lunes, 29 de junio de 2015

DANZANDO ENTRE FANTASMAS

     Nada se recuerda mejor que una experiencia única, por muy infantil o patética que ésta sea. Los fantasmas, por ejemplo, no existen. Por eso, a sabiendas desde hacía tiempo de que no eran reales y habiéndoles perdido cualquier atisbo de miedo desde hacía todavía más, y aunque aquel recuerdo fuese ahora una mancha en su memoria cargado de risa y vergüenza, László nunca podría olvidarla. La noche en que, por un instante, la fantasía fue real. La noche en que vio un fantasma.
     Era otoño, cuando los días son cortos y las noches frías; cuando los padres quieren descansar de sus largas y duras faenas y los niños quieren volver pronto a sus casas nada más acabar el colegio, especialmente en una tierra donde se conoce el miedo. En aquella casucha miserable, de un pueblucho miserable de aquel país pobre y perdido en el este de Europa de cuyo nombre ni quería acordarse. De hecho, aquello en realidad no tenía nombre porque ni siquiera era un país, teniendo que limitarse a la dignidad de “frontera”.
     Aquella noche, no especialmente fría pero sí más ventosa de lo habitual. No era demasiado tarde, pero ya era por completo de noche. Las bombillas que colgaban de los techos con viejas goteras parpadeaban al ritmo que el fuego consumía la madera en la chimenea. Su madre lo llevó del colegio directamente a casa, de donde se fue a trabajar, mientras su abuela se quedaba a cuidarles a él y a su hermano. En un futuro, sería el mayor de cinco, tres hermanos y dos hermanas. Pero, con cuatro años, el bebé de dos meses no había conseguido quitarle aún el título de “niño pequeño de la casa”. Ocupada con su hermanito, la anciana dejaba al chaval vagando por la destartalada casa y el abandonado patio de aquella ruina periférica. Allí, como de costumbre, tras mirar con desgana el cuaderno de pueriles dibujos con frases blandengues que debería leer, se entretuvo vagando por la tierra, jugando con un viejo balón raído y haciendo girar una peonza de madera, a la espera de que la creciente oscuridad y el apremiante frío lo agotasen hasta que entrar en casa y no salir fuese una necesidad y no una opción. Unas dos horas después de llegado el momento, su padre llegó de la fábrica. Como de costumbre, le dedicó un beso a su abuela y otro a él, un par de carantoñas al pequeño y luego se sentó en el salón, donde puso la tele e intentó ojear un periódico amarillento. Él sabía bien que era mejor dejar a su padre en aquellos momentos. Era un hombre cariñoso pero rudo, al que el trabajo extenuante le quitaba cualquier gana de jugar con sus hijos; y poseído de un tremendo orgullo que llevaba a reprimir cualquier muestra de “estupidez o debilidad” a golpe de mano. Su madre, en cambio, más cariñosa y atenta, lo llevó con ella como pinche de cocina mientras preparaba la cena, una espesa sopa de verduras que la familia solía degustar noche sí y noche también. Consumida con abundante pan, su final marcó el momento del postre para el bebé, que estuvo varios minutos colgando del pezón de su madre, marcando con cada trago el tic—tac de la cuenta atrás para que los niños se fuesen a dormir. La pequeña habitación, con paredes recubiertas de yeso de tono pardo, difícil de precisar si por una pintura vieja o por efecto de la humedad, era compartida, con la pequeña y tosca cama sepultada bajo una gruesa manta y varias sábanas a la izquierda y la vieja y desconchada cuna en la que él mismo durmió hasta hacía pocos años a la derecha, presididas por una única ventana que daba al exterior. Cosa que le molestaba un poco, ya que cada vez que a su hermanito le daba por pedir algo por la noche, él debía ser testigo involuntario, incómodo y somnoliento, de cómo lo limpiaban, amamantaban o consolaban. La mujer los arropó y luego apagó la bombilla que colgaba de un corroído cable en el techo; marcando el final del día y el principio de aquel intermedio de silencio y paz que era la noche.
     O, por lo menos, así solía ser. Por pura coincidencia, aquella noche invernal tuvo mucho viento. Levantado de improviso, soplaba con violencia, a tanta velocidad que sus silbidos se le clavaban en los oídos como agujas y con tanta fuerza que temió por momentos que las cuarteadas paredes de la casa se desmoronasen. Consiguió, además, dotar de una vida pasajera e inconsciente a ciertos elementos de la casa. Uno de los postigos de una ventana del salón, siamés de su cuarto, no estaba bien cerrado y había sido arrancado por las brutales ráfagas, que ahora le propinaban una verdadera paliza, estampándolo una vez y otra y otra contra el muro exterior, intentando que sólo quedasen de él astillas. El niño oía los golpes, le impedían conciliar el sueño. Su hermanito, por el momento, dormía, pero sabía que en el momento en que su concentración se turbase un ápice, rompería en llantos. Podía, eso sí, tardar horas. Y él tendría que soportar, hasta entonces, los gritos de dolor de la madera golpeada.
     Tras dudar por unos momentos en sí debería llamar o no a sus padres, László decidió que ya era lo bastante mayor para hacer aquello. Con sus pies cubiertos por desgastados calcetines de lana por los que asomaba un pulgar como un gusano gordo, caminó de puntillas sobre el suelo helado fuera del dormitorio, a la tenebrosa sala donde pasaba el día a día, buscando con su oído la ventana rebelde. La localizó a su derecha, justo debajo del perforado y carcomido sofá desde donde veían la tele. Que, mira por donde, serviría de alzas para sus cortas piernas en su particular misión.
     Con el corazón latiendo acelerado, con esa emoción del niño que hace cualquiera cosa solo por primera vez, se encaramó al blando asiento y escaló el duro reposabrazos de madera. Sí, de hecho lo podía ver; el manto cuadrado y macizo de oscuridad acercarse lentamente a la ventana como si fuese a cerrarse solo para luego, con la impetuosidad espontánea de la joven que se arrepiente en el último segundo de una cita a ciegas, lanzarse a la huida, estampándose contra el lateral con un estampido, presa de la irrompible esposa del gozne.
