LOS GUARDIANES DEL LINAJE
Se encontraban en el cielo. Su cielo. Mirasen donde mirasen veían azul,
hasta en el oscuro suelo de piedra. A su alrededor había nubes blancas como
merengues congeladas en el frío aire; algunas cabalgadas por duendes de alegres
colores. Sobre sus cabezas, las estrellas les contemplaban, suspendidas en una
noche sin fin. Y, en el centro, el sol; su sol, protegido de cualquier peligro
entre los barrotes de su jaula blanca de madera.
María se acercó al borde de la cuna, aquella vieja cuna que había albergado
a siete generaciones, si podía creer a Fernando, y que ahora hacía la digestión
con la que hacía ocho en su panza. Estirado sobre el suave colchón con su
sábana azul, el bebé dormía plácidamente. Estaba embutido en un pijama blanco
de una sola pieza; una segunda piel de la que sólo sobresalía su cabecita
ceñuda, concentrada en algún sueño olvidado hacía décadas por los adultos.
Mientras, sus labios vibraban y sus minúsculos puños se contorsionaron,
provocando un tintineo. María se inclinó y vio que todavía lo tenía en la mano:
el sonajero de plata, una pieza delicadamente pulida, con mango de cuchillo o
cuchara, grueso y pulido, que en el primer momento la asustó (demasiado basto
para un bebé, se dijo); coronado por una extravagante flor redonda con una
bolita, una esfera o algo corriendo por su interior como un hámster, provocando
el sonido cada vez que se estrellaba en su carrera. Con la tranquilidad de
saber que todo iba bien, María agachó la mano derecha y le acarició la
pelusilla marrón de su cabeza (heredada de ella, sin duda). Ya que había
heredado los ojos y las atractivas facciones de su padre, era lógico que, al
menos, su pelo sería el de ella.
En respuesta el niño abrió los ojos y contorsionó los labios, formando
una O perfecta. María se estremeció, preparándose para el inminente canto,
anunciado con alarma de catástrofes incluida.
—Cielo, yo…
Se interrumpió en el acto, viendo cómo se limitaba a levantar el
sonajero y, agitándolo como un cetro, el pequeño emperador sonreía. Su madre le
devolvió el gesto, imaginando qué quería. Alargó la mano hacia arriba y agitó
el móvil, suspendido sobre él como una palmera con su carga de dátiles.
Colgando de aquel brazo de madera que, milagrosamente, había superado la
centuria con poco más que un par de arrugas en su base, los caballeros de
brillante armadura, con caras estriadas y montando corceles con barda, hicieron
entrechocar sus largas lanzas al son de la suave corriente, para deleite de su
señor, que se agitaba babeando bajo la refriega. La madre lo agitó un par de
veces más, con el sonajero anunciando que quería más y más y luego lo dejó.
Cuando tuviese hambre, se lo haría saber. Cuando hubiese que cambiarle el
pañal, se lo haría saber. Para todo lo demás, le bastaba con aquella sencilla
artesanía, adecuada para una criatura que cumplía su semana de vida.
Era un día blanco. El sol se reflejaba en las sábanas que colgaban del
balcón, las cortinas que el viento sacudía y en los destellos del sofá. Era el
tiempo del calor y la hora del descanso.
Sintiendo el peso del día en su cambiado cuerpo de madre, María lanzó un
simple y ligero vistazo a Fernando, que leía un libro de cubierta negra en el
sillón de al lado.
—Le he dejado. Se dormirá enseguida.
Ella se extendió sobre el mueble, con la esperanza de seguir ese
ejemplo. Notó una perturbación en su pelo, quizás una mosca enredándose en su
corta melena castaña; una mosca con patas grandes como espárragos. Sonrió con
los ojos aún cerrándose, disfrutando del momento.
—¿Y tú, cómo estás? — preguntó su marido—. ¿Cansada?
María sonrió, mientras se llevaba una mano disimuladamente hacia el
pecho.
—Un poco; estoy bien, pero… —empezó a acariciarse superficialmente el
vértice del pezón derecho—. No veas como chupa. Empiezo a pensar que un día de
estos me come la teta.
Oyó como él se reía, por encima de ella.
—Bueno, si eso pasase, lo cambiaremos al biberón.
Ella hizo ademán de volverse, con el rostro crispado.
—¿Antes o des…?
Se silenció al notar unos labios estrellarse contra los suyos,
cerrándolos. Con delicadeza. Con cuidado. Con amor.
—Estate tranquila. Descansa un rato. Si llora, ya me ocuparé yo… de que
no te muerda.
María se quedó tumbada, con la cabeza acomodada contra el respaldo.
—¿Cielo? —le llamó, notando como su voz frenaba su regreso al sillón y
el libro.
—¿Si?
—Te quiero.
Segundos después, una sombra oscureció la tarde, cerniéndose desde las
nubes.
—Yo también te quiero. A los dos. Y siempre lo haré.
Sobre ella, velado por las sombras que arrojaba su cuerpo, su hombre,
Fernando, la miraba sonriente, con los ojos cerrados y su pelo fino y rubio
arrojando destellos. Siempre que la miraba así, no podía evitarlo, pensaba en
él como en un niño. María le imitó, esperando entrar en el trance de la siesta
en breve.
Todo era demasiado ideal. Demasiado bonito. Y había pasado muy rápido.
María lo disimulaba; se odiaría a sí misma si él llegase a saber que pasaba
horas, a veces tardes enteras, buscando en sus recuerdos preguntándose cuál era
la trampa; la pega que arruinaría aquel sueño que se extendía sobre sus vidas.
