jueves, 25 de junio de 2015

EL GRAN DEPREDADOR
 “A veces la mayor criatura no es necesariamente la más peligrosa”

     ¿Cuándo pasó? Hará un tiempo. ¿Dónde? En un sitio muy lejos. Cayó en el olvido y el mito hace años; recordado sólo por los que lo vivieron y unas pocas portadas de prensa local. ¿El escenario? Eso sí lo recuerdan. Un bosque. Un frío bosque de carrascas de media montaña. Se extendía hasta el infinito, oscureciendo el suelo de tierra con sus árboles, acabando en una pequeña meseta alpina, un recóndito y olvidado camino horadado en la tierra y, en su rincón más profundo y secreto, una pequeña corriente subterránea emergía a la superficie en no más de cinco metros de largo y quince de ancho, formando algo así como un gran charco o un pequeño pantano. Pero de este último lugar se supo hace muy poco; así como de la ruta que había que cruzar para alcanzarlo.
     Secretos que, lo más curioso, estaban al alcance del conocimiento humano; de su vista, su oído y al tacto de la piel desnuda. Porque este gran bosque estaba a la salida de un pueblo. Era un pueblo antiguo, de casas pequeñas de piedra gris de dos plantas con una puerta y numerosas ventanas, amontonadas de modo que no dejaban entre ellos más espacio que callejuelas tan encajonadas que un adulto podía quedar atascado si se abría de codos. Por eso, allí el único camino de verdad era una vieja calzada, adosada con piedras, que pasaban al negro asfalto a la entrada y al marrón polvoriento a la salida, zonas de más reciente realización. Un camino gris que cruzaba las filas de casas hasta la gran plaza del pueblo con el ayuntamiento y la iglesia, testigo  de frecuentes encuentros mercantiles, pasados o presentes, temporales o permanentes. Al final, la calzada se alzaba sobre un puente con sus bordes coloreados por líquenes, límite entre la piedra y la tierra. Este era el único camino a las ciudades, la civilización y el mundo, en un sentido u otro. El resto, naturaleza y salvajismo, se encontraban en cualquier parte del paisaje. Las montañas se levantaban en un horizonte no muy lejano. El río que lo saciaba serpenteaba desde sus grises entrañas, sobre su fondo lodoso, rodeado en todo el trayecto por grandes cantos salpicados por hierba, hasta perderse en la distancia. Y las mismas carrascas cubrían de sombras la carretera donde esta se libraba del asfalto y la calzada. Era, podría decirse, un lugar mágico, aislado y perdido en la naturaleza. La mayoría de los jóvenes habían roto del todo sus vínculos con él, trasladándose a las ciudades como polillas robadas por la luz. La mayoría de los hombres útiles se trasladaban con viejos coches a los pueblos cercanos, más modernos, a ganar sus jornales en fábricas, mientras sus mujeres procuraban un plato caliente en sus mesas, una casa en orden y limpieza y, en los contados casos que aún había niños pequeños, que sus juegos entre clases no acabaran en sangre y lágrimas. Y los muchos ancianos, sabios y queridos, pasaban su tiempo charlando y paseando desde el alba al anochecer.
     Quizás, algunos dirían, su pueblo era un sitio olvidado, que ya ni siquiera venía en los mapas. Y, sin embargo, lo que lo hizo famoso se originó en una popularidad previa y muy distinta.
     En algún momento ya olvidado, la juventud decidió retornar a sus orígenes. Y el pueblo se convirtió en luz para un tipo muy distinto de polillas: las parejas de los pueblos colindantes. Aquellos jóvenes, residentes de las mismas ciudades donde los hombres del pueblo iban a trabajar, cruel ironía, hartos de ser interrumpidos por su luz y ruido, añadieron a sus amores el querer un lugar apartado y en paz donde poder gozar sin miradas prejuiciosas desde los bancos de los parques y tras las lunas de los coches. Un lugar con la imparcial intimidad del fustal. Y una primera piedra provocó la avalancha.
     Después de probarlo, los pioneros describieron el lugar. Y los demás, poco a poco pero progresivamente, convirtieron el bosque al otro lado del pueblo en su punto de encuentro de los fines de semana. Llegaban siempre todos, pero por separado, en una oleada de vehículos sucesivos que cruzaban el pueblo rápido y en silencio, aunque todos sabían que en la espesura se dedicaban a oír música a todo volumen, beber  y entregarse a otras prácticas más personales, eran cuidadosos en no dejar señal ni huella de su paso antes y después de irse, marchándose como un soplo de aire tan en silencio como llegaron. No dejaban más rastro que hojarasca removida y huellas de neumáticos.
     Los vecinos veían con indiferencia, pensando que, a su modo, sus visitas revitalizaban su tierra, semana tras semana, mes tras mes; pronto nadie supo calcular el número exacto de veces. Y fue en uno de esos fines de semana festivos cuando sucedió lo que los conmocionó a todos.
     Eran mediados de agosto. El calor veraniego empezaba a sosegarse, pero el cercano otoño tampoco daba muestras de llegar. Situación que, en contraste con los calurosos núcleos urbanos, hacía el pueblo aún más atractivo para los urbanitas. Aparte de los puntuales jóvenes, el pueblo se veía salpicado por familias de visitantes que, después de alquilar donde instalarse, se perdían por las calles de piedra, aprendían las actividades regionales o se maravillaban con el tupido bosque, el cielo azul, el arroyo cristalino o la citada procesión de autocares.
     Una semana así empezó, tan sutilmente que tardó en notarse. Los jóvenes llegaron con el atardecer y se fueron con las estrellas; la sucesión de puntos rojos, blancos, azules, dorados, tendió y retiró su heterogéneo arcoíris del modo habitual.  Tan habitual que no fue, hasta el día siguiente, que los peregrinos en su ciudad se hicieron eco de la noticia: no todos habían vuelto.
     Jesús Martínez, el afable hijo veinteañero de un ingeniero industrial, se había pasado el domingo como era habitual pasar unas horas bajo los árboles con su novia, Samanta Blanco. La pareja, al parecer por motivos de organización, tardó bastante en echarse al monte, atravesando el pueblo en el Peugeot rojo de él casi a las ocho y media. Unas dos horas después,  se inició el retorno nocturno para los visitantes, llegando el último de ellos a la ciudad poco antes de las once de la noche. En su entorno, nadie vio ni rastro de la pareja, hecho llamativo, siendo la mañana siguiente lunes, pero se dio por sentado, al haberse ido más tarde, que habrían prolongado en proporción la salida. Sus padres, conociendo a sus vástagos, juerguistas pero responsables, se retiraron definitivamente entre las doce menos veinte y las doce de la noche, esperando que los novios volviesen más tarde o temprano. Sin embargo, el lunes había amanecido, y no había ni rastro de la pareja, por lo que los padres, tras informarse entre ellos, llamaron a la policía.
