domingo, 21 de junio de 2015

LA CASA EN EL BOSQUE

     —¿Falta mucho para  llegar?
     —Ya no queda mucho.
     Un hombre joven de unos veintitrés años, vestido elegantemente, avanzaba por la calzada sabedor de que no vendrían coches, seguido de cerca por otro, más o menos de su edad, pero lejos de su elegancia. Estaban pasando los últimos edificios rojos y grises que flanqueaban las afueras de la ciudad, dirigiéndose al pequeño camino que se internaba en el bosque. En el horizonte, el ocaso llegaba a su fin.
     —Sabes bien qué debes hacer, ¿verdad Raúl? —preguntó el hombre elegante, cuando alcanzaron la entrada del bosque.
     —Sí, Roberto ——le respondió—. ¿Y si se niega?
    —De eso debes preocuparte precisamente tú —le increpó Roberto, mientras se internaban en el bosque—. Mi padre se juega mucho en este proyecto urbanístico. No veas lo que nos costó convencerles de que ese montón de madera carece de valor ecológico. Y si los rumores sobre la nueva carretera por el bosque son reales, mejor. Pero si el viejo Bardos no vende su propiedad, no valdrá de nada.
     ——¿Vamos a la casa del viejo Bardos?
     —Sí. ¿Lo conoces?
     Aunque su ciudad no era pequeña, muchos eran los que conocían al viejo Bardos, el cual vivía como un ermitaño en una casa destartalada en el interior del bosque. El viejo llegó a la ciudad con apenas catorce años, heredándola de un tío suyo, del cual heredó también, al parecer, forma de vida y costumbres.
     En sus más de setenta años en la ciudad nunca se le había visto fuera de su hogar, salvo algún día entre semana que se presentaba a comprar víveres, sobre todo carne. ¿De qué vivía? Una herencia según unos, una pensión según otros, o ambas cosas. Era un misterio.
     El cielo se oscurecía mientras los hombres avanzaban por el bosque.
     —¿Te asusta este sitio? —preguntó Roberto.
     —Simplemente me pone nervioso.

