domingo, 21 de junio de 2015

LOS GUARDIANES DEL LINAJE

     Se encontraban en el cielo. Su cielo. Mirasen donde mirasen veían azul, hasta en el oscuro suelo de piedra. A su alrededor había nubes blancas como merengues congeladas en el frío aire; algunas cabalgadas por duendes de alegres colores. Sobre sus cabezas, las estrellas les contemplaban, suspendidas en una noche sin fin. Y, en el centro, el sol; su sol, protegido de cualquier peligro entre los barrotes de su jaula blanca de madera.
     María se acercó al borde de la cuna, aquella vieja cuna que había albergado a siete generaciones, si podía creer a Fernando, y que ahora hacía la digestión con la que hacía ocho en su panza. Estirado sobre el suave colchón con su sábana azul, el bebé dormía plácidamente. Estaba embutido en un pijama blanco de una sola pieza; una segunda piel de la que sólo sobresalía su cabecita ceñuda, concentrada en algún sueño olvidado hacía décadas por los adultos. Mientras, sus labios vibraban y sus minúsculos puños se contorsionaron, provocando un tintineo. María se inclinó y vio que todavía lo tenía en la mano: el sonajero de plata, una pieza delicadamente pulida, con mango de cuchillo o cuchara, grueso y pulido, que en el primer momento la asustó (demasiado basto para un bebé, se dijo); coronado por una extravagante flor redonda con una bolita, una esfera o algo corriendo por su interior como un hámster, provocando el sonido cada vez que se estrellaba en su carrera. Con la tranquilidad de saber que todo iba bien, María agachó la mano derecha y le acarició la pelusilla marrón de su cabeza (heredada de ella, sin duda). Ya que había heredado los ojos y las atractivas facciones de su padre, era lógico que, al menos, su pelo sería el de ella.
     En respuesta el niño abrió los ojos y contorsionó los labios, formando una O perfecta. María se estremeció, preparándose para el inminente canto, anunciado con alarma de catástrofes incluida.
     —Cielo, yo…
      Se interrumpió en el acto, viendo cómo se limitaba a levantar el sonajero y, agitándolo como un cetro, el pequeño emperador sonreía. Su madre le devolvió el gesto, imaginando qué quería. Alargó la mano hacia arriba y agitó el móvil, suspendido sobre él como una palmera con su carga de dátiles. Colgando de aquel brazo de madera que, milagrosamente, había superado la centuria con poco más que un par de arrugas en su base, los caballeros de brillante armadura, con caras estriadas y montando corceles con barda, hicieron entrechocar sus largas lanzas al son de la suave corriente, para deleite de su señor, que se agitaba babeando bajo la refriega. La madre lo agitó un par de veces más, con el sonajero anunciando que quería más y más y luego lo dejó. Cuando tuviese hambre, se lo haría saber. Cuando hubiese que cambiarle el pañal, se lo haría saber. Para todo lo demás, le bastaba con aquella sencilla artesanía, adecuada para una criatura que cumplía su semana de vida.

     Era un día blanco. El sol se reflejaba en las sábanas que colgaban del balcón, las cortinas que el viento sacudía y en los destellos del sofá. Era el tiempo del calor y la hora del descanso.
      Sintiendo el peso del día en su cambiado cuerpo de madre, María lanzó un simple y ligero vistazo a Fernando, que leía un libro de cubierta negra en el sillón de al lado.
     —Le he dejado. Se dormirá enseguida.
     Ella se extendió sobre el mueble, con la esperanza de seguir ese ejemplo. Notó una perturbación en su pelo, quizás una mosca enredándose en su corta melena castaña; una mosca con patas grandes como espárragos. Sonrió con los ojos aún cerrándose, disfrutando del momento.
     —¿Y tú, cómo estás? — preguntó su marido—. ¿Cansada?
      María sonrió, mientras se llevaba una mano disimuladamente hacia el pecho.
     —Un poco; estoy bien, pero… —empezó a acariciarse superficialmente el vértice del pezón derecho—. No veas como chupa. Empiezo a pensar que un día de estos me come la teta.
     Oyó como él se reía, por encima de ella.
     —Bueno, si eso pasase, lo cambiaremos al biberón.
     Ella hizo ademán de volverse, con el rostro crispado.
     —¿Antes o des…?
     Se silenció al notar unos labios estrellarse contra los suyos, cerrándolos. Con delicadeza. Con cuidado. Con amor.
     —Estate tranquila. Descansa un rato. Si llora, ya me ocuparé yo… de que no te muerda.
     María se quedó tumbada, con la cabeza acomodada contra el respaldo.
     —¿Cielo? —le llamó, notando como su voz frenaba su regreso al sillón y el libro.
     —¿Si?
     —Te quiero.
     Segundos después, una sombra oscureció la tarde, cerniéndose desde las nubes.
     —Yo también te quiero. A los dos. Y siempre lo haré.
     Sobre ella, velado por las sombras que arrojaba su cuerpo, su hombre, Fernando, la miraba sonriente, con los ojos cerrados y su pelo fino y rubio arrojando destellos. Siempre que la miraba así, no podía evitarlo, pensaba en él como en un niño. María le imitó, esperando entrar en el trance de la siesta en breve.

     Todo era demasiado ideal. Demasiado bonito. Y había pasado muy rápido. María lo disimulaba; se odiaría a sí misma si él llegase a saber que pasaba horas, a veces tardes enteras, buscando en sus recuerdos preguntándose cuál era la trampa; la pega que arruinaría aquel sueño que se extendía sobre sus vidas.