     A la media hora, un par de coches blancos y azules de la policía llegaron al pueblo con sus luces y sirenas en marcha. Uno de ellos se acomodó en el arcén mientras sus dos ocupantes buscaban posibles testigos, el otro cruzó el pueblo como tantos otros, buscando algún rastro en la zona de ocio forestal.
     Como era de esperar, la primera pareja no obtuvo ninguna información. La gente de la ciudad solo usaba el pueblo como puente, por lo que nadie sabía nombre, número, ni siquiera aspecto de los efímeros migradores. El otro vehículo policial, en cambio, después de veinte minutos, sí hizo un hallazgo, importante a la vez que preocupante: a unos cuatro kilómetros del pueblo, en una salida lateral que se introducía unos metros en la arboleda, había encontrado el coche. El Peugeot rojo estaba apagado totalmente, comprobándose después que motor, luces, radio y demás dispositivos del vehículo estaban en perfecto estado. Tenía, sin embargo, las dos puertas delanteras abiertas en el momento de su hallazgo, amén de una bolsa de plástico blanca a los pies del asiento del copiloto con dos botellas de licor de baja graduación. Una tercera botella estaba volcada sobre la tierra bajo la puerta del copiloto, lo que hacía pensar que había caído durante algún tipo de turbación. No había ni rastro de los ocupantes en el claro circundante ni en el interior, donde ni siquiera estaba el carnet de conducir entre los papeles de la guantera. Sí se percibía cierto desorden, en línea recta, desde el capó a los árboles, en la hojarasca del suelo, lo que sugería una violenta huida en esa dirección.
     Se determinó, después de que la grúa lo retirara, que la joven pareja se había apartado del camino para disfrutar de un poco de intimidad como tantas otras cuando, por motivos desconocidos, huyeron hacia los árboles, acabando perdidos en lo más profundo del bosque. El posterior reconocimiento de la zona tampoco aclaró demasiado, perdiéndose el rastro a medida que el interior del encinar se volvía más tupido, desistiéndose por completo de encontrar nada antes del atardecer.
     Al día siguiente, martes, se optó por una preparación previa, a fin de optimizar la búsqueda en la basta y espesa arboleda. Se movilizaron más agentes, se estableció contacto con los guardias forestales y los equipos de búsqueda de la Policía Nacional y la Guardia Civil y se reclutaron voluntarios entre los vecinos del pueblo y conocidos de los jóvenes para batir el terreno. Una vez dispuestos los medios para empezar, no obstante, el débil sol del estío tardío inició su declive, posponiéndose las labores hasta la mañana siguiente, miércoles.
     Y fue dicho miércoles cuando la situación se complicó. En torno a las nueve de la mañana, cuando el sol iluminaba lo bastante las sombrías perennifolias, se empezó la búsqueda. Los voluntarios, dispuestos en hileras separadas entre sí por menos de un metro, batían el terreno en busca de indicios de los desaparecidos, flanqueados por policías con perros. Se rebuscó entre los arbustos que los animales usaban de encames, se trató de reconocer alguna trayectoria sobre la continua pero cambiante hojarasca, se recorrieron los escasos puntos donde la roca afloraba, pero pasaron más de tres horas y se penetró unos cinco kilómetros de árboles sin resultados, de forma que pasado el mediodía se pospuso hasta la tarde. Lentamente, con expresión que aunaba decepción y desesperanza, la horda de rastreadores salió del ramal hacia el pueblo, convertido en improvisada base de operaciones, donde les esperaba una noticia preocupante.
     Una media hora antes de que la partida de búsqueda saliera, un turista llamado Jaime Andrade, hospedado en un hostal local, había salido hacia el bosque con ánimo de hacer senderismo. Vestido con ropa de montaña, mochila y un bastón de excursionista, se despidió anunciando que volvería en unas dos horas, pues no quería mezclarse en aquella situación. Informadas las autoridades por su casero, preguntaron a los miembros del equipo si alguien había visto senderistas en la zona, siendo la única declaración positiva la de una joven de veintiún años, quien a unos quinientos metros de su punto de partida encontró, abandonado entre las hojas, un bastón, identificado como propiedad del desaparecido.
     La posibilidad de un nuevo desaparecido pareció espolear al personal de búsqueda, tanto civil como policial, que reanudó la búsqueda a las tres de la tarde. Prolongaron la batida hasta el anochecer, en torno a las nueve, llegando hasta los nueve kilómetros, el límite mismo donde los árboles daban paso al herbazal de montaña, pero nuevamente sin encontrar nada.
      El jueves la preocupación por la pareja perdida y la ya absoluta certeza de la desaparición del excursionista motivaron un cambio de estrategia. Esta vez, los voluntarios batieron el bosque en dirección contraria, con la esperanza de encontrar algún rastro, o incluso a los desaparecidos, en ese extremo del bosque; mientras, un helicóptero de los servicios forestales sobrevolaba los páramos al otro lado, buscando alguna mancha de color que desentonara sobre el verde de la hierba. Nuevamente, al atardecer, las labores, infructuosas, cesaron.
     Sin embargo, el viernes, aún sin datos sobre la suerte de los tres, se discernió un atisbo de luz sobre el misterio. Que empezó, irónicamente, con otra desaparición.
     Muchos de los voluntarios no solo eran amigos y vecinos de la pareja, de permiso en sus trabajos o centros de estudios, sino que, lógicamente, se conocían entre sí, por lo que, al producirse cualquier ausencia entre sus filas, era detectada deprisa. Fue Juan Romero, de veintiún años, y su novia, Beatriz Pardo, de veinte. Habían participado en las dos jornadas anteriores y se sabía que, el jueves por la tarde, habían estado en el grupo que había inspeccionado el lado este del bosque. Una rápida comprobación telefónica confirmó que no habían vuelto a casa la noche anterior, lo que hizo suponer que quizás, después de la búsqueda, se habían rezagado en el bosque, bien intentando ver lo que nadie  había visto ya, bien para gozar juntos de la naturaleza como hicieron hasta ese momento.