     Un viento frío soplaba mientras avanzaban flanqueados por altos robles, caminando sobre hojas muertas. Un lugar macabro, que según algunos estaba encantado.
     —¡Ahí asoma!
     Roberto apretó el paso sobre el camino de hojarasca, seguido de cerca por Raúl.
     Ante ellos se alzaba el hogar de Baldos: una casa de dos pisos, hecha de madera de pino envejecida, cubierta de pintura desconchada de un color indefinido, que sostenía una corona de agrietadas tejas negras.
     Tanto su origen como su ubicación era un misterio; si bien esto último parecía hallar su explicación en lo poco transitado del lugar.
     —¿Estás listo, Raúl?
     —¿Y si no nos recibe?
     —Él tiene la puerta siempre abierta. Recibe a cualquiera. Luego, si no le gusta, lo echa después de recibirlo. Así ha sido al menos siempre que hemos venido.
     —Y el plan es…
     —Yo le hago la oferta…y si sigue rechazándola, tú tratas de persuadirlo. Y si das tanto miedo como me lo has dado a mí, funcionará.
     —Con lo que me has pagado, descuida —sonrió mientras entrechocaba sus nudillos.
     —Bueno, vamos.
     Roberto subió la escalerita de la entrada y giró el oxidado picaporte.
     —¡Señor Bardos! —llamó—. ¡Vengo por el asunto López! ¡Quisiéramos mejorar nuestra oferta!
     No hubo respuesta mientras entraban en la casa. El recibidor estaba muy dejado, cubierto con una deshilachada alfombra y con las paredes cubiertas de oscurecidos cuadros y objetos, todo ello corroído por el polvo.
     —¡Señor Bardos! —Roberto llamaba mientras andaba sobre el crujiente suelo, pasando a un pequeño comedor. La luz de la polvorienta y carcomida estancia procedía de las velas de un candelabro sobre una mesa en un rincón.
     —¡¿Dónde está?! —siguió insistiendo Roberto.
     Como respuesta se oyó un crujido en la siguiente estancia, la cocina.
     —Vamos —apremió Raúl.
     Los dos cruzaron apuradamente el umbral, pasando a una sala lleno de viejos cacharros oxidados y viejas y agrietadas alacenas, con una vieja mesa y cuatro sillas de hierro y madera en igual estado contra la pared izquierda.
     —¿Dónde puede estar? —preguntó Raúl.
     —Debe estar. Siempre estaba cuando veníamos a estas horas.
     Un crujido en un rincón donde no se habían fijado llamó su atención. Encajada en la esquina de la pared había una agrietada y despintada puerta de madera.
     Una ligerísima brisa, seguramente filtrada a través de los numerosos huecos, agujeros y grietas de las paredes, la entreabrió, haciendo gemir sus goznes.
     —Debe de estar ahí —señaló Roberto.
     —¿Pero qué es eso? ¿Una despensa? ¿Un sótano?
     —Sólo hay una manera de averiguarlo. Vamos.
     Los dos hombres se dirigieron a la puerta y Roberto la abrió de un tirón.
     —¿Señor Bardos?
     Se sorprendió al ver la sala a la que habían accedido. Al contrario que el resto de la casa, que era de madera, la sala estaba compuesta de ladrillos grises. Esto era visible porque, aunque no había puertas ni ventanas, estaba iluminada por tres antorchas de madera sujetadas en las paredes. Parecía sacada de un castillo medieval, si bien la sorpresa vino cuando vieron el suelo: no tenía ningún tipo de pavimento, ni mármol, madera ni piedra; era tierra pura. Pero lo más extraño era una enorme apertura circular situada en el centro. Estaba perfectamente horadada en el suelo, con sus paredes recubiertas con ladrillos rojos. Una escalera de caracol de peldaños de piedra gris nacía a la altura del suelo, al nivel de los dos hombres, y se internaba en las entrañas de la tierra hasta una profundidad considerable, tanto que no se veía el fondo desde la superficie.
     Sin embargo, el estupor que les impedía a los dos hombres moverse por el extraño hallazgo fue sustituido por otro distinto que les incitó a actuar: en un punto indeterminado en la negrura del abismo se movía lo que parecía la luz de un farol de gas.
     —Debe ser él —dijo Raúl.
     —Pues vamos a seguirle.
     —¿Cómo?
     —Vamos a hacer aquello para lo que hemos venido. ¿No estarás asustado, verdad?
     —No es eso —sin embargo, Raúl tragó saliva tras su afirmación—. Es que todo esto empieza a parecerme…siniestro.
     —No seas tonto. Si te tranquiliza, yo voy delante —Roberto agarró una de las antorchas—. Y no olvides por qué te he pagado.
     —Ya lo sé.
     Los dos hombres empezaron a bajar la escalera.
     —No hay ningún agarre. Procura no caerte –le avisó Roberto mientras iniciaban el descenso—. ¡¿Señor Bardos?!
     No hubo respuesta. El haz de luz seguía bajando por la escalera. Los dos lo seguían por detrás.
     —¡¿Señor Bardos?! ¿Me oye?
     Roberto repitió su llamada, y la repitió cinco veces más antes de darse por vencido; no obtendría respuesta. Junto a Raúl y asiendo precariamente la antorcha, siguió bajando, hasta que ya debían llevar por lo menos siete pisos. Fue en ese momento cuando la luz del farol avanzó lentamente en línea recta y desapareció, engullida por la negrura.
     —Espera —le susurró Roberto a Raúl.
     —¿Qué pasa?
     —¿Has visto cómo ha desaparecido?
     —Quizás ahí hay un pasillo.
     Roberto maldijo su ignorancia.
     —Quizás deberíamos dejarlo —sugirió Raúl.
     —No. Ahora que hemos llegado hasta aquí no podemos volver.
     —Pero esto empieza a ser muy raro…
     —Sólo es un vejo excéntrico con un farol. ¿Qué puede hacer?
     Descendieron un par de pisos más y la escalera terminó. Raúl tenía razón: frente a ellos se abría un pasillo flanqueado por antorchas y de aspecto parecido a la sala por la que habían llegado. Avanzaron lentamente por él y vieron que tras unos metros la pared izquierda desaparecía, dejando un espacio abierto. El suelo continuaba hasta una pared con un pequeño balcón, al cual el viejo Bardos, con la cabeza pelada, una larga barba blanca y jersey y pantalones descoloridos, estaba asomado. Asía el farol con su arrugada mano izquierda y un cubo lleno de algo en la derecha.
     —Ahí está —susurró Roberto a Raúl, al final de la pared que daba a la zona izquierda—. Vamos.
     —¡Espera! —Raúl lo agarró con fuerza, llevándolo tras la pared.
     —¿Qué demonios haces?
     —¿Has visto eso?—indicó con un dedo el espacio abierto. Roberto lo miró, quedando sorprendido.
     La zona sin muro era una especie de plaza circular, hecha completamente de tierra de color arcilloso. Y en la pared opuesta, horadadas en la tierra, al menos veinte aperturas, negros agujeros parecidos a madrigueras que cubrían la pared.
     —¿Qué es este sitio? —preguntó al aire Roberto.
     —Mira —le indicó Raúl, señalando al señor Bardos.
     Había dejado el farol en el suelo y levantado el cubo.
     —Hijos de la tierra, hijos de este bosque, acudid a mí.
     Dicho esto arrojó algo de lo que sobresalía del cubo al foso…algo que resultó ser carne cruda y roja.
     Un sonido en las cavidades llamó la atención de los dos hombres. Se les heló la sangre.
     De un agujero emergió algo, lentamente, moviéndose de modo similar a una araña y arrastrando su cuerpo. Era algo de un tono pálido y facciones y extremidades deformes. Sin embargo a la vez recordaba…a un humano. Avanzó forzosamente hasta uno de los fragmentos de carne y empezó a masticarlo.
     El señor Bardos rió y lanzó más carne al foso. En respuesta surgieron más criaturas de los agujeros, dirigiéndose a la carne. Las de las cavidades bajas se arrastraban por el suelo con sus extraños miembros, las de más arriba descendieron más deprisa con su misteriosa agilidad de insecto. Más y más acudían. Y más carne caía al foso.
     —¿Qué son? —preguntó Raúl.
     —No lo sé. Pero algo antiguo y malo… —Roberto miró al hombre del fondo—. Esto lo explica todo.
     —¿El qué?
     —Esta casa, ese hombre…debió ser construida para esconder estas criaturas y Bardos heredó de un supuesto tío este sitio; un tío que la heredó antes… Heredó la misión de alimentar y vigilar a esas criaturas en el subsuelo.
     —¿Pero de dónde vienen? ¿Qué…?
     Un grito de Bardos silenció a Raúl. También las criaturas dejaron de comer, dirigiendo sus oscuros ojos a su cuidador. Más de medio centenar se había congregado ya.
     —¿Coméis bien? —les dijo—. Espero que tan bien como cuando mis ancestros sucesivos realizaban mi misma labor. Desde hace más de ochocientos años, cuando el primitivo hombre os usurpó el mundo, mi familia recibió el honor de cuidaros; una vida, no obstante, que elegí y me ha dado paz. Sin embargo, os advierto que nuestra paz está en peligro. La codicia del hombre pretende arrebatarnos esta casa y el bosque.
     Los dos observadores contuvieron la respiración al ver cómo, a medida que el anciano hablaba, las criaturas se ponían cada vez más rígidas, como un batallón.
     —Hombres como esos dos intrusos, que han osado invadir mi hogar y venir hasta nuestro lugar sagrado.
     El corazón les dio un vuelco.
     —¿Vais a permitirlo? ¿Dejaréis que nos quiten nuestro hogar? ¡Propongo que les deis un escarmiento!
     El horror se apoderó de Raúl y Roberto al ver a las criaturas escalar la pared de ladrillos, buscándolos con sus siniestros ojos y una feroz expresión en sus rostros.
     —¡Huyamos! —gritó Roberto, dirigiéndose a toda prisa hacia la escalera.
     Sin embargo, Raúl no se movió. Mientras su compañero huía, él observaba paralizado por el horror cómo más y más criaturas se unían en su persecución. Una docena de criaturas que gruñían cargó hacia él... y cayó en las tinieblas del desvanecimiento.

