viernes, 26 de junio de 2015

LA GARGANTA SEDIENTA

     Diego Agulló no tenía remedio: era muy torpe. Pero no alguien dejado o poco hábil, sino maldecido por la suerte, que siempre le fallaba en los momentos más inoportunos, haciéndole decir algo malinterpretado, colocar el pie fuera de sitio o aflojar cuando tenía que apretar. Como en aquel momento, que caía cuesta abajo, por no decir de cabeza, por la pared rocosa del acantilado.
     —¡Joder! ¡Torpe, torpe, torpe! —se repetía a sí mimo como un mantra como escarnio mientras se dejaba llevar, confiando que la gravedad le llevase hasta su presa.
     Era un día perfecto. El sol brillaba con alegría en el cielo añil y la brisa marina abanicaba con delicadeza toda la línea litoral, paliando el cansancio y el calor de visitantes y turistas. Un día perfecto para ir a la playa, concluyeron unanimemente sus amigos y compañeros de la facultad, agrupados en una caravana de seis coches desplazada hasta un pequeño pinar entre las dunas, donde se acomodaron sin problemas en dos largas mesas de madera habilitadas para los campistas, antes de desperdigarse cada uno con la suya hasta la hora de comer. Algunos, los más prudentes, se quedaron vigilando su puesto y posesiones, propias o de sus amigos, mientras charlaban sobre qué harían más tarde o cómo tenían planeado lo que quedaba de año. Otros, más atractivos, vanidosos, o ambas cosas, se cubrieron de crema protectora antes de ponerse a tostar sobre toallas en la arena. Otros, más atléticos, vitales y desentendidos, se entretenían compitiendo entre sí, ya fuese nadando mar adentro o jugando con pelotas o paletas que levantaban puñados de granos de cuarzo como chispas. Y unos pocos, más tímidos, más románticos o más aventureros, fueron a explorar, perdiéndose por el laberinto de árboles de copas anchas o buscando el mar; no frente a la playa de arena amarilla y rocas grises donde se conglomeraban los enjambres de ruidosos capaces de enmudecer a las gaviota, sino hacia el pequeño risco que coronaba a pocos metros el paisaje, una formación rocosa gris por la que resbalaba como sudor la arena, amontonada en sus numerosos balcones de contornos redondeados erosionados por el viento, bajando como una escalera para gigantes varios pisos de altura hasta otro brazo de playa, más pequeño y aislado y, por tanto, desierto. Era, pese a su situación, un paisaje bonito. Ante el espectador, el vasto océano, brillante y cristalino como un titánico diamante. A los lados, las montañas que bordeaban la costa, sorprendentemente claras, sorprendentemente verdes, sin el rimel corrido de demasidadas casas y ninguna urbanización afeando sus caras. Hasta las carreteras que las bordeaban de arriba a abajo estaban tapadas por el relieve. Y, no menos importante, aquel día en sí, con las nubes bordeando el cielo para no enturbiarlo, esbozando un precioso cuadro de principios de primavera. Un cuadro precioso y, por lo tanto, adecuado para albergar una escena especial.
     A pocos meses de terminar su carrera y poder iniciarse en el mundo laboral, Diego había decidido algo osado y temerario: pedirle la mano a su novia desde hacía cuatro años, Noelia Pastor, compañera y amiga desde sus inicios en arquitectura. Para aquel fin, había reunido buena parte del contenido de su cuenta para gastos para comprar el que, esperaba, fuese el símbolo de un amor para siempre sellado: una preciosa sortija de oro con un pequeño diamante en forma de corazón, una flor de pedrería rodeada por cuatro pétalos de zafiro. Tras decidirse, sin embargo, había que elegir el momento de la petición. Debía ser en un sitio bonito, cargado de sentimiento y emoción, sin ser demasiado privado pero con un mínimo de intimidad. Sin saber muy bien por qué, su intuición dictó que aquella salida a la playa le ofrecería el momento esperado. Y, tras un vistazo a su alrededor, encontró su sitio.
     Sujetando con firmeza la mano de su chica, tirando de ella, casi arrastrándola sin más explicación que “tengo algo importante que enseñarte”, la llevó con él, dejando a medias una charla con sus amigas sobre cómo servir las bebidas, pasando de la arena bajo los pinos a la caída frente al mar, sin otro techo que el cielo y sus nubes.
     —Bueno, ya estamos aquí —apuntó Noelia, con un atisbo de descontento por el trato recibido—. ¿Qué es eso tan importante?
     De espaldas a ella, mirándo al mar desde el barranco, Diego sonrió. Se dio la vuelta despacio, mirándola a los ojos, deseando no perder detalle de la cara que pusiese al verlo. Ni de cómo el fingido enfado cambiaba a asombro cuando se arrodilló. Cómo sus ojos se abrían y se tapaba la boca con la mano mientras él se llevaba las manos a la espalda, al bolsillo trasero de sus pantalones cortos, sintiendo el bulto de la delicada cajita negra que encerraba el valioso presente. Su corazón se aceleró cuando sus dedos se cerraban sobre ella, faltando sólo sacarla, mostrarla y abrirla, para ver la reacción en su novia mientras pronunciaba un discursillo preparado.
     Pero la suerte nunca acompañaba a Diego en los momentos importantes. En el momento en que subía la mano para sacar el pequeño contenedor, este debió engancharse con algún pliegue interno, atascándose lo bastante para complicarle la sencilla maniobra. Frunciendo el ceño, Diego tiró hacia arriba con más fuerza; tanta que la cajita se le escapó de entre los dedos y salió despedida por los aires hasta aterrizar a su derecha, justo en el borde de la plataforma de roca teñida de arena; suficiente para que el objeto cuadrado y ligero resbalase, cayendo por el borde.
     —Maldita sea. ¡No!
     Incapaz de contener su ira, Diego, sin llegar a levantarse, brincó sobre sus rodillas, estirando hacia el regalo su mano, persiguiéndolo sobre la roca como una serpiente deslizándose tras el rastro de un pajarillo herido. Por supuesto, no fue así; no iba a tener tanta suerte. Y no sólo eso. El impulso inicial fue demasiado fuerte para mantener el equilibrio sin ninguna sujección. Su cuerpo cayó tras el estuche, perseguido por los gritos de Noelia.