     Muy lentamente, con cuidado, el niño acercó su corto brazo, mientras su cuerpo se mantenía en bamboleante equilibrio, hasta llegar al cierre de la ventana. No tenía más que esperar a que el postigo batiente volviese para asegurarlo, como había visto hacer ya mil veces desde que tenía uso de razón. Giró la deslucida manija de metal y la apartó. No pudo reprimir un grito a la vez que hacía amago de cubrirse el rostro con las manos; una repentina ráfaga empujó el marco acristalado, que casi se estrelló contra él y se detuvo de milagro antes de golpear la pared, despertando a toda la casa y, seguramente, haciéndose añicos. Dando un ligero traspiés, del que por suerte siguió en pie, László se rehízo. Volvió a estirar ambas manos hacia adelante, esta vez listo para agarrar aquel traicionero pedazo de madera. No debía faltar mucho para que volviese…
     En ese instante se contuvo. Había visto algo más, al otro lado del marco abierto, pasar un momento por delante de él. Algo alargado, aplanado y etéreo que pareció asomarse tras el canto de la ventana para, al comprobar que había alguien, retroceder. El niño quedó paralizado por unos momentos, sin saber qué era o podía ser. Y entonces atacó.
     Con una nueva ráfaga externa, el postigo volvió… y con él, algo más. Cruzó el alféizar en una fracción de segundo, lanzándose de forma decidida y despiadada hacia el niño. Hacia su cara.
     El ataque inicial golpeó a László en el rostro, abarcando toda su cara con la misma fuerza que un guantazo, haciéndole cerrar los ojos y perder el equilibrio. Sin embargo, mientras caía de espaldas, notó como la actitud de su atacante cambiaba. Tras su envite, su actitud se calmó y su interacción se suavizó bastante. Mientras se separaba de él, notó como alargaba una liviana y delicada mano hacia su rostro, rodeándolo por completo y acariciándolo con ternura mientras la caída los separaba. Fue lo que más le asustó. Aquellos dedos finos e invisibles, casi insustanciales. Finalmente, el niño aterrizó de espaldas sobre el sofá; entero por suerte. Y, delante de él, atrapado por el postigo que se había cerrado aplastando su cuerpo, una extraña y amorfa criatura, pálida y estirada, sin vida, como un brazo amputado por una guillotina. La reacción predecible del niño fue gritar con todas sus fuerzas.
     La ayuda no se hizo esperar y dos luces se encendieron a la vez que el bebé rompía a llorar, sobresaltado. Su padre irrumpió en el salón con camiseta interior y calzoncillos, maldiciendo con furia y exigiendo saber qué pasaba, mientras su mujer y su suegra se dirigían a comprobar que el benjamín estaba a salvo. El primogénito, en cambio, seguía tendido, contemplando paralizado el fantasmal ente que le había pegado.
     Por fin, su padre, con su cuerpo grande y grueso, se puso a su lado. Le habló sin miramientos, con más reproche que preocupación.
     —¿Qué pasa?
     En silencio, el niño se limitó a levantar el dedo y señalar adelante. Las luces se fueron un momento cuando el elevado cuerpo del progenitor pasó frente a él, agarrando por un borde el cuerpo yacente… y estallando en sonoras y vibrantes carcajadas.
     —¡Tonto! —le espetó, plantándose delante de él—. ¿Sabes qué es esto?
     Le agarró por el pequeño brazo y lo empujó hacia adelante, casi haciéndole volar e infligiendo  un daño terrible. El niño aterrizó sobre la cabeza vuelta, carente de ojos, nariz o cara y que, como pudo comprobar, tampoco tenía sustancia. Recuperando un vestigio de seguridad por la presencia de su padre, sujetó aquel cuerpo entre sus dedos, notando como se arrugaba con suavidad… y sabiendo por fin lo que era.
     —¡Pedazo de idiota! —su padre le propinó una fuerte colleja, saltándole las lágrimas—. ¡Eso por despertarme!
     László empezó a llorar, no tanto por el dolor en su nuca como por la vergüenza que sentía. Sólo era una sábana, tendida fuera para secarse y que el vendaval había llevado volando hasta clavarla tras el postigo, finamente asegurada. No había más actividad en aquel fantasma que la que el flujo del viento, del que ahora estaba privado, le proporcionaba.
     Su padre se alejó refunfuñando, de vuelta al lecho. Su madre, tras devolver al bebé en brazos de Morfeo, encomendó a su madre a hacer lo mismo. Luego, contenta porque la pieza de tela no se hubiese perdido, puso bien la ventana, secó las lágrimas de su hijo con un pañuelo salido de entre los pliegues de su pijama y lo devolvió a la cama.
     La noche volvió, tinieblas y silencio. Con aquella cruel conclusión, hasta el viento se paró, como quien deja de reír al final de una broma pesada. En su dormitorio, László no dormía. No podía olvidar. Su cobardía ante algo tan insignificante y, más que nada, la vergüenza pasada cuando todos lo vieron; el ridículo delante de toda su familia. Fue su punto de inflexión. Un juramento fue hecho ante el propio ser mientras su respiración se reducía y sus párpados sucumbían. Desde aquel momento, se dijo a sí mismo, no se dejaría asustar tan fácilmente. A partir de entonces, desarrolló una fuerte animadversión hacia aquellas caricias procedentes de manos que no controlase tan sólo cerrando el puño. Y, sobre todo, dejó de creer en fantasmas.

     Los años pasaron y el niño creció; mucho más rápido de lo que la mayoría de los niños crecen, pero en un mundo de lobos crecer era la única garantía para sobrevivir. Además, para él fue fácil. Después de todo, dejó de ser un niño hacía mucho; simplemente, su cuerpo se puso a la altura de su mente.
     Dejó su colegio, su hogar, y finalmente, su patria; viéndose obligado como alguno de sus antepasados a vivir del terreno. Tuvo que robar y dañar para sobrevivir. Estuvo un par de veces en la cárcel, donde la intimidación, las palizas y la amenaza de violación sólo le convencieron de que no volvería. Simplemente, la próxima vez sería más cuidadoso. Y si no, mientras pudiera, viviría a lo grande.
     Bebió. Esnifó. Folló. Y, especialmente, viajó. A una tierra más lejana, más cálida, más alegre. A los veintitrés años consiguió ver por primera vez el mar. Enamorado de su brillo azul, lo fue siguiendo hacia el confín de Europa. Decidió quedarse allí. La vida, durante un tiempo, fue fácil. Después de todo, aquella tierra era como el vertedero del mundo. Fuese donde fuese había apátridas y exiliados como él, tan habituados a vivir como carroñeros y carteristas que habían hecho de ello un verdadero arte. Y, eventualmente, dejó de ser un solitario. Conoció gente, gente como él; hombres duros, hechos a sí mismos. Leones que vivían como hienas. Y, como tales, siempre andaban necesitados de sangre nueva; nuevos refuerzos para mantener en vanguardia a la manada. Al ejército.
