domingo, 21 de junio de 2015

LOS OJOS DE LA OSCURIDAD

     Tengo que acabar deprisa. Tengo que acabar deprisa… 
     Se repitió la frase varias veces , tratando de tranquilizarse, pero su respiración continuaba siendo un jadeo intenso y su corazón seguía desenfrenado. Asió con fuerza el candelabro de plata de tres brazos que, increíblemente, conservaba sus velas y contempló al anciano inconsciente, con los ojos cerrados y una herida sangrante en la cabeza, iluminado levemente por la luz lunar que entraba por la puerta abierta tras él.
     No le he dado tan fuerte. No lo puedo haber matado.
     Mientras afirmaba esto, intentando convencerse, revivió momentáneamente los últimos minutos, como una cinta rebobinada  hasta el momento deseado.
     Volvía a su casa, por no decir a su sucio y destartalado apartamento en las afueras, después de tomarse un par de cervezas y perder cinco monedas de uno al trisi con un amigo.
      Llevaba recorrida casi todo el camino cuando se fijó en la casa, algo alejada de los bloques de apartamentos predominantes de aquella parte de la ciudad. Era una de esas barriadas que suelen tener todas las ciudades, donde el asfalto de las carreteras rodea una pequeña isleta, no de acera sino de tierra, y que suele incluir un descampado que acaba como estercolero, zona de obras o, como era el caso, una casita de dos pisos. Y lo que le llamó la atención fue que conocía bien la zona y sus construcciones, que oscilaban entre destartaladas y ruinosas, pero aquella era diferente.
      Se acercó para verla mejor, cruzando los sombríos barrios que, a esas horas, los no residentes solían evitar.  Su estructura d era la típica de una vivienda rural de cincuenta o sesenta años antes: pilares de madera, paredes de ladrillo bajo el yeso verduzco por el moho y tejas de color oscuro en el tejado.Sólo la aislaba del exterior un viejo cercado de madera que podría saltar hasta un perro cojo. Los rayos de la luna llena resaltaron que no tenía luces encendidas, por lo que sus dueños (en caso de tenerlos, aunque estuviese  bien conservada) o dormían o estaban fuera. Lo que, unido a la carencia evidente  de sistemas de seguridad y a la soledad del edificio, terminaron de decidirle.
     Pasó sobre la valla con cuidado y cruzó el pequeño jardín, bañado por el aroma de numerosas flores silvestres dispersas hasta alcanzar la puerta. Era antigua, de madera vieja, de esas con aldaba  que quizás se cerraban por dentro con cerrojo corredero. En tal caso, no podría hacer nada, por lo que se limitó a sacarse del bolsillo un trozo de metal retorcido, parecido a un gancho, y a usarlo para juguetear con  la cerradura, logrando saltarla con pasmosa facilidad .
      Mientras se abría, pudo echar un primer y leve vistazo al interior de la casa. A la izquierda, una mesita adornada por algunas fotos o figuritas en torno a un suntuoso candelabro de plata; a la derecha, al fondo, las escaleras para ir al segundo piso y, en el centro... quien debía ser el dueño, un anciano con un batín rojo y la cara alterada por la sorpresa. El anciano emitió una especie de grave chillido y trató de correr a la salida que él tapaba, por lo que, en respuesta instintiva a su carga, agarró lo que tenía más a mano (el candelabro) y descargó con él  un golpe no del todo contundente que sirvió para  noquearlo, dejándole inconsciente.
      Tras recuperarse momentáneamente del sobresalto y la tensión posterior, aprovechó para estudiar mejor el recibidor. Ahora, aparte de la mesita y las escaleras vio, en la pared izquierda, una entrada que seguramente daba al salón, y una puerta cerrada frente a él, junto a las escaleras, seguramente un baño o una despensa. Vio también que había lámparas de araña con veleteros en el techo y en el piso superior, pero  ningún cable, enchufe ni interruptor en las paredes, por lo que dedujo que la casa no tendría luz eléctrica. Una vez seguro de esto, optó, antes de hacer nada más, por buscar en el bolsillo de su chaqueta un mechero con el que prendió las tres velas del candelabro, su único guía debido a que la presencia de cortinas echadas y postigos cerrados visibles desde fuera limitaba aún más la visión interior.
      Ya preparado para empezar, se giró y cerró la puerta para garantizar la discreción  y, de paso, corrió el viejo y vulgar cerrojo  para mayor seguridad. Decidido darse prisa, cruzó candelabro en mano la entrada a su izquierda, que como había imaginado conducía a un amplio salón -comedor, amueblado con una larga mesa de madera con sillas para seis comensales, un sofá y dos sillones-. Frente al sofá, un par de armaritos de madera con puertas de cristal y una lámpara como las que ya había visto . En su opinión, con un televisor sería como cualquier salón normal.
     Pensó que podía haber algo de valor en la sala y sólo vio los armarios, llenos de vajilla y cubertería de labrado exquisito pero no necesariamente valiosa, y más fotos y figuritas de adorno, que, en el mejor de los casos, eran baratijas.
      Cruzó una puerta anexa, en el lado opuesto a la del comedor y dio con una vieja cocina de gas, con tres platos usados de fruteros en la repisa y un mueble con varias portezuelas y cajones, seguramente llenos de comida enlatada, el único modo en que podía vivir alguien sin nevera.
      Su siguiente pensamiento fue buscar una bolsa para llevarse objetos de cierto tamaño como el candelabro, pero lo descartó porque supondría perder un tiempo valioso y, además, quería tratar de no llamar demasiado la atención, por lo que decidió evitar las cosas aparatosas.
      Tras perder la esperanza en la planta baja, concluyó que la opción más lógica sería el piso de arriba y, en concreto, el dormitorio del dueño. Tomó el rumbo de las escaleras, tratando de evitar mirar al hombre en el suelo y decidido a acabar rápido; no sólo por miedo a ser descubierto robando en casa ajena y haber atacado y herido a su propietario, sino por otro temor más personal: “la oscuridad”. 
     Desde niño, a pesar de la evidencia racional y la experiencia de los años de dura vida, nunca había sido capaz de apartar de su cabeza la idea de que, allí donde las sombras se aglomeran, hay algo que acecha, observando cada movimiento, rodeándote como la oscuridad misma, esperando el momento para hacerte lo que tuviese planeado. Y el candelabro, útil para dispersar la oscuridad a su alrededor, no era tan útil con la que tenía delante y detrás, lo que le ponía más nervioso.
      Tras coronar las escaleras, echó una ojeada al pasillo único que se extendía de izquierda a derecha. Al lado derecho había dos puertas cerradas, una frente a otra, que supuso serían dormitorios.
      No había considerado la posibilidad de que la casa tuviera otros habitantes, sin embargo, teniendo en cuenta que no había sido precisamente sigiloso desde su entrada, pensó que,  de haber más personas, ya habrían tomado medidas.