     No era, sin embargo, una caída fatídica ni terrible, aunque tampoco libre de peligro. Por suerte el cíncel del viento había dejado recovecos cada pocos metros en la pared, así que a Diego no le faltaban soportes para impulsarse en su accidentado descenso, consiguiendo hacer pie antes de aterrizar sobre el primer saliente. Por desgracia, no podía decirse lo mismo del culpable del desastre, que demostraba una facilidad irritante para escurrirse sobre cada balaustrada; siempre un paso por delante de la mano que quería cogerlo y, muy a su pesar, prolongando la persecución hasta su última consecuencia. Debió dar casi una docena de pasos, volando con cada uno como si pasase de un trampolín a otro, cada vez más abajo, cada vez más pequeños hasta que, invisible a sus ojos por la velocidad y el éxtasis del momento, la pared se volvió vertical y los balcones acabaron. Temiendo que su temeraria insensatez acabase con su cuerpo roto y pulverizado contra las rocas que soportaban estoicamente el embite del mar, Diego lanzó por fin un aterrado grito mientras e cubría con los brazos, intentando minimizar el impacto.
     El grito se cortó en seco cuando su rostro golpeó con fuerza la arena. Sintió sus antebrazos y rodillas hundirse en el blando estrato, vio sus partículas brillar frente a sus labios y su nariz, aunque al menos pudo cerrar los ojos antes de aterrizar. Su cuerpo temblaba, ardiendo por el esfuerzo y el frenesí, y sus accidentados puntos de apoyo le dolían, pero nada más. Despacio, al comprender que estaba bien, Diego se incorporó, abriendo los ojos y tosiendo y palmeándose la cara, limpiándola de arena. Estaba en una especie de cala minúscula, o eso pensaba. Una pequeña medialuna de arena, de apenas diez metros de diámetro entre la roca y el mar. Diego se preguntó si, quizás, había tenido suerte. La arena, al menos donde había caido, estaba completamente seca; lo que no descartaba la posibilidad de que fuese una de las temidas zonas de bajamar, áreas expuestas cuando baja el nivel de las aguas hasta que, a determinado horario, casi siempre imprevisto, recobran su altura real, quedando sepultadas por completo bajo las aguas junto a todo el que siguiese en ellas.
     —¡Diego! —oía los gritos nerviosos de Noelia en lo alto del risco, preocupada por él—. ¡Diego! ¿Me oyes? ¿Estás bien?
     —Sí, cariño, estoy bien —la tranquilizó, gritándole sin verla—. Me he caído… pero estoy bien.
     —Yo… —la chica parecía indecisa —. ¡Voy a ir a pedir ayuda a los otros! ¡Les diré que…!
     —No pasa nada. Estoy bien. No estaba tan alto… y se puede subir fácil. Ya verás, sólo espera un poco. Antes tengo… que recoger una cosa…
     El dubitativo Vale que le llegó desde arriba le garantizaba tiempo, aunque fuese poco, para intentar solucionar su garrafal metedura de pata. Diego se mordía el labio hasta casi notar el amargo sabor de la sangre, intentando contener el enfado y disipar sus lágrimas. Todo iba tan bien, tendría que haber salido perfecto. Y ahora… si no volvía con el anillo, además de no poder volver a mirar a su novia a la cara, sería el hazmerreír si los demás se enteraban.
     ¡El anillo! Por unos momentos, volvió a centrarse, mirando en derredor suyo. Después de todo, una pequeña cajita negra cuadrada, una isla brillante entre el mar de granos dorados y el mar de líquidas y transparentes aguas no podía costar de localizar a simple vista. A no ser, claro, que en su caída libre, el impulso adicional hubiese lanzado el pequeño estuche al agua y alguna corriente pasajera se lo hubiese llevado mar adentro…
     No, eso no podía ser. Tenía que esta allí y lo iba a recuperar; no sólo por la tremenda inversión que le había supuesto, eso ya no le importaba tanto, como el trascendental hecho en sí de a quien iba dirigido. Era ya, simple y llanamente, cuestión de amor propio. El querer creer que había sido su orgullo y no su torpeza lo que le había lanzado varios metros hasta aquel pedazo perdido del litoral, que iba a hacer lo que tenía planeado desde un principio gracias a su entrega, ya no para esperar una respuesta afirmativa sino para resarcirse por el tremendo ridículo sufrido que, con suerte, quedaría como una divertida anédota que pudiesen recordar juntos en los días venideros.
     Respirando hondamente, Diego dio una vuelta completa, despacio, recorriendo con sus ojos cada milímetro del suelo dorado, buscando el elemento discordante. Su proceder era lento y meticuloso y, a la vez, desesperadamente estresante. Casi había completado la vuelta completa… y aún no lo había visto. Era ya por tanto posible considerar la peor de las posibilidades. Cuando, a punto de lanzar un alarido de pura rabia al considerarlo pérdido, tuvo que apretar con fuerza los dientes. Estaba allí, delante de él. O, mejor dicho, detrás de él. Descansaba en un suave lecho hundido en la arena, la brillante y delicada pieza, tapada por estar a apenas diez centimetros del borde del risco, parecía dibujar con los reflejos sobre su superficie una sonrisa, ya fuera de burla por ser tan torpe o de gratitud por haberse tirado por un precipicio para rescatarla. Notando sus nervios templarse, decidió que aquel efecto óptico reflejaba lo segundo.
     Ya del todo calmado, Diego respiró hondo y dio un paso hacia él, agachándose a la vez que alargaba el brazo para recogerlo. Pero, triste pero cierta verdad de la vida, uno no puede luchar ni escapar contra su propio destino, especialmente si es uno maldito.
