LA GARGANTA SEDIENTA
Diego Agulló no tenía remedio: era muy
torpe. Pero no alguien dejado o poco hábil, sino maldecido por la suerte, que
siempre le fallaba en los momentos más inoportunos, haciéndole decir algo malinterpretado, colocar el pie fuera de sitio o aflojar cuando tenía que
apretar. Como en aquel momento, que caía cuesta abajo, por no decir de cabeza, por
la pared rocosa del acantilado.
—¡Joder! ¡Torpe, torpe, torpe! —se repetía
a sí mimo como un mantra como escarnio mientras se dejaba llevar, confiando que
la gravedad le llevase hasta su presa.
Era un día perfecto. El sol brillaba con
alegría en el cielo añil y la brisa marina abanicaba con delicadeza toda la
línea litoral, paliando el cansancio y el calor de visitantes y turistas. Un
día perfecto para ir a la playa, concluyeron unanimemente sus amigos y
compañeros de la facultad, agrupados en una caravana de seis coches desplazada
hasta un pequeño pinar entre las dunas, donde se acomodaron sin problemas en dos
largas mesas de madera habilitadas para los campistas, antes de desperdigarse cada
uno con la suya hasta la hora de comer. Algunos, los más prudentes, se quedaron
vigilando su puesto y posesiones, propias o de sus amigos, mientras charlaban
sobre qué harían más tarde o cómo tenían planeado lo que quedaba de año. Otros,
más atractivos, vanidosos, o ambas cosas, se cubrieron de crema protectora antes
de ponerse a tostar sobre toallas en la arena. Otros, más atléticos, vitales y
desentendidos, se entretenían compitiendo entre sí, ya fuese nadando mar adentro
o jugando con pelotas o paletas que levantaban puñados de granos de cuarzo como
chispas. Y unos pocos, más tímidos, más románticos o más aventureros, fueron a
explorar, perdiéndose por el laberinto de árboles de copas anchas o buscando el
mar; no frente a la playa de arena amarilla y rocas grises donde se
conglomeraban los enjambres de ruidosos capaces de enmudecer a las gaviota,
sino hacia el pequeño risco que coronaba a pocos metros el paisaje, una
formación rocosa gris por la que resbalaba como sudor la arena, amontonada en
sus numerosos balcones de contornos redondeados erosionados por el viento, bajando
como una escalera para gigantes varios pisos de altura hasta otro brazo de
playa, más pequeño y aislado y, por tanto, desierto. Era, pese a su situación,
un paisaje bonito. Ante el espectador, el vasto océano, brillante y cristalino
como un titánico diamante. A los lados, las montañas que bordeaban la costa,
sorprendentemente claras, sorprendentemente verdes, sin el rimel corrido de demasidadas
casas y ninguna urbanización afeando sus caras. Hasta las carreteras que las
bordeaban de arriba a abajo estaban tapadas por el relieve. Y, no menos
importante, aquel día en sí, con las nubes bordeando el cielo para no
enturbiarlo, esbozando un precioso cuadro de principios de primavera. Un cuadro
precioso y, por lo tanto, adecuado para albergar una escena especial.
A pocos meses de terminar su carrera y
poder iniciarse en el mundo laboral, Diego había decidido algo osado y temerario:
pedirle la mano a su novia desde hacía cuatro años, Noelia Pastor, compañera y
amiga desde sus inicios en arquitectura. Para aquel fin, había reunido buena
parte del contenido de su cuenta para gastos para comprar el que, esperaba,
fuese el símbolo de un amor para siempre sellado: una preciosa sortija de oro
con un pequeño diamante en forma de corazón, una flor de pedrería rodeada por
cuatro pétalos de zafiro. Tras decidirse, sin embargo, había que elegir el momento
de la petición. Debía ser en un sitio bonito, cargado de sentimiento y emoción,
sin ser demasiado privado pero con un mínimo de intimidad. Sin saber muy bien
por qué, su intuición dictó que aquella salida a la playa le ofrecería el
momento esperado. Y, tras un vistazo a su alrededor, encontró su sitio.
Sujetando con firmeza la mano de su chica,
tirando de ella, casi arrastrándola sin más explicación que “tengo algo
importante que enseñarte”, la llevó con él, dejando a medias una charla con sus
amigas sobre cómo servir las bebidas, pasando de la arena bajo los pinos a la
caída frente al mar, sin otro techo que el cielo y sus nubes.
—Bueno, ya estamos aquí —apuntó Noelia,
con un atisbo de descontento por el trato recibido—. ¿Qué es eso tan
importante?
De espaldas a ella, mirándo al mar desde
el barranco, Diego sonrió. Se dio la vuelta despacio, mirándola a los ojos,
deseando no perder detalle de la cara que pusiese al verlo. Ni de cómo el
fingido enfado cambiaba a asombro cuando se arrodilló. Cómo sus ojos se abrían
y se tapaba la boca con la mano mientras él se llevaba las manos a la espalda,
al bolsillo trasero de sus pantalones cortos, sintiendo el bulto de la delicada
cajita negra que encerraba el valioso presente. Su corazón se aceleró cuando
sus dedos se cerraban sobre ella, faltando sólo sacarla, mostrarla y abrirla,
para ver la reacción en su novia mientras pronunciaba un discursillo preparado.
Pero la suerte nunca acompañaba a Diego en
los momentos importantes. En el momento en que subía la mano para sacar el
pequeño contenedor, este debió engancharse con algún pliegue interno, atascándose
lo bastante para complicarle la sencilla maniobra. Frunciendo el ceño, Diego tiró
hacia arriba con más fuerza; tanta que la cajita se le escapó de entre los
dedos y salió despedida por los aires hasta aterrizar a su derecha, justo en el
borde de la plataforma de roca teñida de arena; suficiente para que el objeto cuadrado
y ligero resbalase, cayendo por el borde.
—Maldita sea. ¡No!
Incapaz de contener su ira, Diego, sin
llegar a levantarse, brincó sobre sus rodillas, estirando hacia el regalo su
mano, persiguiéndolo sobre la roca como una serpiente deslizándose tras el
rastro de un pajarillo herido. Por supuesto, no fue así; no iba a tener tanta
suerte. Y no sólo eso. El impulso inicial fue demasiado fuerte para mantener el
equilibrio sin ninguna sujección. Su cuerpo cayó tras el estuche, perseguido
por los gritos de Noelia.
