, que según algunos estaba
encantado.
—¡Ahí asoma!
Roberto apretó el paso
sobre el camino de hojarasca, seguido de cerca por Raúl.
Ante ellos se alzaba
el hogar de Baldos: una casa de dos pisos, hecha de madera de pino envejecida,
cubierta de pintura desconchada de un color indefinido, que sostenía una corona
de agrietadas tejas negras.
Tanto su origen como su ubicación era un misterio; si bien esto último
parecía hallar su explicación en lo poco transitado del lugar.
—¿Estás listo, Raúl?
—¿Y si no nos recibe?
—Él tiene la puerta
siempre abierta. Recibe a cualquiera. Luego, si no le gusta, lo echa después de
recibirlo. Así ha sido al menos siempre que hemos venido.
—Y el plan es…
—Yo le hago la
oferta…y si sigue rechazándola, tú tratas de persuadirlo. Y si das tanto miedo
como me lo has dado a mí, funcionará.
—Con lo que me has
pagado, descuida —sonrió mientras entrechocaba sus nudillos.
—Bueno, vamos.
Roberto subió la escalerita de la entrada y giró el oxidado picaporte.
—¡Señor Bardos! —llamó—.
¡Vengo por el asunto López! ¡Quisiéramos mejorar nuestra oferta!
No hubo respuesta
mientras entraban en la casa. El recibidor estaba muy dejado, cubierto con una
deshilachada alfombra y con las paredes cubiertas de oscurecidos cuadros y
objetos, todo ello corroído por el polvo.
—¡Señor Bardos! —Roberto
llamaba mientras andaba sobre el crujiente suelo, pasando a un pequeño comedor.
La luz de la polvorienta y carcomida estancia procedía de las velas de un
candelabro sobre una mesa en un rincón.
—¡¿Dónde está?! —siguió
insistiendo Roberto.
Como respuesta se oyó
un crujido en la siguiente estancia, la cocina.
—Vamos —apremió Raúl.
Los dos cruzaron
apuradamente el umbral, pasando a una sala lleno de viejos cacharros oxidados y
viejas y agrietadas alacenas, con una vieja mesa y cuatro sillas de hierro y
madera en igual estado contra la pared izquierda.
—¿Dónde puede estar? —preguntó
Raúl.
—Debe estar. Siempre
estaba cuando veníamos a estas horas.
Un crujido en un
rincón donde no se habían fijado llamó su atención. Encajada en la esquina de
la pared había una agrietada y despintada puerta de madera.
Una ligerísima brisa,
seguramente filtrada a través de los numerosos huecos, agujeros y grietas de
las paredes, la entreabrió, haciendo gemir sus goznes.
—Debe de estar ahí —señaló
Roberto.
—¿Pero qué es eso?
¿Una despensa? ¿Un sótano?
—Sólo hay una manera
de averiguarlo. Vamos.
Los dos hombres se
dirigieron a la puerta y Roberto la abrió de un tirón.
—¿Señor Bardos?
Se sorprendió al ver
la sala a la que habían accedido. Al contrario que el resto de la casa, que era
de madera, la sala estaba compuesta de ladrillos grises. Esto era visible
porque, aunque no había puertas ni ventanas, estaba iluminada por tres
antorchas de madera sujetadas en las paredes. Parecía sacada de un castillo
medieval, si bien la sorpresa vino cuando vieron el suelo: no tenía ningún tipo
de pavimento, ni mármol, madera ni piedra; era tierra pura. Pero lo más extraño
era una enorme apertura circular situada en el centro. Estaba perfectamente
horadada en el suelo, con sus paredes recubiertas con ladrillos rojos. Una escalera
de caracol de peldaños de piedra gris nacía a la altura del suelo, al nivel de
los dos hombres, y se internaba en las entrañas de la tierra hasta una
profundidad considerable, tanto que no se veía el fondo desde la superficie.
Sin embargo, el
estupor que les impedía a los dos hombres moverse por el extraño hallazgo fue
sustituido por otro distinto que les incitó a actuar: en un punto indeterminado
en la negrura del abismo se movía lo que parecía la luz de un farol de gas.
—Debe ser él —dijo
Raúl.
—Pues vamos a
seguirle.
—¿Cómo?
—Vamos a hacer aquello
para lo que hemos venido. ¿No estarás asustado, verdad?
—No es eso —sin
embargo, Raúl tragó saliva tras su afirmación—. Es que todo esto empieza a
parecerme…siniestro.
—No seas tonto. Si te
tranquiliza, yo voy delante —Roberto agarró una de las antorchas—. Y no olvides
por qué te he pagado.
—Ya lo sé.
