EL GRAN DEPREDADOR
“A veces la mayor criatura no es necesariamente la más peligrosa”
¿Cuándo pasó? Hará un tiempo. ¿Dónde? En un sitio muy lejos. Cayó en el
olvido y el mito hace años; recordado sólo por los que lo vivieron y unas pocas
portadas de prensa local. ¿El escenario? Eso sí lo recuerdan. Un bosque. Un frío
bosque de carrascas de media montaña. Se extendía hasta el infinito,
oscureciendo el suelo de tierra con sus árboles, acabando en una pequeña meseta
alpina, un recóndito y olvidado camino horadado en la tierra y, en su rincón
más profundo y secreto, una pequeña corriente subterránea emergía a la
superficie en no más de cinco metros de largo y quince de ancho, formando algo
así como un gran charco o un pequeño pantano. Pero de este último lugar se supo
hace muy poco; así como de la ruta que había que cruzar para alcanzarlo.
Secretos que, lo más curioso, estaban al alcance del conocimiento
humano; de su vista, su oído y al tacto de la piel desnuda. Porque este gran
bosque estaba a la salida de un pueblo. Era un pueblo antiguo, de casas pequeñas
de piedra gris de dos plantas con una puerta y numerosas ventanas, amontonadas
de modo que no dejaban entre ellos más espacio que callejuelas tan encajonadas
que un adulto podía quedar atascado si se abría de codos. Por eso, allí el
único camino de verdad era una vieja calzada, adosada con piedras, que pasaban
al negro asfalto a la entrada y al marrón polvoriento a la salida, zonas de más
reciente realización. Un camino gris que cruzaba las filas de casas hasta la
gran plaza del pueblo con el ayuntamiento y la iglesia, testigo de frecuentes encuentros mercantiles, pasados
o presentes, temporales o permanentes. Al final, la calzada se alzaba sobre un
puente con sus bordes coloreados por líquenes, límite entre la piedra y la
tierra. Este era el único camino a las ciudades, la civilización y el mundo, en
un sentido u otro. El resto, naturaleza y salvajismo, se encontraban en
cualquier parte del paisaje. Las montañas se levantaban en un horizonte no muy
lejano. El río que lo saciaba serpenteaba desde sus grises entrañas, sobre su
fondo lodoso, rodeado en todo el trayecto por grandes cantos salpicados por
hierba, hasta perderse en la distancia. Y las mismas carrascas cubrían de
sombras la carretera donde esta se libraba del asfalto y la calzada. Era,
podría decirse, un lugar mágico, aislado y perdido en la naturaleza. La mayoría
de los jóvenes habían roto del todo sus vínculos con él, trasladándose a las
ciudades como polillas robadas por la luz. La mayoría de los hombres útiles se
trasladaban con viejos coches a los pueblos cercanos, más modernos, a ganar sus
jornales en fábricas, mientras sus mujeres procuraban un plato caliente en sus mesas,
una casa en orden y limpieza y, en los contados casos que aún había niños
pequeños, que sus juegos entre clases no acabaran en sangre y lágrimas. Y los
muchos ancianos, sabios y queridos, pasaban su tiempo charlando y paseando
desde el alba al anochecer.
Quizás, algunos dirían, su pueblo era un sitio olvidado, que ya ni
siquiera venía en los mapas. Y, sin embargo, lo que lo hizo famoso se originó en
una popularidad previa y muy distinta.
En algún momento ya olvidado, la juventud decidió retornar a sus
orígenes. Y el pueblo se convirtió en luz para un tipo muy distinto de
polillas: las parejas de los pueblos colindantes. Aquellos jóvenes, residentes
de las mismas ciudades donde los hombres del pueblo iban a trabajar, cruel
ironía, hartos de ser interrumpidos por su luz y ruido, añadieron a sus amores
el querer un lugar apartado y en paz donde poder gozar sin miradas prejuiciosas
desde los bancos de los parques y tras las lunas de los coches. Un lugar con la
imparcial intimidad del fustal. Y una primera piedra provocó la avalancha.
Después de probarlo, los pioneros describieron el lugar. Y los demás,
poco a poco pero progresivamente, convirtieron el bosque al otro lado del
pueblo en su punto de encuentro de los fines de semana. Llegaban siempre todos,
pero por separado, en una oleada de vehículos sucesivos que cruzaban el pueblo rápido
y en silencio, aunque todos sabían que en la espesura se dedicaban a oír música
a todo volumen, beber y entregarse a
otras prácticas más personales, eran cuidadosos en no dejar señal ni huella de
su paso antes y después de irse, marchándose como un soplo de aire tan en
silencio como llegaron. No dejaban más rastro que hojarasca removida y huellas
de neumáticos.
Los vecinos veían con indiferencia, pensando que, a su modo, sus visitas
revitalizaban su tierra, semana tras semana, mes tras mes; pronto nadie supo
calcular el número exacto de veces. Y fue en uno de esos fines de semana festivos
cuando sucedió lo que los conmocionó a todos.
Eran mediados de agosto. El calor veraniego empezaba a sosegarse, pero el
cercano otoño tampoco daba muestras de llegar. Situación que, en contraste con
los calurosos núcleos urbanos, hacía el pueblo aún más atractivo para los
urbanitas. Aparte de los puntuales jóvenes, el pueblo se veía salpicado por
familias de visitantes que, después de alquilar donde instalarse, se perdían
por las calles de piedra, aprendían las actividades regionales o se
maravillaban con el tupido bosque, el cielo azul, el arroyo cristalino o la
citada procesión de autocares.
Una semana así empezó, tan sutilmente que tardó en notarse. Los jóvenes
llegaron con el atardecer y se fueron con las estrellas; la sucesión de puntos
rojos, blancos, azules, dorados, tendió y retiró su heterogéneo arcoíris del
modo habitual. Tan habitual que no fue,
hasta el día siguiente, que los peregrinos en su ciudad se hicieron eco de la
noticia: no todos habían vuelto.
Jesús Martínez, el afable hijo veinteañero de un ingeniero industrial,
se había pasado el domingo como era habitual pasar unas horas bajo los árboles con
su novia, Samanta Blanco. La pareja, al parecer por motivos de organización, tardó
bastante en echarse al monte, atravesando el pueblo en el Peugeot rojo de él
casi a las ocho y media. Unas dos horas después, se inició el retorno nocturno para los visitantes,
llegando el último de ellos a la ciudad poco antes de las once de la noche. En
su entorno, nadie vio ni rastro de la pareja, hecho llamativo, siendo la mañana
siguiente lunes, pero se dio por sentado, al haberse ido más tarde, que habrían
prolongado en proporción la salida. Sus padres, conociendo a sus vástagos,
juerguistas pero responsables, se retiraron definitivamente entre las doce
menos veinte y las doce de la noche, esperando que los novios volviesen más
tarde o temprano. Sin embargo, el lunes había amanecido, y no había ni rastro
de la pareja, por lo que los padres, tras informarse entre ellos, llamaron a la
policía.