Consiguió graduarse en enfermería a los veintidós años para encontrarse
con que no había hospitales lo bastante buenos para ella… o eso le gustaba
pensar. Tuvo que conformarse con un más modesto puesto de recepcionista en una
óptica, anotando fichas y enviando miopes a la doctora que manejaba el
foroptero y a las encargadas de enseñar las monturas. Una de ellas en
particular, Raquel, algo más joven y dicharachera que las otras, hasta el punto
de que daban ganas de meterle la cabeza en el dispensador de agua a ver si se
callaba, llegó a ser su amiga. Según aseguraba, antes de ese trabajo, pese a su
licenciatura en biología, sólo pudo ocuparse como camarera o cajera de
supermercado. En cierto sentido, el espectro opuesto de actitud que María. Por
eso, a lo mejor, congeniaron. Y por eso, a lo mejor, a finales de septiembre,
hacía ya dos años, la invitó a su cumpleaños.
Era una zona de copas, cerca del casco antiguo, lleno de aceras
empinadas y calles estrechas; una ratonera en la que María nunca había puesto
un pie antes y en la que, de haberlo sabido, nunca se habría metido vestida
así. Con su ajustado traje de una pieza azul y sus zapatos de tacón, no sabía
qué era peor, si cómo la mataban los pies o cómo reaccionaría si alguien un
poco pasado, siendo sólo las siete, le pedía precio. Casi pasó media hora de local
en local hasta localizar el elegido como punto de encuentro. Llegaba con casi
veinte minutos de retraso, pero no vio fuera ni a Raquel ni a ninguna otra cara
conocida.
Su siguiente paso fue lógico. Y la entrada, memorable. En aquel espacio,
oscuro y en el que la madera predominaba como en el interior de un galeón
pirata, acertó a atisbar la fina melena rubia de la “envejecida”. Se lanzó en
una impulsiva carrera, agitándose en tacones que sentía altos como zancos, y no
viendo la espalda que se interpuso en su camino hasta que fue tarde; para su
dueño verla y para ella parar.
El impacto, aunque fuerte, no causó muchos daños… aparte de un par de
vasos de Coca—Cola que acabaron lloviendo sobre la cabeza del infortunado copero.
María se adelantó en el acto para atender a
la víctima de su atropello. Éste se dio la vuelta, lentamente, con los brazos
en cruz, chorreando el oscuro líquido. Y, pese a que arrugaba su rostro por la
tensión puesta en reprimir el disgusto, no pudo evitar pensar que era
atractivo.
—¡Perdón! No te he visto… —lo miró de la cabeza a los pies, ardiendo por
la vergüenza y con la lengua más atascada que su cerebro, no teniendo una mejor
salida que: —Perdona. Toda tu ropa se ha…
—Es nueva. La camisa y la chaqueta. Pero tranquila. Son horribles.
Ella se detuvo un momento y se fijó en el conjunto. No mentía; una
camisa a rayas y una chaqueta color gris con pantalones a juego. Más de oficina
que de bar. No pudo evitarlo. Se rió.
—¿Tan horrible es? —aseguró, en apariencia indignado, pero no tardó en
imitarla—. Vale, es verdad. Es que no suelo ir a cumpleaños y no sabía…
Al entender que estaban allí por la misma razón, María dejó de reírse y,
en su lugar, se quedó boquiabierta. En ese momento, Raquel les llamó,
reclamándolos a su lado. Y las presentaciones se formalizaron: compañera de
trabajo, hermano de la cumpleañera. Un placer conocerte. Hermano de la
cumpleañera, compañera de trabajo. No sé si decir lo mismo.
María, cuya experiencia con los hombres había sido tan agridulce como un
postre con limón, fue incapaz de asimilar al principio el carácter de aquel
hombre. Tenía veintitrés años, dos más que Raquel…y uno menos que ella.
Trabajaba por su cuenta, vendiendo electrodomésticos, lo que le daba para tener
piso propio, comer y comprarse malos trajes. No pudo parar de reírse. Aquella
misma noche, ya eran amigos. Un par de semanas después, acompañando al “grupo
de amigas” de Raquel, renovaron el vínculo. Un mes después, salían por su
cuenta. Juntos. Al año siguiente se habían casado. Fue, indudablemente, un
encuentro decidido por el destino.
Y ahora, apenas un año después, eran padres. Por suerte, ya tenían el
piso de Fernando; pequeño, con cocina, balcón y dos dormitorios. De hecho, la
mayor inversión que hicieron fue el cuarto del bebé. Fernando lo pintó por
completo y lo decoró una semana después de conocer la noticia. Y, lo mejor de
todo, fue que el gasto real fue en brochas y pinturas. El mobiliario lo tenía
ya a mano. La cuna, totalmente casera; grande, maciza como una cama, seis
barrotes de madera a cada lado, sin ninguna puerta. Había que agacharse para
meter y sacar al niño. Primero fue de él y luego de su hermana. Y antes fue de
su padre, sus tíos y sus tías. Su abuelo y toda su familia, hasta siete
generaciones. Igual que el primer juguete para el bebé; un sonajero de plata, una
forma práctica de que se entretuviese y los padres lo vigilasen, afirmaba
recordando su infancia. Y el colgante, la pieza que más la impresionó. Estaba
acostumbrada a ver de todo: animales de peluche, aviones, barquitos planos
surcando el mar de la noche. Pero éste representaba caballeros y su actitud era
claramente de batalla.
Su primera impresión, que analizada ahora con retrospectiva, la
avergonzaba; era que no quería poner a su hijo allí. Todo aquello era tan
viejo; tenía… demasiada historia.
Fernando zanjó el debate de una vez por todas; una de las pocas veces
que se impuso ante ella. Y, lo más curioso, lo hizo sin insistir ni chillar.
Era de tontos tildar de discusión lo que más bien fue un discurso.
—Estas cosas, cariño, están vivas. Tienen su propio espíritu. Lo ganaron
estando año tras año con mi familia. Todos los miembros han dormido y jugado
con ellos de pequeños. Por eso no se me ocurre nada de mejor confianza para cuidar
de nuestro hijo. Para que... le proteja.