     Tal vez fuese su forma de andar, o algún defecto desconocido en sus zapatillas aliado con una irregularidad en el terreno bajo la arena, pero cuando dio el segundo paso para llegar al estuche resbaló, cayendo hacia adelante con tanta fuerza que acabó boca abajo y hundido en la arena hasta la barbilla. Y peor, con la palma abierta de su mano aterrizando a escasos centímetros de su objetivo, actuando con la misma fuerza que una pala excavadora en miniatura, arrollándolo con una pequeña ola de granos brillantes que lo arrastró, hasta que casi dio contra la pared.
     —Mierda— maldijo, aunque consciente de que ya no había problemas. Si llegaba a la pared, no podría moverse más, a menos si le crecian patas, cosa sólo imaginable si el mismisimo Dios decidía alargar su patético martirio.
     Diego se levantó sobre los brazos y gateó los escasos veinte centímetros que le faltaban, estiró su mano hacia la problemática cajita… y sintió su aliento cortarse cuando las puntas de sus dedos consiguieron tocarla.
     El débil impulso de su mano, transmitido sobre la caliente superficie de plástico, bastó para desplazarlo un poco más, hasta tocar gris pálido donde, para su asombro, la cajita fue absorbida, traspasando la maciza barrera; obstáculo al que Diego no podía combatir.
     El sorprendido joven retrocedió, quedando en cuclillas mientars analizaba el fenómeno. No tardó en comprobar su causa, consiguiendo reír por lo bajo aunque en realidad quería, necesitaba, proferir una larga y sonora carcajada, una proclama de lo fuerte que calaba la locura en su mente por aquella sucesión de absurdos percances. Su fijación por encontrar el anillo le había evitado fijarse en nada más, aun siendo tan grande y evidente como aquello.
     A los mismos pies de la formación, a un metro escaso de donde las olas se rompían sobre la arena, había una cueva o, mejor dicho, un pequeño orificio natural sobre la arena de contorno ligeramente circular. Era difícil, por no decir imposible, adivinar cuál podía ser su profundidad total, aunque se apreciaba que se sumía gradualmente en las sombras hasta volverse negro por completo. Aquello era, pensó, imposible que lo hubiese excavado el viento. A Diego le recordó ciertas historias sobre pequeñas cuevas que quedaban tapadas por las aguas con las mareas, verdadero origen de buena parte de las leyendas sobre cuevas del tesoro donde piratas y contrabandistas escondían sus botines. Al menos, pensó Diego, no iba a tener que moverse demasiado por aquella siniestra gruta: podía ver perfectamente la cajita, sobresaliendo entre las dunas del minúsculo desierto de la playa.
     Ansioso por acabar de una vez, Diego gateó hasta quedar frente a la entrada, un acceso de apenas treinta centímetros de ancho y que, a decir verdad, era mucho más estrecho de lo que parecía. Y profundo.  Diego volvió a tumbarse, estirando su brazo derecho para alcanzar el preciado tesoro. En vano. Resoplando frustrado, Diego comprobó que sus dedos se quedaban arañando la arena a escasos centímetros del estuche. Estiró su brazo cuanto pudo, encontrándose que era imposible alcanzarlo desde el exterior. Con un gruñido, dio por terminado el intento, incorporándose otra vez.
     Necesitaba algo para alcanzarlo, algo largo y duro. Un palo, obviamente. Miró a su alrededor, con la fútil esperanza de que el mar a su lado o las cornisas de arriba hubiesen dejado caer algún resto lignificado de vegetación que pudiese servirle. Pero, como ya imaginaba, a ese nivel sólo estaban el mar, la arena y él. Si quería un palo, tendría que escalar para encontrarlo.
     O … tenía otra alternativa. Era menos atractiva, desde luego; lo bastante incluso para preferir la nada atractiva idea de volver con Noelia con las manos vacías. Pero era mucho más rápida y simple. Y, desde luego, tan válida como cualquier otra.
     Apoyándo las dos manos en el contorno de la entrada, el chico lanzó un largo vistazo a la singular madriguera. Siendo estrecha, dejaba, desde luego, bastante espacio para dejar pasar un cuerpo humano, siempre que este se ajustase al máximo al angosto espacio. Desde luego, siendo joven y de constitución delgada, no le costaría mucho acostarse, reptar más allá del círculo en la roca y estirar los brazos lo bastante para recuperar su sortija. Era cuestión de intentarlo.
     Como buscando algún tipo de aprobación, Diego miró hacia arriba. El destello del sol le impedía apreciar si Noelia seguía sobre el borde, aunque era consciente de que seguramente seguía allí, esperándole, intrigada por el por qué de todo aquello y preocupada por su suerte. Y era consciente de que haciéndola esperar demasiado lograría el mismo resultado que no habiendo intentado su penosa declaración. No quería peder más tiempo. Estaba decidido.
     Diego echó el cuerpo a tierra. Estirando sus manos, arrastró el resto hacia adelante como si fuese una oruga, quedando exactamente al principio de la perforación. Era hora de actuar. Tras aspirar aire un par de veces, Diego alargó sus manos y, como nadando en la arena, repitió la maniobra, metiendo brazos, cabeza y tórax en el tunel.
     En contraste con la humedad del mar y la fresca brisa del interior, aquel espacio resultaba asfixiante. Hacía mucho calor, a lo que contribuía la elevada humedad entre la piedra que le rodeaba, aunque diese la impresión de que tanto esta como la arena bajo él estaban secas. No era desde luego, un sitio donde quisiera pasar mucho tiempo. Mejor acabar.
     Esta vez, sólo se movió su mano derecha, ya sin el obstáculo de la entrada. Un poco más… ¡Y lo había hecho! Riendo a viva voz, Diego notó como sus dedos se cerraban en torno al bivalbo de plástico con su joya de compromiso dentro. Ya había acabado. Era hora de salir.
     Pensó, antes de nada, en hacer más cómodo el retroceo guardándose en uno de los bolsillos laterales del pantalón la cajita. Así que estiró hacia atrás el brazo, sólo para encontrarse un nuevo imprevisto. Uno con el que no había contado y que le hizo abrir por completo los ojos.