     La preocupante acumulación de desparecidos intensificó por igual los esfuerzos y las precauciones de los cuerpos de búsqueda. Se dividió a los batidores en dos grupos para registrar los dos extremos del bosque por tercera vez, mientras el helicóptero realizaba círculos concéntricos desde las periféricas mesetas, acercándose mas al bosque mientras los dos grupos, prácticamente hombro con hombro, lo cruzaban alejándose más y más de los árboles, pasando bajo la zona sobrevolada. Al mediodía, después de alcanzar los cinco kilómetros en el perímetro exterior y sin resultados todavía, los voluntarios acamparon en torno a la una y media para comer algo, ya que se consideró que volver hasta el pueblo les haría perder más tiempo. Pasó así una hora en silencio, entre las suaves herbáceas y los arbustos bajos, bajo un intenso sol pero a una temperatura agradable. Y fue casi a las dos y media, cuando se preparaban para continuar, cuando el grupo del lado este percibió lo que parecía un grito fuerte apagado pidiendo ayuda.  Fuimos corriendo a ver qué pasaba; yo incluido, razón por lo que sé mejor que nadie lo que pasó. Y encontramos la silueta de un joven, aparecida de nadie sabe qué rincón de  los montes, corriendo exhausto y con pesadez hacía nosotros. Era Juan Romero, desaparecido el día antes y que, tras alcanzarnos, se desplomó de espaldas al suelo a nuestros pies. Tenía la cara enrojecida y brillante por el sudor, el pelo oscuro y ondulado completamente despeinado y adornado con restos de  hojas y ramas. También vimos que su camiseta de manga corta estaba desgarrada en varios puntos por profundos arañazos y que sus piernas, por debajo de unos pantalones cortos beige, estaban cubiertas de cortes; eso sí, superficiales en su mayoría. Además, sus botas de montaña estaban húmedas y manchadas de barro, lo que nos hizo especular sobre dónde podía haber estado. Pero todo pasó a un segundo plano al ver que de su novia, Beatriz, no había ni rastro.  Tras darle una botella de agua de la que tragó con ansia y respirar pausadamente unos segundos, le llegó la pregunta de uno de los voluntarios, al parecer amigo de la pareja. El esfuerzo, no obstante, que debía haber hecho debió ser más fuerte de lo que imaginábamos, porque acabo perdiendo totalmente el sentido. Sin embargo, antes de desfallecer, con sus últimas fuerzas, acertó a decir:
     —Oso…un oso…
     Uno de nosotros comunicó el hallazgo a los servicios de urgencias por móvil, tras lo cual esperamos hasta que un guarda y un sanitario nos alcanzaron, y, tras notificar que su estado era estable, lo incorporaron y le ayudaron, junto a nosotros, a llegar a la carretera. Después, el resto de voluntarios fue llegando poco a poco.
     ¿Era el mensaje del joven perdido un delirio producto del sobreesfuerzo? ¿Podía el gran carnívoro del bosque, el último de los cuales fue visto en la zona hacia quizás cuatro siglos, haber vuelto a la región? ¿Y, si era así, en que oscuro rincón de aquel bosque registrado al centímetro o de los páramos circundantes podía estar hasta el punto de no haber sido visto hasta entonces?
     La perspectiva de tener que lidiar ante semejante criatura obligó a replantear la búsqueda. Las labores se suspendieron de forma cautelar, los voluntarios fueron devueltos, ahora definitivamente, a sus hogares y se solicitó al servicio forestal el máximo de efectivos posibles.
     Yo volví a mi casa esa tarde con el resto de vecinos y amigos, esperando que los profesionales zanjasen el escabroso asunto de las desapariciones, que ahora incluía un carnívoro salvaje. Por desgracia, aquel dato llamó la atención de dos conocidos míos de un modo bien distinto.
     Se llamaban Adrián González y Joaquín Frías. Los conocía, como a la pareja desaparecida, de haber ido juntos al instituto y, más recientemente, de coincidir en zonas de bares y discotecas. Adrián era un veinteañero fornido, amante del deporte de siempre, de pelo oscuro y ondulado y barbilla cuadrada, reforzada por una perilla recortada al milímetro. Muy aficionado a conducir, trabajaba a tiempo parcial en una tienda de recambios y artículos para motos por el día, mientras que por las tardes tenía otro empleo de mecánico en un taller. Joaquín era más esbelto pero bastante más alto, de pelo castaño rizado y facciones suaves pero decididas, que por aquel entonces estudiaba su cuarto año de ingeniería en la universidad.
     Se dio la fatídica circunstancia de que una muy fuerte amistad unía a Adrián  con Jesús Martínez, mientras que Joaquín había estado muy vinculado a Beatriz Pardo hacía algunos años, tanto que aún se rumoreaba podrían haber llegado a más que amigos. No resulta extraño que, una vez se supo el entrecortado mensaje de Juan Romero, se propagaran como un fuego infinidad de voces de denuncia, que culpaban al accidental plantígrado de ser una bestia feroz que habría acechado a los paseantes para, tras un ataque sorpresa, apresarlos y arrastrarlos  a las profundidades de la espesura para devorarlos de manera que era mejor no imaginar. Fue caldeándose tanto el ambiente que parecía inminente se exigiera la captura del animal, si no su cabeza.
     Proclama que, por desgracia, ya se había pronunciado el viernes noche, en forma de un agresivo mensaje y dos nuevas desapariciones. El sábado por la mañana, conscientes del ultimo parte y de lo despreocupado del día, ni a los padres de Joaquín ni al compañero de piso de Adrián les pareció raro que estos no dieran señales de vida hasta bien entrado el día. Pero cuando el reloj dio las doce ambos decidieron por su lado terminar con las consideraciones de los durmientes.
      Encontraron las camas vacías y deshechas, echándose en falta junto a sus dueños sus respectivos juegos de llaves, ropa y calzado de montaña y dos objetos tan elocuentes como preocupantes: un rifle de caza de cañones superpuestos del padre de Joaquín, y un viejo fusil que Adrián guardaba en su armario envuelto en una manta descolorida, recuerdo que decía que su abuelo uso en defensa de la República en los oscuros  años de guerra. Además, los señores Frías no tardaron mucho en echar en falta otra de sus propiedades: un Seat color gris metalizado que, hasta la noche anterior, había estado en su garaje. Ambas habitaciones tenían otro elemento en común: los ordenadores estaban encendidos y las sesiones, enlazadas a varias redes de comunicación, iniciadas. Los dos habían escrito el mismo texto, que fue enviado a lo largo de la noche anterior a distintos conocidos a las horas en que estaban con seguridad dormidos; mensaje lleno de abreviaturas y omisiones lingüísticas que yo mismo recibí y que decía, básicamente: VAMOS A CARGARNOS A ESE JODIDO OSO. Solo puede especularse sobre cuándo concibieron su plan, ya que el fin, sin duda, fue la venganza o la gloria, o más seguro un poco de cada.
     Como puede imaginarse, una vez la policía recibió las respectivas denuncias, y tras notificar a los González la desaparición de Adrián, empezaron la búsqueda de los prófugos en el pueblo vecino, antiguo remanso de paz ahora constantemente perturbado junto a su bosque, antiguo símbolo de armonía y belleza, ahora cada vez más de peligro y muerte.