Nueve meses después de engordar, vomitar y comer hasta empacharse, por
fin, llegó él. Nueve horas de parto y dolor lacerante, para tener a aquel
muñeco arrugado y minúsculo entre sus brazos, con Fernando besándola y
felicitándola. Ante ellos, y especialmente ella, nuevos miedos. Tener que
cuidar de algo tan frágil. Hacerse cargo del hogar. El temor de dejar de
parecerle a su marido atractiva…
Y, con todo, su nuevo estilo de vida, estresante, aburrido y rutinario
acabó dándole una nueva felicidad. Fernando ganaba suficiente para todos.
Cuando estaba cansada, o enferma, o indispuesta, no tenía problemas en darle el
biberón al bebé, cambiarle los pañales, bañarle sin que gritase escaldado. Y,
lo mejor de todo, cada día y cada noche, le recordaba lo mucho que la quería.
Nunca la presionaba para hacer nada. Sólo si ella quería.
Y ella, sintiendo que aquello era imposible, vigilaba al bebé de ambos
ante la idea de que aquello acabaría de algún modo.
Finalmente, los temores de María se cumplieron. Encontró cual era la
trampa que echaba a perder la maravillosa ilusión. En su caso, se llamaba
realidad. La omnipresente, esperándonos a todos, pero que nadie cree ni quiere.
Fue cuando el bebé acababa de cumplir su primer año, con un cuerpo adorable y
rechoncho que ya se arrastraba por los pasillos. “Listo para el andador”, decía
por entonces su padre. Y es que los coches no conocen la lealtad, ni tienen
compasión, abriéndose paso entre las personas que los conducen como un pie
entre hormigas. El Renault de Fernando, que empleaba para ver a sus clientes, pese
a haber pasado con nota su última puesta a punto, decidió darle la espalda a su
amo. Corrió cuando le mandaron pararse. Y se estrelló contra un terraplén,
dejando allí su último aliento. En comparación con su dueño, sin embargo, sólo
necesitaba una visita al chapista.
Para María fue un nuevo comienzo, pero desde una perspectiva muy
diferente. Era una niña, pequeña y perdida en una ciudad grande y desconocida,
rodeada de adultos que pasaban a su alrededor, ignorándola; con el rugir de los
cláxones engulléndola y los edificios levantándose hasta tocar el cielo
amenazando con aplastarla. Por primera vez en mucho tiempo, sintió miedo. El
dolor de haber perdido a quien quería. Y, sobre todo, la perspectiva de su
futuro con un niño… sola.
Se vio forzada a romper el luto para ganarse la vida. Tenía algo de
dinero, pero no podía vivir de eso eternamente. Por no mencionar que había
dejado el trabajo para cuidar de su hijo y su puesto original estaba cubierto.
Se veía obligada a alternar sus salidas entre comercios, dejando currículos, y
visitas esporádicas al banco y las tiendas, que le hacían pensar que ojalá los
pañales siguiesen siendo lavables.
Fue al cabo de dos meses de la
muerte de Fernando. No había tenido suerte buscando trabajo. Y aún peor, aunque
su madre podía cuidar del niño, era una mujer mayor. Le costaba ver bien y
empezaba a ser hora de comprarle un bastón. No podía someterla a semejante
carga. Fue un sábado por la noche cuando Raquel, su desde hacía largo tiempo
cuñada, fue a verla junto a su madre para hacerle una propuesta: la madre de
Fernando cuidaría de su nieto y ellas saldrían a cenar. Creía que un poco de
charla, calma y aire libre le vendrían bien. Y María, notando el ardor del
enfado en su corazón por querer negar una verdad que la avergonzaba, se fue con
ella sabiendo que era verdad.
Era verano y estaban en un interior, pero ni el aire caliente dejó que
la velada pasase de glaciar. Raquel estaba contenta. Había dejado la óptica y,
en asociación con una vieja amiga, habían abierto un restaurante. Aseguraba que
todo iba bien. Y que, además, estaba segura de que un cliente habitual muy
guapo le estaba tirando los tejos. ¿Ganas de decirle estoy destrozada desde que
tu hermano murió, no encuentro trabajo y las veo putas para cuidar a mi hijo?
Se supone que habían salido a divertirse.
Quiso la suerte que el Bíter de Raquel se acabase, justo en el momento
en que decidió pasarse a los tercios, coincidiendo con que el camarero estaba
ocupado sirviendo en la terraza. María, que empezaba a pensar que aquella
supuesta liberación había pasado a ser una cadena a una silla, decidió estirar
las piernas, aunque fuese en los dos metros que la separaban de la barra. Sobre
el brillante mármol del que asomaban los grifos pidió algo a su amiga,
coincidiendo con la entrada en escena de un hombre gigantesco, que se precipitó
delante de ella con las ganas del toro en el encierro.
—¡Eh…! —la queja murió en su boca; María estaba tan hundida en aquel
momento que no se sentía con fuerzas de quejarse. Y lo peor, aquel conato fue
oído por el hombre.
Se volvió, haciéndola estremecerse, pensando que iba a encararse con
ella. Era enorme; le sacaba por lo menos dos cabezas, con el amplio pecho de un
levantador de pesas y dos abultados brazos a juego. Era, además, un hombre algo
tétrico; de camiseta y pantalones desgastados, abundante y caótico pelo oscuro
que caía en cascada desde su cabeza y una barba saliente que oscurecía su boca
y resaltaba sus pálidos y cansados ojos. María, sin embargo, pudo apreciar que
no la miraba con enfado, sino con curiosidad. De hecho, al cabo de un minuto,
estaba sonriendo.