     Consiguió graduarse en enfermería a los veintidós años para encontrarse con que no había hospitales lo bastante buenos para ella… o eso le gustaba pensar. Tuvo que conformarse con un más modesto puesto de recepcionista en una óptica, anotando fichas y enviando miopes a la doctora que manejaba el foroptero y a las encargadas de enseñar las monturas. Una de ellas en particular, Raquel, algo más joven y dicharachera que las otras, hasta el punto de que daban ganas de meterle la cabeza en el dispensador de agua a ver si se callaba, llegó a ser su amiga. Según aseguraba, antes de ese trabajo, pese a su licenciatura en biología, sólo pudo ocuparse como camarera o cajera de supermercado. En cierto sentido, el espectro opuesto de actitud que María. Por eso, a lo mejor, congeniaron. Y por eso, a lo mejor, a finales de septiembre, hacía ya dos años, la invitó a su cumpleaños.
     Era una zona de copas, cerca del casco antiguo, lleno de aceras empinadas y calles estrechas; una ratonera en la que María nunca había puesto un pie antes y en la que, de haberlo sabido, nunca se habría metido vestida así. Con su ajustado traje de una pieza azul y sus zapatos de tacón, no sabía qué era peor, si cómo la mataban los pies o cómo reaccionaría si alguien un poco pasado, siendo sólo las siete, le pedía precio. Casi pasó media hora de local en local hasta localizar el elegido como punto de encuentro. Llegaba con casi veinte minutos de retraso, pero no vio fuera ni a Raquel ni a ninguna otra cara conocida.
     Su siguiente paso fue lógico. Y la entrada, memorable. En aquel espacio, oscuro y en el que la madera predominaba como en el interior de un galeón pirata, acertó a atisbar la fina melena rubia de la “envejecida”. Se lanzó en una impulsiva carrera, agitándose en tacones que sentía altos como zancos, y no viendo la espalda que se interpuso en su camino hasta que fue tarde; para su dueño verla y para ella parar.
     El impacto, aunque fuerte, no causó muchos daños… aparte de un par de vasos de Coca—Cola que acabaron lloviendo sobre la cabeza del infortunado copero.
     María se adelantó en el acto para atender a la víctima de su atropello. Éste se dio la vuelta, lentamente, con los brazos en cruz, chorreando el oscuro líquido. Y, pese a que arrugaba su rostro por la tensión puesta en reprimir el disgusto, no pudo evitar pensar que era atractivo.
     —¡Perdón! No te he visto… —lo miró de la cabeza a los pies, ardiendo por la vergüenza y con la lengua más atascada que su cerebro, no teniendo una mejor salida que: —Perdona. Toda tu ropa se ha…
     —Es nueva. La camisa y la chaqueta. Pero tranquila. Son horribles.
     Ella se detuvo un momento y se fijó en el conjunto. No mentía; una camisa a rayas y una chaqueta color gris con pantalones a juego. Más de oficina que de bar. No pudo evitarlo. Se rió.
     —¿Tan horrible es? —aseguró, en apariencia indignado, pero no tardó en imitarla—. Vale, es verdad. Es que no suelo ir a cumpleaños y no sabía…
      Al entender que estaban allí por la misma razón, María dejó de reírse y, en su lugar, se quedó boquiabierta. En ese momento, Raquel les llamó, reclamándolos a su lado. Y las presentaciones se formalizaron: compañera de trabajo, hermano de la cumpleañera. Un placer conocerte. Hermano de la cumpleañera, compañera de trabajo. No sé si decir lo mismo.
     María, cuya experiencia con los hombres había sido tan agridulce como un postre con limón, fue incapaz de asimilar al principio el carácter de aquel hombre. Tenía veintitrés años, dos más que Raquel…y uno menos que ella. Trabajaba por su cuenta, vendiendo electrodomésticos, lo que le daba para tener piso propio, comer y comprarse malos trajes. No pudo parar de reírse. Aquella misma noche, ya eran amigos. Un par de semanas después, acompañando al “grupo de amigas” de Raquel, renovaron el vínculo. Un mes después, salían por su cuenta. Juntos. Al año siguiente se habían casado. Fue, indudablemente, un encuentro decidido por el destino.
     Y ahora, apenas un año después, eran padres. Por suerte, ya tenían el piso de Fernando; pequeño, con cocina, balcón y dos dormitorios. De hecho, la mayor inversión que hicieron fue el cuarto del bebé. Fernando lo pintó por completo y lo decoró una semana después de conocer la noticia. Y, lo mejor de todo, fue que el gasto real fue en brochas y pinturas. El mobiliario lo tenía ya a mano. La cuna, totalmente casera; grande, maciza como una cama, seis barrotes de madera a cada lado, sin ninguna puerta. Había que agacharse para meter y sacar al niño. Primero fue de él y luego de su hermana. Y antes fue de su padre, sus tíos y sus tías. Su abuelo y toda su familia, hasta siete generaciones. Igual que el primer juguete para el bebé; un sonajero de plata, una forma práctica de que se entretuviese y los padres lo vigilasen, afirmaba recordando su infancia. Y el colgante, la pieza que más la impresionó. Estaba acostumbrada a ver de todo: animales de peluche, aviones, barquitos planos surcando el mar de la noche. Pero éste representaba caballeros y su actitud era claramente de batalla.
     Su primera impresión, que analizada ahora con retrospectiva, la avergonzaba; era que no quería poner a su hijo allí. Todo aquello era tan viejo; tenía… demasiada historia.
      Fernando zanjó el debate de una vez por todas; una de las pocas veces que se impuso ante ella. Y, lo más curioso, lo hizo sin insistir ni chillar. Era de tontos tildar de discusión lo que más bien fue un discurso.