     La iniciación fue breve y brutal. La visión de aquel desgraciado, cubierto de sangre y con la puñalada en el costado, mientras alargaba inútilmente sus manos hacia la mercancía, le persiguió en sueños un par de veces. Pero la sangre lavó la sangre y, con el tiempo, la falta de moralidad le hizo inmune al sufrimiento. Lo que le vino muy bien, porque siempre tenía trabajo. Deudores que querían pasar a ser morosos. Clientes adictos a regatear. Proveedores reticentes a aceptar un precio justo por la mercancía. Las experiencias eran vibrantes, las recompensas cuantiosas. Empezó a verse a sí mismo como una especie de pirata, pero mucho más moderno. En vez de tricornio, casaca y pata de palo, llevaba una sencilla cazadora, vaqueros y botas. En vez de pistola de pedernal y sable, usaba una inestimable Tokarev y una discreta navaja. En vez de asaltar barcos y traficar con alcohol, actuaba en tierra y comerciaba con mercancías más exóticas. Después de todo, el alcohol era fácil y barato esos días. Y, más importante y lo que más le gustaba, no tendría que pisar un barco en su vida, porque no sabía nadar.
     Con el tiempo, aceptó su nueva condición. No era parte de una banda, sino de una familia; mucho más grande y dinámica de lo que lo fue la suya o ninguna. Y, verdadera diferencia, siempre abierta a aceptar nuevos miembros. Cualquiera que entrase sabía que siendo trabajador, comprometido y, sobre todo, leal, nunca le faltaría comida, dinero, farlopa o coños. Y, porque no decirlo, aunque a veces el horario era intempestivo, rara era la noche entera pasada en vela.

     El tiempo siguió pasando y, dos años después de hacer su nido en aquel nuevo árbol, László estaba dispuesto para otro trabajo. Y nervioso, porque era del tipo que nunca le gustó.
     Ante él, se alzaba una puerta de hierro negra en forma de arco que le rebasaba los ojos, rodeada por una ridícula muralla de ladrillos adornada con puntas de flecha, fácil de superar de un simple salto. Al otro lado, al final de un camino de grava junto a una vasta extensión de tierra donde brotaban naranjos, limoneros, vides y algún viejo juguete olvidado, una casa pequeña pero sólida, modesta pero preciosa, de paredes blancas y techo de tejas rojas inapreciables bajo la noche cerrada. En su interior, según la fuente de confianza, un matrimonio; un hombre de treinta y pocos que trabajaba de vendedor en un concesionario y su mujer, un par de años más joven, dependienta de ropa, con dos hijas; la mayor de diecisiete años y la pequeña de seis. Había otro hijo mayor, pero vivía lejos, en un piso de estudiantes. Sin armas, sin sistema de alarma ni perros ni mascotas ruidosas (aparte de un inofensivo acuario) ni otra fuente de luz en previsión de ladrones que dos modestas bombillas adornando los postes de la entrada; más como reclamo que como disuasión. Un golpe, sencillamente, perfecto. No se trataba de un botín demasiado cuantioso, pero sí conseguiría un buen pellizco.
     Junto a él, Benin, su cómplice; un albanés algo mayor que él, de piel pálida y pelo y barba color rubio ceniza; prácticamente un desafío a la lógica del camuflaje, especialmente allí, parados bajo los improvisados farolillos. Estaban solos en aquel trabajo. Después de todo, como bien apuntó su superior; “es demasiado trabajo para uno solo pero muy poco para mucha gente”; juzgando que con los dos bastaría. László lanzó un vistazo a su reloj, girando su brazo derecho. Las dos y veinte. A la mañana siguiente había que trabajar e ir al colegio. Seguramente ya estarían todos dormidos. Le hizo una señal en forma de mirada a su acompañante. Benin asintió. Había llegado el momento.
     No tuvieron ni que ayudarse mutuamente; sus cuerpos esbeltos y sus fuertes brazos fueron suficientes para sortear la parodia de barrera, con una bajada que tuvo más de tropiezo que de caída. Debían pensar que, en un sitio tan aislado, las posibilidades de ser atacados eran remotas. Igual de que la policía pasase por casualidad. Ni un simple coche perdido que se preguntase qué hacían aquellos dos hombres practicando el salto de vallas en una parcela cerrada.
     El acercamiento fue apresurado pero prudente, los dos con la cabeza baja y el cuerpo agachado, no sintiéndose seguros hasta dejar atrás por completo el aura de la puerta. Una vez en las sombras, todo cambió. Los dos depredadores podían moverse libremente, envueltos por su entorno natural. Con el costado pegado al borde derecho de la casa, la bordearon, sintiendo la ruda caricia de la piedra rugosa hasta alcanzar la parte frontal, donde les esperaba una enorme escalinata de granito ensuciada por el campo, con escalones amplios y perceptibles incluso en la oscuridad. Y que, colmo de las facilidades para un ladrón, se encontraba con la casa entre ellos y el exterior, convirtiéndoles literalmente en invisibles. Pudieron tomarse el lujo de subir los duros peldaños corriendo, antes de adquirir una pose más sigilosa. Había llegado la hora de trabajar.
     Benin se encargaba de forzar la cerradura, sin más útiles que una ganzúa, un pincho y un “palo largo y fino”, como solía referirlo László. Que supiesen, las llaves estarían seguramente puestas por dentro, lo que no le suponía un problema al experto en forzar cierres. Un par de chasquidos, acompañados de breves pausas y respiraciones contenidas rebozadas en sudor, correspondientes al único temor que padecían aquellos cazadores: la posibilidad de ser cazados. Un ruido demasiado subido de tono podía delatar su intrusión. Sin embargo, el albanés era un veterano. Un par de giros con sus flexibles muñecas y la puerta retrocedió, invitándoles a pasar. Benin se metió sus juguetes en la chaqueta y levantó el pulgar en señal de triunfo. László sonrió al tiempo que avanzaba, mientras su compañero le cedía el primer puesto. Era su momento. Lo verificó sacándose la Tokarev de la cintura.
     Costaba creer, pero un elaborado chivatazo de una asistenta les permitía moverse aquella primera vez a oscuras por el interior de la casa como si la conociesen de toda la vida. A la izquierda del recibidor, una sala gigantesca; el salón lleno de muebles. Por el momento no les importaba; ya tendrían ocasión de repasarlo cuando acabasen lo prioritario. A la izquierda, la cocina. Nada útil… a menos que quisiesen jugar con alguna mosca repelente. Al fondo, el baño. A lo mejor antes de irse. Y a la derecha, al fondo, las escaleras. Y después, los dormitorios.