A la media hora, un par de coches blancos y azules de la policía
llegaron al pueblo con sus luces y sirenas en marcha. Uno de ellos se acomodó
en el arcén mientras sus dos ocupantes buscaban posibles testigos, el otro
cruzó el pueblo como tantos otros, buscando algún rastro en la zona de ocio
forestal.
Como era de esperar, la primera pareja no obtuvo ninguna información. La
gente de la ciudad solo usaba el pueblo como puente, por lo que nadie sabía nombre,
número, ni siquiera aspecto de los efímeros migradores. El otro vehículo
policial, en cambio, después de veinte minutos, sí hizo un hallazgo, importante
a la vez que preocupante: a unos cuatro kilómetros del pueblo, en una salida lateral
que se introducía unos metros en la arboleda, había encontrado el coche. El Peugeot
rojo estaba apagado totalmente, comprobándose después que motor, luces, radio y
demás dispositivos del vehículo estaban en perfecto estado. Tenía, sin embargo,
las dos puertas delanteras abiertas en el momento de su hallazgo, amén de una
bolsa de plástico blanca a los pies del asiento del copiloto con dos botellas de
licor de baja graduación. Una tercera botella estaba volcada sobre la tierra
bajo la puerta del copiloto, lo que hacía pensar que había caído durante algún
tipo de turbación. No había ni rastro de los ocupantes en el claro circundante
ni en el interior, donde ni siquiera estaba el carnet de conducir entre los papeles
de la guantera. Sí se percibía cierto desorden, en línea recta, desde el capó a
los árboles, en la hojarasca del suelo, lo que sugería una violenta huida en
esa dirección.
Se determinó, después de que la grúa lo retirara, que la joven pareja se
había apartado del camino para disfrutar de un poco de intimidad como tantas
otras cuando, por motivos desconocidos, huyeron hacia los árboles, acabando
perdidos en lo más profundo del bosque. El posterior reconocimiento de la zona
tampoco aclaró demasiado, perdiéndose el rastro a medida que el interior del encinar
se volvía más tupido, desistiéndose por completo de encontrar nada antes del
atardecer.
Al día siguiente, martes, se optó por una preparación previa, a fin de
optimizar la búsqueda en la basta y espesa arboleda. Se movilizaron más agentes,
se estableció contacto con los guardias forestales y los equipos de búsqueda de
la Policía Nacional y la Guardia Civil y se reclutaron voluntarios entre los
vecinos del pueblo y conocidos de los jóvenes para batir el terreno. Una vez dispuestos
los medios para empezar, no obstante, el débil sol del estío tardío inició su
declive, posponiéndose las labores hasta la mañana siguiente, miércoles.
Y fue dicho miércoles cuando la situación se complicó. En torno a las
nueve de la mañana, cuando el sol iluminaba lo bastante las sombrías
perennifolias, se empezó la búsqueda. Los voluntarios, dispuestos en hileras
separadas entre sí por menos de un metro, batían el terreno en busca de
indicios de los desaparecidos, flanqueados por policías con perros. Se rebuscó
entre los arbustos que los animales usaban de encames, se trató de reconocer alguna
trayectoria sobre la continua pero cambiante hojarasca, se recorrieron los
escasos puntos donde la roca afloraba, pero pasaron más de tres horas y se
penetró unos cinco kilómetros de árboles sin resultados, de forma que pasado el
mediodía se pospuso hasta la tarde. Lentamente, con expresión que aunaba
decepción y desesperanza, la horda de rastreadores salió del ramal hacia el
pueblo, convertido en improvisada base de operaciones, donde les esperaba una
noticia preocupante.
Una media hora antes de que la partida de búsqueda saliera, un turista
llamado Jaime Andrade, hospedado en un hostal local, había salido hacia el
bosque con ánimo de hacer senderismo. Vestido con ropa de montaña, mochila y un
bastón de excursionista, se despidió anunciando que volvería en unas dos horas,
pues no quería mezclarse en aquella situación. Informadas las autoridades por
su casero, preguntaron a los miembros del equipo si alguien había visto
senderistas en la zona, siendo la única declaración positiva la de una joven de
veintiún años, quien a unos quinientos metros de su punto de partida encontró,
abandonado entre las hojas, un bastón, identificado como propiedad del
desaparecido.
La posibilidad de un nuevo desaparecido pareció espolear al personal de
búsqueda, tanto civil como policial, que reanudó la búsqueda a las tres de la
tarde. Prolongaron la batida hasta el anochecer, en torno a las nueve, llegando
hasta los nueve kilómetros, el límite mismo donde los árboles daban paso al
herbazal de montaña, pero nuevamente sin encontrar nada.
El jueves la preocupación por la
pareja perdida y la ya absoluta certeza de la desaparición del excursionista motivaron
un cambio de estrategia. Esta vez, los voluntarios batieron el bosque en
dirección contraria, con la esperanza de encontrar algún rastro, o incluso a
los desaparecidos, en ese extremo del bosque; mientras, un helicóptero de los
servicios forestales sobrevolaba los páramos al otro lado, buscando alguna
mancha de color que desentonara sobre el verde de la hierba. Nuevamente, al
atardecer, las labores, infructuosas, cesaron.
Sin embargo, el viernes, aún sin datos sobre la suerte de los tres, se
discernió un atisbo de luz sobre el misterio. Que empezó, irónicamente, con
otra desaparición.
Muchos de los voluntarios no solo eran amigos y vecinos de la pareja, de
permiso en sus trabajos o centros de estudios, sino que, lógicamente, se
conocían entre sí, por lo que, al producirse cualquier ausencia entre sus
filas, era detectada deprisa. Fue Juan Romero, de veintiún años, y su novia,
Beatriz Pardo, de veinte. Habían participado en las dos jornadas anteriores y
se sabía que, el jueves por la tarde, habían estado en el grupo que había
inspeccionado el lado este del bosque. Una rápida comprobación telefónica confirmó
que no habían vuelto a casa la noche anterior, lo que hizo suponer que quizás,
después de la búsqueda, se habían rezagado en el bosque, bien intentando ver lo
que nadie había visto ya, bien para
gozar juntos de la naturaleza como hicieron hasta ese momento.