     No tardaron ni diez minutos desde su llegada en encontrar el coche de la familia Frías, aparcado de forma visible pero resguardada en una de las callejuelas empedradas entre las vetustas y venerables casas. No había pues duda sobre lo ocurrido: tras ponerse de acuerdo y dejar sigilosamente sus hogares, los dos se habían dirigido, amparados por el alba, al escenario de las desapariciones para, después de dejar su transporte, dirigirse a pie a la espesura como tantos otros aquellos días, esperando salir airosos con sus armas y, por qué no, convertidos en héroes.
     En contraste con la facilidad para seguir su rastro desde la ciudad, la policía cobró rápidamente consciencia de que internándose en el bosque sin saber qué hora temprana, las posibilidades de encontrarlos eran pocas. Se transmitió a los guardabosques los dos nuevos nombres de la lista, para que estuviesen pendientes de dos chicos jóvenes con ropa de montaña y armas de largo alcance. Se realizó una serie de vuelos de observación, que peino el contorno de los árboles y el océano de hierba buscando cualquier forma, animada o inerte, que rompiera su monocromático verdor.
     Los vuelos pararon en torno al mediodía y, con ellos, el rastreo durante la mañana del sábado mientras los guardas seguían movilizándose. Un grupo de operarios volvió a rastrear el terreno a las cuatro mientras se preparaban realas de perros que pudiesen encontrar un rastro fiable en el laberinto, puestas en marcha unas dos horas más tarde. A las ocho de la tarde, cuando ya tintineaban las primeras estrellas, los distintos grupos de buscadores empezaron a volver, sin éxito. Una gran desazón se extendió entre lugareños y forasteros por igual. Yo mismo me preguntaba qué extraño ente o fenómeno podía hacer desaparecer a seis personas de esa forma, porque aunque fuese cierto lo que dijo Juan, esa criatura debía de ser más demonio que úrsido. Pero no podía hacer más por el momento. Nadie podía. Sólo volver a casa y confiar que las cosas cambiaran después de dormir.
     Recuerdo que esa mañana, domingo, me desperté entrada la mañana, me vestí con ropa ligera y fui a la cocina a desayunar. No tardé mucho en saber por el televisor del salón y por cierta actividad en los vecinos de la calle, de las asombrosos sucesos de la noche anterior, propagados ahora de boca en boca, por toda la ciudad.
     Sobre las once y media de la noche, la comisaria local había recibido una llamada desde el pueblo vecino: un anciano jubilado, que gozaba sentado en una acera del frescor y la calma nocturnos, había visto de pronto tendido en el suelo a unos metros a uno de los dos últimos desaparecidos. No acertó a identificarlo ni a dar otras señas, aunque sí dijo que estaba en un estado lamentable, tanto física como emocionalmente. No tardaron ni diez minutos dos coches patrulla, encabezando a una ambulancia, en llegar a la calle principal, donde varios vecinos atendían como podían al chico sin atreverse a moverlo para no hacerle más daño.
     Era Joaquín Frías. Estaba boca abajo, con las manos extendidas hacia delante y su cabello rizado tapándole el rostro. Su débil pero presente respiración indicaba una severa fatiga física. Un primer vistazo reveló que un abrigo negro, que había cogido según sus padres, había desaparecido, revelando un jersey negro con una camiseta interior blanca debajo y tejanos. La camiseta era visible porque el jersey, aunque entero, estaba hecho jirones a la altura del torso, surcado por una red de profundos cortes largos e irregulares, que dejaban a la vista hasta la piel de su dueño. Además, tanto los vaqueros como su calzado, unas botas de montaña marrones, estaban cubiertos de restos de hojarasca por toda su superficie, amén de húmedos y con restos de barro desde las perneras a las suelas. Los desgarros en los pantalones y el desgaste del calzado sugerían un intenso y frenético esfuerzo pasado los últimos días o, en ese caso, horas.
     Al llegar los paramédicos le dieron la vuelta para reconocerlo. Observaron que la parte delantera de su ropa estaba tanto o más desgastada que la posterior, así como múltiples arañazos más finos y superficiales en rostro y cuello. Tenía, además, muy peladas las yemas de los dedos. Bajo él podía verse manchas de humedad sobre la acera, que parecían salir del bosque o más allá. La conclusión era inequívoca; había huido con todas sus fuerzas desde los más honde de la espesura hacia el pueblo y, cuando le fallaron las piernas, se había arrastrado, hundiendo sus dedos en la lisa piedra para mover su cuerpo, desplomándose inconsciente al llegar al límite a la espera de ser ayudado.
     Fue trasladado rápidamente sujeto en camilla al hospital local con un coche—patrulla detrás, mientras los ocupantes del segundo tomaban declaración a los testigos. Joaquín fue ingresado sobre la medianoche, determinándose que no sufría ninguna herida interna ni externa de gravedad, más allá de numerosos cortes que ya estaban siendo tratados, ni problemas graves de salud, debiéndose su actual estado a la deshidratación y el sofoco producidos por la reciente actividad física. El joven fue instalado en una cama con la máxima discreción posible y se notificó su hallazgo a sus padres. No tuvieron, sin embargo, éxito en este primer punto y a la mañana siguiente todo el mundo iba sabiendo los hechos a medida que se levantaban. La euforia y expectación eran notables y comprensibles: por fin un superviviente del bosque, por fin un testigo que podía aportar algo de luz sobre el misterio. Policías, medios, amigos. Todos querían hablar con él, pero sus doctores, sabiamente, restringieron las visitas solo a familiares directos, para perturbar lo mínimo posible el reposo del paciente. El cual, ciertamente, necesitaba con urgencia descanso, ya que luego se sabría estuvo inconsciente todo el día, monitorizado con máquinas y penetrado por sondas.
     Recuperó el sentido el lunes, siendo recibido de inmediato por sus padres, un doctor y una enfermera que pasaba por allí, que le pusieron al corriente sobre los que se había perdido. Menos de una hora después, la noticia era pública. Una avalancha humana rodeó el hospital y, aunque las visitas seguían reguladas estrictamente, no fue impedimento para que toneladas de flores, tarjetas y otros obsequios empequeñecieran su habitación y al convaleciente al que iban dirigidos. Mientras, Joaquín progresaba satisfactoriamente. Comía correctamente, hablaba con elocuencia y conservaba sus capacidades sensoriales y motoras en condiciones. Por la tarde, un par de detectives solicitó hacerle una pequeña entrevista. Los médicos accedieron, dada la gravedad de las circunstancias, a condición de que sus padres y uno de ellos estuviesen presentes, por si el joven sucumbía a un exceso de estrés. Y así fue. Al principio, Joaquín estaba calmado, acertó a decir su nombre, su relación con Adrián González y Beatriz Pardo y a describir los sucesos concernientes a los desaparecidos. Sin embargo, al preguntarle sobre qué pasó el sábado anterior o dónde estaba Adrián, cambió. Su habla se bloqueó, su respiración  y su pulso se aceleraron. Los médicos tuvieron que sedarle, los inspectores se fueron con las manos vacías y sus padres quedaron conmocionados por la reacción de su hijo. Se debió, según diría un psiquiatra, a que las preguntas le habían hecho recordar un suceso traumático reciente y cuyo simple recuerdo bastaba para hacerle revivirlo.