No era, sin embargo, una caída fatídica ni
terrible, aunque tampoco libre de peligro. Por suerte el cíncel del viento
había dejado recovecos cada pocos metros en la pared, así que a Diego no le
faltaban soportes para impulsarse en su accidentado descenso, consiguiendo hacer
pie antes de aterrizar sobre el primer saliente. Por desgracia, no podía
decirse lo mismo del culpable del desastre, que demostraba una facilidad
irritante para escurrirse sobre cada balaustrada; siempre un paso por delante
de la mano que quería cogerlo y, muy a su pesar, prolongando la persecución
hasta su última consecuencia. Debió dar casi una docena de pasos, volando con
cada uno como si pasase de un trampolín a otro, cada vez más abajo, cada vez
más pequeños hasta que, invisible a sus ojos por la velocidad y el éxtasis del
momento, la pared se volvió vertical y los balcones acabaron. Temiendo que su
temeraria insensatez acabase con su cuerpo roto y pulverizado contra las rocas
que soportaban estoicamente el embite del mar, Diego lanzó por fin un aterrado
grito mientras e cubría con los brazos, intentando minimizar el impacto.
El grito se cortó en seco cuando su rostro
golpeó con fuerza la arena. Sintió sus antebrazos y rodillas hundirse en el
blando estrato, vio sus partículas brillar frente a sus labios y su nariz,
aunque al menos pudo cerrar los ojos antes de aterrizar. Su cuerpo temblaba,
ardiendo por el esfuerzo y el frenesí, y sus accidentados puntos de apoyo le dolían,
pero nada más. Despacio, al comprender que estaba bien, Diego se incorporó,
abriendo los ojos y tosiendo y palmeándose la cara, limpiándola de arena. Estaba
en una especie de cala minúscula, o eso pensaba. Una pequeña medialuna de
arena, de apenas diez metros de diámetro entre la roca y el mar. Diego se
preguntó si, quizás, había tenido suerte. La arena, al menos donde había caido,
estaba completamente seca; lo que no descartaba la posibilidad de que fuese una
de las temidas zonas de bajamar, áreas expuestas cuando baja el nivel de las
aguas hasta que, a determinado horario, casi siempre imprevisto, recobran su
altura real, quedando sepultadas por completo bajo las aguas junto a todo el
que siguiese en ellas.
—¡Diego! —oía los gritos nerviosos de
Noelia en lo alto del risco, preocupada por él—. ¡Diego! ¿Me oyes? ¿Estás bien?
—Sí, cariño, estoy bien —la tranquilizó,
gritándole sin verla—. Me he caído… pero estoy bien.
—Yo… —la chica parecía indecisa —. ¡Voy a
ir a pedir ayuda a los otros! ¡Les diré que…!
—No pasa nada. Estoy bien. No estaba tan
alto… y se puede subir fácil. Ya verás, sólo espera un poco. Antes tengo… que
recoger una cosa…
El dubitativo Vale que le llegó desde arriba le garantizaba tiempo, aunque fuese
poco, para intentar solucionar su garrafal metedura de pata. Diego se mordía el
labio hasta casi notar el amargo sabor de la sangre, intentando contener el enfado
y disipar sus lágrimas. Todo iba tan bien, tendría que haber salido perfecto. Y
ahora… si no volvía con el anillo, además de no poder volver a mirar a su novia
a la cara, sería el hazmerreír si los demás se enteraban.
¡El anillo! Por unos momentos, volvió a
centrarse, mirando en derredor suyo. Después de todo, una pequeña cajita negra
cuadrada, una isla brillante entre el mar de granos dorados y el mar de
líquidas y transparentes aguas no podía costar de localizar a simple vista. A
no ser, claro, que en su caída libre, el impulso adicional hubiese lanzado el
pequeño estuche al agua y alguna corriente pasajera se lo hubiese llevado mar
adentro…
No, eso no podía ser. Tenía que esta allí
y lo iba a recuperar; no sólo por la tremenda inversión que le había supuesto,
eso ya no le importaba tanto, como el trascendental hecho en sí de a quien iba
dirigido. Era ya, simple y llanamente, cuestión de amor propio. El querer creer
que había sido su orgullo y no su torpeza lo que le había lanzado varios metros
hasta aquel pedazo perdido del litoral, que iba a hacer lo que tenía planeado
desde un principio gracias a su entrega, ya no para esperar una respuesta
afirmativa sino para resarcirse por el tremendo ridículo sufrido que, con
suerte, quedaría como una divertida anédota que pudiesen recordar juntos en los
días venideros.
Respirando hondamente, Diego dio una
vuelta completa, despacio, recorriendo con sus ojos cada milímetro del suelo
dorado, buscando el elemento discordante. Su proceder era lento y meticuloso y,
a la vez, desesperadamente estresante. Casi había completado la vuelta
completa… y aún no lo había visto. Era ya por tanto posible considerar la peor
de las posibilidades. Cuando, a punto de lanzar un alarido de pura rabia al
considerarlo pérdido, tuvo que apretar con fuerza los dientes. Estaba allí,
delante de él. O, mejor dicho, detrás de él. Descansaba en un suave lecho
hundido en la arena, la brillante y delicada pieza, tapada por estar a apenas diez
centimetros del borde del risco, parecía dibujar con los reflejos sobre su
superficie una sonrisa, ya fuera de burla por ser tan torpe o de gratitud por haberse
tirado por un precipicio para rescatarla. Notando sus nervios templarse,
decidió que aquel efecto óptico reflejaba lo segundo.
Ya del todo calmado, Diego respiró hondo y
dio un paso hacia él, agachándose a la vez que alargaba el brazo para
recogerlo. Pero, triste pero cierta verdad de la vida, uno no puede luchar ni
escapar contra su propio destino, especialmente si es uno maldito.