     —Estas cosas, cariño, están vivas. Tienen su propio espíritu. Lo ganaron estando año tras año con mi familia. Todos los miembros han dormido y jugado con ellos de pequeños. Por eso no se me ocurre nada de mejor confianza para cuidar de nuestro hijo. Para que... le proteja.
     Nueve meses después de engordar, vomitar y comer hasta empacharse, por fin, llegó él. Nueve horas de parto y dolor lacerante, para tener a aquel muñeco arrugado y minúsculo entre sus brazos, con Fernando besándola y felicitándola. Ante ellos, y especialmente ella, nuevos miedos. Tener que cuidar de algo tan frágil. Hacerse cargo del hogar. El temor de dejar de parecerle a su marido atractiva…
      Y, con todo, su nuevo estilo de vida, estresante, aburrido y rutinario acabó dándole una nueva felicidad. Fernando ganaba suficiente para todos. Cuando estaba cansada, o enferma, o indispuesta, no tenía problemas en darle el biberón al bebé, cambiarle los pañales, bañarle sin que gritase escaldado. Y, lo mejor de todo, cada día y cada noche, le recordaba lo mucho que la quería. Nunca la presionaba para hacer nada. Sólo si ella quería.
     Y ella, sintiendo que aquello era imposible, vigilaba al bebé de ambos ante la idea de que aquello acabaría de algún modo.

     Finalmente, los temores de María se cumplieron. Encontró cual era la trampa que echaba a perder la maravillosa ilusión. En su caso, se llamaba realidad. La omnipresente, esperándonos a todos, pero que nadie cree ni quiere. Fue cuando el bebé acababa de cumplir su primer año, con un cuerpo adorable y rechoncho que ya se arrastraba por los pasillos. “Listo para el andador”, decía por entonces su padre. Y es que los coches no conocen la lealtad, ni tienen compasión, abriéndose paso entre las personas que los conducen como un pie entre hormigas. El Renault de Fernando, que empleaba para ver a sus clientes, pese a haber pasado con nota su última puesta a punto, decidió darle la espalda a su amo. Corrió cuando le mandaron pararse. Y se estrelló contra un terraplén, dejando allí su último aliento. En comparación con su dueño, sin embargo, sólo necesitaba una visita al chapista.
     Para María fue un nuevo comienzo, pero desde una perspectiva muy diferente. Era una niña, pequeña y perdida en una ciudad grande y desconocida, rodeada de adultos que pasaban a su alrededor, ignorándola; con el rugir de los cláxones engulléndola y los edificios levantándose hasta tocar el cielo amenazando con aplastarla. Por primera vez en mucho tiempo, sintió miedo. El dolor de haber perdido a quien quería. Y, sobre todo, la perspectiva de su futuro con un niño… sola.
     Se vio forzada a romper el luto para ganarse la vida. Tenía algo de dinero, pero no podía vivir de eso eternamente. Por no mencionar que había dejado el trabajo para cuidar de su hijo y su puesto original estaba cubierto. Se veía obligada a alternar sus salidas entre comercios, dejando currículos, y visitas esporádicas al banco y las tiendas, que le hacían pensar que ojalá los pañales siguiesen siendo lavables.
     Fue al cabo de dos meses de la muerte de Fernando. No había tenido suerte buscando trabajo. Y aún peor, aunque su madre podía cuidar del niño, era una mujer mayor. Le costaba ver bien y empezaba a ser hora de comprarle un bastón. No podía someterla a semejante carga. Fue un sábado por la noche cuando Raquel, su desde hacía largo tiempo cuñada, fue a verla junto a su madre para hacerle una propuesta: la madre de Fernando cuidaría de su nieto y ellas saldrían a cenar. Creía que un poco de charla, calma y aire libre le vendrían bien. Y María, notando el ardor del enfado en su corazón por querer negar una verdad que la avergonzaba, se fue con ella sabiendo que era verdad.
     Era verano y estaban en un interior, pero ni el aire caliente dejó que la velada pasase de glaciar. Raquel estaba contenta. Había dejado la óptica y, en asociación con una vieja amiga, habían abierto un restaurante. Aseguraba que todo iba bien. Y que, además, estaba segura de que un cliente habitual muy guapo le estaba tirando los tejos. ¿Ganas de decirle estoy destrozada desde que tu hermano murió, no encuentro trabajo y las veo putas para cuidar a mi hijo? Se supone que habían salido a divertirse.
     Quiso la suerte que el Bíter de Raquel se acabase, justo en el momento en que decidió pasarse a los tercios, coincidiendo con que el camarero estaba ocupado sirviendo en la terraza. María, que empezaba a pensar que aquella supuesta liberación había pasado a ser una cadena a una silla, decidió estirar las piernas, aunque fuese en los dos metros que la separaban de la barra. Sobre el brillante mármol del que asomaban los grifos pidió algo a su amiga, coincidiendo con la entrada en escena de un hombre gigantesco, que se precipitó delante de ella con las ganas del toro en el encierro.
     —¡Eh…! —la queja murió en su boca; María estaba tan hundida en aquel momento que no se sentía con fuerzas de quejarse. Y lo peor, aquel conato fue oído por el hombre.
     Se volvió, haciéndola estremecerse, pensando que iba a encararse con ella. Era enorme; le sacaba por lo menos dos cabezas, con el amplio pecho de un levantador de pesas y dos abultados brazos a juego. Era, además, un hombre algo tétrico; de camiseta y pantalones desgastados, abundante y caótico pelo oscuro que caía en cascada desde su cabeza y una barba saliente que oscurecía su boca y resaltaba sus pálidos y cansados ojos. María, sin embargo, pudo apreciar que no la miraba con enfado, sino con curiosidad. De hecho, al cabo de un minuto, estaba sonriendo.
     —¿María? —se inclinó hacia ella, entornando los ojos—. ¿Eres tú?