     Roberto, blandiendo su antorcha, fue alcanzado por el grito de su acompañante mientras subía corriendo las escaleras. El sonido le heló la sangre… pero no más del que le siguió. El raspado, el sonido de grandes uñas, garras, arañando las escaleras de piedra, encajándose al muro y trepándolo. Aterrado por la idea, la visión de las bestias persiguiéndole, ascendió la escalera apuradamente, chocando con el muro para evitar caer. Y tras él subía el sonido de las uñas de las bestias.
     Tras unos minutos de miedo atenazador y carrera ininterrumpida, alcanzó el final del infernal camino de caracol. Dejó caer al suelo la antorcha y cruzó, como el viento que lo acompañaba, la cocina, el salón y, por fin, el recibidor.
     Ya era noche cerrada. La luna brillaba, los murciélagos chillaban, algún búho aullaba y el viento silbaba ocasionalmente. Se dejó caer sobre la hojarasca muerta para recuperar el aliento, indiferente a la suerte del matón barriobajero  que le había acompañado y aliviado de haber salido de la casa.
     Transcurrieron así unos minutos felices cuando captó a su alrededor el crujido de las hojas muertas al deslizarse… y no por el soplido del viento.
     El terror volvió a su corazón al ver cómo a su alrededor la hojarasca se desplazaba, levantada por las criaturas que emergían del subsuelo en su persecución. El hombre, agotado, se irguió otra vez para seguir huyendo, momentos antes de tropezar y volver a caer sobre las hojas muertas. Roberto no trató de mirar a los engendros que salían de debajo de las hojas. Se vio envuelto por las tinieblas y se dejó caer en ellas.