     Empezaron por el flanco derecho; Benin al principio y László al fondo; listos para interrumpir el sueño de los padres y la hija mayor. El hermano mayor dormía en la primera puerta a la izquierda, ahora vacía. Y la niñita en el siguiente cuarto… podría ponerse a chillar, sacudirse, arañar y hasta morder, pero sería tan difícil de tratar como un gato con malas pulgas. Eso sí, un gato que podía armar mucho jaleo. Por eso podían permitirse dejarla la última. Los dos cómplices intercambiaron una mirada en la penumbra, asintieron… y las dos manijas bajaron simultáneamente.
     Un manotazo contra la pared y se hizo la luz. El hombre, estirado en forma de cuatro hacia la pared del fondo, ni se había dado cuenta; seguía roncando plácidamente. Su mujer, a su lado, se retorció un poco, perturbada por el repentino e innecesario claror, antes de volver a quedar inerte. Era hora de un poco de persuasión directa.
     —Despertad —László habló con determinación, en tono alto y amenazante para hacerse entender sobre su marcado acento—. Venga, despertad, ¡rápido!
     Su voz tuvo el mismo efecto inmediato de un despertador; ojos abiertos, expresiones desconcertadas y cuerpos que se sacudían. Caras reflejando asombro y, unas décimas de segundo después, pánico, arrugadas por la incomprensión de que se dispone a gritar al sentir que algo va muy mal. Sin embargo, la presencia de la pistola le permitió ahorrarse el paso siguiente. No tuvo ni que amenazarles, sólo extenderla y moverla. Toda una declaración de intenciones.
     —¿Qué…? —el hombre se giró hacia él, mientras la mujer se aferraba a las sábanas como si fuesen una cornisa sobre un abismo sin fondo—. ¿Qué quie…?
     La pregunta fue interrumpida por unos segundos. Un agudo chillido de murciélago atravesó las paredes de la casa, siendo cortado en seco al segundo siguiente y sustituido por un par de gemidos de forcejeo y lucha que duraron muy poco.
     —Mi hija… —la reacción del hombre en aquel punto fue inmediata, haciendo amago de incorporarse—. ¿Qué vais…?
     El gesto de la mano sujetando la pistola frente a él bastó para bajarle los humos.
     —Estense tranquilos; esto es un robo —aseguró László, hablando con naturalidad—. Si colaboráis, no os pasará nada, ni a vosotros ni a nadie. Por ahora, levantaos. ¡Rápido!
     Esta vez, la pareja obedeció en el acto, echando hacia atrás la sábana y saliendo despacito y con calma de encima del colchón; colocando sus dos cuerpos delgados y desmejorados, cubiertos por unos calzoncillos largos y una camiseta blanca y unas bragas, en el espacio entre la cama y el armario. Todo ello vigilado de cerca por el ojo negro del cañón de la Tokarev. 
     En ese momento, László oyó un suave silbido, seguido de los gritos apagados de alguien que lucha en vano por liberarse. Se hizo un poco a un lado, dejando espacio libre frente a la puerta. Benin apareció apretando contra su cuerpo a la adolescente; repentinamente más dócil cuando sintió el fino filo de acero contra su cuello. Vestida igual que su madre, con la única diferencia del estampado bajo el que abultaban sus amplios senos; su secuestrador le había colocado la mano izquierda en el estómago como forma de ejercer presión adicional para inmovilizarla, demostrando con su sonrisa el placer que aquello le proporcionaba.
     El dúo pasó a su lado y Benin arrojó a la muchacha contra sus progenitores, que la recibieron en sus brazos con un cambio instantáneo de desprecio a preocupación. Una escena que a László le hizo gracia: el hombre más bien delgado y de pelo corto, la mujer algo más corpulenta y con una corta melena y la hija, bien proporcionada y con una larga melena castaña. La gradación hereditaria de una familia. La mujer rodeó a su hija con ambos brazos sobre las clavículas, atrayéndola hacia ella en un intento de apartarla de la visión de aquellos dos invasores, mientras el padre daba un paso al frente. Pero no llegó a hacer ni decir nada. Ahora a los tres les rodeaba el mismo fuego.
     Sin dejar de apuntarles, László rebuscó en uno de sus bolsillos con la enguantada mano izquierda, hasta notar el bulto hinchado de plástico. Lo extrajo y se lo pasó a Benin para que lo abriese. Éste operó con un sencillo pero contundente tirón con ambas manos, antes de lanzar a los cautivos el primer par de bridas.
     —Átalas —indicó el albanés al patriarca, señalando a las dos féminas con la punta del cuchillo—. Primero a una, luego a otra.
     El rechazo se reflejó en la cara del rehén. No quería hacerlo, eso era una certeza. Aunque, por fortuna, ellos eran muy persuasivos.
—No —indicó, intentando transmitir desafío mientras negaba con la cabeza—. No voy a…
     Otro amago de apuntar con la Tokarev. Idéntico efecto. Aquello era, a su modo, como tener en las manos un botón para parar la imagen. Idea que a László le hizo sonreír.
     —Colaborad. Y no os haremos daño —hizo amago de levantar la mano izquierda, como efectuando un juramento—. Y tranquilos. Sólo vamos a robaros. Nada más.
     En ese momento, el nerviosismo dio finalmente paso al llanto puro en el rostro de la chica, mientras su madre se quedaba a un paso de hacer aguas también. Lo que hizo sonreír a los dos. A László porque hacía tiempo que no se creía una mentira, especialmente si era suya. Podía ver como Benin las miraba, especialmente a la más joven. Con ambas manos ocupadas, se relamía los labios de satisfacción. Pero no, era mejor limitarse a lo planeado, no se torciesen las cosas. No querían más problemas. Les habían visto la cara, pero difícilmente identificarían su procedencia y estaba claro que estaban aterrados. No se atreverían a chivarse más de la cuenta y acabaría como un asalto de tantos otros. Eso sí, si no se limitaban al robo… en cualquier caso, un buen susto para asegurar el miedo en el cuerpo nunca estaba de más.
     —Venga —László insistió, apuntando al hombre—. Tenemos prisa. ¡Venga!
     Como las instrucciones para amaestrar a un perro. Subir un poco el tono de amenaza bastó para que por fin colaborase. Agarró las dos tiras de plástico negro y rodeó con ellas las muñecas y tobillos de su gimoteante hija, ajustándoselos como si fuesen pulseras de regalo. Seguidamente, Benin le lanzó otras dos bridas, procediendo igual con su esposa; dándoles la espalda y bloqueando la visión que tenían de ellos las dos rehenes. El momento perfecto para el toque violento que todo atraco a mano armada necesita.