     Sin embargo, la recuperación de Joaquín era rápida, tanto que, a partir del día siguiente, se empezaron a autorizar las visitas extraparentales. A partir del mediodía compañeros, profesores, amigos o simples vecinos curiosos se dejaban caer por su habitación, deseándole una buena recuperación y dándole pequeños regalos. Conscientes, sin embargo, de que su situación hacía necesarios mucho reposo y la mayor calma posible, las visitas solían resumirse a un saludo, algún comentario cotidiano con tintes de cotilleo y unos sinceros deseos de recuperación de despedida.
      Uno de aquellos visitantes fui yo. Acudí sobre las seis de la tarde, en un momento en el que el azar quiso que no hubiera más vecinos haciendo cola y que  el efecto de los múltiples fármacos que le suministraban había pasado, por lo que me encontré a mi amigo solo, consciente y lúcido. Le saludé, puse en su mesita una tarjeta barata pero vistosa comprada horas antes y le pregunté cómo se sentía y cómo había pasado el día. Joaquín sonrió con esfuerzo y me dijo que, quitando que el cuerpo le dolía casi todo el tiempo y que estaba prácticamente inmovilizado en la cama, estaba bien. Entonces, consciente de su estado, le deseé que sanara pronto y me dispuse a salir, comentando mi miedo a que me expulsase alguna enfermera. Tal vez fue el comentario decisivo. Joaquín replicó que hasta una hora al menos no esperaba a ninguna. Y, entonces, su sonrisa de complicidad se desvaneció; su nueva expresión decía que se había dado cuenta de algo. Le pregunté qué pasaba.
     —Tío, no te vas a creer qué pasó en ese bosque, lo que vi allí. Sé que de ti me puedo fiar, y que puedo contártelo todo sin que lo charres.
     Y pasó la siguiente hora contándome todo; soltando la lengua como no lo había hecho con nadie.
     —Ya lo sabes, tú y todos. Adrián y yo  queríamos saber que cojones pasaba, qué les había pasado a Bea y a los otros que se habían esfumado, hasta Juan dijo que era un oso. Así que, después de pensarlo todo el viernes, nos preparamos y fuimos temprano con mi coche, pensando que sería más fácil pillar al bicho.
     »Nada más llegar, aparcamos en la primera calle medio escondida que vimos, cogimos las armas y fuimos, procurando que nadie nos viera, donde encontraron el coche de Jesús y Samanta. Estaba oscuro; aún era de noche. Hacía frío y no se veía ni un alma, así que nos metimos entre los árboles.
     Mientras hablaba, no dejaba de parar para recobrar el aliento o tomar agua de una botella de plástico a su alcance.
     —Había mucha humedad en el ambiente. Las hojas del suelo eran como barro, nos hacían difícil avanzar… y el silencio. Ni insectos, ni búhos, nada. No sé Adrián, pero yo estaba acojonado. Si no fuera por el rifle, creo que habría dado media vuelta y me hubiese largado.
     »No sé cuánto estuvimos así, avanzando sin parar. A los quince minutos, más o menos, tuvimos que parar, porque no estábamos del todo seguros de dónde estábamos. Yo pensaba que no debía faltar mucho para salir a campo abierto. Se lo estaba comentando a Adrián cuando, entonces, oímos un ruido suave, de hojas arrastradas, detrás nuestro. Y lo vimos.
     Mi amigo respiró profundamente y tragó saliva, signo del esfuerzo que representaba para él revivir aquel momento.
     —No se podía ver bien, pero era el jodido oso. Era increíble. A cuatro patas no parecía impresionante, sólo enorme, el doble de una persona o más. Nosotros le vimos primero; estuvimos como dos minutos mirándole, a ver qué hacía. Se limitaba a olisquear las hojas y a removerlas con las uñas, con la cabeza baja como si no nos viese. Se movió así como medio metro más allá y, entonces, nos vio. Levantó la cabeza hacia nosotros y se quedó mirándonos. Nosotros estábamos inmóviles, paralizados, sin saber qué hacer, igual que él. Como si estuviésemos midiendo nuestros movimientos.
     »Entonces, Adrián dio un salto al frente, le gritó “te voy a matar, cabrón” y le apuntó con su arma. El oso siguió mirando, sin saber de qué iba. Y entonces disparó…pero el arma no disparó.
     Joaquín soltó una leve carcajada.
     —Ese trasto… era una antigualla; de un solo ojo se notaba que hacía nada había estado cubierto de polvo —explicó.—Sólo disparaba chasquidos.
     »Adrián apretó el gatillo otra vez y otra y otra, unas cinco veces, pero nada. Al rato se cagó en ella, la bajó y volvió a mirar al oso, que se había puesto a mirarle fijamente. Yo pensé que podía tirarse sobre él y destrozarle, así que no pensé y disparé…pero estaba tan nervioso que temblaba y los tiros que di, dos… se desviaron.
     »Le pasaron por el lado, a más de medio metro. Uno dio al aire y otro a un árbol… ¿Puedes creerlo? ¿Con munición de postas?
     »Empecé a recargarla, y mientras lo hacía miré al oso. Al disparar se sobresaltó y retrocedió como si fuera a huir. Pero después volvió a mirarnos. De mala manera. Había inclinado la cabeza, con las orejas de punta, y había empezado a caminar hacia nosotros…despacio.
     »Yo casi había recargado cuando Adrián  hizo otro intento de disparar que también falló, con el oso aun acercándose. Y entonces, cuando estaba listo para volver a disparar, Adrián corrió…y el oso nos envistió.  
     Joaquín, llegado a este punto, parecía preguntarse qué había hecho que el hasta el momento placido plantígrado tardara tanto en reaccionar frente a su actitud hostil. Yo, por mi parte, descubrí tiempo después que dar la espalda a un depredador y correr no es una reacción inteligente: su instinto les hace ver a los que corren como presas a las que matar mordiendo en la nuca, reaccionando en consecuencia.