     Podía pasar sin problemas por el asceso a la pequeña caverna. Pero esta presentaba un progresivo pero sutil estrechamiento, de varios centímetros cada vez, a medida que se ahondaba en su interior. Al mover el brazo, Diego se encontró con que no podía echarlo atrás, no sin rozar contra la dura y cercana pared de la gruta. Y, cuando intentó colocar los brazos para empujar hacia atrás, se percató de otra sorpresa: la configuración del terreno allí era cuesta abajo, inclinándose de modo que al intentar retroceder sólo consiguió que su cuerpo golpeara contra el vecino techo de piedra. Y no tenía, por supuesto, suficiente espacio como para darse la vuelta. Estaba atrapado.
     —¡Socorro! —gritó lo más fuerte que pudo—. ¡Noelia, quien sea, socorro! ¡Me he atascado! ¡Que alguien me saque de aquí!
     Tras las primeras proclamas en pos de su liberación, el alarmado muchacho comprobó con creciente horror que eran en vano. Aquel pasillo junto al mar actuaba como un megáfono que canalizaba los sonido procedentes del exterior. Sonidos como el de las olas al romper contra la fina arena, tan insignificante fuera como atronador en aquella estrecha prisión, situada prácticamente a su mismo nivel, donde lo percibía como el estallido de un avión al estrellarse contra el suelo. Pensó entonces en Noelia. Su novia, esperando arriba. Al ver que tardaba, seguramente iría a pedir ayuda, extrañada, contando su accidentada caída y como le había hablado desde las arenas de debajo… pidiéndole calma. Diego perdió pronto la fe en esa opción. Con lo segura que estaba ella de su palabra y con lo poco comunicativo que se había mostrado después, conociendo como a él mismo su mala suerte, podían pasar horas hasta que la chica se preocupase en serio. Era más, seguramente habría vuelto con las demás, a solucionar los asuntos que él había dejado a medias y olvidándole hasta echarle en falta a la hora de comer. Y aún así, era más probable que buscasen en el mar, pensando que había intentado darse un baño y una corriente se lo había llevado.
     Angustiado por su penosa situación, el atascado se estremeció mientras apretaba los dientes, preso de la impotencia y la furia por la situación a la que su cabezonería y estupidez lo habían llevado, siendo lo más triste el que solía ser considerado como el listo de su familia. Mientras, se preguntaba cuanto tiempo tendría que pasar en aquella trampa estrecha y asfixiante, notando el sudor empaparle la piel a medida que su garganta se secaba. Deseando salir de allí, lanzó un fugaz vistazo al fondo del túnel, precibiendo un curioso detalle: aunque a medida que se profundizaba la iluminación disminuía, le pareció apreciar que, de algún modo, la caverna se ensanchaba más adelante, pasando del angosto tubo de piedra a un espacio más amplio donde, pensó, quizás podría darse la vuelta y marchar en sentido contrario, hacia la salida. Aunque, obviamente, aquello implicaba un obvio inconveniente: moverse hacia adelante, hacia el fondo de la caverna, profundizando más en las entrañas de la tierra, sin ninguna garantía de salida y la certeza de que lo tendría más difícil para volver. Situación delicada que exigía unas consideraciones previas.
     Joder, ya estoy mal. Aunque pueda ir a peor, desde luego me irá mejor que esperándo a que alguien se asome y vea mis piernas por el agujero.
     Arriesgarse o morir. La salida desesperada para los desesperados. Sujetando con fuerza en su puño la barata caja con la inútil joya que lo había atrapado allí, Diego tomó aire, intentando sobreponerse al calor, y empezó a moverse. Empezó estirándo sus brazos y arrastrándose, pero, poco a poco, comprobó que el estrechamiento le imposibilitaba también esta maniobra. Si quería seguir, debía hacerlo reptando con todo su cuerpo. Lo que no le animaba. De hecho, le aterrorizaba. Ya se había adentrado hasta el punto de no retorno. Sus piernas ya se habían perdido más allá de la entrada al pasadizo. A menos que alguien se asomase ahora con una linterna, no podría verle. Y, si bien el aparente final estaba a pocos metros, era también posible que quedase definitivamente atascado antes de llegar. En ese caso, ya no tendría salvación. Tendría que esperar horas, días, semanas, a que el cansancio, el hambre y el calor le agotasen, consumiéndole hasta matarle, meándose y cagándose encima mientras se esforzaba por tragar su propio sudor.
     ¡No! Mejor morir que rendirse. Apretando lo dientes, Diego empezó a hacer oscilar su cuepo, moviéndolo adelante, primero la izquierda, luego la derecha y así sucesivamente. La cueva seguía cerrándose en torno suyo, rodeándole cada vez más. Ya notaba como sus brazos se raspaban contra sus paredes irregulares, como cada vez tenía que hacer más fuerza para seguir. Un único metro, medio, diez centímetros. Le dolían los hombros, arañados por la roca hasta casi sangrar, desgarrando su camiseta. Ya no le parecía un camino, sino una garra captora que le exprimía. Estaba exhausto. Jadeaba, respirando con dificultad el poco aire que le llegaba. Casi no le quedaban fuerzas para moverse. Pero el final del tunel estaba delante de él.
     Apretando los dientes y gruñendo, Diego siguió lo poco que le quedaba. Vio la línea que formaba el final de aquel tramo abriéndose. Su cabeza pasó por ella sin mayores problemas… pero su cuerpo no. Como una especie de cepo, sus hombros se estrellaban contra el techo, sin fuerza para pasar bajo él. Ya estaba atrapado… a menos que se esforzase.
     Diego tiró hacia adelante su hombro izquierdo. No podía, aplastado bajo la roca maciza. Pero insistió. Notó el dolor de la fricción, oyó la camisa hacerse trizas, sintió un líquido tibio que no estaba del todo seguro que fuera sudor manar por su brazo. Y, por fin, el hombro salió y, con él, el brazo. Gritando, incapaz de contener el dolor, Diego lo alargó, esta vez libre sin las restricciones del espacio. Lo estiró cuanto pudo, clavando sus cortas uñas en el duro suelo, notando el dolor de la presión al doblarlas, sintiendo cómo se agrietaban, preguntándose incluso si alguna de ellas se desprendería, arrancada de su carne… pero el esfuerzo de aquel brazo y del resto de su cuerpo lo lograron. Con la misma fuerza titánica que requeriría arrancar un árbol de raiz, el cuerpo de Diego emergió fuera del pasaje mortífero, fuera de su opresion envolvente y de su asfixiante calor, hasta notar sus piernas suspendidas, sin fuerzas, sobre el resbaladizo suelo al que había llegado.