—¿María? —se inclinó hacia ella, entornando los ojos—. ¿Eres tú?
Ella tragó saliva; el hombre la había reconocido, pero la emoción no era
mutua.
—¿Quién eres…? —preguntó tímidamente, no siendo capaz de ubicar al
hombre en su memoria.
—¿Cómo, no te acuerdas de mí? —preguntó sujetándose el pecho,
aparentemente sintiéndose herido—. Soy Antonio Cebrián. Fuimos juntos a clase,
a primero de la ESO.
María necesitó unos minutos más para extraer aquellos datos de su
memoria, tras lo cual, con el acicate de la suplicante mirada del desconocido,
consiguió reconocerlo.
No le extrañaba tanto no reconocerlo, tanto por lo poco que destacó en
aquel periodo estudiantil… como por lo mucho que había cambiado desde entonces.
A los once años era un chico menudo, delgado, pálido y de pelo corto y rizado
que solía sentarse en la fila trasera de la clase, según se rumoreaba para
espiar a las chicas desde allí. No solía hablar con nadie y la mayoría supo que
no estaba con ellos el curso siguiente porque alguien lo comentó. Se rumoreaba
que aquel chico, canijo e introvertido, hizo algo gordo. Muy gordo. Tanto que
fue expulsado indefinidamente; siendo enviado por sus padres a otro centro a
terminar la secundaria.
—Ha pasado mucho tiempo —reconoció ella por fin, arrancándole una
sonrisa—. ¿Qué ha sido de tu vida?
Según aseguró, le iba bien. Después de secundaria hizo un módulo de
carpintería y montó su propio taller. Hacía muebles a mano y los vendía. Por lo
demás, vivía solo y salía por las noches a divertirse.
—Más o menos como haces tú ahora —erró completamente al terminar su
narración—. ¿Y a ti, que tal te va?
La suya contenía más datos, pero fue mucho más breve.
—Estudié enfermería. Trabajé un tiempo. Me casé con un chico, tuvimos un
hijo. Él murió y ahora estoy sin trabajo y viendo qué hago –lo que, por algún
motivo, le llegó más hondo de la descripción, fue ver como su sonrisa se fue
borrando gradualmente al llegar a aquel punto.
—Lo siento mucho —aseguró—. Joder, esa sí que es una putada de las
grandes.
Acto seguido él pidió un tercio; ella solicitó el suyo propio. El
camarero sirvió las dos botellas degolladas por separado. Y, mientas ambas
manos se cerraban sobre sus respectivas bebidas, Antonio extendió un billete
sobre la barra.
—A ésta invito yo —la dejó con la palabra en la boca, antes de
despedirse de ella diciendo: —Me alegro mucho de haberte visto. De ahora en
adelante, para cualquier cosa que necesites, dímelo.
Y, sin mediar palabra, le estampó un beso en la mejilla, al tiempo que
dejaba algo junto a su mano al lado del dinero de la consumición. Una tarjeta
de su taller. Con su número de contacto.
Cuando María volvió junto a Raquel, no pudo evitar fijarse en que
sonreía con satisfacción.
Como en su anterior relación, todo se vio precipitado, si bien en este
caso fue muy diferente. Con Fernando se dejó llevar. Con Antonio, sin embargo,
creía oír una voz en su cabeza, animándola, empujándola a seguir aquel curso
conveniente.
Habían pasado tres meses. Seguía sin encontrar trabajo y el bebé seguía
creciendo. Necesitaba más ropa, más comida. Raquel y su suegra seguían
apoyándola, ya fuese con el cuidado del pequeño… o con el estado de ánimo de la
madre. Y a veces, al salir, se encontraba con él, Antonio Cebrián, bebiendo
apartado hasta que sus ojos se cruzaban. Siempre le sonreía. Al mes siguiente
se atrevió a buscar la tarjeta. En aquella ocasión fue al grano. Le dijo cómo
estaba y lo que necesitaba. Él fue más directo que ella.
—¿Sabes una cosa María? Siempre me has gustado. Desde que te veía en
clase.
Y le estampó un beso, esta vez en los labios. Fue un modo extraoficial
de sellar un contrato. Él tenía trabajo, piso, seguridad. Lo que ella
necesitaba. Con eso le bastaba.
Como primer paso de la nueva relación, decidieron irse a vivir juntos.
Sin embargo, para sorpresa de María, él
prefería que fuese al piso de ella.
Me apetece ver mi nueva casa; para
empezar a estar cómodo, aseguró.
Aquel primer día, sin embargo, se produjo una presentación que le causó
un profundo escalofrío. Poco después de entrar, mientras ella le enseñaba el
salón y después la cocina, el bebé empezó a llorar. Sin perder tiempo, la
obcecada madre acudió a atender a su vástago, encontrándole agitando nervioso
su sonajero. Al verla se calló. Sólo quería saber que seguía con él.
—¿Tienes un crío? Joder, como te las gastas. Me lo podías haber dicho.
Ella lo sostenía en el aire, sobre la cuna, cuando oyó la voz de
Antonio. Se volvió hacia él. Estaba apoyado en el umbral, con los brazos
cruzados, con una mirada de indiferencia (no quería pensar que de desprecio) en
la cara. Miraba al niño.
Aquello le supuso un mazazo. No tanto por la actitud de su nuevo novio,
sino porque le hizo dudar de su memoria, su cordura; de sí misma. ¿No le había
hablado nunca a él de su anterior matrimonio ni de su hijo? Estaba segura de
haberlo hecho; muchas veces…
Se calmó cuando irrumpió con grandes pasos en el dormitorio y le pidió
coger al bebé.
—Bueno, colega —le dijo, levantándolo como si fuese una bombona de
butano—. Creo que… ahora me toca ser tu papá. ¿Qué me dices?