     —Corríamos a toda leche, saltando para ir más rápido, esquivando los arboles como podíamos, con ese bicho detrás. No puedes ni imaginar lo rápido que era. Yo no paré ni un momento a intentar disparar o a mirar…porque lo oía, y estaba seguro de que en el momento que frenara, se me llevaría por delante. Fuimos así, no sé ni cuánto tiempo ni cómo de lejos, pero atravesamos el puto bosque entero. Salimos a una zona abierta, con hierba pero sin árboles delante nuestro. Yo estaba casi muerto…el corazón me iba a mil, me costaba respirar, mi cuerpo ardía… Todavía estaba oscuro, pero pudimos darnos cuenta de que el oso se había parado. Estaba en el límite del bosque, mirándonos desde ahí, como si no se decidiera a seguirnos. Después de un rato se fue. Te juro, porque no había soltado mi escopeta en ningún momento, que si hubiera tenido en ese momento fuerzas, le habría pegado un tiro. Y es lo curioso… no tuvimos tiempo de descansar. Oímos algo. Como si algo pisara la hierba a nuestro alrededor con mucha suavidad. Al principio pensamos que era el viento. Hasta que oímos gruñidos. Nos giramos y...
      La tensión del momento anterior se vio reemplazada por el sobresalto de la nueva revelación.
     —¡Lobos, tío! ¡Eran lobos! Estaba oscuro, así que igual era una manada de perros salvajes grandes. Al menos diez, todos con los ojos puestos en nosotros. Quietos al principio, nos miraban unos segundos y luego empezaban a gruñir y a moverse, despacio…rodeándonos.  Yo estaba helado, cubierto de sudor, con el aire frio quemándome la garganta cuando jadeaba. No sabía qué hacer, no podía pensar… creo que Adrián se sentía igual. Intenté sujetar la escopeta, disparar…pero temblaba tanto que no podía apuntar. Entonces Adrián, que parecía que se había recuperado un poco agarró ese… trasto viejo que llevaba y lo sacudió de un lado a otro, blandiéndolo. Se puso a decir que se largaran, gritándoles…y levantando la culata. Uno de los lobos gruñó, nos enseñó los dientes. Adrián hizo ademán de embestir…y el lobo se le tiró.
      »Lo interceptó con el arma…mordió la culata o alguna parte así…Tan, tan grande…Adrián casi se cayó hacia atrás cuando le soltó…los otros lobos estaban en tensión, gruñendo…Pensé que me destrozarían…solo pude coger la escopeta por el cañón y correr…apartando a dos lobos a palos.
    »Adrián  empezó a correr también. Me dijo algo como Joder tío ¿Y ahora qué? Los lobos nos pisaban los talones, los oíamos, corriendo y gruñendo… nosotros íbamos más despacio que con el oso; aún no podíamos correr… ¡Pero ellos no corrían!... Quiero decir, podrían sobrepasarnos, pero no… Se limitaban a seguirnos, guardando las distancias…creo que esperando que uno de los dos se quedara atrás…
     Su entrecortada descripción adquiría cada vez mayor credibilidad. Separar al más débil del grupo es la táctica favorita de los carnívoros que atacan en grupo
     —No sé cuánto corrimos; el maldito herbazal era inmenso…Hacía frío, notábamos el aire. La luna brillaba cada vez menos… pensaba que si se iba del todo esos jodidos perros nos destrozarían. No me fijé que había menos suelo delante nuestro…ni Adrián, a mi lado; la cosa es que, de pronto, el suelo se acabó…y caímos.
     »Era, no sé, como una pendiente, pero muy vertical… de tierra y roca, justo al borde del campo. Resbalamos y caímos, casi de morros. La verdad es que no estaba muy alto… pero caímos de golpe. Dios, creía que se me habían roto los brazos…vi que Adrián también se recuperaba cuando oímos los gruñidos y nos acordamos de los lobos...
     Joaquín hizo una nueva pausa para beber, aunque en mi opinión era una excusa para parar y retomar fuerzas ante lo que se prometía como una de las partes más duras de su historia.
     —Estaban en el borde, encima de nosotros. Sólo podíamos ver a cinco, aunque estaban todos gruñendo, así que sabíamos que detrás suyo había más. Vi que la altura debía ser como de metro y medio, así que si querían, podían saltarnos encima y destrozarnos….
     Joaquín tomo aire
     —Pero no lo hicieron. Estuvieron un rato gruñéndonos y, de pronto, se volvieron y se fueron.
      Joaquín se rió, más por resignación que por diversión, que, de haberla, solo la entendía él.
     —Cogimos los rifles y vimos dónde estábamos. Como ya he dicho el borde no estaba muy alto, pero muy vertical y era todo tierra y piedras, así que no podíamos treparla. Así que nos giramos y vimos una especie de camino…no sé si era natural, era una línea de tierra, entre rocas y maleza que parecía que bajaba. Cuando vimos que todo el terreno tenía la misma orientación pero era menos transitable, tomamos ese camino, suponiendo que a algún sitio llegaríamos.
     Joaquín volvió a parar. Era sabido que unas décadas atrás el pastoreo había sido un medio de subsistencia frecuente en la región, y era lógico pensar que esa lengua de tierra fuera una vieja ruta de cabreros, impresa por el paso del tiempo en el terreno.
     —Empezamos a bajar… a los cuatro o cinco minutos vimos que bajamos mucho y el terreno subía a nuestros lados. Un rato después llegamos a un punto donde el camino se ensanchaba como para que pasasen tres personas a lo ancho y la pared de tierra era altísima. Seguimos, aunque yo ya presentía algo malo. A los pocos pasos, la luna brilló y vimos que en la tierra de las paredes había agujeros, muchos agujeros, grandes como puños. La pared estaba llena.
     El joven se refrenó, pero esta vez, su rostro se cubrió de miedo.
     —Oímos una especie de arañazos…miramos detrás nuestro y vimos algo caer desde uno de los agujeros, algo pequeño y alargado… y entonces ese ruido empezó a oírse por todos lados… y empezaron a salir de los agujeros…
     Joaquín me miró a los ojos.
     —¡Ratas! ¿Puedes creerlo? Negras, enormes… y muchísimas, no paraban de salir… En unos instantes cubrieron la pared entera…y bajaban al suelo…y mientras lo hacían nos miraban… La luna hacia que viésemos sus ojos brillar… como olisqueaban el aire…
     »Nos dimos cuenta de que disparar no valdría la pena…eran muchísimas, y casi las teníamos encima… Sólo pudimos volver a correr… adelante… usándolas como palos, pegando frente a nosotros y a los lados mientras corríamos...
     »Vimos que al avanzar cada vez había menos hoyos y ya no había ratas…pero oímos cómo corrían… Sus patitas arañando el suelo… y chillando, lanzando grititos estridentes…y nosotros corríamos.