     Diego no se había equivocado. Se encontraba en un espacio más amplio, donde podía estirar sus extremidades sin problemas, cosa que hizó mientras se apoyaba en el suelo, intentando descansar un poco antes de iniciar el giro a la salida. Le iba a hacer falta, si pretendía repetir aquel doloroso y angustioso tirón.
     Mientras lo hacía, aprovechó para ojear la zona, visible pese a la poca luz que le entraba por aquel único conducto. Era totalmente distinto a la parte de la entrada. No compartía el tono grisáceo de la entrada en la superficie, sino que aquella caverna tenía un color gris verdoso, parecido al de algunas cuevas calizas, cuyas profundidades subterraneas eran oradadas por las corrientes de agua desde tiempos inmemoriales. Eso parecía reflejarse en su base, llena de ondulaciones sinuosas como las de la arena bajo el mar pero hechas en la roca. El aire no era, además,  húmedo y caluroso como en el túnel, sino frío y seco; en cierto sentido como se esperaba en una cueva. No pasaba lo mismo con su suelo, que estaba mojado, recubierto de una película de gotas condensadas en las acanaladuras, seguramente procedentes también del agujero por el que había llegado. O quizás, se temió, aquella zona expuesta en la aparente bajamar acabase abnegada por la aguas al subir la marea. Una razón de peso para no demorarse mucho tiempo. Pero aún no. Necesitaba descansar un poco más, notar su cuerpo templarse, listo para darse la vuelta. Una necesidad tan imperiosa que, por un momento, Diego dejó de prestar atención a todo lo demás. Quedo así, tendido, ignorándolo todo. Como el dolor que sentía en la base del craneo, atribuido en principio al cansancio pero cuya punzante presencia no sólo perduraba, sino que incluso aumentaba, o a la tremeda presión que sentía sobre su espalda. No debía ser nada serio, se decía a sí mismo. Hasta que apoyó las manos en el suelo, intentando empezar, momento en el que cayó en su serio error.
     Había dejado la estrecha jaula que suponía el tunel de la entrada sólo para caer en otra trampa natural, mucho más agónica si cabía. Al arrastrarse por la, en principio, amplia entrada, no se había dado cuenta de que, en realidad, el espacio presentaba un techo extremadamente bajo. De hecho, no era una cueva sino, como mucho, una grieta entre rocas. Podía extender su cuerpo por ella cuanto quisiese. Pero el techo bajo, cubierto además de pequeñísimas estaláctitas afiladas, le empujaban contra el suelo, siendo tremendamente difícil cualquier movimiento que no fuese el deslizarse con las manos. Y además, no tardó en comprobar que el peor de sus problemas no iba a ser que aquellas protusiones de piedra se le hincasen: en aquella rendija, que parecía también estrecharse a la baja cuanto más se avanzaba era mucho más fácil quedar completamente inmovilizado por las dos paredes de piedra. Y en aquella oscuridad bajo la montaña sí era díficil ser descubierto.
     Respirando con dificultad, notando algunas lágrimas empezando a salir de sus ojos mientras apretaba con fuerza la caja con el anillo, ya no para asegurarse de no perderla sino por pura rabia, Diego analizó con cautela el espacio a su alrededor. Quizás tuviese la suerte de encontrar en aquella estrechez mortal un espacio seguro, una apertura contra la pared o entre techo y suelo lo bastante amplia como para moverse sin peligro. Aunque lo único que acertaba a ver fuese la roca azulada por las sombras, al otro lado del oscuro horizonte de puñales pendientes sobre él, mientras su corazón latía con la fuerza de una aplanadora, paralizándole; haciéndole temer que la fuerza de sus latidos bastase para desplomarle el techo encima. Cuando lo vio. Justo delante de él.
     Era una hoquedad en la pared opuesta, a unos tres metros, esta vez grande, enorme, consistente en una apertura rectangular, lo bastante amplia como para que él y un acompañante la cruzasen sin problemas, seguramente hacia otro espacio como aquel; con suerte más confortable y maniobrable, lo bastante al menos como para poder darse la vuelta. Aunque, y esto le hizo notar sudores fríos bajarle por la frente, podía ver claramente como el techo parecía combarse en ese punto, como si estuviese dispuesto a frenar a cualquier posible intruso, inmovilizándole para siempre contra su suelo encharcado.
     Eran dos opciones únicas, simples y evidentes, pero excesivamente cruciales: podía intentar darse la vuelta en aquel hueco aplanada, desgarrándose espalda y cabeza y arriesgándose a atascarse, si no a ensartarse, mientras conseguía girar ciento ochenta grados, o podía seguir hacia adelante, sufriendo casi con seguridad el mismo destino pero a sabiendas de alcanzar un hueco más seguro desde el que meditar su evasión con más tranquilidad. El chico, indeciso entre cual de las dos dolorosas maniobras le supondría un mayor beneficio, se mantuvo inmóvil, aplastándose cuanto podía sobre el suelo, como a la espera de que una señal divina rompiese el odioso empate. Y, para su sopresa, la señal se produjo, en forma de un pinchazo en su pantorrilla.
     Fue tanta la sorpresa que, sin darse cuenta, Diego levantó la cabeza, estampándola contra el techo, aunque por suerte no contra una estalactita. Gimió de dolor, mientras se frotaba la zona dolorida a duras penas, notando como el sutil y repentino dolor se repetía. Hubiese podido atribuirlos a los pinchos colgantes que podía recordar por las heridas en sus hombros, si no fuera porque en ese momento estaba absolutamente inmóvil. Luego decidió que devía ser por algún tirón, desgarro muscular u otra lesión por el estilo, producida al salir del tunel. Hasta que notó que aquellos pinchazos no sólo continuban entre sus pantorrillas y sus talones, sino que se extendían piernas arriba, alcanzándole los muslos, la cintura y la espalda.