La preocupante acumulación de desparecidos intensificó por igual los
esfuerzos y las precauciones de los cuerpos de búsqueda. Se dividió a los
batidores en dos grupos para registrar los dos extremos del bosque por tercera
vez, mientras el helicóptero realizaba círculos concéntricos desde las
periféricas mesetas, acercándose mas al bosque mientras los dos grupos,
prácticamente hombro con hombro, lo cruzaban alejándose más y más de los árboles,
pasando bajo la zona sobrevolada. Al mediodía, después de alcanzar los cinco
kilómetros en el perímetro exterior y sin resultados todavía, los voluntarios
acamparon en torno a la una y media para comer algo, ya que se consideró que
volver hasta el pueblo les haría perder más tiempo. Pasó así una hora en
silencio, entre las suaves herbáceas y los arbustos bajos, bajo un intenso sol
pero a una temperatura agradable. Y fue casi a las dos y media, cuando se preparaban
para continuar, cuando el grupo del lado este percibió lo que parecía un grito fuerte
apagado pidiendo ayuda. Fuimos corriendo
a ver qué pasaba; yo incluido, razón por lo que sé mejor que nadie lo que pasó.
Y encontramos la silueta de un joven, aparecida de nadie sabe qué rincón de los montes, corriendo exhausto y con pesadez
hacía nosotros. Era Juan Romero, desaparecido el día antes y que, tras alcanzarnos,
se desplomó de espaldas al suelo a nuestros pies. Tenía la cara enrojecida y
brillante por el sudor, el pelo oscuro y ondulado completamente despeinado y
adornado con restos de hojas y ramas. También
vimos que su camiseta de manga corta estaba desgarrada en varios puntos por
profundos arañazos y que sus piernas, por debajo de unos pantalones cortos
beige, estaban cubiertas de cortes; eso sí, superficiales en su mayoría. Además,
sus botas de montaña estaban húmedas y manchadas de barro, lo que nos hizo especular
sobre dónde podía haber estado. Pero todo pasó a un segundo plano al ver que de
su novia, Beatriz, no había ni rastro. Tras
darle una botella de agua de la que tragó con ansia y respirar pausadamente
unos segundos, le llegó la pregunta de uno de los voluntarios, al parecer amigo
de la pareja. El esfuerzo, no obstante, que debía haber hecho debió ser más
fuerte de lo que imaginábamos, porque acabo perdiendo totalmente el sentido.
Sin embargo, antes de desfallecer, con sus últimas fuerzas, acertó a decir:
—Oso…un oso…
Uno de nosotros comunicó el hallazgo a los servicios de urgencias por
móvil, tras lo cual esperamos hasta que un guarda y un sanitario nos
alcanzaron, y, tras notificar que su estado era estable, lo incorporaron y le
ayudaron, junto a nosotros, a llegar a la carretera. Después, el resto de voluntarios
fue llegando poco a poco.
¿Era el mensaje del joven perdido un delirio producto del sobreesfuerzo?
¿Podía el gran carnívoro del bosque, el último de los cuales fue visto en la
zona hacia quizás cuatro siglos, haber vuelto a la región? ¿Y, si era así, en
que oscuro rincón de aquel bosque registrado al centímetro o de los páramos circundantes
podía estar hasta el punto de no haber sido visto hasta entonces?
La perspectiva de tener que lidiar ante semejante criatura obligó a
replantear la búsqueda. Las labores se suspendieron de forma cautelar, los
voluntarios fueron devueltos, ahora definitivamente, a sus hogares y se
solicitó al servicio forestal el máximo de efectivos posibles.
Yo volví a mi casa esa tarde con el resto de vecinos y amigos, esperando
que los profesionales zanjasen el escabroso asunto de las desapariciones, que
ahora incluía un carnívoro salvaje. Por desgracia, aquel dato llamó la atención
de dos conocidos míos de un modo bien distinto.
Se llamaban Adrián González y Joaquín Frías. Los conocía, como a la
pareja desaparecida, de haber ido juntos al instituto y, más recientemente, de
coincidir en zonas de bares y discotecas. Adrián era un veinteañero fornido,
amante del deporte de siempre, de pelo oscuro y ondulado y barbilla cuadrada,
reforzada por una perilla recortada al milímetro. Muy aficionado a conducir,
trabajaba a tiempo parcial en una tienda de recambios y artículos para motos
por el día, mientras que por las tardes tenía otro empleo de mecánico en un
taller. Joaquín era más esbelto pero bastante más alto, de pelo castaño rizado
y facciones suaves pero decididas, que por aquel entonces estudiaba su cuarto
año de ingeniería en la universidad.
Se dio la fatídica circunstancia de que una muy fuerte amistad unía a Adrián con Jesús Martínez, mientras que Joaquín
había estado muy vinculado a Beatriz Pardo hacía algunos años, tanto que aún se
rumoreaba podrían haber llegado a más que amigos. No resulta extraño que, una
vez se supo el entrecortado mensaje de Juan Romero, se propagaran como un fuego
infinidad de voces de denuncia, que culpaban al accidental plantígrado de ser
una bestia feroz que habría acechado a los paseantes para, tras un ataque
sorpresa, apresarlos y arrastrarlos a
las profundidades de la espesura para devorarlos de manera que era mejor no
imaginar. Fue caldeándose tanto el ambiente que parecía inminente se exigiera
la captura del animal, si no su cabeza.
Proclama que, por desgracia, ya se había pronunciado el viernes noche,
en forma de un agresivo mensaje y dos nuevas desapariciones. El sábado por la
mañana, conscientes del ultimo parte y de lo despreocupado del día, ni a los
padres de Joaquín ni al compañero de piso de Adrián les pareció raro que estos
no dieran señales de vida hasta bien entrado el día. Pero cuando el reloj dio
las doce ambos decidieron por su lado terminar con las consideraciones de los
durmientes.
Encontraron las camas vacías y deshechas, echándose en falta junto a sus
dueños sus respectivos juegos de llaves, ropa y calzado de montaña y dos
objetos tan elocuentes como preocupantes: un rifle de caza de cañones
superpuestos del padre de Joaquín, y un viejo fusil que Adrián guardaba en su
armario envuelto en una manta descolorida, recuerdo que decía que su abuelo uso
en defensa de la República en los oscuros
años de guerra. Además, los señores Frías no tardaron mucho en echar en
falta otra de sus propiedades: un Seat color gris metalizado que, hasta la
noche anterior, había estado en su garaje. Ambas habitaciones tenían otro
elemento en común: los ordenadores estaban encendidos y las sesiones, enlazadas
a varias redes de comunicación, iniciadas. Los dos habían escrito el mismo
texto, que fue enviado a lo largo de la noche anterior a distintos conocidos a
las horas en que estaban con seguridad dormidos; mensaje lleno de abreviaturas
y omisiones lingüísticas que yo mismo recibí y que decía, básicamente: VAMOS A
CARGARNOS A ESE JODIDO OSO. Solo puede especularse sobre cuándo concibieron su
plan, ya que el fin, sin duda, fue la venganza o la gloria, o más seguro un
poco de cada.
Como puede imaginarse, una vez la policía recibió las respectivas
denuncias, y tras notificar a los González la desaparición de Adrián, empezaron
la búsqueda de los prófugos en el pueblo vecino, antiguo remanso de paz ahora
constantemente perturbado junto a su bosque, antiguo símbolo de armonía y
belleza, ahora cada vez más de peligro y muerte.