     »Lo bueno es que casi todo era cuesta abajo, pero la tierra… Tropezábamos…casi caímos varias veces… pero si caíamos no lo contábamos…y estábamos tan cansados. Los pies me dolían como nunca...
     »No sé cuánto tiempo huimos… pero de pronto vimos delante el final del camino…saliendo de las paredes. Corrimos allí…y…unos minutos después, dejamos de oír a las ratas. Yo me volví y vi que no nos seguían. Como el oso y los lobos antes… no supimos por qué hasta que…
     Joaquín suspiró.
     —Al mirar hacia adelante, vimos un terreno abierto, en forma de cuenco… Muy amplio, como una plaza de toros. En el centro había varios árboles, puede que chopos… Formaban un corro en torno a algo y, alrededor, estaba cubierto de hojarasca seca. Al prestar atención, vimos que estaban rodeando un charco enorme; debía ser una especie de manantial o fuente natural, por donde el agua salía a la superficie…Y vimos que, pasados los árboles, había otra pared, pero esta tenía dos caminos a los lados, parecidos al que habíamos seguido, que subían arriba… por encima del camino de las ratas…. Y, seguramente…por encima de la bajada que no podíamos subir.
     »No lo pensamos…empezamos a andar hacia allí… Estábamos los dos cansados y sin fuerzas, apoyándonos en los rifles como si fueran bastones…. Adrián estaba a mi derecha…cuando llegamos a la altura del círculo de hojas… Dios, era tan extenso; debía de haber estado acumulándose durante años. Empezamos a pasar por su lado… Noté que la tierra estaba húmeda; no podíamos verlo en detalle por las sombras de los árboles y unas nubes que medio tapaban la luna…y me fijé en algo en la superficie…parecían piedras que sobresalían, aunque no podía verlo bien…y no me importaba. Solo queríamos salir de allí…
     Mi amigo volvió a respirar entrecortadamente y a aferrarse con fuerza a la cama; sin duda aquel era el punto álgido de su relato.
     —De pronto, vi que la hojarasca se movía…algo se movía, por debajo; fue… fue muy rápido.
     Joaquín profirió un alarido.
     —¡Estábamos muy débiles! ¡¿Qué podíamos hacer?!¡Se tiraron sobre Adrián…no tuve tiempo de reaccionar! Tiré la escopeta y con las fuerzas que me quedaban corrí… y corrí… ¡Quería salir de allí! No paré hasta llegar al camino…no debí haber mirado, pero lo hice...el pobre Adrián… atrapado por eso…Era…
     La enfermera llegó en ese momento, atraída por los gritos. Al ver la situación, me hizo desalojar la sala. Pero no antes de oír a Joaquín murmurar lo que había visto.
     Después de aquello, Joaquín Frías se cerró en banda. Los doctores dijeron que su trauma era demasiado intenso y los investigadores, tras una insistencia inicial, no tardaron en tirar la toalla. El caso de las cinco desapariciones en la zona del bosque quedó sin esclarecer. Si bien, como desde entonces los demás pasaron a ir en grupos más atentos y cautelosos, no se repitieron fenómenos del estilo. Del supuesto oso asesino, pese a las batidas de guarda y cazadores, nada se supo nunca. A día de hoy, hay quienes creen que ni siquiera existió. En cuanto a Joaquín, tras dos semanas ingresado, recuperó su condición física, aunque sus heridas internas no llegaron a cicatrizar. Pudo seguir con sus estudios y su vida pero, simplemente, ya no era el mismo. Y así, exceptuando a los que contaban con algún ser querido entre los perdidos, el asunto, como empezó, poco a poco quedó atrás, una curiosa anécdota sin explicación ni conclusión.
     Y así habría sido, sino fuera porque alguien sabía más. Alguien que había oído una parte de la historia que no había oído nadie más. Una parte plausible pero chocante, lógica pero irreal. Tanto, de hecho, que juzgó que sería mejor comprobar hasta qué punto era verdad por sí mismo que exponerse fuera desterrada para siempre por la incredulidad colectiva, que sin duda la trataría de absurdo. Ese alguien era yo.
     Esperé varios meses, hasta que llegó marzo y luego abril y con ellos la primavera. Consideré que el cálido y brillante sol me sería útil para explorar esa amplia región. Esperé un domingo por la mañana, el segundo de abril, para salir, subido en mi coche derecho al pueblo de al lado. Aparqué en una de sus calles empedradas, y atravesé la calzada hasta el camino de tierra que lo dejaba, con el bosque a ambos lados. Calándome una gorra hasta taparme los ojos, enfundado en ropa vaquera y cargando con una mochila con agua, comida y algunas herramientas que creí poder necesitar, me adentré en él. Tras los primeros pasos, las sombras de las ramas me cubrieron, creando un extraño mosaico amarillo y negro de luz y oscuridad sobre la hojarasca del suelo y que, en cierto sentido, contrastaba con los días otoñales de la búsqueda, con las nubes oscureciendo con frecuencia el sol, dejando una visión más homogénea.
     Basándome en el recuerdo de lo dicho por Joaquín y de mi experiencia de las batidas, tardé sólo unos minutos en salir a respirar del mar de árboles, flotando en campo abierto. La meseta, enverdecida por la hierba, recorrida por un suave brillo que arrojaba brillantes destellos blancos. Una de las varias que debía haber, tal vez la misma en la que Juan Romero proclamó su fatal revelación, y solo una modo de saber si era la correcta. La atravesé con paso firme, con la vista fija en el suelo en todo momento. No tardé en encontrar lo que buscaba, la prueba que corroboraba la versión de Joaquín: oculta por la hierba sobre su superficie horizontal, el páramo tenía un límite, listo para engullir a los que no se fijaran. El verde suelo, como un escalón para gigantes, daba paso a un polvoriento sistema de tierra y piedras abajo, separado por una pared vertical de algo más de un metro de largo. Llegado a este punto, saqué de mi mochila una alcayata, un martillo y un trozo de cuerda, que empleé para construirme una posible salida de aquel terreno desconocido. Luego salté al nivel inferior. Tal como pensé, la dificultad no estribaba en la altura del desnivel como en la verticalidad del muro de tierra y piedras movedizas.
     Después de la observación inicial, no tarde en localizar entre los arbustos y rocas el camino que Joaquín describió, bajando progresivamente. Decidido a llegar hasta el final, inicié mi propio avance por la línea de tierra que, con una mezcla de satisfacción y preocupación, acabó en lo que parecía una vieja cañada, en la que el agua estacional había excavado un camino que ahora se alzaba a los lados, perforado por incontables agujeros.