     Consciente de que algo malo pasaba, el muchacho levantó la cabeza con cautela hasta rozar otra vez el techo, en un intento por ver, oír, lo que fuera para saber qué pasaba. Cuando, en el absoluto silencio de la comprimida cámara, percibió que a sus aspiraciones jadeantes y palpitaciones como mazazos se había sumado un nuevo sonido, muy débil y remoto, insignificante e imperceptible, como si su responsable estuviese muy lejos o fuese muy pequeño. El sonido de finas uñas al golpear el suelo de piedra mojada. Y entonces, como en un acto de provocadora burla, el responsable se manifestó ante él, realizando su entrada con un vigoroso salto desde su izquerda.
     Aterrizando sobre sus ocho patas, sus dos pequeños ojos negros como torretas elevándose sobre el plano rostro de su cuerpo comprimido, parecían realizar guiños de cruel complicidad, como dándole a entender que podía torturarle a placer sin que pudiese evitarlo, siendo paradojicamente demasiado grande para combatirlo en el estrecho espacio. Y como confirmación final de sus intenciones, el cangrejo, de cuerpo verdoso y no más ancho que su pulgar, chasqueó sus anchas y dentadas pinzas, que se le antojaban minúsculas… a la par que fuertes y afiladas.
     Aquello era, ciertamente, peor que el túnel. Se había quedado atascado en una de las numerosas grietas entra las olas que los crustáceos emplean par descansar de los vaivenes de las aguas, siempre dispuestos a saciar su hambre con la carroña que el mar les lleva, ya esté muerta o indefensa. Como un hombre incapaz de moverse al que poder despedazar poco a poco, llevándose pequeños pedazos de piel morena y carne sangrante con sus pinzas hasta sus bocas monstruosas y babeantes, cosa que podían hacer con sumo placer. Pues, aunque ignoraba cuántos como aquel podía albergar un refugio tan amplio, no dudaba que una pieza de su tamaño podría fácilmente alimentar a mil de ellos durante mucho tiempo. Especialmente si, como ahora, se lo comían despacio.
     Era la señal que esperaba. La señal para dejar de estar quieto, para moverse hacia adelante aunque las estalagtitas le atravesasen el cuerpo hasta desangrarle o el techo le aplastase la cabeza. Cualquiera de seas muertes sería mejor que esperar a que los cangrejos acabasen de comer.
     Sacudiéndose con el furioso vigor que otorga el pánico, Diego consiguió deslizarse como una lombriz unos cuantos centímetros. El pequeño y burlón carnicero que le había dado el pistoletazo de salida se apartó asustado, al igual que debieron hacer el resto de sus congéneres, notando cómo sus pellizcos paraban y sus pasos se alejaban. Por lo menos, sabía que aquellos animales no se arriesgarían contra una presa que se defendía. No pudiendo evitar sonreír al comprobar que mientras se moviese los cangrejos dejarían de ser un problema, Diego alargó cuanto pudo su mano izquierda, usándola como una guía para reptar, casi a ciegas, cosa que comprobó cuando una de las pétreas protusiones le rozó la sien derecha, causándole un gran dolor pese a su poca velocidad. Intentó repetir la acción con la derecha, frenándose en seco al notar el dolor, instantes después de estirar el brazo. Sin darse cuenta, la había alargado justo por debajo de un pico particularmente afilado. La sangre salía a través del arañazo. Y sus perseguidores, pudo comprobar por sus delatoras pisadas, seguían tras él, esperando a que dudara.
     Sería más duro… pero era evidente que se movería más rápido sin las manos. Bajándolas hasta notar el húmedo suelo y pegándolas contra sus costados, Diego empezó a agitarse despacio, coleando como un pez, consiguiendo abrirse paso a través del aire como haría la cola por el agua. Consiguió así, mientras su cabeza se escurría entre techo y suelo, avanzar, unos pocos centímetros con cada impulso pero sin parar, mientras notaba el dolor en brazos y pies aumentando, a medida que se cubrían de arañazos, que se golpeaban contra los muros de aquella prisión horizontal. Así, sin parar, con los pulmones ardiendo y el corazón dando brincos más furiosos que los suyos, reprimiendo gritos que sólo aumentarían la agonía de su reseca garganta cada vez que las estalactitas le desgarraban la espalda. Lo estaba haciendo. Había logrado abrirse paso poco a poco hasta lo que debía ser el último metro. Hasta el último estrechamiento del muro. Se movió, deseoso de llegar. Y su cabeza brilló en un destello blanco y cegador a la vez que abría su boca en un intento por liberar su torturada tráquea, sintiéndo el dolor recorrerle la frente en oleadas. Era, desde luego, un espacio estrecho. Tanto que su cabeza no podía pasar por él. Había sido inmovilizado, cosa que le fue recordada por un único y leve pellizco, a la altura del tobillo.