     Ella tragó saliva; el hombre la había reconocido, pero la emoción no era mutua.
     —¿Quién eres…? —preguntó tímidamente, no siendo capaz de ubicar al hombre en su memoria.
     —¿Cómo, no te acuerdas de mí? —preguntó sujetándose el pecho, aparentemente sintiéndose herido—. Soy Antonio Cebrián. Fuimos juntos a clase, a primero de la ESO.
     María necesitó unos minutos más para extraer aquellos datos de su memoria, tras lo cual, con el acicate de la suplicante mirada del desconocido, consiguió reconocerlo.
     No le extrañaba tanto no reconocerlo, tanto por lo poco que destacó en aquel periodo estudiantil… como por lo mucho que había cambiado desde entonces. A los once años era un chico menudo, delgado, pálido y de pelo corto y rizado que solía sentarse en la fila trasera de la clase, según se rumoreaba para espiar a las chicas desde allí. No solía hablar con nadie y la mayoría supo que no estaba con ellos el curso siguiente porque alguien lo comentó. Se rumoreaba que aquel chico, canijo e introvertido, hizo algo gordo. Muy gordo. Tanto que fue expulsado indefinidamente; siendo enviado por sus padres a otro centro a terminar la secundaria.
     —Ha pasado mucho tiempo —reconoció ella por fin, arrancándole una sonrisa—. ¿Qué ha sido de tu vida?
     Según aseguró, le iba bien. Después de secundaria hizo un módulo de carpintería y montó su propio taller. Hacía muebles a mano y los vendía. Por lo demás, vivía solo y salía por las noches a divertirse.
     —Más o menos como haces tú ahora —erró completamente al terminar su narración—. ¿Y a ti, que tal te va?
     La suya contenía más datos, pero fue mucho más breve.
     —Estudié enfermería. Trabajé un tiempo. Me casé con un chico, tuvimos un hijo. Él murió y ahora estoy sin trabajo y viendo qué hago –lo que, por algún motivo, le llegó más hondo de la descripción, fue ver como su sonrisa se fue borrando gradualmente al llegar a aquel punto.
     —Lo siento mucho —aseguró—. Joder, esa sí que es una putada de las grandes.
     Acto seguido él pidió un tercio; ella solicitó el suyo propio. El camarero sirvió las dos botellas degolladas por separado. Y, mientas ambas manos se cerraban sobre sus respectivas bebidas, Antonio extendió un billete sobre la barra.
     —A ésta invito yo —la dejó con la palabra en la boca, antes de despedirse de ella diciendo: —Me alegro mucho de haberte visto. De ahora en adelante, para cualquier cosa que necesites, dímelo.
     Y, sin mediar palabra, le estampó un beso en la mejilla, al tiempo que dejaba algo junto a su mano al lado del dinero de la consumición. Una tarjeta de su taller. Con su número de contacto.
     Cuando María volvió junto a Raquel, no pudo evitar fijarse en que sonreía con satisfacción.
     Como en su anterior relación, todo se vio precipitado, si bien en este caso fue muy diferente. Con Fernando se dejó llevar. Con Antonio, sin embargo, creía oír una voz en su cabeza, animándola, empujándola a seguir aquel curso conveniente.
     Habían pasado tres meses. Seguía sin encontrar trabajo y el bebé seguía creciendo. Necesitaba más ropa, más comida. Raquel y su suegra seguían apoyándola, ya fuese con el cuidado del pequeño… o con el estado de ánimo de la madre. Y a veces, al salir, se encontraba con él, Antonio Cebrián, bebiendo apartado hasta que sus ojos se cruzaban. Siempre le sonreía. Al mes siguiente se atrevió a buscar la tarjeta. En aquella ocasión fue al grano. Le dijo cómo estaba y lo que necesitaba. Él fue más directo que ella.
     —¿Sabes una cosa María? Siempre me has gustado. Desde que te veía en clase.
      Y le estampó un beso, esta vez en los labios. Fue un modo extraoficial de sellar un contrato. Él tenía trabajo, piso, seguridad. Lo que ella necesitaba. Con eso le bastaba.
      Como primer paso de la nueva relación, decidieron irse a vivir juntos. Sin embargo, para  sorpresa de María, él prefería que fuese al piso de ella.
     Me apetece ver mi nueva casa; para empezar a  estar cómodo, aseguró.
      Aquel primer día, sin embargo, se produjo una presentación que le causó un profundo escalofrío. Poco después de entrar, mientras ella le enseñaba el salón y después la cocina, el bebé empezó a llorar. Sin perder tiempo, la obcecada madre acudió a atender a su vástago, encontrándole agitando nervioso su sonajero. Al verla se calló. Sólo quería saber que seguía con él.
     —¿Tienes un crío? Joder, como te las gastas. Me lo podías haber dicho.
     Ella lo sostenía en el aire, sobre la cuna, cuando oyó la voz de Antonio. Se volvió hacia él. Estaba apoyado en el umbral, con los brazos cruzados, con una mirada de indiferencia (no quería pensar que de desprecio) en la cara. Miraba al niño.
      Aquello le supuso un mazazo. No tanto por la actitud de su nuevo novio, sino porque le hizo dudar de su memoria, su cordura; de sí misma. ¿No le había hablado nunca a él de su anterior matrimonio ni de su hijo? Estaba segura de haberlo hecho; muchas veces…
     Se calmó cuando irrumpió con grandes pasos en el dormitorio y le pidió coger al bebé.
     —Bueno, colega —le dijo, levantándolo como si fuese una bombona de butano—. Creo que… ahora me toca ser tu papá. ¿Qué me dices?