     En los pocos minutos que el hombre necesitó para inmovilizar a su familia, László dio un par de pasos, se situó justo tras él y, una vez acabó, mientras se volvía, le agradeció la colaboración de un culatazo en la sien. La chica volvió a gritar y la mujer hizo ademán de socorrerle, consiguiendo únicamente no caerse de milagro al intentar separar un poco sus miembros entrelazados. Dos pasos atrás y la pistola en alto pusieron un poco de calma, mientras Benin se adelantaba, agachándose con dos bridas restantes en la mano sobre la víctima más potencialmente peligrosa, ahora reducida e inofensiva. Diez segundos después, dos figuras de cera fundiéndose en pie y una más perfecta, totalmente inmóvil, echada en el suelo; al estilo de las antiguas ruinas griegas y romanas, con su cuerpo frío pero completo, contemplaban a los satisfechos autores de aquella aberración escultórica hecha con cuerpos de carne.
     —Bien. Bien.
     Mientras hablaba, László apartaba un poco los ojos, hacia la cómoda a su lado, repleta de marcos de plata y cajitas y joyeros cerrados. Todo un botín, al menos en baratijas fáciles de colocar, antes de pasar a buscar el premio gordo.
     —Muy bien —Benin se puso a ello—. ¿Dónde tenéis el dinero?
     Un suave murmullo, como de madera al crujir, llegó como una exhalación desde detrás de ellos, de fuera del cuarto, del pasillo. El albanés se calló en el acto. Y su cómplice, sin soltar la pistola, notó como la lividez aparecía en su rostro. Acababa de olvidar algo. Y de cometer un error grave.
     —La puerta — llamó a su cómplice, moviendo la cabeza sobre el hombro derecho—. La niña…
     Mientras los nervios le ahogaban la voz, Benin procedió a salir a toda prisa. No había ni cruzado el umbral cuando László le oyó maldecir, más alto de lo que debía para pasar desapercibido.
     —¿Qué pasa?
      Mientras el albanés conseguía articular una temblorosa petición de apoyo, László retrocedió hasta la puerta, sin perder de atención a los aún inmovilizados cautivos, hasta situarse en línea con el dintel. Se volvió lo suficiente para ver el pasillo y notaba como le daba un vuelvo el corazón, al tiempo que sus pupilas se agrandaban, como deseando comprobar que aquello era un engaño: la puerta frente a las escaleras, cerrada cuando tomaron el grueso de las fuerzas, estaba ahora abierta; de par en par además.
     Le pasó el arma de fuego a su compañero, forzándole a reaccionar y sacándole de su ensimismamiento, mientras le indicaba que volviese a vigilar a los adultos. Benin obedeció, asintiendo mientras volvía al dormitorio paterno con frustración en el rostro y jadeos furiosos en la garganta. No era, después de todo, alguien apropiado para un trabajo cuidadoso. László incluso sintió algo de pena por la niña cuando completasen el cuadro familiar.
     Sin más luz que la que le llegaba desde detrás, sacó con cautela su navaja y apartó por completo la puerta para echar un vistazo. Una cama, muebles pequeños y docenas de peluches mirándole con ojos apagados desde una estantería le recibieron. La cama deshecha, el armario cerrado y la puerta contra la pared. O la niñita dormía fuera o se les había pasado por completo.
     Mientras las sienes le palpitaban, preso por la furia, László se dispuso a entrar en el cuarto para revisarlo… en el mismo momento en que le llegó el distante sonido de una ráfaga de viento, en teoría aislado del interior por las gruesas paredes, seguido segundos después por un nada discreto portazo.
     —¡Corre!
      La voz de ánimo del padre fue reprimida por un furioso improperio albanés seguido de lo que pareció una patada; mientras László, furioso por la idea de que una niña pequeña pudiese burlarse de ellos, se lanzaba de un salto escaleras abajo, alcanzando el exterior en sólo cuatro zancadas.
     Al otro lado de la puerta asaltada, bajó la navaja hasta dejarla colgando de un brazo inerte. Había preferido aquella arma porque a una niña de esa edad le bastaría verla apuntada hacia su pecho por desarrollar para mearse en las braguitas sin soltar ni prenda. Además, la pistola era más inestable, y ruidosa, y sucia si perdía los nervios… especialmente con tan poca visibilidad. Tardó unos segundos en adaptar su visión al azul grisáceo bajo las estrellas sin luna.
     Tal y como presagió su salida, se había levantado viento, no el suficiente para alcanzar la categoría de temporal, pero si una sucesión de feroces ráfagas capaces de inclinar las ramas de los árboles, formando peligrosas garras dispuestas a ensartar a todo desprevenido que les pasase por debajo. Frente a él, se apreciaba a la izquierda una alta estructura cuadrada pintada de azul verdoso, con todos los rasgos de ser, o al menos haber sido, una balsa de riego, seguramente relegada al degradante papel de piscina para el verano. A la derecha, una pequeña, minúscula casucha hecha de ladrillo con tejado y chimenea oscurecidos por algo más que la noche; asumiendo que era demasiado pequeña y destartalada para ser una barraca y, al mismo tiempo, muy sofisticado para un almacén de aperos, dedujo que probablemente fuese una cocina al aire libre. Y entre ambas construcciones, vio a su presa.
     Una pequeña silueta blanca y esbelta, vestida con prendas tan pálidas que no se sabía dónde acababan las mangas y empezaban los brazos y piernas, alargados por efecto de la delgadez, corriendo desesperada lejos de su perseguidor. Y con ganas; László lo pudo apreciar por dos detalles. Primero, el frío generado por el viento no parecía afectarle demasiado; tal era el efecto carburante del miedo; aunque a largo plazo seguir allí seguro que la ponía enferma. Y, no menos importante, fue capaz de apreciar sus pies, corriendo como toros en estampida, motivados por el miedo absoluto, propulsados por dos blandengues pantuflas de talón descubierto.