      Tras descartar, por el momento, esa parte de la casa, volvió su vista en sentido contrario. Pasó sin prestar mucha atención a otro armarito de madera que le llegaba hasta las rodillas, situado a unos pasos de la escalera, en la pared frente a esta. Vio de pasada que las piezas de adorno que lo cubrían eran más grandes que las demás que había visto y que, sobre él, colgaba un gran espejo. Pero su mirada se centró en el fondo del pasillo, donde también había dos puertas, sólo que una estaba abierta. Suponiendo que ésa era la habitación del dueño, se encaminó hacia ella con paso firme, mientras las velas hacían danzar las sombras en torno a él.Pudo ver gracias a ellas, ya que su ventana tenía sus cortinas pasadas y, de tan tupidas, no dejaban que el más leve destello de fuera llegase al cuarto. El mobiliario consistía en una gran y antigua cama (con un crucifijo sobre el cabezal) entre la puerta y la ventana; una mesita al lado de ésta sobre la que había una lámpara de gas y una caja de cerillas; y una cómoda frente a los pies de la cama con varios cajones y cubierta con algunas fotos y lo que parecía un joyero.
      Conocedor de las costumbres de los más mayores a la hora de guardar objetos de valor, fue a la cómoda, dejando sobre ella el candelabro para abrir el joyero. Éste contenía varias joyas, en su mayoría de oro, algunas con piedras preciosas, entre las que había collares, broches, anillos y un pequeño reloj. De ahí pasó al primer cajón y, tras apartar unos cuantos pantalones cuidadosamente doblados, encontró en la esquina del fondo lo que esperaba: una pequeña pila de billetes cuyo tamaño, parejo a su valor, variaba de los más pequeños y abundantes a los que casi alcanzaban el tamaño de los estuches donde los niños guardan sus lápices para el colegio.
      Antes de retirar el botín y marcharse, decidió que, a pesar de todo, no valía la pena degradarse tanto como para arrebatar a un anciano, probablemente viudo, todo lo que tenía de valor; así que se limitó a coger los dos montones de billetes más grandes, de cincuenta y cien euros y, sin contarlos, se los metió en el bolsillo de los pantalones. Luego hizo algo similar con el joyero, sustrayendo el reloj y una cadena con una cruz.
      Finalizada con relativo éxito su misión, agarró el candelabro, decidiendo que ya vería al bajar qué hacía con él y con el hombre. Salió al pasillo, decidido a dejar la tenebrosa y, por momentos, opresiva casa.
      Casi había alcanzado las escaleras cuando, debido a su andar más lento y nervios más calmados, captó un perfume, agradable aunque muy tenue, que flotaba en el aire. Su curiosidad le llevó a buscar su origen, hallándolo en el armarito que antes había ignorado: un jarrón azul y redondeado sobre su centro contenía un ramillete de flores secas con tonalidades predominantes de rojo, blanco y violeta. Y al mirarlo también captó, de forma inconsciente y muy débil, un leve movimiento sobre las flores. Levantó la cabeza, extrañado, y le sobresaltó lo que vio…
      En el espejo vio su imagen, pero alterada, borrosa… por un extraño obstáculo horizontal, negro como la noche, sobre su centro. Y el miedo por la confirmación de lo que muchos llamarían “ridículos temores infantiles” se apoderó de él, al descubrir dos manchas no mayores que canicas, de color amarillento y un círculo negro y penetrante en su centro. 
     Los dos ojos de algún ser misterioso, salido de la noche, le contemplaban desde el espejo. Se sobresaltó tanto que casi soltó el candelabro; tanto que el extraño ser lo percibió y, en una fracción de segundo, saltó del espejo y, en una extraña serie de maniobras volátiles, se alejó, durante unos segundos, hacia el dormitorio. Parecería que se fundía con las tinieblas si no fuese porque seguía atisbando los dos ojos salir levemente de la oscuridad para, tras unos segundos, dirigirse hacia él.
     El terror le poseyó y, con la energía que dan las situaciones extremas, dio un salto escaleras abajo, cruzando casi la mitad (debido en parte a su pequeña extensión) sin perder de milagro ni el candelabro ni el equilibrio . Aterrizó y salió a la carrera hacia la puerta, cuyo cerrojo, único obstáculo para la liberadora huida, había echado él mismo, pretendiendo aislarse del exterior.
      Y en el proceso, aquello continuó persiguiéndole, alcanzando su posición en el piso superior casi al mismo tiempo que había saltado al inferior y bajando ahora las escaleras por el aire y a una imposible velocidad, no dejando de aparecer, momentáneamente, su extraña mirada.
      Mientras lo veía durante unos breves segundos, en los que trataba de retirar el cerrojo (cosa sencilla que, sin embargo, la combinación de miedo y urgencia dificultaba mucho), no podía dejar de preguntarse qué era. ¿Un fantasma etéreo, que creaba esas extrañas iridiscencias en el aire moviendo su cuerpo de niebla? ¿Un diablo, capaz de transportar su cuerpo de un lugar a otro a voluntad? ¿U otra cosa?
      La tensión añadida de verlo cada vez más cerca,  casi a su altura, le hizo apartarse de un empujón de la puerta y retroceder, evitando tropezar con el hombre caído, curiosamente ajeno al caos que se desarrollaba en la casa.
      En ese momento recordó la puerta cerrada junto a las escaleras, que no revisó por considerarla intrascendente y que ahora podría ser el único refugio seguro.
      Fue deprisa hacia ella, alcanzando el picaporte y girándolo sin dejar de mirarlo por el rabillo del ojo . Fue mientras se desplazaba cuando el movimiento del candelabro hizo oscilar las sombras en torno a él. Se fijó que, aparte de los ojos, aquella cosa no tenía aspecto fijo, yendo de una zona oscura a otra, lo que llegó a hacerle pensar que aquello era… la oscuridad, materializada en forma del demonio interno que atormenta a todos los humanos.
      Sus breves vacilaciones no le impidieron terminar de abrir la puerta y cruzar el umbral para sentir su vista nublarse, su percepción desvariar y su cuerpo derrumbarse, poseído por un dolor que lo recorrió de pies a cabeza, antes de acabar con la espalda apoyada en una pared. Su excesiva concentración en el monstruo de los ojos le había privado de la atención que, en condiciones normales, le habría permitido percatarse de la escalera de piedra, por no decir sucesión de peldaños, antes de perder  pie. 
     El candelabro había volado de su mano, ahora estaba tirado cerca de él, con sus velas sueltas  y apagadas, menos una, que le enseñó el almacenamiento semidesordenado de lo que parecía un sótano-trastero. Y a pesar del dolor, que le impedía moverse, pudo mirar escaleras arriba, viendolo cruzar el umbral y empezar a bajar las escaleras hacia él. Y, antes de que la tenue vela se apagara, pudo ver la verdadera naturaleza del ser que poseía la mirada de la oscuridad…        