Los dos hombres
empezaron a bajar la escalera.
—No hay ningún agarre.
Procura no caerte –le avisó Roberto mientras iniciaban el descenso—. ¡¿Señor
Bardos?!
No hubo respuesta. El
haz de luz seguía bajando por la escalera. Los dos lo seguían por detrás.
—¡¿Señor Bardos?! ¿Me
oye?
Roberto repitió su
llamada, y la repitió cinco veces más antes de darse por vencido; no obtendría
respuesta. Junto a Raúl y asiendo precariamente la antorcha, siguió bajando,
hasta que ya debían llevar por lo menos siete pisos. Fue en ese momento cuando
la luz del farol avanzó lentamente en línea recta y desapareció, engullida por
la negrura.
—Espera —le susurró
Roberto a Raúl.
—¿Qué pasa?
—¿Has visto cómo ha
desaparecido?
—Quizás ahí hay un
pasillo.
Roberto maldijo su
ignorancia.
—Quizás deberíamos
dejarlo —sugirió Raúl.
—No. Ahora que hemos
llegado hasta aquí no podemos volver.
—Pero esto empieza a
ser muy raro…
—Sólo es un vejo
excéntrico con un farol. ¿Qué puede hacer?
Descendieron un par de
pisos más y la escalera terminó. Raúl tenía razón: frente a ellos se abría un pasillo
flanqueado por antorchas y de aspecto parecido a la sala por la que habían
llegado. Avanzaron lentamente por él y vieron que tras unos metros la pared
izquierda desaparecía, dejando un espacio abierto. El suelo continuaba hasta
una pared con un pequeño balcón, al cual el viejo Bardos, con la cabeza pelada,
una larga barba blanca y jersey y pantalones descoloridos, estaba asomado. Asía
el farol con su arrugada mano izquierda y un cubo lleno de algo en la derecha.
—Ahí está —susurró
Roberto a Raúl, al final de la pared que daba a la zona izquierda—. Vamos.
—¡Espera! —Raúl lo
agarró con fuerza, llevándolo tras la pared.
—¿Qué demonios haces?
—¿Has visto eso?—indicó
con un dedo el espacio abierto. Roberto lo miró, quedando sorprendido.
La zona sin muro era
una especie de plaza circular, hecha completamente de tierra de color
arcilloso. Y en la pared opuesta, horadadas en la tierra, al menos veinte
aperturas, negros agujeros parecidos a madrigueras que cubrían la pared.
—¿Qué es este sitio? —preguntó
al aire Roberto.
—Mira —le indicó Raúl,
señalando al señor Bardos.
Había dejado el farol
en el suelo y levantado el cubo.
—Hijos de la tierra,
hijos de este bosque, acudid a mí.
Dicho esto arrojó algo
de lo que sobresalía del cubo al foso…algo que resultó ser carne cruda y roja.
Un sonido en las
cavidades llamó la atención de los dos hombres. Se les heló la sangre.
De un agujero emergió
algo, lentamente, moviéndose de modo similar a una araña y arrastrando su
cuerpo. Era algo de un tono pálido y facciones y extremidades deformes. Sin
embargo a la vez recordaba…a un humano. Avanzó forzosamente hasta uno de los
fragmentos de carne y empezó a masticarlo.
El señor Bardos rió y
lanzó más carne al foso. En respuesta surgieron más criaturas de los agujeros,
dirigiéndose a la carne. Las de las cavidades bajas se arrastraban por el suelo
con sus extraños miembros, las de más arriba descendieron más deprisa con su
misteriosa agilidad de insecto. Más y más acudían. Y más carne caía al foso.
—¿Qué son? —preguntó
Raúl.
—No lo sé. Pero algo
antiguo y malo… —Roberto miró al hombre del fondo—. Esto lo explica todo.
—¿El qué?
—Esta casa, ese
hombre…debió ser construida para esconder estas criaturas y Bardos heredó de un
supuesto tío este sitio; un tío que la heredó antes… Heredó la misión de
alimentar y vigilar a esas criaturas en el subsuelo.
—¿Pero de dónde vienen?
¿Qué…?
Un grito de Bardos
silenció a Raúl. También las criaturas dejaron de comer, dirigiendo sus oscuros
ojos a su cuidador. Más de medio centenar se había congregado ya.
—¿Coméis bien? —les
dijo—. Espero que tan bien como cuando mis ancestros sucesivos realizaban mi
misma labor. Desde hace más de ochocientos años, cuando el primitivo hombre os
usurpó el mundo, mi familia recibió el honor de cuidaros; una vida, no
obstante, que elegí y me ha dado paz. Sin embargo, os advierto que nuestra paz
está en peligro. La codicia del hombre pretende arrebatarnos esta casa y el
bosque.