     Boqueando con dificultad, con la visión aún nublada por el golpe, Diego miró con más detenimiento hacia el fondo de la grieta. Estrecha, desde luego. Con su cuerpo erguido, o como estuviese, al máximo de lo que el techo le dejaba no pasaría, eso desde luego. Si quería llegar a la zona a resguardo, tendría, en un recuerdo de las pruebas de resistencia física que realizaba en el patio de su colegio de niño, que agacharse al máximo, pegarse contra el suelo encharcado y sacudirse, recorrer su columna en ambos sentidos con los espasmos más débiles y delicados de los que fuera capaz, escurriéndose por la apertura horizontal. Aunque  se atascase  y le tocase pasar lo que le quedase de vida gritando mientras minúsculas tenazas se abrían paso a través de su cuerpo…
     Tomando aire, en parte en un intento por tratar de serenarse, Diego pegó su cráneo al suelo, notando su mejilla y oreja izquierdas sobre el frío y blando limo del suelo; el intenso olor a podrido del agua salada estancada tapándole las aletas de la nariz para ahogarle. Después, con cuidado, reptó. Consiguió alejar de nuevo a los voraces cangrejos, pero no le pareció que avanzase, al menos no demasiado. Con los brazos pegados al cuerpo, con la respiración acelerada y la visión oscurecida a consecuencia del pánico, empezó a moverse, despacio, poco, pero hacia adelante. Y, a cada paso, como ya le ocurrió en la versión opuesta del mismo martirio, notaba el techo cernirse sobre él, apretándole, dejándole cada vez menos espacio. Apenas se elevaba unos milímetros, pero ya no podía ni tan siquiera moverse sin que el rasposo techo se estrellase contra él, causándole más dolor. Unos cuantos centímetros adelante, percibiendo por fin el final, se topó con el minúsculo borde dentado del extremo, casi a la misma altura de sus ojos. Como una guillotina o las fauces de una bestia, advirtiéndole que no podía pasar. Pero lo que no podía hacer ahora era volver. Quisiera o no.
     Diego hundió el rostro contra el suelo, notando con alivio cómo la humedad le enfriaba la frente, limpiándole el sudor. Y, con más fuerza y menos cuidado, se movió. Contuvo el ritmo cuando su nuca rozó la guirnalda de afilados bordes, acompañado de sensación de húmedad. Estaría sangrando, seguro. Abrió tenuemente los ojos. Había logrado sacar la cabeza de la grieta. La zona segura estaba ante él. Ansioso, intentó alargar los brazos, ganando así fuerza para moverse… en vano. Estaba atascado.
     Desesperado, empezó a sacudirse, notando como el choque de la roca contra la sangre dejaba su roja huella en él, espoleándole el pensar que sus gritos debían silenciar los chasquidos de las patas de los crustáceos. Fue emerger al mundo. Como una mariposa abandonando su capullo, como un pájaro al romper su huevo, como un niño al nacer. Un proceso lento, largo y doloroso. Finalmente, a fuerza de voluntad, Diego logró dejar la estrecha hendidura, a costa de un dolor tan grande que no pudo movese en el acto. Logró, por fin, liberar lo que sentía, en forma de un largo alarido, sólo interrumpido por las dolorosas bocanadas que devolvieron el aire a sus pulmones. Con las pocas fuerzas que le quedaban, se arrastró adelante, hacia el espacio en la pared, lejos de aquella prensa mojada. Cruzó la entrada y, lanzando un vistazo hacia atrás, pudo comprobar como uno de los verdosos y pequeños cangrejos se asomaba tímidamente desde la senda que tan terriblemente había tenido que cruzar, fácil para su cuerpo aplanado y minúsculo. El chico sonrió, pensando que les había vencido. Y, tras comprobar cierta fuerza inconsciente en su puño derecho, convirtió la sonrisa de felicidad en un aullido de jubilo. Aún llevaba el anillo con él.
     Diego se tumbó de espaldas, tomando aire, recuperando fuerzas. Decansando. El agua salada que permanecía en los pequeños reductos del suelo irregular le quemaba el cuerpo, seguramente surcado por incontables arañazos de distintas anchuras y profundidades. Contemplando aquel techo gris y cubierto de gotas parecidas al rocío, que brillaban con luz propia en la oscuridad de las profundidades, donde a la luz ya le costaba hacerse notar.
     Tras unos minutos así, Diego se sentó, mirando hacia el hueco, a la estrechez que aún se maravillaba de haber atravesado y que, para su desgracia, tendría que recorrer en sentido contrario. Pero luego. Aún no podía.
     Necesitando también recuperar la sensibilidad en sus agarrotadas piernas, Diego se levantó con gran dificultad, pues sus extremidades estaban tan apelmazadas como el cartón mojado. Una vez en pie se dio la vuelta, sólo para tropezar de vuelta al suelo, lo que le permitió una observación final.
     Ante él, una cámara natural de forma irregular, cuyo material pétreo era de un tono amarillento, debido sin duda a las extrañas e informes algas que crecían por doquier, pues la escasa iluminación dificultaba identificar sus verdaderos color y naturaleza. Una cámara que formaba una cubierta natural, que desembocaba a sus pies, concretamente al otro lado del saliente sobre el que había tenido la suerte de caer, el final de aquella falsa zona segura. Una verdadera tabla pirata, de acceso a la perdición.
     Bajo él se abría el abismo. Una visión que le cortó la respiración.
     El asombrado joven se asomó un poco más, hipnotizado por lo que veía; en realidad, nada salvo la oscuridad. Una caída por paredes lisas que, más o menos a los veinte metros, daba a una oscuridad total y absoluta, como si no tuviese fondo. Diego pensó que debía ser una especie de vía subterránea que llevase a un manantial subterráneo de agua salada, perdiéndose en las entrañas de la tierra. Como si fuese una vía directa al centro del mundo… o al infierno.
     Y, sin embargo, sí tenía final. Diego, asqueado, tuvo que apartar el rostro, al aspirar la fetidez que ascendía desde el tenebroso vacío. Era el hedor de la podedumbre, del agua marina estancada y de los peces muertos, arrastrados seguramente por el flujo de las mareas. Aquello le asustó aún más que la posibilidad de perderse en un oscuro y eterno abismo subterráneo. Que pudiese caer en el centro de un caldo putrefacto en el que la muerte y la corrupción devoraba a los seres de la superficie, malditos por haber acabado allí. O, si no la putrescencia, sí los misteriosos moradores de aquel mundo oscuro.
     Al agudizar sus oídos, apartando vista y olfato de la oscuridad, Diego lo oyó. El sonido, lento y apacible, de un remanso de agua al agitarse, como un lago surcado por las pequeñas y efímeras olas del viento en la superficie. Con la diferencia de que, aquel sonido, tenía otra naturaleza. Era parecido, pero más enérgico. Más vital. Como si hubiese algo allí abajo, nadando en las aguas estáticas, esperando hambriento la llegada de su próximo alimento; una forma de vida primigenia y desconocida, ciega y acromática, retozando en la oscuridad.