Los eventos sucedidos a continuación se desarrollaron deprisa y concluyeron pronto. Alguien denunció haber oídos gritos desde la vieja casa mientras pasaba cerca de ella  y, en cuestión de minutos, un coche de policía, al que posteriormente se sumaron un segundo y una ambulancia, se personó frente al desvencijado inmueble. Sus ocupantes, ya en el interior, no tardaron en hallar al dueño de la casa inconsciente escaleras abajo.
     Segundos después, una serie de sonidos ininteligibles les atrajo hacia el sótano a oscuras, que tuvieron que iluminar con sus linternas. En él encontraron a un hombre apoyado de espaldas contra la pared al pie de los peldaños, con las piernas extendidas, mirando fijamente hacia el umbral sobre él. Tras una rápida llamada para pedir refuerzos, el anciano, que no había sufrido daños graves como consecuencia de la agresión, fue trasladado a un hospital.
     El segundo hombre, presumiblemente su agresor, no se movió de su sitio hasta que los agentes bajaron a por él. Aún con la mirada puesta escaleras arriba, al principio parecía totalmente inmóvil, pero al acercarse un poco más a él, percibieron que balbuceaba incoherencias en susurros. No opuso resistencia cuando fue incorporado y, con un agente asiéndolo por cada brazo, trasladado cojeando escaleras arriba, fuera de la casa y de la parcela, hasta un coche patrulla. De allí sería trasladado a un hospital para una revisión de su singular estado y, acabado el reconocimiento y según las conclusiones de los doctores, proceder a tomar las acciones pertinentes contra él en comisaria. El vehículo, con su sirena y su luz azul y roja, se marchó con su cautivo dentro, sumiendo el aire nocturno en silencio e iniciando la dispersión de la multitud congregada ante la casa. Y con todos en retirada, volvió  la calma, como si nada hubiese pasado.