     Lo que María vio le heló el corazón. No era la primera vez que un desconocido cogía a su hijo, quien normalmente le miraba con curiosidad. Sin embargo, en aquella ocasión, empezó a agitar frenéticamente el sonajero. Su rostro cambiaba de expresión, a punto de llorar otra vez. La cara del bebé reflejaba miedo hacia el posible padrastro.
     Ella lo recuperó, abrazándolo en un intento de calmarle. Quizás, se decía, estaba acostumbrado a los rasgos de Fernando, tan diferentes a los de Antonio, al tiempo que le oía murmurar:
     —Qué cabrón. Encima que me toca mantenerlo.
     Una semana después se formalizó el compromiso. Fue el broche a un breve pero turbulento período. Y, para María, el convencimiento de que la desesperación la había hecho tirarse de cabeza a un pozo.
     El lunes hicieron el amor por primera vez. Para la memoria de María, fue como pasar de un agradable paseo en bicicleta a una cuesta sin frenos acabada en caída. No hubo caricias, ni besos, ni deseo, como con Fernando. Su nuevo novio se limitó a besuquearla torpemente, cubriéndole el cuello de babas, para luego penetrarla un par de veces y correrse entre sus piernas. Ella estaba paralizada. Tanta brusquedad, que la había dejado indiferente… para que él, jadeando y ansioso, asegurase:
     —Qué, ¿a que nunca nadie te lo habían hecho así?
     No respondió. Temía que se diese cuenta de que su afirmación tenía otras connotaciones. Menos gracia le hizo, sin embargo, lo que hizo Antonio al día siguiente, antes de irse a trabajar.
     Cuando se levantó, todas las fotos de ella con Fernando habían sido retiradas de sus marcos.
     —¿Qué por qué? Fácil. No me gusta estar aquí viendo en todos lados al anterior maromo de mi chica.
     Aquello le dolió. Pero no tanto como el miércoles por la noche. Él había estado todo el día fuera; no había vuelto para comer. Lo esperó para cenar hasta las once y veinte, momento en que empezó a fregar los platos. Mientras sus manos frotaban el estropajo, oyó que la puerta se abría y unos pasos, pesados pero irregulares, empezaron a oscilar como saltando una rayuela hasta llegar a la cocina.
     Él no dijo nada. Simplemente, se acercó tras ella y le pasó las mano sobre los hombros. Ella sonrió, sorprendida por el inusitado gesto de ternura. Hasta que dobló la cabeza, esperando un beso. En su lugar, sintió nauseas. El aliento de Antonio era amargo, oliendo a una mezcla de acetona… y alcohol. Estaba borracho.
     —María… tía, ¿te he dicho que hoy estás más guapa que nunca? —dijo con la lengua trabándosele.
     Sobre sus hombros, las manos empezaron a apretar. Simultáneamente, el bebé empezó a llorar.
     Antonio, tengo… —intentó zafarse de él—. Mi hijo…
     —Ese pequeño capullo sólo sabe llorar; se pasa el día igual. Seguro que puede aguantar un poco.
    Hubo un segundo intento, esta vez decidido, al margen de cualquier complicidad… y todo pasó rápido. María sintió como si el brazo de una grúa cayese sobre ella, aplastándola… y dejándola inmóvil. El sonido de los vaqueros al caer, el tirón de su ropa interior… y luego aquello. Irónicamente, a diferencia de la vez anterior, esa vez sí que sintió algo: durante la ejecución, miedo; cuando acabó, dolor. Por suerte, fue igual de rápido.
     —Bueno, ahora… estoy cansado. Luego, si tengo hambre me… calentaré algo. Y tú, mira a ver a ese piojoso de mierda, que como me dé la noche, le voy a calentar.
     La dejó allí, tirada, estremecida. Y llorando. Fue la primera vez que la forzó. No sería la última aquella semana. Y, con todo, le permitió darse cuenta de algo en lo que no había pensado hasta entonces: antes el niño nunca lloraba. Si tenía hambre o había que cambiarle chillaba un poco, pero se calmaba tan pronto como ella o Fernando llegaban. Ahora, en cambio, berreaba a pulmón vivo a cada hora… siempre que Antonio estaba en el piso.
      Aquella revelación le quitó el poco color que quedaba en su cuerpo, a la vez que un doloroso vacío se extendía por su cuerpo desde su corazón. En principio, se temió que el bebé estuviese enfermo, pero no había ninguna señal. No había mocos, ni rubor, ni fiebre. Cuando el cuerpo está enfermo, la fiebre lo calienta, delatando así a los gérmenes invasores. ¿Acaso los ahora ardientes berridos de su hijo le avisaban de que un mal nocivo había infectado su hogar?
     El viernes fue el colmo de la decepción. Por fin, le enseñó su taller. María, asombrada y boquiabierta, lo analizó centímetro a centímetro con la precisión de un escáner. El local era oscuro y estaba cubierto por todos lados de serrín. Las herramientas estaban sucias y muchas de ellas habían perdido el filo. Pero los muebles… le entraron ganas de reírse hasta llorar. Ni cortando cartones de leche con un serrucho se lograrían bordes tan desviados y abruptos. Ahora entendía que aquello le diese para vivir solo ¿Carpintero? Aquello parecía la obra de un carnicero con temblores.
     Pero la peor mentira de aquel hombre llegó cuando ella le pidió ver su propio piso, que podían vender o alquilar para salir adelante si se iban a casar. Antonio se sinceró con ella.
     —¿La verdad? No es sólo mío. Es mío, claro… pero también de mis padres. Y, ahora que he encontrado una casa fuera, pues como que no creo que quieran que vuelva. Siempre se quejaban con que estaba todo el día perdiendo el tiempo, en el bar… aunque mira, seguro que si te llevo para que les conozcas, se calman.