Tal vez fuese su forma de andar, o algún
defecto desconocido en sus zapatillas aliado con una irregularidad en el
terreno bajo la arena, pero cuando dio el segundo paso para llegar al estuche
resbaló, cayendo hacia adelante con tanta fuerza que acabó boca abajo y hundido
en la arena hasta la barbilla. Y peor, con la palma abierta de su mano aterrizando
a escasos centímetros de su objetivo, actuando con la misma fuerza que una pala
excavadora en miniatura, arrollándolo con una pequeña ola de granos brillantes
que lo arrastró, hasta que casi dio contra la pared.
—Mierda— maldijo, aunque consciente de que
ya no había problemas. Si llegaba a la pared, no podría moverse más, a menos si
le crecian patas, cosa sólo imaginable si el mismisimo Dios decidía alargar su
patético martirio.
Diego se levantó sobre los brazos y gateó los
escasos veinte centímetros que le faltaban, estiró su mano hacia la
problemática cajita… y sintió su aliento cortarse cuando las puntas de sus
dedos consiguieron tocarla.
El débil impulso de su mano, transmitido
sobre la caliente superficie de plástico, bastó para desplazarlo un poco más, hasta
tocar gris pálido donde, para su asombro, la cajita fue absorbida, traspasando
la maciza barrera; obstáculo al que Diego no podía combatir.
El sorprendido joven retrocedió, quedando
en cuclillas mientars analizaba el fenómeno. No tardó en comprobar su causa,
consiguiendo reír por lo bajo aunque en realidad quería, necesitaba, proferir
una larga y sonora carcajada, una proclama de lo fuerte que calaba la locura en
su mente por aquella sucesión de absurdos percances. Su fijación por encontrar
el anillo le había evitado fijarse en nada más, aun siendo tan grande y
evidente como aquello.
A los mismos pies de la formación, a un
metro escaso de donde las olas se rompían sobre la arena, había una cueva o,
mejor dicho, un pequeño orificio natural sobre la arena de contorno ligeramente
circular. Era difícil, por no decir imposible, adivinar cuál podía ser su
profundidad total, aunque se apreciaba que se sumía gradualmente en las sombras
hasta volverse negro por completo. Aquello era, pensó, imposible que lo hubiese
excavado el viento. A Diego le recordó ciertas historias sobre pequeñas cuevas
que quedaban tapadas por las aguas con las mareas, verdadero origen de buena
parte de las leyendas sobre cuevas del tesoro donde piratas y contrabandistas escondían
sus botines. Al menos, pensó Diego, no iba a tener que moverse demasiado por
aquella siniestra gruta: podía ver perfectamente la cajita, sobresaliendo entre
las dunas del minúsculo desierto de la playa.
Ansioso por acabar de una vez, Diego gateó
hasta quedar frente a la entrada, un acceso de apenas treinta centímetros de
ancho y que, a decir verdad, era mucho más estrecho de lo que parecía. Y
profundo. Diego volvió a tumbarse, estirando
su brazo derecho para alcanzar el preciado tesoro. En vano. Resoplando
frustrado, Diego comprobó que sus dedos se quedaban arañando la arena a escasos
centímetros del estuche. Estiró su brazo cuanto pudo, encontrándose que era
imposible alcanzarlo desde el exterior. Con un gruñido, dio por terminado el
intento, incorporándose otra vez.
Necesitaba algo para alcanzarlo, algo
largo y duro. Un palo, obviamente. Miró a su alrededor, con la fútil esperanza
de que el mar a su lado o las cornisas de arriba hubiesen dejado caer algún resto
lignificado de vegetación que pudiese servirle. Pero, como ya imaginaba, a ese
nivel sólo estaban el mar, la arena y él. Si quería un palo, tendría que
escalar para encontrarlo.
O … tenía otra alternativa. Era menos
atractiva, desde luego; lo bastante incluso para preferir la nada atractiva
idea de volver con Noelia con las manos vacías. Pero era mucho más rápida y
simple. Y, desde luego, tan válida como cualquier otra.
Apoyándo las dos manos en el contorno de
la entrada, el chico lanzó un largo vistazo a la singular madriguera. Siendo
estrecha, dejaba, desde luego, bastante espacio para dejar pasar un cuerpo
humano, siempre que este se ajustase al máximo al angosto espacio. Desde luego,
siendo joven y de constitución delgada, no le costaría mucho acostarse, reptar
más allá del círculo en la roca y estirar los brazos lo bastante para recuperar
su sortija. Era cuestión de intentarlo.
Como buscando algún tipo de aprobación,
Diego miró hacia arriba. El destello del sol le impedía apreciar si Noelia
seguía sobre el borde, aunque era consciente de que seguramente seguía allí,
esperándole, intrigada por el por qué de todo aquello y preocupada por su
suerte. Y era consciente de que haciéndola esperar demasiado lograría el mismo
resultado que no habiendo intentado su penosa declaración. No quería peder más
tiempo. Estaba decidido.
Diego echó el cuerpo a tierra. Estirando sus
manos, arrastró el resto hacia adelante como si fuese una oruga, quedando exactamente
al principio de la perforación. Era hora de actuar. Tras aspirar aire un par de
veces, Diego alargó sus manos y, como nadando en la arena, repitió la maniobra,
metiendo brazos, cabeza y tórax en el tunel.
En contraste con la humedad del mar y la
fresca brisa del interior, aquel espacio resultaba asfixiante. Hacía mucho
calor, a lo que contribuía la elevada humedad entre la piedra que le rodeaba, aunque
diese la impresión de que tanto esta como la arena bajo él estaban secas. No
era desde luego, un sitio donde quisiera pasar mucho tiempo. Mejor acabar.
Esta vez, sólo se movió su mano derecha,
ya sin el obstáculo de la entrada. Un poco más… ¡Y lo había hecho! Riendo a
viva voz, Diego notó como sus dedos se cerraban en torno al bivalbo de plástico
con su joya de compromiso dentro. Ya había acabado. Era hora de salir.
Pensó, antes de nada, en hacer más cómodo
el retroceo guardándose en uno de los bolsillos laterales del pantalón la
cajita. Así que estiró hacia atrás el brazo, sólo para encontrarse un nuevo
imprevisto. Uno con el que no había contado y que le hizo abrir por completo
los ojos.