No tardaron ni diez minutos desde su llegada en encontrar el coche de la
familia Frías, aparcado de forma visible pero resguardada en una de las
callejuelas empedradas entre las vetustas y venerables casas. No había pues
duda sobre lo ocurrido: tras ponerse de acuerdo y dejar sigilosamente sus
hogares, los dos se habían dirigido, amparados por el alba, al escenario de las
desapariciones para, después de dejar su transporte, dirigirse a pie a la
espesura como tantos otros aquellos días, esperando salir airosos con sus armas
y, por qué no, convertidos en héroes.
En contraste con la facilidad para seguir su rastro desde la ciudad, la
policía cobró rápidamente consciencia de que internándose en el bosque sin
saber qué hora temprana, las posibilidades de encontrarlos eran pocas. Se transmitió
a los guardabosques los dos nuevos nombres de la lista, para que estuviesen
pendientes de dos chicos jóvenes con ropa de montaña y armas de largo alcance.
Se realizó una serie de vuelos de observación, que peino el contorno de los árboles
y el océano de hierba buscando cualquier forma, animada o inerte, que rompiera
su monocromático verdor.
Los vuelos pararon en torno al mediodía y, con ellos, el rastreo durante
la mañana del sábado mientras los guardas seguían movilizándose. Un grupo de
operarios volvió a rastrear el terreno a las cuatro mientras se preparaban
realas de perros que pudiesen encontrar un rastro fiable en el laberinto, puestas
en marcha unas dos horas más tarde. A las ocho de la tarde, cuando ya
tintineaban las primeras estrellas, los distintos grupos de buscadores
empezaron a volver, sin éxito. Una gran desazón se extendió entre lugareños y
forasteros por igual. Yo mismo me preguntaba qué extraño ente o fenómeno podía
hacer desaparecer a seis personas de esa forma, porque aunque fuese cierto lo
que dijo Juan, esa criatura debía de ser más demonio que úrsido. Pero no podía
hacer más por el momento. Nadie podía. Sólo volver a casa y confiar que las
cosas cambiaran después de dormir.
Recuerdo que esa mañana, domingo, me desperté entrada la mañana, me
vestí con ropa ligera y fui a la cocina a desayunar. No tardé mucho en saber
por el televisor del salón y por cierta actividad en los vecinos de la calle,
de las asombrosos sucesos de la noche anterior, propagados ahora de boca en
boca, por toda la ciudad.
Sobre las once y media de la noche, la comisaria local había recibido una
llamada desde el pueblo vecino: un anciano jubilado, que gozaba sentado en una
acera del frescor y la calma nocturnos, había visto de pronto tendido en el
suelo a unos metros a uno de los dos últimos desaparecidos. No acertó a identificarlo
ni a dar otras señas, aunque sí dijo que estaba en un estado lamentable, tanto
física como emocionalmente. No tardaron ni diez minutos dos coches patrulla, encabezando
a una ambulancia, en llegar a la calle principal, donde varios vecinos atendían
como podían al chico sin atreverse a moverlo para no hacerle más daño.
Era Joaquín Frías. Estaba boca abajo, con las manos extendidas hacia
delante y su cabello rizado tapándole el rostro. Su débil pero presente
respiración indicaba una severa fatiga física. Un primer vistazo reveló que un
abrigo negro, que había cogido según sus padres, había desaparecido, revelando
un jersey negro con una camiseta interior blanca debajo y tejanos. La camiseta
era visible porque el jersey, aunque entero, estaba hecho jirones a la altura
del torso, surcado por una red de profundos cortes largos e irregulares, que dejaban
a la vista hasta la piel de su dueño. Además, tanto los vaqueros como su
calzado, unas botas de montaña marrones, estaban cubiertos de restos de
hojarasca por toda su superficie, amén de húmedos y con restos de barro desde las
perneras a las suelas. Los desgarros en los pantalones y el desgaste del calzado
sugerían un intenso y frenético esfuerzo pasado los últimos días o, en ese
caso, horas.
Al llegar los paramédicos le dieron la vuelta para reconocerlo. Observaron
que la parte delantera de su ropa estaba tanto o más desgastada que la
posterior, así como múltiples arañazos más finos y superficiales en rostro y
cuello. Tenía, además, muy peladas las yemas de los dedos. Bajo él podía verse manchas
de humedad sobre la acera, que parecían salir del bosque o más allá. La
conclusión era inequívoca; había huido con todas sus fuerzas desde los más
honde de la espesura hacia el pueblo y, cuando le fallaron las piernas, se
había arrastrado, hundiendo sus dedos en la lisa piedra para mover su cuerpo, desplomándose
inconsciente al llegar al límite a la espera de ser ayudado.
Fue trasladado rápidamente sujeto en camilla al hospital local con un
coche—patrulla detrás, mientras los ocupantes del segundo tomaban declaración a
los testigos. Joaquín fue ingresado sobre la medianoche, determinándose que no
sufría ninguna herida interna ni externa de gravedad, más allá de numerosos
cortes que ya estaban siendo tratados, ni problemas graves de salud, debiéndose
su actual estado a la deshidratación y el sofoco producidos por la reciente
actividad física. El joven fue instalado en una cama con la máxima discreción
posible y se notificó su hallazgo a sus padres. No tuvieron, sin embargo, éxito
en este primer punto y a la mañana siguiente todo el mundo iba sabiendo los
hechos a medida que se levantaban. La euforia y expectación eran notables y
comprensibles: por fin un superviviente del bosque, por fin un testigo que
podía aportar algo de luz sobre el misterio. Policías, medios, amigos. Todos
querían hablar con él, pero sus doctores, sabiamente, restringieron las visitas
solo a familiares directos, para perturbar lo mínimo posible el reposo del
paciente. El cual, ciertamente, necesitaba con urgencia descanso, ya que luego
se sabría estuvo inconsciente todo el día, monitorizado con máquinas y penetrado
por sondas.
Recuperó el sentido el lunes, siendo recibido de inmediato por sus
padres, un doctor y una enfermera que pasaba por allí, que le pusieron al
corriente sobre los que se había perdido. Menos de una hora después, la noticia
era pública. Una avalancha humana rodeó el hospital y, aunque las visitas
seguían reguladas estrictamente, no fue impedimento para que toneladas de
flores, tarjetas y otros obsequios empequeñecieran su habitación y al
convaleciente al que iban dirigidos. Mientras, Joaquín progresaba
satisfactoriamente. Comía correctamente, hablaba con elocuencia y conservaba
sus capacidades sensoriales y motoras en condiciones. Por la tarde, un par de
detectives solicitó hacerle una pequeña entrevista. Los médicos accedieron,
dada la gravedad de las circunstancias, a condición de que sus padres y uno de
ellos estuviesen presentes, por si el joven sucumbía a un exceso de estrés. Y
así fue. Al principio, Joaquín estaba calmado, acertó a decir su nombre, su
relación con Adrián González y Beatriz Pardo y a describir los sucesos
concernientes a los desaparecidos. Sin embargo, al preguntarle sobre qué pasó
el sábado anterior o dónde estaba Adrián, cambió. Su habla se bloqueó, su
respiración y su pulso se aceleraron.