     No era una mentira; era un fraude, y ella lo había perdido todo como una tonta. ¿Qué seguridad podía garantizarle aquel hombre, que la conquistó con un par de sonrisas y un vago recuerdo infantil? Un hombre negado, borracho, violento… Aquel era el factor determinante. María no podía dejarle, no se atrevía. Tenía llave de su apartamento; fue lo primero que se sacó. Y estaba el niño. Dios, ¿qué podría hacerle llevado por el alcohol y la reacción frustrante de que su chica le dijese que era el mayor fracaso en que podía convertirse un hombre?
     Era sábado por la tarde, lo que significaba que su prometido no abriría el taller. Se la pasaría en el salón, viendo alguna película barata a todo volumen hasta que el sueño le venciese en el sofá. María decidió aprovechar aquel momento de prueba para meterse en su dormitorio; su santuario profanado. Los recuerdos de Fernando, retirados. El suelo, embrutecido; no tenía tanto tiempo para limpiarlo como quería. La cama… sólo dormir en aquel colchón, bajo aquellas sábanas, le hacía sentirse como una indigente tirada entre colchones y cubierta con plásticos. Incluso creía oler la basura en sus pulmones. Allí había sido tan feliz… y le había dado la espalda a todo lo que quiso por tan poco.
      Con una lágrima recorriéndole la mejilla, se abrazó al pico de la almohada, esperando  dormirse. Necesitaba recobrar fuerzas. Sin embargo, la aparente calma de la tarde veraniega se truncó cuando se dio cuenta de que la cháchara de los locutores deportivos o los gritos de guerra de los soldados, guerreros medievales o indios se había esfumado. En su lugar, los pesados pies de Antonio, ruidoso hasta descalzo, recorrieron el pasillo. Se pararon en el dormitorio. Oyó como el borde de la cama crujía bajo su peso.
     —¿Cansada, cari? —le oyó murmurar, antes de sentir como acariciaba su tobillo con su mano.
     Ella asintió, doblándose un poco, con un sonido que tuvo más de gemido que de afirmación.
     —¿Sabes? Estás muy guapa cuando estás dormida —sintió la cama quejarse bajo el peso de él, estirando su gran cuerpo sobre ella.
     Ella hizo ademán de volverse con el brazo en alto y los ojos aún cerrados, en un intento por apartarle sin que se diese cuenta. Al notar como su enorme mano se cerraba en torno a su muñeca, sintió que sus esperanzas se desvanecían.
     —¿Sabes? —le cerró la mano derecha en torno a las mejillas, aplastándolas como la boca de un pez de acuario y forzándola a abrir los ojos—. He estado pensando en lo de la boda. ¿Te hace ilusión?
     María, boquiabierta, sólo pudo asentir, viendo los ojos brillantes de Antonio y su amarillenta sonrisa. Su expresión era salvaje.
     —Tendremos muchos hijos, ¿verdad?; nuestros; no sólo tuyo como el de ahora —volvió a asentir, sintiendo que no tenía una mano en las mejillas sino un cuchillo bajo el cuello.
     —¿Y sabes qué más? Creo que podríamos empezar a hacerlos… ahora.
      Sentado a horcajadas sobre ella, Antonio empezó a bajarle el pantalón. Ella intentó darse la vuelta, apartándose sutilmente de él, pero estaba completamente inmovilizada bajo su peso.
     —Por favor, ahora no —dijo lánguidamente, intentando disimular con la modorra el miedo—. Estoy cansada.
     Sintió cómo volvía a estar tumbada cabeza arriba, como una mano colocando del revés una pequeña tortuga.
     —Vamos cielo, te va a gustar…
      La boca abierta de Antonio, sucia y maloliente, empezó a descender hacia ella. María, resignada, tomó aire, cerró los ojos y se dispuso a su sesión de martirio. Al menos, no duraría mucho.
      En ese momento, el bebé empezó a llorar, con una insistencia e intensidad desconocidas hasta la fecha. Parecía un perro grande aullando de dolor.
      La reacción de María fue inmediata, intentó levantar su cuerpo todavía apresado… y comprobó que Antonio también se había parado. Hizo ademán de inclinarse, mirándola como quien intenta resolver un sudoku, dudando sobre si moverse o no. A cada tentativa, su rostro se arrugaba, perturbado por el ruido.
     Por fin, se  quitó de encima y se bajó de la cama. Estando borracho, sus sentidos se embotaban hasta el punto de no prestar atención a los obstáculos en su camino. Pero ahora, sobrio, había demasiado ruido para concentrarse. Para excitarse. Seguramente, no podría meterla ni en un cráter de un metro.
     —Joder —musitó apoyando las manos en el borde de la cama, inclinado como si le doliese la espalda—. ¡Joder! todo por culpa de ese enano bastardo. ¡Por su culpa!
     —Tranquilízate —María puso los pies en el suelo, deprisa—. Enseguida le duermo… y podremos seguir.
     En su mente, pensaba darle un beso de agradecimiento por librarla de aquello.
     —No —inquirió Antonio—. ¿Quiere llorar? Pues lo hará a gusto.
     Se dio la vuelta, dirigiéndose a toda prisa hacia el pasillo. Ella se lanzó sobre él, agarrándole por el brazo.
     —Espera, ¿qué vas a…?
    Antonio se dio la vuelta, librándose de su mano y haciéndola retroceder. Tenía la furiosa mirada de un toro lanceado.
     —¿Qué te crees, idiota? ¿Qué no voy a poder estar tranquilo en mi propia casa porque al niñito mierda ese le sale llorar cada dos por tres? Pues no. Ya estoy harto.
     Mientras hablaba respiraba con pesadez, cerrando y abriendo los puños al son.