Podía pasar sin problemas por el asceso a
la pequeña caverna. Pero esta presentaba un progresivo pero sutil
estrechamiento, de varios centímetros cada vez, a medida que se ahondaba en su
interior. Al mover el brazo, Diego se encontró con que no podía echarlo atrás,
no sin rozar contra la dura y cercana pared de la gruta. Y, cuando intentó
colocar los brazos para empujar hacia atrás, se percató de otra sorpresa: la
configuración del terreno allí era cuesta abajo, inclinándose de modo que al
intentar retroceder sólo consiguió que su cuerpo golpeara contra el vecino
techo de piedra. Y no tenía, por supuesto, suficiente espacio como para darse
la vuelta. Estaba atrapado.
—¡Socorro! —gritó lo más fuerte que pudo—.
¡Noelia, quien sea, socorro! ¡Me he atascado! ¡Que alguien me saque de aquí!
Tras las primeras proclamas en pos de su
liberación, el alarmado muchacho comprobó con creciente horror que eran en
vano. Aquel pasillo junto al mar actuaba como un megáfono que canalizaba los
sonido procedentes del exterior. Sonidos como el de las olas al romper contra
la fina arena, tan insignificante fuera como atronador en aquella estrecha
prisión, situada prácticamente a su mismo nivel, donde lo percibía como el
estallido de un avión al estrellarse contra el suelo. Pensó entonces en Noelia.
Su novia, esperando arriba. Al ver que tardaba, seguramente iría a pedir ayuda,
extrañada, contando su accidentada caída y como le había hablado desde las
arenas de debajo… pidiéndole calma. Diego perdió pronto la fe en esa opción.
Con lo segura que estaba ella de su palabra y con lo poco comunicativo que se
había mostrado después, conociendo como a él mismo su mala suerte, podían pasar
horas hasta que la chica se preocupase en serio. Era más, seguramente habría
vuelto con las demás, a solucionar los asuntos que él había dejado a medias y
olvidándole hasta echarle en falta a la hora de comer. Y aún así, era más
probable que buscasen en el mar, pensando que había intentado darse un baño y
una corriente se lo había llevado.
Angustiado por su penosa situación, el
atascado se estremeció mientras apretaba los dientes, preso de la impotencia y
la furia por la situación a la que su cabezonería y estupidez lo habían
llevado, siendo lo más triste el que solía ser considerado como el listo de su
familia. Mientras, se preguntaba cuanto tiempo tendría que pasar en aquella
trampa estrecha y asfixiante, notando el sudor empaparle la piel a medida que
su garganta se secaba. Deseando salir de allí, lanzó un fugaz vistazo al fondo
del túnel, precibiendo un curioso detalle: aunque a medida que se profundizaba
la iluminación disminuía, le pareció apreciar que, de algún modo, la caverna se
ensanchaba más adelante, pasando del angosto tubo de piedra a un espacio más
amplio donde, pensó, quizás podría darse la vuelta y marchar en sentido
contrario, hacia la salida. Aunque, obviamente, aquello implicaba un obvio
inconveniente: moverse hacia adelante, hacia el fondo de la caverna,
profundizando más en las entrañas de la tierra, sin ninguna garantía de salida
y la certeza de que lo tendría más difícil para volver. Situación delicada que
exigía unas consideraciones previas.
Joder,
ya estoy mal. Aunque pueda ir a peor, desde luego me irá mejor que esperándo a
que alguien se asome y vea mis piernas por el agujero.
Arriesgarse o morir. La salida desesperada
para los desesperados. Sujetando con fuerza en su puño la barata caja con la
inútil joya que lo había atrapado allí, Diego tomó aire, intentando sobreponerse
al calor, y empezó a moverse. Empezó estirándo sus brazos y arrastrándose,
pero, poco a poco, comprobó que el estrechamiento le imposibilitaba también
esta maniobra. Si quería seguir, debía hacerlo reptando con todo su cuerpo. Lo
que no le animaba. De hecho, le aterrorizaba. Ya se había adentrado hasta el
punto de no retorno. Sus piernas ya se habían perdido más allá de la entrada al
pasadizo. A menos que alguien se asomase ahora con una linterna, no podría
verle. Y, si bien el aparente final estaba a pocos metros, era también posible
que quedase definitivamente atascado antes de llegar. En ese caso, ya no
tendría salvación. Tendría que esperar horas, días, semanas, a que el
cansancio, el hambre y el calor le agotasen, consumiéndole hasta matarle,
meándose y cagándose encima mientras se esforzaba por tragar su propio sudor.
¡No! Mejor morir que rendirse. Apretando
lo dientes, Diego empezó a hacer oscilar su cuepo, moviéndolo adelante, primero
la izquierda, luego la derecha y así sucesivamente. La cueva seguía cerrándose
en torno suyo, rodeándole cada vez más. Ya notaba como sus brazos se raspaban
contra sus paredes irregulares, como cada vez tenía que hacer más fuerza para seguir.
Un único metro, medio, diez centímetros. Le dolían los hombros, arañados por la
roca hasta casi sangrar, desgarrando su camiseta. Ya no le parecía un camino,
sino una garra captora que le exprimía. Estaba exhausto. Jadeaba, respirando
con dificultad el poco aire que le llegaba. Casi no le quedaban fuerzas para
moverse. Pero el final del tunel estaba delante
de él.
Apretando los dientes y gruñendo, Diego
siguió lo poco que le quedaba. Vio la línea que formaba el final de aquel tramo
abriéndose. Su cabeza pasó por ella sin mayores problemas… pero su cuerpo no.
Como una especie de cepo, sus hombros se estrellaban contra el techo, sin
fuerza para pasar bajo él. Ya estaba atrapado… a menos que se esforzase.
Diego tiró hacia adelante su hombro
izquierdo. No podía, aplastado bajo la roca maciza. Pero insistió. Notó el
dolor de la fricción, oyó la camisa hacerse trizas, sintió un líquido tibio que
no estaba del todo seguro que fuera sudor manar por su brazo. Y, por fin, el
hombro salió y, con él, el brazo. Gritando, incapaz de contener el dolor, Diego
lo alargó, esta vez libre sin las restricciones del espacio. Lo estiró cuanto
pudo, clavando sus cortas uñas en el duro suelo, notando el dolor de la presión
al doblarlas, sintiendo cómo se agrietaban, preguntándose incluso si alguna de
ellas se desprendería, arrancada de su carne… pero el esfuerzo de aquel brazo y
del resto de su cuerpo lo lograron. Con la misma fuerza titánica que requeriría
arrancar un árbol de raiz, el cuerpo de Diego emergió fuera del pasaje
mortífero, fuera de su opresion envolvente y de su asfixiante calor, hasta
notar sus piernas suspendidas, sin fuerzas, sobre el resbaladizo suelo al que
había llegado.