     La luz blanca de los tubos de luz hacía brillar el blanco mármol del hospital donde los médicos se movían, las enfermeras iban y venían y una pareja, ambos de más de cuarenta años, esperaba cabizbaja en el pasillo hasta que una puerta se abrió.
     —¿Cómo esta, doctor? —preguntaron ambos.
     —Se recuperará.
     La mujer suspiró aliviada y se quedó sentada, mientras su marido hablaba con el médico.
     —¿Qué le ha pasado?
     —No lo sé. Está en estado de shock. Lo cierto es que lo único que se me ocurre es que haya sufrido una impresión incalificable.
      —Dios mío… —musitó el hombre—. ¿Y…puedo saber cómo me localizaron?
     —Llevaba su cartera y vimos su dirección — respondió—. Le acompañaba otro joven, en otra sala y en el mismo estado. No sabemos qué harían en el bosque a esas horas.
     El hombre guardó silencio unos momentos.
     —¿Y cómo los encontraron?
     —Un anciano los encontró. Al parecer vivía cerca. Bajó hasta el pueblo y nos avisaron… Mire, ahí está.
     El hombre miró al pasillo y vio al viejo señor Bardos andar hacia él, apoyado en un bastón. Se apresuró a ir a su encuentro.
     —Señor Bardos —le dijo con la cabeza inclinada—. Le agradezco que haya salvado a mi hijo…
     —No ha sido nada —aseguró humildemente el anciano—. ¿Cómo está?
     —El medico dice que se recuperará.
     —Me alegro.
     —Señor, quiero que sepa que si necesita pedirme cualquier cosa…
     —Soló una —le dijo el anciano, alzando un dedo—. Soy feliz viviendo como vivo y donde vivo. Por tanto me gustaría que dejara de intentar adquirir mi hogar y sus zonas colindantes.

     —Delo por hecho, señor.

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