     —Voy a cogerle y a darle tal paliza que se le quitarán las ganas de llorar durante el resto de su vida —aseguró.
     —No —María no quería, pero no pudo evitar reflejar todo su temor en su rostro—. Por favor…
     —¿Y qué? Si al final la diña… pues mira, tendrás otros. Tendremos otros.
      El hombre se dio la vuelta, dispuesto a cumplir su juramento. Ella le puso la mano en el hombro, hincándole las uñas en la piel.
     —No, no te dejo…
     El reflejo fue tan espontáneo como soltar un tirachinas. Él se dio la vuelta y le abofeteó en el lado izquierdo de la cara, con tanta fuerza que la lanzó de espaldas contra la mesita de noche.
      María se quedó ahí, inerte en el suelo, con una mano en la mejilla derecha, la zona del golpe, la otra en los riñones, que habían amortiguado el impacto y la boca abierta. Dolía.
     Aquel animal le había pegado. Alguna vez, en su vida, había probado la experiencia. Su padre, de pequeña, azotándole el culo cuando hacía alguna travesura excepcional. Alguna compañera, a manotazos, por disputas varias. En una ocasión, jugando al fútbol, un mastodonte con problemas de frenos se la llevó por delante. Pero nunca lo había sentido así.  El sentirse impotente ante un ataque contra el que no se podía defender. Y el dolor… ni el recuerdo del parto se parecía a aquello. Entonces aún pensaba en seguir. Pero ahora estaba postrada. El dolor la paralizaba. No podía moverse.
      Rompió a llorar, impotente, al oír como Antonio se iba siguiendo el llanto. Y ella no podía hacer nada para evitarlo.

     Antonio entró en el dormitorio pintado de azul, adornado con nubes y estrellas. En el mismo instante en que lo hizo, el bebé dejó de llorar. En vez de eso, aquel cabrón rechoncho se recostó de lado, mirando en su dirección a través de los barrotes de su cuna. Tenía el puño derecho cerrado en torno a su sonajero, el ceño fruncido y los labios apretados entre los que se sacudían pucheros. La clásica cara de un niño enfadado.
     Antonio no pudo evitar reírse. La verdad, era mono.
     —Que, ¿ahora te callas verdad? —masculló, con los brazos cruzados—. Porque sabes lo que te espera. Pues bien, te has callado tarde.
     Antonio entró en el dormitorio, pisando fuerte. En respuesta, el bebé, ahora completamente sentado, retrocedió, haciéndose atrás. Se tropezó contra un oso marrón y un elefante gris que le hacían de almohada contra los barrotes. Antonio se rió, viendo cómo le miraba, con el miedo mezclado con la ira. Seguramente como haría un ratón cuando el gato lo ha arrinconado en una esquina.
      Se asomó al borde de la cuna y miró hacia él, sonriendo.
     —A ver qué tal te sienta esto, mamón.
     Agachó la mano derecha, dispuesto a agarrar a aquel capullo por su cuello de jamón embutido. Y, en ese momento, algo le distrajo. Una brisa le rozó la oreja, helándosela. Sintiendo como un escalofrío repentino que hacía castañear sus dientes, Antonio bufó, mirando hacia la jodida ventana. ¿Le importaba que le calentase un poco, cuando le dejaba coger una neumo…? Se calló en el acto. La ventana estaba cerrada. Y la habitación estaba helada. Podía sentirlo ahora.
     Lo mismo daba. Alargó la mano por encima del lateral de la cuna, aquella celda en miniatura de madera. Gruñó, furioso, cuando calculó mal la dirección y su mano se estampó justo debajo del borde, con sus dedos doblándose contra el tercer barrote.
     —Joder —musitó, volviendo a mirar a su presa.
      Algo cambió en Antonio. Sus ojos aún reflejaban su monumental enfado. Su boca seguía torcida con desprecio. Pero algo le contuvo, impidiéndole seguir.
     Delante suyo, entre el bebé y él, se había levantado una empalizada; una verdadera jaula de madera, pintada de blanco y con seis barrotes… que ahora mediría, por lo menos, dos metros con algo de largo y el mismo grosor que sus piernas.
     —Coño.
     Era la prueba de qué fallaba en aquella casa. Sí; entre la mujer haciéndose la estrecha cada vez que tenía necesidad y su puto hijo, todo incluído, machacándole la cabeza cada vez que entraba por la puerta, empezaba a ver cosas. Pues bien, le zumbaría hasta dejarle mudo y, con eso y un par de latas, seguro que no volvía a alucinar más.
     Antonio cerró su mano en un puño, dispuesto a destrozar aquel espejismo con una dosis de fuerza real. El ariete impactó entre dos de las columnas de madera. Su estampido fue acompañado por un grito. No sólo eran sólidas; más que cuando eran normales. Había sentido el golpe. Pero había más.
      Se miró los nudillos. La sangre asomaba entre la piel pálida e hinchada, con la misma apariencia que un trozo de plástico fundido. Miró delante de él, para comprobar qué fallaba. Era sólo madera, cubierta de polvorienta y agrietada pintura blanca. Pero estaba al rojo vivo. Le acababa de abrasar el puño.
     En aquel momento, protegido tras su fortín, el bebé se rió, burlándose de él. Y, mientras la sangre volvía a hervir en el pecho de Antonio, olvidando aquella sorpresa inicial, el bebé volvió a agitar su sonajero.