Diego no se había equivocado. Se
encontraba en un espacio más amplio, donde podía estirar sus extremidades sin
problemas, cosa que hizó mientras se apoyaba en el suelo, intentando descansar
un poco antes de iniciar el giro a la salida. Le iba a hacer falta, si
pretendía repetir aquel doloroso y angustioso tirón.
Mientras lo hacía, aprovechó para ojear la
zona, visible pese a la poca luz que le entraba por aquel único conducto. Era
totalmente distinto a la parte de la entrada. No compartía el tono grisáceo de la
entrada en la superficie, sino que aquella caverna tenía un color gris verdoso,
parecido al de algunas cuevas calizas, cuyas profundidades subterraneas eran
oradadas por las corrientes de agua desde tiempos inmemoriales. Eso parecía
reflejarse en su base, llena de ondulaciones sinuosas como las de la arena bajo
el mar pero hechas en la roca. El aire no era, además, húmedo y caluroso como en el túnel, sino frío
y seco; en cierto sentido como se esperaba en una cueva. No pasaba lo mismo con
su suelo, que estaba mojado, recubierto de una película de gotas condensadas en
las acanaladuras, seguramente procedentes también del agujero por el que había
llegado. O quizás, se temió, aquella zona expuesta en la aparente bajamar
acabase abnegada por la aguas al subir la marea. Una razón de peso para no
demorarse mucho tiempo. Pero aún no. Necesitaba descansar un poco más, notar su
cuerpo templarse, listo para darse la vuelta. Una necesidad tan imperiosa que,
por un momento, Diego dejó de prestar atención a todo lo demás. Quedo así,
tendido, ignorándolo todo. Como el dolor que sentía en la base del craneo,
atribuido en principio al cansancio pero cuya punzante presencia no sólo
perduraba, sino que incluso aumentaba, o a la tremeda presión que sentía sobre
su espalda. No debía ser nada serio, se decía a sí mismo. Hasta que apoyó las
manos en el suelo, intentando empezar, momento en el que cayó en su serio
error.
Había dejado la estrecha jaula que suponía
el tunel de la entrada sólo para caer en otra trampa natural, mucho más agónica
si cabía. Al arrastrarse por la, en principio, amplia entrada, no se había dado
cuenta de que, en realidad, el espacio presentaba un techo extremadamente bajo.
De hecho, no era una cueva sino, como mucho, una grieta entre rocas. Podía
extender su cuerpo por ella cuanto quisiese. Pero el techo bajo, cubierto
además de pequeñísimas estaláctitas afiladas, le empujaban contra el suelo,
siendo tremendamente difícil cualquier movimiento que no fuese el deslizarse
con las manos. Y además, no tardó en comprobar que el peor de sus problemas no
iba a ser que aquellas protusiones de piedra se le hincasen: en aquella
rendija, que parecía también estrecharse a la baja cuanto más se avanzaba era
mucho más fácil quedar completamente inmovilizado por las dos paredes de piedra.
Y en aquella oscuridad bajo la montaña sí era díficil ser descubierto.
Respirando con dificultad, notando algunas
lágrimas empezando a salir de sus ojos mientras apretaba con fuerza la caja con
el anillo, ya no para asegurarse de no perderla sino por pura rabia, Diego
analizó con cautela el espacio a su alrededor. Quizás tuviese la suerte de encontrar
en aquella estrechez mortal un espacio seguro, una apertura contra la pared o
entre techo y suelo lo bastante amplia como para moverse sin peligro. Aunque lo
único que acertaba a ver fuese la roca azulada por las sombras, al otro lado
del oscuro horizonte de puñales pendientes sobre él, mientras su corazón latía
con la fuerza de una aplanadora, paralizándole; haciéndole temer que la fuerza
de sus latidos bastase para desplomarle el techo encima. Cuando lo vio. Justo delante
de él.
Era una hoquedad en la pared opuesta, a
unos tres metros, esta vez grande, enorme, consistente en una apertura
rectangular, lo bastante amplia como para que él y un acompañante la cruzasen sin
problemas, seguramente hacia otro espacio como aquel; con suerte más
confortable y maniobrable, lo bastante al menos como para poder darse la
vuelta. Aunque, y esto le hizo notar sudores fríos bajarle por la frente, podía
ver claramente como el techo parecía combarse en ese punto, como si estuviese
dispuesto a frenar a cualquier posible intruso, inmovilizándole para siempre
contra su suelo encharcado.
Eran dos opciones únicas, simples y
evidentes, pero excesivamente cruciales: podía intentar darse la vuelta en aquel
hueco aplanada, desgarrándose espalda y cabeza y arriesgándose a atascarse, si no
a ensartarse, mientras conseguía girar ciento ochenta grados, o podía seguir
hacia adelante, sufriendo casi con seguridad el mismo destino pero a sabiendas
de alcanzar un hueco más seguro desde el que meditar su evasión con más
tranquilidad. El chico, indeciso entre cual de las dos dolorosas maniobras le
supondría un mayor beneficio, se mantuvo inmóvil, aplastándose cuanto podía
sobre el suelo, como a la espera de que una señal divina rompiese el odioso
empate. Y, para su sopresa, la señal se produjo, en forma de un pinchazo en su
pantorrilla.
Fue tanta la sorpresa que, sin darse
cuenta, Diego levantó la cabeza, estampándola contra el techo, aunque por
suerte no contra una estalactita. Gimió de dolor, mientras se frotaba la zona
dolorida a duras penas, notando como el sutil y repentino dolor se repetía.