Los dos observadores
contuvieron la respiración al ver cómo, a medida que el anciano hablaba, las
criaturas se ponían cada vez más rígidas, como un batallón.
—Hombres como esos dos
intrusos, que han osado invadir mi hogar y venir hasta nuestro lugar sagrado.
El corazón les dio un
vuelco.
—¿Vais a permitirlo?
¿Dejaréis que nos quiten nuestro hogar? ¡Propongo que les deis un escarmiento!
El horror se apoderó
de Raúl y Roberto al ver a las criaturas escalar la pared de ladrillos,
buscándolos con sus siniestros ojos y una feroz expresión en sus rostros.
—¡Huyamos! —gritó
Roberto, dirigiéndose a toda prisa hacia la escalera.
Sin embargo, Raúl no
se movió. Mientras su compañero huía, él observaba paralizado por el horror
cómo más y más criaturas se unían en su persecución. Una docena de criaturas
que gruñían cargó hacia él... y cayó en las tinieblas del desvanecimiento.
Roberto, blandiendo su
antorcha, fue alcanzado por el grito de su acompañante mientras subía corriendo
las escaleras. El sonido le heló la sangre… pero no más del que le siguió. El raspado,
el sonido de grandes uñas, garras, arañando las escaleras de piedra, encajándose
al muro y trepándolo. Aterrado por la idea, la visión de las bestias
persiguiéndole, ascendió la escalera apuradamente, chocando con el muro para
evitar caer. Y tras él subía el sonido de las uñas de las bestias.
Tras unos minutos de
miedo atenazador y carrera ininterrumpida, alcanzó el final del infernal camino
de caracol. Dejó caer al suelo la antorcha y cruzó, como el viento que lo
acompañaba, la cocina, el salón y, por fin, el recibidor.
Ya era noche cerrada.
La luna brillaba, los murciélagos chillaban, algún búho aullaba y el viento
silbaba ocasionalmente. Se dejó caer sobre la hojarasca muerta para recuperar
el aliento, indiferente a la suerte del matón barriobajero que le había
acompañado y aliviado de haber salido de la casa.
Transcurrieron así
unos minutos felices cuando captó a su alrededor el crujido de las hojas
muertas al deslizarse… y no por el soplido del viento.
El terror volvió a su
corazón al ver cómo a su alrededor la hojarasca se desplazaba, levantada por
las criaturas que emergían del subsuelo en su persecución. El hombre, agotado,
se irguió otra vez para seguir huyendo, momentos antes de tropezar y volver a caer
sobre las hojas muertas. Roberto no trató de mirar a los engendros que salían
de debajo de las hojas. Se vio envuelto por las tinieblas y se dejó caer en
ellas.
La luz blanca de los
tubos de luz hacía brillar el blanco mármol del hospital donde los médicos se
movían, las enfermeras iban y venían y una pareja, ambos de más de cuarenta
años, esperaba cabizbaja en el pasillo hasta que una puerta se abrió.
—¿Cómo esta, doctor? —preguntaron
ambos.
—Se recuperará.
La mujer suspiró
aliviada y se quedó sentada, mientras su marido hablaba con el médico.
—¿Qué le ha pasado?
—No lo sé. Está en
estado de shock. Lo cierto es que lo único que se me ocurre es que haya sufrido
una impresión incalificable.
—Dios mío… —musitó el
hombre—. ¿Y…puedo saber cómo me localizaron?
—Llevaba su cartera y
vimos su dirección — respondió—. Le acompañaba otro joven, en otra sala y en el
mismo estado. No sabemos qué harían en el bosque a esas horas.
El hombre guardó
silencio unos momentos.
—¿Y cómo los
encontraron?
—Un anciano los
encontró. Al parecer vivía cerca. Bajó hasta el pueblo y nos avisaron… Mire,
ahí está.
El hombre miró al
pasillo y vio al viejo señor Bardos andar hacia él, apoyado en un bastón. Se
apresuró a ir a su encuentro.
—Señor Bardos —le dijo
con la cabeza inclinada—. Le agradezco que haya salvado a mi hijo…
—No ha sido nada —aseguró
humildemente el anciano—. ¿Cómo está?
—El medico dice que se
recuperará.
—Me alegro.
—Señor, quiero que sepa que si necesita pedirme cualquier cosa…
—Soló una —le dijo el
anciano, alzando un dedo—. Soy feliz viviendo como vivo y donde vivo. Por tanto
me gustaría que dejara de intentar adquirir mi hogar y sus zonas colindantes.
—Delo por hecho,
señor.
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