     Alrededor de la cabeza del hombre, aquella imposible brisa hermética parecía arremolinarse. Y, simultáneamente, lo sintió. El sonido del sonajero, la pequeña bolita bamboleándose contra las paredes de su cárcel de metal. Cada estallido tan fuerte como el de una explosión, pero lento, como si el tiempo se ralentizase al producirse. Antonio sentía aquellas vibraciones, dolorosas como latigazos, y empezó a retroceder. A los tres pasos, el fenómeno se invirtió: de ser un sonido potente y amortiguado, se convirtió en una vibración penetrante como la de un altavoz sin sonido, que voló hasta entrar en su cabeza, sacudiendo su cerebro hasta convertirlo en gelatina. Con los ojos cerrados y los dientes apretados, Antonio se cubrió las orejas, sintiendo sus manos sudar sobre sus tímpanos, hasta que ya no pudo retroceder más. Su espalda había hecho tope contra la pared de la habitación.
     En ese momento abrió los ojos, buscando su posición, la salida. Simultáneamente, el sonido del sonajero paró y algo delante le distrajo. Se fijó en el lateral de la cuna, devuelto a su tamaño natural, con su inquilino exclusivo en su posición habitual. Allí algo pequeño, algún tipo de pájaros blancos, se habían posado a lo largo de la barandilla; seis en total, enfocados hacia él. Con sus ojos aún temblorosos por el efecto del sonajero, Antonio se concentró para ver qué eran. No pudo apreciar mucho, salvo que se movían y eran muy delgados, como… lomos de libros vistos de perfil, pero más pequeños.
     Las seis figuras se sacudieron al unísono, el silbido de un proyectil cruzó el aire y Antonio gritó. Se dejó caer, paralizado por el dolor, y buscó con sus ojos llorosos su origen. Sintió un crepitar en su pecho, al ver que sus hombros, muñecas y rodillas habían sido atravesados. Y lo que se había hundido en su carne eran pequeños palos rectos de metal, no mucho más gruesos que un lápiz, pero lo bastante largos como para notar la pared crujir tras él. Lo habían empalado. Con lanzas.
     Desde la seguridad de la cuna, el maldito niño le miraba con el sonajero en la mano, y parecía sonreír. Disfrutando de mi dolor, pensó Antonio. Aquello le enfureció lo bastante como para intentar el contraataque, pero apenas se apretó contra aquel cielo ilustrado cuando comprendió que no podría. Sus articulaciones estaban rotas por el metal.
     Gritó, desahogándose, antes de volver a abrir los ojos.
     Y entonces lo vio.
     Sorprendido, con sus ojos traspuestos por la cortina de lágrimas, recorrió un par de veces la escena para asegurarse. Estaba allí. Ese algo.
     Una forma; algo, se alzaba desde la cuna, sobre el niño y su ridículo colgante. No podría decir qué era, salvo una silueta, con aspecto de cabeza y brazos, tan alta como él; no, más alta, casi rozaba el techo… Pudo apreciar, en su oscura piel de sombra, dos extraños destellos donde deberían estar los ojos. Y, lo más llamativo, no parecía tener piernas, sino salir directamente de la cuna.
     Antonio aspiró aire una última vez, sintiendo como las agujas en su cuerpo le laceraban como cristales rotos… y comprendió que estaba inmóvil.
     Sólo sus ojos, libres del destino de su cuerpo, podían moverse; siguiendo a la forma mientras crecía, acercándose a él e incitando a su corazón y pulmones a ir más rápido, insuflándole vigor para levantarse y luchar y correr… en vano.
     El último grito llegó cuando una mano tan amplia como su cabeza se estiró hacia él.

     María se levantó coincidiendo con el último grito de Antonio. Después, silencio. Fuese lo que fuese lo que había pasado, había acabado por fin. Ignorando el dolor de sus riñones, mucho más persistente que el en apariencia simple guantazo, corrió en ayuda de su hijo.
     La visión que le recibió a punto estuvo de arrancarle un grito, pero cubrió su boca con ambas manos; no por  el horror de la escena… sino porque no le encontraba sentido.
     Apoyado contra la pared, su ex novio y ex prometido yacía con los ojos cerrados y la boca abierta. Bajo su inexpresivo rostro, el pecho, como un ventanal doble, abierto de par en par, revelando los dos pulmones colgando bajo la caja torácica, pero ningún corazón… Quizás una forma cruel de evidenciar que Antonio Cebrián carecía de él. Desde aquel hueco, la sangre bajaba hasta encharcarse en el suelo. Lo que parecía indicar que el órgano había sido arrancado. Por…
    Pocos testigos había habido allí, salvo los sonrientes duendes sobre las nubes, un par de peluches en la cuna y…
      Recobrada de la impresión que le causó aquella carnicería, María corrió hacia la cuna, horrorizada. Había manchas de sangre, gotas salpicadas manchando el blanco de los barrotes.
     Se apoyó, sudando a raudales, sobre la barandilla. A punto  estuvo de gritar de puro alivio. En el fondo, sobre el fino colchón, su hijo, con una incipiente mata castaña en la cabeza y un inmaculado pijama azul, le sonreía dulcemente. En su mano, el sonajero de plata; inexplicablemente también oscurecido por la sangre. Igual que los leales caballeros que giraban eternamente sobre él, cuyas manchas resecas no goteaban sobre el pequeño.
     María sintió deseos de agarrar a su bebé entre sus brazos, pero una idea la contuvo.
     —¿Qué ha pasado aquí?

     Seguramente, nunca lo sabría. Sólo le importaba que su hijo estaba bien y, además, sonreía. Se le veía feliz. Quizás, sabía, se sentía protegido por sus padres; con su madre con él y su padre allá donde estuviese. Hombre que le creía protegido por aquellas reliquias, viejas amigas y guardianas de su familia. Que ahora, como hacía ocho generaciones atrás, custodiaban fielmente a su príncipe, heredero del linaje de sus señores; su única razón de ser desde hacía casi doscientos años

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