Los médicos tuvieron que sedarle, los inspectores se fueron con las manos
vacías y sus padres quedaron conmocionados por la reacción de su hijo. Se
debió, según diría un psiquiatra, a que las preguntas le habían hecho recordar
un suceso traumático reciente y cuyo simple recuerdo bastaba para hacerle
revivirlo.
Sin embargo, la recuperación de Joaquín era rápida, tanto que, a partir
del día siguiente, se empezaron a autorizar las visitas extraparentales. A
partir del mediodía compañeros, profesores, amigos o simples vecinos curiosos
se dejaban caer por su habitación, deseándole una buena recuperación y dándole
pequeños regalos. Conscientes, sin embargo, de que su situación hacía necesarios
mucho reposo y la mayor calma posible, las visitas solían resumirse a un
saludo, algún comentario cotidiano con tintes de cotilleo y unos sinceros
deseos de recuperación de despedida.
Uno de aquellos visitantes fui yo. Acudí sobre las seis de la tarde, en
un momento en el que el azar quiso que no hubiera más vecinos haciendo cola y
que el efecto de los múltiples fármacos
que le suministraban había pasado, por lo que me encontré a mi amigo solo,
consciente y lúcido. Le saludé, puse en su mesita una tarjeta barata pero
vistosa comprada horas antes y le pregunté cómo se sentía y cómo había pasado
el día. Joaquín sonrió con esfuerzo y me dijo que, quitando que el cuerpo le
dolía casi todo el tiempo y que estaba prácticamente inmovilizado en la cama, estaba
bien. Entonces, consciente de su estado, le deseé que sanara pronto y me
dispuse a salir, comentando mi miedo a que me expulsase alguna enfermera. Tal
vez fue el comentario decisivo. Joaquín replicó que hasta una hora al menos no
esperaba a ninguna. Y, entonces, su sonrisa de complicidad se desvaneció; su
nueva expresión decía que se había dado cuenta de algo. Le pregunté qué pasaba.
—Tío, no te vas a creer qué pasó en ese bosque, lo que vi allí. Sé que
de ti me puedo fiar, y que puedo contártelo todo sin que lo charres.
Y pasó la siguiente hora contándome todo; soltando la lengua como no lo
había hecho con nadie.
—Ya lo sabes, tú y todos. Adrián y yo
queríamos saber que cojones pasaba, qué les había pasado a Bea y a los
otros que se habían esfumado, hasta Juan dijo que era un oso. Así que, después
de pensarlo todo el viernes, nos preparamos y fuimos temprano con mi coche,
pensando que sería más fácil pillar al bicho.
»Nada más llegar, aparcamos en la primera calle medio escondida que
vimos, cogimos las armas y fuimos, procurando que nadie nos viera, donde
encontraron el coche de Jesús y Samanta. Estaba oscuro; aún era de noche. Hacía
frío y no se veía ni un alma, así que nos metimos entre los árboles.
Mientras hablaba, no dejaba de parar para recobrar el aliento o tomar
agua de una botella de plástico a su alcance.
—Había mucha humedad en el ambiente. Las hojas del suelo eran como
barro, nos hacían difícil avanzar… y el silencio. Ni insectos, ni búhos, nada.
No sé Adrián, pero yo estaba acojonado. Si no fuera por el rifle, creo que habría
dado media vuelta y me hubiese largado.
»No sé cuánto estuvimos así, avanzando sin parar. A los quince minutos, más
o menos, tuvimos que parar, porque no estábamos del todo seguros de dónde estábamos.
Yo pensaba que no debía faltar mucho para salir a campo abierto. Se lo estaba
comentando a Adrián cuando, entonces, oímos un ruido suave, de hojas
arrastradas, detrás nuestro. Y lo vimos.
Mi amigo respiró profundamente y tragó saliva, signo del esfuerzo que
representaba para él revivir aquel momento.
—No se podía ver bien, pero era el jodido oso. Era increíble. A cuatro
patas no parecía impresionante, sólo enorme, el doble de una persona o más.
Nosotros le vimos primero; estuvimos como dos minutos mirándole, a ver qué hacía.
Se limitaba a olisquear las hojas y a removerlas con las uñas, con la cabeza baja
como si no nos viese. Se movió así como medio metro más allá y, entonces, nos
vio. Levantó la cabeza hacia nosotros y se quedó mirándonos. Nosotros estábamos
inmóviles, paralizados, sin saber qué hacer, igual que él. Como si estuviésemos
midiendo nuestros movimientos.
»Entonces, Adrián dio un salto al frente, le gritó “te voy a matar,
cabrón” y le apuntó con su arma. El oso siguió mirando, sin saber de qué iba. Y
entonces disparó…pero el arma no disparó.
Joaquín soltó una leve carcajada.
—Ese trasto… era una antigualla; de un solo ojo se notaba que hacía nada
había estado cubierto de polvo —explicó.—Sólo disparaba chasquidos.
»Adrián apretó el gatillo otra vez y otra y otra, unas cinco veces, pero
nada. Al rato se cagó en ella, la bajó y volvió a mirar al oso, que se había
puesto a mirarle fijamente. Yo pensé que podía tirarse sobre él y destrozarle,
así que no pensé y disparé…pero estaba tan nervioso que temblaba y los tiros
que di, dos… se desviaron.
»Le pasaron por el lado, a más de medio metro. Uno dio al aire y otro a
un árbol… ¿Puedes creerlo? ¿Con munición de postas?
»Empecé a recargarla, y mientras lo hacía miré al oso. Al disparar se sobresaltó
y retrocedió como si fuera a huir. Pero después volvió a mirarnos. De mala
manera. Había inclinado la cabeza, con las orejas de punta, y había empezado a
caminar hacia nosotros…despacio.
»Yo casi había recargado cuando Adrián
hizo otro intento de disparar que también falló, con el oso aun
acercándose. Y entonces, cuando estaba listo para volver a disparar, Adrián
corrió…y el oso nos envistió.
Joaquín, llegado a este punto, parecía preguntarse qué había hecho que
el hasta el momento placido plantígrado tardara tanto en reaccionar frente a su
actitud hostil. Yo, por mi parte, descubrí tiempo después que dar la espalda a
un depredador y correr no es una reacción inteligente: su instinto les hace ver
a los que corren como presas a las que matar mordiendo en la nuca, reaccionando
en consecuencia.