Y, con los hombres y sus vehículos, algo más salió de la casa. Acompañado por las suaves corrientes de las puertas abiertas, recorrió una breve distancia hasta posarse sobre la amarillenta flor de una planta herbácea. Y con él, algo más se movió en el jardín. Una esbelta y sigilosa sombra felina, atraída por la extraña presencia recién entrada en escena. Avanzando con pasos cautelosos, el gato se aproximó hasta estar a algo menos de un metro de la flor y se agazapó, preparándose para saltar. Pero algo le frenó. De improviso, como de la nada, dos grandes ojos amarillos emergieron, en una fracción de segundo, sobre la planta, fijando en el felino su penetrante y amenazadora mirada. El gato, sorprendido, optó por huir, dejando en paz a su misterioso adversario.

Tras unos segundos, como en un parpadeo interior, los ojos se ocultaron, plegándose sobre si mismos para luego, instantes después, volver a emerger. Tras unos segundos más, se elevaron con su dueño, movidos por el viento, guiados por el aroma de las flores y la luz de la luna. El mismo aroma floral que lo atrajo hasta el ramillete de flores secas frente al espejo cuando el intruso le abrió camino al interior de la casa, y la misma luz que vio en el candelabro que este portaba, guiándole en el extraño baile que ambos ejecutaron hasta que la llama de sus velas se consumió, terminando así su interés en él y su movimiento, quedando inmóvil, recuperando sus fuerzas en un rincón del sótano. Sótano que pudo abandonar cuando una nueva luz lo iluminó y le guió al exterior donde, ahora ascendiendo en el cielo, una mariposa nocturna, seguramente, no había sido ni llegaría a ser consciente nunca de la mirada pintada sobre sus alas ni del gran servicio que le había prestado esa noche.

1 comentario:

  1. Gran relato, descripción que te lleva hasta la misma piel del ladronzuelo,ese miedo a la oscuridad que es tan común.Me ha gustado mucho, sin dudarlo seguiré leyendo mas relatos de Ricardo Amorós.

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