Lo que María vio le heló el corazón. No era la primera vez que un
desconocido cogía a su hijo, quien normalmente le miraba con curiosidad. Sin
embargo, en aquella ocasión, empezó a agitar frenéticamente el sonajero. Su
rostro cambiaba de expresión, a punto de llorar otra vez. La cara del bebé
reflejaba miedo hacia el posible padrastro.
Ella lo recuperó, abrazándolo en un intento de calmarle. Quizás, se
decía, estaba acostumbrado a los rasgos de Fernando, tan diferentes a los de Antonio,
al tiempo que le oía murmurar:
—Qué cabrón. Encima que me toca mantenerlo.
Una semana después se formalizó el compromiso. Fue el broche a un breve
pero turbulento período. Y, para María, el convencimiento de que la
desesperación la había hecho tirarse de cabeza a un pozo.
El lunes hicieron el amor por primera vez. Para la memoria de María, fue
como pasar de un agradable paseo en bicicleta a una cuesta sin frenos acabada
en caída. No hubo caricias, ni besos, ni deseo, como con Fernando. Su nuevo
novio se limitó a besuquearla torpemente, cubriéndole el cuello de babas, para
luego penetrarla un par de veces y correrse entre sus piernas. Ella estaba
paralizada. Tanta brusquedad, que la había dejado indiferente… para que él,
jadeando y ansioso, asegurase:
—Qué, ¿a que nunca nadie te lo habían hecho así?
No respondió. Temía que se diese cuenta de que su afirmación tenía otras
connotaciones. Menos gracia le hizo, sin embargo, lo que hizo Antonio al día
siguiente, antes de irse a trabajar.
Cuando se levantó, todas las fotos de ella con Fernando habían sido
retiradas de sus marcos.
—¿Qué por qué? Fácil. No me gusta estar aquí viendo en todos lados al
anterior maromo de mi chica.
Aquello le dolió. Pero no tanto como el miércoles por la noche. Él había
estado todo el día fuera; no había vuelto para comer. Lo esperó para cenar
hasta las once y veinte, momento en que empezó a fregar los platos. Mientras
sus manos frotaban el estropajo, oyó que la puerta se abría y unos pasos,
pesados pero irregulares, empezaron a oscilar como saltando una rayuela hasta
llegar a la cocina.
Él no dijo nada. Simplemente, se acercó tras ella y le pasó las mano
sobre los hombros. Ella sonrió, sorprendida por el inusitado gesto de ternura.
Hasta que dobló la cabeza, esperando un beso. En su lugar, sintió nauseas. El
aliento de Antonio era amargo, oliendo a una mezcla de acetona… y alcohol.
Estaba borracho.
—María… tía, ¿te he dicho que hoy estás más guapa que nunca? —dijo con
la lengua trabándosele.
Sobre sus hombros, las manos empezaron a apretar. Simultáneamente, el
bebé empezó a llorar.
Antonio, tengo… —intentó zafarse de él—. Mi hijo…
—Ese pequeño capullo sólo sabe llorar; se pasa el día igual. Seguro que
puede aguantar un poco.
Hubo un segundo intento, esta vez decidido, al margen de cualquier
complicidad… y todo pasó rápido. María sintió como si el brazo de una grúa
cayese sobre ella, aplastándola… y dejándola inmóvil. El sonido de los vaqueros
al caer, el tirón de su ropa interior… y luego aquello. Irónicamente, a
diferencia de la vez anterior, esa vez sí que sintió algo: durante la
ejecución, miedo; cuando acabó, dolor. Por suerte, fue igual de rápido.
—Bueno, ahora… estoy cansado. Luego, si tengo hambre me… calentaré algo.
Y tú, mira a ver a ese piojoso de mierda, que como me dé la noche, le voy a
calentar.
La dejó allí, tirada, estremecida. Y llorando. Fue la primera vez que la
forzó. No sería la última aquella semana. Y, con todo, le permitió darse cuenta
de algo en lo que no había pensado hasta entonces: antes el niño nunca lloraba.
Si tenía hambre o había que cambiarle chillaba un poco, pero se calmaba tan
pronto como ella o Fernando llegaban. Ahora, en cambio, berreaba a pulmón vivo
a cada hora… siempre que Antonio estaba en el piso.
Aquella revelación le quitó el poco color que quedaba en su cuerpo, a la
vez que un doloroso vacío se extendía por su cuerpo desde su corazón. En
principio, se temió que el bebé estuviese enfermo, pero no había ninguna señal.
No había mocos, ni rubor, ni fiebre. Cuando el cuerpo está enfermo, la fiebre
lo calienta, delatando así a los gérmenes invasores. ¿Acaso los ahora ardientes
berridos de su hijo le avisaban de que un mal nocivo había infectado su hogar?
El viernes fue el colmo de la decepción. Por fin, le enseñó su taller.
María, asombrada y boquiabierta, lo analizó centímetro a centímetro con la
precisión de un escáner. El local era oscuro y estaba cubierto por todos lados
de serrín. Las herramientas estaban sucias y muchas de ellas habían perdido el
filo. Pero los muebles… le entraron ganas de reírse hasta llorar. Ni cortando
cartones de leche con un serrucho se lograrían bordes tan desviados y abruptos.
Ahora entendía que aquello le diese para vivir solo ¿Carpintero? Aquello
parecía la obra de un carnicero con temblores.
Pero la peor mentira de aquel hombre llegó cuando ella le pidió ver su
propio piso, que podían vender o alquilar para salir adelante si se iban a
casar. Antonio se sinceró con ella.
—¿La verdad? No es sólo mío. Es mío, claro… pero también de mis padres.
Y, ahora que he encontrado una casa fuera, pues como que no creo que quieran
que vuelva. Siempre se quejaban con que estaba todo el día perdiendo el tiempo,
en el bar… aunque mira, seguro que si te llevo para que les conozcas, se
calman.