Hubiese podido atribuirlos a los pinchos colgantes que podía recordar por las
heridas en sus hombros, si no fuera porque en ese momento estaba absolutamente
inmóvil. Luego decidió que devía ser por algún tirón, desgarro muscular u otra
lesión por el estilo, producida al salir del tunel. Hasta que notó que aquellos
pinchazos no sólo continuban entre sus pantorrillas y sus talones, sino que se extendían
piernas arriba, alcanzándole los muslos, la cintura y la espalda.
Consciente de que algo malo pasaba, el
muchacho levantó la cabeza con cautela hasta rozar otra vez el techo, en un
intento por ver, oír, lo que fuera para saber qué pasaba. Cuando, en el
absoluto silencio de la comprimida cámara, percibió que a sus aspiraciones
jadeantes y palpitaciones como mazazos se había sumado un nuevo sonido, muy
débil y remoto, insignificante e imperceptible, como si su responsable estuviese
muy lejos o fuese muy pequeño. El sonido de finas uñas al golpear el suelo de
piedra mojada. Y entonces, como en un acto de provocadora burla, el responsable
se manifestó ante él, realizando su entrada con un vigoroso salto desde su
izquerda.
Aterrizando sobre sus ocho patas, sus dos
pequeños ojos negros como torretas elevándose sobre el plano rostro de su
cuerpo comprimido, parecían realizar guiños de cruel complicidad, como dándole
a entender que podía torturarle a placer sin que pudiese evitarlo, siendo
paradojicamente demasiado grande para combatirlo en el estrecho espacio. Y como
confirmación final de sus intenciones, el cangrejo, de cuerpo verdoso y no más
ancho que su pulgar, chasqueó sus anchas y dentadas pinzas, que se le antojaban
minúsculas… a la par que fuertes y afiladas.
Aquello era, ciertamente, peor que el
túnel. Se había quedado atascado en una de las numerosas grietas entra las olas
que los crustáceos emplean par descansar de los vaivenes de las aguas, siempre
dispuestos a saciar su hambre con la carroña que el mar les lleva, ya esté
muerta o indefensa. Como un hombre incapaz de moverse al que poder despedazar
poco a poco, llevándose pequeños pedazos de piel morena y carne sangrante con
sus pinzas hasta sus bocas monstruosas y babeantes, cosa que podían hacer con
sumo placer. Pues, aunque ignoraba cuántos como aquel podía albergar un refugio
tan amplio, no dudaba que una pieza de su tamaño podría fácilmente alimentar a mil
de ellos durante mucho tiempo. Especialmente si, como ahora, se lo comían
despacio.
Era la señal que esperaba. La señal para
dejar de estar quieto, para moverse hacia adelante aunque las estalagtitas le
atravesasen el cuerpo hasta desangrarle o el techo le aplastase la cabeza.
Cualquiera de seas muertes sería mejor que esperar a que los cangrejos acabasen
de comer.
Sacudiéndose con el furioso vigor que
otorga el pánico, Diego consiguió deslizarse como una lombriz unos cuantos
centímetros. El pequeño y burlón carnicero que le había dado el pistoletazo de
salida se apartó asustado, al igual que debieron hacer el resto de sus
congéneres, notando cómo sus pellizcos paraban y sus pasos se alejaban. Por lo
menos, sabía que aquellos animales no se arriesgarían contra una presa que se
defendía. No pudiendo evitar sonreír al comprobar que mientras se moviese los
cangrejos dejarían de ser un problema, Diego alargó cuanto pudo su mano
izquierda, usándola como una guía para reptar, casi a ciegas, cosa que comprobó
cuando una de las pétreas protusiones le rozó la sien derecha, causándole un
gran dolor pese a su poca velocidad. Intentó repetir la acción con la derecha,
frenándose en seco al notar el dolor, instantes después de estirar el brazo.
Sin darse cuenta, la había alargado justo por debajo de un pico particularmente
afilado. La sangre salía a través del arañazo. Y sus perseguidores, pudo
comprobar por sus delatoras pisadas, seguían tras él, esperando a que dudara.
Sería más duro… pero era evidente que se
movería más rápido sin las manos. Bajándolas hasta notar el húmedo suelo y
pegándolas contra sus costados, Diego empezó a agitarse despacio, coleando como
un pez, consiguiendo abrirse paso a través del aire como haría la cola por el
agua. Consiguió así, mientras su cabeza se escurría entre techo y suelo,
avanzar, unos pocos centímetros con cada impulso pero sin parar, mientras
notaba el dolor en brazos y pies aumentando, a medida que se cubrían de
arañazos, que se golpeaban contra los muros de aquella prisión horizontal. Así,
sin parar, con los pulmones ardiendo y el corazón dando brincos más furiosos
que los suyos, reprimiendo gritos que sólo aumentarían la agonía de su reseca
garganta cada vez que las estalactitas le desgarraban la espalda. Lo estaba haciendo.
Había logrado abrirse paso poco a poco hasta lo que debía ser el último metro.
Hasta el último estrechamiento del muro. Se movió, deseoso de llegar. Y su
cabeza brilló en un destello blanco y cegador a la vez que abría su boca en un
intento por liberar su torturada tráquea, sintiéndo el dolor recorrerle la
frente en oleadas. Era, desde luego, un espacio estrecho. Tanto que su cabeza
no podía pasar por él. Había sido inmovilizado, cosa que le fue recordada por
un único y leve pellizco, a la altura del tobillo.