—Corríamos a toda leche, saltando para ir más rápido, esquivando los
arboles como podíamos, con ese bicho detrás. No puedes ni imaginar lo rápido
que era. Yo no paré ni un momento a intentar disparar o a mirar…porque lo oía,
y estaba seguro de que en el momento que frenara, se me llevaría por delante.
Fuimos así, no sé ni cuánto tiempo ni cómo de lejos, pero atravesamos el puto bosque
entero. Salimos a una zona abierta, con hierba pero sin árboles delante
nuestro. Yo estaba casi muerto…el corazón me iba a mil, me costaba respirar, mi
cuerpo ardía… Todavía estaba oscuro, pero pudimos darnos cuenta de que el oso
se había parado. Estaba en el límite del bosque, mirándonos desde ahí, como si
no se decidiera a seguirnos. Después de un rato se fue. Te juro, porque no había
soltado mi escopeta en ningún momento, que si hubiera tenido en ese momento
fuerzas, le habría pegado un tiro. Y es lo curioso… no tuvimos tiempo de
descansar. Oímos algo. Como si algo pisara la hierba a nuestro alrededor con
mucha suavidad. Al principio pensamos que era el viento. Hasta que oímos
gruñidos. Nos giramos y...
La tensión del momento anterior
se vio reemplazada por el sobresalto de la nueva revelación.
—¡Lobos, tío! ¡Eran lobos! Estaba oscuro, así que igual era una manada
de perros salvajes grandes. Al menos diez, todos con los ojos puestos en
nosotros. Quietos al principio, nos miraban unos segundos y luego empezaban a
gruñir y a moverse, despacio…rodeándonos.
Yo estaba helado, cubierto de sudor, con el aire frio quemándome la garganta
cuando jadeaba. No sabía qué hacer, no podía pensar… creo que Adrián se sentía
igual. Intenté sujetar la escopeta, disparar…pero temblaba tanto que no podía
apuntar. Entonces Adrián, que parecía que se había recuperado un poco agarró
ese… trasto viejo que llevaba y lo sacudió de un lado a otro, blandiéndolo. Se
puso a decir que se largaran, gritándoles…y levantando la culata. Uno de los
lobos gruñó, nos enseñó los dientes. Adrián hizo ademán de embestir…y el lobo
se le tiró.
»Lo interceptó con el arma…mordió la culata o alguna parte así…Tan, tan
grande…Adrián casi se cayó hacia atrás cuando le soltó…los otros lobos estaban
en tensión, gruñendo…Pensé que me destrozarían…solo pude coger la escopeta por
el cañón y correr…apartando a dos lobos a palos.
»Adrián empezó a correr también.
Me dijo algo como Joder tío ¿Y ahora qué?
Los lobos nos pisaban los talones, los oíamos, corriendo y gruñendo… nosotros
íbamos más despacio que con el oso; aún no podíamos correr… ¡Pero ellos no
corrían!... Quiero decir, podrían sobrepasarnos, pero no… Se limitaban a
seguirnos, guardando las distancias…creo que esperando que uno de los dos se
quedara atrás…
Su entrecortada descripción adquiría cada vez mayor credibilidad. Separar
al más débil del grupo es la táctica favorita de los carnívoros que atacan en
grupo
—No sé cuánto corrimos; el maldito herbazal era inmenso…Hacía frío,
notábamos el aire. La luna brillaba cada vez menos… pensaba que si se iba del
todo esos jodidos perros nos destrozarían. No me fijé que había menos suelo
delante nuestro…ni Adrián, a mi lado; la cosa es que, de pronto, el suelo se
acabó…y caímos.
»Era, no sé, como una pendiente, pero muy vertical… de tierra y roca,
justo al borde del campo. Resbalamos y caímos, casi de morros. La verdad es que
no estaba muy alto… pero caímos de golpe. Dios, creía que se me habían roto los
brazos…vi que Adrián también se recuperaba cuando oímos los gruñidos y nos
acordamos de los lobos...
Joaquín hizo una nueva pausa para beber, aunque en mi opinión era una
excusa para parar y retomar fuerzas ante lo que se prometía como una de las
partes más duras de su historia.
—Estaban en el borde, encima de nosotros. Sólo podíamos ver a cinco,
aunque estaban todos gruñendo, así que sabíamos que detrás suyo había más. Vi
que la altura debía ser como de metro y medio, así que si querían, podían saltarnos
encima y destrozarnos….
Joaquín tomo aire
—Pero no lo hicieron. Estuvieron un rato gruñéndonos y, de pronto, se volvieron
y se fueron.
Joaquín se rió, más por
resignación que por diversión, que, de haberla, solo la entendía él.
—Cogimos los rifles y vimos dónde estábamos. Como ya he dicho el borde
no estaba muy alto, pero muy vertical y era todo tierra y piedras, así que no
podíamos treparla. Así que nos giramos y vimos una especie de camino…no sé si era
natural, era una línea de tierra, entre rocas y maleza que parecía que bajaba.
Cuando vimos que todo el terreno tenía la misma orientación pero era menos
transitable, tomamos ese camino, suponiendo que a algún sitio llegaríamos.
Joaquín volvió a parar. Era sabido que unas décadas atrás el pastoreo
había sido un medio de subsistencia frecuente en la región, y era lógico pensar
que esa lengua de tierra fuera una vieja ruta de cabreros, impresa por el paso
del tiempo en el terreno.
—Empezamos a bajar… a los cuatro o cinco minutos vimos que bajamos mucho
y el terreno subía a nuestros lados. Un rato después llegamos a un punto donde
el camino se ensanchaba como para que pasasen tres personas a lo ancho y la
pared de tierra era altísima. Seguimos, aunque yo ya presentía algo malo. A los
pocos pasos, la luna brilló y vimos que en la tierra de las paredes había
agujeros, muchos agujeros, grandes como puños. La pared estaba llena.
El joven se refrenó, pero esta vez, su rostro se cubrió de miedo.
—Oímos una especie de arañazos…miramos detrás nuestro y vimos algo caer
desde uno de los agujeros, algo pequeño y alargado… y entonces ese ruido empezó
a oírse por todos lados… y empezaron a salir de los agujeros…
Joaquín me miró a los ojos.
—¡Ratas! ¿Puedes creerlo? Negras, enormes… y muchísimas, no paraban de
salir… En unos instantes cubrieron la pared entera…y bajaban al suelo…y mientras
lo hacían nos miraban… La luna hacia que viésemos sus ojos brillar… como
olisqueaban el aire…
»Nos dimos cuenta de que disparar no valdría la pena…eran muchísimas, y
casi las teníamos encima… Sólo pudimos volver a correr… adelante… usándolas
como palos, pegando frente a nosotros y a los lados mientras corríamos...
»Vimos que al avanzar cada vez había menos hoyos y ya no había
ratas…pero oímos cómo corrían… Sus patitas arañando el suelo… y chillando, lanzando
grititos estridentes…y nosotros corríamos.