     Sin poder contener la risa, László bajó con calma los peldaños para evitar tropezar y partirse la mandíbula antes de poder reír otra vez. Después corrió no tanto como si jugase con ella al pilla—pilla o al escondite: él era el hombre del saco, un monstruo de pesadilla aparecido en la realidad para destruir la inocencia de aquella criatura en la manifestación más cruda de la realidad de la vida. Sin embargo, no tardó en verse forzado a apretar el paso de verdad. No es que fuese más rápida que él, era que la estaba perdiendo. La niña había rebasado ya las estructuras y corría tras una de ellas, al parecer la cocina de la derecha. Pensando que el lugar más lógico para esconderse era en la vastedad de las plantaciones a la izquierda y considerando que ella conocía bien el terreno, debía haber algún motivo para elegir aquella ruta que, en teoría, llevaba a un muro bloqueado por cipreses tras el que no había más que un pedregal desierto. A lo mejor, una rendija en la valla que llevase hacia algún vecino más cercano de lo que sabían…
    Conteniendo el aliento mientras priorizaba la fuerza de sus pasos, László alcanzó aquel paso entre montañas y giró tras ella… para ser recibido por el violento pero suave impacto de una mano gigantesca surgida de la nada, un aletazo del ala membranosa de un colosal murciélago ciego. Aquel golpe le nubló por un momento los sentidos y le hizo olvidar todo lo que tenía en la cabeza. La niña, la familia, Benin, el atraco, la casa, el plan, todo. También dejó de ver, de pensar y de respirar. Por un momento, fue como un animal en la carretera deslumbrado por los faros de un coche. Y, por fin, llegó la reacción; un sobresalto repentino, un paso hacia atrás y el cuchillo en alto. La más triste, y lo que le mantuvo en guardia, era que si el peligro fuese real, ya estaría muerto. Porque lo que le había golpeado no era un enemigo emboscado, ni un salvador milagroso. Ni siquiera era algo consciente de su labor altruista. Era, simple y llanamente, una sábana. Ante él, un tendedero, antiguo, no muy distinto a los de su propia tierra. dos postes metálicos de más de dos metros, seguramente  de acero, sin pintura ni ningún tipo de adorno, a través de los que pasaban tres finos cables cubiertos de plástico formando un círculo perfecto, móviles gracias a las poleas que había en cada extremo. De ellos, colgados por pinzas de madera, había camisetas desabrochadas, pantalones abiertos como paracaídas que hubiesen perdido a su ocupante en el vacío, calcetines grandes y pequeños, sujetos como huérfanos naufragados suspendidos sobre un acantilado a merced del mar. Y, lo más llamativo, piezas grandes; al menos cuatro, entre sábanas, manteles y cortinas, indistinguibles como otra cosa que no fuesen grandes paños blancos, mecidos por las corrientes y más largos que él mismo, casi… casi como sudarios esperando a un difunto para compartir su descanso definitivo en un lecho hermético de madera.
     Con una respiración más calmada y un pulso más pausado, la sangre regresó a la cabeza del sorprendido hombre, que notó como a cada instante su visión volvía a adecuarse a la noche. Y la vio. La niña estaba allí, delante de él, agachada frente a los cipreses al otro lado del tendedero. Quizás, pensaba, corría allí cuando jugaba con su hermana o sus parientes a esconderse y obtenía un resultado medio decente. O su simple mente infantil no podía imaginar un refugio mejor. Puede que incluso pensara que aquellos bamboleantes estandartes sin enseña podrían cubrirla de la visión del ladrón. Una idea bastante divertida, ya que en ese momento el viento desplegó toda la colada como las páginas abiertas de un libro, otorgándole a László una visión perfecta de la niña y una vía perfecta en línea recta hacia ella. Casi como si la misma ropa le invitase a ir hacia quien solía hace uso de ella.
     László suavizó sus rasgos; que fuese un hombre del saco no implicaba que tuviese que ser amenazador, y mucho menos feo. Con unas palmaditas en el culito para escarmentarla, seguramente la tendría berreando pero dócil. Así que empezó a caminar hacia ella; sus dientes blanquecinos y amarillentos como un improvisado piano destacaban en la oscuridad mientras mantenía, en alto pero relajada, la mano del cuchillo.
     —Vamos —su tono, el más alto en lo que llevaba de noche, consiguió hacerse oír sobre el silbido del viento y entre los temblorosos móviles—. Ven aquí niñita. Si lo haces ahora no me enfadaré. Y no querrás que me enfade, ¿verdad?
     Mientras aquellos despojos que simulaban ser partes de un cuerpo se apartaban sumisos a su paso, podía ver como la chiquilla se hacía un ovillo; no podía ver su cara ni oírla llorar, pero podía oler su miedo. Saborearlo. Una sensación tan paradójica; creyó haberla olvidado cuando de niño la aborrecía. Pero ahora, adulto y en carne ajena… hacía que su corazón palpitase, su boca salivase y sus pies aminorasen, deseosos de disfrutar de la experiencia lo más posible.
      Dos pasos más y sintió el límite entre el pavimento y el campo abierto bajo sus botas. El talón pisaba cemento y los pies tierra. Ya no había ni un metro entre la fugitiva y él. Sólo tenía que dar dos pasos, agacharse y estirar los brazos. Pero mientras, mantenía el cuchillo en alto.
     Y en ese preciso instante, dejó de avanzar, interrumpido otra vez. Pero ahora no por algo que vio, sino por algo que sintió, tras él. Algo le acababa de coger el brazo derecho por detrás. Pero no como una mano musculosa y de fuertes dedos que lo aprisionaba como una garra de águila, sino como un tentáculo, carnoso y deshuesado, enrollado como una serpiente, apretando. Y, con todo, no lo sentía grueso y carnoso como debería ser. Ni siquiera le parecía que presionase…
     No tan asustado como desconcertado se volvió a ver qué era, maldiciendo para sus adentros por aquella ridícula intervención. Una de las sábanas, notaba por su textura que era una sábana, se había soltado de una de las pinzas, arrancada por un soplo particularmente violento, y salido despedida hacia él. Su brazo, seguramente, había sido la mano tendida al que se aleja a la deriva, salvándola de perderse en la inmensidad de una muerte distante y oscura. Con la salvedad de que él no había pretendido evitar que el viento se la llevase. Había sido un acto fuera de su control. No le importaba. De hecho, sólo sentía fastidio por aquel abrazo tan inoportuno.
     Apretando los dientes en un intento por controlar la ansiedad, László agitó el brazo, pretendiendo soltar las pinzas que quedasen y que aquel trapo se perdiese definitivamente en el viento. Pero se resistió. No sólo su brazo agitándose más fuerte, violento e intencionado, no conseguía aflojarlo, sino que, de hecho, le pareció… notaba que se le enredaba todavía más. Aquello consumió aún más rápido su ya reducida paciencia. Se vio forzado a retroceder, brazo izquierdo en alto, listo para librarse de él. Pero apenas sus dedos rozaron su superficie, algo pasó.