No era una mentira; era un fraude, y ella lo había perdido todo como una
tonta. ¿Qué seguridad podía garantizarle aquel hombre, que la conquistó con un
par de sonrisas y un vago recuerdo infantil? Un hombre negado, borracho,
violento… Aquel era el factor determinante. María no podía dejarle, no se
atrevía. Tenía llave de su apartamento; fue lo primero que se sacó. Y estaba el
niño. Dios, ¿qué podría hacerle llevado por el alcohol y la reacción frustrante
de que su chica le dijese que era el mayor fracaso en que podía convertirse un
hombre?
Era sábado por la tarde, lo que significaba que su prometido no abriría
el taller. Se la pasaría en el salón, viendo alguna película barata a todo
volumen hasta que el sueño le venciese en el sofá. María decidió aprovechar
aquel momento de prueba para meterse en su dormitorio; su santuario profanado.
Los recuerdos de Fernando, retirados. El suelo, embrutecido; no tenía tanto
tiempo para limpiarlo como quería. La cama… sólo dormir en aquel colchón, bajo
aquellas sábanas, le hacía sentirse como una indigente tirada entre colchones y
cubierta con plásticos. Incluso creía oler la basura en sus pulmones. Allí
había sido tan feliz… y le había dado la espalda a todo lo que quiso por tan
poco.
Con una lágrima recorriéndole la mejilla, se abrazó al pico de la
almohada, esperando dormirse. Necesitaba
recobrar fuerzas. Sin embargo, la aparente calma de la tarde veraniega se
truncó cuando se dio cuenta de que la cháchara de los locutores deportivos o
los gritos de guerra de los soldados, guerreros medievales o indios se había
esfumado. En su lugar, los pesados pies de Antonio, ruidoso hasta descalzo,
recorrieron el pasillo. Se pararon en el dormitorio. Oyó como el borde de la
cama crujía bajo su peso.
—¿Cansada, cari? —le oyó murmurar, antes de sentir como acariciaba su
tobillo con su mano.
Ella asintió, doblándose un poco, con un sonido que tuvo más de gemido
que de afirmación.
—¿Sabes? Estás muy guapa cuando estás dormida —sintió la cama quejarse
bajo el peso de él, estirando su gran cuerpo sobre ella.
Ella hizo ademán de volverse con el brazo en alto y los ojos aún
cerrados, en un intento por apartarle sin que se diese cuenta. Al notar como su
enorme mano se cerraba en torno a su muñeca, sintió que sus esperanzas se
desvanecían.
—¿Sabes? —le cerró la mano derecha en torno a las mejillas, aplastándolas
como la boca de un pez de acuario y forzándola a abrir los ojos—. He estado
pensando en lo de la boda. ¿Te hace ilusión?
María, boquiabierta, sólo pudo asentir, viendo los ojos brillantes de
Antonio y su amarillenta sonrisa. Su expresión era salvaje.
—Tendremos muchos hijos, ¿verdad?; nuestros; no sólo tuyo como el de
ahora —volvió a asentir, sintiendo que no tenía una mano en las mejillas sino
un cuchillo bajo el cuello.
—¿Y sabes qué más? Creo que podríamos empezar a hacerlos… ahora.
Sentado a horcajadas sobre ella, Antonio empezó a bajarle el pantalón.
Ella intentó darse la vuelta, apartándose sutilmente de él, pero estaba
completamente inmovilizada bajo su peso.
—Por favor, ahora no —dijo lánguidamente, intentando disimular con la
modorra el miedo—. Estoy cansada.
Sintió cómo volvía a estar tumbada cabeza arriba, como una mano
colocando del revés una pequeña tortuga.
—Vamos cielo, te va a gustar…
La boca abierta de Antonio, sucia y maloliente, empezó a descender hacia
ella. María, resignada, tomó aire, cerró los ojos y se dispuso a su sesión de
martirio. Al menos, no duraría mucho.
En ese momento, el bebé empezó a llorar, con una insistencia e
intensidad desconocidas hasta la fecha. Parecía un perro grande aullando de
dolor.
La reacción de María fue inmediata, intentó levantar su cuerpo todavía
apresado… y comprobó que Antonio también se había parado. Hizo ademán de
inclinarse, mirándola como quien intenta resolver un sudoku, dudando sobre si
moverse o no. A cada tentativa, su rostro se arrugaba, perturbado por el ruido.
Por fin, se quitó de encima y se
bajó de la cama. Estando borracho, sus sentidos se embotaban hasta el punto de
no prestar atención a los obstáculos en su camino. Pero ahora, sobrio, había
demasiado ruido para concentrarse. Para excitarse. Seguramente, no podría
meterla ni en un cráter de un metro.
—Joder —musitó apoyando las manos en el borde de la cama, inclinado como
si le doliese la espalda—. ¡Joder! todo por culpa de ese enano bastardo. ¡Por
su culpa!
—Tranquilízate —María puso los pies en el suelo, deprisa—. Enseguida le
duermo… y podremos seguir.
En su mente, pensaba darle un beso de agradecimiento por librarla de
aquello.
—No —inquirió Antonio—. ¿Quiere llorar? Pues lo hará a gusto.
Se dio la vuelta, dirigiéndose a toda prisa hacia el pasillo. Ella se
lanzó sobre él, agarrándole por el brazo.
—Espera, ¿qué vas a…?
Antonio se dio la vuelta, librándose de su mano y haciéndola retroceder.
Tenía la furiosa mirada de un toro lanceado.
—¿Qué te crees, idiota? ¿Qué no voy a poder estar tranquilo en mi propia
casa porque al niñito mierda ese le sale llorar cada dos por tres? Pues no. Ya
estoy harto.
Mientras hablaba respiraba con pesadez, cerrando y abriendo los puños al
son.