»Lo bueno es que casi todo era cuesta abajo, pero la tierra… Tropezábamos…casi
caímos varias veces… pero si caíamos no lo contábamos…y estábamos tan cansados.
Los pies me dolían como nunca...
»No sé cuánto tiempo huimos… pero de pronto vimos delante el final del
camino…saliendo de las paredes. Corrimos allí…y…unos minutos después, dejamos
de oír a las ratas. Yo me volví y vi que no nos seguían. Como el oso y los
lobos antes… no supimos por qué hasta que…
Joaquín suspiró.
—Al mirar hacia adelante, vimos
un terreno abierto, en forma de cuenco… Muy amplio, como una plaza de toros. En
el centro había varios árboles, puede que chopos… Formaban un corro en torno a
algo y, alrededor, estaba cubierto de hojarasca seca. Al prestar atención,
vimos que estaban rodeando un charco enorme; debía ser una especie de manantial
o fuente natural, por donde el agua salía a la superficie…Y vimos que, pasados
los árboles, había otra pared, pero esta tenía dos caminos a los lados,
parecidos al que habíamos seguido, que subían arriba… por encima del camino de
las ratas…. Y, seguramente…por encima de la bajada que no podíamos subir.
»No lo pensamos…empezamos a andar hacia allí… Estábamos los dos cansados
y sin fuerzas, apoyándonos en los rifles como si fueran bastones…. Adrián
estaba a mi derecha…cuando llegamos a la altura del círculo de hojas… Dios, era
tan extenso; debía de haber estado acumulándose durante años. Empezamos a pasar
por su lado… Noté que la tierra estaba húmeda; no podíamos verlo en detalle por
las sombras de los árboles y unas nubes que medio tapaban la luna…y me fijé en
algo en la superficie…parecían piedras que sobresalían, aunque no podía verlo
bien…y no me importaba. Solo queríamos salir de allí…
Mi amigo volvió a respirar entrecortadamente y a aferrarse con fuerza a
la cama; sin duda aquel era el punto álgido de su relato.
—De pronto, vi que la hojarasca se movía…algo se movía, por debajo; fue…
fue muy rápido.
Joaquín profirió un alarido.
—¡Estábamos muy débiles! ¡¿Qué podíamos hacer?!¡Se tiraron sobre
Adrián…no tuve tiempo de reaccionar! Tiré la escopeta y con las fuerzas que me
quedaban corrí… y corrí… ¡Quería salir de allí! No paré hasta llegar al
camino…no debí haber mirado, pero lo hice...el pobre Adrián… atrapado por eso…Era…
La enfermera llegó en ese momento, atraída por los gritos. Al ver la
situación, me hizo desalojar la sala. Pero no antes de oír a Joaquín murmurar lo
que había visto.
Después de aquello, Joaquín Frías se cerró en banda. Los doctores
dijeron que su trauma era demasiado intenso y los investigadores, tras una
insistencia inicial, no tardaron en tirar la toalla. El caso de las cinco
desapariciones en la zona del bosque quedó sin esclarecer. Si bien, como desde
entonces los demás pasaron a ir en grupos más atentos y cautelosos, no se
repitieron fenómenos del estilo. Del supuesto oso asesino, pese a las batidas
de guarda y cazadores, nada se supo nunca. A día de hoy, hay quienes creen que
ni siquiera existió. En cuanto a Joaquín, tras dos semanas ingresado, recuperó
su condición física, aunque sus heridas internas no llegaron a cicatrizar. Pudo
seguir con sus estudios y su vida pero, simplemente, ya no era el mismo. Y así,
exceptuando a los que contaban con algún ser querido entre los perdidos, el
asunto, como empezó, poco a poco quedó atrás, una curiosa anécdota sin
explicación ni conclusión.
Y así habría sido, sino fuera porque alguien sabía más. Alguien que
había oído una parte de la historia que no había oído nadie más. Una parte
plausible pero chocante, lógica pero irreal. Tanto, de hecho, que juzgó que sería
mejor comprobar hasta qué punto era verdad por sí mismo que exponerse fuera
desterrada para siempre por la incredulidad colectiva, que sin duda la trataría
de absurdo. Ese alguien era yo.
Esperé varios meses, hasta que llegó marzo y luego abril y con ellos la
primavera. Consideré que el cálido y brillante sol me sería útil para explorar
esa amplia región. Esperé un domingo por la mañana, el segundo de abril, para salir,
subido en mi coche derecho al pueblo de al lado. Aparqué en una de sus calles empedradas,
y atravesé la calzada hasta el camino de tierra que lo dejaba, con el bosque a
ambos lados. Calándome una gorra hasta taparme los ojos, enfundado en ropa
vaquera y cargando con una mochila con agua, comida y algunas herramientas que
creí poder necesitar, me adentré en él. Tras los primeros pasos, las sombras de
las ramas me cubrieron, creando un extraño mosaico amarillo y negro de luz y
oscuridad sobre la hojarasca del suelo y que, en cierto sentido, contrastaba
con los días otoñales de la búsqueda, con las nubes oscureciendo con frecuencia
el sol, dejando una visión más homogénea.
Basándome en el recuerdo de lo dicho por Joaquín y de mi experiencia de
las batidas, tardé sólo unos minutos en salir a respirar del mar de árboles,
flotando en campo abierto. La meseta, enverdecida por la hierba, recorrida por
un suave brillo que arrojaba brillantes destellos blancos. Una de las varias
que debía haber, tal vez la misma en la que Juan Romero proclamó su fatal
revelación, y solo una modo de saber si era la correcta. La atravesé con paso
firme, con la vista fija en el suelo en todo momento. No tardé en encontrar lo
que buscaba, la prueba que corroboraba la versión de Joaquín: oculta por la
hierba sobre su superficie horizontal, el páramo tenía un límite, listo para engullir
a los que no se fijaran. El verde suelo, como un escalón para gigantes, daba
paso a un polvoriento sistema de tierra y piedras abajo, separado por una pared
vertical de algo más de un metro de largo. Llegado a este punto, saqué de mi
mochila una alcayata, un martillo y un trozo de cuerda, que empleé para
construirme una posible salida de aquel terreno desconocido. Luego salté al
nivel inferior. Tal como pensé, la dificultad no estribaba en la altura del
desnivel como en la verticalidad del muro de tierra y piedras movedizas.
Después de la observación inicial, no tarde en localizar entre los
arbustos y rocas el camino que Joaquín describió, bajando progresivamente.
Decidido a llegar hasta el final, inicié mi propio avance por la línea de
tierra que, con una mezcla de satisfacción y preocupación, acabó en lo que parecía
una vieja cañada, en la que el agua estacional había excavado un camino que
ahora se alzaba a los lados, perforado por incontables agujeros.
Respiré profundamente y saqué de mi mochila una gruesa y larga tubería.