Boqueando con dificultad, con la visión aún
nublada por el golpe, Diego miró con más detenimiento hacia el fondo de la
grieta. Estrecha, desde luego. Con su cuerpo erguido, o como estuviese, al máximo
de lo que el techo le dejaba no pasaría, eso desde luego. Si quería llegar a la
zona a resguardo, tendría, en un recuerdo de las pruebas de resistencia física
que realizaba en el patio de su colegio de niño, que agacharse al máximo,
pegarse contra el suelo encharcado y sacudirse, recorrer su columna en ambos
sentidos con los espasmos más débiles y delicados de los que fuera capaz,
escurriéndose por la apertura horizontal. Aunque se atascase
y le tocase pasar lo que le quedase de vida gritando mientras minúsculas
tenazas se abrían paso a través de su cuerpo…
Tomando aire, en parte en un intento por
tratar de serenarse, Diego pegó su cráneo al suelo, notando su mejilla y oreja
izquierdas sobre el frío y blando limo del suelo; el intenso olor a podrido del
agua salada estancada tapándole las aletas de la nariz para ahogarle. Después,
con cuidado, reptó. Consiguió alejar de nuevo a los voraces cangrejos, pero no
le pareció que avanzase, al menos no demasiado. Con los brazos pegados al
cuerpo, con la respiración acelerada y la visión oscurecida a consecuencia del
pánico, empezó a moverse, despacio, poco, pero hacia adelante. Y, a cada paso,
como ya le ocurrió en la versión opuesta del mismo martirio, notaba el techo cernirse
sobre él, apretándole, dejándole cada vez menos espacio. Apenas se elevaba unos
milímetros, pero ya no podía ni tan siquiera moverse sin que el rasposo techo
se estrellase contra él, causándole más dolor. Unos cuantos centímetros
adelante, percibiendo por fin el final, se topó con el minúsculo borde dentado
del extremo, casi a la misma altura de sus ojos. Como una guillotina o las
fauces de una bestia, advirtiéndole que no podía pasar. Pero lo que no podía
hacer ahora era volver. Quisiera o no.
Diego hundió el rostro contra el suelo,
notando con alivio cómo la humedad le enfriaba la frente, limpiándole el sudor.
Y, con más fuerza y menos cuidado, se movió. Contuvo el ritmo cuando su nuca rozó
la guirnalda de afilados bordes, acompañado de sensación de húmedad. Estaría
sangrando, seguro. Abrió tenuemente los ojos. Había logrado sacar la cabeza de
la grieta. La zona segura estaba ante él. Ansioso, intentó alargar los brazos,
ganando así fuerza para moverse… en vano. Estaba atascado.
Desesperado, empezó a sacudirse, notando
como el choque de la roca contra la sangre dejaba su roja huella en él,
espoleándole el pensar que sus gritos debían silenciar los chasquidos de las
patas de los crustáceos. Fue emerger al mundo. Como una mariposa abandonando su
capullo, como un pájaro al romper su huevo, como un niño al nacer. Un proceso
lento, largo y doloroso. Finalmente, a fuerza de voluntad, Diego logró dejar la
estrecha hendidura, a costa de un dolor tan grande que no pudo movese en el acto.
Logró, por fin, liberar lo que sentía, en forma de un largo alarido, sólo
interrumpido por las dolorosas bocanadas que devolvieron el aire a sus
pulmones. Con las pocas fuerzas que le quedaban, se arrastró adelante, hacia el
espacio en la pared, lejos de aquella prensa mojada. Cruzó la entrada y,
lanzando un vistazo hacia atrás, pudo comprobar como uno de los verdosos y
pequeños cangrejos se asomaba tímidamente desde la senda que tan terriblemente
había tenido que cruzar, fácil para su cuerpo aplanado y minúsculo. El chico
sonrió, pensando que les había vencido. Y, tras comprobar cierta fuerza
inconsciente en su puño derecho, convirtió la sonrisa de felicidad en un
aullido de jubilo. Aún llevaba el anillo con él.
Diego se tumbó de espaldas, tomando aire,
recuperando fuerzas. Decansando. El agua salada que permanecía en los pequeños
reductos del suelo irregular le quemaba el cuerpo, seguramente surcado por
incontables arañazos de distintas anchuras y profundidades. Contemplando aquel
techo gris y cubierto de gotas parecidas al rocío, que brillaban con luz propia
en la oscuridad de las profundidades, donde a la luz ya le costaba hacerse
notar.
Tras unos minutos así, Diego se sentó, mirando
hacia el hueco, a la estrechez que aún se maravillaba de haber atravesado y
que, para su desgracia, tendría que recorrer en sentido contrario. Pero luego.
Aún no podía.
Necesitando también recuperar la
sensibilidad en sus agarrotadas piernas, Diego se levantó con gran dificultad,
pues sus extremidades estaban tan apelmazadas como el cartón mojado. Una vez en
pie se dio la vuelta, sólo para tropezar de vuelta al suelo, lo que le permitió
una observación final.
Ante él, una cámara natural de forma
irregular, cuyo material pétreo era de un tono amarillento, debido sin duda a
las extrañas e informes algas que crecían por doquier, pues la escasa
iluminación dificultaba identificar sus verdaderos color y naturaleza. Una
cámara que formaba una cubierta natural, que desembocaba a sus pies,
concretamente al otro lado del saliente sobre el que había tenido la suerte de
caer, el final de aquella falsa zona segura. Una verdadera tabla pirata, de
acceso a la perdición.
Bajo él se abría el abismo. Una visión que
le cortó la respiración.
El asombrado joven se asomó un poco más,
hipnotizado por lo que veía; en realidad, nada salvo la oscuridad. Una caída
por paredes lisas que, más o menos a los veinte metros, daba a una oscuridad
total y absoluta, como si no tuviese fondo. Diego pensó que debía ser una especie
de vía subterránea que llevase a un manantial subterráneo de agua salada,
perdiéndose en las entrañas de la tierra. Como si fuese una vía directa al
centro del mundo… o al infierno.
Y, sin embargo, sí tenía final. Diego,
asqueado, tuvo que apartar el rostro, al aspirar la fetidez que ascendía desde
el tenebroso vacío. Era el hedor de la podedumbre, del agua marina estancada y
de los peces muertos, arrastrados seguramente por el flujo de las mareas. Aquello
le asustó aún más que la posibilidad de perderse en un oscuro y eterno abismo
subterráneo. Que pudiese caer en el centro de un caldo putrefacto en el que la
muerte y la corrupción devoraba a los seres de la superficie, malditos por haber
acabado allí. O, si no la putrescencia, sí los misteriosos moradores de aquel
mundo oscuro.
Al agudizar sus oídos, apartando vista y
olfato de la oscuridad, Diego lo oyó. El sonido, lento y apacible, de un
remanso de agua al agitarse, como un lago surcado por las pequeñas y efímeras
olas del viento en la superficie. Con la diferencia de que, aquel sonido, tenía
otra naturaleza. Era parecido, pero más enérgico. Más vital. Como si hubiese
algo allí abajo, nadando en las aguas estáticas, esperando hambriento la
llegada de su próximo alimento; una forma de vida primigenia y desconocida,
ciega y acromática, retozando en la oscuridad.