—Voy a cogerle y a darle tal paliza que se le quitarán las ganas de
llorar durante el resto de su vida —aseguró.
—No —María no quería, pero no pudo evitar reflejar todo su temor en su
rostro—. Por favor…
—¿Y qué? Si al final la diña… pues mira, tendrás otros. Tendremos otros.
El hombre se dio la vuelta, dispuesto a cumplir su juramento. Ella le
puso la mano en el hombro, hincándole las uñas en la piel.
—No, no te dejo…
El reflejo fue tan espontáneo como soltar un tirachinas. Él se dio la
vuelta y le abofeteó en el lado izquierdo de la cara, con tanta fuerza que la
lanzó de espaldas contra la mesita de noche.
María se quedó ahí, inerte en el suelo,
con una mano en la mejilla derecha, la zona del golpe, la otra en los riñones,
que habían amortiguado el impacto y la boca abierta. Dolía.
Aquel animal le había pegado. Alguna vez, en su vida, había probado la
experiencia. Su padre, de pequeña, azotándole el culo cuando hacía alguna
travesura excepcional. Alguna compañera, a manotazos, por disputas varias. En
una ocasión, jugando al fútbol, un mastodonte con problemas de frenos se la
llevó por delante. Pero nunca lo había sentido así. El sentirse impotente ante un ataque contra
el que no se podía defender. Y el dolor… ni el recuerdo del parto se parecía a
aquello. Entonces aún pensaba en seguir. Pero ahora estaba postrada. El dolor
la paralizaba. No podía moverse.
Rompió a llorar, impotente, al oír como Antonio se iba siguiendo el
llanto. Y ella no podía hacer nada para evitarlo.
Antonio entró en el dormitorio pintado de azul, adornado con nubes y
estrellas. En el mismo instante en que lo hizo, el bebé dejó de llorar. En vez
de eso, aquel cabrón rechoncho se recostó de lado, mirando en su dirección a
través de los barrotes de su cuna. Tenía el puño derecho cerrado en torno a su
sonajero, el ceño fruncido y los labios apretados entre los que se sacudían
pucheros. La clásica cara de un niño enfadado.
Antonio no pudo evitar reírse. La verdad, era mono.
—Que, ¿ahora te callas verdad? —masculló, con los brazos cruzados—.
Porque sabes lo que te espera. Pues bien, te has callado tarde.
Antonio entró en el dormitorio, pisando fuerte. En respuesta, el bebé,
ahora completamente sentado, retrocedió, haciéndose atrás. Se tropezó contra un
oso marrón y un elefante gris que le hacían de almohada contra los barrotes.
Antonio se rió, viendo cómo le miraba, con el miedo mezclado con la ira.
Seguramente como haría un ratón cuando el gato lo ha arrinconado en una
esquina.
Se asomó al borde de la cuna y miró hacia él, sonriendo.
—A ver qué tal te sienta esto, mamón.
Agachó la mano derecha, dispuesto a agarrar a aquel capullo por su
cuello de jamón embutido. Y, en ese momento, algo le distrajo. Una brisa le
rozó la oreja, helándosela. Sintiendo como un escalofrío repentino que hacía
castañear sus dientes, Antonio bufó, mirando hacia la jodida ventana. ¿Le
importaba que le calentase un poco, cuando le dejaba coger una neumo…? Se calló
en el acto. La ventana estaba cerrada. Y la habitación estaba helada. Podía
sentirlo ahora.
Lo mismo daba. Alargó la mano por encima del lateral de la cuna, aquella
celda en miniatura de madera. Gruñó, furioso, cuando calculó mal la dirección y
su mano se estampó justo debajo del borde, con sus dedos doblándose contra el
tercer barrote.
—Joder —musitó, volviendo a mirar a su presa.
Algo cambió en Antonio. Sus ojos aún reflejaban su monumental enfado. Su
boca seguía torcida con desprecio. Pero algo le contuvo, impidiéndole seguir.
Delante suyo, entre el bebé y él, se había levantado una empalizada; una
verdadera jaula de madera, pintada de blanco y con seis barrotes… que ahora
mediría, por lo menos, dos metros con algo de largo y el mismo grosor que sus
piernas.
—Coño.
Era la prueba de qué fallaba en aquella casa. Sí; entre la mujer
haciéndose la estrecha cada vez que tenía necesidad y su puto hijo, todo
incluído, machacándole la cabeza cada vez que entraba por la puerta, empezaba a
ver cosas. Pues bien, le zumbaría hasta dejarle mudo y, con eso y un par de latas,
seguro que no volvía a alucinar más.
Antonio cerró su mano en un puño, dispuesto a destrozar aquel espejismo
con una dosis de fuerza real. El ariete impactó entre dos de las columnas de
madera. Su estampido fue acompañado por un grito. No sólo eran sólidas; más que
cuando eran normales. Había sentido el golpe. Pero había más.
Se miró los nudillos. La sangre asomaba entre la piel pálida e hinchada,
con la misma apariencia que un trozo de plástico fundido. Miró delante de él,
para comprobar qué fallaba. Era sólo madera, cubierta de polvorienta y
agrietada pintura blanca. Pero estaba al rojo vivo. Le acababa de abrasar el
puño.
En aquel momento, protegido tras su fortín, el bebé se rió, burlándose
de él. Y, mientras la sangre volvía a hervir en el pecho de Antonio, olvidando
aquella sorpresa inicial, el bebé volvió a agitar su sonajero.