     El viento sopló con fuerza, mucha más fuerza, y, como embestida por una bandada de pájaros aterrados huyendo al unísono, la colada, aprisionada por las pinzas, trató de huir a lomos de las ráfagas, encontrándose con él en su camino. Telas de lana, algodón, lino, seda; poco importaba el material, color o tamaño, sólo sabía que se encontraba rodeado por una barrera casi vacua, agitada con tanta fuerza que le golpeaba como una somanta de palos de un viejo adulto borracho. Cerniéndose sobre él, envolviéndole, oprimiéndole.
      Por un momento László, incapaz de aceptar que aquello pudiese asustarle, que su mente le dijese que aquella ropa tendida podía suponerle un peligro, consiguió reprimir un grito; más que nada para no mostrar temor ante la presa que debía temerle. Sacudió varias veces los brazos, notando como la presión de aquellos reptiles enrollados se reducía, para luego dar varias vueltas sobre sí mismo como una veleta, consiguiendo apartarlos  y liberarse como la mariposa que desgarra su capullo. Por un momento, llevado por su frenesí furioso, incluso lanzó varios puñetazos a su alrededor, alejando aquel pequeño corro, antes de comprender, con cierto pudor, que sólo eran ropa y mantelería tendidas para secarse; inofensivas a menos que una mano fuerte y con oscuras intenciones la manejase y que, en su aleatorio devenir de variable dirección, poco iban a hacerle.
     Se volvió a centrar, recuperando la visión de la pequeña entre las sacudidas de aquel herbazal titánico y blanquecino. Seguía allí, acurrucada y en la misma postura, mirándole. Sólo que ahora no parecía tenerle tanto miedo. Parecía extrañada, reflejando curiosidad en respuesta al curioso baile en solitario que ejecutaba entre las sábanas. Quizás, incluso, le estuviese haciendo gracia.
     Furioso por la humillación de hacer el ridículo delante de una cría, László apretó los dientes y frunció el ceño, listo para, esta vez, agarrarla sí o sí. Y fue entonces cuando el mismo obstáculo le salió al paso, de un modo más poderoso y llamativo: una fina cortina se estampó contra su rostro con la fuerza y violencia de un tablón de madera. Sólo su consistencia liviana le libró de partirse la nariz, hacerle sangrar o hasta partirle la nuca. Crispado por cómo se dejaba enredar como una mosca en aquella telaraña, agarró con fuerza la tira y la alejó, notando como se arrugaba bajo la tremenda presión de sus dedos. Y, más sorprendente, vio el efecto que había causado su propia faz en la zona del impacto: había obrado, en su forma más abyecta, el milagro de la sábana santa.
     Más que arrugado, lo que veía estaba deformado. Hundido. Pero no de cualquier forma. Había producido una impresión concreta. La de una cara. Su cara. Pero no la que conocía; ni siquiera la huella sobre el singular molde. Lo que vio fueron dos grandes huecos correspondientes a los ojos, un espacio chato y triangular donde iría la nariz y una prominencia inferior a modo de mentón separada por una estrecha línea sin labios. Ni de lejos la cara que conocía; al menos no la que veía si pasaba ante un espejo Pero sí un rostro familiar. El de un esqueleto. El de un hombre muerto. El de la muerte.
     Petrificado por aquel momentáneo y curioso efecto, László contempló incrédulo cómo, por suerte, la imagen fatal se perdía entre los pliegues en movimiento de la sábana. Sólo había sido un efecto óptico, nada más. Un puñado de arrugas con una forma curiosa, sólo eso…
     El viento, como deseando complicarle la labor, tan fácil en principio, seguía tendiendo entre él y la niña aquel lienzo, tan útil como disuasión como un cordón policial en la práctica. Tomando aire para aplacar un poco los nervios, el despiadado criminal dio un paso… sólo para ver aflorar, ahora por sí mismo, la misma desigualdad en la superficie entretejida. La marcada estructura ósea de un rostro, como una persona enjuta intentando romper la superficie del agua para respirar, pero demasiado débil para lograrlo, antes de perderse de nuevo en las profundidades de aquel universo de hilos.
     Aquello le supuso un momento de duda, parando sus piernas mientras abría al máximo sus ojos, intentando encontrar la fuente de la ilusión. ¿Podía haber alguien allí, usando las ondulantes telas para ocultarse a la vista?
     Y en ese momento de duda, todo se precipitó.
     Como atrapados en un tornado en miniatura, los cuatro grandes paños colgantes se plegaron en torno a él, apresándole bajo una campana de tela. No era, sin embargo, una verdadera jaula; la tela ni siquiera le tocaba y tenía espacio suficiente para estar de pie sin problemas. Podría hasta dar un paso adelante, hacia aquella pared blanca y suave, en la que la presión de los dedos del aire dibujaba formas cambiantes. Siempre el mismo motivo: cinco marcas, dos arriba, una en medio y dos abajo, separadas entre sí. Ya no una. Había a docenas alrededor suyo, mirase hacia donde mirase; asomándose unos segundos para luego volver a su escondite entre pliegues. Pero ahora no sólo se asomaban. Su retirada iba pareja a una progresiva separación del extremo inferior, seguido de una dilatación de los agujeros superiores. Se encontraba rodeado de cadavéricos rostros que gritaban.
     Por un momento, un breve recuerdo de su infancia, enterrado tras años de supervivencia y dureza, afloró en su cerebro: el recuerdo de aquella vez hacía tantos años en que también se asustó de una sábana movida por el viento; en aquel momento una simple sacudida, cortada en seco por el cierre de un postigo y la llegada de sus padres. ¿Quizás, en aquel momento, fue otro tipo de fenómeno lo que llevó la sábana hasta él? ¿Una especie de mensaje? ¿Un presagio del futuro?
     Pensó, por un momento, en cuentos de su niñez y malos programas de una televisión barata. En lo que le había enseñado sobre fantasmas. Muertos que se manifiestan en la realidad dimensional de los vivos. Siempre como imágenes inconsistentes, necesarias de un soporte lo bastante frágil para dar forma a sus manifestaciones. Siempre se les representaba en forma de niebla, en forma de sombras, en forma de sábanas… sábanas solitarias y colgantes que flotaban en el aire, marionetas sutilmente movidas por manos frías y muertos que contaban la tragedia de sus historias con voces cavernosas.
     ¿Podría ser aquel el caso? Una sábana, una maraña de hilos entretejidos sin más color que tintes y bordados; el lienzo perfecto sobre el que plasmar desde una escena verídica a un drama de varios actos. Una red de minúsculas hebras capaz de deja pasar la luz como una ventana y maleable como arcilla en manos de un escultor. Un objeto, a su modo, sin personalidad. La herramienta perfecta para que un carácter sin objeto se hiciese sentir.