La cogí pensando en los lobos. Ahora, en caso de que fuera a verme por sorpresa
pisando sobre ratas hambrientas, aunque no resultara demasiado eficaz, al menos
podía proporcionarme suficiente defensa como para escapar. Sujetándola y
respirando profunda y silenciosamente, empecé a avanzar despacio para que el
sonido de mis pies contra el suelo no me impidiese oír algo vital. Y la verdad
es que, desde que entre en el bosque, el silencio había sido mi acompañante
continuo. Ni el canto de los pájaros, ni el zumbido de los insectos, ni
siquiera el viento meneando hojas y ramas; sólo el que provocaba yo con mis
pasos, como si la naturaleza demostrara que me temía, que yo era un intruso
peligroso en su reino… o como si aquel lugar fuese de verdad peligroso, evitado
por todos los que valoraban su vida. Un lugar donde nadie, menos los tercos y
orgullosos humanos, osaría acercarse. Al menos, en mi caso, era de día. Así
veía bien por dónde iba. Y no me costó mucho ver, a unos siete metros al final
de aquel paseo que se había hecho interminable, una curiosa formación marcaba
el final definitivo de los agujeros y, a mi pesar, la confirmación definitiva
de la verdad.
Avancé más rápido, seguro ya de que, de momento, no había peligro entre
las paredes de tierra rotas, hasta llegar a lo que Joaquín describió con
detalle. En el centro de la explanada natural, excavada en la tierra por la
ancestral erosión, un corrillo de chopos, que empequeñecía a otras plantas de ribera,
rodeaba lo que parecía un manantial natural, que formaba algo describible como
un pequeño lago o enorme charco, con agua que salía de la misma tierra. En
torno a ellos, una alfombra de hojarasca grisácea, acumulándose desde quién
sabe cuántos siglos, formando un irregular circulo de varios metros de
diámetro. Y pasada la vegetación, otra pared de tierra con dos caminos ascendentes
enfrentados.
Me acerqué, curioso, a la alfombra de hojas. No tardé en comprobar que,
como describió mi perturbado amigo, algo había disperso por su superficie, asomando
entre las hojas, algo que no tenía origen vegetal. Al principio pensé que eran
piedras, claras y de aspecto irregular. Pero al acercarme más, justo al borde, lo
distinguí mejor.
Huesos. Casi grité cuando me di cuenta, no por el hallazgo sino por su
estado. Era fácil confundirlos con piedras, porque habían perdido totalmente su
forma original, siendo imposible decir a simple vista qué hueso era o de qué
era. Pero a esa distancia se apreciaban las extensas e irregulares aperturas en
su superficie, que revelaban la médula, vacía de tuétano. Y ese era otro
detalle: no estaban fragmentados, partidos o roídos. Era como si algo se
hubiese ido abriendo paso hacia su interior, devorándolos de forma incesante.
Un vistazo rápido alrededor del agua me permitió ver más de ellos, algunos
tan grandes como irreconocibles y otros reducidas casi por completo a astillas.
Pero fueron dos cosas distintas las que llamaron mi atención. Primero, sobre la
capa blancuzca y marrón de la hojarasca, vi dos grupos de hojas particularmente
llamativos; uno alejado pero visible en medio del círculo y otro tan cerca del
borde que podría agacharme y tocarlo. Digo hojas porque de lejos podían
confundirse, si no fuese porque el montón de lejos era de un tono verde oscuro
y el montón frente a mí era, directamente, color azul claro.
Situado en límite, con mis pies pisando en la tierra húmeda, usé mi
cañería para atraer hacia mí aquel montón. Eran fragmentos planos y finos, de varios
tamaños y bordes muy irregulares, como si algún animal los hubiese estado mordiendo.
Cuando tuve uno cerca, me llamo primero la atención su ausencia de nerviación y
peciolo, cosa que entendí cuando lo toqué. Era un pedazo de plástico textil, de
los usados en abrigos o chaquetas.
Un instante después, un destello entre las hojas me llamó la atención en
el borde a mi izquierda. El brillo salía de un tubo largo de metal oscuro, acabado
en una empuñadura deteriorada. Comprendí que era el arma de Adrián.
Y, en ese momento, como reviviendo la narración de Joaquín, mi pie rozó
el interior de la mancha… y las hojas muertas empezaron a temblar, movidas por
algo que ascendía de debajo de ellas. Vi cómo emergían. Y un minuto después, huí;
desandando a la carrera todo el trayecto hasta las pared vertical, no
sintiéndome del todo a salvo hasta estar sobre ella. Mientras volvía al coche,
decidí que era mejor no hacer nada de aquello público. Esa era, después de
todo, una zona remota, sin ningún interés humano. Podía existir sin ellos y a
estos les convenía ignorarla. Aquellas desapariciones y alguna esporádica en el
futuro pueden ser el precio a pagar para que el secreto siga siendo
desconocido.
Y, con todo, en el fondo sentía ciertas ganas de reír. Por las parejas,
que buscando diversión, se toparon por casualidad con un solitario carnívoro y,
huyendo de él, encontraron la muerte. Por aquellos que, al saber de la
existencia del gran depredador, lo habían perseguido al considerarlo una
amenaza, y por mis propios amigos, que buscando erradicarla, huyeron de esta
para encontrarse con una manada de más manejables canes y luego por un enjambre
de, por sí, insignificantes ratas. Porque, después de todo, fueron víctimas del
depredador más grande y perfecto de todos.
Aún recuerdo lo que vi. Emergieron a docenas, a cientos, más grandes que
cualquiera de su clase que hubiese visto antes, casi tan largas como una mano
humana. Sus cuerpos oscuros y brillantes sobre sus articuladas patas, con sus
afiladas mandíbulas abriéndose y cerrándose rítmicamente. Después de salir,
algunos se fijaron en mí y, temiendo que sus patas ocultaran una musculatura con
la que saltar hasta mí, o extendieran sus coriáceas alas, decidí que lo mejor
era irme. Y mientras huía, sus oscuros ojos y largas antenas parecían seguirme.
Supongo que eran el fruto del aislamiento. En ese recóndito lugar, lejos
de todo y con comida en abundancia, habían evolucionado hasta ser depredadores
perfectos; criaturas primitivas, ya que eran más antiguas que el hombre y
cualquier mamífero, tan antiguas como la vida en la tierra y, aun así, más
adaptables y versátiles, capaces de devorar cualquier cosa, de obtener energía
de cualquier fuente vegetal, animal o
incluso artificial, atravesada tarde o temprano por sus fauces como tenazas.
Quizás, pues, sea así mejor. Que las familias piensen que sus seres
queridos fueron víctimas de un gran y feroz oso carnívoro. Porque no creo que
sean capaces de asimilar que su destino fue ser devorados hasta no dejar huella
por un incontable enjambre de cucarachas.
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