     Respiré profundamente y saqué de mi mochila una gruesa y larga tubería. La cogí pensando en los lobos. Ahora, en caso de que fuera a verme por sorpresa pisando sobre ratas hambrientas, aunque no resultara demasiado eficaz, al menos podía proporcionarme suficiente defensa como para escapar. Sujetándola y respirando profunda y silenciosamente, empecé a avanzar despacio para que el sonido de mis pies contra el suelo no me impidiese oír algo vital. Y la verdad es que, desde que entre en el bosque, el silencio había sido mi acompañante continuo. Ni el canto de los pájaros, ni el zumbido de los insectos, ni siquiera el viento meneando hojas y ramas; sólo el que provocaba yo con mis pasos, como si la naturaleza demostrara que me temía, que yo era un intruso peligroso en su reino… o como si aquel lugar fuese de verdad peligroso, evitado por todos los que valoraban su vida. Un lugar donde nadie, menos los tercos y orgullosos humanos, osaría acercarse. Al menos, en mi caso, era de día. Así veía bien por dónde iba. Y no me costó mucho ver, a unos siete metros al final de aquel paseo que se había hecho interminable, una curiosa formación marcaba el final definitivo de los agujeros y, a mi pesar, la confirmación definitiva de la verdad.
     Avancé más rápido, seguro ya de que, de momento, no había peligro entre las paredes de tierra rotas, hasta llegar a lo que Joaquín describió con detalle. En el centro de la explanada natural, excavada en la tierra por la ancestral erosión, un corrillo de chopos, que empequeñecía a otras plantas de ribera, rodeaba lo que parecía un manantial natural, que formaba algo describible como un pequeño lago o enorme charco, con agua que salía de la misma tierra. En torno a ellos, una alfombra de hojarasca grisácea, acumulándose desde quién sabe cuántos siglos, formando un irregular circulo de varios metros de diámetro. Y pasada la vegetación, otra pared de tierra con dos caminos ascendentes enfrentados.
     Me acerqué, curioso, a la alfombra de hojas. No tardé en comprobar que, como describió mi perturbado amigo, algo había disperso por su superficie, asomando entre las hojas, algo que no tenía origen vegetal. Al principio pensé que eran piedras, claras y de aspecto irregular. Pero al acercarme más, justo al borde, lo distinguí mejor.
     Huesos. Casi grité cuando me di cuenta, no por el hallazgo sino por su estado. Era fácil confundirlos con piedras, porque habían perdido totalmente su forma original, siendo imposible decir a simple vista qué hueso era o de qué era. Pero a esa distancia se apreciaban las extensas e irregulares aperturas en su superficie, que revelaban la médula, vacía de tuétano. Y ese era otro detalle: no estaban fragmentados, partidos o roídos. Era como si algo se hubiese ido abriendo paso hacia su interior, devorándolos de forma incesante.
     Un vistazo rápido alrededor del agua me permitió ver más de ellos, algunos tan grandes como irreconocibles y otros reducidas casi por completo a astillas. Pero fueron dos cosas distintas las que llamaron mi atención. Primero, sobre la capa blancuzca y marrón de la hojarasca, vi dos grupos de hojas particularmente llamativos; uno alejado pero visible en medio del círculo y otro tan cerca del borde que podría agacharme y tocarlo. Digo hojas porque de lejos podían confundirse, si no fuese porque el montón de lejos era de un tono verde oscuro y el montón frente a mí era, directamente, color azul claro.
     Situado en límite, con mis pies pisando en la tierra húmeda, usé mi cañería para atraer hacia mí aquel montón. Eran fragmentos planos y finos, de varios tamaños y bordes muy irregulares, como si algún animal los hubiese estado mordiendo. Cuando tuve uno cerca, me llamo primero la atención su ausencia de nerviación y peciolo, cosa que entendí cuando lo toqué. Era un pedazo de plástico textil, de los usados en abrigos o chaquetas.
     Un instante después, un destello entre las hojas me llamó la atención en el borde a mi izquierda. El brillo salía de un tubo largo de metal oscuro, acabado en una empuñadura deteriorada. Comprendí que era el arma de Adrián.
     Y, en ese momento, como reviviendo la narración de Joaquín, mi pie rozó el interior de la mancha… y las hojas muertas empezaron a temblar, movidas por algo que ascendía de debajo de ellas. Vi cómo emergían. Y un minuto después, huí; desandando a la carrera todo el trayecto hasta las pared vertical, no sintiéndome del todo a salvo hasta estar sobre ella. Mientras volvía al coche, decidí que era mejor no hacer nada de aquello público. Esa era, después de todo, una zona remota, sin ningún interés humano. Podía existir sin ellos y a estos les convenía ignorarla. Aquellas desapariciones y alguna esporádica en el futuro pueden ser el precio a pagar para que el secreto siga siendo desconocido.
     Y, con todo, en el fondo sentía ciertas ganas de reír. Por las parejas, que buscando diversión, se toparon por casualidad con un solitario carnívoro y, huyendo de él, encontraron la muerte. Por aquellos que, al saber de la existencia del gran depredador, lo habían perseguido al considerarlo una amenaza, y por mis propios amigos, que buscando erradicarla, huyeron de esta para encontrarse con una manada de más manejables canes y luego por un enjambre de, por sí, insignificantes ratas. Porque, después de todo, fueron víctimas del depredador más grande y perfecto de todos.
     Aún recuerdo lo que vi. Emergieron a docenas, a cientos, más grandes que cualquiera de su clase que hubiese visto antes, casi tan largas como una mano humana. Sus cuerpos oscuros y brillantes sobre sus articuladas patas, con sus afiladas mandíbulas abriéndose y cerrándose rítmicamente. Después de salir, algunos se fijaron en mí y, temiendo que sus patas ocultaran una musculatura con la que saltar hasta mí, o extendieran sus coriáceas alas, decidí que lo mejor era irme. Y mientras huía, sus oscuros ojos y largas antenas parecían seguirme.
     Supongo que eran el fruto del aislamiento. En ese recóndito lugar, lejos de todo y con comida en abundancia, habían evolucionado hasta ser depredadores perfectos; criaturas primitivas, ya que eran más antiguas que el hombre y cualquier mamífero, tan antiguas como la vida en la tierra y, aun así, más adaptables y versátiles, capaces de devorar cualquier cosa, de obtener energía de cualquier  fuente vegetal, animal o incluso artificial, atravesada tarde o temprano por sus fauces como tenazas.

     Quizás, pues, sea así mejor. Que las familias piensen que sus seres queridos fueron víctimas de un gran y feroz oso carnívoro. Porque no creo que sean capaces de asimilar que su destino fue ser devorados hasta no dejar huella por un incontable enjambre de cucarachas.

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