Alrededor de la cabeza del hombre, aquella imposible brisa hermética
parecía arremolinarse. Y, simultáneamente, lo sintió. El sonido del sonajero,
la pequeña bolita bamboleándose contra las paredes de su cárcel de metal. Cada
estallido tan fuerte como el de una explosión, pero lento, como si el tiempo se
ralentizase al producirse. Antonio sentía aquellas vibraciones, dolorosas como
latigazos, y empezó a retroceder. A los tres pasos, el fenómeno se invirtió: de
ser un sonido potente y amortiguado, se convirtió en una vibración penetrante
como la de un altavoz sin sonido, que voló hasta entrar en su cabeza,
sacudiendo su cerebro hasta convertirlo en gelatina. Con los ojos cerrados y
los dientes apretados, Antonio se cubrió las orejas, sintiendo sus manos sudar sobre
sus tímpanos, hasta que ya no pudo retroceder más. Su espalda había hecho tope
contra la pared de la habitación.
En ese momento abrió los ojos, buscando su posición, la salida.
Simultáneamente, el sonido del sonajero paró y algo delante le distrajo. Se
fijó en el lateral de la cuna, devuelto a su tamaño natural, con su inquilino
exclusivo en su posición habitual. Allí algo pequeño, algún tipo de pájaros blancos,
se habían posado a lo largo de la barandilla; seis en total, enfocados hacia
él. Con sus ojos aún temblorosos por el efecto del sonajero, Antonio se
concentró para ver qué eran. No pudo apreciar mucho, salvo que se movían y eran
muy delgados, como… lomos de libros vistos de perfil, pero más pequeños.
Las seis figuras se sacudieron al unísono, el silbido de un proyectil
cruzó el aire y Antonio gritó. Se dejó caer, paralizado por el dolor, y buscó
con sus ojos llorosos su origen. Sintió un crepitar en su pecho, al ver que sus
hombros, muñecas y rodillas habían sido atravesados. Y lo que se había hundido
en su carne eran pequeños palos rectos de metal, no mucho más gruesos que un
lápiz, pero lo bastante largos como para notar la pared crujir tras él. Lo
habían empalado. Con lanzas.
Desde la seguridad de la cuna, el maldito niño le miraba con el sonajero
en la mano, y parecía sonreír. Disfrutando
de mi dolor, pensó Antonio. Aquello le enfureció lo bastante como para
intentar el contraataque, pero apenas se apretó contra aquel cielo ilustrado
cuando comprendió que no podría. Sus articulaciones estaban rotas por el metal.
Gritó, desahogándose, antes de volver a abrir los ojos.
Y entonces lo vio.
Sorprendido, con sus ojos traspuestos por la cortina de lágrimas,
recorrió un par de veces la escena para asegurarse. Estaba allí. Ese algo.
Una forma; algo, se alzaba desde la cuna, sobre el niño y su ridículo
colgante. No podría decir qué era, salvo una silueta, con aspecto de cabeza y
brazos, tan alta como él; no, más alta, casi rozaba el techo… Pudo apreciar, en
su oscura piel de sombra, dos extraños destellos donde deberían estar los ojos.
Y, lo más llamativo, no parecía tener piernas, sino salir directamente de la
cuna.
Antonio aspiró aire una última vez, sintiendo como las agujas en su
cuerpo le laceraban como cristales rotos… y comprendió que estaba inmóvil.
Sólo sus ojos, libres del destino de su cuerpo, podían moverse; siguiendo
a la forma mientras crecía, acercándose a él e incitando a su corazón y
pulmones a ir más rápido, insuflándole vigor para levantarse y luchar y correr…
en vano.
El último grito llegó cuando una mano tan amplia como su cabeza se
estiró hacia él.
María se levantó coincidiendo con el último grito de Antonio. Después,
silencio. Fuese lo que fuese lo que había pasado, había acabado por fin.
Ignorando el dolor de sus riñones, mucho más persistente que el en apariencia
simple guantazo, corrió en ayuda de su hijo.
La visión que le recibió a punto estuvo de arrancarle un grito, pero
cubrió su boca con ambas manos; no por
el horror de la escena… sino porque no le encontraba sentido.
Apoyado contra la pared, su ex novio y ex prometido yacía con los ojos
cerrados y la boca abierta. Bajo su inexpresivo rostro, el pecho, como un
ventanal doble, abierto de par en par, revelando los dos pulmones colgando bajo
la caja torácica, pero ningún corazón… Quizás una forma cruel de evidenciar que
Antonio Cebrián carecía de él. Desde aquel hueco, la sangre bajaba hasta
encharcarse en el suelo. Lo que parecía indicar que el órgano había sido
arrancado. Por…
Pocos testigos había habido allí, salvo los sonrientes duendes sobre las
nubes, un par de peluches en la cuna y…
Recobrada de la impresión que le causó aquella carnicería, María corrió
hacia la cuna, horrorizada. Había manchas de sangre, gotas salpicadas manchando
el blanco de los barrotes.
Se apoyó, sudando a raudales, sobre la barandilla. A punto estuvo de gritar de puro alivio. En el fondo,
sobre el fino colchón, su hijo, con una incipiente mata castaña en la cabeza y
un inmaculado pijama azul, le sonreía dulcemente. En su mano, el sonajero de
plata; inexplicablemente también oscurecido por la sangre. Igual que los leales
caballeros que giraban eternamente sobre él, cuyas manchas resecas no goteaban
sobre el pequeño.
María sintió deseos de agarrar a su bebé entre sus brazos, pero una idea
la contuvo.
—¿Qué ha pasado aquí?
Seguramente, nunca lo sabría. Sólo le importaba que su hijo estaba bien
y, además, sonreía. Se le veía feliz. Quizás, sabía, se sentía protegido por
sus padres; con su madre con él y su padre allá donde estuviese. Hombre que le
creía protegido por aquellas reliquias, viejas amigas y guardianas de su
familia. Que ahora, como hacía ocho generaciones atrás, custodiaban fielmente a
su príncipe, heredero del linaje de sus señores; su única razón de ser desde
hacía casi doscientos años
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