    Pero, ¿qué querrían aquellas caras, perdiéndose en el oleaje de ondas blancas? No pensaba que aquella niña tuviese una legión de espíritus protectores. ¿Y si estaban allí por él? Había visto tantos rostros en su vida, tantas expresiones insignificantes, tantas máscaras pintadas idénticas a sus ojos como aquellas… pero, podría ser, también había visto gente sin rostro; extirpados de su consciencia por imperativos profesionales. El chaval al que envió en coma a un hospital para quitarle la cartera. La puta a la que rompió varias costillas de un sólo puñetazo por resistirse a un compañero. Un anciano al que le partió el cráneo por defender su cartera. La joven a la que desfiguró por negarle sus encantos. Los cientos de jóvenes ahogados en la mierda que él mismo ayudaba a distribuir… ¿Era posible que aquellas almas sin consuelo ni descanso hubiesen acudido en tropel reclamando venganza? ¿Que los silbidos in crescendo del viento aullante intentasen poner voz a sus silenciosos gritos? ¿Qué le atormentasen como preparatorio, una muestra de lo que le esperaba cuando, entre todos, lo llevasen en volandas, en aquel mismo abrazo blanco, hasta el infierno?
     Demasiados pensamientos opresivos, demasiadas ideas absurdas amontonadas en su mente; tenían que salir. Incapaz de aguantar más, László chilló mientras cargaba, abalanzándose sobre aquella membrana cambiante, cuchillo en mano. La hoja la pasó rozando, dibujando profundos surcos en su superficie, pero nada. Era demasiado inconsistente para ser apuñalada, y se movía demasiado para rasgarla. Aquello le enfureció; retiró el brazo, listo para cebarse en ella, para acuchillarla hasta que sólo pudiese servir para trapos…
     Y, en ese momento, otro gran paño, uno o varios; imposible saberlo, se precipitó sobre él. Lo rodeó con toda su extensión, un pulpo dándole un prieto abrazo con todos sus tentáculos a la vez, pegándole los brazos al cuerpo, sin dejarle moverse y empujando, arrastrándole abajo con una potencia aplastante.
     Y, mientras perdía el equilibrio, sucedió. Los dos simples cierres de madera saltaron y aquella sábana, la primera en intervenir en su particular forcejeo, saltó, quedando suspendida frente a él, plegándose sobre sí misma. Los rostros se habían ido por completo. En su lugar, aquella tela adquirió una pose sostenida y velada mientras se retorcía en pliegues, como una especie de monje cubierto por un hábito con capucha.  En cuestión de segundos, tenía ante él la forma inconfundible de una capa cubriendo un cuerpo; pero debajo de la sábana no había cuerpo. Ni nada. Como si lo que tuviese ante él, apenas elevado por las cada vez más débiles galernas, fuese la manifestación de una parca. La misma muerte se había presentado para llevarle.
     Sin poder hacer nada para evitarlo, László presenció como un extremo de la nada, vestida de brazo sin mano, se estiraba mientras caía, hasta tocarle el pecho…. Atravesando sin problemas músculos y costillas hasta llegar al corazón, en torno al cual cerró un puño helado como un carámbano. Puso fin a su vida con la simpleza de quien aplasta una botella de plástico
     Los últimos latidos fueron lentos pero poderosos, como un globo dado de sí, presintiendo su estallido. Mientras su pecho se enfriaba, László apretó los dientes, notando por un momento su pecho arder, atravesado por un alfiler al rojo vivo. Momentos después, no sintió más. Su cuerpo cayó al suelo, finalmente inerte. Y el mantel que lo apresó se convirtió por fin en un sudario.

     El resto de sucesos de la noche tardaron en llegar pero se ejecutaron con fluidez. Un segundo hombre, algo más viejo y desaliñado llegó, sujetando un arma distinta pero igual de peligrosa. Y, al ver lo que había sido de su compañero, se marchó, gritando como si se hubiese tropezado con un diablo deseoso de su alma. Sus alaridos en lengua extranjera se perdieron por encima de la entrada y más allá de los caminos. Y la chiquilla, inmovilizada por el miedo que le indujo tanto la llegada de aquellos ladrones como el inesperado final de aquel que, tras intentar atraparla, había encontrado un final tan gracioso, por fin se animó a moverse. Tiritando por el frío y con el rostro pegajoso, aunque ya hacía rato que no lloraba, regresó a su casa con andares macilentos, encontrándose la puerta abierta de par en par y una única luz escaleras arriba. Una breve visita le reveló a sus padres y su hermana arrodillados en el suelo, incapaces de moverse pero desviviéndose en elogios al verla. Una visita a la cocina y unas tijeras consumaron el reencuentro, en forma de abrazos a ocho brazos y llamada a la policía.
    Los hombres de azul no tardaron en llegar con sus luces rojas que giraban y sus sirenas que aullaban. Mientras atendían la herida superficial en la frente del padre y charlaban con las mujeres de la casa, la niña, envuelta por sus padres en una gruesa manta color azul con ribete blanco, acompañó a los agentes tras el paellero, hacia el tendedero; allí, aseguró, “estaba uno de los hombres malos”
     El asombro de los agentes ante el hallazgo fue total. Lo que yacía bajo la colada, más que un cadáver, parecía una momia con un corazón sangrante; como un capullo apuñalado que se hubiese teñido de rojo, privando a aquel gusano de la posibilidad de madurar. El hombre, europeo y de entre veinticinco y treinta años, yacía boca abajo con los ojos cerrados con fuerza y la boca desencajada, como si hubiese intentado chillar de agonía con su último aliento.

     Al parecer, una de las fuertes y repentinas galernas de esa madrugada, acabadas hacía escasa media hora, había arrancado esa sábana del cable donde estaba tendida, con tanta puntería que la enrolló en torno al ladrón. Ladrón que, en una sorprendente muestra de mala suerte, había perdido el equilibrio cuando le rodeó las piernas y había caído boca bajo, con la puntería de atravesarse el corazón con su propia navaja, aún aferrada por su puño ensangrentado. 

3 comentarios:

  1. Me ha gustado. Es curioso como nuestros propios miedos pueden volverse contra nosotros.

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  2. Me ha gustado, espero que los demas relatos tambien.

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  3. Este relato me ha gustado mucho; de hecho los más antiguos son los que más me sorpreden.

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