     Diego se levantó por completo, consiguiendo, por fin, mantenerse en pie. Aún estaba cansado y dolorido pero no esperaría más. Quería  salir de allí. Ignoraba qué podía albergar aquel fondo abisal pero, y de aquello sí que estaba seguro, no pretendía averiguarlo. Y la única forma de lograrlo era abandonar aquel infierno subterráneo de roca y agua, aquel… monstruo.
     Era curioso. No lo había percibido así aún. ¿Y si todo aquello fuese en realidad algún tipo funcional de entidad, gigantesca y estóica? ¿Una criatura constituida a partir del efecto del mar? Aquel túnel circular, envolvente y succionante, como unos labios que se estrechaban para engullir a su presa entera. Aquel estrecho pasaje de suelo ondulado y techo afilado, casi en contacto directo uno con el otro, una boca recubierta de decenas de hileras de dientes afilados, listos para triturarla. Y ahora, ante él, la garganta, que descendía hasta las mismas entrañas imposibles de la bestía, proveyéndola de aire del exterior para que respirase, agua con la que saciar su sed, así como con el alimento que sostenía a sus parásitos internos, ya fuesen los pequeños cangrejos o la oculta e indescriptible tenia que coleaba fuera de su vista.
     Diego se vio obligado a caminar de nuevo hacia el final de su trayecto y el comienzo de uno nuevo. Respirando con profundidad, se agachó de nuevo con cuidado, pegando lo máximo que pudo su cuerpo al suelo. Era arriesgado hacerlo en ese estado. Pero no le quedaba otra.
     Escurrió despacio su cabeza por debajo de la apertura, esta vez con la suerte de evitar sus dientes lacerantes. Una buena señal. Si iba despacio, no tenía por qué hacerse daño. Se preparó, entonces, para mover el resto de su cuerpo. Aspiró aire una última vez, listo para empujar, detuvo su respiración durante un segundo, que sumió completamente aquellas asombrosas cavernas en el silencio. Y con el silencio, un nuevo sonido le alcanzó.
     Aterrado, abrió los ojos, aún con la cabeza pegada al suelo y su cuerpo inmóvil, deseando equivocarse, mientras notaba como aquel murmullo, suave al principio pero que iba ganando intensidad se acercaba, lentamente, hacia él. Asustado, empujó hacia atrás con las manos, buscando sacar su cabeza de la grieta, huir de él. Casi lo logró, levantando la vista un único segundo, que confirmó sus temores. Como una colada de ardiente lava, la muerte se le echaba encima.
     La marejada le alcanzó de lleno en el rostro, en forma de una pequeña lámina de agua, plana y calmada, que se extendía de forma lenta pero total por todo el suelo, mirara donde mirara; quemándole los ojos y atragántandole. Con un último esfuerzo, Diego volvió a la seguridad del hueco, tosiendo bruscamente y notando las arcadas, mientras aquella sábana se extendía a sus pies, fluyéndo tranquilamente más allá de él, hasta perderse por el borde del averno.
     De nuevo, su mala suerte había vuelto. La marea había subido, seguramente ocultando el acceso a aquel oscuro mundo, que ahora brillaba con las salpicaduras luminosas de un millón de espejos. Aquel insignificante flujo casi le había ahogado. No podría, por tanto, salir hasta que bajase, al cabo de horas. O días…
     Una nueva preocupación se perfiló en su mente. Acababa de empezar. Quizás las olas no habían tapado el orificio circular aún por completo. Quizás, aquella oleada insignificante,  sin profundidad pero que formaba una corriente, fuese la vanguardia de un verdadero torrente, listo para precipitarse hacia él con no sabía cuánta fuerza. Quizás suficiente para arrastrarle…hacia abajo.
     Nervioso como una fiera enjaulada, Diego caminaba en círculos sobre el suelo sumergido, viendo como el flujo continuaba. Y notando como el caudal subía, presionado por la ingente y progresiva masa de agua que entraba por el hueco frente a él, ganando fuerza al dejar su estrechez, como había hecho el mismo. En cuestión de minutos, aquella laringe congestionada por el mucus verde de las algas que plagaban sus paredes empezó a carraspear, escupiéndole a la cara el agua en salmuera que ya la abnegaba por completo. Antes de que se diese cuenta, aquellas erupciones líquidas le subieron hasta la cintura.
     El incremento en la fuerza del caudal era también palpable. La presión contra sus espinillas se empezaba a notar, casi levantando sus piernas. Consciente de lo que eso implicaba, Diego se agachó, intentando reducir su centro de gravedad, de ofrecer una fuerza mayor frente el empuje del mar. Sólo para comprobar que así su cabeza quedaba cubierta por las aguas, impidiéndole respirar.
     Regresando a la superficie con furia, mientras notaba el cansancio cebándose aún en él, Diego no pudo evitar lanzar un vistazo tras él, a lo que ya debía ser una verdadera cascada. Sólo para ver que la marea se llevaba a su primera víctima: la cajita brillante que él, inconscientemente, había soltado. Sin embargo, esta vez el chico no sintió nada, mientras veía cómo se perdía por el borde de su mundo en dirección a los infiernos. ¡Al infierno aquella inútil baratija de quinientos euros!

     No había tregua esta vez. Ni salvación. Aquella boca de piedra no paraba de vomitar más y más agua, cuyo volumen ya no subía con tanta virulencia, sino que incrementaba el impulso que cobraba la corriente, cada vez más caudalosa. Poco a poco, en cuestión de pocos y rápidos minutos, la fuerza del agua creció y Diego, cada vez más débil y cansado, empezó a ceder. No tardó en notar como su voluntad fallaba y su consciencia le abandonaba, transportado por los placenteros brazos del agua hacia su destino final. Hacia la garganta que, saciada su sed con el regreso de las aguas saladas, no tardaría demasiado también en notar como el hambre que se arrastraba inquieta en sus profundidades recobraba de nuevo, aunque fuese temporalmente, el descanso, saciada con los bienes que la superficie ofrecía de vuelta a la tierra.

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