Diego se levantó por completo,
consiguiendo, por fin, mantenerse en pie. Aún estaba cansado y dolorido pero no
esperaría más. Quería salir de allí.
Ignoraba qué podía albergar aquel fondo abisal pero, y de aquello sí que estaba
seguro, no pretendía averiguarlo. Y la única forma de lograrlo era abandonar
aquel infierno subterráneo de roca y agua, aquel… monstruo.
Era curioso. No lo había percibido así
aún. ¿Y si todo aquello fuese en realidad algún tipo funcional de entidad,
gigantesca y estóica? ¿Una criatura constituida a partir del efecto del mar?
Aquel túnel circular, envolvente y succionante, como unos labios que se
estrechaban para engullir a su presa entera. Aquel estrecho pasaje de suelo
ondulado y techo afilado, casi en contacto directo uno con el otro, una boca
recubierta de decenas de hileras de dientes afilados, listos para triturarla. Y
ahora, ante él, la garganta, que descendía hasta las mismas entrañas imposibles
de la bestía, proveyéndola de aire del exterior para que respirase, agua con la
que saciar su sed, así como con el alimento que sostenía a sus parásitos
internos, ya fuesen los pequeños cangrejos o la oculta e indescriptible tenia
que coleaba fuera de su vista.
Diego se vio obligado a caminar de nuevo
hacia el final de su trayecto y el comienzo de uno nuevo. Respirando con
profundidad, se agachó de nuevo con cuidado, pegando lo máximo que pudo su
cuerpo al suelo. Era arriesgado hacerlo en ese estado. Pero no le quedaba otra.
Escurrió despacio su cabeza por debajo de
la apertura, esta vez con la suerte de evitar sus dientes lacerantes. Una buena
señal. Si iba despacio, no tenía por qué hacerse daño. Se preparó, entonces,
para mover el resto de su cuerpo. Aspiró aire una última vez, listo para empujar,
detuvo su respiración durante un segundo, que sumió completamente aquellas
asombrosas cavernas en el silencio. Y con el silencio, un nuevo sonido le
alcanzó.
Aterrado, abrió los ojos, aún con la
cabeza pegada al suelo y su cuerpo inmóvil, deseando equivocarse, mientras
notaba como aquel murmullo, suave al principio pero que iba ganando intensidad
se acercaba, lentamente, hacia él. Asustado, empujó hacia atrás con las manos,
buscando sacar su cabeza de la grieta, huir de él. Casi lo logró, levantando la
vista un único segundo, que confirmó sus temores. Como una colada de ardiente
lava, la muerte se le echaba encima.
La marejada le alcanzó de lleno en el
rostro, en forma de una pequeña lámina de agua, plana y calmada, que se
extendía de forma lenta pero total por todo el suelo, mirara donde mirara;
quemándole los ojos y atragántandole. Con un último esfuerzo, Diego volvió a la
seguridad del hueco, tosiendo bruscamente y notando las arcadas, mientras
aquella sábana se extendía a sus pies, fluyéndo tranquilamente más allá de él, hasta
perderse por el borde del averno.
De nuevo, su mala suerte había vuelto. La
marea había subido, seguramente ocultando el acceso a aquel oscuro mundo, que
ahora brillaba con las salpicaduras luminosas de un millón de espejos. Aquel
insignificante flujo casi le había ahogado. No podría, por tanto, salir hasta
que bajase, al cabo de horas. O días…
Una nueva preocupación se perfiló en su
mente. Acababa de empezar. Quizás las olas no habían tapado el orificio
circular aún por completo. Quizás, aquella oleada insignificante, sin profundidad pero que formaba una
corriente, fuese la vanguardia de un verdadero torrente, listo para
precipitarse hacia él con no sabía cuánta fuerza. Quizás suficiente para arrastrarle…hacia
abajo.
Nervioso como una fiera enjaulada, Diego
caminaba en círculos sobre el suelo sumergido, viendo como el flujo continuaba.
Y notando como el caudal subía, presionado por la ingente y progresiva masa de
agua que entraba por el hueco frente a él, ganando fuerza al dejar su
estrechez, como había hecho el mismo. En cuestión de minutos, aquella laringe
congestionada por el mucus verde de las algas que plagaban sus paredes empezó a
carraspear, escupiéndole a la cara el agua en salmuera que ya la abnegaba por
completo. Antes de que se diese cuenta, aquellas erupciones líquidas le subieron
hasta la cintura.
El incremento en la fuerza del caudal era
también palpable. La presión contra sus espinillas se empezaba a notar, casi
levantando sus piernas. Consciente de lo que eso implicaba, Diego se agachó, intentando
reducir su centro de gravedad, de ofrecer una fuerza mayor frente el empuje del
mar. Sólo para comprobar que así su cabeza quedaba cubierta por las aguas,
impidiéndole respirar.
Regresando a la superficie con furia, mientras
notaba el cansancio cebándose aún en él, Diego no pudo evitar lanzar un vistazo
tras él, a lo que ya debía ser una verdadera cascada. Sólo para ver que la
marea se llevaba a su primera víctima: la cajita brillante que él,
inconscientemente, había soltado. Sin embargo, esta vez el chico no sintió
nada, mientras veía cómo se perdía por el borde de su mundo en dirección a los
infiernos. ¡Al infierno aquella inútil baratija de quinientos euros!
No había tregua esta vez. Ni salvación.
Aquella boca de piedra no paraba de vomitar más y más agua, cuyo volumen ya no
subía con tanta virulencia, sino que incrementaba el impulso que cobraba la
corriente, cada vez más caudalosa. Poco a poco, en cuestión de pocos y rápidos
minutos, la fuerza del agua creció y Diego, cada vez más débil y cansado,
empezó a ceder. No tardó en notar como su voluntad fallaba y su consciencia le abandonaba,
transportado por los placenteros brazos del agua hacia su destino final. Hacia
la garganta que, saciada su sed con el regreso de las aguas saladas, no
tardaría demasiado también en notar como el hambre que se arrastraba inquieta
en sus profundidades recobraba de nuevo, aunque fuese temporalmente, el
descanso, saciada con los bienes que la superficie ofrecía de vuelta a la
tierra.
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